Arena - primera novela de Adán Echeverría

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Arena

Adán Echeverría

Primera edición: 2009 ISBN 978-607-00-2509-9 © 2009 Adán Echeverría © 2009 Editorial Atemporia / Instituto de Cultura de Yucatán © 2009 Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Editorial Atemporia Juárez 309 Centro C. P. 25000 Saltillo, Coahuila www.editorialatemporia.com.mx Instituto de Cultura de Yucatán Calle 86 (Av. Itzaes) No. 501 C x 59 y 65, Col. Centro C. P. 97000 Mérida, Yucatán. Gobernadora constitucional del estado de Yucatán Ivonne Ortega Pacheco Instituto de Cultura de Yucatán Director general Renán Guillermo González Subdirector general de literatura y promoción editorial Jorge Cortés Ancona Consejo Editorial del Instituto de Cultura de Yucatán Roldán Peniche Barrera (presidente), Jorge Cortés Ancona, Ena Evia Ricalde, Rita Castro Gamboa, Celia Pedrero Cerón, Faulo M. Sánchez Novelo, Feliciano Sánchez Chan, Jorge Canto Alcocer, Juan Esteban Chávez Trava, Francisco Lope Ávila, Mitsuo Teyer Mercado y Gaspar Gómez Chacón. Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad de Editorial Atemporia. Portada: Susana Veloz Editora: Alejandra Peart C. Cuidado de la edición: Claudia Berrueto Carlos Pereyra #27 Col. Viaducto Piedad C. P. 08200 México D. F. Todos los Derechos Reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos. Impreso y hecho en México.

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Arena

Adán Echeverría

Esta novela fue escrita bajo el apoyo de la Beca Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Generación 2005-2006.

...los muertos están fijos en su muerte y no pueden morirse de otra muerte. — Octavio Paz, Piedra de sol.

Para R. R. H.

Capítulo UNO “Soy uno de estos hombres detenidos en el tiempo. Esas miradas y la nostalgia del mundo que conocía giran en los espacios oscuros de la mente. Luego viene la resaca del insomnio a golpearme las sienes”. Detiene la lectura. Se han empañado los ojos y de nuevo tiemblan las manos. Aquel hombre le había dejado el pasaporte hacia la pesadilla. Tardó en darse cuenta que ella misma era real. Sentada junto al ventanal de casa, que da al jardín, mira la cerrazón del cielo. El mundo regresa al principio, la oscuridad avanza confirmando ese retorno. Un viaje por los hilos delgados y pegajosos del sueño, un ave de alas gigantes aletea y cubre el cielo de la negrura que ahora mira a través del vidrio. Cae la lluvia. Las nubes pasan encima de la ciudad, cubriéndolo todo con sus sombras líquidas. Toda el agua que subió de los ríos y océanos se derrama en la humanidad que corre a refugiarse. Ella mira la tierra empaparse, las plantas del jardín humedecidas; siente que con el cielo ella se derrama, quiere ser ese mar enorme que viaja en las alturas, caer en todos lados, verterse sobre el mundo. No es la primera vez que lee los papeles. Lleva meses haciéndolo, desde que ese hombre de las gafas se los entregó. Entonces

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Yosefina sintió que todo daba vueltas, que el hotel entero donde se hospedaba, allá en el sureste dónde había ido a hablar sobre sus investigaciones, se salía de la tierra en que tiene sus cimientos y se movía de un lado a otro, como un péndulo que intentara sacarla por alguna ventana. Y se agarró fuerte a las sábanas. Cada que ve la caligrafía de Mauricio, viene la misma sensación, el vértigo de la desesperanza. “Tú pareces el sueño de algo que quizá nunca viví. Calles arenosas donde el viento entra y sale de las habitaciones, furioso, golpea ventanas, azota puertas sin que nadie blasfeme en contra. Las noches no avanzan”. “Cuando se hace el día, en las manos vuelvo a ver la sangre latir. Estiro los dedos y dejo que la piel se caliente; el calor avanza, retiro la mano y puedo sentirme, estoy vivo aún. La recurrencia es imaginar que sólo existo en las pesadillas de estos habitantes”. Han pasado seis meses en el continuo ir y venir de las palabras, las anécdotas. Armando el rompecabezas de ese tiempo que Mauricio vivió en la costa. Los papeles del cofre estaban en desorden; quizá la prisa de guardarlo todo. Yosefina ha leído con dedicación, muchas horas, encerrada en su laboratorio de hidroponía, para hacer una historia lineal de los escritos que le han entregado. “No se cuántas veces he comenzado a escribir, si el relato de estas páginas lo he escuchado con exactitud, lo he vivido o son creaciones propias. Estas ideas y tu silencio me han hecho claudicar diversas ocasiones. Hoy espero atreverme. He enviado cartas que no han tenido respuesta. No te tengo y escribo para mí. Si alguna vez te vuelvo a ver será para leerte los fragmentos uno por uno”. Fue la maldición, el oráculo: nunca más mirarse los ojos, nunca más tomarse las manos, ni escuchar de sus labios las palabras que ha dejado escritas. La mujer abre la ventana, deja que el frío que precede a la lluvia le golpee el rostro. Quiere ver si un poco del olor a océano llega hasta esas latitudes donde ha quedado abandonada, donde él la dejó esperando, donde ella quiso quedarse esperando. –¿Por qué no regresaste? –del cielo caen las últimas gotas, las que se atrasaron y no quieren seguir el viaje dentro de las nubes; ansían dejar las alturas, bajar a tierra e inundarlo todo. Yosefina

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cruza los brazos sobre su abdomen, se reconforta a sí misma, inclina la cabeza, y la barbilla topa con su pecho. La mujer en la ventana mirando el jardín. La gota cae sobre su cara, y el agua dulcifica sus lágrimas. No hay respuestas a las preguntas que se hace, no las encuentra entre las plantas húmedas del jardín, ni en el envés de las hojas, ni entre los helechos. Asoma un poco el sol, lento, presente. La humedad sofoca. Yosefina adelanta unos pasos hacia el verdor en que reposa su mirada. En la mente siguen las palabras de Mauricio: “Me siento secuestrado. Abandonado a la intemperie. Soy de las personas que gustan de enfrentarse a lo desconocido (lo sabes); intento el consuelo de considerar mi trabajo una oportunidad, a pesar de los habitantes que causan calosfríos con sus miradas fijas y sus andares aletargados. Los anocheceres cuando se reúnen en la playa con el rostro ante la brisa. Quietud infame, respiraciones diluidas, estatuas en la arena. Los músculos tensos y el mar ondeando en la pupila. Cuando el ímpetu del oleaje se detiene, recuperan su andar y regresan a casa. El arribo de las tortugas marinas sigue alentando. Volverán por mí”. Ella intenta imaginar el rostro de Mauricio al escribir, la tensión de su cuello. Quiere encontrar la forma de volverse esa sustancia capaz de atravesar las dimensiones paralelas del tiempo, llegar hasta ese punto en que ese hombre, sintiéndose prisionero, escribía bajo la tenue luz de una lámpara de aceite, dentro de una cabaña en la playa. Puede ver su cabello revuelto, el torso desnudo, la ruda textura de sus manos y esos delgados labios resecos. Vestida con una bata de seda, sólo le queda el cuerpo flácido ante la edad. Los pechos retenidos apenas por el sostén. Las estrías enmarañando los muslos. El laboratorio ahora es distinto para Yosefina. El instituto entero lo es. Salir a la calle se le dificulta. Avanza por inercia hasta llegar al trabajo. Los colegas, los amigos, antiguos amantes, los discípulos, todos la molestan. Su presencia, su roce, la distraen, sólo quiere pensar en aquel hombre entristecido sobre la playa, que habla en los papeles que la llevan en el tiempo a otra realidad, hacia otra vida que debió vivir. Quiere que el recuerdo la devaste, morir de tristeza. Y recuerda aquellos años cuando no

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podía tragarse las horas, los meses, el abandono. La jornada entre la pulcritud y la asepsia de las mesas del laboratorio, los matraces, las centrífugas, el ruido de los termocicladores, el tintineo de las probetas bebiendo en esos frascos ámbar, es el hartazgo de no encontrar la paz. El trabajo, por vez primera se ha vuelto una carga. Huye hacia su privado, y ahí se sienta detrás del escritorio mientras todos la miran con extrañeza, quiere seguir sola, fumar a solas. Apaga la luz y se pasa las horas pensando. Este lugar, donde ha recreado sus hipótesis, ya no es aquel sitio anhelado para olvidar, se ha vuelto el punto preciso para que la atrapen sus obsesiones, y esa obsesión es saber qué pasó con Mauricio. Averiguar todo, cada espacio de silencio, cada acto del destino que se empeñó en detenerla acá, en esta ciudad enajenante, mientras el hombre que amaba se perdía en la amplitud de una playa, que le hacían sentir la soledad intensa, tan intensa y mortal, como ella alcanzaba a descubrirlo, en las líneas de ese discurso que era su legado. Como si poco a poco aquel hombre de ideales se intoxicara de temores: la caligrafía entrecortada, hojas garabateadas, como si se hubieran generado en la alteración. “La línea de playa siempre es diferente. Detenido junto a los oleajes, miro el mar como un monstruo manso que va desgastándome la sombra. Ellos a mi alrededor, cabizbajos, tercos en su silencio, aceptándome pero sin mezclarse conmigo. Cuántas veces te he contado de los demonios que asaltan el sueño por las noches. Ese alargar la oscuridad hasta que mis ojos se vuelven un pozo vacío, oscurísimo. Ojos detenidos en los espejos. Yosefina, ¿existes? ¿existe otro mundo fuera de este?” Ella no tiene respuestas. Tal vez no exista. Las paredes blancas del laboratorio, el verdor de su jardín, el color durazno en su habitación, todos los colores escurriendo, manchando el gris de las calles que la mantienen sitiada, en vilo. Los árboles de hojas azules. El cielo amarillento. El sol color púrpura. Todo ha cambiado con la mirada; quizá nada signifique su propia tintura, quizá ya no haya carotenos ni pigmentos que las ondas de luz puedan atravesar. Quizá nada tenga sentido y ella en verdad no exista. Como no existe esta historia. Como no existe este mundo. Como ya no puede seguir viviendo con esta sensación de refugiada que se ha impuesto. Todo se

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borra y es blanco. Habrá que empezar de nuevo. Abraza los papeles, los arruga y alisa, una y mil veces. Hay un lagarto mordiéndole las entrañas; puede sentir la aspereza de su piel, sus escamas sólidas, y como se retuerce en su interior hasta cortarle. Cuando pensaba que no había más lágrimas, Yosefina se mira inundada, llena de mocos y salivaciones. “En las noches es tu rostro, con su nariz pequeñita y el lunar sobre la ceja, lo que me ayuda a sonreír y darme valor para regresar al sueño”. Aquellos tiempos habían estado clausurados para ella. Han regresado para marcar de nuevo un inicio en esta vida, han marcado la entrada a una etapa que no creyó que tendría lugar, no mientras ella, la doctora Yosefina Morales seguía siendo la soberbia, la incansable, la nunca derrotada. Madre soltera, mujer-ciencia, respetada en el gobierno, admirada en la academia. Él ha vuelto, está acá, debajo de la cama, en la regadera, se pasea por las habitaciones de la casa, le mira las arrugas en el espejo, la espera en el agua caliente del baño nocturno, la persigue, se le enreda al cuerpo. El recuerdo se destapó como una vulgar caja de Pandora. Regresa el letargo que la invita a hundirse en el colchón de su cama, como años atrás, renegando de su hija, odiando a Mauricio y las historias vividas a su lado. Presiente un cambio de personajes, más ahora que sabe que su Lucrecia ha terminado la universidad, la misma licenciatura en biología del padre y de ella. Ahora que su hija ha tenido un ofrecimiento de trabajo, la ve contenta por ser independiente. Sabe que siempre se ha valido por si misma, Yosefina no siempre ha podido estar a su lado. Esta conciente que su hija dejará el nido, precisamente ahora que el recuerdo del amante verdadero, el novio real, el padre, ha despertado los fantasmas de sus odios, sus recelos. “Te he visto Yosefina. Caminabas por la playa, detrás de mis huellas, como un fantasma de sol. Agitación del viento en las enredaderas que corren por las pequeñas ondulaciones de la playa. Es la preocupación por mi cordura la que me hace reír: imaginarte acá, cerca, siguiéndome los pasos.”

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Tiene que seguir siendo fuerte. Mostrar los dientes de la felicidad a su hija, no como en la última ocasión, cuando discutieron porque Lucrecia le dijo que se iba al sureste. La misma región que veintidós años atrás recibió a Mauricio y no lo dejó regresar. Yosefina, con sus cincuenta años, espera sentada en el jardín la llegada de la recién profesionista. Ha terminado la lluvia, pero el corazón continúa inundado. Las palabras de Mauricio quedaron en el cofre, sobre el colchón de la cama de su hija. Yosefina sabe de antemano que nada hará por detenerla. Lucrecia igual está consciente que su madre no le va a pedir que no acepte el trabajo. La noche anterior la discusión las aventó sobre las paredes del rencor. Espera que su hija entienda que las discusiones deben quedar atrapadas en el momento en que se dan, y aunque suban de nivel las entonaciones y puedan volverse violentas, todo queda atrás y hay que asumir la realidad. Lucrecia tiene veintidós. La soledad le ayudará a salir adelante en cualquier empresa que lleve a cabo, de eso no tiene duda su madre. A través del miedo que siente por el alejamiento y la distancia, por que tenga que ir hacia las tierras que le robaron a su hombre. –Estaré bien. Leeré los papeles si te hace sentir mejor. Pero no pienses que me mueva la vena como a ti. Ahí terminó la discusión. Lucrecia diciendo la última palabra, y Yosefina con la mirada arrastrándose por las paredes, caminó con lentitud hacia su recámara. No pudo dormir, no pudo dejar de llorar, no ha tenido tiempo para recapacitar sobre la relación con su hija. Sabe que no todo lo ha hecho bien, pero no ha fallado siempre. Quiere entender la dureza del rostro de Lucrecia al decir las palabras que la han herido: No pienses que me mueva la vena como a ti. Trata de comprender que la chica tiene razón. Es otro el problema, ¿cómo no verlo? El hecho que se aleje para siempre. Tener que despedirla en el aeropuerto sin saber si volverá. Saber que no puede acompañarla. Que las palabras escritas en los papeles, implican una condena, un martirio, y que su hija se va a trabajar de lo mismo que le arrebató a Mauricio. Él mismo ha dejado escrito lo desesperante del sitio al que la hija se dirige:

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“No han vuelto a visitarme los que me contrataron. Cada día espero hasta agotar el último brillo del sol; de pie en el atracadero, la mirada como gaviota planeando sobre el oleaje. No llega la ayuda prometida. Prisionero de este sitio, de estos hombres y sus historias.” Lucrecia entra al jardín. Mira a su madre bebiendo café, sentada, con los pies extendidos, el derecho sobre el izquierdo, la bata de seda se abre permitiendo ver sus muslos; mantiene la mirada sobre el césped. Camina hacia ella con el rostro distinto, hay cierta paz en sus músculos, y el brillo de sus ojos cafés va despuntando bajo la tenue luminosidad que la lluvia ha dejado. Camina Lucrecia sobre el césped, con ese su andar decidido, con esa fuerza en las delgadas piernas, y el pantaloncillo brinca charcos, dejando ver las pantorrillas. “Permanezco sitiado por la soledad. No se puede abandonar el puerto, no me puedo abandonar... En el horizonte no aparecen las lanchas. Prisión de pensamientos. Habrá que esperar que vengan por mí”. Yosefina levanta la vista cuando la sombra de su hija le cae en los tobillos. Lleva en la sonrisa, la respuesta última que le dieron en la entrevista de trabajo. –Me voy mañana.

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Capítulo DOS Un silencio como cápsula no le permitía entender sus propias ideas. No sabía si las voces de su mente estaban hechas para acrecentar la desesperación por el abandono. Los víveres escaseaban y las llagas en la espalda eran enormes. Se arrancaba las costras y no podía acostarse a dormir por el dolor creciente. Demasiado viento, demasiada arena golpeándolo. El insomnio le picaba el cuerpo y lo consumía. Había enflaquecido. Tuvo que esconderse por la tormenta y quedó atrapado en la cabaña esperando que la playa terminara por devorarlo. Cuando el aire pareció aquietarse, Mauricio rompió la ventana que daba al mar, y escapó. La arena había bloqueado la puerta y el techo en cualquier momento cedería. La mañana de ese día era calma. No hubo señales previas que pudieran indicarle al biólogo que al medio día el viento se volvería tan severo. Corrió a su cabaña esperando protección. El ulular a su alrededor parecía un quejido humano. Creyó que la cabaña entera se le vendría encima. Afuera, los remolinos ensuciando la panorámica. La oscuridad iba cubriéndolo todo. No había lluvia, sólo el espectáculo de arena. La soledad le agitaba los pensamientos.

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Comenzó a rascarse los brazos, el cuello, la mente le ardía, igual los labios, salivaba sin control, no encontraba palabras precisas que le calmaran el ansia. Pensó en Yosefina y sintió que en el impulso del recuerdo comenzaba a quedarse ciego. Sumido en esa oscuridad que lo iba devorando creyó que sería enterrado vivo. Su respiración se acrecentó y la claridad comenzó a ceder. Rompió la ventana atreviéndose a la playa. Una vez fuera, los granos de arena lo alcanzaban como dardos. Cerró los ojos y caminó a tientas. Sintió sobre su cuerpo unas manos que lo empujaban de un lado a otro, y lo hacían caer; luchaba por ponerse en pie. Escuchaba lamentos dentro de la arena levantada. Apenas atreviéndose a entreabrir los párpados, sintió un empellón violento y cayó de frente. Estaba agotado. El viento calmó. El doctor Ambrosio y Martín, ese chaparro de amplia frente, lo miraron caminando en la playa como un zombie, divisaron la silueta dando traspiés. Doña Susana, la dueña del café, al observarlo, pensó que se trataba de la muerte que había llegado por fin al puerto. Se alegró. Quizá el viento al fin se había materializado en esa silueta escuálida, con el rostro cubierto por el vello de una barba desarreglada que observaban a través de los remolinos de arena. –¡Vamos por él! Ambrosio no creía más en la muerte, no la esperaba ni la temía, y no se atrevió siquiera a creer que desde aquel día la necesitarían más. Corrió hacia la silueta y, ayudado de Martín, levantaron aquel bulto de donde había por fin terminado su andar, (el viento cesó de golpe) y lo condujeron a la clínica. Mariana Nadal le aplicó compresas de agua helada en la frente que le hicieron recobrar el sentido. Mauricio abrió los ojos para ver la sórdida sonrisa de aquel hombre, chaparro de amplia frente, que durante varias horas estuvo paleando la arena de la entrada de su cabaña: –Espere a pasar un huracán, amigo. Este ventarrón es pa morirse de risa. Esas noches de café el viejo Nicanor relataba, manoteando, los aconteceres diarios hasta sumirse en la memoria. Mauricio regresaba a su cabaña pasada la media noche, y aprovechaba para

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escribir, tomar notas, redactar las cartas que pensaba enviarle a Yosefina. Conforme le fueron teniendo confianza, los habitantes de Las Bocas se soltaron en los ademanes, le llenaron la noche con anécdotas. El viejo Nicanor se deshacía en reproches, como si se fuera quitando las costras de antiguas heridas y las aventara al fuego para que carbonizaran. Descubriendo las capas de una historia que Mauricio hubiera preferido no tener que escuchar. — Te fuiste Ambrosio. Fuiste a la capital y nos dejaste en este infierno —las lágrimas asomaron a los ojos del viejo— yo pagaré por lo que he hecho, pero tú, ¿por qué volviste? Las noches se hacían más largas que los días. Aún así, Mauricio Cuevas disfrutaba horas enteras cada gesto, cada movimiento del mar. Marcaba los horarios del amanecer, el minuto exacto en que el sol se perdía al horizonte. Mientras no llegaran las provisiones, los voluntarios prometidos y el equipo, habría tiempo para no dejar de mirar el mar, medirlo, sumergirse en él. Nadar. Aguantar la respiración dentro de sus aguas. Intentar ahogarse. Que los hombres se mantengan en su mutismo o que estallaran en historias inverosímiles, le tenía sin cuidado. Era el abandono de sí mismo y la mujer que le esperaba ahí en la lejanía, lo que le arrancaba la desesperación. Sería mejor ahogarse. ¿Rendirse al final? Rendirse sí, está prisión ha sido suficiente, la sequedad y el sol han sido suficientes. Paso a paso, bogando entre el oleaje se adentraba en el mar. Había que ahogar el pensamiento. Llegué para enero y me sentí inundado de silencio. Luego que Ambrosio me rescató de la tormenta de arena comencé a ir al café de Dona Susana; han sido muy amables. Eso permitió que el anciano Nicanor se acercara a la mesa y me platicara sobre las tortugas que arriban a las playas. En el trabajo anterior me di cuenta de lo que se puede aprender a la gente de campo y en este puerto, las cosas no deben ser diferentes. Me han parecido interesantes los dramas que cuenta el viejo sobre su llegada a Las Bocas, acaba como emborrachado de historias, aunque sólo bebamos café. En sus delirios cuenta una y otra vez lo mismo. Pero esta noche asumo que

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habló de más; me ha parecido por la actitud de Ambrosio y sobre todo por doña Susana. –Llévelo a acostar, doctor —intervino la dueña del café, dando un golpe en la mesa, luego que el viejo se había descompuesto en llanto. Doña Susana no es una mujer gorda. Tampoco es alta ni tan fea como Nicanor dice. Sus pechos son amplios y siempre lleva una pañoleta cubriéndole el cabello. Me dio la impresión de parecerse a una gitana madura. Y su sonrisa, siempre acompañada de un cigarrillo, sus ojos cafés, casi marrones, me confirmaron esa duda: Parece una gitana, una curandera. El tono grave de su voz se amolda a su figura. El cigarro entre los dientes y sus escupitajos amarillentos la dibujan fiera. Mientras Ambrosio ayudaba a Nicanor a levantarse de su asiento, yo me ocupé en retirar los objetos del camino; del rostro del anciano, los mocos escurrían por las arrugas y parecía que el tiempo lo hubiera golpeado, como un rayo. Se le veía cansado, como un muñeco de felpa que no puede sostenerse por sí solo. Ambrosio y Martín lo arrastraron fuera de la fonda. Doña Susana recogía las tazas, y se iba a la cocina, carraspeando. Desde ahí apareció con un cigarro nuevo y me ofreció fumar: –Necesito uno para calmarme –como extraño aquel tiempo cuando no probaba los cigarrillos. –Hay que conocer a Nicanor para darle crédito a las cosas que dice.– Ella me ofreció la llama del cerillo. Y me fui despacio hasta mi cabaña, mirando la infinidad de estrellas que ofrecía la noche. Fue en las playas cercanas a Las Bocas, donde el padre Servando descubrió relieves en la piedra, y supieron que el lugar había sido un sitio de adoración maya. Conservan las rocas con los dibujos representando a las tortugas. Se utilizaron para construir el altar del templo que se encuentra al fondo del poblado. El doctor Ambrosio dibujaba sobre la arena los signos de los que me hablaba. El resto de esa noche no quise preguntar por Nicanor. La semana siguiente la historia se repetía, y luego otra semana

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era idéntica, y otra vez igual. Nicanor sobresaltado, Susana callándolo, Ambrosio arrastrándolo fuera del café, y yo con la duda de que estos hombres habían secuestrado mujeres durante la fundación de Las Bocas, ahí se detenía el relato: ¡¿Por qué volviste, Ambrosio..?! Servando fue el que dijo a los pescadores que la playa donde pasaban las noches había sido utilizada por caribes que a bordo de piraguas trajeron los ritos y sus máscaras. A nadie parecía importarle los descubrimientos del sacerdote. El cansancio al trabajar bajo el sol era suficiente para amodorrar a los hombres más vigorosos. Fue el padre Felipe quien convenció a Nicanor de emular los rituales. De mente frágil, Nicanor gustaba de responder a todos los retos que se le pusieran, y por comandar las embarcaciones. Felipe aprovechó esa capacidad innata del viejo, para convencerlo, hizo uso del espíritu simple del líder de los pescadores. Ni toda la fuerza física de Nicanor era suficiente para doblegar los recovecos que el sacerdote le hacía construir dentro de la mente. –Hagámoslo viejo, un ritual de sangre y trago. Qué dices. Acá nadie nos pedirá razones. ¿Qué importa Servando? Que reviente con sus “descubrimientos”. Cuando volvimos a encontrarnos en el café, el viejo Nicanor me quiso dar a entender algo sobre el canibalismo que habían llegado a practicar: “Felipe nos apoyaba y cómo nos divertíamos. Ese cabrón gozaba nuestros excesos”. –Éramos jóvenes, coño–, dijo tomándome del brazo –Cierro los ojos y ahí están los rostros de aquellas criaturas. Solía divertirme recordar el sufrimiento. Ahora, que en todos estos años no logran abandonarme las pesadillas ni los gritos, ¡maldita sea! ¡Quiero encontrar descanso! Liberarme de este maleficio —de nuevo el llanto, los gritos de doña Susana, los brazos de Ambrosio cargaban al abuelo en otra más de sus crisis. –Me tienes harto. ¡Pórtate como un hombre! –y el escupitajo al suelo, amarillando la arena. Esa ocasión surgieron los nombres de Arminda y Mariana. Quise saber más sobre ellas, cuyo recuerdo, al asomar, había devuelto el brillo a los ojos de Nicanor, sus venas se hinchaban en los an-

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tebrazos, y la sonrisa de diablo que le arañaba la tristeza, se mostró por vez primera. –Los aterrados ojos de Arminda, puedo verlos; los gritos de Marianita ante las embestidas de esos cabrones. El ritual tenía que completarse.–El café se le escurría por la barbilla. Se limpiaba con el antebrazo. Su risa de dientes podridos y los ojos extraviados.— Después de ellas, todas las demás no importaron, uno se acostumbra tanto a la muerte, y los rostros te parecen iguales, todas miraban con los ojos de Arminda, con el rostro de la Marianita. –No hables de Mariana, si no quieres que te bote los pocos dientes que te quedan —gritó Ambrosio. –¿Qué harás, matarme? –y se le escaparon unas carcajadas a manera de ladridos.– ¿Por qué volviste? El rostro del doctor se llenó de furia, creí que se iba a ir encima de Nicanor, pero apretó los puños y su mirada se escapó hacia la noche, quedando fija. El viejo se levantó con lentitud y sin acabarse el café se fue escurriendo hacia la puerta, como se filtra el agua en la tierra, mientras con el dedo índice señalaba el pecho de Ambrosio, quien ni siquiera lo miraba: ¡¿Vas a matarme Ambrosio, me matarás!?, y la carcajada hiriente. Poco después, luego de hablar discretamente con el doctor, salió Martín detrás del viejo. Desde la ventana norte de la cabaña miré toda la noche, las figuras golpearse entre sí. Entre empujones iban levantando polvaredas. Los insultos crecían y se apretaban entre sí, mientras la noche se iba haciendo vieja. No paraban, ninguno cedía un palmo. Y por un momento volví a escuchar al viento, como gemidos que venían desde el mar. Ellos se detuvieron un instante, tomados del cuello, miraron alrededor, guardaron silencio, hablaban como en susurros mientras la arena giraba a su alrededor, pasó la ventisca como un ángel furioso que los envolviera en luz; luego los hombres continuaron golpeándose. Fumé varios cigarrillos mirando las dos sombras, una sobre otra, sudando copiosamente y empanizándose de arena las heridas. Con la luz del sol reconocí los rostros de Martín y Nicanor que se despedían con el insulto entre los dientes, las venas hinchadas del enojo, los cuerpos exhaustos y lentos se fueron arrastrando. Martín

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enfrascándose en una lucha cuerpo a cuerpo con Nicanor. ¡Pobre anciano! En el día los ruidos de la soledad violentan mi cordura. Intento convencerme y creer que tratan de decirme algo con estas historias a cuentagotas, como si yo pudiera tener la solución de sus pasados, como si fuera el exorcista de sus pensamientos. ¿Me verían con ojos de misericordia para sus confesiones? Yo permanezco atento por el morbo de saber de esas niñas secuestradas y su paradero: Arminda, Mariana, ¿cuántas otras?; saber de la violencia perpetrada, empaparme en ella para arrebatar la mente a este miedo que me inspira la soledad y el sonido repetitivo del oleaje con su maleficio de monotonía. Entonces supe que estabas conmigo, Yosefina, que nunca me abandonas; camino por la playa y me siento acompañado. Es tu presencia la que me persigue sobre la arena. Te vi ahí, de pie en la playa. El mar iba hurgándote los dedos. Caminé hacia a ti y desapareciste en un remolino de viento. Como ansío que vivas conmigo en este sitio. Quiero ver si logro que Nicanor venga a la cabaña, ya que, si la señora Susana es cortante, cuando el sacerdote Felipe llega es peor. Todos callan, y tengo que retirarme. El viejo necesita tiempo y atención para contarlo todo. El sacerdote y su impostura, acá igual aventando culpas, sancionando, con sus juicios impuestos, Felipe inquisidor, ¡maldito alcohólico! Con una sonrisa sardónica se presenta sin hacer ruido, con un sigilo desesperante y se queda mirando con ese mirar punzante que entorpece y causa escozor. Felipe el sacerdote, es un tipo arrogante y neurótico, muy en su papel. Lo he visto regañar a Nicanor, manoteando en el aire para hacerse entender mientras el anciano lloriquea. Se le pega al rostro como si fuera a morderle la nariz, y su saliva pringotea las arrugas del viejo. Como si ladrara rabioso. Sólo cuando no puede sostenerse por la borrachera se le nota calmado, el vicio de observarlo todo, con esa estúpida sonrisa del borracho, pretende tener todo bajo control, su propio cuerpo apenas logra sostenerse. —Tienes que aprender a callar, pendejo… Hay cierta agitación en el poblado al caer las noches. Sin excepción, desde las seis de la tarde los habitantes se enfilan sobre la

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playa a mirar el oleaje. Todos en una larga línea, detenidos, inmóviles. He pasado entre esas columnas humanas, les manoteo cerca del rostro, pero son estatuas. —Deberías acompañarnos y no quedarte encerrado en la cabaña como un ratón. Y les voy royendo la memoria. Desde siempre los quelonios han traído sus milagros a estas playas, y los sacerdotes, en vez de extirpar las prácticas herejes que los pescadores tenían con los reptiles, acabaron seducidos por la voluntad de sentirse víctimas, o peor aún, no pudieron ser parte de la armonía, que en esos meses, corría por el campamento primitivo de piratas viviendo a destiempo, lejos de todo y de todos, a sus anchas, a la voluntad de los espíritus ampulosos de Nicanor y Felipe. — Los huevos de tortuga y su sangre, un puto afrodisíaco. Si además la bebes mezclada con algo de alcohol. Mira en qué nos hemos convertido. Pero a machos nadie nos gana. El padre Servando, renunciando a obtener éxito en la evangelización de esta gentuza, se pasaba las horas intentando descubrir más vestigios prehispánicos, explorando los alrededores, algo que le valiera el viaje a esta zona de playones de aburrimiento infernal a que habían sido sometidos, quizá con la información que recabe pueda colgar los hábitos e ingresar a otro tipo de vida en cualquier universidad que comprenda su naturaleza exploradora. Tiempo le había costado entusiasmarse con la evangelización pero no podía con el voto de obediencia, y menos con el de humildad, necesitaba sobresalir, y ahora, con la información que recabara podía al fin mandar al obispo a paseo; Felipe y Martín, concientes de sus gustos, le dejaban hacer y él estaba absorto en sus excursiones por los alrededores de ese playón apenas colonizado. Felipe en cambio, desde el principio había cedido a pasar el tiempo alcoholizado, inventando historias de brujería y pasiones truncadas que, por las noches, los pescadores disfrutaban en medio de cánticos; o se pasaba las horas en la creación de nuevos discursos para sus oraciones, volteando las palabras a su antojo: los cielos del padre nos santifica, nuestro cielo padre dénmelo hoy, denme el padre y el cielo, santifíquenme como al padre. Rezos sacrílegos que el padre Felipe inventaba para aque-

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llos ignorantes; la evangelización no era lo suyo, ser sacerdote era tener poder para conseguirlo todo, así lo había aprendido y le gustaba. Desde muy pequeño, cuando entró al seminario supo que en la iglesia, además de los abusos y las mentiras, todo era una cuestión de generar culpas, y de quien las tiene, o quien las cura. El padre Martín era diferente a aquellos otros dos, fue el único que mantuvo la esperanza de conseguir el cometido que se les había encomendado, pero el tiempo no le alcanzaba con los quehaceres del campamento; hablar con sus compañeros religiosos era caso perdido, su debilidad física y su timidez le mantenía solo obedeciendo. Todo era caótico en ese sitio al que arribaban los pescadores a descansar, a dónde luego arribarían a esconderse, y donde al final se quedarían a vivir. Los pescadores se dieron cuenta, igual que los religiosos, que en la soledad de los playones, con la cantidad de arena en los ojos, el silencio era tan poderoso como dios mismo. Había que entretenerse o quedarse loco. Servando y Martín no estuvieron de acuerdo con la inauguración del rito. Aquella tarde Nicanor, junto con Ambrosio y sus compañeros, bajaron a las playas con unas niñas que habían robado en un poblado costero al que arribaron a vender pescado y comprar alcohol. Los dos sacerdotes intentaron liberarlas, pero la exacerbación de los sentidos era demasiada. Fueron enterrados vivos después de una amarga borrachera. A Felipe nada de eso le importaba. Era impasible al zafarrancho. Ni los golpes que le propinaban a sus hermanos de evangelio, ni la sangre derramada, mucho menos las niñas que nadie extrañaría. La pobreza hace que olviden rápido. —¡El infierno será para ustedes! –gritaba Servando con la cara descompuesta por el odio, mientras le iba cayendo encima la arena. Con un madero le habían roto la cabeza. De nada sirvió todo lo que había descubierto, estos pendejos bárbaros nunca comprenderán que este pedazo de tierra ha sido habitado siempre por la violencia, que su comportamiento se ha potenciado por el sitio en que estamos parados; hasta él mismo se sentía hirviendo de lujuria, vanidad, deseos de poder, y por eso no cedía a sus recorridos y exploraciones ¡quería comprenderlo todo! Servando había descubierto

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montículos de cráneos y esqueletos humanos, todo un cementerio reflejo de la barbarie, marcas en algunas rocas, asentamientos derruidos, todo indicaba la antigua presencia de caribes en la región, que la playa era utilizada para ritos de sangre, que los hombres habían sido devorados. El sitio había sido atacado por estas tribus que acabaron con los pobladores mayas, en ese intercambio de culturas, con la Muerte pisando la cabeza de las teologías de aquel sitio de adoración. Todo estaba ahí, se sentía al respirar, y ahora constataba que nada hubiese podido hacer para detenerlos. ¿De qué valía, si nadie se podría enterar? Muerto él, todo volvería al pasado remoto, escondido en la naturaleza que sigue creciendo sus hierbajos que todo lo sepultan. —¡Guárdame un sitio junto a Satanás! – gritó Nicanor mientras echaba paletadas sobre Servando y Martín, que permanecían amarrados en el fondo de la fosa que ellos mismo habían cavado; la risa de Nicanor era centellante, como mordidas de serpiente sobre el cuello de las víctimas, latigazo en espaldas descarnadas. —¡Por amor de Dios, Felipe reacciona! –era el ruego de Martín.– No lo permitas, que estos brutos nos entierran. Felipe, borracho al fin, traidor acaso, prefirió unirse a los pescadores y salvar el pellejo: “¿quieren rituales propios?, ¿olvidar a dios y sentir que pueden traspasar la muerte?, yo también. Dios ha muerto. En esta arena ya no se escuchará su voz, ¡Somos libres! ¡Libres al fin! –y los ojos de murciélago con hambre de sobrevivir—. Claro que les ayudo, por más sacrílega que pueda parecerme esta búsqueda, este aquelarre que quieren compartirme”; había bebido el brebaje de licor y sangre junto con ellos. Tiró paletadas de arena sobre sus compañeros. Lanzó escupitajos, les orinó encima. No era menos asesino que la turba de pescadores. —Ya estoy en el infierno, ¿de qué me acusan? –acabó diciendo, entre hipos, y tiró la pala al suelo. —¡No hay dios para nosotros! ¡Somos libres! –era el grito que escapaba de los labios encendidos de lujuria de los pescadores que se atragantaban con la bebida. La menor de las chicas, Mariana, era sodomizada por cada uno de ellos. Su rostro era un amasijo de sangre, mocos, arena y lágrimas. No tenía más voz que ese hilo de

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saliva que goteaba a la arena, y la mirada húmeda que solo miraba hacia dentro de sí misma; Arminda esperaba su turno… — ¡Ya no hay dios, somos libres...! ¿Es el mismo Felipe de cada noche? Su calva al sol me hace dudarlo ¿cómo puedo creerles?, ahí está este sacerdote de piernas cortas, la sombra de la nariz gigante que soporta un rostro avejentado. Tiene uno que verlo tambalearse en las madrugadas, cuando a solas se pasea por las callejas, arrastrando los pies, ladrando a las sombras como un coyote; no puede ni con su propio cuerpo. Vi cuando el guarda espaldas de Torrefuerte lo apartó de un empujón, la noche que llegué a este puerto, cuando me presentaron a los pobladores. Se había acercado a pedir algo de beber. — Lo tienes prohibido. No insistas –dijo Montañez. En Las Bocas el trago es escaso y ocasional, Torrefuerte nunca lo envía o lo hace rara vez; trajo unas botellas cuando llegué, para brindar por un “nuevo comienzo” como lo había llamado. Los habitantes del puerto se las han ingeniado para destilar uva de mar. Martín y algunos otros están encargados de esta faena: “No todo tiene que saberlo Torrefuerte”. Felipe igual lo hace, lo necesita su cuerpo y todos cooperan un poco para mantenerlo dentro de la lucidez que le da el alcoholismo; cuando ha dejado de beber, es una sombra sudorosa y gimiente que se desgarra la piel, con los ojos parpadeantes. Se vuelve todo aullidos y estertores. Saben que tiene que tomar su dosis diaria de alcohol, dicen que prefieren su violenta personalidad por demás controlable, a la violenta reacción contra sí mismo que le trae el abstenerse. Soportarlo herido, bañado de sangre por las calles del poblado, gritando y manoteando intentando lastimar a quien se le acerque, no es agradable; su remordimiento le llena la sesera de monstruos que nadie mas que él puede mirar, pero que por los gritos que presenta deben ser en verdad aterradores. Felipe no parece el tipo de persona que dicen. Si es que, remotamente les alcanzo a creer que este hombre sea el mismo sacerdote de las historias que Nicanor me cuenta. Perro que ladra no muerde, reza la sentencia, y esa forma de regañar que tiene, escupiendo al hablar, los ojos desorbitados, el tufo de trago minándolo todo, me hacen pensar que sólo es un cobarde hablador. Es una

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tortura que los nombres sean idénticos en aquel pasado y en este presente cuando me relatan los hechos, nicanores, martines, felipes, marianas y ambrosios ¿son o ellos imaginan que lo son, o sólo es un juego en el que quieren involucrarme? Aunque traten de hacerme creer que lo vivieron. Si las historias fueran ciertas, aún así, este personaje de la narración no puede ser el mismo que manotea ante Ambrosio y Nicanor, con la vena saltándose en la frente, con los ojos llenos de sangre, y el tono de voz cambiando, gutural en ocasiones. “Cálmate Felipe, deja te explico, sólo le decía al biólogo…”, “Vamos, déjalo ya…” Han pasado muchos años, sería una momia. Lo semeja, siempre llega de improviso, con su ropa negra y empolvada. —¡Cállate maldito anciano! Como no puedes mantener la boca cerrada. ¿Tendré que obligarte, dime, tendré que obligarte? –toma de las orejas al abuelo lloroso.— ¿Y ustedes? ¿Qué carajo esperan que no lo sacan a la playa? –se dirige a Susana, Ambrosio y Martín, para luego detener su mirada sobre mí. Ambrosio lo toma de la cintura, Martín se va llevando a Nicanor. Felipe de cejas arqueadas, la inmensa nariz bufando, esa vena en la frente. Busca entre su ropa y saca la botella, se la empina, el líquido corre fuera de sus labios, baja por su barbilla. Se limpia con el antebrazo sin dejar de observarme. Desvío la mirada y siento que él no. Sigue mirándome fijo, reconociéndome. ¿De qué época son estas personas? Comen a mi lado, beben el café con canela de doña Susana, y me hablan de un Nicanor robusto, violento, quizá el abuelo del anciano que a pedazos, me ha expuesto esos rituales, el preludio de lo que sucedió. Aquel momento que ni el mismo Nicanor, cuyos setenta y cinco años siguen esperando la marcha del tiempo, pudo prever. Servando y Martín manotearon desde su improvisada sepultura hasta que sus pulmones no pudieron más. Colgadas de las ramas de los árboles, las tortugas decapitadas chorrean su sangre sobre los cubos que contienen el aguardiente. Sobre la arena, se ven las cabezas arrancadas, los ojos lacrimosos aún, de las tortugas que parecen observar el rito desde las profundidades de la muerte.

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“Permítanme quedarme a respirar esta vida”, fueron las palabras que Felipe utilizó para unirse a la jauría, y Nicanor que aún comandaba al grupo de pescadores, lo permitió. Ambrosio nunca estuvo de acuerdo con lo sucedido, pero no intentó detenerlos. Qué cada quien se labre su futuro. Pero el futuro nunca llega. Bajo las matas de uva de mar, y hechas con madera de los mangles blancos, cortada dentro del humedal, están las jaulas donde las chiquillas raptadas, con ojos temerosos, esperan en silencio, compartir el destino de los curas. —Este pedacito de carne será necesario para afinar el ritual. –y el grito de Arminda, por el corte de una parte de sus pantorrillas, iba recorriendo la playa hasta introducirse en el oleaje, otro corte en los muslos, otro más en los antebrazos, la chiquilla gritando. Felipe sujetándole la cabeza con la mano izquierda, con el brazo derecho estirando los brazos de la pequeña, mientras, tirados en el suelo, le sujeta los muslos con las piernas. Nicanor presume la carne que le ha arrancado. La sumerge en las cubetas y reparte el brebaje. Brindan y beben sin dejar gota. Al final, el anciano mastica esa carne amarga y cortando pedacitos con su afilado cuchillo va invitando al que quiere mientras reza las oraciones que Felipe ha escrito para el momento. Arminda logra morder en el antebrazo al que la sujeta. El cura la arrastra de los cabellos, le remoja la cabeza en el mar, intenta ahogarla hasta que Ambrosio logra arrebatársela. Nicanor va por la chica, el agua de mar le cubre los tobillos “Dámela Ambrosio…”, y se la entregan, tú nos vas a servir mañana, la saca del mar y la tira dentro de la improvisada jaula. Los pescadores mientras tanto, continúan divertidos en el cuerpo desmayado de Marianita, siguen turnándose, toman del brebaje, ríen y se golpean el cuerpo arrebatados por la algarabía. Nicanor también le hizo cortes en el rostro a la pequeña, en la frente, en la espalda, en los senos que apenas despuntan, y por la fuerza le imprime un beso en la terrible boca, antes tierna, para quedarse en la cara con los mocos de la criatura. Ambrosio aunque quiere no puede cerrar los ojos, piensa que inundarse de estas imágenes le harán pensar que nada malo hay en la vida, todo es un sueño, el mismo sueño de Servando, el mismo ritual arcaico que fue

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descubierto “Estamos visitando la tumba de la Muerte, y ella nos da la bienvenida”; no quiere clausurar los oídos, tiene que sentirlo todo, y aún hoy siguen en su recuerdo los lamentos de la niña ensangrentada, de la otra que, desmayada y delirante, continúa siendo un pedazo de carne para saciar la lujuria de estos hombres que no se cansan. —Danos a la pequeña. —Nos servirá mañana –dice el viejo afilando el cuchillo.– por ahora ahí tienen con qué divertirse. —Nadie discute, el arma en las manos de Nicanor es suficiente respuesta para su ansiedad. Llega el turno de Ambrosio, sujeta a la niña, apenas distingue sus ojos cerrados entre la sangre que ha comenzado a coagular. Con su vista y sus manos va limpiándole la arena. —Vamos Ambrosio, ¿qué esperas? —Es mi turno. Haré lo que me plazca. —¿Por qué volviste, Ambrosio, si ya habías abandonado este sitio, porque tuviste que regresar? Nicanor habló de más. Los ojos de Felipe inundados de sangre, como si se pegaran a mi piel y fueran recorriéndola como sanguijuelas, intentando que las historias escuchadas escaparan de mi mente, recobraran su destino de secreto. El doctor Ambrosio con la mirada sobre la taza de café, se mantiene absorto. Susana fuma y escupe, fuma y escupe. Nicanor riendo, ladrándole a la luna. Martín lo toma del antebrazo y lo conduce hacia la calle. Pero Felipe va sobre el cuerpo del anciano, le entierra un pedazo de botella roto entre las costillas, mientras Nicanor logra gritar. –Tú igual vas a matarme, todos quieren matarme, vamos, mátenme, o déjenme en paz.

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Capítulo TRES Al entrar a su recámara miró el cofre con los papeles. Ha intentado evitar leer su contenido. Demasiado ha sido soportar el sonambulismo de su madre por lo descrito en esas hojas, como para caer en la trampa. ¿Por qué leerlos? Nada de lo que digan le hará cambiar la forma de pensar acerca de su padre. Para ella, al menos desde que bloqueó esa historia, él sólo ha sido un chorro de semen en el que viajaba el espermatozoide de donde se ha formado. Nada más. Ahí está el cofrecito, junto a las maletas que ha preparado. Va mirándolo desde cada ángulo, se sienta en la cama, a su lado, se pone de pie de nuevo, lo ignora y camina hacia el guardarropa. Coge unos jeans y los coloca en la silla, al lado de la cama, junto a las maletas. Es lo más cómodo para viajar en avión. Una blusa de algodón color lila le hará resaltar la pálida piel. “Me vuelvo transparente”. El sol la espera. Se tira boca abajo en el colchón y su rostro queda mirando ese regalo. La duda comienza a correrle por las manos, los antebrazos le pican. —Que necedad Yosefina, que necedad la tuya. Abre el cofre, toma el manojo de papeles, y nota que su madre los ha dispuesto a manera de un librillo, uniendo las hojas

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por un lado con un hilo negro. Se da cuenta que ha invertido tiempo suficiente para irlos ordenando, y sonríe pensando en el romanticismo que por vez primera mira en Yosefina. Se tiende en la cama boca arriba y levanta los papeles para leer en ellos: “Todas las casas son de madera. Hay un orden incierto en su distribución, desplegándose en semicírculos a manera de abanico. Una casa destartalada con su altar de piedra labrada, es usada como templo. El café de doña Susana marca el centro del puerto. Se le ve apenas bajando del atracadero. Cuando llegué, para enero, aquí me presentaron a la comunidad: Mauricio Cuevas, biólogo, trabajará con ustedes, y las caras inexpresivas de los ahí reunidos. Se fueron en silencio y me quedé mirando sus espaldas. Presintiendo los golpes de tu ausencia que desde entonces no deja de perseguirme. Eran casi las seis de la tarde. —Ya habrá tiempo, ya habrá tiempo —señaló Montañez dando unos golpecitos en el hombro. Dentro y fuera del poblado todo es arena. En ocasiones me entretengo mirando mis huellas conforme van desapareciendo a cada lengüetazo del mar. El agua dulce se recolecta de las lluvias o se obtiene del pozo, abierto al lado del café. El puerto se ha construido sobre las playas de una península, con un aislamiento a propósito. Es inútil caminar hacia cualquier lado, pantanos, arena e inabordable mar. He andado cerca de 35 kilómetros sin detenerme, verificando toda la costa que pudiera ser óptima para el arribo de las hembras anidantes, y de regreso la noche me avienta su heladez y bruma. Me ofrecieron lancha y voluntarios. Aún no llega ni el equipo ni los colaboradores. Rodeado por la duna costera, blanquizales y manglar, el tiempo pasa despacio, y yo me quedo en la playa mirando la línea de marea donde rompe el oleaje, las noches de creciente, el movimiento de las vaciantes, las formaciones de arena modificadas cada día por la erosión. Cruzando la duna costera llegas a las ciénagas de olores violentos. Para tocar la selva debe atravesarse el manglar, pero las aguas pantanosas son suficiente escollo para el más aventurero que no cuente con el equipo necesario. Los lugareños no intentan siquiera verme, sus miradas me atraviesan. Este silencio tan duro. Su continuo mutismo. En los recorridos que realizo las tardes y noches,

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(caminar de día sería suicidio) han llegado a trastornarme los kilómetros de playas que se extienden hasta que mis piernas no pueden más. Las nubes de moscos y chaquistes cubren la piel los días que no hay brisa; me han hecho llorar por la desesperación y la rasquera. Las costras se me pudren y tengo que meterme al mar en las noches, para evitar el ardor”. Lucrecia detiene la lectura, se levanta de la cama y va hacia el tocador, coge un lápiz color rojo para señalar algunas descripciones: “35 kilómetros de playa óptima para las hembras anidantes”, después de todo, el tipo era biólogo y sus apuntes le pueden servir. Su trabajo será continuar la investigación sobre las tortugas que arriban al puerto, marcarlas, conocer el tamaño de sus poblaciones. Comenzó a sentir interés en el escrito, por conocer aquella época. Rulor Miranda, al contratarla, le había dicho que, veintidós años atrás se había hecho un intento por levantar un campamento de tortugas; no se avanzó suficiente, y no volvió a tomarse la iniciativa “Setenta nidos encontrados, cincuenta y cinco hembras marcadas, todo se lo llevó el carajo… nadie ha vuelto a ocuparse”. Hasta ahora. Y ella no puede detenerse a pensar en aquel fracaso, todo tiene su momento en la historia, y considera que ocurrió para que ella lograra solucionarlo, ahora que llega su turno de trabajar en Las Bocas. —No nos defraudes, no puedes hacerlo, –le dijo Rulor al apretarle la mano derecha luego de entregarle su pasaje de avión. ¿Por qué tardó tanto en devolverle la mano? Unos segundos de más luego que se da la mano, el sacudón normal y te sueltas, Miranda tardó en soltarla, luego se enjugó el sudor con ese nerviosismo irritante. Lucrecia regresa a la cama. Coge una almohada y la pone sobre sus piernas. Se recarga en la cabecera y continúa la lectura: “Nadie llega acá sin que Torrefuerte lo autorice. Desde Isla Tiburón se trae todo lo necesario para cubrir las necesidades de la gente. Este poblado, es una prisión perfecta. ¿Hasta cuándo permaneceré en este sitio? Los habitantes son los mismos de siempre. No envejecen. No nace ni muere nadie en el puerto, nadie ha venido a vivir a este sitio en al menos, los últimos treinta años. He entrado de noche, a hurtadillas, al cementerio; revisado tumbas y no encontré

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huesos, no hay cuerpos, ni signo de que los hubo alguna vez. Solo lápidas con nombres inscritos pero sin fechas. El doctor Ambrosio mantiene abierta la clínica de ocho a dos de la tarde, Mariana Nadal es su enfermera. Casi nunca hay nadie para las consultas: “Heridas superficiales e insolación es lo más frecuente”. Morena, de caderas amplias para su baja estatura; mirada penetrante y rinconera, Mariana Nadal me desesperaba al principio y me revolvía para escapar de su vista; he caído en cuenta que es una forma de mantenerse al margen de los desconocidos. Los ojos son su principal instrumento de comunicación, evitando las palabras hasta donde pueda, y haciendo que las miradas lleguen a doblegar el interés por saber de ella más de lo que ella misma quiera contar. Mariana es un fiel perro para el doctor, quien siempre la ha cuidado. Sus ojos son un imán, te atraen aún tratando de evitarlo. Todo se trae desde Isla Tiburón, hasta las medicinas. ¿Qué entregan a cambio estos habitantes? ¿Pueden esperar tanto tiempo si se enferman? Aún no lo he descubierto. Ha sido una espera de ¿cuatro meses? No vienen por mí. No hay embarcaciones en el muelle desde que llegué en enero”. Es febrero, veintidós años después, y Lucrecia comienza a medir el desesperante aislamiento. Jamás ha vivido en una isla, y aunque Las Bocas, no lo sea en sí, lo parece de acuerdo a la descripción. Su edad y la diferencia de tiempo que le ha tocado vivir, la hacen ser más vale madre que aquel tipo de los papeles. Ya sabrá qué hacer cuando llegue el momento, una cosa es segura, no pretende enloquecer en esa playa. Nunca ha sido débil. Ha tenido que madurar aprisa y no estar ahí a la sombra de su madre. Lo supo desde que comenzó a salir con Laura, lo ha sabido en su relación con Federico, en ese tiempo que estuvo de callejera, reuniéndose con los chavos de la cuadra. Ellos mismos la impulsaron a conocer de frente la frialdad de la violencia. Luego del accidente en las montañas, ella decidió poner un freno a su vida, pero no por miedo. Se dio cuenta que la muerte de su mejor amiga había sido un acto patético, y no quería acabar de esa forma. Había tanto en la vida que necesitaba conocer, y más ahora, con esas oportunidades de vivir en un lugar apartado, lejos, con esa responsabilidad que ha querido para su soledad, para poder vivir con sus deseos. Por eso se decidió por

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biología, para estar siempre en contacto con la naturaleza, el género humano le era detestable, mejor apartarse a lugares amplios, vacíos; lo único bueno de la humanidad era el sexo, y de esto estaba satisfecha, lo estaba desde los catorce años. Ahora, el relato de un hombre trastornado no la haría claudicar, como no la hicieron rendirse las lágrimas de Federico, esas palabras de hombre desesperado que no podía darse cuenta que a pesar de existir amor entre ellos, el sexo era mas poderoso para Lucrecia; ella sabía que no podía compartir a un hombre con otra mujer, pero no entendía como él no podía compartirla con otro hombre, con otra mujer, con cualquiera, tan solo era sexo, carajo, jueguitos nada más. No le importaban esos otros con quienes se había acostado, a quienes les había prometido tanto, que la adulaban y la entretenían durante las ausencias de Federico: vive conmigo, llegó a decirles, como se dice vamos al cine, así era y no estaba dispuesta a dar más explicaciones, lo tomas o lo dejas: tú no puedes elegir tu forma de vivir, decía la canción y ella se sabía fuerte al romper con esta demanda, esa ironía que cantaba con sus carnalitos de la cuadra. Lo amaba pero no podía ceder. Era una cuestión interna que le hacía sentirse bien, teniendo el poder de decisión. Eso era, tener el poder le daba fortaleza; por supuesto le dolía, claro que había llorado, era necesario hacerlo, sacarlo todo, en vez de mantener los pleitos de siempre en los que nunca cedería, que la estaban trastornando. Adiós Federico, alguna vez quizá le amó. Siempre lo va a amar. Lo sabe, él igual lo intuye, sigue latiendo en su piel la voz y las decisiones de Laura. Pudo haberse enamorado de la amiga. Es tiempo para estar sola. Esa playa le brindará esa oportunidad. —¿Cuál es tu intención, Yosefina? ¿Qué desista? No lo creo. Estoy segura que no me lo pedirías. “El doctor no estaba para curar enfermedades, sino para ir midiendo los signos vitales de los habitantes, había dicho Mariana, harta por el remolino de mis preguntas, sitiándome con los ojos; ojos de sequedad, miradas que buscan escarbar la epidermis: todos tienen un horario programado para venir a sus chequeos. —¿Y las medicinas? —No hacen falta. Somos muy sanos por acá, sabe. Tal vez sea el agua del pozo, quizá los baños nocturnos en el mar –decía

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sonriente, apenas levantando los ojos para verme. Es bonita, o es que uno se acostumbra a sus rasgos; me gustaría que la conocieras, quizá no pueda describírtela bien, te encantaría la forma de sus párpados, y esa mirada. Cuando llegué a Las Bocas, a pesar de los avisos enviados, sólo encontré al anciano Nicanor sentado en la arena, con un papel en la mano: — Nos hicimos a la mar, cuente con nuestro apoyo. Los marineros que me trajeron, mientras se preparaban para regresar a Isla Tiburón me habían dicho, no se preocupe, a quien le importan esta bola de pendejos, que se vayan a la chingada. ¡A la mar! ¡Que idiotez! Y reían estrepitosamente. Montañez se quedó conmigo esperando que los habitantes regresaran. — Dedíquese a lo suyo, ya le traeremos las cosas que hagan falta. Cuando al fin estuve instalado en la cabaña, llegó Torrefuerte y el poblado comenzó a bullir por las pisadas y las respiraciones. Fue cuando supe que no se habían hecho a la mar. Mas adelante constaté la tradición de ver el anochecer en la playa, detenidas las miradas en el oleaje. Al bajar Torrefuerte de la lancha, dos horas después de mi llegada, los pobladores vinieron caminando como insectos atraídos por la luz. La luz que salía del revólver que Torrefuerte cargaba siempre en el cinto. Luz que Montañez, el guarda espalda, avienta desde la mandíbula endurecida. El brillo del miedo a las represalias de su protector, del hombre que manda los insumos. Por eso la dureza en el trato: yo había sido la causa de que dejaran la playa y su tradicional espera: estar pendientes de los signos que anuncian la llegada de las tortugas”. Subraya con el lápiz rojo toda la cita: “el anochecer en la playa, detenidas las miradas en el oleaje”. ¿Qué sentido tienen las cosas que Mauricio escribe? ¿Parte de su fantasía? Subraya de nuevo: “signos que anuncian la llegada de las tortugas”. Habrá que copiar las notas, entender lo que ha querido decir. Lucrecia se inclina para alcanzar el cajón del buró, junto a la cama, y saca su porta lentes, lo abre y respira el olor de la marihuana, siempre tan necesaria. — Me relajaría demasiado y tengo que madrugar para tomar el avión –cierra de nuevo el estuche, lo regresa al sitio inicial

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y toma un paquete de cigarros. Enciende uno y deja que el humo inunde su recámara. “La mano protectora de Torrefuerte esta pendiente de ellos. La mano que mece el oleaje. Dios supremo, emperador, gobernante, inquisidor, eso han sido los hombres de la dinastía Torrefuerte, primero el general y ahora Erik, para los pobladores de este infierno. Nadie se aleja de la costa. El mar no lo permite. Tienen barcas para ir a pescar sin perder de vista la playa. De Isla Tiburón no se viaja a Las Bocas de noche. Sin embargo, como dice Nicanor, están acostumbrados a cruzar este pedazo de océano. Conocen cada bajo de arena, cada cueva, las afloraciones de los arrecifes: Uno se acostumbra, sabe”. Para Lucrecia no importan las divagaciones de infiernos ni calamidades. Atenuaciones literarias sobre la esclavitud y las luchas por el poder. El abandono de este hombre a sus pensamientos lo habrá trastornado. Pero el dato de los arrecifes cercanos, es útil para la investigación. “Probable sitio de alimentación”, apunta en su libreta. “Cada pedazo de playa tiene su nombre, quizá nunca me acostumbre, no veo lo que ellos logran identificar en el paisaje. Pensaba en la playa como una línea continua, y he percibido esa mutabilidad perenne, el mar es una masa informe. ¿Cómo pueden saber que este bajo se llama Tres Reinas, que aquel pedazo de playa a donde llegarán los recorridos es Naular? He trazado un esquema de los treinta y cinco kilómetros de playa que alcanzo a recorrer, según Nicanor mas allá de Naular no hay suficiente arena para la anidación, y cruzando un brazo del mar que se une con la ciénaga, se llega hasta un sitio conocido como Calapetén. —Desde ahí, los mangles topan con el agua, y no hay mas camino, la creciente se come toda la arena. No hay como pasar a menos que lo haga en lancha. A Naular que llegue es suficiente—. Había dicho Nicanor las primeras veces que le conté sobre mis caminatas”. Hasta Naular, apunta Lucrecia, e intenta imaginar ¿cómo será ese sitio? ¿Tendrá el mismo nombre? ¿Caminar treinta y cinco kilómetros? Será la primera vez que trabaje con tortugas, y todo lo que pueda saber le será de utilidad.

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“Los pescadores se guían por el sol o las estrellas, si tienen que salir de noche, y aún dentro de la oscuridad que hace temer de la existencia misma, casi como estar en el estómago de dios, logran recalar a la playa en el punto exacto donde está el atracadero. En el puerto sólo existen unas diez barcas en las que apenas cabrían dos o tres personas. Con ellas tiran redes para sardina, y otros peces que pueden capturar y que jalan desde la playa. Casi siempre se encuentra amarradas en la orilla bailando en el oleaje. Quizá por el exceso de calor que hace durante el día, las noches del puerto son frías de neblina densa. Las playas son anchas, de oleajes impetuosos. Durante los nortes el mar escupe su sargazo cubriéndolo todo, el viento arrastra los aguijones de la arena. Cuando el oleaje detiene sus impulsos, ellos, estatuas en la playa, retornan a su movimiento. Luz eléctrica sólo hay dentro de las casas, no existe en las calles. La corriente es generada por dínamos que se han instalado en las bodegas antiguas de la empacadora de pescados, cerradas hace años. Se instalaron grandes aspas de madera, que colocadas a determinada altura, se ayudan con el viento para generar la energía. La cabaña donde me quedo, cuenta con dos habitaciones, una que sirve de dormitorio, con cinco literas. Un baño, y otro cuarto más amplio que será la oficina, ahí hay electricidad. Antes de vivir acá, los pobladores (o sus familias) vivieron en un lugar que alguna vez funcionó como embarcadero para el henequén. Me han contado que el sitio está abandonado y es conocido con el nombre de Mina de Oro. Lo incendiaron cuando se iba diluyendo la revolución, poniendo en libertad a los peones y haciendo de esa zona de embarcadero, un poblado rústico habitado durante al menos una década. Hoy quedan las ruinas de algunas casas sobre la carretera costera del estado, lo abandonaron al fundar Las Bocas. Nicanor recuerda aquellos días, cuando los habitantes de Mina de Oro fueron traídos a poblar este puerto. Del apogeo del henequén en la zona, ha pasado medio siglo. Nicanor relató la historia: el coronel Torrefuerte llegó con sus tropas a enfrentarse a los hacendados, achichincles y besamanos del gobernador Olegario, que habían hecho de la península su aquelarre con la explotación del hombre.

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—Peores que bestias. Si los campesinos están jodidos, los hombres de mar somos lo más bajo en la escala que define al ser humano. Luego de arrebatar las tierras y liberar a los peones, Torrefuerte vino a asentarse en Mina de Oro. Terminada la guerra, ya retirado, puso en funcionamiento, a unos kilómetros del poblado, un sitio para la fábrica de cerillos y le dio el nombre de El Tajo. ¿Cómo llevar la vida sin las emociones de tener el mando? Los peones liberados comenzaron a trabajar para él, quien fue ascendido a general por su desempeño en las campañas que le fueron encomendadas. Y como sucedió con la mayor parte de los revolucionarios, de héroe se convirtió en explotador. —Las Bocas no existía cuando Torrefuerte llegó. Pero se lo digo, biólogo, antes que se instalaran los Peones y Arrigunagas, los Molina y los Roche, en la península, esos hijos de puta que tanto han jodido al pueblo, ya existía por parte nuestra el reconocimiento por las tortugas que venían a desovar. Caían en las redes y nos las comíamos. Carne suave, suavecísima. Desde joven, las veía —decía Nicanor, ensimismado.— Cuántas veces no pude contemplarlas al momento de hacer la cama, esas paletadas a la arena con las cuatro aletas, a manera de manos humanas. Las lágrimas al depositar los huevos, uno puede cogerlos en el aire antes que caigan a la arena. Este ha sido su hogar y nosotros nos empeñamos en usurparlo. El abuelo Torrefuerte nos dio la espada y nosotros abrimos las heridas. Primero Mina de Oro, Isla Tiburón y después Las Bocas, de esta forma se han movido los pobladores. Se han ido escondiendo, los han apartado de la civilización. —Salíamos de Isla Tiburón a pescar. Y el producto se lo dábamos a la empacadora del general. Días enteros, y para no pasar las noches en alta mar, bajábamos a estas playas donde construimos el campamento. ¿Lo recuerdas Ambrosio? Luego vinieron los sacerdotes –sorbo a sorbo, Nicanor me iba desplegando la historia de su gente. —Siempre el ayer. Desde el mes de abril se ven los rastros en la arena. Este es el futuro. Ya mero biólogo, ya mero, si nunca lo ha

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visto, le parecerá fascinante ver una hembra hacer cama o depositar los huevos—. Decía Ambrosio intentando evadir la conversación del viejo. —Decidimos aprovecharnos de ellas —continuaba el anciano con la vista plagada de oleajes— para mantenernos en pie y durar pescando sin hambre. Pura proteína, ¿sabe? La carne como mantequilla, se abre solita cuando siente el cuchillo cerca. La sangre amarga y caliente, burbujeante. Pero los malditos curas decidieron venir tras nosotros: Servando, Felipe y Martín. Ellos pusieron el brocal del pocito alrededor del ojo de agua. El que está acá al ladito. — El buen Servando –recuerda Ambrosio mientras endulza su café.—Estaban seguros que podrían catequizarnos —murmuró mientras iba moviendo con lentitud la cucharita dentro de la taza humeante, resignado porque Nicanor no pensaba detenerse. Martín y Susana nos contemplaban en una bocanada de humo. —Alejados de las familias, ¿por qué no pasarla bien? —el viejo Nicanor reía con los dientes podridos por la sal.—Empezamos comiendo las tortugas, y en algún momento nos atrevimos a beber su sangre—. Nicanor se detuvo, miró a mis espaldas. Ya venía la dueña del café, con el rostro estirado en el enojo y la incomodidad por la revelación que Nicanor hacía, movía el cigarro entre los labios, de un lado a otro de la boca, ayudándose con la lengua. –Los huevos de tortuga nos hacían hervir la hormona –ríe malicioso— puros hombres alrededor y las ganas de piel desatadas. Uno tenía que desahogarse, ¿sabe? —Hora de callar, viejo— habló doña Susana, y Nicanor volvió a su mutismo contemplando la taza entre las manos, mientras el humo del café hacía remolinos en su cara”. A Lucrecia ya nada le sorprende. La historia literaria que cuenta Mauricio es más impactante que las notas para su investigación. Sin embargo, las descripciones de la anidación, y el reporte del consumo de productos de tortuga marina le pueden servir. Deja los papeles un momento. El silencio de la noche le mancha los ojos. Sale al corredor de la casa, en el segundo piso. En el cuarto de su madre aún hay luz. La chica piensa que Yosefina está

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en espera de que ella termine la lectura. Es el insomnio constante a que se ha sometido los últimos seis meses. —¿Estás bien? –pregunta ante su puerta. —Seguro. Ve a dormir. Mañana hay que madrugar para llegar a tiempo al aeropuerto. Pero a Lucrecia se le ha espantado el sueño. La lectura de los papeles le ha atrapado, y quiere terminar. No viajará con ese cofre en su equipaje. Se repite que sólo lo está leyendo para darle gusto a su madre. Le acongojan las revelaciones de Mauricio, intenta pensar en Yosefina, en lo que debió sentir al leer estas notas cargadas de paranoia: depredadores de tortugas, y el “amor” de su madre arriesgándose en la soledad, ante los cuentos de un poblado donde todos, al parecer, estaban concientes de la ilegalidad en la que vivían. En aquellos años, los programas de conservación eran incipientes. Ahora es distinto. Recuerda la facultad. Las prácticas de campo. Estuvo tan centrada en obtener buenas notas, que no se daba tiempo para salir si no era en actividades de la escuela. Era su deber ser inteligente, tener las mejores calificaciones; era la hija de Yosefina Morales, una de las mujeres mas reconocidas por la academia. Y cada inicio de curso se topaba con la misma cantaleta: —¿Lucrecia Morales? no me digas que eres hija de la doctora Yosefina. He seguido sus investigaciones en las revistas de ciencia. Supe que está trabajando con el Fondo Internacional para la Alimentación…, Gracias, sí, algo hay de eso, ella no platica mucho de trabajo conmigo –siempre igual; Lucrecia no podía fallar, no podía fallarse de nuevo. No ser la mejor era un insulto para su coeficiente hereditario, la inteligencia viene en los genes, o al menos, hacía todo lo posible por creer en eso. No siempre había sido dedicada. Hubo una época en que quiso conocerlo y probarlo todo. Lo había hecho en parte de la secundaria y en la preparatoria. Entonces quiso pensar que siendo terrible su madre se ocuparía de ella, que podía hacer que cumpliera con las promesas que una vez le hiciera en el hospital, que estaría con ella, escuchándola. Y perdió la virginidad a los catorce, con

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aquel chico siete años mayor; se unió a los grupitos de revoltosos de la escuela, pero nunca la corrieron del colegio. ¿Cómo expulsar a la hija de Yosefina Morales? Pudo darse cuenta a tiempo. Luego que su amiga Laura perdiera la vida, cuando se fueron de excursión con los novios al bosque, y aquella cayera los diez metros al intentar cruzar el puente de sogas entre los pinos. Lucrecia miró el cuerpo inerte de Laura, los ojos de mirada estática, sin luz y sintió asco, y el hilillo de sangre que brotaba de su cráneo roto y manchaba la tierra negra. Que patética había sido la muerte de una mujer tan importante para ella. Laura era su ejemplo. A Lucrecia le gustaba seguirla en todo. Laura daba un paso y ella corría para reafirmarlo. Llevaban años juntas, creciendo tomadas de la mano, deteniendo sus miradas una sobre la otra, compartiendo sus miedos, el maquillaje, los llantos y la algarabía. Más de una vez se arrimaron el cuerpo, durmiendo juntas. Algunos besos sin importancia. ¿Sin importancia? ¿Y este abandono? ¿Y este largarse de la ciudad hacia un pedazo de playa en el culo del mundo? ¿Sin importancia dices? No pudo llorarla, la odió tanto por perder la vida de esa forma tan obscena. Paco, el novio de Laura, se había desbordado en lágrimas durante el entierro, y Lucrecia ni siquiera recordaba el nombre del noviecito que le había acompañado en esa ocasión a la excursión (intentaba sobrevivir a Federico), ni su nombre ni su rostro. Sólo quedaban los ojos de Laura y todas las conversaciones. —¿Estás segura Luqui, que quieres darle dolores de cabeza a tu mami? —A ella no le importa. —Si es por berrinche… Si es sólo por amolarla que quieres destramparte conmigo, puedo entenderlo. Y mira que es la única vez que lo diré. Te llevo unos años y no quiero ser acusada de que soy un mal ejemplo. De verdad que es la única vez que lo diré, y me siento cursi y mojigata. —No me chingues con eso Laura. Solo quiero que me digas cuántas pastillas debo tomar para no quedar embarazada. —Es que apenas tienes catorce años, chamaca. —La misma edad que tú cuando lo hiciste.

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—Pero yo soy hija de la cocinera, en cambio tú... —No digas eso cabrona. No tú. Sabes que de esos comentarios vengo huyendo, para que tú también los hagas. Todo es: Yosefina esto, Yosefina aquello. Todo es Yosefina. Yo no quiero ser como ella. He decidido hacer lo que se me pegue la gana, y te lo quise confiar a ti. Dime si cometí un error al decírtelo. —Tómate unas cinco pastillas, una sobredosis, para que te baje en chinga. Pero eso sí, cuídate un poco más. No lo vuelvas a dejar que termine adentro. Y ese rostro de ojos abiertos, el hilillo de sangre manchando la tierra, manchado su nombre, su historia. Laura estaba muerta y Lucrecia miró hacia delante. Se refugió en los estudios y logró terminar bien la preparatoria. Estuvo consolando a Paco, el novio de Laura, el pobre tipo había quedado hecho un pendejo; era a él a quien su amiga se le había resbalado cuando quiso tomarle de la mano, para caer los diez metros. Y aunque nadie lo culpaba, Paco sentía la calavera de Laura robándole el sueño. Sólo podía dormir luego que Lucrecia le arrancaba la energía en el orgasmo. Pero Lucrecia se hartó de semejante hombre. Era peor incluso que Federico. Aquel tipo que le había quitado la virginidad, y por mucho tiempo la cordura; no se puede olvidar el primer amor, el primer orgasmo, el primer sexo oral compartido y mutuo, No, no puede negar la fascinación por ese hombre, pero este pedazo de ser humano de Paco le hartó tanto como para pensar que en el mundo hay pocos machos importantes para la historia. Pocos hombres son suficientes para tantas mujeres libres y soberanas, como ella. Federico era uno de ellos. Bueno, quizá el argumento esté confundido, reconoció a tiempo que su imagen en el espejo se cruzaba de brazos, pocos hombres importantes para cada mujer, eso está mejor, se pusieron de acuerdo, y su imagen en el espejo regresó a duplicar cada uno de sus gestos. Ella cumplió los catorce y se miró hermosa. No le acomplejaba el hecho de casi no tener pechos. Y fantaseó al pensar en esa probable homosexualidad que gustan los varones. En su afán por conquistar niñas que aún no tienen el vello púbico completo, cuyos pechos apenas empiezan a aparecer, y son puro pezón endurecido,

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ahí está implícito el deseo por poseer a un varoncito, y ellos pierden la cabeza e incluso la libertad si los descubren. ¿Qué tanto los excita un cuerpo así que les da por rasurarle a sus mujeres la vagina, en peinarlas con colitas o vestirlas con uniforme escolar y las calcetas hasta las rodillas? Hay quienes las visten de saco y corbata, y encima les pintan bigotito. Su maldita pederastía hipócrita en que se devanean. Y aunque quieran negarlo ella pudo darse cuenta. Más cuando comenzó a pedirle a Federico que la penetrara por detrás, y aquel no pudo resistirse. —¿Estás segura que quieres esto? —Mientras no me lastimes, carajo... –sabía que Federico no se negaría, al contrario, sería un regalo para él. Y cuando ella comenzó a devolverle el favor usando sus dedos, él accedió a compensarla, cediendo también. Y se volvieron adictos a las sensaciones anales. Hubo temporadas con Federico que ella pensaba en sólo disfrutar su verga hurgándole por atrás, inundándole el recto con el calor de su semen, y lo extrañó hasta los mocos cuando terminaron y ya no podía enterrarle los dedos entre las nalgas velludas de hombre. Por eso Paco con sus qué cosas dices Lucrecia, te puedo lastimar y mas aún cuando dijo qué haces, ¿crees que soy puto o qué? le pareció un imbécil, y más odió a Laura. Despreció tanto sus enseñanzas, comenzó a negarla, y con el tiempo entendió que la amaba, que todo ese rencor por su muerte era porque había amado más de lo que imaginó a su amiga. Fue tan fuerte el sentimiento, que se armó de valor para terminar a Federico. El único hombre que en verdad le había llenado los adentros. Tal vez eso era el amor, no poder arrancar un segundo su rostro de la mente. Tal vez la mejor forma de retenerlo era terminar cuando más lo necesitaba. Terminar con él y entregarse a la amiga. — Al menos nos tenemos. — Nos tenemos. — Ellos nunca entenderían… — Extrañaremos la penetración. — No tendremos que abandonarla. Es decir, nos tenemos ¿no? Estamos encima de cualquier relación que se nos presente. Mi

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Luqui…– y le mordía el lóbulo de la oreja derecha, mientras con sus pies le rodeaba la cadera y sus manos sobaban sus incipientes senos de pezones puntiagudos; Lucrecia recostada sobre Laura, sintiendo los pechos de su amiga, sus pezones negros pinchándole la espalda. Ambas sudorosas.—Ellos nada importan ahora. —Sólo son un chorro de semen –y volteaba el rostro buscando los labios de Laura –y tú me inundas tanto la boca. La muerte de la amiga fue uno de los motivos que la hicieron fuerte y dedicada durante la carrera. No iba a fiestas ni a salidas de campo que no estuvieran programadas. No soportaba el mundo de tontos que la rodeaban; salir al campo para poder liberar su sexualidad (eso es todo lo que buscan), terminar una carrera sólo porque si, o para publicar artículos científicos, e intentar ser respetados. Lucrecia no quería nada de eso, no le importaba el reconocimiento, ni el amor (¿qué carajos es el amor entonces?), quería estar sola, largarse de esa ciudad. Largarse de la vida con su madre, abandonarla, abandonarse. Estar sola y tomar decisiones propias. No podía perder el tiempo como los demás. Se conformaba con la música, las lecturas y algo de marihuana. Laura le había enseñado a fumar y ella lo disfrutaba tanto. Luego de vivir la vida en plenitud junto con Laura no le asustaba que este Mauricio de los papeles que le diera a leer su madre, insinuara que se traficaba la carne de tortuga en Las Bocas, o que las estaban matando para utilizarlas en rituales, o que aquel tipo enloqueciera en una playa de fantasmas y deseos. Lo que no le queda claro a Lucrecia, era el hecho del aislamiento, “nadie llega a Las Bocas si no lo autoriza Torrefuerte”. Ya Rulor Miranda le había mencionado el apellido del dueño del instituto que la contrataba. —Todo está arreglado para tu viaje. En Mérida te esperarán para conducirte a Progreso y de ahí saldrás en bote para Isla Tiburón, pasarás unas noches conociendo al personal y luego te llevarán a Las Bocas. Saber que se dirige a un puerto privado, hacia las amplias playas en las que se realiza investigación sobre la conservación de las especies, la mantienen despierta y entusiasmada, le animan a continuar la lectura. Ni las recientes llamadas de Federico la alegra-

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ron, como saber que al día siguiente partiría. Y es que Federico está dentro de su historia, en su mente, en las sensaciones de su carne. Lo había llorado tanto cuando decidieron terminar, había sido necesario. Su madre los encontró haciendo el amor, cuando ella seguía siendo menor de edad, y la había amenazado con correr a Federico del instituto, Lucrecia sabia que nada impediría que Yosefina cumpliera sus amenazas. —No me importa lo que Yosefina haga. Dime tú qué es lo que en verdad quieres. —Quiero que te largues de mi vida. Me tienes harta; ¿acaso creíste que te amaba? Es a Laura a la única que he amado. ¡Lárgate y no vuelvas! –y el maldito cobarde se había ido. Por qué hablaba ahora, qué carajo quería. La verdad era que Federico no había dejado nunca de buscarla (habló apenas supo lo de Laura, y no por aprovechar la oportunidad, no, era un tipo honesto que apreciaba a la mujer que le quito a su chica, si ellas eran felices juntas; en realidad, nadie mas que él sabía que ellas estaban juntas no sólo como amigas, y esa confianza Federico la agradecía: Estás bien, Cómo para que me entierren ahora mismo, dijo ella, y él tuvo que escucharla), y en todos esos años de la carrera, cuando ella sentía alguna urgencia por que rozaran su piel, se comunicaba con él y disfrutaba tanto esas horas de caricias. Pero igual sólo era sexo, quería convencerse de que no amaba al tipo: los hombres son sólo un chorro de semen, a veces hace falta su viscosidad pero no siempre. Los últimos dos años de la carrera, decidió reconocer la voz y la mirada de Laura en cada mujer que conociera, y acudió a sitios donde pudiera encontrar otras chicas que buscaran un desahogo de energía sin compromisos. Ya era mayor de edad, podía liberar su mundo sin que nada le importase. No pudo encontrar nada serio, o no quiso hacerlo, a pesar de la delicadeza, de que ellas se dejaran nombrar por Lucrecia con el nombre de la amiga amada. A pesar de eso y de todo, Federico estaba presente. Ella le hablaba y él siempre venia. Las llamadas que ahora él le hacía, y a las que ella se negara a contestar, eran el resultado de que Federico se hubiera liberado del compromiso que había adquirido y pensaba

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que quizá era tiempo de reconstruir en serio su vida con Lucrecia. Ella no pensaba igual. Seguía odiándolo, odiándose por no poder amarlo, y sobre todo por necesitar de él cada determinado tiempo. Odiaba sentirse vulnerable. Lucrecia no quiso tomar su llamada. No quiso decirle que se iba, que ya no volvería a esta ciudad que le ha desgastado el pensamiento. Adicta al sexo, quiere conocer nuevos cuerpos, y no seguir atada al mismo hombre con quien ha sufrido tanto. El sexo es algo muy diferente del amor, y ella no quiere pensar más que de esta manera. Está contenta de ir a una playa privada. En la soledad podrá recuperar su cordura, enterrar en la arena el recuerdo de Laura. Mirar en su piel otras manos y no la repetición de los abrazos de Federico que tantas veces le colmaron el sentimiento. Ha tenido otros novios, diversas mujeres, pero su mente no ha podio abandonar la respiración clara de Federico, ni las manos y la risa desordenada de Laura. Sentada en la cama, con los papeles en la mano, divaga entre el rostro de los personajes que formaron su historia y el momento actual de esperar partir a un nuevo encuentro con ella misma. Gira junto a ella la voz tartamuda de Rulor Miranda que la saca del ensueño, y el comentario sobre la dificultad de entablar relaciones con los pobladores, y piensa que le da gusto que gente de dinero pueda realizar ese tipo de retribución al ambiente. Dejar algunos miles de pesos en investigaciones sobre la conservación de las especies, algo que den, carajo. No hay problema en que las playas sean privadas, al contrario, Lucrecia cree que será más fácil tratar con los pobladores, por estar controlados por los Torrefuerte. Necesita llegar a Las Bocas lo antes posible, y dedicada al trabajo no tendrá tiempo para la nostalgia. La historia de Mauricio se descompone: “—En las playas vírgenes, los marineros dictan las leyes: y esa ley es la violencia, partirle la madre al que no le parezca —la idea no fue sólo de los pescadores, me dijo Nicanor noches después cuando fui a verlo a su casa, ya de madrugada. Fue todo. Una combinación de eventos, los pasos inciertos del destino sobre una humanidad tan limitada: la soledad, la virilidad de los cuerpos rudos y casi en cueros, el alcohol y las hormonas, la adrenalina y el gruñido del

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oleaje, y en parte, las historias que el sacerdote Felipe había estado inventando acerca del poder que da el actuar al amparo de la noche. Todo lo que hacía para emborracharse gratis, ganarse a la gente a como diera lugar. Planear con ellos las visitas a los puertos vecinos, beber, robar, secuestrar”. Lucrecia sabía lo que era actuar al amparo de la noche. Acompañaba a Laura a comprar la hierba a los barrios bajos de la ciudad. Incluso Paco se moría de miedo como el maricón que siempre fue, y se supone que lo llevaban para que las defendiera. Laura y ella, en cambio, sabían ser exigentes con la mercancía que pagaban. Más de una vez se liaron a golpes con los vendedores. —Golpear y correr, ¿entendido? —Después de ti —decía Lucrecia siempre que Laura decidía regresar por su dinero si la hierba había resultado de mala calidad. El rostro de esa gorda, que entre las dos había pateado hasta cansarse. —No vuelvas a intentar engañarnos –y las patadas en todo el cuerpo. La gorda llorando, gimiendo, y Laura estallando en risa. Lucrecia la había derribado, y fue la última en dejar de patear. —Esta desmayada, vámonos. Ya déjala –y Lucrecia seguía, seguía. —¡Déjala ya, coño! “El Tajo fue incendiado por los pobladores de Mina de Oro, que exigían mejores tratos. Por eso fueron trasladados por medio de la fuerza al campamento que el general nombraría: Las Bocas. Ya Torrefuerte sabía del pocito y el campamento de pescadores. Estaba enterado que ahí vivieron tres curas franciscanos intentando catequizar a los pescadores que bajaban a la playa. Sabia de los sucesos ocurridos, y había protegido a los asesinos. Por eso envío a Las Bocas a los trabajadores inconformes de El Tajo, junto con sus familias. Ahí aprenderían amar a dios. Y el propio Torrefuerte sería su dios, sólo por medio de él, aquellos hombres, que en un arranque de rebelión quemaron la fábrica de cerillos, podrían obtener los recursos para vivir. Los tendría a su disposición, para cumplirse los caprichos de dominación que seguían en su carne luego de las andanzas en la revolución, sus ansias de jugar con el género humano.

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Ellos le brindarían esa oportunidad. Los habitantes exiliados, secuestrados, lo sabían, intentaron defenderse, pero el armamento de la gente de Torrefuerte y su capacidad de no ceder en su empeño, fueron suficiente para arrojarlos a la costa. Los tiraron de los barcos a más de doscientos metros del bajo más cercano a la playa, mientras el general decía: —Que no se diga que yo los he matado, de acá podrán llegar a la playa si se lo proponen. Los que no lo logren será porque no están preparados para enfrentar el futuro. ¡Qué sobreviva el fuerte! Con la risa mortal de la venganza, el general Torrefuerte, junto con cinco de sus guardias, pisaban las manos de los que intentaban subir de nuevo a las lanchas. Los niños se ahogaron, sólo cinco de ellos lograron salvarse. De las ciento cincuenta y cinco personas que Torrefuerte arrancó de Mina de Oro, menos de cuarenta llegaron a Las Bocas, y esto no fue un triunfo, algunos piensan que hubiera sido mejor morir ahogados. Nicanor haría la vez del arcángel Miguel, hacer que nadie escapara del recién formado puerto; para levantar su espada de fuego, el dardo de su voz, esa violencia tan querida, y que afirmaran sus músculos, en esa soberbia de saberse atrevido y vale madre. Era el mejor custodio que necesitaba el general. Torrefuerte les brindaría todo lo que necesitaran, y ahí los mantendría hasta que se hartara de ellos y decidiera su futuro. Tenía que pensar para qué le servirían estos hombres, y mientras lo hacía, quedaban a merced de Nicanor. Quien por cinco años había ido armando el campamento de Las Bocas, luego de aquella discusión que lo empujó, junto con su gente, a enterrar vivos a dos de los sacerdotes. Felipe se quedó con ellos. No podía regresar a la orden franciscana sin sus hermanos, muertos ahora. Felipe junto con Nicanor decidieron pedir la protección a Torrefuerte, cuando la gente de éste último descubrió el campamento y los trajo ante el general; Torrefuerte pensó que alguna vez le servirían, y les dio la protección que necesitaban. Los dejó vivir en esa playa. Los escondió de las autoridades diciendo que se habían ahogado. Dejaron de existir desde entonces. Llegó el tiempo de cobranza, y luego de la rebelión en El Tajo, tomó la decisión: enviaría a los pobladores a Las Bocas, y

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Nicanor, Felipe y los demás los obligarían a quedarse ahí. Escondidos, perdidos del mundo, a su merced. Ahora Torrefuerte tenía que pensar aprisa, Nicanor y su gente, no tendrían piedad, y si se atrasaba quizá sería tarde y los hubieran matado a todos. Nicanor ayudó gustoso al traslado de la gente. Entre las mujeres regresaba Mariana Nadal, ahora con dieciséis, para acordarse que la habían utilizado junto con la Arminda para inaugurar el rito, la tarde en que enterraron vivos a los sacerdotes. A Mariana la habían llevado moribunda a Isla Tiburón, y de ahí, al sanar fue enviada a trabajar en El Tajo. Solo se quedaron con Arminda, a quien poseyeron y torturaron durante meses, hasta que escapó de su jaula y no volvieron a verla. Encontraron huellas en la arena con dirección al mar. Pensaron que se había ahogado y esperaron que saliera a la playa su cadáver. No sucedió. Creyeron que algún animal la hubiera devorado, pero tampoco parecía real, y ya luego comenzaron a pensar que quizá se volvió un remolino de arena, cualquier posibilidad ya era aceptable, pudo ser agua, o viento, irse hacia el sol, cualquier cosa menos el dolor de los golpes, las violaciones, los desangramientos que sufría mes a mes, cada que todos encendían de nuevo el ritual de su abandono, el rito de unión que tenían los pobladores y las tortugas que llegaban a desovar a sus playas. Todo con tal de estar lejos de Nicanor y Felipe, lejos de sus dientes podridos, de sus corazones de mantarraya, y su labor de cuchillo. La primera noche que arribaron los exiliados de Mina de Oro a Las Bocas, Nicanor y los suyos mataron a la mitad de los hombres para quedarse con sus mujeres. Los que se doblaron desde el principio, tuvieron que aceptar las condiciones de Nicanor y Felipe, sufrir despacito, sufrir con el tiempo. Servir a Torrefuerte. Ser su propiedad. El doctor Ambrosio fue el último en llegar a vivir al poblado, luego de graduarse en la capital. Había sido fundador del campamento con Nicanor, pero se fue a estudiar medicina. Él fue quien había llevado a Mariana a vivir a Mina de Oro (rescatarla del mismo destino de Arminda), para trabajar en El Tajo, con la anuencia de Torrefuerte. La chica recibió varias operaciones en la capital, para reconstruirle el recto, la vagina, sanarle las heridas del cuerpo y del rostro. Estuvo recluida en un instituto mental con el fin

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de aquietarle la sombra de sus pensamientos. Ahí se hizo fuerte y de penetrante mirar. Confiando en Ambrosio quien le prometió jamás abandonarla. Mariana acentúo el poder de su mirada fija, hiriente, desquiciante, juzgadora. Luego fue regresada a Mina de Oro, mientras Ambrosio estudiaba en la capital. Torrefuerte necesitaba un médico de confianza, y él estuvo dispuesto a volver a Las Bocas. Mariana había regresado cuando el general los tiró a todos al mar. Ella nadó hasta la playa, y se quedó mirando hacia la barca del general y consiguió apagarle la risa. —Vámonos –dijo el viejo, y mientras regresaba a Isla Tiburón fue construyendo el rostro de la chica que se le había quedado viendo con fijeza. Tuvo que regresar a someterla. Torrefuerte mandó traer a Ambrosio porque hacía falta quien se hiciera cargo de los habitantes, para la cuestión de curar heridas, proteger de enfermedades, practicar abortos. Después de su llegada nadie más lo ha hecho. —Desde que llegaste hiciste todo para recuperar a la Mariana. —No digas mas viejito, que luego todo se complica, usted lo sabe; ella necesitaba protección, —le respondía Ambrosio atrapando entre sus manos la mano, marcada por la coloración verde de las venas, del anciano –siempre necesitó protección— yo sólo miraba los rostros tensos de ambos durante la plática. Martín, ese chaparro de amplia frente estaba al alcance de una mirada para actuar si Ambrosio lo necesitaba. —Y Torrefuerte siempre quiso tenerla con él. –el anciano comenzó a reír hasta que Ambrosio lo calló de un puñetazo. Nicanor cayó de espaldas al suelo y llegó Felipe para llevárselo. Martín se puso delante de Ambrosio enseguida, apretando los puños. —No quiero pleitos ahora. Llévatelo Felipe, tienes que hablar con él –señaló doña Susana mientras encendía un nuevo cigarro. Soy un intruso, una sorpresa, un juguete para estos hombres. Un inquilino no deseado. La risa de Nicanor todas las noches, como el aullido de una bestia que se pasea por las polvosas callejas, alimenta mis pensamientos de ideas imprecisas, de ruidos innaturales y sospechas, no quiero volverme paranoico, pero el rostro de todos ahora me es diferente, creo que todos me observan con intenciones

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de lastimarme, algo los contiene, quizá es el saber que Torrefuerte me ha traído, y no quieren enojarlo. Si pudieran me lastimarían. —De todo lo que te dice Nicanor, cree la mitad, no sabe lo que habla, ya no da más su mente. Los años, ¿comprendes? —me advirtió el doctor Ambrosio cuando lo descubrí en mi cabaña revisando las notas que dejé sobre la mesita donde suelo escribirte, Yosefina. —Historias de viejo; hace usted bien en escucharlo, eso le ayuda. Y está bien que lo escriba, da gusto que alguien practique la literatura en estas tierras –dijo el doctor al dejar mis papeles, mientras abandonaba la cabaña. Pasó junto a mí sin voltear a verme, y sentí que algo se había roto en nuestra amistad.– Cuando pueda, haga el favor de pasar por la clínica, deseo mostrarle algo –Me pidió con una calma excesiva. Sentí que lo había traicionado al contarte todo esto. Yosefina, si me leyeras y pudieras reconfortarme. En ocasiones yo mismo suelo estar convencido de las palabras del doctor: son historias de un viejo loco. Pero ese mutismo de los pobladores, detenerse a mirar el ir y venir del oleaje sobre la playa, donde todos participan sin excepción. Mirando el mar, con la respiración contenida, hasta que las olas se detienen y el mar es una alfombra bajo la tenue luminosidad de las estrellas; recuperan el movimiento y caminan de regreso al poblado, es señal de que algo sucede que no alcanzo a comprender aún.” Lucrecia deja de nuevo los papeles. Mira alrededor y su cuarto le parece tan ajeno. Esta es su última noche en casa de su madre. En esa casa que tantos recuerdos le ha dejado. ¿Qué pasará a partir de mañana? La sensación le hace cosquillas en el estómago. Piensa en Yosefina, piensa en Mauricio, en Federico y en Laura, en la forma en que aquel hombre de los papeles se dirige a su madre. “El general Torrefuerte, después de ver desaparecida su empresa de cerillas por el incendio; de darse cuenta que nada podía hacer por salvar su economía en esta zona, tuvo que conformarse con sus empacadoras de pescado, con las que amasó su última fortuna, desde Isla Tiburón. Yosefina, mi adorada pantera blanca, quizá no vuelva a verte. Cada día tengo la certeza que no podré salir de acá. Que ha llegado el punto final de nuestra historia, pero me aferro a la

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idea de buscar escapar. Necesito verte. El viejo general, decidió vivir sus últimos días en Isla Tiburón como refugiado y, desde esa trinchera, mantuvo el contacto con los pobladores de Las Bocas. Tuvo un hijo que luego le daría un nieto amado. Construyó las casas y el atracadero de Las Bocas, y mantuvo en su poder poblado y gente, sin que nadie estuviera enterado de la existencia de este puerto. —Qué bueno que vino. ¿Le ofrezco algo de tomar? —No. Vine por que usted me ha dicho. — No creo que deba seguir yendo al café. De eso quiero hablarle. En realidad no estoy de acuerdo en qué usted esté viviendo entre nosotros. No se trata de usted, Mauricio, en otras circunstancias quizá me cayera usted bien, y yo le brindaría mi amistad. –entró Mariana, caminó hacia Ambrosio, se arrodilló junto a él, sin dejar de mirarme, y le cogió de la mano. Ambrosio comenzó a acariciarle la cabeza, metiendo sus dedos entre los cabellos de la mujer. Ella me miraba y cedía a las caricias del doctor, se veía tan tranquila. —No tengo mucho que hacer. Y le agradezco el comentario, pero entienda que ir al café es la única diversión que tengo en todo el día. Si yo no fuera al café, si no tuviera tan sólo ese contacto, el silencio me destrozaría. —Es por eso que quiero pedirle que mejor venga acá a la clínica. Verá usted, el padre Felipe anda muy indispuesto, hace días que no aparece, y creemos que la borrachera que tendrá cuando aparezca pueda volverlo violento, y usted ya lo vio regañando a Nicanor. Además, el viejo no se calla desde que usted llegó. Usted le hace bien, pero quizá demasiado. Tanto que pueda resultar molesto. Las historias de Nicanor sobre el puerto nos tienen harto, entiende. Vivimos y ya. Las Bocas es tranquilo porque queremos que lo sea, y no está funcionando revivir pasados que a nadie le interesan ya. —¿Doña Susana le ha pedido que yo no vaya al café? —Yo me he atrevido. Venga acá a la clínica. Mariana le hará compañía. —Y si no le hago caso –el doctor miró a Mariana. Ella levantó la vista y continuó mirándome. —Será su decisión. —Se levantó bruscamente. Con la rodilla empujó la espalda de Mariana quien se inclinó hacia delante

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y con sus manos impidió caer de cara al piso. El doctor aporreó la puerta al salir. Esa noche me quedé en la cabaña. Era de madrugada cuando Nicanor tocó a la puerta: Torrefuerte nunca logró mezclarse con los pobladores del puerto. Ni aún cuando, luego de los primeros dos años, la carne de Marianita comenzó a trastornarle las jornadas. Fue el tiempo que más veces viajó el general a Las Bocas. En la casa donde ahora está el templo, Torrefuerte se servía de la carne de Mariana Nadal, tratando de avivar las carnes que habían brindado tanto poder a muchas otras hembras: solo un hijo porque así lo quise, siempre es así, tengo lo que quiero, y lo que quiero siempre es bueno para todos, y ahora será bueno para ti. Pero llegó Ambrosio a arrebatársela. —Mariana se había acostumbrado tanto a la carne vieja. Dime Ambrosio ¿cuándo estás con ella, te llama general? –y la risa destartalada de Nicanor. Aún recordaba esa broma que le había jugado. Entendía las razones del doctor para pedirme que no fuera al café. El general no dio pelea en el asunto, no quiso hacerlo. Ya el tiempo comenzaba a hacer mella en la salud de su cuerpo, le comenzaron a fallar las piernas, la vista. Para entonces su hijo Saúl entraba ya en la adultez, y comenzaba con el despilfarre de la fortuna yendo a la capital, y viviendo en el alcohol y las apuestas. Por eso el general abandonó Las Bocas, la piel de Mariana y pensó rescatar al hijo. No lo consiguió. Cuando el general quiso regresar a la morena piel de Mariana, Ambrosio fue la barrera que se lo impidió. Y no tenía ánimo para pelear con tan buen soldado, como le gustaba decirle al doctor, igual que a Nicanor, quienes junto con Felipe se encargaban del manejo de Las Bocas. Nicanor era su mano dura en el poblado, hasta que junto con Felipe, sacaron de órbita la tradición del ritual que habían inventado. Arminda comenzó a aparecerse en la playa y el tiempo se detuvo para todos. Empezaron las tormentas de arena que cada año se presentan de forma violenta con la finalidad de enterrarlo todo. Primero fueron sólo sus huellas, saliendo del mar y entrando de nuevo. Rastros de tortuga y al lado, pequeñas huellas de pies humanos. Felipe fue el primero en pensar que se trataba de

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Arminda. La forma de su desaparición, las huellas entrando al mar como lo único que habían encontrado, no recuperar su cuerpo. El miedo comenzó a recorrer las casas, la gente acudía al sacerdote, valiente ánimo podía darles un hombre sumido en el alcohol, que no recordaba ni el credo. Torrefuerte amó a la Mariana Nadal, de eso no puede quedar duda –afirma Nicanor —(ella siempre lo odió, pero se acostumbro a esa especie de incesto), la morena sufrió bajo su cuerpo, bajo sus órdenes y por el residuo de una pasión que el general no podía contener. Fue el tiempo detenido lo que les hizo separarse. Los habitantes siguieron envejeciendo algunos años. Luego de las primeras apariciones de las huellas de Arminda en la playa (¿cómo pueden creer que se trata de Arminda, sólo porque un día desapareció?). Las células de los habitantes de Las Bocas continuaron el viaje hacia la decadencia, con lentitud. El ritual había llegado al límite. Siguen en ese estado. ¿Qué te estoy contando Yosefina? Ayúdame a entender. Quizá pienses que estoy loco, yo mismo creo estarlo. La arena levantada, el ulular como gemidos humanos, las huellas en la playa, el ritual de espera. Las historias que me han contado. Todo es un sueño del que quisiera despertar para mirarme entre tus brazos, de nuevo en la facultad, en el departamento, en el jardín botánico. Pero no, estoy acá enloquecido por la soledad, creyéndoles. Sintiendo que soy uno mas de éstos hombres detenidos en el tiempo. El general Torrefuerte continuó envejeciendo, vio morir a su hijo, y al fin se dio descanso, dejando sus millones y el Islote a su descendencia. De ahí surgió este bruto de Erik que me ha contratado”.

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Capítulo CUATRO El polvo es el alfa y el omega. ¿Y si fuera el verdadero dios? —Alfonso Reyes, Palinodia del polvo. Viajó a Las Bocas durante una década agitada. Las represiones setenteras marcaban el ánimo en su vida. La naturaleza comenzaba a ser tomada en cuenta y las protestas no se hacían esperar en las grandes ciudades, el ambiente comenzaba a resentir los errores de los poderosos al hacer la transformación de los recursos y a muy pocos les importaba. Mauricio comenzó a pensar que alguna vez tendría que tener una razón su existencia. Estaba detenido en el corredor de la universidad, horas de esperar para saber en que grupo de la licenciatura en biología había quedado, su padre le había dicho que siempre lo apoyaría, atrás quedaban las tristezas por la muerte de su hermana y el silencio de su madre. Mauricio Cuevas había salido bien de los exámenes de admisión. Se sentía entusiasmado, era hora de escoger las materias, de conocer a los compañeros. La escuela le esperaba, y el ambiente vestía todo de rojo.

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—Es hora de cambiar las cosas. –la sentencia estaba en todos lados, en las cátedras, en los volantes, en los discursos y las movilizaciones— de generar el Caos, darle la vuelta al mundo, voltear la tortilla antes que se queme, —¿por qué la prensa no era eco de la visión de los universitarios? La educación hará libre al hombre. Los volantes llegaban hasta sus pies. Cuántas veces no subió con los compañeros a los camiones a realizar la colecta. El 68 no se olvida. Liberen a nuestros compañeros. Él no podía quedarse aparte. “Ya no se puede convencer a la gente de las ciudades. El campo…, ahí es donde debe sembrarse la semilla. Acá, la prensa y los políticos, la corrupción todo lo ha desecho, las ideas nunca permearán”. Y no solo él había planeado salir de la capital; el cambio debería darse en provincia e ir empujando. Este maldito centralismo que nos hace sentir superiores. Apunta su nombre y su vida de universitario empieza. —Haré todo lo que pueda para mandarte dinero. Ahora que te vas, espero no consumirme en el silencio de tu madre —y el hombre se fue secando, juntos se fueron secando en el recuerdo de la hija muerta, del hijo que se había ido a probar suerte a la capital. Será mejor que nunca regreses, era el pensamiento de su padre y Mauricio supo, al separarse del abrazo de despedida, que sus viejos formarían parte del polvo de ese pueblo que ahora se iba haciendo pequeño detrás del vidrio del camión que lo llevaría persiguiendo una oportunidad. Polvo-arena, arena polvosa, polvorienta arena de polvo en polvo, arenándose los huesos, así sería su destino, fue formado en el polvo y perseguía esos granos que le marcaban el futuro en el horizonte. La entrada del comunismo en América, había teñido de sangre los pensamientos. Desde los pasillos de la universidad, Mauricio iba formándose los ideales que lo aventaban sobre la vida que pronto debía asumir, entrar en la adultez como un profesional de conciencia. La conoció. Yosefina comenzó a llenarle las expectativas, había alguien para compartir la lucha. Juntos eran invencibles. Todas las conversaciones eran explicadas por el método científico. El atardecer les llevaba a platicar sobre los ciclos del sol, el big bang,

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y los hoyos negros. De ahí seguían hacia las profecías del quinto elemento, de los planetas no alineados, de la guerra fría y el capricho del Vietnam, estamos en la época, algo cambiará, lo percibo, le había dicho a Yosefina. —No tienes que luchar contra todo el mundo. Gira y cambia por si solo, no puedes notarlo. Todo es la misma y vana mutagénesis. —Quiero estar ahí. Verlo, palparlo, ser parte de. —Y morir patéticamente en una redada. Los guerrilleros están pasados de moda. No todos somos Castro, lo sabes. —No quiero ser ni Castro ni Cien Fuegos. Países por liberar no están en mis planes. No quiero emular a nadie. Me voy por las pequeñas cosas que puedan marcar la diferencia. En la provincia deben darse los cambios. No tienen la mente saturada de poder. —¿Qué dices? —Este país es de risa. La gente es patética. No quiero luchar por nadie. Sólo quiero estar ahí. Se que algo pronto ocurrirá y quiero ser parte. –Mauricio estaba dentro de una metáfora, sin entenderla. Todas las piezas iban poniéndose en el lugar adecuado para lo que pronto iba a ocurrir. Yosefina prefirió dormirse, le gustaba dormir en sus brazos mientras él le iba descubriendo el mundo, iba hablando de sus teorías para componer la humanidad. Ella se sentía plena. Tenía el mundo que quería dentro del puño, palpitaba y se endurecía y activaba las señales de su cuerpo para que en el silencio volviera a dejarse penetrar, otra flacidez y el puño conteniendo a su hombre. Mauricio viajó al sureste para mirar el mundo desde esas trincheras. Apenas pisando las tierras secas y calurosas, se dirigió al primer sitio que le permitiera ganarse algún dinero trabajando en la costa; visitó una empacadora que Erik Torrefuerte tenía en la ciudad. La idea era conseguir algún empleo que le permitiera pasar los días cerca del océano. —¿El océano, eh? —le había preguntado el hombre encargado de la empacadora, sin levantar la vista de los papeles donde iba mirando la historia de vida de Mauricio Cuevas. —Estoy a unos meses de presentar la tesis, pero puedo aceptar cualquier trabajo que me ofrezca. Lo que quiero es estar en la costa.

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—¿El mar, eh?, ¿Cualquier empleo, eh? ¿No te gustaría trabajar como biólogo? Entonces para que carajo lo estudiaste —le dijo a quemarropa Montañez, tirando los papeles en el escritorio. –Los universitarios no sirven para una puta madre, estudian y estudian y nunca hacen nada. Y luego quieren venir a conquistar a provincianos. Ustedes los capitalinos son patéticos, todo lo conocen por teoría, pero jamás se les ha ocurrido que la vida del país la crea la provincia –Se agarró los huevos. —Necesitan esto para joderse un poco y aprender. ¿Podrás niño, podrás? El hombre fornido seguía sentado, apoyando los pies sobre el escritorio. Un cigarrillo humeaba en el cenicero de cristal. Mirando con fijeza el rostro del futuro biólogo. El casi biólogo tenía que decirle que por eso estaba acá, que esa es la idea de venir a soportar a un pendejo como usted, pero prefirió sonreir como diciendo, sí tiene razón, mientras pasaba los ojos por el escritorio. Sentía ganas de largarse de ahí, era demasiado soportar a este tipo, luego-luego se veía el rostro del explotador, pensaba, pero quería el empleo, y sabía que el hombre detrás del escritorio se había interesado en él. Lo supo porque si no ya la hubiera despedido, y no lo hacía. —Me gustaría trabajar de mi carrera. Pero esto es una empacadora, y aún no tengo el título. —En este país los títulos nada importan. ¿No conoces la Constitución? –y el hombre río para sí mismo. Tomó el cigarro y Mauricio pudo ver una letra “m” grabada en el dorso de su mano. El hombre notó que aquel muchacho empezaba a impacientarse. Quería joderlo un poco más. ¿De qué era capaz este chico? Montañez disfrutaba hacer enojar a todos, le gustaba que lo retaran. A cuántos hombres no les había sacado las tripas con el cuchillo que siempre cargaba con él, colgado al cincho. “Vamos niñito que esperas” pensó y se puso de pie para soplar el humo en el rostro a Mauricio. “No eres mas que un capitalino asustado” le decía Montañez con la mirada fija. —¿Me dará el trabajo o no? —¿Cómo fue?, ¿Qué dijiste? —Montañez intentó salir de atrás del escritorio y enfrentar a Mauricio y el teléfono sonó. Se detuvo, dio unos pequeños pasos hacia atrás, mientras el joven soltaba

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el aire que había retenido. El hombre de rostro endurecido, con la mano ostentando aquel tatuaje de la “m” cogió la bocina del teléfono. Se dedicó a escuchar lo que le decían por el aparato mientras se iba rascando la mano del tatuaje con que tenía cogido el auricular; miraba de reojo al joven que se mantenía sin moverse con la vista hacia el frente. Cuando el hombre del teléfono se dio cuenta que Mauricio lo veía de reojo, dibujó una sonrisa de burla en el rostro y comenzó a pasarse un dedo de la otra mano sobre el tatuaje de la “m”. —Sí señor. Sólo uno ha llegado... Bueno, tal vez vino algún otro, pero… ya no están... –hizo una pausa y sonrío irónico, recordaba a los más de cinco solicitantes que habían acudido a la entrevista de trabajo. Durante toda esa semana la compañía Torrefuerte publicó en la prensa el anuncio: “Hombre menor de treinta, que sepa bucear”. —No los pasé por que no eran tipos que parecieran de confianza. Bueno, bueno, está bien... aun queda uno, eh... tiene cara de pendejo –dijo mirando a Mauricio, esperando su reacción —…en su hoja de vida dice que ha buceado antes. Se lo llevo ahora mismo. Colgó el teléfono. Levantó de nuevo la vista y dio una última chupada a su cigarro. Luego lo apagó sobre el cenicero de cristal. Puso ambas manos en el escritorio y se inclinó hacia Mauricio. —Te daré un consejo. Tienes que tenerme miedo para que nunca, y escúchalo bien imbécil, nunca vuelvas a hablarme en ese tono, ¿has entendido? –y mientras le hablaba, mantenía el dedo índice elevado junto al rostro de Mauricio, enseñándole la letra del tatuaje. Mauricio se quedó callado. —Ahora sígueme. El jefe quiere contratarte. –cogió los papeles del chico de sobre el escritorio. El biólogo lo dejó pasar junto a él. Montañez se quedó en la puerta. Mauricio no se movía, su mirada seguía sobre el cenicero de cristal en que aún se consumía la colilla. El humo apenas era un hilillo tenue. —¿Vienes o qué? –dijo Montañez arrugando los papeles. Ante el sonido Mauricio apretó los puños. Luego sonrío, se dio la vuelta. Su vista era dura, pero dijo de forma amable. –Le sigo. Mauricio había trabajado como instructor de buceo en alguna playa del país, pero sobre todo lo hizo en balnearios de la capi-

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tal; con eso aligeró la carga de su padre para completarse la carrera, su madre pasó del silencio a la inmovilidad, y su padre tenía que hacerse cargo de su esposa —¡qué extraño es el amor!, pensó en aquel tiempo—, fue mientras concluía los estudios de licenciatura en biología; instructor de buceo, eso era su currícula cuando se presentó ante Torrefuerte. La conservación de las especies, esa moda que estaba permitiendo la apertura de nuevas oportunidades de trabajo, había despertado el interés del dueño de las empacadoras. Viviendo en una zona rica en playas y arrecifes es necesario llamar la atención de los inversionistas extranjeros, y que mejor que con una conciencia conservacionista, le dijo a Cuevas luego de estrecharle la mano y hacerlo sentar. Montañez quedó de pie al lado derecho del escritorio de Torrefuerte. El hombre sobre quien Mauricio ponía su oportunidad de trabajo vestía el blanco con pulcritud, camisa de algodón, pantalón de lino, y sombrero de palma. Esta idea de altruismo de Torrefuerte llevaron a Mauricio a presentarse a ocupar esta plaza de investigador, en el Centro de Investigaciones de Isla Tiburón que acababa de ser fundado, y Erik Torrefuerte lo envío primero a filmar unos documentales sobre biología de peces a los arrecifes, en el sur del estado. Deja que el mar te conozca, aprende a no tenerle miedo. Cuevas fue siempre un hombre de ideales, esas utopías en boca de todos que circulaban durante los setenta, que masacraba las mentes de los universitarios. Al entablar contacto con los pescadores, vio la posibilidad de ser partícipe de una nueva revuelta. Revolución de ideas, las teorías al campo de los hechos, que los pescadores reciban el trato que todo ser humano merece. La recompensa justa de acuerdo a su esfuerzo. Cuevas comenzó a involucrarse con sus problemáticas. En más de una ocasión se involucró en discusiones con el comisario del puerto donde había sido enviado, para que se hiciera justicia a los hombres de mar. —Vamos Chemir, sabes que la cuota es insuficiente por el producto que ellos entregan, como para que además les quieras asegurar las barcas. —Nada puedo hacer. Los destrozos en la cantina, alguien tiene que pagarlos.

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—Fue un altercado sin consecuencias, y no hubo nadie lastimado, sólo es un pretexto para chingarlos. —Es, como es. No voy a estar permitiendo que por cualquier pretexto hagan escándalo. —Pero fueron provocados. Andan desesperados con esto del norte que pegó, no han podido salir… —Tú ni eres de acá, así que mejor no te metas. No vayas a salir rayado… —¿Me está amenazando comisario..? Chemir dejó de contar el dinero de las cuotas que los pescadores le entregaban y levantó la vista hacia el biólogo. —Así es…—dos de sus hombres caminaron hacia Mauricio Cuevas, uno de ellos, abrió la puerta. Mauricio entendió que tenía que irse. Todos sabían que la lucha de Mauricio era estéril. Chemir fungía como comisario, pero estaba bajo las órdenes de Torrefuerte, quien además de ser dueño de las empacadoras, tenía bajo su nombre las embarcaciones, los almacenes y las cantinas. —No se desgaste biólogo. Hay que picar mas arriba si quiere que le escuchen. —Pues haré lo que sea necesario. —Deje las cosas como están, no sea que llame demasiado la atención, y entonces luego no podrá esconderse. —No pretendo hacerlo. No todos los pescadores tenían barcas, había que contratarse con algún cooperativista, y estos eran manejados por los empresarios, al final, tenían que vender los kilos del producto que obtenían en el mar, a un precio ínfimo, y los cooperativistas lo vendían a un costro tres veces mayor. La ley del intermediario. Los empresarios además eran comandados por Torrefuerte, quien les hacía favores, por lo que estaban en deuda. Los pocos pescadores que tenían sus propias embarcaciones tenían que suplicar para que les compraran su producto, y por eso, los habitantes de los puertos, apenas sobrevivían. Eso aunado a que las cantinas y los bares daban a crédito sus productos, y que pertenecían a los mismos dueños de las empacadoras, hacía que los pescadores, en el mayor número de las veces,

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trabajaran de gratis. Se les retenían pagos para cubrir las deudas de sus borracheras. En la casa que la compañía Torrefuerte le había asignado, don Roberto no bebía desde la discusión con Montañez, para defender a su hija. Pero mucho tiempo no soltó la botella, sumido en la desesperación que nos deja la tristeza ante la pérdida de la pareja; luego de la muerte de su esposa, Roberto Burgos fue reduciéndose con la intención de que el mar, el sol y el alcohol lo consumieran; luego de ver a su hija luchar por sobrevivir ante el ataque de Montañez, Roberto Burgos supo que era tiempo de salir adelante, ahora había abandonado la bebida y ya tampoco estaba dedicado a la pesca. Había sido contratado por Erik Torrefuerte para acompañar y mostrar los arrecifes a Mauricio, para la filmación de los documentales. Roberto solo tenía una hija de apenas quince años, Francisca. Ella los acompañaba en los recorridos a los arrecifes. —Habrá que hacer algo Yos. No puedo estar tranquilo ante todo esto. —Mauricio Cuevas le escribía seguido a Yosefina. —Cálmate y piensa las cosas bien. Yo estaré contigo pronto –era la respuesta. Que más podía decirle ella, que luchaba contra el tiempo para terminar la tesis, y los experimentos de hidroponía que llevaba al cabo no resultaban aún lo que ella y sus tutores esperaban. –Calma amor, nada puedo hacer ahora, no puedo ir a ti todavía, no hasta que todo quede listo. En casa de Roberto, Mauricio tuvo la oportunidad de conocer y entusiasmarse con la vida junto al mar. Por las noches los pescadores venían a compartir las historias de oleajes y atrevimientos, las fogatas se hacían en la playa, Mauricio miró en estos hombres la voluntad para seguir adelante. Ideas, ideas con las que nada se conseguía. Torrefuerte, nieto de un general de la revolución, sabe que para ser revolucionario se necesita llevarlo en la sangre. No leyendo novelitas y creyendo los ideales de los demás. Mucho menos pensando emular los pasos de alguien como Castro que tuvo tanta suerte, y así es como vislumbraba a Mauricio, alguien investido de teoría, palabras, sueños, que no conocía de realidades, porque no las enfrentaba. Se necesita tener grandes los huevos para tomar las decisiones

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que se tengan que tomar, y el general Torrefuerte, al igual que Erik, su nieto, han sabido tomarlas. Por eso había Erik escogido a Mauricio, por eso había puesto a Montañez a vigilarlo. —Que se sienta contento. Que piense en cómo mejorar el destino de esa gente. Si va a ir a Las Bocas, debe ser un completo idealista. No lo pierdas de vista. Y Montañez acostumbrado a ser invisible estaba al tanto de cada movimiento de Mauricio. La gente jodida vive de favores, los favores generan información. La información otorga el poder, y Montañez obligaba a respetar esta consigna que una noche generó su pensamiento, y que aplicaba a su vida con disciplina enajenante. La gente corría a contarle la vida y los movimientos de Mauricio Cuevas. Muchos de los pescadores que se reunían en las fogatas en casa de don Roberto mantenían enterado a Montañez de los movimientos del biólogo. —Quiere hablar con don Erik. Eso ha dicho. —Eso sólo lo decide don Erik o yo —y les daba unas monedas. Erik Torrefuerte quería cambiar un poco la historia de Las Bocas. El nieto del general no se conformaba con la explotación en el tiempo del poblado costero, quería conocer más sobre su historia, sobre aquel ritual que había detenido el tiempo en la carne de esos hombres. Este conocimiento podría brindarle otras expectativas, recrear los hechos en otros lugares. En él mismo. La inmortalidad de que se hablaba no era cosa despreciable. Era algo que necesitaba controlar. Miraba esa inmortalidad, y conocía las historias de los sucesos que habían conducido a los pobladores de Las Bocas a romper con la naturalidad del ciclo de la vida, y sabía también de lo importante que eran las tortugas marinas en los sucesos. No se conformaba con pensar cómo se habían dado las cosas, necesitaba las razones del por qué, y para ello quería aplicar el método científico. Enviar a alguien ajeno a vivir en ese poblado. Que se mezclara con los habitantes, estudiara la biología de los quelonios y su influencia en los pobladores y en la desaparición de Arminda, en ese ritual de espera que tanto le encabronaba. Verlos ahí, inmóviles en la playa. Y quizá alguna vez, recrearlo en su presencia. Quizá no todo haya sido un acto aislado del destino, quizá es un formulismo que estos ignorantes encontraron sin querer, llevaba varios años intentándolo.

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Haciendo cada una de las cosas que Nicanor y Felipe le dijeron, pero nada ocurría; solo los hombres del poblado que estaban inmersos en el rito eran inmortales, los hombres nuevos que participaban de los rituales representados por Torrefuerte morían. Y era el mismo Torrefuerte quien a la semana de la representación venía a ver a los hombres del experimento y hacía que Montañez pasara su cuchillo en la garganta de uno de sus hombres y en alguien de Las Bocas, sólo el hombre del experimento moría. Las heridas del otro sanaban a las pocas horas. Por eso Erik pensó en Mauricio, son las tortugas se decía, tienen que serlo. Por ahí vamos a empezar, hay que conocerlo todo sobre ellas, sobre esta población en especial que anida en las playas del puerto. Es su sangre la que les impide morir a estos hombres, y confiaba en su raciocinio. Estaba equivocado. ¿Lo estaba? Primero será conocer sus poblaciones, las estudiaremos, les haremos análisis, para eso servirá este biologucho. Entiéndelo Montañez, una vez que este tipo nos de la información que necesitamos… Eran ya once años desde que murió el general y Erik había asumido el mando. Mantener prisioneros a un grupo de inmortales era un poder que no podía controlar y sentía la necesidad de hacerlo. Necesitaba de alguien como Mauricio, quien con los datos que pudiera obtener sobre los reptiles, y de la relación que establezca con el poblado, brindaría la información suficiente de lo que sucede. En lo referente a Arminda, al ritual, a las actitudes de Felipe y Nicanor, que por miedo a Erik, a Montañez, a las pesadillas que noche con noche los atormentaban, se habían cerrado a platicar demás. Ni ellos mismos se explicaban lo que les había ocurrido, a pesar de que cada año estaban dispuestos a representar los mismos actos, cuando llega la necesidad de reiniciar el ritual y que los vientos que a principios de agosto se desataban cedieran y, según creían, Arminda pudiera descansar y ellos alcanzarían de nuevo la posibilidad de la muerte. No son las tortugas don Erik, son parte pero no lo son todo. Es el diablo el que nos tiene atrapados. Puedo oler el azufre, decía Nicanor. Felipe sonreía con todo su rostro enrojecido por el alcohol. —El diablo eh, decía Montañez. Está basura que bebes te ha destruido el coraje. Acá no hay más diablo que yo.

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—Un diablo bastante fiel a mis designios. ¿Seré acaso, yo mismo tu Dios, entonces? —Déjeme sacarles el secreto a madrazos. Si no se mueren mejor tantito, así podré pasarme largas jornadas desangrándolos. —Olvídalos. Viven aterrados que no se dan cuenta del poder que les da la inmortalidad. No cabe duda que el poder es para los poderosos, y se nace siéndolo. –suspiró con largueza— Se lleva en la maldita sangre. Montañez era invisible, un volcán invisible a punto de hacer explosión en cualquier momento. Era el tipo ideal para cuidar las espaldas de Erik. Era un hombre rudo, sin escrúpulos, confiable y fiel. La pistola pegada a la mano. Las cejas tupidas de la indiferencia. Nunca dudar. No remordimientos. El cuchillo siempre en el cincho, el tatuaje de la “m” en el dorso de la mano: Soy hijo de la muerte, gritaba, y esta es mi marca, gemía, mientras con una mano apretaba el cuello a alguna víctima mientras le aporreaba el dorso de la mano, con el tatuaje, en el rostro, una y otra vez, hasta que la sangre del vencido y la de su mano se mezclaban. Y la muerte me ama y siempre me regala una víctima más. Les escupía el rostro, y los dejaba ahí, desfigurados. Era hermoso verlo lastimar a sus enemigos. Con calma los iba provocando, los hacía salir de sus casillas. Montañez lo disfrutaba, sabía de la fuerza de sus músculos, de la decisión siempre atinada. Nada importaba en cuestiones de ganar, sobrevivía, se sabía superior, y esa superioridad era debido a que creía en él. A que nada lo ataba a la vida. Nunca esperes que alguien se recupere del primer golpe —le dijo una vez el general,— cuando veas que puedes acabar con alguien, no dudes, hazlo— y Montañez supo hacer valer esa sentencia. Huérfano desde pequeño, el general lo había mantenido en Isla Tiburón, lo había educado desde la infancia para ser el brazo justiciero de su nieto Erik. El mismo se construía el mito: Soy hijo de la muerte, el tatuaje, el nombre—apellido—apodo con que se hacía llamar. Montañez había sabido corresponder a todo lo que el general le brindó durante su vida. Era hermoso verlo luchar a mano limpia, sus músculos en armonía, todo él era un golpe de furia que hacía retroceder al más valiente. Su mirada de rencores luminosos.

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Sus manos ásperas y feroces. Más de una ocasión les había arrancado las vísceras a sus contrincantes con el cuchillo; Erik lo había presenciado, por eso igual le temía, pero Montañez era demasiado fiel a su destino, a ese agradecimiento para con el general, para con los Torrefuerte. Dedicaba su vida a cuidar del nieto, su jefe. Las riñas en que se involucraba eran para acostumbrar a los que lo conocían de que Erik tenía el poder, y hacerles saber que él era el instrumento del cual el nieto del general podía valerse para controlar todo en Isla Tiburón y en Las Bocas, en las empacadoras y en los puertos costeros donde Torrefuerte hacía negocios. Sólo el afortunado de Jorge Ekert se le había escapado vivo. A ese tipo le debía Montañez la marca que le cruzaba el cuello. Fue una tarde cuando Montañez quiso tomar a la fuerza a Francisca, la hija de don Roberto, que luego se casaría con el mismo Jorge que salió en su defensa. Ya Montañez la tenía tirada bajo su cuerpo, con los calzones rotos, (era la segunda vez que la tenía en ese estado) cuando sintió el golpe del remo quebrarse en su cabeza (era la segunda vez que la chica se le escapaba sin poder gozar su carne). Montañez tomó a Jorge del cuello, lo levantó con un sólo brazo y Jorge estirándose le cortó el cuello con un anzuelo para tiburón que tenía en la mano. Montañez lo soltó; cubriéndose la herida con una mano, con la otra sacó su pistola, en ese momento entró Erik Torrefuerte y lo detuvo de un grito: —No te atrevas a dañarlo. Lo necesito. Montañez sabe que no pasará mucho tiempo para arreglar esa discusión. En algún momento, Jorge dejara de serle útil a Erik y entonces él podrá divertirse con la venganza. Pero para esta escena todavía hacen falta algunos años. Es necesario retomar la narración al tiempo en que Francisca aún vivía fuera de Isla Tiburón con su padre y Mauricio Cuevas, haciendo inmersiones en los arrecifes, tomando fotografías y vídeo para los documentales encargados por Torrefuerte. Y cuando Jorge Ekert aún seguía en Las Bocas con el tiempo detenido en sus células. Esos recorridos entre los arrecifes le destaparon la mente a Mauricio, por vez primera le hicieron disfrutar los espacios abiertos del mar. Toda su vida había sido, primero de polvo y desierto y

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luego de continuos rascacielos, coches, camiones, pavimento, ruido y hacinamiento. Con la carrera había conseguido conocer distintos ambientes, viajó de regreso al desierto, fue a los bosques de pinos y encinos, a la montaña, a los ríos, pero sólo una vez al mar, donde pudo dedicarse algunas semanas a impartir clases de buceo, contratándose en un parque de descanso. Desde esa vez pensó en su padre, en las horas que aquel hombre le contaba sobre el océano, sobre los deseos no cumplidos de poder ver el mar con su esposa, y ahora, haciendo inmersiones en los arrecifes, junto con Roberto y Francisca, volvía a su mente el rostro de su viejo; imaginaba los ojos de aquel hombre que le contagió su amor al mar, un amor nunca realizado en el padre, pero tan grande y pleno que el mismo Mauricio sabía que desde cualquier lugar y en alguna forma que no podía describir, ahora él y su padre estaban juntos, ahí entre los peces, entre las formaciones coralinas, entre el sargazo, en el vaivén del oleaje, gracias al contrato que le había dado Torrefuerte. Había que agradecerle. A diferencia del amor filial que Mauricio profesaba a su padre, Erik Torrefuerte entendió desde pequeño que él no era parecido a su progenitor. Por las historias que contaban las mujeres que le cuidaron hasta los once años, supo que era mucho mas parecido al abuelo: aguerrido, violento, despiadado. Lo supo también porque al cumplir los quince, las mujeres que se afanaban en el cuidado de la casa, comenzaron a dibujarle el machismo en el pecho, sorbiéndole el semen con impaciencia, dejándose penetrar por el patroncito, le harían sentirse dueño del mundo. Era natural dar órdenes y ver cumplido sus caprichos. —Tú no serás un pendejo como tu papá, —le había dicho el viejo general, una tarde, en la playa, cuando Erik tenía doce años y se acercó a ver a su abuelo que miraba el mar, absorto. El general le pidió que se sentara en la arena, ahí junto a la silla en la que descansaba. —Prefiere estar en las ciudades gastándose todo lo que yo he ganado, en vez de querer el océano, la humanidad que le he entregado. Es un miedoso, no sabe imponerse. En aquellos días Erik no tenía ni la más remota idea de que existía un lugar llamado Las Bocas. Fue hasta que cumplió los diecisiete cuando su abuelo le habló de esas historias. Esa añoranza, ese

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recuerdo de la piel morena de Mariana. Fue en esa misma época cuando murió Saúl Torrefuerte, el padre de Erik. Esa tarde en que la turbonada se había levantado y se voltearon las lanchas. La tarde en que Erik endureció la quijada, cuando supo que la muerte era un sentimiento atroz que nunca lo vencería. —Se levantó la ola, y se fue rompiendo desde ahí lejos, se veía el espumear, y venía y venía hacia el puerto, y yo me quedé sentado esperando que me tragara, ja, pero hasta el mar me tiene respeto, cayó a unos metros de mi y cuando se retiró la espuma, ahí estaba el cuerpo ahogado de tu padre. Lo recuerdo con los ojos cerrados, como un recién nacido, como lo vi la primera vez, creo que son los únicos dos momentos en que me ha hecho feliz, cuando nació y con su muerte. Erik no había conocido a su madre; quizá se tratara de alguna mujer que estuvo en el servicio para los Torrefuerte y que al nacer Erik fue echada de la casa, sumida en la cárcel, desaparecida, quizá muerta, las historias del abuelo siempre eran difusas. Nunca se sabía si decía la verdad, pero todo lo decía levantando la voz, agitando las manos, endureciendo la mirada, espumeando la boca, por lo que Erik, aún pequeño, corría a esconderse para llorar por no ser abrazado por su madre, por no conocerla. —¿Qué coño quieres, chamaco? Una mujer que te arrope en las noches… Está bien, te mandaré las que quieras, pero deja de llorar por estupideces. Las serpientes nunca conocen a su madre, y los Torrefuerte somos peor que las serpientes. Hazte hombre y no seas un pedazo de imbécil como tu papá. Erik pasó las tardes en medio de mujeres que le cuidaban. Su padre se dedicaba a la bebida, soportando los improperios del abuelo; era un don nadie que siempre bajaba la cabeza, y se robaba cuanta moneda pudiera encontrarse en su camino. Robaba desde que el general le limitó los gastos. Y en los pocos momentos de lucidez que tenía se escondía de la presencia de su hijo. Le era incómodo que Erik lo mirara así, como un pedazo de hombre, como un inútil. Saúl Torrefuerte avergonzaba a la dinastía que el anciano general había querido formar. Por eso se refugiaba en el juego. El destino le pasó factura, le cobró las deudas y aquella turbonada acabó con

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su vida. Las olas alcanzaron los diez metros de altura, y la caída fue letal, litros de agua encima de su cuerpo, revolcándolo en la arena como un papel que gira en el viento. Esa tarde Saúl venía a la isla para el cumpleaños de su hijo, lo hacía porque el general lo había mandado traer, y justo llegó hasta sus pies. Sumido en el alcohol a Saúl ya nada le importaba el crío. Ante el cadáver de su padre se presentó Erik Torrefuerte con una camisa blanca, y un sombrero de palma, no había necesidad de colores oscuros, pensaba. Se detuvo ante el féretro. Se dio vuelta para mirar a la concurrencia, a los invitados para gritar como mascando las letras: —¡Lárguense! Miró a las personas irse una tras otra, empresarios de otras empacadoras que tenían negocios con los Torrefuerte, y entre las personas que se iban, vio que lo miraba un hombre alto, que no se inmutaba. El tipo miraba con fijeza el féretro, aunque Erik estuviera enfrente de él. La mirada del hombre pasaba a través del cuerpo del nieto del general para chocar contra la madera del ataúd. Iba recorriendo su textura como intentando llegar al interior. Le gustaba el rostro de los cadáveres e imaginaba el rictus que tendría Saúl dentro de la caja. —Tú, acércate —el hombre se despabiló y caminó hacia la voz que lo llamaba— dime tu nombre. —Me llaman Montañez, mi nombre no importa. —Desde entonces fueron inseparables. Erik era la mente y el dinero, Montañez su brazo que se estiraba para consumar cualquier deseo; su látigo y metralla, su poder y la incontrolable violencia. El general Torrefuerte tampoco abandonó la capilla donde se velaba a Saúl, miró a su nieto y a Montañez, su protegido, y comprendió que a los diecisiete años Erik podía hacerse cargo de los negocios de la familia. Le gustó que su protegido se hubiera presentado en el momento oportuno, y supo que sus planes, aún ya no estando él, se realizarían. Dos años después el general pudo suicidarse sin temor, al saber que el imperio que había construido tendría un digno sucesor; sin tristezas cogió la pistola se la metió a la boca y disparó; estaba

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harto de la existencia, más, atado a una silla de ruedas. Cuando se había dominado el mundo, al menos la parte del mundo que le tocó vivir, se hace necesario las decisiones prontas y expeditas. No soportaba verse en la necesidad de solicitar el auxilio de los demás. Sentía con este acto que la vida jamás pudo derrotarlo, era él quien escribía su propio destino, lo había construido según sus creencias y ahora ponía su firma en el final, esa era la mejor forma de salir de este mundo, por la puerta grande, siendo él, el único hombre que lo derrotara. Tuvo tiempo para contarle a su nieto la historia de la prisión del poblado de Las Bocas, las historias de Nicanor, de Ambrosio y de Felipe, de la Mariana Nadal, esa mujer que hasta el final lo había trastornado. La historia de Arminda y su desaparición, los vientos que se desataban desde abril y hasta agosto, sometiendo al poblado, y la posibilidad de haber roto un plano dimensional por el cual la gente de aquel puerto estaba condenada a no envejecer. Muerto el general, Erik, acompañado de Montañez, viajó por segunda vez a Las Bocas para darles la noticia a sus habitantes, ponerse a disposición de los pobladores, para que sepan que las leyes seguían siendo las mismas, que a él nadie lo agarraría de pendejo, que estaba enterado de todo, y que las cosas seguirían igual como hasta ese momento. Tal y como las había escrito el general, que él, Erik Torrefuerte sólo era un eslabón más en la cadena que el mismo general usaba, aún muerto, para someterlos. La primera vez que cruzó de Isla Tiburón a Las Bocas, el general, pegado a su silla de ruedas, lo acompañó. Lo presentó a los pobladores, haciéndoles saber que su nieto quedaría a cargo; que, como lo había prometido, los Torrefuerte nunca los abandonarían. Erik no ha dejado de pensar en esos momentos. Recuerda que pudo llorar a su abuelo, algo que nunca hizo por su padre. Y de regreso a Isla Tiburón, después de esa segunda vez, después de avisar la muerte del general, dictó la primera orden en cuanto a Las Bocas se refería: —No les traeremos nada en ocho meses. Que hagan luto por el abuelo. Que se chinguen un poco —Montañez se encargaría de dar cumplimiento. Erik Torrefuerte vio en Mauricio la posibilidad de jugar, una vez más, con la mente de los pobladores de Las Bocas.

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—Harás unos documentales sobre la fauna que habitan los arrecifes de Cayo Blanco. Ya está todo arreglado. Montañez te va a llevar al sitio y ahí vivirás en casa de Roberto Burgos. Sólo es temporal, mientras arreglo la documentación necesaria para un trabajo mejor que pienso ofrecerte. Conoce el mar, demuéstrame que puede confiarse en ti, y el otro trabajo será tuyo. –Mauricio sonrió. Erik y Montañez se dieron cuenta y vieron que esa podía ser una de sus debilidades. Cuando Mauricio salió del despacho de Torrefuerte, Erik le dio la orden a su guarda espaldas: —No lo pierdas de vista. En esos poblados del sureste, Mauricio pudo sentir la pobreza y constatar que en cada puerto estaban tejidos los problemas con el mismo carrete de dos hilos: hambre e ignorancia; ignorancia no sobre los recursos, sino del avance de la civilización que amplía los abismos del entendimiento entre los poblados costeros y las ciudades. No se puede luchar por ideales cuando duele el hambre en los intestinos. —Algo va a pasar y quiero ser parte de ello –le dijo una y otra vez a Yosefina. —Tengo ese presentimiento. Todos tenemos algo que hacer en el mundo, y yo he nacido para algo importante. —Naciste para amarme –decía ella sonriendo. Eran Roberto y los pescadores de la zona sus nuevos maestros. Los que viven bajo el abuso de las cooperativas y de las empacadoras de pescado. Se dio cuenta, sin conocerlo aún, que el hombre que firmaba sus cheques era de ese tipo. Que cada puerto tiene su propio Torrefuerte. No imaginó la situación a la que se sometería, el caminar aprisionado por la arena, ante unos ojos y músculos inmóviles que miran el océano como a un dios que les hablara desde sus profundidades. A la furia del viento que de repente se levantaba en las playas de Las Bocas. No sabía que Erik Torrefuerte pensaba enviarlo a ese puerto de fantasmas. Aprendía de don Roberto. Francisca atendía a su padre, como un ama de casa plena. La madre había muerto cuando ella apenas cumplía los ocho. Por eso pudo entender la negativa de la hija a dejar que su padre se fuera sólo a Isla Tiburón cuando Erik Torrefuerte los había mandado llamar a su presencia.

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—No preguntes Mauricio. Llegan momentos en que a uno le toca obedecer. Este es uno de ellos. ¿Creíste que Torrefuerte en verdad quería esos documentales? —¿Dejará a Francisca acá? —No puedo arriesgarme a llevarla conmigo. —No está a discusión papá. O vamos los dos, o no vas a ningún lado, —le dijo Francisca apuntando la escopeta sobre su padre. —Primero se fue mi madre y ahora te vas a ir tú. No lo permitiré. Viviría angustiada sabiendo que el perro que le cuida las espaldas a Erik pueda lastimarte. Sabes muy bien que no se le olvida lo que ha pasado, y estoy seguro que intentará lastimarte. O los dos o nadie, decide. El silencio se instaló ahí entre los tres. Mauricio pudo ver la decisión de Francisca y sentir que el corazón del padre se deshacía. Los ojos de la chica aventaban un fuego humedecido de lágrimas. Montañez conoció a Roberto Burgos cuando Francisca apenas tenía diez, e intentó abusar de ella. El padre de la chica vivía alcoholizado. Se mantenía sufriendo por la muerte de su esposa y Montañez había aprovechado para hacerse su amigo y meterse a diario en su casa con una botella de aguardiente. Esa noche emborrachó a Roberto para quedarse a solas con la chica. Pero Francisca no era un delfín manso de circo, era una mantarraya espinosa que supo clavar su aguijón en la humanidad de Montañez. Despertó la furia de la bestia. Ya en el suelo, con el hombre sobre sus espaldas, la boca masticando arena y sangre, con los calzones abajo, y la enorme verga del tipo apuntando en su entrepierna, ella cerraba los muslos para no dejarse penetrar y con sus manos iba buscando algo para defenderse, y al fin alcanzó un pedazo de arpón roto y lo enterró en la mano de Montañez. Roberto logró reaccionar por los gritos, tanto de la niña como del abusador y tomó la pistola del guarda espaldas, que estaba en el suelo junto con sus pantalones, y lograron que el hombre rudo se marchara. —Nunca te dejaré. Irás conmigo a todos lados —le dijo a Francisca su padre, mientras le iba quitando el arma. La abrazo. Luego la apartó de su cuerpo y le dio una bofetada— a tu padre no debes amenazarlo nunca.— La tomó de las muñecas y la jaló hacia su cuerpo para consolarla de nuevo. Francisca lloró en el pecho de

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Roberto. Dos días después los tres llegaron a Isla Tiburón por la tarde. Iniciaba enero. Para Mauricio, Erik Torrefuerte era un personaje que se preocupaba por los demás tal como lo hacía él; por los recursos, por los pobladores. Lejos estaba de conocer las maneras y los pensamientos del dueño de Isla Tiburón y, en aquel entonces, mantenía intactas sus esperanzas, sentía plenitud, estaba realizado al pensar que Erik quería apoyar a los pobladores. Su admiración fue cayendo con lentitud en un pozo, en el cual, hasta abajo, al tocar el agua, lejos de la luz, se formaba el verdadero rostro de ese hombre. Un rostro sin expresiones, un rostro sin remordimientos, el rostro del hombre que se sabe invencible. —No es más que un imbécil —remató Montañez, al informar a Torrefuerte sobre las actividades que Mauricio llevó a cabo en Cayo Blanco— Aún cree en la educación y el trabajo en conjunto. Creo que hasta le admira, le he escuchado reprender a unos pescadores, defendiendo su nombre. Hasta Chemir me ha contado de sus reclamos, pero el comisario nunca cedió a sus caprichos. Habla de igualdades pero no tiene ánimos para obligar a nadie. Él tipo causa lástima por ingenuo. —¿Crees que se adapte a Las Bocas? —insistía Torrefuerte. —Creo que al final acabará cediendo —Montañez sabía de lo difíciles que eran los pobladores de Las Bocas. Pero confiaba en la capacidad que el biólogo tenía para hacer amistades. Tenía que aceptar que el muchacho de la capital se había adaptado antes de lo que él pensaba— lo importante don Erik, es que no se nos vaya a espantar, y para mí: el que hace amistades demuestra debilidad, la debilidad otorga los permisos para que se le domine, y no sé si meter una persona a Las Bocas que pudiera doblarse, sea lo que usted requiera. —Creo que sí se adaptará —así era siempre. Erik Torrefuerte sólo preguntaba por cortesía. Eran preguntas dirigidas a sí mismo, porque no escuchaba las respuestas de nadie, él generaba sus propias respuestas. Sabía lo que quería desde el principio, cuando una idea se le metía en la cabeza— de todas formas le haremos

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pasar un mal rato, necesito que sienta temor, así podrá expandir sus sentidos y asimilar mejor las cosas que vea en Las Bocas. —Lo aislaremos unos meses. Vas a llevarlo a Las Bocas, y ahí lo dejaremos hasta que empiece la temporada. Que se adapte o se chingue. Erik Torrefuerte revisaba los informes de Ambrosio: siempre era igual, salud perfecta, no enfermedades. Si el ritual había sido el causante, ¿qué es lo que habían hecho? ¿Qué relación tenía los remolinos de arena que levanta el viento sin que nadie se lo espere? Tantas veces había oído la historia. Intentó en varias ocasiones sacar a Nicanor y traerlo a Isla Tiburón, pero fue imposible atravesar el mar. Ya en la embarcación Nicanor miraba el horizonte, dispuesto a dejarse analizar por los médicos que Torrefuerte contrató; pero las lanchas, que intentaban trasladar al anciano eran regresadas a la costa, por oleajes provocados por las turbonadas. Una fuerza impedía que los habitantes abandonaran Las Bocas. Si no podía sacarlos había que meter a alguien. Despertó en la madrugada, se puso su bata de dormir y bajó corriendo las escaleras, abrió la puerta del cuarto de Montañez. Éste estaba fornicando y su jefe no le dio tiempo para nada. —Las tortugas, por ahí tenemos que trabajar —y se retiró. El guarda espaldas por el susto perdió hasta la erección. Luego vino la creación del Instituto para cubrir las apariencias, la solicitud de alguien con experiencia en buceo, y caído del cielo llegó este biólogo. Cuando las cosas con Mauricio se salieron de control, creyó que jamás podría lograr entender el misterio, y sucedió algo que le devolvió la luz a su intelecto. Ya no sólo eran los extraños escritos que dejara Mauricio sobre su estancia en el puerto antes de desaparecer, ni la locura de Rulor Miranda, a esto se sumaba el accidente de Jorge Ekert. Sólo Ekert había logrado abandonar Las Bocas; había sido después del ataque del tiburón; pero nunca se supo ¿por qué? Por la sangre perdida, por su relación con Francisca a quién no quería perder. Todo esto ocurrió poco tiempo después de la estancia de Mauricio Cuevas en Las Bocas, y nadie supo por qué aquel hombre, menudo, distraído, valiente, adicto a la adrenalina por la pesca de tiburones logró escapar y vivir en Isla Tiburón. Jorge

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Ekert comenzó a envejecer una vez fuera de Las Bocas. Erik intentó analizarlo y se dio cuenta que era un hombre normal; el mismo Jorge no entendía cómo, ya en Isla Tiburón, el destino de la inmortalidad lo había abandonado. Nadie supo porqué a él sí se le había permitido salir de Las Bocas, mientras que Nicanor no pudo lograrlo. Se había contratado a Mauricio, para que ayudara a entender lo de las tortugas, pero acabó dando pistas de lo sucedido con Arminda. Los datos que el biólogo había dejado en el cofre el día de su desaparición fueron analizados tantas veces por Torrefuerte. Incluso había mandado torturar a Rulor Miranda, el asistente de Mauricio para que le aclarase las notas. ¿Quién carajos era Yosefina? Había que localizarla. —Tenemos estos papeles, pero no sabemos si algún otro documento ha llegado a ella. —Había que estructurar un mejor plan que esta vez no fallara. Erik había mandado a Mauricio a investigar, a involucrarse y saber de todo. Nunca contemplo que el tipo fuera tan buen cronista, y que dejara todo apuntado en sus diarios, pero Erik tampoco pudo prever que alguien sacara esos documentos de Las Bocas, pasaran por Isla Tiburón y nadie los detectara. Torrefuerte nunca pensó que Felipe y Nicanor aún tuvieran la fuerza suficiente para hacer que las cosas se revolvieran tanto. Montañez tuvo que sacar a Rulor Miranda del poblado cuando intentaban quemarlo vivo, lo tenían amarrado a un poste que habían sembrado en la arena. Pudo hacerlo porque los voluntarios Rocío y José Adrián llegaron a tiempo a dar aviso de que las cosas se habían complicado en Las Bocas. Desde que desapareció Mauricio Cuevas, Torrefuerte siguió intentando averiguar lo que el biólogo había dejado registrado en sus notas, en sus diarios y en las cartas para la tal Yosefina. ¿Quién chingados era Yosefina Morales? Jorge Ekert era de los pobladores que habían llegado a Las Bocas desde Mina de Oro. Fue uno de los pequeños que habían sido arrojados al mar por el general, y logró llegar nadando a Las Bocas. Era ágil y valiente, y tanto Felipe como Nicanor lo habían dejado de molestar cuando vieron que no podían alcanzarlo. Corría por

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la arena alejándose, o se metía al mar hasta que sus perseguidores se hartaban y desistían de la persecución. Pasaron los años y, como todos, participó en los rituales con las tortugas marinas e igual fue víctima del abandono de la muerte. En dos ocasiones fue llevado a la clínica del doctor Ambrosio porque se había ahogado en el mar, en su afán por la pesca del tiburón que le fascinaba, y luego de algunos días de descanso despertaba con dolor de cabeza. Conoció a Francisca en el mar. En medio de la ruta entre Isla Tiburón y Las Bocas, la vio acompañada de don Roberto y de Mauricio, cuando estaban buceando esas zonas antes de que el biólogo fuera llevado a Las Bocas. Jorge siempre lograba alejarse de la playa e irse a la pesca del tiburón, y se cruzó con el bote de Mauricio. Se acercó a ellos y miró los ojos de Francisca. Eso fue suficiente para no querer perderla. Pasaron ocho años, después que Mauricio desapareciera, para lograr ponerse de acuerdo con ella para verla en el océano todas las tardes. Y fue hasta después del ataque del tiburón, cuando el doctor Ambrosio decidió intentar sacarlo de Las Bocas, asustado porque sus heridas no cicatrizaban, y a pesar de la inmortalidad no lograba sanar; los habitantes de Las Bocas miraron por vez primera que uno de ellos lograra abandonar el puerto, a punto de morir. Ambrosio se percató que algo diferente había ocurrido con Jorge, si hubiera sido algo normal, de esa normalidad que él estaba acostumbrado a atender, es decir, si nadie puede morir, las heridas tienen que cicatrizar enseguida, el tejido se regenera, y entonces los heridos y enfermos despiertan con dolor de cabeza, pero Jorge empeoraba, algo había pasado, se iba agravando y tenía que ser llevado a Isla Tiburón o moriría. Cuando Jorge se fue, muchos lo intentaron al día siguiente. Nadie pudo conseguirlo. El viento les hacía regresar a las playas de Las Bocas. En Isla Tiburón, Torrefuerte hizo que los médicos lo revisaran. No encontraron nada anormal en él, le dejaron unos días en cuidados intensivos y Jorge sobrevivió. Torrefuerte necesita saber porque si Jorge logró abandonar Las Bocas, los demás habitantes no podían lograrlo. El mismo Ekert no tenía las respuestas, estaba inconsciente cuando llegó a Isla tiburón y no supo de su traslado. Torrefuerte no podía correr el rumor de lo que pasaba en Las Bocas,

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y le prohibió a Jorge que hablara del asunto, ni siquiera con Francisca. La desaparición de Mauricio, sus papeles, haber dejado partir a Rulor Miranda y la repentina mortalidad de un habitante de Las Bocas, no le aclararon el misterio. Es tiempo de intentarlo de nuevo. Torrefuerte espera en el puerto la llegada de Lucrecia Morales.

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Capítulo CINCO Mauricio Cuevas se miró trabajando en las playas al sureste del país. Había dejado parte de su mundo en la capital, a kilómetros de distancia, detrás de la cordillera de montañas. Ahí lo esperaba, añorando las cartas de un correo desde siempre lleno de retrasos, Yosefina, que mientras tanto, se iba preparando para ser la primera mujer en obtener la candidatura a doctora en edafología, con sus trabajos sobre hidroponía que ya el gobierno contemplaba para sus programas próximos. Un logro que le sabía a gloria, si se considera que su asesor de tesis, luego de ser vetado en la universidad, le recomendara claudicar, porque ya no podría defenderla ni apoyarla. —Me han hecho jubilarme, no quieren que una mujer logre el doctorado. Eso no detendría a Yosefina, en su mente estaba la lucha por estar con el hombre, que ahora le contaba los problemas de los pescadores, “jamás he de rendirme” le decía Mauricio y ella no podía ser menos; tantas veces habían compartido el ideal de las equidades, de las figuraciones superfluas de “nadie nos detendrá”, que en aquel entonces, apenas a los veintiocho años, hacen tanto por uno que lo que uno puede prever que harían. Ahora en la distancia, el

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recuerdo de Mauricio es sólo un fantasma, una ilusión, una lectura de la vida de los héroes que admiró algún momento, un pedazo de cielo entristecido, un espacio de presente inamovible. Yosefina aún no sabía aquel futuro del alejamiento que se estaba gestando, eso que la distancia hace en la carrera del amor, desleírla, truncar las esperanzas, trepanar las conciencias, aflorar temores. Faltaba que primero los sinodales la detuvieran, que ella optara por correr tras el hombre sin pensar en ella misma, quizá llorosa y derrotada, sin levantar la voz, sin meter las manos, ¿y eso en qué me convertiría? Me haría caminar detrás de mi hombre, siempre a su sombra, como una menonita que va asintiendo a todo lo que él decida, y se que Mauricio no quiere eso de mí. Nunca lo ha querido. Siempre he tenido su apoyo para ser fuerte y cabrona, para no dejarme. Faltaba que Yosefina no entendiera que su ruta sería siempre la que ella misma se marcara. Y ningún pendejo me va a negar el grado de doctor si me he esforzado tanto. Veremos si pueden conseguirlo. Y no lo hicieron. Ella pensando en el examen de grado que se acerca, y las manos de Mauricio en su mente, surgen de las letras de las primeras cartas que le envía desde el sureste. —El mar es la conciencia del mundo, deberías vivirlo conmigo. Necesito que conozcas a esta gente. –y le había enviado esa única foto, donde se le ve con un pantalón corto color caqui, descalzo y sin camisa, el cabello largo y la barba cerrada. Detrás hay un atracadero y el mar azul. Esos kilómetros mantenían la separación entre Mauricio y Yosefina e iban tejiendo las ideas de conservación y el mejoramiento del ambiente. Todos inician queriendo cambiar el curso de la humanidad, como una utopía que comenzaba a parecer cada vez más cercana en sus corazones, como cuando Tomás Moro nos la refirió en sus libros, cuando Vasco de Quiroga la quiso implementar en la Nueva España, casi como estar ahí. Y llegó el momento de verse durante unas vacaciones en las cuales, Mauricio tuvo oportunidad de asistir a la conferencia en que Yosefina expuso su proyecto de tesis doctoral en la academia de ciencia. Le miró la fortaleza en las palabras, la exactitud en el andar, el equilibro de las ideas y la entonación precisa, hasta el aplauso de los invitados, de la prensa, porque se gestaba un paso más en la

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revolución verde, el gobierno estaba interesado en los resultados de sus investigaciones y los ministros de agricultura y desarrollo habían asistido a la ponencia. Mauricio la miró con el vestido holgado de manta, ella se movía en el estrado con una confianza inextinguible. Después de la décima diapositiva, ella lo encontró entre los asistentes y sintió que se desabrochaba dentro de ella la pasión retenida en la distancia. Su hombre estaba en la entrada del auditorio, ella hizo una mueca que sólo él pudo reconocer, y él supo que estaba feliz de verle. Después del brindis de honor con los invitados que no se cansaban de adularla, de los políticos que intentaban tomarse la foto con la primera doctora en edafología, tuvieron oportunidad de convivir con todos, juntos y de la mano, para después pasar al espacio íntimo de su departamento donde pudieron admirar por la ventana abierta, en una fuga de smog, alguna estrella muerta de frío, aprisionada por la polución, titilando en la agonía del reflejo de los cuerpos, como un augurio de futuros que se permitieron sentir dentro de esa marejada de caricias en que veían los sueños: aquel con su trabajo en el Mar Caribe, y ella con sus pruebas de laboratorio. Afuera la neblina comenzaba a cubrirlo todo, el paso de los automóviles gritaba su abandono y las calles se hacen largas y silenciosas. Los mendigos se arrinconan bajo los periódicos, ocupando las bancas de los parques. Alguna mujer carga a un niño en los cruceros y pide una moneda. Una chica de pelo corto se deja manosear por el novio en la parada de autobuses. Y Mauricio la veía desnudarse. El cuello liso, el lunar en la ceja, los muslos que tanto le han gustado por esa fortaleza con que se prenden a su cadera, como las tenazas de un escorpión gigante, el abdomen y su espalda arqueada en el orgasmo. Ha estado seis meses sin ella, sin mujer y con la condena del deseo en la punta de las células. Nada hay como tenderse juntos entre los cobertores. Sentir la calidez de su cuerpo, la necesidad de enredar los muslos, la opresión de los senos de ella en su pecho áspero. —Me han dolido tanto los senos en tu ausencia. Fue entonces cuando vino el comentario, que veintidós años después continúa taladrando la memoria. Todo hacía suponer, visto desde este momento, recapitulando las palabras y los ademanes, que

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esa noche se destaparon las conciencias, que el futuro de abandono no podía evadirse. Mauricio no podía dejar de sentirla. Era su piel adelgazada, traslúcida por los días de encierro en el aire acondicionado, el dibujo de los tres lunares en la espalda, la columna un poco curva de la escoliosis, las llantitas ya escondiendo la cintura, y los pechos difíciles de mantener en el encierro, de tan grandes y plenos. Ella dentro de los brazos de Mauricio, cuya barba a lo cristo, con esa apariencia de suciedad y maltrato del crucificado, era su propio dolor en que la tenía atrapada. Los ojos perdidos en esa maraña de pelos, ese salvajismo y animalidad, con el contagio de la ternura y avidez de sus labios, la estremecían. Podía escuchar su voz, pero siempre bajo el dolor que causaba en la sangre, el retumbo de los corazones que se complementan, las mordidas a las cejas que él le imprimía en el rostro. —Me envían a Las Bocas. Para documentar lo que ocurre ahí con las tortugas. El proyecto está por lo menos para cinco años. Voy como investigador en jefe. El resumen de la plática y Yosefina perdida en esos ojos hundidos, recorriendo con la lengua el costillar de su hombre, esperando hallar la marca de la lanza que a lo mejor había traspasado el pecho de su propio rebelde. Quiso decir “ya no hables más de separaciones, no mientras estás dentro de mí” pero no podía, el habla se le atoraba en el gemido, las palabras se escurrían con la salivación de la lengua que no dejaba de recorrer la boca del hombre que amaba. El mutismo imperaba, ella quería hablar, y tenía que hacerlo de forma diferente, con los gestos y los apretones, con el movimiento de las caderas y del cuello, con los ojos lacrimosos por la alegría, por saber los triunfos de ambos, en los gemiditos que les hacían imaginar que nada podía detenerlos en la escalada de la vida, menos ahora dentro del ritual de compartir la carne. Era ella el cordero dispuesta al holocausto, era él la música que el invierno deja en el ambiente viajando con la brisa, cruzando las praderas, recorriendo riachuelos, pasando bajo las nevadas, y el orgasmo de ambos hasta la heladez del sudor que los colma. El sol y el agua limpia que cae en el verano. Ella y los ojos en blanco, la cadera hacia delante con fuerza, haciendo que el pene entrara, cuan largo era, hasta donde ella podía

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dejarlo hurgar. Que entrara todo y nada afuera. Que todo el sueño se le enredara en la garganta. Que todo el hervor de sus internos se desbordara mojando el vientre de Mauricio, que él terminara y la llenara con su impulso. Esa había sido la madrugada, caricias, besos, mordidas y algo de plática, corta pero concisa. Había que disfrutar el resto de la oscuridad. Imaginar la sonrisa, los dientes, la coloración de la lengua. Pronto el día les enfriaría los ojos, y era necesario sorberse el uno al otro, aniquilarse para no poder abandonar el tiempo, eran demasiadas células compartidas, demasiados jugos y fluidos mezclados, y ante todo, estaba el tiempo que quería avanzar y acercar la luz de la mañana. Era necesario escuchar el latido de los corazones. No estorbarse con las ideas de vente conmigo, déjalo todo y empecemos juntos en otro lado. Era necesario aceptar los triunfos de ambos. No ceder ante la distancia. Y no podrían hacerlo, no podían negar esa equidad que los hacía libres. Ahora Yosefina cree que sí debió doblarse, con tal de no perder el olor de su Mauricio, pero a los veintiocho años no podía contra ese sentimiento, contra ser contraria a su mente, a sus ideales, a la generación y construcción de su pensamiento. No podía doblegarse ante las oportunidades que a ella se le presentaban en la ciudad, ella no había pensado nunca ser llamada la esposa de, la señora de, era alguien individual, era la doctora Yosefina Morales, invitada por el gobierno federal para implementar acciones que mejoraran la producción del campo. No podía ser la acompañante de un investigador de tortugas y pasearse con el bikini por la playa mientras aquel realiza su trabajo. Cuidar a los niños que procrearían juntos, mientras él desarrollaba su carrera. No podía ser sólo un apoyo casero. No. —Somos más fuertes que esto. Para qué desesperarnos. —Y ese había sido el trato. Amarse a pesar de los kilómetros y las barreras montañosas, a pesar del tiempo y los compañeros. Construir historias propias y disfrutarse los ratos que así lo desearan, escapándose para verse cuando lo quisieran. Cuando la distancia doliera en los muslos, en la espalda, en los ojos, por la ausencia y su garra que todo lo hace sangrar, incluso la tristeza.

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Pero luego de algunas cartas esporádicas, Yosefina fue disolviendo la esperanza en las noches de soledad y café, mientras el vientre le iba creciendo, con el buzón del correo tejiendo sus telarañas, enhebrando sus espacios, revolviendo los recuerdos hasta lanzarlos al bote de basura para que puedan ser roídos por el olvido y sus dientes de metal. Las voces que rodeaban a Yosefina en el laboratorio, en las visitas a su familia, en el hospital al cual acudía para el control de su embarazo, en las reuniones con los compañeros de escuela, que los habían conocido a ambos, le hacían temer el hartazgo de la distancia y luego de cumplirse el año, con la niña en la cuna, se refugió en el trabajo. —Tienes que seguir adelante. Hay tanto por hacer que ya no debes mirar a atrás. Atrás estaba toda su vida. ¿Como carajo le pedían seguir adelante? ¿Se puede andar sin oxígeno? ¿Sin pies o sin manos? Atrás ha quedado el cuerpo. Yosefina ha sentido que son los pedazos de su piel los que se van quedando atrás, y se va quedando desnuda de sí misma, en los puros cueros, en los purititos huesos, ya que toda su humanidad, su naturaleza, su piel y carne han pertenecido y pertenecen a ese hombre que ¡maldita sea por qué no escribe! Mauricio no regresó, ni su aliento, ni el espíritu de sus letras. Mauricio en el silencio del vientre de Yosefina, en cada latido, en los golpecitos que crecían y se acomodaban. En el llanto de la toma de oxigeno. En esa mirada primeriza a la hija de ambos. Mauricio en la ignorancia de estar presente en ella, físicamente ahora, en el rostro de su hija. Y Yosefina igual declinó el envío de nuevas preguntas: ¿Qué es de ti? Lo que sea podré entenderlo. Hazme saber que estás bien. No tuvo respuesta, ni se propuso ir en busca de alguna. Quedó aterida al recuerdo de un hombre que creyó la había amado; ya nunca podría estar segura de ello, ya no importaba. Había llenado el cerebro de pensamientos que le permitían desechar por completo la posibilidad de ese tipo de existencia patológica. Se quedó feliz mirando en el espejo el futuro imaginado. Y cerró las heridas con la indiferencia. Jamás te buscaré, fue la promesa.

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Lucrecia nació y no quedaba tiempo para vivir en el pasado de una relación que se había ido como las nubes, disipado como el humo, a kilómetros de distancia, al otro lado de las montañas. El cielo descampó y Yosefina no quiso acordarse más de la lluvia. Se mira bajo las gotas que caen empapándole la ropa, el cabello mojado cubriéndole el rostro, se han perdido sus lágrimas y la sal, en esa agua dulce que cae del cielo. Esas sus lluvias favoritas que le ocultan las lágrimas. Ese último llanto, esa última lluvia sobre Yosefina sirvió para cerrar el capítulo, y no pensar más en ese hombre, en aquel trato de esperarse el uno al otro; sintió miedo, odio, rabia, y se dijo, a qué seguir la espera, el amor es sólo una jugarreta del destino cuando uno es joven y sin responsabilidades, ahora nos queda la piel y las sensaciones. El agua la cubría, le iba lavando la tristeza. Hay que luchar contra ese ser que crece con ella en la prisión de su casa, cuyos ruidos han de poblar paredes, piso y techos, que no había llegado para traer la felicidad.

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Capítulo SEIS Yosefina sintió que el cuarto daba vueltas. Que todas las copas de vino se le venían a la cabeza y que los hielos de las cubetas plateadas iban recorriendo su espalda como garras, electrocutándola. —Mauricio hablaba siempre de usted. Aquel nombre del pasado destapó la celda de la mente. La estrella solitaria detrás del smog, el aguamarina de las dos únicas fotos que habían llegado con el correo, el nacimiento de Lucrecia, la lluvia que le había empapado el alma, limpiándole la distancia. Verse derrotada debajo de las sábanas, enmoheciendo. Se dio cuenta que nada había sido borrado, que se construyeron historias sobre las heridas aún sangrantes, gangrenosas, pudriendo la piel. Ella creyó que se había liberado pero todo venía a caerle encima, como un balde de agua fría. Tuvo que sentarse y endurecer el rostro ante el hombre que había pronunciado la palabra. El nombre odiado se puso a escalar la corteza del cerebro en busca del lugar al que pertenecía. Removió la hojarasca. Nombre extraño ahora, nombre complemento, que debió ser extirpado en las operaciones dolorosas de otros besos, abrazos que con el paso del tiempo le dibujaron el cinismo en sus

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palabras, y le hicieron darse cuenta que la sexualidad no tiene sentimientos. Es fácil probar otros labios, dejarse penetrar, comer por otra boca, alcanzar la felicidad del orgasmo bajo la caricia y el roce de otro ser. ¿El amado? Con furia había retirado esa obscenidad de concepto de su mente. Le era aborrecible todo aquel que le hablara de amor. Al principio pensó que sería difícil sentir pasión de nuevo. Pero fue fácil. Tardó en recuperarse, pero una vez que puso en orden la mente, se decidió a seguir la vida y los halagos llegaron de nuevo. Intentó creer que la madurez era endurecer su corteza de árbol maduro y decir, los hombres sólo me quieren porque soy famosa y sé ganarme la plata, y era verdad, pero supo conocerse bien, aceptar que era una mujer de pasiones intensas, que tenían que ser saciadas: ella decidiría quién y cuándo. Eso la situaba en la cúspide de la pirámide humana: controla el sexo y controlarás el mundo. Y por más grandes que fueran los penes, por más inteligentes que fueran los cerebros, divertidos los comentarios, agradables las compañías, se había decidido a no pensar en el amor ¿en qué? No entiendo... A no pensar más que en el disfrute de los roces y las entregas. Darse todo en el gemido, luchar por obsequiarse en el orgasmo. Lo había logrado; hasta ahora que un tipo salido de la nada menciona el nombre que había abandonado en la Nada: que nada signifique aquello que un día lo significó todo. Llegó el nombre y el dolor del pecho. Tuvo que sentarse y recordar lo mucho que le había costado dibujarse mujer de piedra, escultura de acero, y no el simple pedazo de carne que había quedado durante meses tirado en la cama, la casa sucia y desarreglada, con el llanto de la chiquilla que, durante esos primeros meses de iniciar la respiración y el descubrimiento del nuevo espacio llamado vida, iba desgañitándose del otro lado de la habitación dentro de la cuna, dentro del pijama mojado de orines, ignorada por una madre que no la necesitaba más que a una botella de alcohol y un pene palpitante. Alguna vez pensó en dejarla morir de hambre, tomó pastillas para dormir, para no tener que escucharla: iba sobre una balsa en el océano, la lluvia caía y de las nubes negras se desprendían las alas de aves púrpuras que venían hacia ella, permanecía estática bajo la tormenta; se miró desnuda, y en las manos le crecieron raí-

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ces, raíces aéreas que subían hacia el cielo, y ella toda era una planta flotando en ese mar agitado y sobre ella el graznido de los cuervos. El mar era anaranjado, y de las nubes se dejaron caer flechas de fuego que tiraban los niños de los cruceros que pasaban cerca, elevando los oleajes. Era un árbol, era el océano que se secaba, y en el graznido, de nuevo el nombre de su hija. Despertó y la niña lloraba al otro lado de la habitación. Su cuerpo estaba empapado en sudor, fue a verla y la alimentó. Más de una vez se sintió ajena a esa vida de madre. Yosefina con la resaca de todos los días estallando en la cabeza, los ojos de panda, ya sin ánimo para la costra del maquillaje, la piel alejada de las cremas, reseca y quemada. Era un zombie con los ojos detenidos en las fotografías que poco a poco fue quemando. Los años compartidos en la facultad, el jardín botánico y tantas horas de café y pensamientos. El Vietnam, los panfletos, el método científico con que se explicaban todo, hasta el amor… no el amor no tiene explicación científica, no tiene derivación lingüística, no tiene relación con el universo, es una creación del machismo, eso del ámame y me serás fiel que se impusieron en la época de las cavernas aquellos monos desnudos que se iban a la cacería de mamuts; el amor lleva a la fidelidad, la fidelidad mantiene los genes fuertes en la descendencia. ¿Cómo se ha deteriorado todo? Con los movimientos lentos de un andar sin apuro, pasaba las horas buscando pretextos para odiar a esa pequeña, cuyos ojos hundidos, esos malditos labios delgados le traían a la mente ese nombre que sonaba a abandono, desesperanza, a ya no puedo más con el trabajo, a no tendré tiempo para cuidarla, si pueden hacerse cargo de ella, bien, si no la llevaré al orfanato, porque no quiero tenerla, no tolero sus berrinches. A eso sonaba ese Mauricio que le martilló los oídos, ese reconciliarse con la pequeña, ese descubrir en la sonrisa el no me importa que no haya vuelto, te tengo a ti mi botón de azúcar, mi pequeña. Y cubrirla de lágrimas, bautizarla en el dolor. Quizá Mauricio había muerto. No más cartas, no preguntar a los conocidos que viajaban al sureste. Para qué. Murió aunque no haya muerto. ¿Qué es la existencia sino una representación de las

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ideas, un recuento de historias? Si no hay historias no hay existencia. Y Mauricio dejó de existir. Nunca lo hizo y eso acabó por confortarla. ¿Mauricio? Nombre extraño. Nombre complemento. ¿Para qué venía a ella ese recuerdo, ese aporrear de letras en la mente, no se darán cuenta que la muerte es un respiro hacia la vida?, ¿dónde los años de soledad y desconocimiento? Morir la vida, vivir la muerte. Todo en soledad. Soledad en la que hubo que cambiar pañales, despertar del letargo, moverse de nuevo, reactivarse. Era necesario cumplir con los proyectos, con los tiempos de las financiadoras y sus exigencias de calidad, con los tiempos de entrega de las semillas y las plantas modificadas en su genética, que tanto exigía el gobierno para sus programas sociales. Las barreras estaban puestas en la mente, reconstruir la historia, cambiar de personajes, inventar los diálogos, todo para no recordar nada de aquel que compartió su vida, para borrar cada ademán, cada idea generada. Yosefina que había construido junto a aquel una forma de pensar, tenía que negarse, adaptarse a la creencia de yo siempre he pensado así, él nada tuvo que ver en esto, y pasaban los años en el descubrir el lenguaje. Y el medio de cultivo era óptimo, y las células en crecimiento eran óptimas y la lucha había sido ganada. Todo era óptimo para continuar andando, dejando caer al silencio los lastres Arrancar del diccionario palabras horribles como esa de cuatro letras a, m, o,.. ¿r?, qué significaban, no más que la ironía, no más que el respeto de la gente a quienes se imponía: esta Yosefina tan cabrona. El amor es una utopía. Menos que eso. Quizá más, dependerá siempre de cómo veas las cosas, decía Yosefina para zafarse de las relaciones que los hombres que conocía querían entablar con ella. Me bastan mi hija y mis proyectos para sentirme plena. Estamos bien así, ¿no te gusta coger sin preguntas, sin esperanzas ni metas? Pero que tonto eres, que estúpidos son los hombres. Esa Yosefina tan segura de lograrlo todo, de acaparar los halagos de la academia, el respeto de las autoridades, el deseo de los hombres. Cansancio, sexo, gratitud, sexo, estrés, sexo, odiar el sexo, tomar el sexo, sembrar el sexo en cada pared, en cada lámpara, en cada nuevo abrirse al infinito de la histeria, era lo necesario para llenar los vacíos, el regalo

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de los cuerpos y la lucidez del orgasmo para olvidar los rencores, para poder concentrarse en la búsqueda de la niñez perdida de su Lucrecia, que nada debía, pero que tampoco nada obligaba. ¡Yo no tengo la culpa de que vivas!, había gritado en una ocasión que la niña no dejaba de llorar y tuvo que hospitalizarla por la deshidratación. Ahí sentada en el hospital, mirando el cuerpecito débil conectado al suero, los ojos sin brillo por la falta de líquidos, reconoció a su Lucrecia. Logró borrar todos los indicios del parecido con el padre, y supo que su hija era sólo de ella, un pedazo de ella misma, de la mujer brava que había sido hasta ahora. Sólo de ella sin nadie más, como aquella virgen de los cuentos que encantan a los religiosos. La había encontrado un día dentro de su vientre. Fue plantada por el valor que ella tenía como hembra, como investigadora, como mujer que lucha, como mujer de entrega, había ocurrido como la partenogénesis. Mujer vientre, mujer molusco, mujer demonio de piedra, siempre de piedra la mano y la espina en la punta de la lengua. Ya no importaba que nunca la hubiera querido amamantar, que esos enormes pechos arrojaran su leche hacia el plástico de los biberones y que la muchacha del servicio se encargara de la niña. En el hospital miró de frente a su hija, como se puede mirar a un niño, como se puede mirar a un prisionero, a un ser inferior que pide misericordia, que suplica entender por qué durante cinco años no te he tenido a mi lado, por qué no has podido besarme antes de dormir, y entonces Yosefina pudo reordenar el futuro. —¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué es lo que me has obligado a hacer? –se dijo como un reproche, le dijo a alguna sombra, como un reclamo a la mujer del espejo. No era necesario pensar en quién era esa sombra, lo que significaba ese gesto de culparla de todo. Era aquel hombre que se había ido al sureste con voz de esperanza, de nos volveremos a ver. Morir la vida, vivir la muerte. Y aquel botón de azúcar deshidratado, aquella boquita seca y costrada, aquellos ojos sin luz, que a pesar de los esfuerzos, de las mangueras colgando de esos bracitos, aún sonreía. Y pudo ser un poco amiga, un poco ya no la victimaria, un poco la que escucha, un mucho la que regaña y ordena. Para ser madre harían falta tiempo, dedicación y esa dulzura de la que

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sabes que carezco, le decía una y otra vez a Lucrecia, mientras se preparaba para llevarla al colegio, para pasarla a buscar, para comer con ella, para llevarla a dormir. Y Lucrecia la sentía más madre que nunca, más madre que la que en cinco años había habitado con ella esa casa de jardines amplios; esa madre que muchas noches pidió durante el sueño y no llegaba. Ahora podía tener su respiración por las noches, podía sentir que no era Yosefina el enemigo. Todo lo que la proximidad de la muerte lograba cambiar en los corazones; no fue darle vida, no fue alimentarla con el cordón umbilical lo que le hizo entender que debía amarla, fue la proximidad de perderla y mirar de frente a la soledad, quizá la culpa, tal vez el remordimiento. Amar, ella que sabía que ese sentimiento sólo era una utopía, como tantas otras que alguna vez rozaron su alma. Fue el descuido de la alimentación y el abandono lo que llevó a la pequeña Lucrecia a la enfermedad. En el hospital, Yosefina miró la debilidad en la respiración de su hija. Las diarreas y los vómitos lograron detenerse a tiempo, y era tan delicada, con esa delgadez intensa a que la había sometido. Esa delgadez del trato que le profesaba. Ya nunca más. No podría volver a dejar que llegaran estos momentos, el corroer de los dolores en el pecho de la angustia: tú no tienes culpa de nada, pequeña, no es tu culpa este mal de amores por el que he padecido. Es mi maldita soberbia tan tiranizante. Cinco años le tomó darse cuenta. Mauricio se fue dejándole ese tesoro que ahora casi pierde por sus rencores. No eres tú, pequeña. El único monstruo he sido yo con la idiotez de no entenderte. Y supo que la relación de una madre para con su hija es mucho más grande que lo que cualquiera pudiera intentar explicar con argumentos científicos. Ahí sólo puede ponerse en juego el entendimiento de lo etéreo, una sensación de electricidad y violencia celular inimaginable. Eso que nos aleja de los mitos de monos desnudos en las cavernas, coger y cazar, cazar y procrear tribu; lo supo entonces y pudo sonreírle, acercarse, manteniendo la distancia, esa niña que le devoró las entrañas nueve meses, que le devora la responsabilidad. Ahí estuvo Yosefina, junto al cuerpo dormido de Lucrecia que se debatía ante la muerte. Y le contó cuentos, le limpió los sudores, le acarició el rostro y le llenó de besos la piel. Ahí estuvo, estaba, estará

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Yosefina para todo lo que Lucrecia necesite. No hace falta más que intentar redescubrirse. Y no hacía falta más. El tiempo se encargaría de arreglarlo todo. El tiempo esa única esperanza. Lo que nos separa de los dioses, el mítico tiempo tan irresponsable, tan de pocas pulgas que siempre nos lleva de la mano, siempre el maldito tiempo que nada lo cura, coño, no es mas que una de las categorizaciones que el hombre hace para medirlo todo, por esa soberbia que le impulsa a querer controlar todo, a imagen y semejanza, padre tiempo, padre sol, eterno padre desprovisto de misericordia; pero el tiempo no podía contra esta historia. Lucrecia amaneció con la sonrisa de todos los niños en el rostro, con la sonrisa de esos cinco años que Yosefina no había querido mirar, pero que ahí estaba, presente en la inocencia. Era su duendecillo, su mariposa, su más preciada flor que ella misma había generado con la semilla de un recuerdo. Alguna vez Mauricio, y este pedazo de carne que es mi propia alma transfigurada. Pero no les duró el gusto. Quizá seis años de aprendizaje de parte de Lucrecia, para darse cuenta que su madre no era más madre que la señora del aseo. No era más amiga que la que vende el pan en la esquina. No era más compañera que la cocinera, la madre de Laura. No la tuvo y no la tendría como madre, y la niña de once años decidió llamar su atención, jugar a que nada le importaba, y con el juego fue creyendo que nada en verdad le importaba. Era la hija de Yosefina Morales y eso la tenía marcada en esta ciudad, donde el gobierno amaba a su madre, y sus investigaciones generaban tanto de que hablar a la prensa y a la academia, con esa propuesta de mejorar al campesinado. Su madre bajo los reflectores, Lucrecia bajo la luz mercurial de las esquinas, con Laura y los amigos de la cuadra, los chicos del crucero. Jugando a ser adultos en un mundo de chicos y pantalones cortos. Juego de inauguraciones y aprendizaje sobre el asfalto, sobre las pieles, sobre las lágrimas. Luego la pasión y carne mezclándose, la muerte de Laura, el rencor ante la muerte y la entrada a la carrera de biología. Yosefina era un cometa en la vida de su hija, la rozaba apenas, y la chica de once años iba creciendo en sabiduría, porque no hay mejor espacio para liberar ideas que el campo gris en que nos desenvolvemos.

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Ahí estaba Yosefina sentada con la copa de vino en la mano, esperando que los mareos y las remembranzas la abandonen. Y cuando la calma llegó a su cerebro. —Se siente bien —el hombre de las gafas la tomó del brazo y ella se descubrió sentada en una silla. Yosefina tomaba café en su cuarto de hotel mientras recordaba al tipo del brindis. Alto, con el cabello cubierto de canas, y unos lentes intensos que le reducían los ojos hasta aparentar dos semillas de pistache. Se quitaba las gafas a cada rato para limpiarles el sudor que no dejaba de escurrir por su rostro, por el nerviosismo que no era capaz de controlar. Y Yosefina volvía a marearse ante unos ojos que no podían dominarse y que giraban por las órbitas, hasta que eran amansados nuevamente cuando los lentes volvían a su lugar. El hombre se llamaba Rulor Miranda, oceanólogo. Había trabajado con Mauricio durante seis meses, ahí en Las Bocas. Todas las noches lo veía llenando sus notas bajo las lámparas de aceite de la estación de campo, que les había dado la gente de Torrefuerte. Lo había acompañado en sus recorridos nocturnos por las playas de Las Bocas. Le había ayudado a medir el caparazón de las tortugas, a balizar marcando con una vara, sobre la playa, los kilómetros de la zona de anidación, o incluso marcar con cinta amarrada a un palo, el sitio donde los nidos eran depositados. Había visto tantas veces a Mauricio llenando diarios y escribiendo cartas, que no podía creer lo que Yosefina afirmaba de no saber nada de aquel devoto novio. Él acompañaba a Mauricio a depositar el correo —Rulor sabía que nunca se mandaron tales cartas; supo de Yosefina por medio de Torrefuerte, y bajo el brazo poderoso de Montañez cuando lo torturaban. Había sido enviado por Erik para hacer caer a la mujer en el juego, la habían encontrado hace algunos años. Erik Torrefuerte quería enterarse de si la novia de Mauricio había recibido informes sobre Las Bocas, ¿qué tanto sabía? La paciencia hace grandes a los hombres, había dicho Torrefuerte a su guarda espaldas, mientras Rulor se enjugaba la sangre del rostro—, ahí con las personas que traían víveres a Las Bocas: y Mauricio se quedaba mirando la esperanza, en las estelas que la lancha iba dejando mientras partía hacia Isla Tiburón. Sonreía al

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pensar que aquella mujer del otro lado de las montañas estaría esperando, estaría luchando en esa lejanía, imaginando el reencuentro. —Es tanto lo que te necesito Yosefina. –Rulor sabía que todas las cartas terminaban de la misma forma. Recuerda a Mauricio en sus constantes pláticas sobre la doctora Yosefina Morales. Hasta aquella noche de luna alta; los pobladores venían hablando del ritual. Nos presionaban de Isla Tiburón para entregar los reportes obtenidos hasta ese momento. Nicanor, el más anciano del pueblo, nos había pedido que nos marcháramos, que los pobladores no tenían problemas con nosotros. Mauricio sabía ganarse a la gente, pero no podíamos quedarnos al ritual. Y Nicanor blandió el machete cerca de su rostro. Mauricio se negó a dejar el puerto, pero los machetes, cercando a los voluntarios, fueron convincentes, y luego que nos hicieron abordar la lancha, a nosotros dos y a los estudiantes que estaban con nosotros, los pobladores prendieron fuego a la estación de campo. Mayo y junio son los meses en que la arribazón de las tortugas se vuelve una actividad diaria. Junto con Rulor Miranda, los voluntarios y Mariana Nadal, Mauricio recorría las playas al este y al oeste de Las Bocas. Recorridos que empezaban siempre bajo la mirada endurecida del sacerdote Felipe, bajo la apretada mandíbula de Nicanor y esa llamarada proveniente de sus ojos. —No haga caso a estos viejos y cumpla con lo suyo— decía Mariana Nadal, cogiendo del brazo a Mauricio y abordando la lancha que Torrefuerte les había enviado. El doctor Ambrosio permanecía silencioso, con el rostro enjuto por la preocupación. Nada podré hacer por usted, quédese en la clínica... esa había sido la advertencia, Mauricio no escuchaba, su temperamento le hacía arriesgarse, y sólo queda esperar que no suceda nada, mientras no haya provocación no habrá respuesta. En esas noches, Rulor Miranda se iba caminando por la playa con Rocío y José Adrián, los voluntarios que había traído Montañez, una mañana de finales de abril. El día que llegaron los apoyos, la lancha, los voluntarios y el equipo necesario para desdeñar el silencio y la soledad, Mauricio no estaba en la cabaña; había pasado la noche en la clínica bajo el cuidado de Mariana, quien lo encontró tirado en la playa, diez kilómetros al este del poblado. Insolación,

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está deshidratado, y esas costras en toda la piel por el piquete de insectos, tiene una infección que ha avanzado, y lo ha hecho desmayarse. Nada como el reposo, que lo hidratemos y estará como nuevo. Había salido por la noche y Mariana lo encontró al atardecer del día siguiente. —Pensé que sabía que no hay forma de abandonar Las Bocas. —No quería abandonarla, sólo saber hasta donde podía llegar. Y esas huellas... —¿acaso deliraba? —En su estado, viviendo de café, agua y limones, no tendría fuerza para llegar muy lejos. —Me sentí cansado y me recosté. Luego me fue imposible levantarme. No es la primera vez que escucho ese susurro en el viento. Y las huellas… las huellas son la prueba que no estoy loco. ¿Las viste? —Ha estado haciendo mucho viento. Recogí todos los papeles que estaban regados por el piso. –Mariana continuaba ignorándolo. —Leyó lo escrito en ellos. —Fui a avisarle que Torrefuerte mandó decir que esta tarde llegarán los voluntarios y el equipo que estaba usted esperando. El doctor Ambrosio me pidió que fuera a verle. Lo que hice fue seguir sus huellas. —Entonces debió ver las otras huellas, esas que aparecieron cuando se desató la ventisca. —No había más huellas que las suyas. –respondió Mariana sin hacer caso del delirio. La desesperación le dolía en el cerebro. El aislamiento de meses. Nicanor comenzaba a espantarlo con aquella sonrisa de dientes podridos. Con esas historias siempre repetidas. Sin más voces que las de su pensamiento. Sin las cartas de Yosefina. En el silencio total y pegajoso. En el abandono. Ahora que tendría compañía. Debía recuperarse. —¿Qué pasó mi amigo? Le traje lo prometido —le dijo Montañez al visitarlo en la clínica— La gente se establecerá con usted en la estación de campo. A darle pues, que ya estamos finalizando abril y en cualquier momento comienza la arribazón. Al salir le presentaron a su colaborador: Rulor Miranda, oceanólogo, y los voluntarios Rocío Ballote y José Adrián Bestard, estudiantes de biología que estarían para apoyarlo.

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—Han pasado muchos días. —No se había podido, ya ve, ¿O piensa darme problemas otra vez? No discuta y póngase a trabajar. ¿O pretende que le dé explicaciones? –le dijo Montañez pegándosele al rostro. La debilidad de Cuevas ante la fortaleza de Montañez, le hicieron bajar la mirada. Ahí estaba la marca en la mano. La “m” que lo distinguía –Nunca pensé que fuera usted tan cobarde, mi amigo. Unas semanitas y ya está usted hecho una porquería. Mauricio parecía un náufrago, no imponía mucho respeto en esa primera reunión con su equipo de trabajo. Recibió el material de apoyo, despidió a Montañez en el embarcadero, y luego de un baño y acicalarse la enmarañada barba, habló con sus ayudantes, y desde entonces, le confesó Rulor a Yosefina, fuimos mirando la capacidad de Mauricio para transmitir su inteligencia. Pero llegó esa noche. El enardecimiento de los habitantes, la carrera por la vida. La intensa tormenta de arena te agitaba el cuerpo. —Mauricio había descubierto algo. Lo supuse, debido a que al principio Nicanor lo acompañaba en las salidas, como su guía. El trabajo nocturno era intenso. Yo me la pasaba durmiendo durante las mañanas, igual que los voluntarios. Pero Mauricio no descansaba. Pensé que usted estaría enterada. —Para Yosefina la historia que el tipo de los lentes le relatara era indescifrable. Mauricio dio orden a José Adrián de abandonar el sitio y una vez arrancado el motor, saltó al mar. Nunca me pidió que lo acompañara, pero en ese momento no podía dejarlo solo. Necesitaba saber lo que Mauricio me había mantenido en secreto. Nadamos con precaución, apenas asomando la cabeza, llegamos a la playa a unos kilómetros del poblado y comenzamos a caminar detrás de la duna costera. Llegamos dando la vuelta dentro de la ciénaga, vimos la estación que ardía en llamas, entonces corrimos al embarcadero, ahí estaba el barquito del doctor Ambrosio acompañado de Martín y Mariana. En otros botes el sacerdote Felipe, Nicanor, Susana, Jorge Ekert, las mujeres y algún otro, se habían adelantado. Justo cuando desaté la lancha, comenzaron los gritos y las correrías hacia nosotros. No supe de donde venían. Tropecé y caí al suelo. Mauricio siguió corriendo. Abordó y encendió el motor de la lancha. No volví

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a verlo. Desperté en un hospital. Cuando me recuperé me dirigí a las oficinas de Torrefuerte. —El proyecto fue un fracaso. —¿Y Mauricio? —¿Cómo pudo enardecerse la gente de esa manera, qué fue lo que hicieron? Aún hoy, a pesar de todas mis sospechas, puedo decir que no sé de qué hablaba Torrefuerte. —Sólo tenían que entregar reportes, no andar por ahí averiguando historias —se respondía Erik, mientras los ojos de Rulor Miranda buscaban el vidrio de aumento de sus lentes que aquel hombre le quitaba para molestarlo. — Describir el manejo que hacen de las tortugas, ¿te parece algo difícil? —Montañez negaba con la cabeza, con el rostro endurecido, pero sin odio. Roca de luz, frente a Rulor y el temor de éste, que se apoderaba de su miserable cuerpo. — ¿Y Mauricio? —se había atrevido a preguntar de nuevo. Rulor Miranda, el hombre lleno de tics, arrastrando un poco la pierna derecha, echando los hombros hacia atrás cada dos segundos, sin dejar de sudar, le había entregado los papeles y Yosefina creyó notar algo de tristeza en la tonalidad de voz que el hombre de las gafas usaba para contar la historia. Así llegaron a ella los papeles. No vio más al hombre de los lentes ni supo de él, hasta que Lucrecia le dijo que se iba al sureste, que la habían aceptado para trabajar con tortugas. El tipo que entrevistó a su hija para el trabajo en Las Bocas era Rulor Miranda. En su cuarto de hotel, Yosefina espera la llamada de Lucrecia, mantiene en la cama el cofre que contiene los escritos de Mauricio, que todavía no se anima a leer. —Quizá ahí se encuentre lo que Mauricio no quiso confiarme —le había dicho Rulor al entregarle el cofrecito de madera que tenía tres candados —como puede ver, en veintidós años nunca lo he abierto. Rulor le había dicho que ni el mismo Torrefuerte supo de ese cofre. Rocío Ballote lo había rescatado en la huída, y lo conservó; días después de que yo me entrevistara con Torrefuerte, la volunta-

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ria me habló por teléfono para invitarme una copa y me lo entregó. Fue en la ciudad. En un café del centro. La ví nerviosa. Como escondiendo algo. Pero nunca supe qué. Me entregó una carta escrita por ella, en la que me pedía perdón. Luego supe que se pegó un tiro. Se sentía vigilada, perseguida, acosada. Algo la había dejado inquieta, tenía miedo pero nunca me dijo de qué. Igual yo, mucho tiempo sentí que me vigilaban. Podía entrar y salir de Isla Tiburón, pero siempre tenía que reportarme con Montañez a determinada hora. Me creían enfermo, y los tics, el hombro derecho hacia atrás, la sudoración, fueron cesando conforme pasó el tiempo. Ya me he recuperado. Un día me habló Erik para decirme: —Según la gente que he contratado, Mauricio murió en alta mar. Te voy a dejar ir de vacaciones Rulor. Hazme el favor de descansar y calmarte. No sea que te pase lo de Rocío. No entiendo qué la pudo haber inquietado tanto, tan inteligente que parecía, y mira que pegarse un tiro. Te he avisado a ti y a José Adrián. Dime Rulor qué es lo que ha pasado en Las Bocas que todos acaban muertos. —No lo sé don Erik. Pero cierro los ojos y miro los rostros deformes de los pobladores del puerto, la lumbre de sus antorchas. Yosefina contempla el cofre sobre la cama. A un lado tiene unas pinzas que solicitó en la recepción del hotel. Está dispuesta a entrar al mundo que le ha sido vedado durante dos décadas. Necesita respirar, transportarse a ese tiempo para borrar los silencios que la apretaron tan duro por las noches. El hombre de las gafas acabó diciéndole: —No creo que Mauricio haya muerto en alta mar. Era un excelente nadador. Quizá usted quiera averiguarlo. Yosefina no había querido averiguar nada en tantos años. Ahora quería saber lo que había vivido Mauricio, y esos papeles se lo dirían. Fue en las largas caminatas, matando el tiempo, cuando a Mauricio comenzó a obsesionarle la figura que presentía a sus espaldas, esa sombra que dibujaba su mente. Le habían hablado de la desaparición de Arminda, y había prestado oído a los sonidos que escuchaba cuando el viento levantaba la arena.

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—Ya ha comenzado a inquietarse la niña. ¿Cuándo llegarán las hembritas a la playa? —Esto sé esta poniendo peor cada año. –comentaban los pobladores. Mauricio se alejaba para reconocer cada sitio de los que Nicanor le había hablado. Al principio el anciano había actuado como guía, hasta esa vez cuando Mauricio quiso ir más allá de Naular. —No tienes nada que hacer ahí. Vamos a regresar. —Quiero seguir un poco. —He dicho que no –y lo tomó de la muñeca. Mauricio constató la fuerza del anciano, y vió esa terrible mirada en su rostro. Decidió regresar con él al puerto. Pero al día siguiente caminó solo más allá de Naular. Al poco rato comenzó a sentir una opresión en el pecho, el aire se hacía denso y le daba por imaginar que alguien le miraba. —¿En serio? –le preguntó Mariana Nadal cuando por fin se atrevió a contarle. Ya habían pasado dos meses desde aquella vez que la morena lo encontrara tirado en la playa. Justo la tarde que Montañez había llegado con provisiones. —No me harás dudar de mi cordura. Algo extraño pasa y deberías decírmelo. —¿No le dijeron que no debía ir mas allá de Naular? —¿Por qué? ¿Qué ocultan detrás de ese sitio? —Creí que le interesaban las tortugas, no las historias de fantasmas. —Pero no puedo negarme que he escuchado esos murmullos. —¿Alguien más los ha escuchado? Rulor siempre le acompaña. ¿Los escucho también? ¿Le ha preguntado a Rocío? ¿A José Adrián? —Olvídalo. Debe ser el calor. Si se animó a decirle a Mariana es porque la sensación se ha hecho más notoria. Sobre todo esta noche, cuando pudo ver de nuevo huellas pequeñas detrás de las suyas. Justo esta noche, cuando Rocío, la única mujer que los acompaña en el proyecto se había ido con Rulor hacia el otro lado del puerto. Mauricio le pide a José Adrián que se regrese a la estación, que él se quedará a ver que

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deposite esta tortuga; envió al voluntario al poblado para apoyar a Rocío y a Rulor en el sembrado de los nidos en el corral de incubación. Solo en la playa mira las huellas. Al principio creí que eras tú Yosefina, la soledad me hacía pensarlo, ahora que están ellos, dudo menos de mi cordura. El viento comenzó a revolver la arena. Va corriendo, intentando atraparlo. Cae. Queda hincado, enojado consigo mismo por ser patético. Me estoy enfermando. A sus espaldas vuelve a sentir la presencia, voltea y ve las huellas en la arena, y el chapoteo en el agua. El mar comienza a salpicar, la arena a levantarse como una barrera a ambos lados de su cuerpo, formando un muro. Crece un remolino de agua y Mauricio retrocede como un cangrejo, ayudándose con las manos y los pies. La columna de agua se inclina sobre su rostro. Se oyen las voces de Rocío y Mariana que han salido en su búsqueda. —Nicanor ha ido a la cabaña a hacer un escándalo –dice Rocío.—Está discutiendo con José Adrián y Rulor.— Rocío se adelanta corriendo, mientras que Mariana camina junto a Mauricio. La morena iba mirando las marcas que han quedado en la arena.

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Capítulo SIETE Desde el asiento del avión Lucrecia sigue recordando la mirada de su madre. Después de la plática que han tenido, la noche antes de su vuelo, no sabe si sentir enojo por el silencio de tantos años, si pensar en la locura de un padre que no conoció, o tomar en cuenta las palabras de Yosefina y las lecturas de los papeles amarillos mal garabateados que le ha entregado. Puede entramar el tejido del tiempo hacia esa noche cuando la escuchó alterada del otro lado del teléfono. Esa noche cuando aquel hombre de los lentes le entregó los documentos a Yosefina. Lucrecia le había preguntado si estaba llorando y ella decía que era por el nerviosismo que siempre se le presentaba después de cada conferencia. Sin embargo a 11,000 pies de altura rumbo al sureste, esperaba encontrarse con el mismo hombre de las gafas, que la había contratado para hacerse cargo del próximo Centro para la Protección de la Tortuga, que después de veintidós años intentaban establecer en Las Bocas. Miranda se lo dijo al entregarle su boleto y le había dado las instrucciones necesarias para su viaje, él la esperaría en el puerto de Progreso. Lucrecia se había emocionado aún mas, cuando en el aeropuerto de la capital, le fue entregado un sobre firmado por Erik

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Torrefuerte: “Srita. Lucrecia Morales, después del análisis de los candidatos se ha decidido contratarla a usted para ocupar la plaza de Investigadora en Jefe, del Proyecto de Conservación de la Tortuga Marina. Enhorabuena. Como debe estar enterada, llegando a Mérida habrá una persona esperándola que la conducirá hacia el puerto de Progreso, a donde he dispuesto que el oceanólogo Rulor Miranda, nuestro Coordinador de Proyectos, le acompañe en el viaje a Isla Tiburón, aquí estaré esperándola”. Sentía un poco de preocupación por saber si habría luego algún pasaje de regreso y esto era lo que afectaba las emociones de su madre. ¿Volverían a verse o la vulgaridad de la discusión será lo último que se dirían? Lucrecia aceptaba orgullosa esta oportunidad que se presentaba apenas después de presentar el examen de grado. Esta confianza que depositaban en ella, no podía desaprovecharla. Había vivido como hija de madre soltera, encerrada en libros de ciencia, en esos largos espacios de soledad, debidos a que su madre pasaba semanas fuera de casa por sus viajes de campo, o por mantenerse encerrada en el laboratorio, recibiendo cada día mas reconocimientos por su labor científica, pero dejando a su hija bajo el cuidado de las amigas, de las niñeras, de las maestras de escuela. La temporada que convivió con Laura le habían endurecido el pensamiento. Y se sentía inteligente y hermosa. Su delgadez tirana le había ayudado para conseguir lo que quería en cuestiones de amor, y era Federico lo único que en verdad le había agradado, hasta que se descubrió enamorada de su amiga, esa hembra con quien compartió la niñez. Federico tenía esa violencia al amarla que le había marcado el carácter. Él, junto con todo lo que hasta ahora había conocido, quedaban atrás. Los recuerdos se irían desgastando hasta ser sólo parte del sueño. Ni la pasión por Federico pudo detenerla, aunque al recordarlo se le sigan empañando los ojos y sienta un dolor extraño en la garganta. Iré a ti Laura, se dijo muchas noches, y ahora, en el avión quiere reconstruir el cuerpo de su amiga encima del suyo. Ya no era la niña que necesitaba de su madre. Se habría acostumbrado a vivir como su compañera de casa, a eso era a lo mas que aspiraban ambas en la relación. Eran en las fiestas familiares

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donde al menos se abrazaban y fingían tener esa relación madre— hija. Era para el pago de las cuotas de escuela, para los regaños y los no puedes salir esta noche, para los que Yosefina importaba para Lucrecia, sobre todo importaba porque esas negaciones las llevaban al enfrentamiento. Al principio Lucrecia corría al cuarto a llorar por la injusticia, Yosefina endurecía el rostro con esa manera de acabar las discusiones: No tienes argumentos, tienes que levantar la voz, aprende a discutir y deja de hacer dramitas. Laura le había dado consuelo y fortaleza para burlar los cuidados de su madre. Aprendió a escapar por la ventana. A no dejarse sorprender, hasta que el cinismo hizo presa de su vida, y le dejó de importar lo que Yosefina pensara. —¿De dónde vienes? —Del infierno. Lindo lugar, te lo recomiendo —y azotaba la puerta de su cuarto, dejando a su madre con las palabras en la boca. Ya no es lo mismo, menos ahora con una carrera terminada y la oportunidad de no depender de la economía de Yosefina, su compañera de casa, su madre a medias. Lucrecia tenía ante sí el pasado como una niebla que en una noche se había rasgado. Había llorado por la tristeza de la voz de su madre, le había servido un whisky para aclararle la garganta, y mientras lo hacía se dijo que era un momento en que le hubiera gustado mejor escuchar algo de rock, fumándose una bachita, de esas que siempre guarda en su porta lentes, en el buró junto a su cama. Quizá con esa placidez que la hierba siempre le ha brindado, hubiera podido escuchar a su madre sin alterarse como al final lo hizo. Quizá hubiese sido mejor no saber nada, ¿para qué? Si siempre ha estado sola, ¿a qué viene ese sentido de culpa? — ¡Ya cállate Yosefina, por favor! Pero tenía que mantenerse en silencio, para no agitar el miedo a los fantasmas de su madre. Ese temor que, grabado en los papeles amarillos, le fue transmitido como una herencia, como si hubiese sido entregada, luego de graduarse, con todo y dote, y esa dote era la prisión del alma del que debiera ser su padre, que no conoció y que tampoco sentía necesidad de conocer. En el dolor del abandono su madre le había ocultado durante años la identidad de su progenitor. Cuando tuvo edad para darse cuenta de las celebraciones de la escuela, los festivales del día del padre, a los que su

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abuelo asistía, se animó a preguntar a su madre ¿dónde está papá?, y vino aquella historia de una noche que viajó para un congreso conoció a un hombre que la dejó embarazada, y no había más. — Ni siquiera nos preguntamos nuestros nombres –ríe con la mentira, ríe y abraza a Lucrecia niña.– No te preocupes, yo soy tu madre y tu padre. Y bueno, también tienes al abuelo. –y aunque el abuelo no estaba de acuerdo, respetó las decisiones de su hija para ocultarle a Lucrecia la identidad de su papá. Yosefina no pudo decirle que amaba a ese fantasma que ahora había aparecido de la nada, no pudo contar que se conocieron en la escuela de ciencias, en el jardín botánico, en el corredor de las cícadas, que el dolor que tenía en el pecho era tan intenso, que para su mala o buena fortuna Lucrecia tenía esos mismos ojos, hundidos ojos de preguntas, y ahora descubría, la misma dignidad. —Cómo pudo permitir tanto, y encima, me dice que no levante la voz, que tenga argumentos para discutir, y que no haga drama, ella que se la ha pasado llorando las noches, encerrada en su cuarto. –pensaba Lucrecia mientras el avión se iba elevando. Y ahora, ese fantasma viene en este viaje con ella. Dentro de esos papeles atrasados se encuentra la memoria de aquel hombre, y ese balde de agua hirviendo, que quizá después de una bachita no hubiera sido tan duro, pero fue casi como si le hubieran dicho: sabes, siempre tu padre no nos abandonó, desapareció en un pueblo de pescadores donde dicen que se ha detenido el tiempo; imagínate la idiotez del tipo que me entregó los papeles, un poblado que ni siquiera conozco, sólo una foto mandó tu padre, en que se veía un embarcadero con lanchas atadas al muelle como tantos en todos los puertos del país. —¿Se veía? —Al nacer tú, me deshice de todo lo que me recordara a tu padre. Lucrecia había entrado temprano a la primaria, con solo cinco años de edad cumplidos. Para qué dejarla en casa al cuidado de las niñeras, si puede comenzar su aprendizaje, pensaba Yosefina. Por eso a los once ya estaba en la escuela secundaria. Todos esos años fue su abuelo el que la había acompañado. Pero cuando sus

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abuelos murieron en el accidente, cuando regresaban a la capital de sus vacaciones, Lucrecia supo que estaría sola. Y de mano de la soledad caminaba las quince cuadras hasta la secundaria. Sus once años encima y su cuerpo de niña contrastaban con el carácter fuerte que imprimía a todas sus relaciones. No tenía amigas, sólo Laura que estudiaba en una escuela de gobierno, la hija de Doña Lucero la mujer que se encargaba de la cocina y de la casa. Laura y Lucrecia se sentían hermanas, y como tales se entregaron al incesto. Fue Laura su guía por un mundo que Lucrecia ansiaba descubrir. — Ninguna de las dos tenemos padre. Qué chido ¿no crees Luqui? Nuestras madres, sin embargo, no parecen muy tristes. Al menos, la Lucero, siempre tiene una sonrisa, un beso, un zape y un revolcón para quien le guste. –Lucrecia no contestaba, seguía sintiendo las hierbas del jardín picándole los muslos y las piernas. Le gustaba tirarse en el césped a fumar con Laura, sabía que su madre no podría ya con ella. Esa lucha en que se había enfrascado les aventaba el rencor en la cara. – y pues la doctora Yosefina tampoco se puede decir que sea una monja. No te enojes pero ya le he contado más de una veintena de tipos distintos en los últimos tres años. –Lucrecia callaba y seguía mirando las nubes en el cielo. —¿Lo has hecho ya Laura? — ¿Coger, dices?, claro, tengo catorce años. Si fea no soy. Bastante prieta, pero tengo mis galanes. —¿Y te gustó? —Al principio me dolió horrible, como si te estirarán un dedo hacia atrás, hasta reventártelo. Pero luego... El Paco es un imbécil, enseguida me embarró toda el muy pendejo. Lucrecia se puso de costado, en posición fetal, rodeando con sus brazos sus piernas, y dándole la espalda a Laura. —¿Te acostaste ya, pinche chamaca? —No. Pero me muero de ganas. No tengo aún con quien. —No chingues. Tienes apenas once años. Yo acabo de cumplir catorce y ya merezco, pero tú... Deberías aguantarte.—hizo una pausa mientras miraba a Lucrecia, y comenzó a acariciarle el cabello. —Vi a mi mamá cogerse a Federico. —siguió diciendo Laura. Lucrecia estiró una mano hacia el césped para cortar una hojas.

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—¿El que hace los mandados en el instituto de Yosefina? —El mismo. —¿No es muy joven para tu mamá? ¿Qué edad tiene, diecinueve? —Dieciocho, según Lucero. Varias veces ha venido quesque a traer o a buscar algo de doña Yosefina y pues “la negra” tiene sus calenturas –rieron ambas. —Me escabullí para mirar, me puse bien caliente. Luego ya estaba toda mojadota. –y rió lúdica. —¿Mojadota? —Ahí merito; —le dijo intentando tocarla, Lucrecia se defendió con las manos, y ambas rieron, Laura se quedó con la mano derecha de Lucrecia, y comenzó a chuparle los dedos. —El Federico está delgado, pero tiene lo suyo. No tan grande como mi Paco, pero está bastante bien. El caso es que mi “negra” se la metía en la boca (y se metía dos dedos de Lucrecia en la suya) luego se pusieron a coger como salvajes. No como el pinche de Paco, con dos movimientos de cadera expulsó todo, todito y me dejó embarrados los muslos. Yo sentía que necesitaba más, pero al otro se le fue poniendo suavecita… (Soltó su mano, y encendió otro cigarro). —Ese hombre de barbas, es tu padre. En estos papeles dice lo mucho que te piensa y te imagina, como sueña con vernos, los tres juntos en la playa para esperar la fiesta dedicada a las tortugas que se hace en aquel puerto. Te imaginaba muy parecida a él, y créeme que lo eres. –le había dicho Yosefina. ¿Debo sentir pena? ¿Debo sentir cariño por este hombre? ¿Qué esperas de mí? ¿Perdón? Si siempre he crecido como una bastarda. Nada hay qué pueda perdonar porque nada me interesa. La soledad ha sido siempre la barrera de mis tristezas. Me has enseñado eso desde la cuna. No necesito tener padre ahora. Tú has sido madre y padre, ¿lo olvidaste? Son tus palabras: padre y madre, malos ambos, por supuesto. Nunca estuviste cerca, nunca tenías tiempo. ¿Qué debo sentir, lástima por ti? ¿Porque ahora descubres que el hombre que amabas no te abandonó, sino que desapareció, debo perdonar tu silencio? ¿Debo perdonar a todos los cerdos que metiste a tu cama? ¿O quizá deba sentir respeto porque nunca volviste a creer en el amor, y ahora pretendes contarme el sufrimiento que

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padeciste por un hombre, o hacerme creer que alguna vez estuviste enamorada? ¡Yo fui la huérfana, tú sólo fuiste la abandonada! Lucrecia sabe, supo y siempre sabrá que esas palabras fueron dardos para el corazón de Yosefina, pero no podía callarlas, habían sido años ya de querer que su madre fuera una mujer feliz y no el investigador serio que siempre ha sido, la jefa de tantos y el ejemplo de muchos. —Necesitaba una madre no una amiga, nunca pudiste entenderlo. —Se lamentaba de las palabras, pero habían sido necesarias. Fueron muchas las lágrimas que aquella había derramado, más cuando Lucrecia aprovechó esa misma discusión para contarle que un hombre alto y fornido le había hablado, en la facultad, de un trabajo en el sureste: —Mi jefe necesita unos biólogos, y como supe que te acabas de graduar. —¿Cómo supiste? —Hay carteles con tu nombre anunciando tu examen de grado de hace una semana. —¿Cómo sabes mi nombre? —Pregunté por los recién graduados. —¿Te envío mi mamá? —No sé quien sea tu mamá. —Y de qué trata el trabajo. —Un Centro para conservación de Tortugas Marinas en el sureste. No queremos a alguien con mucha experiencia, porque el sueldo no es mucho. Pero no serás la única candidata. La cita es mañana a las dos. Luego de haberla abordado en los corredores de la facultad, Montañez habló con Torrefuerte para confirmarle que había dado el segundo paso. Primero Rulor Miranda contactó a Yosefina, ahora abordaron a Lucrecia. No sospechan nada. Les han hecho llegar los papeles en un cofre, y ahora esperarán, y ofrecerán todo para que la hija de Mauricio Cuevas termine la investigación que su padre iniciara. Pretenden controlarlas taladrando el sentimiento y la nostalgia. Saben de ellas, de sus movimientos. Torrefuerte ha tenido

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veintidós años para tramar bien la celada. Ahora tiene la certeza que el misterio será develado, y nadie más tendrá que enterarse. —Dejemos que vaya a la entrevista. Si no se anima, entonces te la traes por la fuerza –fue la respuesta de Torrefuerte. Pero no hubo motivo para atraer temprano la violencia. Montañez se quedó con las ganas, miró a la recién graduada, y vio en ella el rostro de Mauricio, es igualita, no cabe duda que la idiotez se hereda. —¡¡¡Al sureste!!! —Yosefina sintió hervir su piel, un calor insoportable creció desde el estómago hacia su rostro. Bebió un vaso con agua. A la doctora le habían valido seis meses de leer los papeles de Mauricio para volverse una señorita de casa. Llena de amor, soledad, tristeza, dolor y debilidad. Lucrecia la desconocía. Necesitaba pelear sin lágrimas, como Yosefina acostumbraba hacerlo, pero ahora su madre por todo lloriqueaba. Nunca la había visto así, drama tras drama. Le causa lástima, no el saber quién era su padre, sino ver el amor renacer tarde en el corazón de Yosefina. Su madre ha devorado las cartas, se las sabe de memoria, tantas lágrimas retenidas han tenido que soltarse. Pero Lucrecia tenía que viajar. Ya en el aeropuerto, Yosefina se había doblegado, e intentó retenerla en la sala de documentación del equipaje: Ese lugar me arrancó lo que más quise; eres lo único que me queda. Las decisiones han sido tomadas. Lucrecia sabe que en los internos su madre hubiera hecho lo mismo. Lucrecia a 11,000 pies de altura cruzando el Golfo para llegar al sureste y encontrarse de frente con ese pueblo de fantasmas que su madre le ha contagiado, si es posible que los fantasmas puedan contagiarse como la sarna, o la influenza que habita dentro de los manglares de la mente. Mauricio Cuevas había crecido en un poblado sin mayor mérito que haber sido refugio de cristeros que huían y lloraban, saqueaban, maldecían y habían formado una cruz en el templo principal, a base de metralla y aquel altar donde rompieron todas las vajillas de porcelana fina que robaron a los hacendados (liberales o no, qué importaba) durante su carrera para esconderse de los federales. Aún se cantan los corridos de la Batalla del cerro del Capulín, el Corrido de Santiago Bayacora y muchos otros que narran las historias de esos hombres llenos de violencia religiosa que extraviaron el camino

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luego que las autoridades eclesiásticas los abandonaron a su destino. A pocos kilómetros de donde Irineo Menchaca realizó la toma de Mezquital durante la Segunda Cristiada en abril de 1935; doce años después, cuando la religión había retomado su pacífica formación de hombres en espera de un nuevo tiempo que les regresara los favores perdidos, en ese poblado polvoso donde el último de los bandidos —creyentes, descendiente de nombres como Lucas Mora, Chano Gurrola, donde las mismas Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco (Brigadas Invisibles—Brigadas Invencibles, Bi—Bi) fueron refugiadas tantas veces, el último de los combatientes cristeros había sido sepultado debajo de la pila bautismal donde el padre Anselmo le mojó el rostro a Mauricio Cuevas, por ahí, en el año de 1947. Tuvo una hermana de nombre Angélica que murió cuando cumplió los quince en el intento de un aborto. Las hierbas que le dio la comadrona no le sentaron bien, por toda la infestación de parásitos que Angélica tenía encima, además de que ya la cuenta se le había alargado a las 25 semanas. Se desangró mientras el padre de Mauricio la abofeteaba: —Eres dos veces pendeja, o tres, no sé, eres una maldita pendeja. Ahora resulta que te me mueres. Sólo eso podía faltar. –y le sacudía el cuerpo como si quisiera agitarle el alma y darle vida. Y a cada sacudida, el padre de Mauricio gemía de dolor y el llanto se le escapaba. Mauricio miró la sangre escurrir desde la entrepierna de su hermana, bajar por el colchón hasta tocar el piso y dejar la mancha hedionda, que nunca quiso borrarse; él apenas contaba con sus once años recién cumplidos, y servía solamente para los mandados. Hacía falta dinero, pero el padre de Mauricio apostaba al sacrificio, que el niño estudiara, no podemos haber tantos burros en la familia. Aunque sea él que lo lograra. Mauricio Cuevas pasó la vista por la casa que tenían en ese pueblo, alguna vez guarida de cristeros, que ni siquiera asomaba en el mapa, parte de algún municipio, de uno de los estados de esta república que su padre le ayudaba a amar, si algo puede amarse ya sobre un país, una patria, un sistema de repúblicas; era una casa simple, sin muchos adornos y sin muchas cosas, una cocina siempre

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limpia, las cortinas en las ventanas, y los cuartos pequeños y bien arreglados. Con la muerte de Angélica se quedaría con el espacio del cuarto sólo para él. Su madre era alta y delgada, de ojos grandes pero sumidos debajo de las cejas que saltaban como una cornisa. La primogénita moría y Mauricio miraba a sus padres: Roberto Cuevas sacudiendo el cuerpo. Su madre sentada junto a la ventana, mirando la muerte, y a ratos el amanecer, peinándose el cabello. Y entre las nubosidades que huían del desierto encontró el manantial que se tragó su voz a sorbos. Su madre se fue hundiendo en el silencio. El padre de Mauricio Cuevas tomó a su hijo para sus confidencias. Le hablaba de lo mal que lo trataban en la fábrica. Que ser parte de la maquinaria que forma los automóviles extranjeros jamás había sido su sueño. Hay un sistema político, hay una república pero nadie la respeta, sólo es el sinónimo de país, y tan sólo la pura sombra. Roberto Cuevas siempre había imaginado que podría llevar a su familia de paseo a la playa, jugar entre la arena. —Junto al mar, el tiempo se detiene Mauri, algún día te llevaré y nos miraremos el sargazo en los ojos, nos tomaremos de la mano los tres, mamá, tú y yo, y correremos a meternos entre el oleaje. Nunca pudo ver la playa en vida. Pero le llenó a Mauricio los ojos de brisa marina. Las playas significaban la libertad, el sacrificio de sus padres. El dolor metido en la mente de un hombre que se rompía la madre de sol a sol, por un sueldo raquítico con que apenas cubría las deudas adquiridas para enviar a su hijo a estudiar a la capital y a una esposa que se iba plegando como las hojas de la Mimosa pudica, cuando se le toca, cerrándose sobre ella misma. Había un jardín lejano, se abría el verde y los árboles eran parecidos a semáforos que siempre permitían el paso. Bajo los árboles, en esa sombra, solía Yosefina pasar ratos de descanso. Atenta a sus lecturas. A compartir con sus primas el catecismo. Disfrutaba los momentos cuando sus padres la llevaban a los días de campo en casa de los abuelos. Se podía olvidar del ruido constante de los motores que iban girando sobre su cabeza cuando asistía a clase. Solían venir cada vez que tenían vacaciones. Le preguntaban si quería ir a la

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playa, si quisiera salir del país, ir a algún parque de diversiones, y la respuesta era la misma: No. Quiero ir a casa de los abuelos. Ahí podía madrugar y ayudar a los empleados en las faenas de la granja, los rancheros la consentían sobre manera, y Yosefina montaba caballos, ayudaba en la ordeña, alimentaba a las gallinas, gozaba la libertad de aromas que se le enredaban en el rostro. Por las tardes iba a la lejanía de esos jardines para poder sentarse bajo los árboles a leer. Había ratos que gozaba la compañía de sus primas, pocos en verdad, pero los hubo. Ellas crecieron y fueron apartándose. Yosefina recuerda a Daniel, el hijo del jardinero, ese primer beso cuando caía la tarde y las luciérnagas imaginaban reinar en esa oscuridad. Era una razón mayor para venir de vacaciones a casa de los padres de su madre. Pasaron los años y distintos amaneceres con sus promesas de vida nueva. Con el corazón roto y las cartas en el incendio de la primera decepción, Yosefina cumplía los dieciséis para enterarse que Daniel se había escapado con una novia, dos meses antes. Yosefina arrugaba las cartas cuyas fechas en el encabezado se descubrían mucho más próximas, que esa fecha de la huída. El tipo le seguía escribiendo desde la clandestinidad del escondite donde vivía con otra. Así conoció Yosefina el amor. Así llegó a su vida el dolor de los abandonos, y nunca pudo prepararse para lo que vivió con Mauricio. Nunca pudo prever que conocerlo significaría el cambio que su vida necesitaba. La simpleza en el pensamiento de aquel hombre, que siempre se preocupaba por el necesitado, que un día dejó de escribir, y fue sepultado por la arena. Yosefina estaba en la maestría cuando conoció a Mauricio, que cursaba el segundo semestre de la licenciatura en biología en la misma facultad. Fue en la biblioteca, luego en el gimnasio, en la cafetería; volvió a verlo en la obra de teatro, y se dio cuenta que Mauricio la estaba siguiendo. Luego él mismo se lo confesó, tenía muchos amigos que siempre le llevaban el recado de donde podía verla. Lo observó entre los manifestantes socialistas, de este lado los leninistas, por acá los trotskistas, y Mauricio por ahí, lejano, siguiéndola. Supo que Yosefina adoraba los jardines de su casa, y por eso hizo que una amiga mutua la citara en el jardín botánico de la universidad. Fue

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ahí, en el corredor de las cícadas, cuando la celestina se excusó para ir al baño, que Mauricio se dio valor para acercarse y regalarle una Mamilaria gaumeri, que un compañero le había traído del sureste, la había encargado con tiempo, y ver el rostro de Yosefina ante el regalo, hizo que valiera la pena el esfuerzo. —Pero es una especie protegida… Cómo la vamos a sacar de acá. —No pensé en eso —hizo una pausa y puso cara de asustado— Miento. Me llevo con el encargado. Él me ayudó a meterla, incluso me la hidrataron porque se había estresado un poco con el viaje (el estrés en las plantas ha sido el colmo del capitalismo). Me llamo Mauricio. —Ya lo sé. No sólo tú has estado haciendo trabajo de investigación —y Mauricio sintió que todo había encajado a la perfección, sintió un temblor bajo los pies, y la miró a los ojos; no pudo decir nada, sólo se le quedó viendo el rostro, el lunar en la ceja, la nariz pequeñita. El verde de las plantas comenzó a balancearse hacia las sombras, los vitrales de la luz reflejaban alebrijes y demás quimeras en las rocas y las arenas de los hábitat representados dentro del jardín botánico, crecían haciendo el mundo pequeñito, hasta sólo ser ellos dos detenidos en un lugar preciso, en un tiempo exacto para reconocerse, así sin misterios. Y los ojos profundos de Yosefina iban creciéndole en la piel. Se imaginó besándola. Se imaginó paseando con ella de la mano. Una ventana, y ahí en el firmamento, una solitaria estrella muriendo de frío. Se miraban y ambos sintieron que en ese momento se fueron contando sin hablar toda su vida anterior a ese momento. Hasta que ambos fueron avisados que salieran a la explanada, porque estaba temblando en la ciudad.

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Capítulo OCHO He caminado la arena de esta playa. Lejos ha quedado Isla Tiburón y los miedos que me contagiaste. Nada de lo que he leído en los papeles que me has dado me ha podido consolar. No puedo compartir tu sentimiento. Siento odio. No sé si por ti. Sí hacia Rulor Miranda que me impulsó hacía esta aventura de fantasmas que se ríen por la noche, que me hizo seguir la pista de un futuro, ya de por sí marcado por la desaparición de un hombre, futuro contaminado, como si te contaran el final la película, y entonces no pudieras disfrutar las palomitas. Lo he conocido mejor, sabes, y se me hace un ser extraño. A ratos viene a platicarme del trabajo y en ocasiones lo miro detenido junto al mar, en el atracadero mirando el horizonte, sumido en sus pensamientos. Supe que él no puede volver a Las Bocas, que en diversas ocasiones lo ha intentado y en el trayecto se desmaya, o se altera tanto que más de una vez se ha tirado al mar manoteando. —Actúa como un desquiciado. –escuche decir a alguien. Y los rumores sobre Rulor han crecido tanto que me desespera. –Está enfermo de mar y arena. Está enfermo por Las Bocas. He visto mi dormitorio. La cabaña que menciona el hombre de los papeles (no podré decirle padre nunca, espero entiendas), no

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es la misma, la anterior se quemó dijeron, nadie lo recuerda, o no se habla mucho al respecto. El poblado si es de madera, pero nada me recuerda esas descripciones que las dos hemos leído. He preguntado por Nicanor y me han llevado a ver su tumba. Hay una cafetería de nombre Doña Susana. Y no existe clínica alguna, pero sí pude ver otras tumbas con los nombres de Mariana Nadal y Ambrosio Piña escritos en las lápidas. La iglesia esta cerrada entre semana. Acá no vive ningún sacerdote y el que viene algunos domingos no se llama Felipe. “Solo viene gente si Torrefuerte lo autoriza”. Don Erik es una persona en extremo amable. –Oirás tantas historias, la verdad es que Las Bocas es un pueblo de ermitaños, se vive ahí porque no se tiene ataduras en ningún lado. No vivirás ahí por siempre, no perteneces a los hombres ajenos a todo, ¿o sí? Claro que no, has de tener familia, gente que te quiere y da todo por ti. Esa gente lo ha olvidado todo con respecto al mundo de fuera. Años de apartarse, de convivencia con gente como ella, sin nada que contar, que no quiere mezclarse. Se te hará extraño pero no hay niños, no están aquí para tener amistades, están porque trabajan para mí, y quieren olvidarlo todo. Yo les doy trabajo y los protejo en su anonimato. Trabajarás, se te pagará bien, y te sales cuando quieras o cuando termines el trabajo. Una temporada te pido, es difícil por el silencio, pero si lo logras, veremos que más puedo ofrecerte. Y cerramos el trato con un apretón de manos. Rulor Miranda ya no quiere hablar conmigo, desde que comencé a portarme distante. De alguna forma se siente ofendido porque doy crédito a lo que dicen de él. Supongo que obedece algún tipo de ordenamiento dictado por don Erik, mi jefe y dueño de las empacadoras. Rulor es un buen tipo, noble y trabajador, pero está muy trastornado, respétalo y mantente a distancia. Todos hablan de Rulor como un hombre enfermo, necesita medicarse para estar tranquilo. Nadie lo respeta, ni siquiera pueden creer que él haya sido enviado a contactarme, a hacerme la entrevista para este trabajo, piensan que pudo ser una forma en que don Erik lo intenta volver a la realidad. Unos aseguran que para Rulor es mucho mejor estar lejos del océano. Está a salvo en Isla Tiburón. No es el mar lo que lo enloquece, si no, no hubiera podido salir nunca

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de Isla Tiburón, es el pedazo de océano que lo separa de Las Bocas, ese lugar lo tiene aterrado. Y es lo que no quiero que te pase. En el momento que te sientas mal, con miedo, o simplemente no soportes el silencio, me avisas por medio de Montañez, y te sacamos de ese sitio. El silencio puede destrozar la mente del más cuerdo. Quizá te quiso jugar alguna broma, producto de sus constantes delirios. No lo sé. No quiero ofender tus recuerdos, madre, no quiero sentir que te decepciono. Tuve mucho temor de enviar esta carta y hacer que pierdas la ilusión. La verdad creo que no te amarraste a mis pies para no dejarme venir porque en el fondo, necesitabas que alguien te confirmara lo de los papeles. Incluso, ahora lo he pensado, pudo ser algún otro hombre que se hizo pasar por Miranda, y que el hombre que me contrató y el que te entregó los papeles no son el mismo Rulor. No lo sé. Te escribo lo que he visto. —¿Conociste a Mauricio? —Creo que lo conocí, creo que fui su asistente. No lo recuerdo, no puedo recordarlo bien –se toma la cabeza con las manos —a lo mejor sólo leí los reportes, pero no tiene importancia. Hay mucha niebla en la cabeza. Niebla, fuego, arena… (y levantó la cabeza y la frente llena de sudor, el enojo terrible de sus gestos) Lo que te dije es lo que es. Hubo un intento y ahora volveremos a empezar. Volverás a empezar, es un proyecto nuevo de don Erik y no importa aquel tipo, no consiguió nada, sólo atrasarnos, y el trabajo no debe atrasarse… hay que seguir… tenemos que lograrlo esta vez… —Es que mi madre me habló de alguien que le entregó unos papeles en un cofre, —lo interrumpí en sus divagaciones— hace unos meses, y según ella, quien se los entregó se llama Rulor Miranda —el tipo palideció. —Deja de hacer preguntas estúpidas, y lee los informes que hay y la literatura sobre las especies que te entregué, —me dijo gritando, sus ojos parecían salirse de los lentes— y no me vuelvas a decir nada sobre cofres y papeles, ¿eres idiota? Que putas me importa tu madre. Sí hubo un investigador de nombre Mauricio Cuevas antes de mí. En esto todos coinciden, aseguran que enloqueció; espero estés sentada para escuchar esto. Dicen que en aquel entonces era

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difícil venir a verlo y el hombre enfermó de soledad. Ya he leído de algo llamado mal de montaña, y creo que es algo que pudo pasarle. Se encerraba en la estación de campo y no quería tener contacto con los pobladores. Cuentan que se le encontró muchas ocasiones a punto de ahogarse nadando en el mar, y lo llevaban de nuevo al puerto. Que le vieron hacerse heridas en los antebrazos con un cuchillo que siempre tenia con él, y que lo escuchaban gritar por las noches, desesperado. Un día cogió una lancha y se fue hacia el mar. Nunca llegó a Isla Tiburón, pero tampoco regresó a Las Bocas. Se habrá ahogado o huido a cualquier otro puerto. Puedo creer lo de la locura. No tienes idea de lo que es el silencio hasta que llegas a Las Bocas. Puedo escuchar mis pensamientos. A veces, cuando hablo con alguien, dudo si lo que digo, en verdad lo digo o sólo lo he pensado. Me siento como intoxicada. Como cuando fumo algo de mota. Lo chistoso es que el último cigarrito me lo fumé en Isla Tiburón, con Ángela, que será mi compañera, y fue antes de venir para acá. Espero no creas que soy una drogadicta, estoy limpia. Es el mutismo de la gente. Esas miradas duras. Las quijadas apretadas. La monotonía del oleaje. Pero una cosa voy a prometerte, no enloqueceré en este sitio. Al contrario quiero degustar el silencio, paladearlo, quiero concentrarme en encontrar mis pensamientos primigenios, no seguir pensando cosas que me den tristeza, eso es algo que estoy luchando por que no suceda. Huyo del tráfico de la ciudad y todo ese paisaje de cemento. Esas carreras al amanecer cuando la luz apenas se vislumbra y todos apurados hacia las estaciones del metro. Acá te duermes con el sonido de las cigarras, miras el ropaje nocturno iluminarse con las luciérnagas, y te levantas rayando el día con las voces de los flamencos que viven en el humedal. Necesitaba de esto ¿sabes?, pero es duro estar pensando siempre en voz alta, como si me desdoblara ¿sabes? Como si la voz interna me hablara así de frente, y en voz alta. He pensando mucho en ti, en como estarás, en que espero que te sientas mejor y que apenas me pueda establecer bien, puedas venir a este sitio para que recorras las playas que Mauricio te contó en sus textos. No sé que es lo que ha pasado en verdad con él. Nadie de Isla Tiburón lo sabe a ciencia cierta, sólo son: parece que, cree-

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mos que, puras suposiciones. Pero apenas llevo unos días acá, y es necesario que comience a involucrarme. No creo escribirte todos los días, puede ser contraproducente, y violentar mi tranquilidad, desquiciarme por imaginar e imaginar cosas, por escribir ya no hechos reales sino dejar que el pensamiento guié mis interpretaciones de la realidad. Prefiero sudar y cansarme, caminar, observar, trabajar en lo que se me ha contratado y no andar corriendo en busca de respuestas a preguntas que, en serio te lo digo, no me interesa contestar. Quizá vine huyendo, de ti, del fantasma de Laura, del mismo Federico (no le llenes la cabeza a ese hombre de temas míos, mientras menos sepa de mi, le ayudará a dejar mi nombre secarse en su recuerdo, marchitarse y hacerse polvo, eso es mejor para él y para mí). No estoy escondida, en verdad no he pensado en él más que en este momento, y no miento, es en serio, mi alma está conmigo, me platica y me dice que esté tranquila, que juntas nos recuperaremos, quitaremos las últimas capas. Acá descubriré quien es Lucrecia Morales. Nadie me dirige la palabra aun y me he sentido tan extraña que tampoco me he permitido abordarlos de manera contundente, sólo contestan si realizo alguna pregunta. Llevo dos semanas sola en la cabaña, leyendo las notas que tome de los papeles de Mauricio, o revisando la literatura que me prestaron en Isla Tiburón sobre las especies. Me he entretenido caminado en los playones. Lo único real de las notas es la arena, tanta arena duele en la mirada. Creo que es lo que me llena de tristeza: la arena tan harta de silencio, como un cementerio de la naturaleza, como el inicio del universo, así se me figura la arena, el polvo en que todos habremos de convertirnos alguna vez, esa mezcla de generaciones que viajan al viento, que son arrojados a la superficie por el mar, que todo lo disuelve. Se que eres fuerte madre, se que todo esto te ha golpeado demasiado. No sé que sea mejor, si pensar que el hombre que amaste te abandonó o el hecho de que haya quedado loco. El hombre los dejó plantados con el trabajo. La misma Ángela, quien además es asesora de don Erik, me ha dicho que Rulor Miranda constantemente visita el psiquiatra. Torrefuerte paga los gastos. ¿Puedes creerlo? Está seriamente

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trastornado el tipo, ¿cómo no te diste cuenta? Debió ser por que necesitabas escuchar lo que te contó, madre. Estabas en el sureste, escuchaste su nombre, te sentías sola, la soledad vino a jugarte una mala partida. Necesitabas esperanzas y este loco te las brindó. A lo mejor los textos son del mismo Rulor Miranda. No lo sé. Te he dicho que a lo mejor ni era él. Espero estés bien madre, espero que perdones este desencanto y que podamos seguir siento tú y yo como hasta ahora lo hemos sido. Eres fuerte Yosefina. Te quiero mucho. Cuídate. Lucrecia mira la estela del bote que se dirige de regreso a Isla Tiburón. Le han traído víveres y más equipo. No llegó con ellos Ángela Pozo, le contaron los marineros que la bióloga se quedó a esperar una cuatrimoto que piensan traer por vez primera para no tener que hacer los recorridos a pie. Ha comenzado a trabajar con los habitantes de la comunidad, y le causa extrañeza no ver en el poblado a niños. En el café Doña Susana, la señora Renata le ha recibido con pláticas por demás interesantes, sobre la caza del tiburón, sobre la pesca ribereña, las anidaciones de los flamencos, sobre algunos mamíferos pequeños que sólo habitan en estas regiones, sobre las noches calientes cuando el amor corre por el poblado, hasta volverse rencor y todos se abandonan a sus viviendas, odiándose un poco por tener que convivir. Lucrecia ha pensando en la posibilidad de mirarse dentro de los brazos de uno de los pescadores, lamer esa piel salitrosa quemada por el sol. Viéndolo bien le apetece incluso la fisonomía de Renata, esas curvas resaltadas por una buena alimentación, esos labios carnosos y su nariz ancha, las cejas que se unen al centro, y los ojos retocados siempre de líneas negras, dándoles amplitud. Renata le trae a la memoria aquel primer beso que le dio Laura, mientras le decía “si vas a estar pronto con Federico será mejor que sepas besar, así que ven, nada mas no me vayas a morder” y se mira estallar de risa cuando su amiga le metió la lengua en la boca “no te rías que esto es serio” “carajo Laura, ¿en verdad es así como a los chicos les gusta? ¿O sólo es una puerqueza tuya?”, “Claro que les gusta, les encanta meter la lengua en nuestras bocas, meter la lengua en todos lados…” “¿De que hablas?” ríe cómplice, “Ya lo veras, ya lo veras mujer”.

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Con el cabello largo pero la cabeza siempre cubierta por una tela, tiene un presentimiento, la Susana de la historia de Mauricio es similar a esta mujer, viéndola bien si tiene el tipo de gitana madura que describió aquel hombre. Renata enciende un cigarrillo, sin levantar la cabeza mira a Lucrecia divagar. —Mucho que pensar hoy ¿eh? La chica no responde, sonríe al acercar la lumbre de un cerillo a su rostro para encender un cigarro. —No hay mucha gente. —Es la luna, habrán ido a camaronear. No siempre es así, pero no hay de que quejarse. Lucrecia se ha pasado las horas fumando con Renata, hablando sobre la ciudad. Renata tiene una forma de mirar característica, se te queda viendo fijamente cuando le hablas; sirve de nuevo las tazas de café. —Nunca he salido de acá. Toda mi vida ha estado en estas playas. —Que suerte; yo daría mis ojos por haber pasado mi vida en este sitio. Nunca podré olvidarlo. El silencio, la tranquilidad. Uno puede pasarse los días pensando, leyendo, o mirando el mar hasta que caiga la noche, espesa como un bloque, me siento abrumada por tanta vista hermosa, quisiera quedarme para siempre, tener hijos acá —Lucrecia quiere encaminar una plática, para acceder a la información que necesita— ¿Tiene usted hijos? —¿Tus ojos eh? —chupa el cigarro. La mujer hace una pausa mientras va agitando su café para que se enfríe un poco, sin levantar la vista hacia Lucrecia: —Quizá alguna vez los haya tenido. No puedo o no quiero recordarlo, no sé cuál sea en verdad la respuesta que mejor le venga a tu pregunta. Los hijos han llegado y se han ido, han nacido y se han muerto, durante toda la historia del puerto, o la historia de mi vida. No lo sé. ¿Acaso han sido dos o tres mis pérdidas? Son tan ingratos los críos, te retuercen las vísceras unos meses, y por eso tienes que pagar queriéndolos toda la vida. Te daré un consejo, trata de no preguntarle a la gente sobre su vida presente o pasada. Acá todos tienen algo de tristeza en la conciencia, y es lo único que te diré so-

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bre el asunto. Todos han dejado algo, han dejado todo, y no buscan amigos sino morirse solos. Lucrecia comenzó a pensar de nuevo en las lecturas que había hecho antes del viaje. En las palabras de Torrefuerte sobre los habitantes. Suspiró, y continuó: —Todo es muy tranquilo. —Espero encuentres lo que vienes buscando y no tengas que aburrirte. Cuando las personas se aburren empiezan a querer saber cosas que no tienen por qué. Se vuelven molestas y fastidiosas con sus ideas de cambiarlo todo. Cuesta trabajo aceptar esta vida, pero la tenemos y la sabremos llevar, la hemos sabido llevar a cabo, entonces ¿por qué quieren interrumpir nuestro empeño en la vida que nos ha tocado? –Renata dejó escapar el humo por la nariz— Vete a dormir, ya voy a cerrar. Lucrecia se fue a su cuarto con lentitud, una muralla de luciérnagas se iba encendiendo a su paso, algún aleteo sobre su cabeza, y en la mente naciéndole la bruma, preguntas como un conglomerado de células, sin decisión para dividirse y sin atrevimiento para dejarse sacar del cerebro. Llegó a su dormitorio, sacó su maleta de debajo de la cama y revisó entre sus apuntes hasta encontrar el nombre del pedazo de playa que Mauricio había descrito: Naular. Sentía que estaba cayendo en una trampa, había que enfocarse en el trabajo, la playa de anidación, el corral para los nidos. ¿Por qué no llegaba Ángela Pozo? ¿Por qué la mandaron antes si no tenía ahora mucho por hacer mas que conocer el puerto y a la gente, y esas playas anchas donde anidaban las hembras? Ella no cederá ante la soledad como lo hizo su antecesor. Es una treta para hacer que sienta la desesperación habitar sus pensamientos. No podrán, ella esperará tranquila, y será valiente, es algo que día a día se promete. Cogió el cuchillo que le había dado Jorge Ekert en Isla Tiburón y se encaminó hacia Naular. Las cosas deben de enfrentarse a la primera. Caminaba por la playa y fue sintiendo que entraba en la oscuridad, como si tuviera que hacer a un lado las cortinas de la noche que le impedían el paso. 35 kilómetros, ¿cómo medirlo?, y de inmediato pensó en Laura, en la forma en que junto con ella podían saber la velocidad de huida de los tipos que les vendían hierba,

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contando sus pasos a cada minuto, y haciendo los cálculos, e intento mantener una velocidad constante en su andar, que le permitiera caminar sin cansarse, no importaba qué tanto tiempo le llevara llegar a Naular, tenía que hacerlo. No había más. No se quedaría rodeada de preguntas, enfrentaría a Mauricio yendo hacia ese sitio que le aterraba. El incidente en el café Doña Susana, esa frialdad cortante de responder de Renata, que no anduviera indagando sobre los demás, es algo que no piensa permitir. No ha sido un evento aislado, ya había encontrado antes al anciano Ramón sentado sobre la tumba marcada con el nombre de Nicanor, acariciándola con los ojos más tristes que Lucrecia hubiera visto en su vida. Se detuvo en la entrada del cementerio y desde ahí le preguntó al viejo que sollozaba y cuyo cuerpo se agitaba en las respiraciones de su llanto: —¿Está bien? ¿Puedo ayudarle? –dijo mientras vencía su miedo de entrar al cementerio, sobre todo por la imagen de que representa un hombre sentado en una tumba y de noche. —Me han robado el nombre –el tipo se levantó y comenzó a correr entre las lápidas hasta salir del otro lado del cementerio. Lucrecia caminó hacia la tumba donde estaba sentada aquel personaje. La lápida tenía el nombre de Nicanor Durán. Entonces con el cuchillo removió las maderas de la tumba, y al abrirla, no había huesos dentro. Salio con prisa del cementerio, mirando hacia la tumba, y cuando se volteó para continuar corriendo de frente, se topó con un tipo alcoholizado. De nariz grande y calvo, que la detuvo. —No sea usted como ellos, váyase de una vez; cada que uno de ustedes llega somos nosotros los afectados, váyase cuanto antes de Las Bocas. Nada de lo que acá ocurre podrá entenderlo, puede salir lastimada. —Déjeme, —Lucrecia dio dos pasos atrás con agilidad, y sacó el cuchillo que Ekert le había dado.—¿Me estás amenazando? Dime tu nombre. ¿Quién eres? –No pudo reconocerlo. —Profanadora. Ha venido a rompernos la tranquilidad. Le digo que se vaya cuanto antes –el tipo caminó hacia atrás para perderse en la oscuridad. Lucrecia desistió seguirlo. Se dirigió al café Doña Susana, no le contó nada a Renata. Se guardó las ideas para irlas paladeando, había profanado una tumba, era cierto, en busca

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de qué, los papeles le seguían afectando. Se enjuagó en el agua del pozo, al lado del establecimiento, y entró con el rostro cambiado. Mauricio y Yosefina seguían disputándose su mente. Pasaron los días y con los baños matutinos en el mar disolvió esas ideas locas de Mauricio. El mar que lo destruye todo, que todo se lo traga, hasta los miedos. Ahora camina midiendo el tiempo para llegar a Naular, y no aminora el paso. No podían ser casos aislados. Los hombres del cementerio, el comentario cortante de Renata. Algo estaba pasando y empezaba a creer en lo que Mauricio escribió en sus textos. Recordó igual lo que Jorge Ekert le había dicho en Isla Tiburón sobre Cuevas. —Hombre inteligente. La verdad es que no sé qué es lo que le ha pasado; era un hombre noble, me consta. –y Lucrecia se descubrió hablando sola, diciendo en voz baja “qué es de ti Mauricio”. Y de pronto percibió la brisa, se percato por vez primera como el viento va rompiendo con la monotonía del oleaje que le llegaba hasta las botas, el mar estaba agitándose. El viento de los papeles de Mauricio. La niña transformada en remolinos de arena. Sintió frió y no había llevado consigo nada para cubrirse, se preguntó, “qué carajo hago acá a estas horas; maldición estoy empezando a actuar impulsivamente, no traje nada para cubrirme y empieza a hacer viento”. El viento arreció y los granos de arena comenzaron a impactarse con su cuerpo; fueron los brazos y las piernas al descubierto los que más se resentían; decidió refugiarse tras unos arbustos de la duna costera. El viento levantaba la arena impidiendo ver. El ritmo del oleaje había aumentado y entonces lo escuchó, no había duda, ella no estaba loca, lo había escuchado, un sonido como susurro, el sonido era real, y Lucrecia lo supo con certeza, ahí estaba otra vez, y el viento cedió de improviso, el mar se dejó de escuchar con su oleaje potente de barítono. Lucrecia se puso de pie, (el mar semejaba un plato, de tan quieto), miró en la playa la silueta de una persona que estaba de pie, semioculta por la oscuridad. Lucrecia tomó el cuchillo en su mano derecha, con fuerza: —Dime de inmediato ¿quién eres? –Apretó el arma, y se puso de pie de un salto.

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—Soy Rodrigo, trabajo con doña Renata en el café, ella me ha mandado a buscarla, porque la vio un poco alterada y supuso que se había ido para la playa. Rodrigo, ese chaparro de amplia frente, siempre presente en el café como parte de la decoración. –Yo ayudaba al doctor Ambrosio hasta que, por desgracia, nos dejó hace algunos años. El y su novia, Marianita fueron siempre tan cuidadosos con todos los del pueblo. Fue una lástima, pero… en fin. Torrefuerte nunca envió un nuevo médico, así que, según todos, como yo era el que más tiempo pasaba en la clínica, me pidieron hacerme cargo. Y ahora soy el que realiza los análisis. Cuente conmigo señorita. —No intentes engañarme. Estoy segura de haber escuchado unos susurros en el viento. Había una voz en el viento, carajo. El tipo se rió de ella. He sido yo señorita que trataba de asustarle. Era una broma, siempre se la hago a los que vienen. Como dicen que Mauricio se ha vuelto un fantasma, me gusta asustarlos. —Estoy segura de haber escuchado… —Está usted sugestionada, es todo. Ya Montañez nos ha contado que usted es la hija de la mujer que tuvo Mauricio Cuevas. El tipo se ahogó señorita, no hay más que buscarle. Vamos al pueblo, que el viento puede volver a levantarse. –Rodrigo le había soltado una verdad sin reservas, algo que ella misma sabía, y la hizo sentirse una mujer ignorante, atemorizada por historias de fantasmas. Los fantasmas no existen, pensó enojada mientras caminaba hacia el hombre que seguía detenido en la playa. —¿Y como explicas que el viento se haya detenido de pronto? —Se llaman turbonadas. Son comunes. Debería saberlo. Aparecen y desaparecen, así como así, y en el mar pueden ser mortales. Lucrecia accedió a regresar al poblado. —Debería partirte la cara por idiota. –y pensó— Maldita Yosefina y tus papeles imbéciles. El resto de la semana no asistió al café, vivió de los víveres que le habían dejado. Se daba baños en el mar por las mañanas muy temprano y por las tardes antes que el sol se ocultara. Repasaba en la mente los sucesos. No pudo equivocarse, ¿esos papeles en verdad la habían sugestionado?

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Rulor Miranda despertó en un cuarto oscuro. Minutos antes estaba en un café de la ciudad sentado frente al cofre que le entrego Rocío. Minutos antes, horas antes, algunos días ya, no sabía cuánto tiempo había pasado desde esa plática con la antigua voluntaria del proyecto de Las Bocas. Ella se había levantado y salido deprisa una vez que le entregó los papeles. “No necesito más de esto. Mauricio estaba enterado de todo y nosotros ahí viviendo como estúpidos, en un maldito ritual de sangre. ¿Qué es esto Rulor, dime de qué se trata, estabas enterado o es que tampoco conocías al tal Mauricio? Nos dejaron a nuestra suerte, y esas miradas oscuras, todos corriendo con antorchas. José Adrián y yo evitábamos mirar atrás pero escuchábamos la turba insultarnos y la agitación del mar. No sé que ha pasado, pero después de leer los papeles no he podido conciliar el sueño, ahí están las voces, la sonrisa de Mauricio, las tortugas, las voces. Hemos comido en el café de doña Susana tantas veces, y pensar que ella es e esos seres sin nombre y sin vida que relatan los escritos.” Decía sin parar Rocío, mientras soplaba dentro de la taza de café americano que se había servido, miraba hacia uno y otro lado. —De qué carajo hablas… —Tampoco estabas enterado. Lee estos papeles que ha dejado Mauricio. —No tenías porque leerlos. No eran para ti. —No debí pero lo hice. El tipo desapareció y yo siento que me persiguen. Se trata de brujería, de rituales de magia negra. Usan la sangre de la tortuga como parte del ritual. Y nos usaron para proteger a la especie con tal de mantener sus ritos. —Si me dices quizá pueda recordar y entenderte. —Tú regresaste con Mauricio ¿qué fue lo que paso? —No puedo. Siento como si no tuviera recuerdos de ese sitio en el que trabajamos. Estuve varios días desmayado. —No me puedo quedar más Rulor, creo que te han lavado el cerebro o algo así, cuídate, escóndete, desaparece, estos tipos son de grandes ligas, están enfermos. Me he dado cuenta que me vigilan, ahora mismo pueden estar viéndonos –se bebió su café hasta el fondo, se puso de pie mientras recogía algunas de sus cosas de la mesa—. Haz lo que quieras con esos papeles, están dirigidos a Yosefina.

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—A Mauricio le encantaba escribirle cartas a su mujer. A lo mejor todo lo que te ha desesperado, son historias que ha inventado. —Yo vi esas cuencas oscuras de los habitantes cuando fueron a sacarnos de la estación. Vi las antorchas, y que le decían a Mauricio que se largara. Y en esos papeles se habla de seres inmortales, no es una broma Rulor, —se detuvo mientras encendía un cigarrillo, chupó y exhaló el humo— se trata de brujería. Desde que esos papeles están conmigo no he podido dormir. Te voy a pedir que nunca, escúchalo bien, nunca vuelvas a buscarme. Quiero olvidar todo lo ocurrido. Nunca volvió a verla. Hasta que supo del suicidio de la chica. Rulor pagó la cuenta y salió del café, caminó dos cuadras absorto en sus recuerdos, veía el rostro alterado de Mauricio cuando quiso detenerse para auxiliarlo, aquella noche cuando las cosas se complicaron. —Alcánzalos, sigue, sigue tú, yo me quedaré para ganarte tiempo. –Y Mauricio abordó la barca y salio al mar. Llegaron corriendo con las antorchas encendidas. Los pobladores estaban irreconocibles, los ojos negros con una profundidad intensa, casi como si no tuvieran los órganos visuales, como si fueran sólo las cuencas vacías, iluminadas, a ratos, por la luz de las antorchas. Tenía razón Rocío, la niebla comienza a disiparse. Hay tanta oscuridad a su alrededor, la única luz que percibe es la de su conciencia, como si estuviera dentro de una sala de cine, mirando las escenas que se proyectan en la pared de su cráneo. Lo levantaron en el aire como si fuera un costal de plumas, lo fueron llevando en alto y… Rulor Miranda se deshace de los pensamientos, y un dolor en las sienes vuelve a repetirse, comienza a aflorar por sus poros el sudor. Se siente mareado y se recarga sobre la pared de una casa, inclinándose, pone las manos en las rodillas y jala aire. Los automóviles ocupan la calle, hay un pequeño embotellamiento y los sonidos de los motores lo sacan de nuevo del recuerdo. Siente que a pesar de todo se asfixia. Un carro se detiene junto a él. Baja un hombre fornido. —¿Montañez? Rulor Miranda despierta en un cuarto oscuro. Le duelen las sienes, la boca y también otras partes del cuerpo. Su vista comienza

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a adaptarse a la oscuridad, y empieza a reconocerse. Se pasa las manos por el rostro y le arde la cara. Le cuesta trabajo enfocar los objetos. Mira apenas sus manos: una mancha oscura, lleva la derecha hacia sí y olfatea, un olor a sangre podrida, prueba con su lengua los coágulos que se le han embarrado en las manos. Lo han golpeado. Intenta recordar, pero al cerrar los ojos e intentar concentrarse, sólo hay un brillo intenso. Una luz de frente a él. Hay alguien detrás de la luz que le interroga. No lo distingue, sólo esa masa humana que esta enfrente, le hacen tanta falta sus lentes y no recuerda donde pudo haberlos dejado: —¿Montañez? —No te resistas, estúpido. Dime qué es lo que ha pasado. Era algo muy simple lo que debían hacer, dime qué ha pasado. Intenta recordar y decirme qué sucedió, es mejor para ti, mariquita, es mejor para todos poder saber: ¿dónde fue Mauricio en la barca? ¿qué ha pasado con Ambrosio y con Mariana Nadal? Contesta. ¿Quién te dio ese cofre con los papeles de Mauricio? —Rocío, ella me los dio. –entonces ha sido él quien denunció a la voluntaria. Siempre ha sido un cobarde y lo confirma. La luz, las respiraciones, el sudor, la vista que nunca ha sido buena, la niebla. —¿Rocío, eh? –y dirigiéndose a otra persona— Ve a traerla, encuéntrala. –Alguien sale dando un portazo. Luego todo ha sido oscuridad otra vez. Esa luz brillante, esa luz que cubre todos sus pensamientos, la mente en blanco, alguien grita. La luz le abraza, es un fulgor, un brillo intenso que duele en la piel, todas las ondas de color reunidas y colapsando en las pupilas, todo reunido en un sólo haz que pierde las tonalidades, luz pura que no sé rompe dentro del prisma, toda esa luz que hace que su forma vaya apareciendo, como una sombra que se distingue entre la multitud de sombras que llenan la penumbra del cuarto. Es un cuerpo, y Rulor ve una silueta en posición fetal tirada en el suelo. Se concentra en reconocer quien es ese bulto que se queja en ese cuarto oscuro. Va recorriendo el cuerpo desnudo de la persona que permanece en el suelo, tiritando de dolor. Se concentra y el hombre levanta la cara. Rulor abre los ojos, es él quien esta

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tirado desnudo temblando, envuelto en su sangre y en sus propios excrementos. Es él quien suplica a sí mismo por ayuda, es él quien pide al otro él, que por piedad le ayude, está aterrado se acaricia, y se odia. Es él entre sudores, lágrimas y sangre, con el rostro desfigurado se mira arrastrarse en el suelo, y también a este Rulor que mira desde otro tiempo se le empañan los ojos de tristeza, de piedad por ese él mismo, que hace unos días era golpeado para que confiese hechos que no recuerda, para que diga del paradero de un hombre que no quiere recordar, de aquella noche que todo lo ha cambiado en su vida, y Rocío en la playa con su sonrisa efectiva, con su equivocarse en el uso de los binoculares… “no se ve bien Rulor”, “carajo, tienes al revés los binoculares”; es José Adrián y sus largas zancadas cuando corría con Mauricio, esas competencias para ver quién cocinaba, son ellos cuatro sentados ante la fogata disfrutando la panorámica estelar que les ofrece la madrugada, ahí enterrando de nuevo las nidadas que han tenido que reubicarse, ahí en las caminatas nocturnas, en la emoción de la primera tortuga de carey que miran subir a desovar, en la primera vez que pudieron sentir caer en sus manos los huevos que pone la hembra, en todas esas veces que pasaban a los formatos los datos de campo, largo de caparazón, número de huevos depositados. Ellos cuatro cenando juntos, ese gusto por trabajar en equipo que Mauricio les ha ido enseñando. Y acá está ese rostro del mismo Rulor que ha despertado de la pesadilla. Se da cuenta que vive sumergido en esa pesadilla desde el momento en que tropezó en la playa mientras corrían al atracadero, y detrás los pobladores y sus antorchas, él respirando en la calle entre el tráfico, él en el blanco hospital, o entrevistándose con Torrefuerte, y las preguntas “¿qué es lo que ha pasado, Miranda, tienes que decirme?” y él sin poder recordarlo, los golpes en el rostro, el agua helada, fue Rocío, la chica inteligente que se equivocaba tanto, su risa rota ya, su cuerpo roto ya, su vida rota ya por un delator que es él mismo, se mira tirado en el suelo, y sólo viene a su mente el interés en darle de patadas al bulto, y tiene las costillas rotas por las patadas, Rocío Ballote rota, se ha roto el círculo, la oscuridad, las inyecciones, todo lo que ha soportado ese tipo que es él mismo y que le mira desde el suelo, estirando las manos, implorando ayuda, para salir de ese hoyo, de ese

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pozo en que se encuentra, ahí mirando el poblado de nuevo, todos los pobladores brincando de sombra en sombra, huyendo del sol de abril y de mayo y junio, huyendo de la playa y esa quietud de todos, y el café de doña Susana repleto, lleno el templo con su altar y sus inscripciones extrañas, algún códice y la voz de Felipe dando los sermones: —Han venido, han venido de otras partes, y las que deben venir cada año verán que están entre nosotros ¿qué haremos? –y Nicanor azuzando a lo demás. —Que se vayan, hay que sacarlos. Que regresen a Isla Tiburón, o se pudran con nosotros. –sus ojos de serpiente, su voz como ladridos. Dice Ambrosio: ellos cumplen con un trabajo que les encargó Erik, no podemos sacarlos, así como así. Para qué meternos en pleito con Torrefuerte. Hagamos lo nuestro y punto. Hay que vigilar las turbonadas para saber cuando tiene que ser el ritual y listo. Ellos a su trabajo y nosotros al nuestro. Rulor que todo lo sabía, Rulor siempre al lado de Mauricio, lleno de admiración; el hombre barbado poniendo el brazo alrededor de su cuello. José Adrián es descubierto por Nicanor que sale en su persecución y el voluntario corre que corre hasta la estación, y ahí sólo esta Rocío despierta y le pide que vaya por Mauricio, que la gente quiere echarlos de Las Bocas, y Ambrosio le pide calma al voluntario y Mariana Nadal se decide a acompañar a Rocío en busca de Mauricio que había ido a Naular, para vigilar unas nidadas que ahí quedaban. Y las mujeres corren a buscarlo, y Nicanor y Felipe han despertado a Rulor y este se pone los lentes para verlos bien, para mirar cómo sus ojos van perdiendo el color blanco del glóbulo ocular y sus órganos visuales se van oscureciendo. Ahí está él mirándose junto al voluntario, discutiendo con Felipe y Nicanor que quieren sacarlos de Las Bocas, y ellos argumentando que tienen el permiso y la orden de Torrefuerte para estar ahí y, qué les pasa, ellos están enterados y no pueden venir así como así a despertarlos y meterse en la estación de campo porque Torrefuerte los tiene ahí para realizar el estudio sobre las tortugas, y a mi me valen las tortugas y me valen todos los Torrefuertes del mundo, sólo se que ustedes no pueden quedarse, grita Nicanor

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mientras Ambrosio le pide calma; Felipe se interpone entre los dos y van saliendo de la estación de campo y hay algunos manotazos entre Nicanor y José Adrián, y el viejo le dice: tienen que largarse o vendré a partirles la madre mañana temprano, y luego llega Mauricio, con alguna alteración en la mirada, viendo con fijeza a Mariana Nadal conspirando con ella, como interrogándola, y Rocío se tira a llorar mientras Rulor aplica algún fomento a la cara de José Adrián quien recibió los manotazos de Nicanor, y Mauricio se enoja tanto que se va a ver al anciano a su cabaña. El doctor Ambrosio le sale al paso y no lo deja llegar, y Mauricio regresa y se pone a escribir como siempre en sus papeles a la misma Yosefina, cómo deseo que estés acá, como sabe Rulor que siempre termina con sus escritos, y el ayudante le dice a Mauricio que no hay suficientes garantías, que será mejor irse a Isla Tiburón a dar aviso a Torrefuerte, pero Mauricio no contesta y él dice una y otra vez, una idea y luego otra pero en todas es la misma opción, irse a Isla Tiburón, y Mauricio les mira asustados, y les dice…, cómo olvidarlo, cómo puede olvidarlo en esta oscuridad, bajo esa luz que le lastima los ojos, como puede olvidar lo que aquel hombre les dijo: —Estoy así de descubrir algo importante. Yo no me voy, pero son libres de irse temprano. José Adrián les enseña el horizonte y les dice: —Ya casi amanece. –El viento comienza a agitar la arena, y los cuatro deciden que dormirán un rato y que Mauricio estará despierto esperando que vengan a hablar con él, a ver si Nicanor regresa. Nadie sale de la cabaña, todos duermen las desveladas diarias. Nicanor no vino y al otro día cuando ya casi son las cuatro de la tarde, Rocío despierta de último y comienza a empacar las cosas, Mauricio está en el café de doña Susana hablando con Ambrosio y Rulor, y los voluntarios empacando las cosas para largarse de ese sitio. Y el hombre desde esta oscuridad mira al otro hombre que esta desesperando retorciéndose en el suelo, en posición fetal y estirando las piernas, embarrándose en sangre, sudor y orines, y ahora sabe que es él mismo, y siente compasión por ayudarse, y Rulor sigue fijo con la vista en los recuerdos, que han ido viniendo a instalarse en su mente, cuando estuvieron cargados de neblinas. Rulor y Mau-

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ricio corriendo hacia la estación de campo, Rocío aterrada, José Adrián llevando las cosas hacia el atracadero. Mariana y Ambrosio luchando por darles tiempo, ya viene la turba azuzada por Felipe y Nicanor, los ojos negros y las antorchas en la mano, todos suben a la lancha. José Adrián arranca y Mauricio le dice no te detengas y brinca al mar, Rulor lo sigue… no siempre fui un cobarde. Se abre una puerta y alguien entra. De nuevo la luz cae sobre sus ojos. —Ya me estás cansando imbécil. La tal Rocío, la hemos encontrado muerta. Se ha pegado un tiro la estúpida. Y la pistola se le movió, casi se descabeza. No llegamos a tiempo. Ya he leído los textos del cofre, dime ¿quién mas los ha leído? ¿Dónde esta José Adrián, que no hemos podido encontrarlo? —Fue Rocío quien me contactó. No sé dónde encontrarlo. —Lo voy a encontrar, a él y a esa Yosefina a quien van dirigidos los textos. Yo he pagado por esos informes, no es posible que quieran verme la cara de estúpido. ¿Tengo cara de imbécil? —No sé de que me habla don Erik, no sé qué dicen los papeles, apenas me los habían entregado. —Alguien tiene que pagar por esto. Mauricio ya no está, ha desaparecido. Montañez está buscando al otro voluntario, mientras no aparezca, mientras no sepa quienes han leído estos textos, tú te vas a quedar conmigo. Inyéctenlo. Unas siluetas con ropas blancas se acercan a Rulor Miranda… y de nuevo el sueño. Un hombre manchado de orines, un café, el rostro roto de Rocío. Hay una casa en las afueras de la ciudad y un hombre fornido sale a la puerta, con la cabeza levantada, mostrando el porte del poderoso, limpia el cuchillo con un pañuelo rojo. Dentro hay un tiradero de sangre, y un bulto humano abierto en canal, como los cerdos, las tripas enredadas en el cuello. Han encontrado a José Adrián. —Quiero que nos acompañe a Las Bocas, así que aunque tengas que amarrarlo va a ir con nosotros –esa fue la orden que Torrefuerte dio a Montañez. Al amanecer el guarda espaldas entró al cuarto oscuro donde estaba Rulor Miranda (o lo que quedaba de él) aun dormido. Se despertó cuando sintió encima de él, la rodilla que Montañez había asentado sobre su estómago, le vendó los ojos

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y le metió un trapo en la boca para impedir sus gritos. Le amarró las manos en la espalda. Se acercó a su oído y le dijo en un susurro: —Te voy a sacar de aquí. No te resistas porque sólo te lastimarás. –Rulor Miranda quiso confiar en él, y se dejó cargar por Montañez y sacar de la oscuridad del cuarto. El aire estaba limpio. Montañez lo cargó hasta el atracadero, ahí estaba esperando Erik y dos marineros. Amanece. Al oír la voz de Torrefuerte, Rulor comenzó a moverse como un animal furioso que es conducido al matadero, Montañez lo soltó y el tipo cayó al suelo como un pesado bulto de huesos. Con el golpe se lastimó los brazos, sintiendo que se le habían roto y en el intento de gritar comenzó a escupir sangre. —Pero que has hecho animal, ahora se está muriendo y necesito que viva. –regañó Erik, y Montañez le quitó el trapo de la boca, y los borbotones de sangre escurrieron manchando la cubierta. Sus gritos hicieron huir a las gaviotas. —Déjate de idioteces. Vas a ir con nosotros a Las Bocas o tendré que arrancarte acá mismo los dientes uno por uno —Montañez pateaba el cuerpo de Miranda. —No se nada de Mauricio… —en la mente miraba esas cuencas vacías, esos ojos negros de los habitantes de Las Bocas que lo habían cargado y lo arrastraron a las lanchas. La lancha comenzó su travesía y Miranda se sacudía como un pez por la cubierta, pegando alaridos. En su mente recordaba el recorrido hacia el Santuario. La noche sin luna, el agua del mar agitándose. El viento levantándose en la arena. Los hombres que lo conducían en la barca con las miradas extraviadas, el torso desnudo, los ojos negros con una profundidad. Rulor se mira tirado en el fondo de la barca, el agua de mar le salpica el rostro, uno de los hombres lo tiene cogido del cabello. En la caída ha perdido los lentes. Se han detenido en alguna playa. Miranda es obligado a bajar de la barca. Hay antorchas sembradas en la arena, y puede ver que en el sitio se hayan los habitantes de Las Bocas, el doctor Ambrosio junto a Mariana. Martín y doña Susana, Jorge Ekert está agachado y alcanza a verle las espaldas. Hay un silencio terrible, puede escuchar las respiraciones. Es empujado hacia el grupo de

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personas, tropieza y cae a la arena; es cuando se percata de que la playa está infestada de cadáveres de tortugas de carey. —Tendrás que contármelo todo una vez que lleguemos a Las Bocas, me vas a decir quién de estos imbéciles te ha hecho daño, me vas a contar, frente a ellos que es lo que ha pasado con Mauricio Cuevas, ¿me estás escuchando Rulor…? –Miranda está tirado en un rincón del bote, apretando los ojos. —Seguro le dieron algo de beber, un brebaje de esa bruja de doña Susana, por eso no puede recordar lo que ha pasado. —A mi no me engaña este. Tiene miedo es todo. No sé que es lo que lo puede estar causando, no puede ponerse en pie, y el hecho de ir hacia Las Bocas lo aturde. El hombre intenta gritar pero no puede; lágrimas y mocos le embarran el rostro. Sus ojos suplicantes buscan la mirada de Torrefuerte pero el dueño de esta agua no se inmuta y mira hacia el frente. Montañez le da patadas de cuando en cuando, al mirar que Rulor se va desmayando. Cuando Rulor logra ponerse de pie en la arena, alcanza a ver entre las sombras que sus ojos le permiten; Ekert se levanta con el cuchillo ensangrentado en una mano y la cabeza de la tortuga en la otra. Aparece Nicanor y detrás de él lo hace Felipe, sus ojos completamente negros. Traen atado del cuello a Mauricio, arrastrado como un animal. Lo tienen desnudo y Mariana oculta su rostro en el pecho del doctor Ambrosio. —Ha llegado el momento de romper el curso del destino a que se nos ha abandonado. Esta noche será la sangre de este mortal la que alimente nuestras células. Durante años ha sido el continuo rotar de nuestra sangre la que hemos utilizado para mantener el sacrificio; esta sangre nueva nos liberará del maleficio y calmará la furia de arena que ha ido creciendo. Esta prisión es la venganza que merecimos. Ofrecer a este hombre para sanar los tiempos de violencia, –las olas se hacían cada vez mas altas aunque continuaban su caída en la misma línea de playa, la arena subía en remolinos formando paredes alrededor de los habitantes de Las Bocas. Ekert y Martín continúan mezclando el licor de uva de mar con la sangre de las tortugas que han decapitado. Mauricio tiene la mirada fija en el océano. Mariana Nadal se suelta del cuerpo de Ambrosio y corre al centro del circulo.

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—¿Y si no funciona? Han pensado que nos han llevado a este estado de cosas por la misma voluntad de ansiar la muerte. Ustedes nos han contagiado los demonios de no envejecer. Si tomamos la vida de este hombre podemos pasar otro tiempo detenidos. ¿No lo ven? Míren el viento… la arena… es ella persiguiéndonos a nosotros, y ahora tomaremos la vida de otro hombre… ¿y si todo empeora?, no sabíamos que esta vida se detendría para nosotros, y no sabemos que alcances puede tener el sacrificio de este hombre; él se ha dado cuenta de nuestra permanencia en el tiempo, lo ha intuido… —decía mirando hacia Rulor Miranda refugiado detrás de la neblina de sus ojos. Mauricio yace de rodillas por los golpes que entre Felipe y Nicanor le han propinado. —Es necesario aplacar su furia. Así como ella está condenada a habitar el viento, nosotros estamos condenados a no morir. Si matamos a otro hombre, el destino puede llevarnos a peores cosas. –quiso hacerles entender Ambrosio atrayendo a Mariana hacia él. —Cobardes. ¿Qué puede ser peor que no lograr salir de este mundo? No se dan cuenta que a este hombre lo ha enviado Torrefuerte porque quiere controlar nuestra inmortalidad. – y los pobladores piensan que Felipe tiene razón. Nicanor levanta el cuchillo y va sobre Mauricio que permanece quieto. Mariana se mantiene frente a él, y Nicanor acaba hiriéndola en la garganta. No hubo más que una luz de sangre, y el humo rojo que se desprendió del cuerpo. Cayo Mariana. El oleaje continuó creciendo, las paredes de arena rodearon al grupo y el agua de mar se levantó sobre ellos, como un techo, encapsulándolos. Un brazo de agua levanta el cuerpo de Mauricio. Los pobladores se apuran a cortarse los brazos derramando su poca sangre en las tinajas que Ekert y Martín cargan; beben el líquido para acabar convulsionando en la arena. Ambrosio se perfora el corazón sin soltar la mano de Mariana. Todos mueren. El cuerpo de Mauricio en las alturas y el brazo de mar que lo sostine cae sobre la arena y sobre los pobladores de Las Bocas empapándolos y apagando las antorchas. Solo Miranda se queda ahí entre los cadáveres y la arena humedecida.

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Después de algunos minutos los pobladores de Las Bocas se levantaron. Regresaron al puerto y amarraron a Rulor a un poste en medio del poblado. Estaban a punto de prenderle fuego, cuando llegó Montañez y su gente para arrebatárselo y llevarlo a Isla Tiburón. Hasta ahora, que Torrefuerte lo obligaba a regresar, y a disipar la neblina de lo ocurrido. Rulor Miranda no vuelve en sí, continúa balbuceando palabras incomprensibles. Llevan tres horas varados en el atracadero de Las Bocas, Montañez le ha pegado de patadas para hacerlos reaccionar. Los otros marineros lo han sacudido, le han echado agua y no despierta. De vez en vez convulsiona un poco y abre los ojos dejándolos en blanco. —Regresemos a Isla Tiburón. Este hombre necesita tratamiento siquiátrico. Lo llevarás a la capital para que lo internen, –había dicho Erik, en cuclillas junto al cuerpo de Miranda.

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Capítulo NUEVE Montañez va limpiando su pistola tipo escuadra observándola con fijeza, hasta con cariño, como si fuera parte de su cuerpo. Mantiene el brazo extendido hacia el frente, brazo de roble, con la dureza de la vida, de los dientes y la quijada. Al finalizar el miembro despunta el cañón del arma, por donde el proyectil arroja sus rencores de sentirse pleno al arrancar vitalidad a los músculos, esa animadversión a la muerte que le impulsa siempre a buscarla. Mirada de buitre, de cóndor, de águila que se deja caer sobre la presa. No remordimientos. No fracasos. No límites. Son sus principales defensas ante la vida. Montañez ha cursado por su vida con esa sonrisa irónica. Desde muy crío se identificó con la fortaleza de sus músculos. Sintió desde pequeño el rencor de verse abandonado. Quizá alguna vez pasó la tristeza por su rostro, pero el general Torrefuerte supo arrancársela de tajo llenándolo de arrojo, siempre le decía: —Eres como yo, mi pequeño, así de triunfador. Nosotros los de cierto tipo, hemos nacido con demasiada hormona, y eso nos permite gozar la debilidad de los otros. Yo igual fui pobre, mi pequeño, yo igual estuve comiendo maíz durante muchos días, maíz quebrado, lo que dan a los cerdos para engordar. Ahí me brincaba yo

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las bardas de los chiqueros, y les robaba el maíz quebrado a esos animales, iba a casa y en una fogata que encendía, ahí en el solar ponía a cocer en agua mi alimento. Mi madre me regañaba, pero ella no tenía nada que decirme, y le gritaba “a callar mujer, questo es cosa de hombres” así le gritaba, porque así le gritaban todos sus hombres, esos hombres que se liaban a golpes por ella. Ah, mi madre tan bella y tan puta la condenada, siempre he pensado que he sido la mezcla de mucha leche. Yo, ¿sabes?, el mismísimo general que acá está contigo; soy la mezcla de muchas leches, porque la noche que me concibieron, a mi madre se la cogieron varios hombres, le llenaron el culo de leche, la llenaron todita de leche a la muy puta. Ay mi madre tan puta la pobrecita, éramos tan pobres, tanto; tuve dos hermanas, y creo que ambas me dieron hijos, ¿sabes?, murieron en la revuelta (mis hijos y mis hermanas), esa vez que atacaron la hacienda y mi madre me encerró dentro de unos sacos de pita, junto a los sacos de maíz para los cerdos, yo un cerdo mas. Ahí me quedé encerrado y entre los hilos del saco, vi como los malditos federales se iban surtiendo a mi familia, se la cogieron hasta la sangre, a mí pobre madre. Ay mi madre tan puta la pobrecita, sus hijas tan putas tan bien, se las cogieron que da gustos, muchos condenados gustos, ya no tendría yo que seguirlas atendiendo, yo sólo tenia once años, la mayor de ellas quince y la otra doce, y a las dos me las anduve cogiendo sabes, y no por maldad, así era en aquel entonces, dormíamos todos sobre una misma manta, y cuando ellas entraban en calor, cuando yo me calentaba, todo ardía, ya no tenía que atenderlas, yo era un chicuelo de once años, y de cogerme a los cerdos pasé a cogerme a mis hermanas. El sexo de las cerdas es el más parecido al de las mujeres ¿sabías? Ay mi pequeño, todo lo que he de enseñarte. Sólo no me cogí a mi madre porque, ay la pobrecita era tan puta que nunca tuvo tiempo para mí. Pero le chupé las tetas hasta que cumplí los siete eso sí, y le dejé mordisqueados los pezones para que ningún cabrón se los pusiera erectos, se los parara pues, todos mordisqueados; los pezones no, los pezones no decía la pobrecita, los pezones no porque me duelen, y era su fortaleza, yo le di la fortaleza. Pero esa noche que los putos federales atacaron la hacienda, esa puta y maldita noche, cuando mataban a la menor de mis hermanas, entonces me fui

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con una barreta sobre el cabezón aquel y le he puesto una partida de culo, “conque así te gusta hijo de tu madre”, y le metí la barreta en el culo con tanta rapidez que lo partí en dos, la barreta le salió por el ombligo; ahí en la choza, en otra partecita, había dos cabrones indios amarrados y después de que el puteque que estaba de guardia se jetió, los liberé a los muy cabrones indios, y tomaron la carabina y la pistola de ese puto y se le fueron encima a él y a los otros, los matamos y nos pelamos luego pal monte. Desde entonces, a los once años comandé a mi primer grupo de indios. Sí, a la más chica de mis hermanas no la pude salvar, ¿sabes? La barreta igual la atravesó a ella, y es que el puteque aquel del federal se la estaba cogiendo por el culo. ¿Sabes lo que es cogerse a una niña de doce por el culo?, se le rompe el ano, sabes, se le rompe el ano y se desangra, y eran sus gritos horribles, los escucho todavía, sabes, los escucho todavía, y así me volví fiera desde entonces, me volví un hijo del demonio, y nada me podía detener, había tanto odio en mi. La más chica de mis hermanas, sí que me gustaba un chingo, me había dado un crío, a los doce la tenía ya embarazada. A mi hermana mayor fue después que la dejé cargada, cuando me di una escapadita pa la hacienda ya que estaba enrolado en el pleito grande. Mi madre murió joven la pobrecita, ay era tan puta. Esos pendejos con quienes huí a los once años, luego que los liberé a los cabrones, quisieron tenerme de su puerquito, pero en la primera de golpes con los federales supieron de qué cuero estoy hecho, he sacado corazones, he arrancado orejas y narices con los dientes, he atravesado a tanto jueputa por el culo, y así ha sido, así me he formado y quiero que no te rindas ante nada, no tengas miedo ante nada, ni la naturaleza ha podido conmigo… —¿Eres mi padre? —Había dicho Montañez niño, y una bofetada le quitó el primero de sus dientes de leche, eran sus siete años de una tristeza creciente y la voz del hombre que le cuidaba le endureció los ojos. —Pero que putería. Yo soy el padre de todos y el hijo de la patria, soy el dios de los hombres, y el siervo de los pobres. Soy el general Torrefuerte que jamás ha sido vencido, he liberado a los peones de todas las haciendas del oriente del estado. El mismísimo Zapata sabe mi nombre. El mismo general Alvarado me habla de

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tú. Y estoy acá haciéndote hombre carajo. Tú serás el Montañez, porque a mi se me pega la gana de que lo seas, y serás esa raza que siempre cuidará de los míos, y los míos nunca dejarán caer a los tuyos. Y es así, somos esta raza de poder que nunca nos hará rendirnos. —Y el niño de siete años, con la boca sangrante, escuchaba esas razones de peso para un niño de siete años, y las iba guardando en su corazón, y se hizo respetar, y el general le regalaba todo el poder sexual de las hembras que rodeaban su dinero, esas mujeres que él permitía que habiten su Isla para su diversión, esas que alegraban el ojo de los pescadores que ansiaban viajar a Isla Tiburón por la fama, y que luego se miraban trabajando siempre para él, sin poder salirse de las garras de Torrefuerte, porque llegaban a deberle tanto dinero en apuestas y en borracheras, y el general nunca se tentaba el corazón con matarlos si intentaban huir sin liquidar su deuda; si no tenían dinero, debían pagar con trabajo. Las mujeres estaban ahí como gancho, mujeres desbordantes de lujuria, si no de belleza, estaban ahí rodeando la silueta del poder de Torrefuerte y se servían del cuerpo del pequeño Montañez, así como luego lo hicieran con Erik. El general le enseñó al futuro guarda espaldas a ser invisible; la misma familia del general, ni el hijo Saúl ni el nieto Erik supieron de Montañez hasta el velorio del primero. Y Montañez comenzó a destilar su hombría, su entrega y su conciencia, actuando al poder de sus músculos, hasta llegar a este momento en que mira su pistola tipo escuadra, y la va disfrutando como si fuera parte de su cuerpo, una prolongación de su brazo. Sus ojos de dolor, van arañando las cosas y los rostros, hasta hacer que todos miren hacia abajo. Hasta el mismo Erik baja la cabeza después de darle alguna orden, que de antemano sabe que será cumplida. Pero a pesar de ese miedo que siempre provoca, no ha sido suficiente para que algunos pescadores como Roberto Burgos, Jorge Ekert y Francisca, la esposa de este último, la hija del primero, vayan intentando la conformación de un grupo de pescadores que no esté bajo el mismo raterismo y bajeza de Chemir, ni bajo las ordenes de Torrefuerte. Chemir da los informes necesarios para acomodar los castigos que Montañez se encarga de propinar. Nada puede hacerse

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para trabajar en libertad, es muy simple, Torrefuerte es dueño de Isla Tiburón y de Las Bocas, así que el producto obtenido en esta agua le pertenece sin objeciones. Erik trajo a Chemir a Isla Tiburón; era un tipo que sabía adular, que rendía culto al poderoso, que decía “jefe, mire que quieren organizarse…”, “jefe, me enteré que están pensando navegar en la costa y salirse de Isla Tiburón”, “jefe, dicen que quieren intentar administrar ellos una cantina, hágame el favor…” “jefe ha sido fulano… mande a Montañez…” y a Erik eso le agradaba. Desde que Jorge Ekert se casó con Francisca, Roberto Burgos encontró alguien con quien intentar que Chemir, el encargado de organizar a los pescadores, sea depuesto. —No es necesario que nos anden controlando la vida y la pesca. Nosotros sabemos cumplir con nuestras metas. —Torrefuerte ha puesto a Chemir a cargo, y así tiene que ser. Sólo les queda obedecer. –les confirmó el guarda espaldas. Chemir sonreía protegido. —Entonces déjame hablar con don Erik. —Cuando Torrefuerte quiera hablar contigo, Roberto, yo mismo te lo haré saber. Mientras estés emparentado con el imbécil de Ekert, no creas que haré algo por ti o por tu hija. —Lo que quieras arreglar conmigo puedes venir y hacerlo. –contestó Ekert, sujetando su arpón. —Erik te necesita vivo. Ya se te acabará la suerte. —Sólo por eso se te respeta desgraciado, sino ya hubiera yo mismo acabado contigo. –se animó la voz detrás de Montañez. —Cállate Chemir, Ekert es mío. Hay muchas formas para acabar contigo. Este tatuaje de mi puño, ¿lo miras?, es la “m” de tu destino, tu esposa me lo provocó, y acabará marcándote la frente, para que Francisca se da cuenta de una vez por todas que cambió a un hombre pleno, por la salamandra que eres. —No me asustas –dijo Ekert mientras se acercaba a Chemir y le daba un manotazo en el rostro. Montañez sacó su pistola tipo escuadra y le apuntó. —Dispara imbécil, vamos –gritaba abriéndose la camisa y mostrando el pecho— no eres más que un perro obediente, no sabes

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actuar por tu cuenta. Jamás tendrás un pensamiento o realizarás un acto por ti mismo. Ángela Pozo no había viajado a Las Bocas aún. Lucrecia la esperó en el atracadero pero no había llegado cuando debió hacerlo. En Montañez ha comenzado a tener éxito la perspicacia o absurdismo estúpido de Ángela Pozo, la bióloga asesora de Torrefuerte, de la cual Montañez pretende sentir algo parecido al amor; como si el demonio pudiera doblegar las garras, como si la maldad tuviera compasión. Quizá sea el mismo sentimiento que le despierta Francisca, o cualquier mujer: lujuria, ardor, pero Ángela se deja querer, ella sabe que la única forma de doblegar a un demonio es por medio del placer, y está dispuesta a tener de su lado al guarda espaldas. Los sentimientos de Montañez no son más que una enredadera venenosa que rodea sus ojos y su vientre pero que mantiene a salvo a Roberto, a Jorge y a Francisca, porque, al menos por ahora, Ángela intenta absorber los conocimientos empíricos que tienen sobre el comportamiento de las tortugas que llegan a Isla Tiburón, y aquellos tres le brindan la posibilidad de poner a prueba sus conocimientos sobre la especie que aprendió cuando estuvo encargada de un campamento en la costa del Pacífico, o al menos dijo que aprendió, aunque don Roberto y Francisca piensan que es una gran mentira, no sabe nada de tortugas. —Guarda tu arma Montañez. Piensa en el trabajo que aún queda— le tomó el terrible brazo, le puso los labios en la oreja y el guarda espaldas, fue cediendo a la caricia. –Tendrás tiempo luego. Que no te desesperen. Hay otras cosas que necesitan tu atención y no desgastarte por una mujer que ya has perdido. —No digas estupideces –la familia de Roberto dio la espalda. –Llegará tu hora. —Todo parece una escena de despecho, queridito. —No uses esas palabras conmigo. Ángela Pozo había trabajado en otros campamentos y Montañez la contactó para trabajar en Las Bocas, por si no lograban contratar a Lucrecia, y ahora quisieron mantener a las dos en el proyecto; Erik piensa que con una mujer en la escena, que esté de su lado, puede mantener a Lucrecia donde la quiere; una mujer siem-

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pre será la mejor jefa de otra mujer, la chica confiará en ella. Ángela tiene 35 años y una capacidad de mando muy visible y demostrada. Luego de la desaparición de Mauricio, fueron varias semanas de golpes y castigos a los pobladores. Montañez se había lucido aplicándolos. No les traigas nada, habrá que quitarles los cordeles y los anzuelos, que no puedan ni siquiera ir a pescar. Deja que pasen unos seis meses. La inmortalidad no quita las sensaciones del hambre. Y el puerto de Las Bocas era todo, alaridos y desesperación. Han sido veintidós años de espera, en ese tiempo Torrefuerte ha mandado a terapia a Rulor Miranda y consiguió que el tipo abandonara el estado de postración en que cayó por varios años, hasta parecer un ser normal, al menos podía desenvolverse en la ciudad, le aseguraron los doctores a Erik. Ha preparado todo el montaje del poblado para que, a la llegada de Lucrecia, los personajes de los relatos no existieran, cambió la fisonomía del sitio, construyó de nuevo la estación de campo, y les cambió los nombres a los habitantes, esto fue lo más difícil, si a eso se le suma la desaparición de Ambrosio y Mariana Nadal, diez años después que Ekert lograra abandonar el puerto. El doctor Ambrosio y Mariana se habían convertido en arena. ¿De qué carajos estás hablando, Felipe? ¿De qué carajos está hablando este alcohólico?, dime Nicanor, ¿dónde está Ambrosio y la ex mujer de mi abuelo? —Nadie sale de Las Bocas. El mar no lo permite, usted lo sabe. —¿Dónde se han escondido? —En todas partes. Un poco por acá, un poco por ese lado –y su risa de ladridos rabiosos. —No me obligues a azotarte, hoy tengo el brazo calientito, y no me rendiré pronto, contéstale a don Erik con la verdad, anciano pendejo. —Discutimos, y tuve que darle de cuchilladas a esa puta. Felipe tomó a Nicanor del hombro y continuó el relato. —Ambrosio la miró en la arena sangrante, se arrodilló junto a ella, a esperar que despertara… —Y le pasé el cuchillo en el cuello –Nicanor hizo la mímica.

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—El cuerpo del doctor cayó sobre el de Mariana, el viento comenzó a levantar las olas, la arena subió en remolino, y todos vimos como los cuerpos, uno sobre el otro se volvieron arena. —¿Tú lo confirmas? –Erik dio orden a Montañez, y éste junto con sus marineros los ataron a un poste en medio de las casas. Toda la noche les fueron desgarrando las carnes, se desmayaban, o morían a ratos, y despertaban para seguir sintiendo el castigo que no cesaba. Tener dolor es una cosa, pero que el dolor no se detenga es diferente. Al salir el sol, y ya aburrido, Erik le dijo a Montañez que regresaran a Isla Tiburón. –Arena, que se vayan a la mierda si he de creerles. —¿Y qué se puede creer en este sitio? Lucrecia pronto caerá en la misma angustia de lo que en verdad sucede en el poblado. Aun le queda la duda de que Jorge haya logrado volver a envejecer al salir del puerto, de que el Ambrosio y la Mariana Nadal, tengan sus lápidas en el cementerio, y que las turbonadas no se presentaran muchos años luego de la desaparición de Mauricio, y que ahora han vuelto a presentarse. Ni ella ni nadie saben que el biólogo logró establecer contacto con Arminda, antes de que la turba se enardeciera y lo llevaran más allá de Naular a realizar el rito. “La cordura me falla Yosefina, el tiempo es un juego de la mente, ¿cómo explicártelo? Todo se detiene, y la luna deja de avanzar. He descubierto de una forma, que me resulta hasta difícil contártela, quizá no mágica sino fatídica e inhumana, y fuera del entendimiento, quizá se trate de brujería, la presencia de una venganza diabólica tal vez; ha sido un maldito pacto con el diablo, con los espíritus del océano que todo lo descompone y desintegra en su interior. Aquella niña que los fundadores de Las Bocas secuestraron y torturaron, es una presencia que circula todo el tiempo sobre el poblado. Está en el aire, en el agua, en la arena, entre los manglares, una sustancia materializada en formas físicas. Se niega a irse, se niega a soltar a sus verdugos. Habita sus sueños, los empuja a odiarse unos a otros, a darse de golpes en la playa, hombres contra mujeres, les ha arrancado de la carne la pasión y les ha sembrado la angustia sempiterna. Desde abril, justo al comenzar el desove de las tortugas

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en la playa, todo cambia, lo he visto, los pobladores se han encerrado aún más en su mutismo, y los únicos que hablaban conmigo, hacen un esfuerzo inmenso por no dirigirnos la mirada, ni a mi ni a los voluntarios. Ella ocupa todos los rincones, renace todos los años sólo para recordarles su muerte, está investida de toda su maldad; he visto su resplandor maligno, cómo se dibuja a su alrededor, flotando en un aura de espuma, entre el agua, pasa corriendo sobre el oleaje, borra los rastros de las tortugas, se hinca a verlas desovar, está flotando sobre nosotros, nos apaga las linternas, nos confunde los nidos que hemos marcado, mueve las cosas de lugar, agita las pesadillas, nos observa, es el ala blanca de las lechuzas que revolotean sobre el pozo, el ala negra del murciélago que nos revuelve la cima del cabello. Está en todos lados. La he sentido, la he soñado, la he visto.” “Caminé de nuevo hasta Naular, amanecía; horas antes el brazo de agua de mar se acercó a mí cuando estaba tirado en la arena, el viento cedió, y en el agua creí percibir un rostro formado por la espuma. Volví a interpelarla, como si entre nosotros se abriera el surco de un lenguaje sin palabras. Yo miraba el brazo de agua elevado hasta mi rostro, pensaba en ella, y sentía su presencia entrar en mí. Y el agua me contestó, sabes. Es imposible que me creas, pero has un esfuerzo, que ganaría yo mintiéndote en toda esta historia. Es ya mediados de agosto, los habitantes soportan las turbonadas por el día, en las tardes salen a quedarse detenidos frente al oleaje, y para calmar los tormentos diarios que su espíritu sufre por las noches cargadas de sudor y pesadillas, van hacia el santuario, más allá de Naular, a verter su sangre. Es la misma Arminda quien los tiene esclavizados a esta inmortalidad. Se ha comunicado conmigo. Debo irme de este sito, me dice, olvidar este lugar, salir cuanto antes. Entra en mi cuerpo, escarba mi mente, me lleva a pensar en ti, hay una angustia terrible anidando en mis adentros. La miro correr sobre el oleaje, me creen loco, hasta el mismo Ambrosio se porta escéptico en su trato, ¿a qué tanto misterio para conmigo, lo sé todo? Todos me hacían sentir que estaba enloqueciendo, viendo cosas que nadie ve, oyendo lo que nadie escucha, pero ella se ha comunicado. La eternidad sobre los huesos. Es arena y agua. El mar que todo lo

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disuelve, la protegió con todo su poder. Ella deseó tanto escapar de ellos y encontró el refugio oceánico.” “No sé si la imaginación me juega una treta. La he sonado Yosefina, no sé si es verdad, si lo he vivido o es sólo la soledad y la tristeza de estar acá, la que me hace escribir a pesar de haber perdido las esperanzas, se hace de noche, y los habitantes están inquietos; mi gente anda temerosa y ha terminado de empacar, apenas amanezca nos largaremos para Isla Tiburón, no hay garantías ante la excitación de la gente, y ante el hecho de que nuestra presencia les provoca demasiado.” Amaneces, dijo José Adrián, amanecía y Mauricio regresó a anular, nos iremos cuand amanezca, todo escrito y dicho en las mismas horas, esa imposibilidad de mirar el tiempo, el maldito tiempo que todo lo arregla todo. Pero Mauricio no pudo guardar esos últimos papeles en el cofre, y el secreto desapareció con él. Se guardó la carta en el pantalón al escuchar la turba que venía hacia ellos. Corrieron fuera de la estación, alcanzaron el atracadero, y las cosas y ellos treparon a la lancha. Fue Mariana quien sacó el papel del bolso de Mauricio, fue Lucrecia quien encontró de nuevo ese papel, 22 años después. Erik ha dado orden a Montañez de cuidar las espaldas de Ángela Pozo, estar pendiente de que los tres cabrones (Roberto, Francisca y Jorge) no se salgan del huacal y distraer la atención de las dos biólogas, Ángela Pozo y Lucrecia Morales, con tonteras de mejor repartimiento de la pesca, mejores oportunidades de vida, mejores precios a sus productos, no quiere que algo afecte sus planes de veintidós años, es conciente que puede obtener la información que necesita. Se acerca la temporada de anidación y hay mucho trabajo por delante. Ángela tiene que estar preparada para identificar los rastros en la playa, saber a la primera, en que sitio está la nidada, reubicar el nido si se hace necesario, y esa información, bien la conocen Roberto, Jorge y Francisca. —No me importan otras especies más que la Carey. Ya Lucrecia se adelantó para obtener la información necesaria de parte de los pobladores, y prepararlos para que colaboren con ustedes. Cuan-

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do llegues tú, dispondrás lo que se debe o no hacer. —Torrefuerte está acostumbrado a dar órdenes, a tener las mujeres a su mano con sólo estirarla, ha percibido, igual que Montañez, las feromonas de la bióloga Pozo. Torrefuerte es hombre duro que no se ha dejado impresionar por Ángela Pozo, reconoce sus intenciones; desde que adquirió el imperio de parte de su abuelo, no piensa que una mujer y su locura sexual puedan arrebatarle las neuronas, y hacer que deje de pensar con frialdad. Como si fuera pendeja, piensa Ángela, y abriendo con delicadeza los labios, le dice a Torrefuerte: de cada carapacho de carey quiero el 15 por ciento de ganancias. Montañez mira el rostro de su jefe descomponerse por la risa, ¿Crees que se trata del carey? Preciosa, tú dedícate a las tortugas, deja los negocios para quienes entienden. Sobreviviente a un ataque de tiburón, Ekert dice no tenerle miedo ni al mismo diablo: “Este es el diablo” dice estirando el brazo, con la marca de las líneas que dejaron las mandíbulas de la bestia, mientras le sostiene la mirada a Montañez, y éste sólo aprieta los dientes y el abdomen, sabedor de que no puede tocarlo porque es importante para los planes de Torrefuerte. —Llegará el momento. Quizá ni el mismo Ekert lo sepa, no puede darse cuenta aún que Torrefuerte lo necesita vivo y lejos de Las Bocas. Más ahora que Ángela y Lucrecia han llegado para la instalación de los campamentos de tortuga y Ekert es uno de los que sabe del santuario que se encuentra más allá de Naular. Ahí estaba levantando el remo en la barcaza, como señal de la pesca que tenía, para que algún compañero me ayudara a remolcar semejante animal, cuenta Ekert, ahí estaba mirando el remolino que a coletazos producía el escualo. Esperaba que algún compañero me viera, pero en una sacudida del bicho, caí de bruces, justo hacia donde había amarrado la cabeza del tiburón, y mi brazo salió de la barca. Se apagaron las luces del día, todo quedó negro presagiando la tormenta, la marejada de sangre que, a borbotones, iba manando de la herida. Un calor me hería el cuerpo por entero. Con la caída

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se soltó la cuerda que detenía la cabeza, y si el tiburón se hubiera percatado que estaba libre me hubiera llevado con él hacia el fondo. Pensé en Francisca y en su risa que me regalaba cuando nos veíamos en alta mar, en mis padres que había enterrado en Mina de Oro, ya hace mucho tiempo, en el rostro de los ancianos que me ha tocado enterrar. En todo lo que ocurre en Las Bocas. Dentro de la mente, en esa oscuridad que me ceñía, miré un brillo, creí que era la muerte con su traje luminoso, creí que eran las alas de los ángeles, como me había dicho de niño mi madre, o las colas afiladas de los demonios que ya venían por mí; que la muerte llegaba hambrienta; reaccioné y vi el cuchillo, era su resplandor el que alimentaba mi nublada vista, con la otra mano lo cogí, lo apreté cerrando el puño sobre su mango y, como pude, atravesé la nariz del tiburón. Sólo tenía una oportunidad. Sólo iba a tener ese único chance, así que no hubo tiempo para la duda, verdad Panchi, ella les puede decir si no me creen –contaba Jorge Ekert mientras iba desescamando los pescados que su esposa Francisca iba metiendo a la sartén; su suegro, Roberto Burgos, enhebraba una red para sardinas, mientras Ángela Pozo y Lucrecia Morales escuchaban asombradas la historia de sangre, sal y dientes que el pescador relataba moviendo los ojos con cinismo, ocultando entre el relato la emoción de saberse violando la muerte, rompiendo las normas esenciales del destino— rompí mi camisa y me amarré el brazo. La sangre no dejaba de manar y me desmayé. —Era tarde cuando lo trajeron. Yo llegaba de la empacadora; corrieron a avisarme que lo estaban velando en casa de don Erik. Tenían su cuerpo sobre una mesa y alrededor habían encendido ya los cirios. —Ahí conversé con la muerte. Yo sabía que no podía morir, pero todo era dolor, clavos enterrados hasta el hueso, astillas en la piel. ¿No me creen? Yo no podía morir, no podía, estaba condenado a ser inmortal, a ser alguien que traspasara el futuro. Tantos años vivo y morir así, por un animal de estos que siempre me han fascinado, que siempre han sido un reto para poner en juego mi destino, un animal de los que siempre me gloriaba, yo era el mejor tiburonero. No podía morir pero estaba tan débil; en eso llegó Panchi y me

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habló, todo seguían siendo nubes rojas entre las que caminaba. Me hundía en un pantano de rostros despellejados, dentro de un pozo oscurísimo, justo en el fondo sin poder mover brazos y piernas, el cuello entumecido, y me hundía en el fango. Miraba hacia arriba y escuché unos susurros. —Él no está muerto. No puede morir, gritaba mi Panchi, y todos vieron que me amaba. —Murió en el camino, resistió mucho, pero llegó a Isla Tiburón ya fallecido. —Todos ustedes están locos. No puede morir, es uno de ellos. No está muerto, sólo duerme. –Decían las voces. Era ella que me hablaba, era ella que lloraba y sus lágrimas me lavaban las piernas, el torso, la cadera, los muslos, me iban soltando de ese fondo pantanoso que me tragaba, y entonces abrí los ojos. Esto es la muerte, estoy seguro que fue lo primero que dije. No se rían, es en serio— las biólogas no podían parar ante el comentario de Ekert. —Deja de bromear con la muerte —regañó su esposa— y que vengan a comer. —Terminó diciendo mientras los platos con los pescados fritos eran servidos. —No sé que hubiera pasado si no hubiese llegado Panchi; me hubieran enterrado vivo, sin duda. Cuando las biólogas se fueron, Francisca retó a Jorge por soltar la lengua: —Cómo te atreves a contar la historia que te tiene acá. —Ni siquiera entienden de lo que hablo. Si no hubieras llegado yo estaría aun en Las Bocas, y seria inmortal, el hechizo se rompió porque llegaste. Me has salvado. —Pero ahora sí puedes morir, y si Torrefuerte se entera de que sabes lo que ocurrió en el santuario, soltará al perro de Montañez para que venga por ti, y yo no puedo ni quiero perderte. —Deja de preocuparte. Es Lucrecia la que me interesa, es tan parecida a su padre. Decirle estás cosas es como prepararla. No me cree, pero le hará falta creer en algo. —Quizá no este acá por su padre. No sabemos lo que Lucrecia quiere saber. ¿Quieres ayudarla? Entonces cuídala, pero no

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le llenes la cabeza de fantasmas. Recuerda que tendrá que ir a ese sitio y que Torrefuerte puede intentar lastimarla o lastimarte si nos entrometemos. Recuerda lo que Mauricio te dijo en una ocasión, que creía que nunca iba a salir vivo de ese sitio, y ya ves que no lo consiguió. —Mauricio obtuvo lo que quiso. Ha sido su voluntad. —No te das cuenta que Torrefuerte tiene otros planes para la chica. —Tiene razón —habló Roberto Burgos— hazle caso. Vamos a estar pendientes de la hija de Mauricio, pero tenemos que esperar para ver que es lo que ella sabe de su padre, antes de contarle nada. La última vez que hablaste con ella, le dijiste que era un hombre noble, y eso me pareció bien, la tranquilizó; para qué hacer que se desespere. Demasiado tiene con los demonios de Nicanor y Felipe que tendrá que conocer y tratar. Con la mente retorcida de Erik, que trae a la hija para un oscuro plan que sólo él entiende. Veintidós años parecen demasiados para una segunda parte.

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Capítulo DIEZ La noche antes de salir para Las Bocas, Ángela Pozo logró que Erik le compartiera los secretos de los habitantes de aquel puerto, y su necesidad de conocer el ritual para controlar su destino. —¿Crees en esas historias? —Si hubieras visto, leído y escuchado al respecto, te darías cuenta qué todo parece real, por eso quiero pruebas. Son gente de la edad del general, de la edad de mi abuelo muerto; y siguen igual de jóvenes como en los tiempos de mi abuelo, ¿cómo lo explicas? La ciencia no logra comprenderlo todo. Siempre hay un límite entre el poder de la naturaleza, y la capacidad humana. De ser falsas las historias igual lo descubriremos, así que no se pierde nada. —Lo que hace un millonario aburrido –se dijo Ángela en silencio. Ella había obtenido parte de la información por medio de Montañez, y le sonríe con lujuria al darse cuenta que su sensualidad ha valido para ir al puerto con la historia armada sobre un mundo de fantasmas, como Erik los ha nombrado. Ángela Pozo mantiene la humedad de la vagina intacta, salió temprano del lecho de Erik, para poder despedirse igual del guarda espaldas. Esa posibilidad de

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hembra dominante que le brilla en el cuerpo. Ahora será, saber jugar las cartas. Fueron cinco orgasmos los que logró arrebatar a Torrefuerte, le ha brindado el culo para que este desfogara su energía. —Me has roto por dentro. –decía arrugando las sábanas. Siente cierto dolor, pero el conocer la historia del puerto le puede brindar poder y eso la tiene contenta, habrá que manejar a la Lucrecia para lograr cerrar el círculo. Una vez completado este paso decidirá si se queda con Torrefuerte para dominar el mundo que le ha ofrecido, o valerse de Montañez para eliminar al dueño de Isla Tiburón y robarle su dinero. Es una posibilidad. Montañez entró en un estado de alteración cuando ella le confesó que Torrefuerte la había obligado, por medio de astucias económicas a acostarse con él. —¿Qué quieres?, él es el jefe. Sólo me resta obedecer igual que a ti. —Si decías que eres mi mujer, seguro te hubiera respetado. —Mi queridito, es el jefe y no hay más. ¿Te crees su igual? No es así, también es tu jefe, así que ni hablar. Es a ti a quien quiero; si él me pide el culo, tengo que ceder, a qué pelearnos por cosas que no tienen remedio. —Tendré que hablarle. —Pero no me comprometas. Si quieres pelear por tu mujer tendrás que tener el dinero que él tiene, porque yo necesito lo que él me ofrece. A los dos nos serviría. —Con el dinero que tengo ahorrado podremos vivir bien. Él tiene que respetar que eres mía. No soy estúpido, puedo darme cuenta que estás jugando con ambos —la bióloga retenía el miembro del guarda espaldas en la boca, comenzó a lamerlo y a succionar con fuerza, con una mano le iba estirando la verga mientras con la otra le sobaba los huevos y le metía el dedo índice en el culo. Montañez se dejó llevar de nuevo hacia el silencio y se decidió a confiar. —Deja que yo actúe como mejor convenga a los dos. Prométeme que cuando se pueda nos largaremos de este sitio —y Montañez prometía todo. Durante el sexo todo se promete, y se hace lo posible por cumplir, pero el guarda espaldas había sentido por vez primera que necesitaba terminar su relación con Erik.

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—No puedo matarlo —y aunque nunca cumpliría sus promesas, no podía faltarle a la memoria del general, que tanto había hecho por él. Montañez que nunca ha tenido una mujer sólo para él, estalló en cólera, por vez primera se debatía en olvidar las promesas hechas de nunca atentar contra Erik; pero no está estipulado que su jefe le quisiera quitar a la única mujer que en verdad ha amado, mas aún cuando ella, Ángela Pozo, su Ángela Pozo, le cuenta en medio de lágrimas que Erik la quiere tener de nuevo. “¿Y qué haré, dime, qué puedo hacer para no faltarte, queridito?” No puede permitírselo, no puede tolerar que Erik le afecte. Lo que Rulor Miranda no ha podido deducir de Lucrecia, es su falta de cordura en cada una de sus actitudes frente a Torrefuerte. Y mucho menos pudo percibir en la primera impresión, las intenciones del Jefe por Lucrecia, por que la chica era discreta en cuanto a su persona, pero no para los conflictos externos en los que pudiera ver involucrada sus necesidades. — Esta pequeña comienza a ir demasiado lejos –había recomendado Montañez. Pero Torrefuerte estaba encantado con la muchachita. —Déjala tranquila, pronto obtendremos lo que necesitamos. —Ya Ángela había comenzado a mandar los informes que señalaban las largas caminatas de Lucrecia en las noches, las confesiones que lograba arrancarles a los habitantes. Habían vuelto a balizar la playa, para saber en qué kilómetro las hembras anidantes que salían a la playa, depositaban sus huevos. A Lucrecia le habían servido las notas de Mauricio, pero no hubiera logrado nada sin el apoyo de Rulor Miranda. Este se quedó unos días en el campamento, al igual que Torrefuerte y Montañez. Para Rulor se habían disipado los temores, una vez que pisó la estación de campo de Las Bocas. Era revivirse por medio del trabajo. Había recuperado algo de su cordura, y recordaba sin sobresaltos las actividades señaladas por Mauricio en aquella época cuando fue su ayudante. Lucrecia acostumbraba a dormir sin ropa, y eso era algo que los hombres que estaban en la estación durante ese tiempo dis-

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frutaban. La chica y su delgadez de niña. El pubis depilado con cuidado, mostrando esa línea de vellos castaños y la lisura de su piel. No tenía muchas tetas pero era su culo una curva que señalaba la necesidad de mostrar la lujuria presente en su cuerpo. Torrefuerte pudo olvidarse con facilidad de Ángela, Lucrecia salía desnuda del baño y entraba al cuarto a ponerse la ropa, frente a ellos, provocándolos. Quería dejar los pudores morales fuera de Las Bocas, se dijo que acá quería ser lo más natural que pudiera. He venido hasta tan lejos para andar escondiéndome, lo natural es siempre lo que he preferido, y acá, no siento necesidad de andar tapada, menos entre estas paredes, menos con mis conocidos. Todos veían con agrado los paseos por la estación de Lucrecia sin ropa y Montañez y Ángela decidieron ser partícipes de esa liberación. Pero la calma duró pocos instantes. —No piensas vestirte –le dijo Erik cuando se disponían a cenar, —Anda desnuda si quieres, pero a la hora de comer, ten la bondad de cubrirte un poco —y ella le replicó: —¿Te pone nervioso? —No, pero pienso que te puede ser incomodo. Y en general, me aburre un poco tu desnudez. —Si me incomodara no lo haría. Me siento bien así. Y es así como pienso andar dentro de la estación de campo. —Si lo que quieres es tener sexo con alguno de nosotros sólo tienes que decirlo —Erik mostraba enojo, la desinhibición de Lucrecia le desbordaba el pensamiento. Ella no se dejaba controlar y eso le hacía sentir incómodo. Más ahora que Montañez y Ángela seguían sus pasos. La enormidad sexual del guarda espaldas no podía esconderse, ya que los roces de Ángela eran demasiado evidentes. —Esto no es un campo nudista. Y con tus provocaciones sólo reflejas inmadurez. —No lo hago en un afán sexual, todo el cuerpo me arde, y la ropa me resulta insoportable. No tengo privacidad en esta habitación comunal, y no puedo (ni quiero) cerca de la piel, ni siquiera una toalla. Pero si de verdad te es molesto, puedo sufrir si lo deseas. Me gusta mi cuerpo, es estético, y no estoy intentando provocar a nadie. Les aseguro que ni uno de ustedes me atrae. Bueno, la verdad

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Ángela es en verdad hermosa y la preferiría a cualquiera de ustedes tres. —Para Ángela ese piropo fue demasiado. Y abandonó el hecho de haberla secundado. —¿Qué dices? Vístete por favor, ya te dijo Erik. — ¿Igual a ti te molesta? — Al principio no, pero, bueno, ya no sé, se me hace ridículo seguir con esto. —Ángela quería ocultar el rubor de su rostro. Lucrecia se percató. Y después soltó algo más que puso a Ángela más nerviosa. — Pero eso sí, eres el jefe –se dirigió a Erik— y si quieres puedes probar la mercancía, llevo días sin sexo, y soy una mujer de hormonas. No estaba interesada, pero pensando en Ángela me siento algo excitada. Será sin compromiso. Erik se sintió halagado y acepto el reto. Esa noche, Lucrecia aumentó el volumen de sus gemidos. En verdad disfrutaba del tamaño y las aptitudes de Erik, pero quiso ser un poco más escandalosa, con tal de que Ángela la escuchara en cualquier parte de la estación. Ángela estaba encima de Montañez, estaba sorprendida de que la fricción al pene de Montañez no era la que la estaba desbaratando por dentro, no era ese palpitante pedazo de carne que también la llenaba, no, eran lo gemidos de Lucrecia, era una necesidad de verla contonearse. Calambres le recorrían la espalda, y muy dentro de ella, un intenso calor le apretaba las entrañas. Eran los aullidos de Lucrecia tan fuertes que Ángela sintió, por vez primera, necesidad de mirar a otra mujer mientras se la cogían, y decidió trasladar su pensar hacia aquella mujercita. Se sacó el pene de Montañez de la vagina, y comenzó a lamérselo, luego los testículos: metía uno completo a su boca y lo absorbía hasta que dejarlo rojo, luego procedía a comerle el culo, y fue cuando dejó que toda la presencia de Lucrecia le electrizara el cuerpo, ahí con la punta de la lengua recorriendo esas cavidades, imaginó a la compañera. –Estoy envejeciendo y aún no lo he probado todo. El sonido de la madera en el vaivén de los cuerpos la sacaban de concentración, y por vez primera se dijo que quería probar a otra mujer, a esta mujer que, ahora lo reconocía, tanto le gustaba.

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Iba chupando y chupando mientras sus manos recorrían los pectorales del guarda espaldas, luego se cambio de posición, y sin dejar de chuparle los huevos y el culo, le ofreció al hombre su vagina, para que este se la comiera y seguir imaginando la lengua de Lucrecia. Después de esa noche cuando le inundó la cara al guarda espaldas con sus líquidos, después de ese momento cuando la presencia total de Lucrecia le hizo tan bien en el orgasmo, comenzó a prestarle mas atención a la chica. Y se sintió aliviada cuando Erik y Montañez se marcharon, el guarda espaldas le dijo: —Qué bueno que Erik se fijó en Lucrecia; te ha dejado en paz y ya no tendré que pelear con él. Erik era diferente, terriblemente prudente en sus relaciones, y la chica no le había ganado el pensamiento, así que le pidió a Ángela que no se olvidara de vigilar a Lucrecia, y ese fue el pretexto, ya estaba justificado, ella podría estar en cualquier sitio donde Lucrecia se encontrara, se trataba de no perderla de vista ni un instante, tenia orden de vigilarla Jorge Ekert había mapeado de memoria las zonas marítimas que permitían llegar al santuario de las tortugas que los pobladores de Las Bocas, desde hacía muchos años, habían protegido. Y que, a parte de los pobladores de Las Bocas, sólo conocían el desaparecido Mauricio y Rulor, pero este último no quería recordarlo. —Soy uno de ellos Lucrecia, o quizá fui uno de ellos, creí que jamás volvería a Las Bocas, y he podido hacerlo gracias a ti. Pero tienes que irte. No tienes idea de lo que es el ritual y quizá ellos no te lo permitan. Mira a Rulor, parece que ha sanado, pero no lo creo, estoy seguro que sigue sin aceptar todo lo que le tocó ver. —¿Y cómo fue que lograste salirte? —Fue tu padre o la misma Arminda, o ambos, la verdad no lo sé. Luego del accidente con el tiburón me sacaron de acá. —Ekert se atrevió a regresar al santuario después de tantos años de haberse liberado del maleficio. Años en que pudo reconocer de nuevo su piel, sus arrugas, la muerte de las células en su cuerpo. No importaba la vida eterna, si la vida es un lugar plagado de gente como Torrefuerte. ¿Qué caso tiene mantener la existencia similar de los quelonios? A mis 80 años aparento 40, me he permiti-

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do ya envejecer 20 años, recuperar la cordura natural de mi cuerpo, de la vida. —Ya no soy esclavo del tiempo, pero sí lo sigo siendo de Torrefuerte, como todos en Las Bocas. Y ¿qué culpa tienen los pinches animalitos? Cual es el destino en el que nos quedaremos sufriendo todos, si no hay mas que pensar que el manantial de sangre que les extraen es una maldita masacre, y los enormes trozos de carne se irán asentando cada vez más en la inconciencia. ¿A qué todo el sufrimiento de aquella niña, tanta tortura? —¿Se trata de una matanza de tortugas? —Es más que eso. Es un rito de sangre, violencia. Una pesadilla eterna que no tiene para cuando terminar. Fue el estar con Panchi lo que me ha salvado. Esa mismo sentimiento que tenían Ambrosio y Mariana. ¿No creerás que están en el cementerio? Según lo que me dices, los escritos de Mauricio son ciertos. Pero no entiendo, ¿qué busca Torrefuerte contigo? —Este es un lugar olvidado por los dioses. Es una cárcel de humanos. Un cementerio de tortugas, ellas vienen a dejar vida en la playa, y van a morir al santuario. Ha sido otorgado por el diablo. Es lo que es, y siempre será el Santuario, aunque nosotros pasemos cerca y si nos haga una entrada de mar hacia el humedal y ahí en Calapetén, puedes mirar el deterioro del tiempo, el olvido en que siguen reclusos. –Lucrecia miraba el oleaje, la oscuridad era cortada por la silueta lunar, Ekert estaba detenido en la playa, hablándole. —Cuando sucede el rito las cosas cambian, es algo con las células, Ambrosio lo decía siempre, un tipo especial de mutación que afecta el alma. —Necesito ver el ritual para poder entenderlo. Necesito estar presente. —No tienes idea de que podrás encontrar ahí Lucrecia. Llegué de niño y desde ese primer año me hicieron beber del brebaje que se prepara durante el ritual. Sentí miedo. Había un desorden esa vez, porque a los que no lo bebían, los mataban y se abalanzaban sobre su sangre. No sabes todas las cosas que vieron mis ojos de niño

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en esa noche. Todavía sueño con esas cosas. Vine por ti Lucrecia, tú y Ángela deben salir de acá. Lucrecia sabía del sitio, sabía de los rituales, sabía de los asesinatos y todos los desmanes que los pobladores de las bocas habían cometido. Todos esos personajes de las notas de Mauricio cobraban forma a sus ojos. Todos los tesoros del tiempo. Incluso los esqueletos de los frailes que fueron inmolados. Las chiquillas que victimaron. Tanta sangre derramada entre los granos de arena. Y la arena que se extiende, siempre callada, siempre en movimiento. Reclama sus trofeos, sus plegarias, ardientes deseos de no vislumbrar el abandono. Es el tiempo ese maleficio en el ambiente. Hasta Lucrecia ha padecido los sudores de los días que no terminan de pasar. La arena del Santuario permite esa sensación. Ese escozor del alma. Esa tristeza de los aullidos del recuerdo. Y todas las lamentaciones ya no son mas que el juego de una vida inferior a la nuestra, aun siendo la eternidad su futuro. Eternidad de miedos, sinsabores, pesadillas repetidas, sueños colectivos de muerte, el mismo viento, el mismo tiempo detenido en su límite. ¿Cómo detener el tiempo dentro de la carne? ¿Ese impedir la división celular? ¿Huir del sol, y caminar dentro de la sombra? ¿Mirar el océano y la respuesta evolutiva de las mareas? El océano que todo lo destruye, que todo lo circunda y cubre con su sal. El cambio continuo de las playas. El giro de los granos de arena, en expansión, en expansión, toda la arena repetida en la carne de estos hombres. El filamento de la luz que no termina de morir en el atardecer. Lucrecia, acostumbrada a la piel y los excesos sexuales que vivía con Laura, supo darse cuenta que algo había despertado en Ángela, y la jefa quería hacerse la fuerte. Pero la chica continuó con su rutina: le gustaba salir del baño sin ropa y detenerse a secar el cabello junto a ella; le gustaba entrar al baño a orinar cuando Ángela se estaba bañando. Se tomó la libertad de acercarse a Ángela por atrás, para leer los escritos que ésta preparaba, y decirle en el oído, “me gustas, no te es suficiente”. ¿Suficiente? Qué significaba. Ángela quería llenarla de golpe. —¿Cómo lo suficiente?

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—Para correr el riesgo… —¿? ¿? —…de decirte que me gustas, carajo, que te des cuenta que sé que igual te gusto, y a mi no me importa, en lo mínimo, acostarme contigo. Hace días que no tengo sexo. —Estás loca. Me gustan los hombres. —Pero estamos solas y podemos jugar. –y al decirlo se puso frente a ella, y se le quedó mirando; dejó que su frente tocara con la de Ángela, que podía sentir la respiración de la chica sobre sus labios; Lucrecia la tomó del cuello y la piel de Ángela subió su temperatura, se puso nerviosa. Lucrecia no podía dejar pasar el momento, le cogió de la muñeca y con la otra mano aún en el cuello atrajo su rostro hacia sus propios labios. —Es una experiencia más —se decía—, como se antoja liberar la ropa y rozar las pieles, tocarse el pubis, un dedo húmedo que busque escapar; necesito que esto no acabe. –pero Lucrecia se separó, quitó la sonrisa de su rostro, se limpió la boca con el antebrazo y se metió al baño a ducharse; Ángela quedó de pie junto al escritorio y las piernas le temblaban.

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Capítulo ONCE Federico consiguió hacer su tesis con Yosefina Morales por recomendación de un antiguo amante de la doctora, y quería empezar por hacer su servicio social en el laboratorio de hidroponía, aún en los primeros semestres de la carrera; crecer ahí, dentro del laboratorio. Aprender de la mejor, sentir el ambiente, adentrarse en el mundo de la ciencia. Supo desde el inicio que no le había caído en gracia a la que sería su asesora; que su protector le pidiera ese tipo de favores a una mujer que se sintió en la obligación, era un chantaje, claro, eso era, la obligación de recibir al alumno. “Por los buenos tiempos”. No podía negarse. Aquel amante había sido cálido. El amor no existe, y eso era una premisa real para la Yosefina. Creíste que sólo lo decía como gancho, estás equivocado; no necesito protección, ni sentar cabeza ni nada de esos contratiempos improcedentes y cursis. Sexo y sudor ¿no te bastan? –La calidez es una cosa, el orgullo es algo más poderoso, el amante perfecto (para ese momento, claro), y el hombre supo enseguida que él era la hembrita, con el calor de los celos siempre creciendo en el estómago; Yosefina era una hiena de risa destartalada, que sabía reír siempre

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en el orgasmo. —¿Y es todo?— ofendía cada que tenía oportunidad. Sudaba sí, gozaba, claro, y por supuesto que alcanzaba la cima del clímax, pero coño, ¿por qué sólo uno, por qué tan sólo dos? “¿Y eso es todo? Valiente protección me brindarías, si no puedes brindarme el desfallecer en el acto. Quiero que me rompas, que me partas en dos.” Recibir a Federico en el laboratorio era tener que recordar al hombre aquel, recordar sus peticiones, sus manos, su barba. Necesitas tener calma. Yo puedo abrazarte para que puedas estar tranquila. No necesito estar tranquila, necesito pensar en mí y en mi hija. Ya hubo tiempo para el romance en otro tiempo, no soy lo que buscas. Estaba segura. La huella de Mauricio era un gran surco dentro de su alma, para qué quería más, no existía más, no necesitaba más de lo que ya tenía. Será mejor que no vuelva a verte, no quieres entender que esto es lo único que puedo ofrecer, pides demasiado y no estoy dispuesta a ceder mi tiempo, a perderlo en cursiladas. Lucrecia crecía rápido y cada vez era más tosca. Todo el tiempo con los amigos de la calle, en esas esquinas de luces ámbar, No tengo tiempo para cuidar de otro niño, si ni con la mía tengo. Pero Federico no era un niño, tenía dieciocho años, era avispado, disciplinado, obediente, y por más gritos que ella le daba, nada lo desmoralizaba. Siempre estaba ahí cuando Yosefina levantaba la vista. Trae aquello, lleva esto otro, prepara el médium para la siembra, enciende la campana, astringencia coño, tienes que tener todo limpio, no seas un cerdo, cierra cuando te vayas, que nadie me moleste, qué te pasa que no contestas el puto teléfono, pasa por mi hija al colegio ya que no voy a poder salir. Toma, llévala a comer, y dile que disculpe. Lucrecia estaba a punto de salir de la secundaria, tenía apenas trece años. Ve a mi casa por unos apuntes que dejé en la oficina, y Federico ya estaba dentro de su vida, dentro de su casa. Incluso dentro de la cocinera—ama de llaves, la Lucero, madre de Laura. Federico era callado, delgado, un poco más larguirucho que la estatura media. Lucero lo recibía siempre de buena gana, y de buena gana lo fue volviendo hombrecito. Chemir fue el único en ver que Ángela Pozo y Lucrecia Morales enredaran los cuerpos como escorpiones hambrientos uno de otro. Llevaban tres meses en esa mezcla de sudores y saliva, y co-

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menzaron a necesitarse. Ángela sentía una angustia terminal por su relación con Lucrecia, quizá era parte de su confusión, pero ya no imaginaba siquiera qué era la penetración peneal, estaba dedicada a disfrutar la lengua y los frágiles dedos de Lucrecia que la recorrían, esa lengua puntiaguda que bajaba por la espalda, siguiendo la línea de los vellitos hasta abajo, hasta abajo, deteniéndose de vez en vez en los lunares, hasta llegar al culo, y ahí llenarlo de saliva, escupir en él para lubricarlo, meter lo mas que podía la lengua, y el culo de Ángela se distendía, permitiendo la entrada, así era como Lucrecia le metía el dedo gordo en la vagina y el índice en el culo, gozando gozando hasta enarenarse de silencio. Todo el remolino de la honra, del poder de loba hambrienta con que había llegado se fue tirando al caño en esas células marchitas por el roce. Esa luz que la joven bióloga iba dibujando en esta mujer terrosa de noches invictas, y nunca más lamentos. Pero las cosas no podían quedarse en el anonimato. Los reportes últimos del mes no llegaron, las biólogas estaban confabulando a favor de los ideales de Lucrecia; Ángela había decidido que Lucrecia fuera su dueña, no le interesaba cambiar nada, no quería trabajar ni hacer más que acompañarla, llenarse de ella todo el tiempo, llorarle para que al salir de ese sitio vivieran juntas, y Lucrecia le acariciaba el cabello sin responder, se quedaba ahí acostada con esa hembra encima y sólo pensaba en Mauricio, en su madre, en la misma Laura que tanto le enseñó a no involucrarse, en Federico que pudo ser un buen padre junto con ella, en esa vida que el cadáver de Laura le había arrebatado, en ese desenlace de cuentos de hadas en que no quiso creer a lado de Federico. En esos niños que nunca podrá tener ni ha querido tener, porque le gusta su soledad, su libertad, que le han hecho no darse por enterada de lo que ha ido creciendo en esta relación con Ángela, no le preocupa que ella se esté enamorando (qué es el amor sino células marchitas), lo que disfruta es la faceta ante la cual Ángela se ha rendido, con esa pasión tirana como ella sabe, que nunca pudo ofrecerse a nadie. Ángela empezó a creer en sus proyectos, empezó a luchar por los ideales de su joven amante, leyó las notas que Lucrecia había hecho de los papeles de Mauricio, leyó las cartas de la madre agobia-

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da, detenida detrás de las montañas. Y en esa levedad en que Ángela se sentía, traicionó con toda intención, las necesidades de Torrefuerte, y la pasión de Montañez. No enviaron más informes, “no hemos visto nada extraño” era lo que siempre contestaban, pero ya habían hablado con Ekert para que les ayudara a ir hacia el santuario, pero un tipo como Torrefuerte, que todo lo sabe, se dio por enterado. —Vaya con tu mujercita, se ha doblado, creo que la Lucrecia se la echó al bolsillo. —No lo creo, es una hembra fuerte, verá que es una treta para joderla. Desde eso Chemir las siguió por orden de Erik luego de la discusión que habían tenido con Ángela porque no había logrado nada en esos meses. —Estoy en eso, pero no puedo darte información semanal. –contestaba la cordial amante, y luego dirigiéndose a Lucrecia: —Creo que tenemos que apurar los planes, necesitas hablar ya con Ekert, ponerte de acuerdo, sino el pinche Montañez volverá a chingarnos. —Veremos qué hacer para que vayamos lo mas pronto al santuario. Necesito hablar y convencer a Renata. Chemir pudo darse cuenta que tanto Montañez y como Erik estaban encandilados como moscas por la personalidad de Lucrecia. Por esa forma en que su sexo doblegaba a cualquiera que se le pusiera enfrente. Eran mujeres hermosas. Hermosas al estilo de cada una. Ángela no era muy bella pero con un cuerpo muy bien dotado. Y aunque Lucrecia no tenía el cuerpo hermoso, ese que los hombres acostumbran perseguir, su desfachatez de encuerarse sin importancia, era un talismán que hipnotizaba a quien se le pusiera enfrente. Ángela por acuerdo con su mujer, quedó en seguir atendiendo a Montañez y luego, a escondidas, a Erik, sin pensar en que Torrefuerte la dejaba ser, para ver si podía arrancarle la información que la Lucrecia solo escupía entre los dientes. Ninguna de las dos se dió cuenta de la presencia nocturna de Chemir alrededor de la cabaña donde se retorcían una sobre otra. —He hablado con Nicanor; he descubierto que todo es un gran montaje, que tú lo sabias, y qué quieres controlar mis actos.

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—Si, me lo dijo Erik desde el principio. Bueno será que acabemos de una vez y que nos vayamos lo mas pronto posible. —Y entonces ¿cuál va a ser tu decisión? —Tu padre quiso sacar todo a la luz. Erik no podía permitirlo, necesitaba tener el control sobre la muerte y cree que controlando esa presencia en la arena lo logrará; te ha puesto de carnada para que por medio de Mauricio, Arminda le permita tener el poder de controlar la muerte. —Toda mi vida ha sido una farsa, Erik ha seguido mis pasos más de diez años. Ahora quiere utilizarme para que yo acabe con lo único bueno que he sabido de mi padre, su memoria. El viento comenzó a soplar y la ventana desde donde Chemir estaba escuchando escondido la conversación de las mujeres cayó. Lucrecia tomó el cuchillo que Jorge le había entregado y las dos guardaron silencio. No quedaba mucho tiempo. —Jorge y Francisca deben de estar llegando a Naular, tengo las cuatrimoto lista, ellos me llevarán al Santuario. Regresaré por ti. Tendrás que entretenerlos mientras tanto. Atravesando el mar, Ekert y Francisca pudieron ver cómo se levantaba la arena cerca del poblado, y enfilaron la barca hacia Naular donde quedaron en ver a Lucrecia. —Vete al café para que Nicanor y Felipe no sospechen. Ya he hablado con Renata y ella está de acuerdo. —Lucrecia le dió un beso hasta que se le apagó la respiración, tomó aire y salió en la cuatrimoto. La arena le pegaba en el rostro. Había un continuo ulular en el viento. Lucrecia seguía adelante y una ola creció en el mar y cayó frente a ella desgajando un montículo de arena que la hizo trompicar, arena y viento se precipitaron sobe ella que manoteaba para no ser enterrada viva. Cuando Ángela Pozo llegó al café Doña Susana, miró en su mesa de siempre a Nicanor y a Felipe que jugaban al dominó. El silencio era roto por el sonido de las fichas al revolverse o acomodarse. Se acercó a ellos que levantaron la vista hacia ella y pudo verles las cuencas vacías, sus ojos oscuros que daban la impresión de haberse caído de sus órbitas. Corrió a la calle, todo el pueblo iba corriendo con antorchas hacia el embarcadero. La furia de Arminda estaba

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recorriendo el pueblo y corrían a las barcas para irse al santuario. Martín venía con las tinajas del alcohol de uva de mar, y en las playas comenzaban a subir algunas tortugas. Ángela Pozo quisó esconderse y corrió hacia el cementerio, lo más lejano a la playa, al llegar ahí cayó al suelo y al levantar la vista miró las botas de Montañez. —¡Maldita! –la tomó de los cabellos. Al quedar de pie vio caminando hacia el mismo sitio a Torrefuerte. Ella intentó manotear pero el guarda espaldas cerró su brazo sobre su cuello y la levantó en el aire, ahorcándola. —Bájala –ordenó Erik y Montañez la soltó. Erik llegó junto a ella, cogió el cuchillo que Montañez tenía en la cintura, y se lo enterró completo a la mujer que apenas alcanzó a creer que la mataban. Sus ojos mitad terror mitad ternura. –Jamás nos pondrás el uno contra el otro,— y al decirlo miró el rostro de Montañez que no desvío la mirada, se la sostuvo con orgullo y paz en el rostro. —Llévala a la estación, y encuéntrame a Lucrecia. –le dijo al guarda espaldas. El remolino de viento cedió en la zona donde estaba Lucrecia peleando por no acabar enterrada. Escuchó el eco de un motor de lancha que se acercaba, el mar agitándose y la nube de arena en dirección, hacia el santuario. Luchó por desenterrarse pero no lo conseguía, hasta que miró un brazo que se estiraba para ayudarla. Alzó la vista y era Chemir. La jaló hacia él y logró sacarla de la arena. Dejaron la moto enterrada, abordaron la barca y se dirigieron al poblado. Entraron a la estación y Lucrecia vio que la esperaban Montañez y Torrefuerte. En el atracadero estaban abordando los pobladores, sus antorchas y sus ojos negros como cuencas vacías. —Pensabas traicionarme. El maldito Ekert te pensaba llevar. Ahora mismo vamos a ir a él, y harás que nos lleve a todos, yo igual quiero ver a Mauricio. —¿Qué le hiciste a Ángela? —Está esperándote en el cuarto –Lucrecia se precipitó hacia la recámara, traspasó la cortina de caracoles y vió el cadáver de Ángela y la estática de su mirada sin brillo. Quiso correr a abrazarla, Montañez la detuvo cargándola con una mano.

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—Nos llevarás al santuario y luego, la vas a alcanzar donde sea que esté. Jorge y Francisca vieron pasar muchas lanchas, por lo que Ekert le pidió a su esposa que se escondiera en la duna. —La atraparon; ahora vendrán por nosotros. Si me llevan, tendrás que salvarte para conseguir ayuda. —Si te atrapan iré contigo. —Hace muchos años debí morir, Arminda no quiso, no querrá que pase ahora. Ella me liberó, gracias a Mauricio. Tenemos que devolver el favor que ha hecho por nosotros. Escucho motores, ahí vienen. Francisca corrió a esconderse, Jorge intentó borrar las huellas de su esposa de la arena. Desembarcaron. Chemir llevaba la pistola en la mano. “Súbete Jorge, nos vas a acompañar”. Montañez saltó a la playa, y comenzó a buscar las huellas de Francisca. —Estaba enterrando unos nidos y borrando el rastro de la tortuga, mientras esperaba a Lucrecia. Estoy solo. —Te avisé que te llegaría la hora —le dijo Montañez sin dejar de mirarlo. Yosefina dobló la carta que le había enviado Rulor Miranda. Su avión estaba por descender en el aeropuerto de esa ciudad del sureste. Han sido horas de un dolor acumulado en el pecho. “Ella está bien, venga lo más pronto posible, yo la llevaré a verla”. La noche ha terminado de caer. Los huesos intactos. Las estrellas fijas en su movimiento. Recibió la carta en la mañana y ahora al anochecer está poniendo sus pies en esa tierra que le ha robado la vida. No sabe si sigue caminando hacia el abismo. ¿Cuántas veces Lucrecia le había dicho que este hombre no era de confianza? Y ahora ella, de nuevo, era victima de una jugada del destino por medio de este hombre canoso de gafas con fondo de botella. Ya no puede pensar en Mauricio, el recuerdo de su hombre ha quedado en un sitio de su cerebro bien cuidado, protegido, recuperado en su historia de amor y búsqueda, el jardín botánico, la noche desde el cuarto, el último amanecer de enredar los cuerpos. Su pensamiento y sus latidos son por su hija, su botón de azúcar, por su mujer furia, su princesa de sal y sol.

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Es octubre y las aves migratorias ya se escuchan en el humedal. Sus aleteos. El aleteo de las balas de Montañez, el caer de los cuerpos traspasados, pólvora y dolor, gritos y arena siempre la arena sobre el agua, cubriéndolo todo, con esa su cicatriz constante de sequedad y abismo. El ahogarse del humo de las embarcaciones que llevan sus antorchas. Lucrecia estirando los dedos para tocar el rostro de su padre, ese rostro formado de arena, rostro exacto que se detuvo en el tiempo como una escultura de aire, agua, arena, prisionero de la esencia de la niña ultrajada en mar abierto, en una isla que no ha dejado pasar el tiempo, en ese mirar las tortugas decapitadas, que todo lo saben y lo miran desde las profundidades del terror, abismándose en los mares, en los océanos que todo lo destruyen hasta la vida humana, y sus pocos siglos de esplendor. La mirada de Arminda lagrimando en esos ojos pequeños al momento de dejar caer la vida, en esos huevos, cada año; ahí, escondidos en la arena que nos cubrirá a todos, y en que todos hemos de acabar. Nicanor y Felipe piden el sacrificio de la sangre de Lucrecia, para quedar libres. Erik piensa tener el poder de manejar a Arminda, por ser él quien le entregue la sangre de la hija de Mauricio. Jorge Ekert corre desde el bote con las venas del cuello extendidas para tomar de la mano a Lucrecia y huir con ella. —Tú me devolviste a la vida, que sea mi vida la que salve la de esta joven. —Pero el remolino de arena y viento quiere la vida de Torrefuerte. Montañez no lo pensó más y con el cuchillo degolló al hombre que el general le hizo prometer que cuidaría. La oscuridad avanza, no hay más puntos luminosos sobre las cabezas, todo es un batir de palmas y pieles, gritos y aire. Montañez derrama la sangre de Torrefuerte y le dispara a Chemir dentro de la confusión. Todos corren atropellándose, y el remolino los empuja a todos, el mar se azota sobre la arena, y avanza, avanza sus oleajes. Los pobladores corren con la sangre de las tortugas en las tinajas, las cabezas chorreantes de las tortugas decapitadas cuelgan. El tiempo gira sobre todos, se detienen las imágenes y vuelven a fluir, van hacia atrás y Torrefuerte desciende de las lanchas, han llegado al santuario. Los habitantes empiezan el ritual de cada año.

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—Nicanor, detente —habría gritado Torrefuerte. Desembarcó y Felipe se puso enfrente de él para impedirle el paso. —Conseguiste llegar Erik, pero no podrás irte —y se abalanzó sobre él. Montañez abrió fuego para defender a su protegido. Felipe cae muerto, pero su herida cicatriza y unos segundos después vuelve a levantarse. Todos los pobladores comienzan a rodearlos. El mar comienza a levantar sus oleajes, el ruido del viento aumenta y se forma un círculo de agua salada encima de ellos. De la arena surge, bajo la luz de las antorchas, una columna formada por el viento. Nicanor intenta herir a Lucrecia, pero Jorge Ekert no lo ha permitido. Montañez ha derramado la sangre de Erik y de Chemir. Llegan Francisca con Rulor y Roberto Burgos desde otra lancha. Francisca corre hacia Jorge, cuando la fuerza del oleaje se precipita sobre todos, como una ola inmensa dejando caer sus litros de violencia. Francisca y Jorge se vuelven agua. Federico ha llevado a Yosefina al aeropuerto acompañado de Lucero. Antes de abordar su vuelo, la madre de Lucrecia se ha empeñado en que Federico conozca la historia de Mauricio Cuevas y le deja en las manos el sobre con los documentos, y las últimas cartas de Lucrecia. –Te hablaré apenas logre contactarla. Federico quiso resistirse a dejarla ir sola, pero la doctora tiene su carácter y no quería que el laboratorio se quedara en el abandono. Los datos de la última prueba de hidroponía tienen que estar listos para fin de mes, y esta maldita enajenación en que me he envuelto me ha impedido dedicarme como el trabajo lo requiere, lo bueno es que has estado pendiente. Qué bueno que regresaste a pesar de que te eché de la vida de mi hija. Cuando regresemos del sureste, espero que puedas arreglar las cosas con ella. Federico se ha pasado las horas del vuelo de su jefa sumido en un café leyendo los papeles. Consumiendo sus horas de cigarrillos, y piezas de jazz en el sonido ambiente. Levanta la vista, y mira la lluvia sobre la ciudad, el polvo va desgajando las paredes, todo filtra hacia las alcantarillas; Federico fuma, y con el humo se transporta hacia Las Bocas.

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El viento cede, el agua se aquieta. Lucrecia mira el rostro luminoso de Mauricio sobresaliendo entre la espuma, es un rostro límpido y perfecto; ella coge un cuchillo entre las manos y se arranca los ojos, son demasiadas las cosas que no deben ser vistas de nuevo. Montañez toma en sus brazos a Lucrecia ciega e intenta subirse a la lancha, pero el remolino de arena lo atrapa, eleva su cuerpo y en el aire lo parte en dos. Sus pedazos caen a la arena, junto al cuerpo extraviado de Lucrecia que busca a tientas en la arena. Los demás pobladores comienzan a volverse transparentes. Arena, arena, y todo circulando, envolviéndolos, mezclándose. Es la arena la que ha alimentado las conciencias. La mugre de los cuerpos. Los habitantes en remolinos de viento. El oleaje se detiene, el mar es un plato, una superficie sin arrugas. Roberto Burgos levanta en brazos a Lucrecia que lleva el rostro ensangrentado y la trepa a la lancha. A Rulor el recuerdo del santuario le golpea las neuronas, permanece estático en la proa. —Polvo somos… arena inabarcable… Roberto enciende el motor y la lancha se dirige hacia Isla Tiburón con los tres pasajeros. En el viaje Roberto comprende que no verá más a Francisca ni a su yerno. En el silencio puede uno guardarse del dolor. Quizá los fantasmas puedan significar los recuerdos que tenemos de los que se han ido. La sugestión por los entornos que no conocemos. En eso piensa Yosefina al hojear los papeles que su hija ha ido escribiendo desde la oscuridad en que se ha sumido. Su hija descansa. La ceguera la ha empujado al mutismo. Detrás del océano la vida continúa. Entre los inmortales caminan los fantasmas. Todo se acomoda en esa dimensión sin tiempo y sin espacio, ya nadie vendrá a molestarlos con sus ideas de vida. El tiempo seguirá su hilo fuera de ellos. La eternidad tiene el futuro implícito en su devenir incierto. Hay un jardín, los árboles resplandecen. Lejos de esas playas, Yosefina va dejando caer pedazos de papel, recortados, sobre el agua de la fuente. Al fondo, el jardín mantiene su frescura. Una estrella titilando de frío, un espacio abierto de color azul. Hay un oleaje que nunca cesa, y la arena que se desdibuja. Lentamente salen a la playa, van arrastrando su kilaje de paciencia, llegan a tiempo,

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siglos ha que todo se repite, siglos ha que se repetirá el mismo rito, la vida que viene a descubrir nuestra fragilidad. Las lágrimas saladas de los reptiles y los huevos que caen a la arena. s

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La primera edición de

Arena de Adán Echeverría se terminó de imprimir y encuadernar en noviembre de 2009, en la Ciudad de México, D. F. Para su composición tipográfica se emplearon las familias Arial y Baskerville. La impresión de los interiores se realizó sobre papel cultural beige.

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