Defensa de tesis: \"La vida como concepto unívoco. Dimensiones del vitalismo deleuziano\" 19/12/16

May 26, 2017 | Autor: G. Gutiérrez Urquijo | Categoria: Gilles Deleuze, Vitalism, Vitalismo
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Quiero, en principio, agradecer a todos y todas las presentes. Quienes me conocen saben lo difícil que fue para mí remontar el camino de esta tesis, tantas veces abandonado. Además de a mi director y co-director, quiero agradecer al jurado por tomarse el trabajo de leerme, a esta altura del año y en condiciones políticas tan críticas como las que nos toca vivir. En lo que sigue, ofreceré un argumento para justificar por qué mi tesis no pudo haber sido más sucinta. Sin embargo, sean persuadidos o no por estas razones, quiero, ante todo, reconocer su predisposición. Me urge agradecer también a la Escuela de Filosofía, a la Facultad de Filosofía y Humanidades y a la Universidad Nacional de Córdoba (o al menos, a la universidad tal como la conocemos), pública, gratuita y de calidad: me siento verdaderamente privilegiado de poder concluir, aquí y en esta coyuntura, esta etapa de mis estudios. Es de temer que, de darse la reforma política, ya no sea posible, para alguien como yo, contar con la libertad retomar una licenciatura, una vez superados los plazos estipulados. Voy a estructurar esta defensa en dos momentos, correspondientes cada uno al título y al subtítulo de mi tesis. En primer lugar, una introducción será guiada por la idea de “La vida como concepto unívoco”. Luego, contenidos y conclusiones responderán a las “Dimensiones del vitalismo deleuziano”. Suele recomendarse que las introducciones sean escritas una vez concluido el trabajo principal. Quizás por obstinación, pero también por otras razones, siempre he tardado mucho (mucho) más en escribir la introducción que el trabajo principal. Y es que, según creo, allí se ponen en juego cuestiones relativas a la motivación que conduce la escritura, a los supuestos, pre-supuestos y a las maneras de ponerlos a trabajar filosóficamente. En este sentido, quiero dedicar algunos minutos a introducir mis ideas para quienes no pertenecen a la Escuela de Filosofía. Esta tesis está dedicada a mi profesor de biología del secundario. Uno de esos casos, tan excelsos como raros, en los que la enseñanza genera pensamiento en el pensamiento, curiosidad en el pensamiento, alegría e indignación en el pensamiento. Me sucedió que, a medida que progresaba en un curso avanzado de biología, yo devenía, como estudiante, más y más fascinado por la complejidad de la vida; por la belleza de las plantas, por la laboriosidad de los insectos y la obstinación de los peces; por la riqueza de la vida afectiva de las aves, por la minuciosidad de los ensamblajes moleculares. Sin embargo, frente a estos fenómenos de inabarcable complejidad, la explicación ortodoxa del darwinismo no me satisfacía. Los textos estudiados se valían de un lenguaje teleológico e intencional; por todos lados se dejaba entrever una inteligencia vital, y, sin embargo, la base explicativa de este proceso era ciega y mecánica: descansaba en la mutación aleatoria y la selección natural. El creacionismo – claro está – me simpatizaba aún menos; y es así que mi fascinación se intensificaba, atrapada entre dos posiciones, una mecanicista y la otra teológica. Lo que sucedía era que yo mantenía una posición vitalista sin saberlo, pues el vitalismo es justamente esta posición intermedia, ni materialista ni espiritualista. Pero la fascinación es también un índice de incertidumbre, y de por sí no justifica ninguna respuesta. Me decidí entonces a estudiar filosofía, dejando atrás mi amor y mi incomodidad ante la biología. Pero una serie de casualidades me impedirían separar ambos intereses. Di con la obra de Deleuze durante los primeros años de la carrera, y la fascinación fue también inmediata. Pero sólo lenta y progresivamente me di cuenta que Deleuze se había planteado, a su manera, el mismo problema que me planteaba yo en las clases de biología. Una vez que esta casualidad terminó de emerger, ya no tenía opción alguna, debía estudiar esta posición.

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Paralelamente, de la mano de la problemática biopolítica instalada por Foucault, el ámbito académico recurría cada vez más al concepto de Vida, cuya urgencia se revelaba entonces acuciante para el pensamiento contemporáneo. Así, todo se ordenaba para retomar mis primeras inquietudes. Horadar los supuestos de la explicación mecanicista de la vida y profundizar mis dudas originales devenía ahora un imperativo. Pero, ¿cómo expresarlas? ¿Y cómo se articulan ellas con, y en, la obra de Deleuze? Tal es el tema de mi tesis. Recuerdo especialmente una acalorada discusión con una compañera de clase, que negaba a los animales todo pensamiento. El concepto de instinto servía entonces para establecer una separación, en mi opinión escandalosa, entre humanos y animales. Años más tarde, al internarme en la filosofía de Deleuze – sobre todo en su etapa temprana, que comienza por el problema del instinto y la institución – comprobé que la vía intermedia era en sí misma un camino, pero un camino reticulado y muy particular, que había que recorrer con cautela, pues allí la especulación y la imaginación intercambian fácilmente sus fronteras. La única certeza era la de mantenerse en el terreno problemático para profundizar la pregunta que Deleuze y yo nos habíamos hecho: ¿Cómo? ¿Cómo es posible la vida? ¿Cómo es posible para un animal pensar, experimentar, aprender, saber que tal alimento le conviene en lugar de otro? ¿De dónde surge la sagacidad animal, y no sólo la animal, sino la vegetal y la de los demás reinos, y porqué es que la explicación mecanicista no logra una aceptación unánime? ¿Qué es lo que motiva la resistencia vitalista? Una de las primeras respuestas que pude deducir radica en lo siguiente: el problema de la agencia animal tiene por reverso el problema de nuestra propia subjetividad. Antes que por su solidez teórica, el vitalismo me interesa como un estilo de escritura que no puede evitar proyectar, en la naturaleza, sus supuestos e inquietudes. Sabemos que es una estupidez hablarle a los animales y, sin embargo, no podemos dejar de hacerlo. Por cuanto no escuchan, hablarle a las plantas tiene más sentido. Pero, ¿qué es lo que busco al pensar “La vida como concepto unívoco”? Esta expresión no es de Deleuze, sino mía; y lo digo con toda la modestia necesaria, pues se trata de una idea extremadamente simple y somera. Al abordar el sentido del concepto de Vida, nos damos con una multiplicidad de ámbitos donde se disemina una extraña equivocidad. Si resulta difícil negar que existe una hegemonía científica del concepto, es decir, una comprensión que, definiendo la vida a base de procesos físico-químicos, ejerce un poder normativo sobre otros sentidos posibles, es también cierto que existe un reverso banal de esta especialización, evidente en expresiones como “el sentido de la vida”, “calidad de vida”, “así es la vida”, “esto es vida”, etc. Para el funcionamiento de estas expresiones no parece necesario contar con una definición precisa. Y el caso de las ciencias es similar, pues su amplio espectro disciplinar no precisa de una definición de vida para desplegar sus técnicas de investigación. Creo así que, en su propia indeterminación, en su carácter quizás inabarcable, la vida despliega una extraña univocidad de sentido: nadie sabe qué es la vida, pero todos sabemos, de alguna manera, qué es la vida. Allí donde la pregunta emerge, la relación entre univocidad y equivocidad se despliega; si nada impide un determinado contenido para este concepto, es en su misma indeterminación que la pregunta remite a la posibilidad y a las condiciones mismas del preguntar. Este cruce en el que equivocidad y univocidad se intersecan, esta diseminación de sentidos heterogéneos que puebla el inabarcable campo del “sentido de la vida”, constituye el momento de nuestro presente viviente. Es en la misma ignorancia del pensamiento respecto a la vida, o en el borde mismo en el que se juega la posibilidad de tal concepto, que se invierte la dirección de una pesquisa que encontraría fuera de sí aquello que busca. En la vida como concepto unívoco, pero todavía indeterminado, se conjuga lo inmediato, lo inmenso, lo inmanente. Y así, el 2

intento por apresar aquello que la vida es nos instala donde ya estábamos, en el hecho de estar vivos, tal como sucede en la intuición de una respuesta infinitamente mayor a la pregunta que la inquiere. La equivocidad fundamental del concepto de vida, es decir, el hecho de ser producto de un viviente determinado, cuya parcialidad está sujeta a la quimera fundamental que la criatura proyecta en la creación, forma a su vez un suelo unívoco donde el esfuerzo mismo por definir la vida coincide con los poderes del viviente para experimentar, conocer y coincidir con aquello mismo que lo constituye y lo anima. Son los vivientes humanos quienes forjan y se valen de una noción de vida, pero a condición de rendirse ante el irredimible hecho según el cual es la vida quien forja los vivientes de antemano. ¿No es acaso la experiencia de estar vivos la que nos permite esgrimir la idea de una Vida de la que participamos, pero que también nos excede? Así, la pregunta por la vida se vuelve hacia la vida de quien pregunta, animando la relación entre lo unívoco y lo equívoco según un movimiento que, tomando prestado un término de Didi-Huberman, llamo anadiomeno; es decir, un movimiento de vaivén, como el de las olas del mar, que solo emergen como una diferencia que pliega la relación entre una onda que va y otra que viene; las olas, al mismo tiempo, van y vienen. Este movimiento anadiomeno es fundamental en Deleuze, y ha sido unos de los principales tropos de los que me he valido para revelar sus operaciones conceptuales. Dejemos ahora de lado mis intenciones e intuiciones, para pasar al contenido de la investigación, las “Dimensiones del vitalismo deleuziano”. Intentaré resumir, lo más brevemente posible, el problema central, para concentrarme luego en aquellas ideas que necesitan un desarrollo ulterior. Que Deleuze es vitalista, pocos los dudan. Puede decirse, de hecho, que es el principal representante del vitalismo contemporáneo. Por lo tanto, es de su obra de donde deberían brotar las respuestas que requiere la pregunta por la vida. Y es que, antes de una definición precisa, ¿qué es acaso el vitalismo, sino un pensamiento que gravita la noción de Vida? Sin embargo, ante esta certeza nominativa surgen una serie de problemas. El primero proviene de la facilidad acrítica con la que se asocian los nombres de Deleuze y el vitalismo. Es el propio filósofo francés quien dice: “todo lo que escrito ha sido vitalista, al menos así lo espero”; sin embargo, su obra no provee una definición precisa de este término, que depende siempre de una doxa, de un sentido asumido que es necesario indagar. Por ello fue necesario estudiar la historia del vitalismo, al menos la de aquella vertiente francesa que llega hasta Deleuze. Esta tarea preparatoria reveló una oscilación teórica en su seno, oscilación que funcionará como matriz para distinguir diversos compromisos ontológicos y epistémicos. Detengámonos un momento en esta historia. El vitalismo francés habría comenzado con la importación de un problema alemán, la protesta de Stahl ante la ausencia de la noción de Vida en la fisiología mecanicista, a principios de siglo XVIII. Retomada por Sauvages en Montpellier, esta protesta sería el tropo central del vitalismo venidero: no se puede explicar la vida sin la vida, los seres vivos no son máquinas. Sin embargo, definida por una negación, la protesta vitalista permanece atada a aquello que niega. Su oposición nada dice respecto a sus compromisos positivos, y es allí donde deben establecerse algunas diferencias relevantes. En principio, la que ya Leibniz mantenía con Stahl. En resumidas cuentas, mientras que Stahl concebía una tajante oposición entre el mecanismo y el organismo, Leibniz concebía una continuidad que hacía del organismo una máquina infinitamente compleja, cuyas partes son asimismo máquinas al infinito. Cuando Deleuze, cerca del final de su obra, tome a Leibniz como modelo vitalista, será una larga tradición la que estará desandando, pues son los tropos de Stahl – es decir, la singularidad de lo viviente, 3

el trabajo activo de la fuerza vital contra la inercia material, y la oposición entre mecanismo y organismo – los que preponderaron en Montpellier. Otra oscilación teórica central se encuentra en Barthez, según muchos, el primer vitalista. Pues, al decir de algunas comentadoras, la obra de Barthez es ambigua respecto a un uso heurístico o substantiva de la noción de Vida, fuerza o principio vital. Es decir que, por momentos, Barthez afirma una diferencia de naturaleza entre lo animado y lo inanimado; mientras que otras veces solo afirma la necesidad de suponer la singularidad vital como un método para estudiar un específico dominio de la realidad. El vitalismo heurístico terminaría de consolidarse con Claude Bernard, quien entendía por “vida” o “fuerza vital” sólo una medida de nuestra ignorancia, pero una medida necesaria, no obstante, para el establecimiento de la medicina como ciencia. En Las palabras y las cosas, Foucault entiende la emergencia del vitalismo en el siglo XVIII como el efecto superficial de una mutación epistémica que rompe con el continuo clásico de la representación. Esto, según creo, no debería minimizar la importancia de esta corriente, pues es justamente a través de sus postulados que se expresan con claridad los fundamentos de una nueva episteme para la que el ser se encuentra ya irredimiblemente dividido entre lo animado y lo inanimado, y para quien el organismo es la unidad mínima y primordial de una vida replegada en su finitud. Si bien estas afirmaciones requerirían de un estudio detallado de las fuentes del vitalismo francés, nos bastan ahora para identificar un problema que alcanza a la formación del propio vitalismo deleuziano. Así, la relación entre organismo y máquina, y el carácter heurístico o substantivo de la noción de vida, nos revelan un marco de inteligibilidad para situar un pensamiento que ahora puede nombrarse en plural: no habría un vitalismo sin vitalismos, sin sus variantes menores que reavivan disputas en el seno mismo de su protesta vital. Establecido este campo problemático, las razones por las cuales el vitalismo de Deleuze no debería ser acríticamente aceptado devienen entonces mucho más claras. Es contra el fondo de un vitalismo tradicional, heurístico y organicista, que su propio vitalismo, inorgánico y substantivo, emerge. A medida que analizamos el contexto francés, la solidaridad entre el aspecto epistémico y el aspecto político del problema vitalista deviene más y más patente. A mediados de los 50’, el lugar común del rechazo al vitalismo se ve contradicho por una corriente francesa de filósofos de la ciencia tales como Canguilhem, Ruyer y Simondon: figuras todas nucleares para la filosofía deleuziana. Esta corriente forja una inusual combinación de investigación histórica y filosófica para inquirir los principios fundamentales de las ciencias de la vida. Basándose en la idea de Foucault según la cual en Francia fue filosofía de la ciencia quien más claramente formuló el problema de la racionalidad, P. Rabinow ha llamado modernidad francesa [french modern] a este particular momento histórico en el que, a partir del siglo XVIII, la cuestión de la vida se introduce en el pensamiento vinculada con la del poder y el saber. Para Canguilhem – dirá Rabinow – un pathos existencial y ontológico sobrevino a la comprensión biológica de los seres vivientes; para Foucault, esta ontología devino histórica y política. Tanto para uno como para otro, la relación entre la vida y el conocimiento de la vida devino una cuestión central. Para ubicar a Deleuze en este escenario, creí necesario estudiar su temprana formación, su vínculo con Canguilhem. Si he logrado algún aporte en este sentido, por mínimo que sea, es resaltando algo que a menudo pasa desapercibido: existe una ruptura de Canguilhem con Deleuze; y ella implica dos interpretaciones para el vitalismo. Esta ruptura puede deducirse de una conferencia proporcionada por Canguilhem en 1966. Sin 4

embargo, desde la pluma de Deleuze, ella sólo deviene explícita (o casi explícita) en 1991, cuando, junto a Guattari, afirma lo siguiente: El vitalismo siempre ha tenido dos interpretaciones posibles: la de una Idea que actúa; pero que no es, que por lo tanto sólo actúa desde el punto de vista de un conocimiento cerebral exterior (de Kant a Claude Bernard); o la de una fuerza que es pero que no actúa, que por lo tanto es un mero Sentir interno (de Leibniz a Ruyer).

Lo que quisiera resaltar, entonces, es que la posición del propio Canguilhem cabe en el primer vitalismo; mientras que la de Deleuze y Guattari en el segundo. El objeto de la contienda, identificable ya en 1966, concierne al dogma mismo de la biología, y podría resumirse de la siguiente manera: si el mecanismo evolutivo se reduce a la mutación aleatoria y a la selección natural, tal explicación es mecanicista, y un vitalismo que la afirme como motor de la evolución sólo puede ser un vitalismo heurístico, cuanto más. Un verdadero vitalismo no puede contentarse con ello, y se encuentra obligado a sugerir otros mecanismos evolutivos que otorguen cierta agencia a los seres vivos. No se trata de oponerse al darwinismo, sino de complejizarlo, poniendo en discusión la propia capacidad de la vida para variar sus formas. En la medida en que la obra de Deleuze se esfuerza por proporcionar mecanismos de especiación de este tipo – mecanismos tales como la simbiosis, la neotenia o la especiación por territorialización, y la territorialización “estética” por ritornello – podemos estar seguros que hay una exigencia vitalista trabajando en el corazón de su filosofía. Sin embargo, es necesario puntualizar la prudencia deleuziana respecto a estas tesis especulativas. De hecho, luego de enfrentarse al problema tal como fuera planteado a mediados de los 50’, en Instintos e Instituciones, Deleuze abandona el aspecto estrictamente biológico de su problemática, que sólo volverá a emerger luego de su encuentro con Guattari. Mi impresión es que este abandono del aspecto científico del problema vitalista – es decir, el de la agencia animal y los mecanismos de especiación – se debe a la alta heterodoxia de las tesis deleuzianas, en una época donde comenzaba el imperio de la moderna síntesis entre bioquímica y pensamiento poblacional. Según una primer dimensión, hemos esbozado una definición negativa del vitalismo deleuziano: el suyo no es ni el vitalismo de Montpellier ni el vitalismo de Canguilhem, si bien sus vínculos con ambos son mucho más estrechos que débiles. ¿Podría haberse detenido aquí la investigación? Creo que no, que el trabajo de mostrar el contexto del que Deleuze, diferenciándose, surge, sólo puede llegar a buen puerto mediante una tarea positiva, que muestre en qué sentido su vitalismo ofrece un particular concepto de Vida. De cualquier manera, no creo haber aclarado el misterio de esta “fuerza que es pero no actúa”; salvo al decir que este “sentir interno” es coextensivo a toda la naturaleza, y condición de las vidas individuadas. Mi tesis se detiene una vez probada la particularidad de la posición deleuziana, pero sería necesario sugerir algunas direcciones para futuras investigaciones. La situación sería entonces la siguiente: contra el fondo del vitalismo histórico, los pasajes más relevantes de Deleuze nos hablan de una vida inorgánica, igualada a la fuerza con la que la materia se diferencia y se repite. Opuesta entonces al organicismo y al dualismo, la posición de Deleuze es más cercana al “vitalismo panteísta” de Spinoza, que a la del siglo XVIII. Pero ello nos conduce a una interesante paradoja. Si aceptamos el monismo ontológico, no podríamos diferenciar vida y materia, y el vitalismo sólo podría ser heurístico. Razonando así, un vitalismo substantivo sólo tendría dos opciones: o bien ser un animismo, y afirmar que todo está animado en grados diferentes, o bien ser dualista, y afirmar una oposición entre vida y materia. Pero la propia posición deleuziana es algo más compleja, y es aquí donde se requiere todo nuestro esfuerzo mental. La solución, según creo, se encontraría en su “fórmula secreta” 5

PLURALISMO=MONISMO, donde el ser es concebido como diferencia, y la vida como la potencia de diferenciación de esa diferencia. No hay dualismo, pero tampoco un monismo materialista en sentido estricto. Es necesario, siempre, hacer intervenir el dominio de lo virtual, que toda concepción actualista de la materia tiende a olvidar. Para articular uno y múltiple, para deshacer su oposición en favor de la multiplicidad, es necesario postular un punto inmaterial, que funcionaría como el segundo tropo central de nuestra reconstrucción. Junto con el movimiento anadiomeno, este punto inmaterial nos permite pensar la paradójica “acción pasiva” que Deleuze llama alma, fuerza o contemplación. La planta contempla contrayendo los elementos de los que procede, la luz, el carbono y las sales, y se llena ella misma de colores y de olores que califican cada vez su variedad, su composición: es sensación en sí. Como si las flores se sintieran a sí mismas sintiendo lo que las compone, intentos de visión o de olfato primeros, antes de ser percibidos o incluso sentidos por un agente nervioso y cerebrado.

El movimiento de vaivén es lo propio de la materia, pero el punto inmaterial no es otra substancia, sino lo que se vuelve sobre aquello que va y viene; aquello por lo que se vinculan los elementos, allí donde se habilitan simultaneidades y se generan temporalidades (plura simul). El punto virtual es el espacio infinitesimal necesario para que las vibraciones resuenen sobre sí, generando nuevos armónicos. Habría, entonces, una diferencia de tipos de velocidad entre atributos: velocidad relativa del cuerpo, velocidad absoluta de la mente. Por eso siempre es necesario volver sobre lo que ya estaba ahí, para reencontrarnos y componernos con el movimiento que somos, y así volver a impulsarnos con lo que ya nos anima. Es en esta articulación entre movimiento anadiomeno y punto inmaterial que, según creo, se encuentra toda la violencia con la que Deleuze nos fuerza a crear una nueva imagen del pensamiento. Según esta imagen, la vida es un concepto unívoco, pero a condición de que su sentido no venga dado; a condición de ser co-creadores del sentido de la vida, trazando una trasversal sobre todos los sentidos equívocos posibles. En un sentido unívoco, entonces, Vida es el ser, o, más bien, el ser es Vida, pues “ser” no es una buena palabra para nombrar algo en constante devenir. Pero en un sentido equívoco, vida es uno de los estratos del ser. Así, siempre hay una Vida más grande que la vida, una Vida inorgánica que se revela en el límite de lo vivible, una Vida de pura potencia que es beatitud, en tanto es la fuente misma del ser, su causa inmanente, a condición de encontrarse más allá del bien y del mal, más allá (y más acá) de los accidentes que encarnan las formas concretas de la vida en la tierra. Incluso nuestro planeta es susceptible de concebir la vida a su imagen, de pecar de “gaiacentrismo”. Y es en este sentido que Deleuze requiere de conceptos cada vez más abstractos para nombrar el devenir de la vida. No basta con decir que la vida es el nombre del ser, ni que la vida supera o desfonda toda actualidad; es necesario mostrar el movimiento anadiomeno que borra toda separación, potenciando las diferencias. Es necesario mostrar la complicación original, para que el verso y el reverso de una misma línea quebrada sean dimensiones comunicantes pero no homólogas, como el mundo que Alicia encontró más allá del espejo. Sin embargo, aisladas del minucioso decurso de la investigación, estas palabras pueden sonar demasiado abstractas. Es necesario recapitular las ideas y mostrar su valor práctico. El problema del vitalismo sería entonces el siguiente: si el azar no es el único motor evolutivo, ¿qué puede hacer un ser vivo en la imperiosa tarea de variar, de modificarse y evolucionar? ¿Cuál es la agencia propia de la vida? Si un ser viviente se define por los afectos que es capaz de experimentar, ¿qué puede la vida para modificar el registro afectivo de un ser viviente? Antes estas preguntas, la filosofía de Deleuze no nos otorga una respuesta individual; no es el organismo quien puede hacer algo para 6

modificarse, sino los afectos quienes pueden modificar el organismo que los experimenta. El secreto de este vitalismo, según creo, se encontraría en una inversión capital. La evolución suele entenderse como un camino progresivo, aunque un biólogo tan eminente como Gould haya cuestionado la relación entre evolución y aumento de la complejidad. La propuesta de Deleuze es, sin embargo, inversa: es la involución la que es creadora, no la complejización. Se trata, para él, de reencontrar la posibilidad de variación en una vuelta hacia la inmanencia de la que brotan todos los modos finitos; de una desdiferenciación que permite pasar por debajo de las rígidas clasificaciones en géneros y especies. Esta vuelta sobre sí, este reencuentro con la inmanencia de la que nos diferenciamos, pero que no se diferencia de nosotros, es el gesto mismo por el cual la filosofía de Deleuze postula una forma de agencia, una manera de crear y destruir en el mundo, recorriendo a la inversa el camino de la actualización de lo virtual. Respecto a esta vuelta sobre sí, creemos que los comentadores de Deleuze no han señalado lo suficiente la importancia de los términos que comienzan con el prefijo in, pues no es difícil notar que ellos pueblan su filosofía: Inmanencia, inorgánico, intensidad, infinito, involución, invaginación, individuación, intuición, intermezzo, invariancia, inclusión, inmaterial, incorporal, intempestivo, instinto, institución, impersonal, incomposible, inactual… La lista está evidentemente abierta, se trata de inventarla. Lejos de señalar una dualidad, el prefijo marca un pliegue; un retorno que vivifica en lo más concreto una causa sui impersonal y afectiva con la que quisiera nombrar la vida misma, frente a la manía por confundir los opuestos con las separaciones. Corro el riesgo de decepcionar al decir que, en definitiva, la agencia vitalista no es otra cosa que la tarea ética o etológica, es decir, una evaluación inmanente de los modos de vida que afirma la paradójica posibilidad de modificarlos, no desde una libertad incondicionada, ni desde un ámbito de excepción ontológica, sino desde el compromiso mismo con sus decursos, bifurcaciones y accidentes. Son los afectos impersonales los que crean nuevos sujetos, pues son ellos la condición de toda individuación. Así, seleccionando y componiendo maneras de ser afectados, debemos afirmar una posibilidad vital en este mundo insoportable, donde a duras penas se puede vivir. Por mínima que sea esta posibilidad, por asediada que se encuentre por la malicia y la estupidez humanas, y aunque tal afirmación no sea suficiente, debemos creer que modificar nuestros modos de pensar, sentir y percibir es posible, y que, por difícil que parezca la tarea, una vez modificados, el mundo cambiará en resonancia. Al menos así lo espero.

Gonzalo Gutiérrez Urquijo Córdoba, 19 de diciembre de 2016

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