De-Ven(Ir) | poesía | Nicolás Panotto (2015)

September 11, 2017 | Autor: Luis Cruz-Villalobos | Categoria: Theology, Poetry, Existentialism, Poems, Poesía
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DE-VEN(IR)

POESÍA Nicolás Panotto

HEBEL

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DE-VEN(IR) POESÍA Nicolás Panotto

H E B E L Ediciones Arte-Santa | Poesía 3

DE-VEN(IR) | POESÍA © Nicolás Panotto, 2015. © H E B E L Ediciones Colección Arte-Sana|Poesía Santiago de Chile, 2015 Diseño y edición: Luis Cruz-Villalobos www.benditapoesia.webs.com

Qué es HEBEL. Es un sello editorial sin fines de lucro. Término hebreo que denota lo efímero, lo vano, lo pasajero, soplo leve que parte veloz. Así, este sello quiere ser un gesto de frágil permanencia de las palabras, en ediciones siempre preliminares, que se lanzan por el espacio electrónico para hacer bien o simplemente para inquietar la vida, que siempre está en permanente devenir, en especial la de este "humus que mira el cielo".

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Y esta inquietud es el signo de nuestra limitación: nosotros somos la finitud misma. Por ello no tenemos el derecho de adormecerla, de tranquilizarnos con la ilusión de una totalidad y de una finitud satisfechas. Martin Heidegger

La ruta es universidad porque es universalidad... Es el sitio donde deshacerse de los esquemas convencionales de apropiación del mundo para estar al acecho de lo inesperado, deconstruir sus certidumbres más que arraigarse a ellas. David Le Breton

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INDICE

[ 09 ] PRIMERA PARTE: De ser, siendo, arrojados en el mundo… [ 21 ] SEGUNDA PARTE: De ser, en la angustia de la fisura… [ 33 ] TERCERA PARTE: Siendo, trascendiendo, más allá en el más acá…

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PRIMERA PARTE

De ser, siendo, arrojados en el mundo…

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Confusiones del ser Ser lo que soy Desde lo que no debió ser Pero fue. Lo inevitable. Pude ser otro Pero soy como soy. Aquello que fue Pudo haber sido distinto. Tiempo que puede llegar a ser Preguntando al pasado Allí la duda y el hecho. Es posible ser diferente. Sigo siendo lo que quiero y no quiero Puedo y poder Aporías de la sintaxis. Caigo en la cuenta incontable del espacio.

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Ser confuso Ser, al fin Deviene siendo lo que pudo haber sido Es, siendo en la posibilidad de lo que no fue.

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Ver, soñar y ser Caminar. Observar miradas, gestos, rostros, reacciones. Imaginar. ¿Qué pensarán? ¿Cómo serán? ¿Qué desearán?

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¿Y nosotros? Lo ineluctable de acercarse al otro Fuera de una fantasía fabricada. Somos, inevitablemente, un sueño. Florecemos desde la mirada, la imaginación, el encuentro, la esperanza. Nos atraviesa la pasión y el prejuicio. El valor y el temor. Lo querible y despreciable. No hay nada más consistente que la fábula Y nada más escurridizo que la existencia.

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Un sueño Sueño con un hogar El hogar se hace cosmos El cosmos es pintura Mía y de muchos. Es una manta de ironía Que se burla del tiempo y la distancia Presente, pasado y deseo Entrecruzados, sin forma. Pierdo de vista el pincel Y la obra se destruye Tras los tropezones de lo cotidiano Y la brutalidad del distraído. Refugios invisibles, casi irreales La búsqueda eterna de la felicidad Aparece y se desvanece Entre el golpe y la esperanza.

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Soñamos sobre lo que fue y nunca supimos Lo que sentimos tan cerca y no existe Espejismos, puras fantasías Tan reales, tan propias.

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Lluvia Desciende el cielo a la piel Con sus caricias recónditas Llega y cruza suavemente los poros Para humedecer el alma en llamas. El mar y el prado, las nubes y los astros Lo inimaginable y lo minúsculo Todo junto, todo cae Siempre devienen tras la eclosión. Rozo con mis dedos ese eterno torrente Me siento rescatado por el universo entero El despeñar de cada chispa recorre mi cuerpo Y se desvanece a medida que se evidencian mis contornos. Su sonido es mi límite Aunque su paso recorre fronteras furtivas Lejanía, altura, tiempo y llanura Fungidas en una sola gota.

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La oscuridad es inevitable Así como la esperanza por la luz Fulgor que dibuja un fino trazo Como bienvenida al disipar. Lluvia de vida, lluvia que revive ¡Cómo me confundes! Tiemblo frente a tus estruendos de ira Y venero tus arrumacos amorosos sobre mi rostro.

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Amaneceres Quietud invasiva Silencio liberador Soledad perfumada. Páginas ventilan la piel Letras que decoran la mirada Aroma a café. Entra el destello, y se va Cae la sombra Hace morada el deseo.

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Aposento de la sabiduría De los roces más hondos Comienza el día. Amanece, y lo desconocido nos abraza Juego inacabable entre ausencias y presencias El alba alumbra y nos lleva de viaje.

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SEGUNDA PARTE

De ser, en la angustia de la fisura…

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Caminos atravesados Desde aquel punto imaginario Fantasmal y recóndito Se proyectan los espejos rotos Como trazos de locura y susurros ensordecedores. Los bordes zanjan cual linde Para encerrar figuras irreconocibles Presentes, ausentes, escondidas Que luchan a muerte solo para ser advertidas. Despeña la sangre y su color se hace intenso Cae a tierra, y con ella el néctar de la segunda chance El polvo se fusiona para dar vida y fin Infiernos de fondo y paraísos en la superficie.

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Ver e ignorar Trepar y caer Luchar y dejarse llevar Despedirse y amar. Los espacios no tienen fin ni saciedad Succionan la vida para escupirla al reverso Las grafías se procrean apasionadamente Luz y las tinieblas: simiente de ilusión.

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Te vi Te vi a lo lejos En el cruce del pasadizo Escondida tras el rosal Espiando seductora. Te vi en el sueño Entre corceles y castillos Yendo y viniendo desde lo infinito Como bello y luminoso fulgurar. Te veo cada día Reflejo de cada lágrima Espectro sin figura Real, como deseo sin apalabrar. Te vi, y cada día dudo si volverás Pasas frente a mi como un torrente helado Dejas mi piel erizada sin razón alguna ¿Quién eres? ¡Quién te crees!

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Nunca te vi, ni volveré a verte Razón fantasmal de la pura contradicción Tierra prometida que quedas en aquel horizonte advenedizo Un sueño que desea abrazar con cuerpo propio. Te veo y te postergo Corro desesperadamente tras tus pasos Pero desvaneces con muerte repentina Te escurres como arena entre mis dedos. Ver como un niño Que construye mundos tan reales desde el sinsentido Desafiando el cálculo de las fronteras añejas Creyendo y esperando, construyendo tras el deseo. Te veré, así como te veo en mis sueños Con la pizca necesaria de resignación Con ansiedad por las sorpresas que escondes Con mi cuerpo enternecido al fungirse en las profundidades de tu paisaje.

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Adiós Dejar y despedir Razón sinrazón Soltar y desamarrar El vacío y el lugar. El destino eleva juicio El pasado es testigo Pero el presente se resiste A la condena que cree eterna. Ser en el arrojo Echarse al juego La tierra barrosa de lo ambiguo Y el cielo del nebuloso paraíso. Adiós, al dejarnos ir Soltar la locura de lo inmutable Cerrar los ojos al caos Estrechar la fragilidad del deseo.

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Adiós, para amar lo escondido Olvidar la mentira de lo inefable Dejarse llevar por el perfume extraño Besar la sombra que nos seduce tras la esquina del más allá.

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Heridas Marcas del pasado que aun es Presencia irremediable de un dolor sustituto 
 Se encarna como falla eterna Y camina junto a mi, Tragedia, cual amada hermana. Secantes de un sello añejo
 Como garantía de por vida Fuimos vendidos al destino Que no quiere dejarnos ir. Albures
 Providencias Golpes Ocurrencias. Miro la herida, portal de mi piel: Mi miedo y mi escudo La valentía y la resignación El dolor y el alivio.

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¿Sanar? ¿De qué? ¿De quién? Con el tiempo sólo cambia su tono La fragilidad queda impresa. Lleva cada quien su cruz Y con ella los raspones de la carga Los miro, me miro Allí estoy, herido. Soy en la herida, en el devenir del torrente Que salpica y coagula Rojo de sangre Sangre de vida.

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De pasados presentes futuros Sin hablar, sin palabras En la penumbra y con la mirada hacia el vacío Se precipita la nostalgia De andares y contrapasos. Un día, un segundo Lo imprevisible se hace eterno Una huella, una herida Desangra y carcome los sueños. Sólo una mirada, solo una caricia Se esfumaron con la tragedia Muerto, inerte, paralizado Lo primordial nunca fue el principio. Queda el cuerpo como testigo fiel del deseo En su búsqueda insaciable por amarrar lo indecible Corre desesperado con las manos alzadas al viento Esperando abrazar la estela del refugio.

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Melancolía Nostalgias roídas Por el paso de los inviernos Clavan su bandera Sobre el pedestal de los tiempos. Se retuercen sobre sí mismas En anhelos suntuosos Capaces de succionar el alma Hasta la última gota. ¿Qué hacer sin su tentación? Vienen, van, miran, se esfuman en el ocaso Y las mañanas transcurren Junto a las extrañas tardes de domingo. Nada es claro tras la sombra Aunque todo aquello que pasó Se deleita arrogante Como un espectro deforme a lo lejos.

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TERCERA PARTE

Siendo, trascendiendo, más allá en el más acá…

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Más allá Esclavos del tiempo Enfrentando la contingencia La muerte es la frontera Pero la vida puja. El allá desde acá Nada más que sueños Esperanzas derrocadas Presencias que luchan encarecidamente. Abatidos en el límite Rasgados tras el filo del borde Insistimos porfiados Un paso, dos pasos; corremos.

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Miramos lejos y divagamos Las nubes se hacen castillos Los rayos de sol, atajos Las hojas, corceles. Más allá, lo hondo Más allá, el miedo. Mas allá, lo escondido Más allá, lo deseado.

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Espasmos de arte Buscamos el refugio eterno En el refulgir de un momento Plasmado en una imagen Como destello fugaz de locura. Los colores se transforman en universos Los trazos se vuelven senderos del sueño Lo imposible se hace posible Lo irreal irrumpe como devenir.

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Contemplo y busco Me dejo llevar Toca lo profundo Emerge lo desconocido. La obra se transforma en espejo De una imagen borrosa y lejana La fantasía y la pesadilla Se fusionan en lo bello. Crear y repetir Mímesis y paradoja La contradicción se vuelve cotidiana Y el deseo se funde en las retinas.

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Lo divino Misterio que intenta ser nominado, aunque ninguno de sus nombres lo prescribe. Misterio que abre preguntas no para consumar respuestas finales, sino para provocar el movimiento –corporal, emocional, relacional, intelectual- necesario para calmar aquella sed momentánea de la respuesta pasajera, acontecimiento que no es más que la muestra de que la vida se encuentra en devenir constante. Misterio que se conecta con lo aún no dicho del mundo y de nosotros/as mismos/as. Lo indecible que se hace presente silenciosamente aunque susurrante entre-medio de las diferencias,

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tensiones y fronteras de todas aquellas palabras, gestos y movimientos que buscan aprehenderle. Lo divino no tiene que ver con certezas sino con las preguntas que despierta para vivir la riqueza de la existencia. Por ello la espiritualidad tiene que ver con el silencio del misterio y no con la palabra que da seguridad en la explicación de lo desconocido.

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El silencio de Dios El silencio es el vacío que posibilita lo pleno. Todo lo lleno anhela el vacío para no quedar saturado de sí mismo. El silencio de los sentidos, de los deseos, de la mente El silencio que nos devuelve el estado prístino de ser, de simplemente ser en el Ser. Javier Melloni En la conocida oración del Getsemaní (Mc 14.32-36), Jesús pone en evidencia sus mas hondos sentimientos. Angustia y tristeza de muerte. Es desde allí que pide al Padre (al Abba, al “papito”) que le haga pasar esa copa de inigualable sufrimiento. En este hecho hay dos cosas a resaltar. Primero, el mismo hijo de Dios muestra lo más

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profundo de sí, siendo transparente con aquello que le aquejaba. Pero en segundo lugar, llama la atención el silencio del Padre. Jesús nunca recibió respuesta. Por eso exclamará un tiempo más tarde, tendido en la cruz: Elohi, Elohi, lĕma' šĕbaqtani (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Mt 27.46) Existen muchas historias en el texto bíblico que muestran el silencio de Dios ante diversas circunstancias o decisiones. La tendencia generalizada es vincular esta acción divina con momentos de sufrimiento. Es en esas situaciones donde se pide la intervención divina para poder encontrar la solución ante la desdicha. Y con ello – como lo muestra la ya popular imagen en películas y representaciones varias- el clamor por la explicación: “¡¿por qué?!” Deseo detenerme en esta última pregunta. ¿Por qué los “porqués” aparecen en momentos de desesperación y sufrimiento? ¿Es acaso solo un clamor de exasperación? Creo que dicho interrogante refleja algo aún más profundo, parte de nuestra finitud humana: los porqués devienen de la falta de control sobre una situación. Reflejan nuestra carencia de omnipotencia. Explicar una situación, su origen, sus características, sus funcionamientos, sus propósitos, nos permiten dominarla. Por ello, la falta de explicación y conocimiento implican carencia de control. De aquí podríamos comprender el tema del silencio en Dios desde otro ángulo: éste no se manifiesta sólo en momentos de sufrimiento sino que es algo constitutivo del ser. Vivimos en un tiempo de saturación: aturdidos por la inabordable información en internet, redes sociales y

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portales de noticias; por una agenda cargada de actividades y trabajo; por una multitud de expectativas impuestas por otros sobre nuestras espaldas, para alcanzar resultados, estatus y poder. El silencio no encuentra lugar. El silencio es pérdida de tiempo. El silencio nos desenfoca de una meta que debemos cumplir, aunque nunca la pedimos ni buscamos. ¿Por qué esta resistencia al silencio? Precisamente porque, muchas veces, paradójicamente, el silencio aturde. Cuando las voces que saturan de afuera se callan, emerge ese vacío que nos permite ver, sentir y oír más allá. Surgen las voces de lo profundo, que manifiestan nuestras inquietudes, deseos, preguntas y más hondas dudas. El silencio implica darse lugar para cambiar, para moverse. Y ello es, precisamente, una de las cosas más tenebrosas de la vida. Mejor seguir aturdido, y así no dar lugar a lo desconocido. El silencio implica reconocer que no lo sabemos todo, y por ello no tenemos el control sobre las cosas que acontecen. Nada más desesperante que dar cuenta de nuestra finitud. Que las sendas, caminos y opciones que nos representan -aunque llenas de palabras, formas y explicaciones- pueden ser distintas. Ningún murmullo puede acabar con el silencio necesario para hablar otras cosas y escuchar lo desconocido. El silencio es parte constitutiva de Dios, quien no da explicaciones de todas las cosas. Ni siquiera podemos conocer lo divino en su plenitud, ya que no da cuenta de todo lo que sucede en la historia. Siempre se presenta como paradoja. Dios es logos (palabra) Pero para que haya logos, primero hubo kenosis (“vaciamiento”, Fil 2.7)

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Esta kenosis da lugar a nuevas enunciaciones. Primero, en ese encuentro paradójico con lo divino en la finitud de la historia nos permite “darle palabras”, como en el encuentro de los discípulos de Juan el Bautista con Jesús al preguntarle: “¿eres tú al que estamos esperando?”, a lo cual éste responde: vean y cuenten (Mt 11.1-6) Jesús pudo haber contestado directamente, pero decidió no hacerlo sino dar lugar al apalabrar de los mismos discípulos. El silencio da lugar a conocer a Dios, y en ese apalabramiento de lo divino nos apalabramos a nosotros/as mismos/as. Por otro lado, el silencio posibilita conocer a Dios de diversas formas. Esto significa que silencio es equivalente a misterio. La dimensión mistagógica de lo divino, lejos de hacerlo un ente abstracto y lejano, abre la puerta para que, desde ese silencio inherente a la plenitud de su Ser, podamos conocerle de las formas más inesperadas y coloridas. Como bellamente lo dijo la Madre Teresa: A Dios no lo podemos encontrar en medio del ruido y la agitación. La naturaleza, los árboles, las flores y la hierba crecen en silencio; las estrellas, la luna y el sol se mueven en silencio… Es necesario el silencio del corazón para poder oír a Dios en todas partes, en la puerta que se cierra, en la persona que nos necesita, en los pájaros que cantan, en las flores, en los animales. Aprendamos a vivir la vida en este silencio que acalla las voces que aturden en su espectáculo, para dejarnos llevar por los susurros de los bellos detalles que inundan nuestro alrededor, y que aún desconocemos (¡y que llevaremos toda la vida descubriendo!)

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Vivir en el silencio es aprender que todo puede ser distinto, que siempre hay algo nuevo por experimentar, aprender y poner en diversas voces. Las palabras ponen fronteras. El silencio abre el espacio hacia horizontes aún desconocidos. Vivir en silencio es aprender a ser humildes al reconocer que no tenemos la comprensión total de las cosas. Por ello, el silencio es una instancia de deconstrucción de aquello que se presenta como único, acabado y absoluto. Las palabras que aturden no permiten ver más allá. La humildad del silencio nos abre a lo diferente. Vivir en silencio es aprender a vivir en comunidad, ya que el silencio representa ese espacio de desconocimiento que me permite acercarme a mi prójimo, para descubrirle y descubrirme con él/ella en esa presencia compartida. Vivir en silencio implica amarnos a nosotros/as mismos/as, al escuchar aquellas voces en nuestra profundidad que nos inquietan, nos desafían y nos asustan, sabiendo que tenemos una historia y que poco a poco la seguimos construyendo, sin saber por completo lo que viene sino tanteando y probando, pero siempre avanzando según los leves susurros nos indiquen.

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Crónicas de un viajero y su mochila Es la historia de un viajero, que como todo andante del mundo es curioso por naturaleza. Aunque el origen de esa libido movilizante que se despierta frente a lo desconocido puede tener distintas razones de ser. La locura por la búsqueda de lo nuevo, no deviene siempre de un instinto salvaje por lanzarse a lo recóndito sino, muchas veces, para salvarse a sí mismo. ¿De qué? De la tiranía de lo inevitable. Es así que, muchas veces, la curiosidad se transforma en paranoia, gracias a los fantasmas que llenan la casa. Y así se da a veces: o uno se lanza a la aventura, o se es lanzado por un empujón.

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Lo curioso de este viajero es que llevaba una mochila demasiado cargada. Tal vez ello se debía a que era una de sus primeras aventuras. Sin duda, no soportaba el imprevisto. Debía estar preparado ante cualquier circunstancia que se le presente. Ropa para todas las estaciones, varios pares de zapatillas y sandalias, medias y ropa interior para al menos tres semanas, pastillas para todos los males como alergia, dolor de estómago, insomnio y otros fastidios, y unos cuantos libros para ir leyendo al mismo tiempo, ya que ese sentido de curiosidad no le permitía detenerse en más de veinte páginas seguidas de una sola obra. Mientras preparaba a las corridas los últimos bultos para cargar en su mochila, entre el apuro de salir tarde y la ansiedad que le provocaban los nervios, el padre se acerca y pone una cruz entre las ropas, mirándolo fijamente. - Que esta cruz te guíe en el sendero, hijo. No te olvides: éste es el camino que debes seguir. Así pasó con tu bisabuelo, con tu tata y conmigo. No hagas locuras. ¡Aferráte a ella! Y recordá… solo recordá. Y seguí esos pasos. Esta cruz de plomo de mediados de siglo XIX, con un Cristo grabado cuya silueta se encontraba borrada por el paso del tiempo, era una reliquia perteneció a su bisabuelo, quien llegó de España en una de las grandes migraciones de mitad de siglo XX a Argentina. Esa cruz representa un símbolo familiar, que pasó de generación en generación. El abuelo y el padre se encargaron de relatar la historia de este amuleto con lujo de detalles, los cuales obviamente iban aumentando en acontecimientos y cambiando de formas al pasar el tiempo.

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Esa cruz significó el sacrificio de un hombre que escapó de la pobreza, para dar todo de sí por su familia. Fue un símbolo de protección, que lo motivó a enfrentar las circunstancias más fortuitas, a transformarse en un obrero esmerado, que gracias a sus dieciséis horas diarias de trabajo en los depósitos del puerto de Buenos Aires, logró enviar al colegio a sus cinco hijos y comprar una hermosa casa cerca de San Telmo. Esa cruz representaba el progreso, la prosperidad, el esfuerzo. Era la plasmación mítica del ser mismo de la familia. El viajero mira serio a su padre, con rostro de respeto y cierta reverencia. Era la historia de la familia, la historia de su propia creencia a la cual desde niño se había aferrado. Y así lo creía. Y así pensó que lo haría: recordar y hacer real, una vez más, esa heroica narración. Pero ahora, con un toque distinto: desde la aventura. Fue así que esbozó una sonrisa, entre complicidad y picardía. ¡Por supuesto que lo haría! Tal como su padre se lo pidió, y mejor aún. La madre no se quiso quedar atrás. Acto seguido, también metió la mano en la mochila e introdujo otro objeto entre las ropas. Pero no dijo nada; intentó hacerlo a escondidas. Pero el viajero la vio. - Ma, ¿qué pusiste? - Nada. - ¡¡Má!! - ¡Bueno! Una Biblia, hijo. Tu Biblia. La que usas desde chiquito. - ¿Esa media viejita de tapas marrones gastadas? - Si, esa misma. - ¿Y por qué esa? ¿No tenés otra más nueva?

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- Si. Pero te llevas ésta. La que leías todas las mañanas antes de ir a la escuela. Porque no debés olvidar eso. Cada mañana, todos los días. Sino, te va a ir mal. Recordá… sólo recordá aquellos tiempos, y hacé lo mismo así te va a ir bien. Como te dijo papá, ¿si? Esa Biblia estaba totalmente subrayada, desde diferentes lados y con colores distintos según el énfasis temático. Había anotaciones en los márgenes, que si uno observaba con detenimiento, se podía ver la evolución desde una letra gruesa y desproporcionada hacia una caligrafía delicada y cursiva, que mostraba el paso de la escuela primaria hacia los cuidadosos planos del colegio técnico, al que asistió de adolescente. Esa Biblia simbolizaba el paso del tiempo. El viajero ya comenzó a mostrar cierta molestia. La mochila se le estaba haciendo muy pesada. No cabía nada más. Pero bueno, era por razones inevitables, ¿no? ¿Qué hacer frente al deseo de los viejos? Ya cerrando la mochila, el viajero observa sobre la mesa del living un álbum de fotos de la familia. Le encantaba abrirlo cada tanto y contemplar esa recopilación de imágenes, desde que era bebé hasta sus encuentros con los primos, algunos cumpleaños, la primera vez que izó la bandera en la escuela, las fiestas con los abuelos, los tiempos de playa junto a los amigos y la familia, y algún que otro viaje. Sentía como que ahora seguiría el tramo para completar esos espacios vacíos que quedaban detrás del álbum, esos plásticos abiertos para engarzar fotos. Pero este viaje sería distinto. Por un segundo, su corazón palpitó fuerte al pensar y casi susurrar, sonriendo para sí mismo: “este álbum va a quedar mucho mejor con las fotos que voy a agregar”

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- Vieja, ¿me puedo llevar este álbum? Es para tener fotos de ustedes. Les prometo que se los traigo de vuelta y con fotos nuevas. La madre lo miró por unos segundos en silencio, pensando. Finalmente le da permiso. - Bueno, dale, pero cuidálo bien, ¿eh? Mirá que ahí tenemos cosas únicas. No lo vayas a arruinar, vos que sos medio despelotado… - Tranqui vieja, yo lo cuido. Como a vos te gusta –dijo con cara entre ironía y fastidio. Y así comenzó la aventura. Al viajero no le gustaban los lugares populares o turísticos. Prefería meterse en pueblitos, residencias pequeñas y recónditas. Caminar por calles desoladas y tranquilas para poder contemplar con mayor atención los detalles de las casas, los paisajes y la gente. Emprendió el sendero hacia el centro del país, primero tomando un colectivo que lo dejó a medio camino, para luego hacer dedo y ver dónde ir parando. Durante el trayecto, pidió bajar en todo tipo de lugares. Primero, en una caseta de colectivos en medio de una ruta, muy desolada. Le dio curiosidad. ¿Qué se siente esperar allí en medio de la nada? Y, obviamente, no había nadie allí. Las paredes estaban llenas de leyendas: “Carlos y Alicia 1987”; “Pedro: perdonáme. Te amo con todo lo que tengo”; “Jésica y Priscila, Buenos Aires, 94”. También habían otros grafitis más incómodos, que mejor no reproducir. Luego de que lo dejan allí, el sonido de la camioneta del campesino que lo había recogido se aleja con la distancia. Poco a poco, se hace un el silencio total y absorbente, mezclado con una fuerte brisa y el calor del sol en la frente. Mira hacia arriba. Se encandila. Baja

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el rostro y ve los campos y algo de desierto. En el fondo, muy a lo lejos, las montañas. Contempla ese paisaje y se envalentona. Respira profundo y exhala para descargar un poco la emoción contenida en el pecho. “¡Qué aventura!”, dice en voz alta. Total, nadie lo escuchaba. Y así, comenzó a caminar, con la meta puesta en llegar a esos prados y caminos zigzagueantes que se veían a la distancia. Allí estaba, solo -cosa que le daba un poco de miedo por momentos-, sintiendo que realizaba la expedición de la Historia. Bueno, al menos de su historia. Recordó el álbum de fotos que traía en su mochila, y dijo: “no… ¡la gran expedición de mi familia!”. Pero al decir eso, se detiene a meditar. Comienza a pensar en la locura que significaba su travesía. Hizo memoria de los regaños que había sufrido por esas “ideas desubicadas” de salir por ahí, perdido, de mochilero. ¿Por qué no quedarse en casa, en ese hogar que con tanto esfuerzo su padre había construido, según las enseñanzas de su abuelo, que a su vez seguía los pasos del bisabuelo… y así? ¿Por qué romper con la tradición del esfuerzo, del esmero, que a tanto llevó esa familia? Este viajero se sentía un rebelde. Un “loco de la guerra”. Demostraría que el esfuerzo, la valentía y la entrega de esa cruz que llevaba en su mochila, representaban mucho más de lo que nadie en su entorno imaginó. El papá, el abuelo, y todos los ancestros habidos y por haber entenderían, ahora sí, lo que significaba ese símbolo. Las fotos que completarían el álbum, no tendrían parangón. Este loco, rebelde y contrario, iría más allá de cualquier recuerdo.

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Se hace de noche y el viajero debía reposar en algún lado. Caminando en la ruta, ve un cartel que decía: “Certeza 1 km.” Hacia allá se orienta. Ya va llegando con la penumbra de un hermoso atardecer y las primeras luces que se encienden en esa calle entre asfalto y rocas. Vislumbra a lo lejos un hostal y allí se mete. Pide una habitación, de las más económicas. Sólo sería una noche. Antes de subir a su cuarto, se sienta en el bar del hotel para comer un sándwich de milanesa con papas fritas, que sobrepasaba el borde del plato y que sólo le había costado veinticinco pesos. La TV estaba prendida, pero se escuchaba bastante mal, además de transmitir uno de esos programas de sorteos que seguramente se hacían en el pueblo de al lado, dirigido por un peluquero. Frente al aburrimiento, abre su mochila. Iba a sacar la novela “La aventura de un fotógrafo en La Plata” de Adolfo Bioy Casares. Pero en el camino se distrajo. Sacó la cruz y la Biblia que llevaba. Comenzó a mirarlos y recordar, tal como sus padres le habían dicho. Recordar historias, anécdotas, travesuras, sufrimientos. Cada uno de esos objetos estaban cargados de experiencias, desde las más cómicas y cotidianas hasta las sumamente trascendentales. Allí estaba, el viajero loco y rebelde, solo en un bar, con una cruz y la Biblia en la mano, recordando. En eso, se acerca un viejito, Don Alejo, el típico habitué del lugar que todos los días, a las nueve de la noche, aparece para tomar su vasito de Michael Torino con un platito de aceitunas. - Joven, ¿ud. es de por acá? –le dice sin preámbulo. - No –le contesta el viajero- Vengo de Buenos Aires. - ¿Y qué anda haciendo por este pueblucho de mierda?

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El aventurero se sonríe. - Ando de mochilero. Paso la noche y sigo camino para la Cumbrecita. - Aaaaaaah, qué lindo. De joven yo solía hacerlo. Pero no teníamos esas mochilas con dos mil bolsillos como tienen uds., ni zapatillas especiales. A ojotas nomás, caminando por la tierra, con la ropa en un bolsito chiquito, que tenía que durarnos por lo menos diez días. Obvio que lo lavábamos en el arroyo, ¿no? Sino, imagináte... El viajero lo mira con atención, pero su carencia de facultades socializantes le impiden hacer un gesto de mínima simpatía. Sin embargo, comienza a realizar algunas preguntas, como para pasar el momento incómodo y ser mínimamente cortés, sobre cómo fue su experiencia, qué hacía, con quién solía viajar, si en alguno de esos viajes había conocido una mujer, entre varias cosas más. El viajero se entusiasmó poco a poco con la verborragia de este viejito, que era como sacado de un libro de Saramago. En un momento de silencio, este nuevo amigo vislumbra la cruz de plomo sobre la mesa, brillante y con sus bordes dorados. “¿Y esa cruz”?, le pregunta. “¡Qué hermosa! ¡Debe ser carísima! Cuidála, ¿eh?” Ambos se ríen. Pero Don Alejo siguió indagando. - ¿Y por qué traes esa cruz? - Es una cruz de la familia. Viene desde mi bisabuelo. La trajo desde España cuando emigró para Buenos Aires, en aquellos tiempos bastante jodidos. Esta cruz le dio la fuerza para venir para acá, comenzar de cero, y poco a poco hacerse un obrero que manejaba uno de los sectores más importantes del puerto. Con eso, se compró una casa, mi abuelo fue a la escuela, se hizo gerente de

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una empresa y se compró un departamento espectacular ahí por el barrio de Flores. Y bueno, mi viejo estudió en un colegio privado y fue a la facultad, se hizo ingeniero y ahora mi familia vive por Belgrano, en un depto re grande. - ¡¿Todo esto por una cruz?! -exclama el anciano, sorprendido por esa verborragia de casete del viajero frente a la simple pregunta. - Estemmm… y claro. Casi. Fue la ayuda. - ¿Y entonces, si tu familia está tan bien allá, qué hacés acá, dando vueltas como boludo, en un barsucho de mala muerte? ¡Te hubieras quedado y te ibas de vacaciones a Brasil en avión, pelotudo! Se vuelven a reír, con más ganas. - No se… Es que yo busco otra cosa. Eso está bueno, pero a veces me molesta. Mucho caretaje. Amo a mis viejos, pero yo quiero hacer la mía. - Y entonces, ¿para qué traes la cruz? El viajero piensa. - Y bueno, para que me acompañe. O sea, sé que es sólo un amuleto. Pero me inspira fuerza. Llegar a lo que quiero. Alcanzar mis propósitos. No se… Para seguir superándome, así como lo hicieron mi bisabuelo, mi abuelo y mi viejo. Porque eso, al fin y al cabo, es lo que Dios quiere, ¿no? El anciano lo queda mirando fijo, en silencio. Pone esa típica mirada que reflejaba que algo había detrás, o mejor dicho dentro en su mente y corazón. El viajero también lo mira, aunque ya se estaba sintiendo un poco incómodo. En eso, Don Alejo mete la mano en el bolsillo, saca su billetera gorda de papeles, bien viejita y

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deteriorada, revisa un poco y saca algo de adentro. Extiende la mano frente al viajero. Era una pequeña cruz de madera, muy simple y minúscula. Los bordes estaban gastados. Las dos partes del costado eran desiguales porque seguramente alguna se había roto por los andares. Demás está decir que estaba bastante sucia. - Mirá, esta crucecita me la dio mi abuelo –comenzó a relatar el anciano-. El vivía en un ranchito, en el monte. Tenía unas ovejitas, unas gallinas y un par de caballos. Se mantenía medio sólo, y de vez en cuando hacía alguna que otra changuita para gente del pueblo. Siempre lo recuerdo con una sonrisa, a pesar de que a veces se re cagaba de hambre. Cuando yo lo iba a visitar, me trataba como rey: me horneaba un pan y me lo daba con un par de huevos revueltos increíbles. Y a la noche, sacrificaba alguna gallinita para que comamos, ya sea solo los dos o con algún vecino de la zona. Y vos sabés que antes de comer, siempre sacaba esta crucecita de su bolsillo y decía la misma frase: “Gracias Jesús por darnos este momento juntos, sobre esta mesa hecha de madera, así como tu cruz”. Al terminar, la apretaba con su mano, y todos decíamos: “amén”. Qué recuerdos hermosos, la verdad. Y bueno… no llegamos a tener la casa de uds., pero sí que la pasábamos bien. El viajero lo mira, después de escuchar la historia con suma atención, y entre chiste y afirmación, le dice: - Y bueno, será que te tendrás que conseguir una cruz como ésta. ¡A ver si tu suerte cambia! El viajero se sonríe, pero el viejito no contesta, cambia su rostro abruptamente y lo mira con cierta cara de lástima.

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- Me parece que no entendiste nada, querido. Bueno, en realidad no entendés nada de lo que estás haciendo, por lo que veo. El viajero se queda duro, mudo, sorprendido. - ¿Pero qué dije para que me conteste así? - A ver, decime una cosa nene: ¿para qué viajas? ¿Acaso no sabés cuál es uno de los principios más importantes del mochilero, del que viaja por aventura, que es ir y conocer nuevas experiencias? ¿O acaso viajas por el mundo cargando esa cruz de plomo, diciendo que todos deberían tener una igual? ¿Esa es la cruz de Jesús o la tuya? ¿O la de tu familia? Parece, querido, que no entendiste una de las cosas más importantes de los viajes y de lo que significa conocer cosas nuevas: las mochilas, así como el corazón y la capocha, están para ir cargando cosas nuevas en el camino. Ahí la aventura. Sino, ¿no te parece al pedo? ¿Para qué cargarte con tanta cosa? O peor aún, con las mismas cosas con las que salís. Así, te perdés de conocer otras cruces, otros cristos, otros dioses; en fin, otras vidas y experiencias. - ¿Otras cruces? ¿Otros cristos? –dice el viajero sorprendido. Hay una sola cruz, un solo cristo –afirma seguro y serio. - Y esa, seguro, es la que vos llevás, ¿no? La que hizo que tu familia sea lo que es, y nos vas enseñando a todos que las cosas son así o deberían ser así, ¿no? –interrumpe el viejito. El anciano toma las dos cruces, una en cada mano. Y le dice: - ¿Te acordás cuando en la Biblia dice que “cada uno tome su cruz”? Bueno, lo que eso quiere decir es que cada quien se la construye a su manera. Y los viajes que

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estás haciendo te van ayudar a ver muchas cruces. La tuya no es la única, salamín. Se miran fijamente, en silencio. El viajero queda pensando, frunciendo las cejas. El anciano lo observa con cierta resignación, seguramente pensando: “ya aprenderá”. El diálogo llegó a su fin. La despedida fue cordial, pero sólo lo suficiente. Ni mas ni menos. Con esas palabras, algo se había tocado. Una fibra sensible. El viejito entendía perfectamente cuál. No así el viajero, que se quedó pensativo, con una extraña sensación en el pecho que no sabía bien cómo explicar ni de dónde venía. Vuelve meditabundo a la habitación. Se sienta sobre la cama, frotando sus manos y mirando fijo al rincón del cuarto, totalmente sucio, aunque ni lo notó ya que su cabeza estaba en otro lado. No sabía donde, pero allí no. Pensaba. ¿Por qué se sentía así? Todo había comenzado cuando ese anciano le llamó la atención. “¡Pero yo no quise criticarlo a él! ¿Por qué se molestó? ¡Era sólo una crucecita!”, susurra para sí. Continuó meditando, repasando la charla, analizando sus palabras y expresiones. Hasta que llegó a ese momento donde Don Alejo le dice que cada quien hace su cruz. Y en ese momento, en ese preciso instante, su corazón palpita más fuerte. Ello le provocó tal sorpresa, que una leve angustia lo inundó. Comenzó a pensar al respecto. ¿Cómo es esto de que cada quien tiene su cruz? Siempre creyó que la suya era la única. Entendía que era sólo un amuleto, pero estaba tan cargada de historias que parecía tener un poder único. Un poder que asumía para su camino ahora.

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Se le ocurre sacar la Biblia que llevaba consigo, casi por instinto, para ver si encontraba allí alguna respuesta a esa frase que quedó dándole vueltas. Imaginaba que en alguno de esos tantos versículos subrayados, encontraría algo. En algunos casos, se preguntaba porqué había marcado justo ese pasaje. En otros, se le venía a la memoria el momento preciso en que lo había hecho. Recordó reuniones familiares donde leían algún versículo y su madre le pasaba una fibra roja o azul para señalarlos. O cuando iba a la iglesia y le llamaba la atención la reflexión de la predicación. También ciertos momentos de soledad, donde habría la Biblia –ya sea para estudiarla o porque pasaba algún momento de tristeza donde buscaba una palabra de consuelo- y marcaba un verso especial. Al pasar esas páginas y ver el collage de colores, se percató de algo: existían muchas partes que aún no estaban subrayadas. Fue allí donde se preguntó: “¿por qué buscar siempre sobre lo ya visto? ¿Y si lo que busco se encuentra escondido en medio de esas cientos de páginas y párrafos que aún no marqué?” Se queda pensando, ahora con ambas manos ocupadas: una con la Biblia y la otra con la cruz. Se hizo un silencio profundo, no sólo a su alrededor sino dentro de sí mismo, en sus pensamientos y sentidos. Baja su rostro, vuelve a mirar sus manos y se pregunta: “¿qué es lo que las une”. Y así, casi como una epifanía, siente una voz dentro de sí: “mi historia”. En ese momento vuelve como en un flash sobre lo acontecido en esas últimas horas, en una milésima de segundo. ¿Qué recordaba al ver la cruz: la vida de Jesús o las historias del bisabuelo? Y al ver los versículos en la Biblia, ¿su contexto literario o el acontecimiento ligado a ese trozo de texto?

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Y fue así que recordó el tercer objeto que llevaba en su mochila, que casualmente era el único que había elegido por su propia cuenta: el álbum de fotos familiares. Nuevamente, comienza a pasar por esas páginas plásticas desgastadas y desgajadas donde se depositaban las fotos. Quién sabe cuántas veces las había visto. Pero allí estaba, otra vez, mirando rostros familiares, acontecimientos pasados de todo tipo. Y también allí estaban, en varias de las imágenes, apoyadas en el mesón o en la mano de alguno, la cruz y la Biblia. Presentes, desde un extremo al otro del álbum. Al final de todo, los espacios libres para –supuestamente- sus fotos. ¿Aparecerían también? Otra vez vuelve a esa sensación meditabunda y a la cerrazón en su pecho. ¿Por qué? ¿De dónde? Estaba allí, solo, en medio de la nada, en plena aventura. “¿Por qué carajo hablé con ese viejito? ¡Me cagó la noche!”, pensó. Pero él sabía que no era eso. Este hombre simpático, sabio, conversador, no tenía nada que ver con esa sensación de desazón que inundaba su alma. Este viejito, simplemente, lo había confrontado con otra historia. Con la suya propia. Con un relato distinto al que conocía desde chico. Fue allí donde el viajero sintió bronca, no ya con el anciano sino consigo mismo. Pero tampoco entendía porqué, inclusive, sentía tal sentimiento. “¡Si estoy en medio de un viaje! ¡Con un paisaje hermoso!” Su ansiedad ya no le permitió continuar sentado. Soltó la cruz, la Biblia y el álbum sobre la cama, arrojándolos con cierta fuerza, casi sin importarle donde cayesen. Da algunas vueltas sin sentido por el cuarto, y decide abrir la ventana. La tarde estaba fresca y él sólo en remera. No le importaba. Solo quería ver hacia el oscuro horizonte.

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Allí estaban el campo, una calle de tierra solitaria, algunos árboles de fondo y el sol del atardecer, ya casi completamente escondido. Silencio total. Solo algunas voces de fondo que venían del bar. También, alguna que otra risa distante. Y él, contemplando la lejanía. “Pensé que las cosas serían distintas”, se dijo para sí. Una aventura, solo, con esa fuerza rebelde que lo impulsaba a meterse en todo recoveco posible. Pero allí estaba, sintiendo una especie de extraña melancolía a raíz de ese “movimiento de estanterías” que había sufrido. Sus estanterías, obviamente. Se dio cuenta de dos cosas. Primero, el impacto que produce el encuentro con un otro, con experiencias diversas que desafían a la propia. ¿Acaso la cruz no es LA cruz? ¿Acaso la Biblia no sólo hay que leerla y cumplirla, como siempre le enseñaron? Y segundo, ¡cuán aferrado estaba a esos elementos! ¿Cómo podía ser que sienta tal ensalada de sensaciones, entre ira, soledad, vacío, sorpresa y ansiedad, sólo por escuchar y ver algo distinto? Abrigó cierto temor al pensar que esa era sólo la primera experiencia. ¡Cuántos más vendrían! Por unos segundos, casi se arrepiente de haber salido. Mejor, volver. ¿Cómo terminaría si continuaba? En medio de todo ese torbellino, alguien golpea a la puerta de la habitación. Al abrirla, era el conserje del hostal. “Mirá, pasó de nuevo Don Alejo y te dejó esto para vos.” Al tomarlo, era un paquetito chiquito, en papel de diario. Cierra la puerta y rápidamente lo abre. Al hacerlo, encuentra una pequeña cruz. Parecida a la que le había mostrado antes, la suya propia, pero era distinta. Casera, improvisada, nada artística. Eran solo dos pedazos pequeños de madera, pegados con un tipo de engrudo que aun estaba fresco. Junto a ella, una breve

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nota que decía: “Esta cruz está hecha de dos pedazos de pino de mi finca. Para que te acuerdes de mi y de nuestro encuentro”. Por unos minutos se olvidó de todas esas sensaciones que lo inundaban, tras la emoción de semejante gesto, que nunca había vivido ni imaginado. Sin percatarse, comienza a llorar. La lágrimas bajaban por su mejilla, sin controlarlas. Otra vez: “¡¿por qué me siento así?!”, exclamaba. Otra cosa más que el viajero no se esperaba, que no podía explicar, que estaba fuera de sus planes y trazos originales. Luego de unas horas de silencio, recostado sobre ese colchón delgado -lo suficiente para sentir las maderas de la cama sobre su espalda- sus sentimientos aún estaban mezclados, aunque con un poco más de tranquilidad. Ese romanticismo heroico disfrazado de rebeldía y aventura, se habían apaciguado. Una y otra vez cavilaba que las cosas serían distintas. Pensaba que el lanzarse a la aventura era la única aptitud necesaria. ¿Los caminos? Simple: se trazan en el mapa y punto. De alguna u otra manera se llegaría. Todo dependía, otra vez, del ingenio. Pero no era así. Se había olvidado que también hay que cargar una mochila. Que no es sólo un depositario de objetos de uso. No. Todo elemento en una mochila tiene un sentido, tiene una historia. El viajero pensó que su camino comenzaba en el kilómetro cero. Pero no: su mochila ya tenía muchas distancias, lugares e historias a cuestas, que ahora cargaba sobre sus espaldas. La adrenalina de la aventura hace pensar que uno va sólo por el universo. Pero se olvida que vivimos en una madeja –compleja, enredada y coloridade historias, experiencias y prójimos.

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Esa noche el viajero no pudo dormir. Se levantó temprano, tipo siete de la mañana, y otra vez abre la ventana. Un hermoso paisaje: el sol que se había escondido volvía a mostrar su brillo, y con él los colores del campo. La mezcla entre aromas de césped húmedo y del café preparándose en la pava de la cocina del hostal, le regalaron una caricia al alma, que hacía unas horas había sido zarandeada sin compasión. Tomó la mochila otra vez. Guardó su cruz, su álbum y su Biblia. Pero junto a ellas agregó la cruz de Don Alejo. Una nueva historia. ¿Cuántas cruces más le regalaría el camino? No tendrían porqué ser cruces, sino otros objetos que le recuerden encuentros maravillosos –lo que no dista que sean complejos- con personas, lugares y experiencias. ¿Cuáles serían las historias que inspirarían a subrayar nuevos versículos bíblicos? ¿Y cuáles serían las fotos -sus fotos- que llenaran los espacios vacíos de ese álbum, no ya para continuar una saga sino para dar un giro, su propio giro, a esa historia, con sus objetos propios, sus cuentos, sus encuentros, sus misterios?

FIN

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DE-VEN(IR)

NICOLÁS PANOTTO Argentino, Licenciado en Teología (ISEDET), Maestrando en Antropología Social y Doctorando en Ciencias Sociales (FLACSO). Miembro de la Directiva continental de la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Director general de GEMRIP.

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