Benditos chivatos

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BENDITOS CHIVATOS Luis Moreno Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC) Atrae escasa atención en los mentideros mediáticos el asunto de la privacidad en las relaciones comunicacionales. Se piensa que aún existe un reducto inviolable donde los ciudadanos preservan las discreciones de su individualidad. Craso error. Uno de los efectos a largo plazo del terrible atentado de las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 ha sido, precisamente, la transformación del propio concepto de privacidad como ámbito de la vida privada al que se tiene derecho a proteger de cualquier intromisión. Ya ha dejado de ser así. Pocos cuestionan el desarrollo de sofisticadas actividades de ciberseguridad para evitar ataques terroristas. Nuestras sociedades están en la mira de no pocos grupos de destrucción masiva y selectiva. Implícitamente, por ello, se acepta que los servicios de información sensible necesitan de una amplia maniobrabilidad para detectar y neutralizar potenciales actos criminales del terrorismo internacional, el cual se beneficia de la democratización informática mundial. Pero como casi todo en la existencia social de los humanos, hay otra cara de la moneda interesada, tenebrosa y potencialmente disolvente. En el último encuentro entre los presidente Obama y Xi Jinping parece que se ha llegado a un acuerdo mediante el cual las dos grandes potencias comerciales del momento no efectuaran --o evitarán auspiciar-- el robo de propiedad intelectual o secretos de índole comercial en el ciberespacio. Verlo para creerlo. No hace muchos meses los dos países se acusaban agriamente de prácticas de espionaje informático (hacking) a fin de ganar posiciones de ventaja en el mercado mundial de la comunicación y de otros sectores postindustriales. Un personaje, ahora exiliado y proscrito, Edward Snowden, fue el gran inductor de la convulsión relativa al espionaje informático, la ciberseguridad y la desnaturalización de la privacidad. Recuérdese que Snowden, un técnico de una empresa subcontratada por la Agencia de Seguridad estadounidense (NSA), y con vinculaciones con la CIA, denunció en 2013 los programas norteamericanos de vigilancia y rastreo informático a escala mundial con la activa cooperación de las grandes empresas privadas de telecomunicación. Se convirtió en el gran chivato o “whistleblower” que alertó a la opinión pública de unas prácticas opacas, las cuales se exponen con gran realismo narrativo en la muy recomendable película, “Citizenfour”, ganadora de un Oscar de la Academia de Hollywood como documental largo. A raíz de su estreno, el popular crítico de cine neoyorquino, David Edelstein, efectuó una favorable recensión del filme, pero advirtió irónicamente a los futuros espectadores que no adquiriesen sus entradas abonándolas con tarjetas de pago bancaria. Ello dejaría un rastro informático que eventualmente podría ser identificado y conservado en sus archivos por los ciberservicios de vigilancia. El espectador pasaría a estar “fichado” por haber asistido a la proyección de un filme en el que el protagonista ha sido acusado por el

Departamento de Justicia estadounidense como espía y, de consecuencia, como traidor y antipatriota. El redactor de este artículo estuvo recientemente en Moscú donde Snowden vive ahora merced al asilo temporal concedido por el gobierno de Putin. Tras dejar algún comentario jocoso sobre el famoso “chivato” en sus redes sociales (Ej. Facebook), ninguno de sus colegas estadounidenses respondió en modo alguno. La anécdota es reveladora del clima de prevención y autocensura prevalente en la sociedad norteamericana y de rápida expansión global. Aparentemente, en España el asunto no despierta un gran interés. En charlas informales se piensa que se trata de una “americanada” efectista y hasta fantasiosa, y que siempre nos queda el reducto de cognición onanista a salvo de injerencias foráneas. En última instancia se alude a la posibilidad de no usar o de rechazar los medios telemáticos de uso personal. Es verdad que no todos somos usuarios internautas, pero se calcula que ya 3 de cada cuatro españoles utiliza internet en un modo u otro. Respecto a la población de los más jóvenes, sólo basta hacer observación en los medios de transporte para corroborar su uso incesante, masivo y hasta obsesivo. Nuestros profusos correos electrónicos y tuits pueden ser manipulados a fin de obtener ventajas comerciales o políticas, tal y como el caso de los emails de Hillary Clinton ha ilustrado recientemente. Recuérdese que la ahora favorita candidata demócrata a convertirse en la próxima Presidenta de los EE.UU., salvaba en sus directorios personales mensajes sensibles durante su época como Secretaria de Estado de Obama. Algunos de ellos, al estar almacenados en el servidor “inseguro” de su ordenador personal, estuvieron expuestos a ser hackeados impunemente por países interesados en dicha información sensible o por grupos terroristas con aviesas intenciones. En España, afortunadamente hasta el momento presente, los propios políticos y representantes institucionales corruptos han despreciado las acciones de monitoreo de sus operaciones ilegales y de las “mordidas” de todo tipo. Los servicios de las Fueras de Seguridad del Estado han hecho, a buen seguro, una virtuosa utilización de los medios no encriptados de aprovechados y ladrones institucionales que ingenuamente pensaban que podían “irse de rositas”, tras realizar operaciones financieros de blanqueo o de ocultación en cuantas cifradas suizas. Sin embargo, nuestro país es de las pocas democracias avanzadas que no cuenta con una legislación protectora de los alertadores, bien sea en el sector público como en el privado. Quizá no es ajeno a ello la fuerte carga negativa que tiene en el país de la pasada Inquisición el denostado personaje del chivato. Incluso Grecia la adoptó recientemente y, entre otras provisiones, protege por ejemplo a los trabajadores denunciantes de situaciones laborales irregulares o de palmaria explotación. Según el Consejo General del Poder Judicial, los casos de corrupción política en España rondan las 1.700 causas, con más de 500 imputados o investigados. Significativamente, sólo 20 de ellos han sido condenados y han ingresado en prisión. La impunidad es otro entuerto que sólo los ciudadanos, en última instancia, pueden desfacer castigando

electoralmente a corruptos y tramposos, Pero no seamos ingenuos en pensar que nuestros cibervigilantes están al pairo de ello. Mejor ser ciudadanos honestos y estar dispuestos a “chivarse” de cualquier mala práctica que pueda atentar contra la dignidad y los derechos de las personas.

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