Digas la palabra que digas. Ensayos escogidos.

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Ismael Gavilán Muñoz

DIGAS LA PALABRA

QUE DIGAS ensayos escogidos

Ediciones Inubicalistas

Prosa de poeta

PROSA DE POETA

Para Osip Mandelstam, “la instrucción es el nervio de la prosa” y aún agrega que “lo que tiene sentido para el prosista o ensayista, al poeta se le antoja carente de él por completo”. Para Joseph Brodsky –y, en general, para todo poeta- la poesía es el verdadero modelo de percepción, capaz de dar cuenta del “verdadero asunto” que es ni más ni menos “los objetos y sentimientos absolutos”. Ampliando la tradicional imagen de Valéry –la prosa es a la poesía lo que la marcha a la danza- , para el autor de la Gran Elegía a John Donne, la poesía es la fuerza aérea y la prosa es la infantería. Y no deja de ser diferenciador el que declare que el acto del poeta que elija la prosa como medio de expresión, es “como pasar del galope tendido al trote”. Es apreciable que detrás de estas declaraciones –y de muchas otras de índole parecida- se halla una idea de poesía y poeta que, sin duda, arranca desde el romanticismo y que se encuentra matizada por la sensibilidad que desarrolló el simbolismo entre fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo 5

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XX. Ideas que insisten en el carácter absoluto de la poesía y su diferencia radical con la prosa, donde esta última es identificable con lo “prosaico”, es decir, con lo insípido, lo trivial, lo insulso, lo común y carente de vuelo, imaginación o fantasía. En una estela decididamente romántica –bajo la sombra de Shelley y Hölderlin- la necesidad de defender a la poesía de su enclaustramiento asocial frente a las exigencias del mundo, desemboca en una consideración especialísima de la misma: se considera que la poesía es una forma del lenguaje y del ser, es un ideal y un logro supremo de intensidad, nobleza y esclarecimiento de lo real, incluso fundándolo y otorgándole sentido. De ahí hasta lo que podemos leer respecto a este asunto en Martin Heidegger, Paul Celan, Hans-Georg Gadamer y René Char –es decir, poetas y filósofos ampliamente vigentes en la configuración de nuestra sensibilidad contemporánea- media un paso y nos muestra la actualidad –contra todo pronóstico- de una manera de concebir la poesía que sigue alimentando no sólo nuestra imaginación, sino también la manera misma de comprender en la lectura, la complejidad de este fenómeno. En la república de las letras, el poeta ha ocupado de modo tradicional, el mismo lugar que esos aristócratas ilustrados, como el conde de Mirabeau, en la Asamblea Nacional en la época de la Revolución Francesa: como defensores de la libertad

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desde el candor absoluto de su nobleza y haciendo del inconformismo, la rebeldía, el individualismo y el espíritu utópico, el santo y seña de toda transformación, sin parar en mientes en el trabajo de zapa realizado por ellos mismos contra sus propios privilegios. Por eso es natural que los poetas insistan en ese carácter total de la poesía como instancia para cambiar el estado de las cosas, instancia que puede arrastrar, paradójicamente, su propia eliminación: un Robespierre no dudó en exiliar al duque de Eighem o consentir la decapitación de Chénier; como asimismo Stalin no dudó en perseguir a Pasternak, Mandelstam o Maiacovski o Castro humillar a Padilla. Después de todo, al Poder no le gusta la disidencia de ningún tipo, sea de donde sea que provenga aunque haya facilitado su acceso en las candorosas etapas prerrevolucionarias. Estas y otras disquisiciones no son tan arbitrarias como uno podría creer, pues presuponen de una forma u otra, lo que la prosa es o significa para un poeta. Dejo a un lado, a propósito -tema que tal vez aborde en otra oportunidad-, la escritura creativa en prosa de los poetas, es decir, cuando éstos se convierten en invitados de piedra en el mundo de la novela. Casos hay varios como los de Rilke y Los cuadernos de Malte Lauridds Brigge; Pasternak y Doctor Zhivago, Breton y Nadja y más cerca de nosotros, Huidobro y Mio Cid Campeador; Lihn y La orquesta de cristal; Oyarzún y La infancia o

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Arteche y La disparatada vida de Felix Palissa. Por supuesto que hay otros nombres y otras obras, pero estas se me vienen a la cabeza de inmediato. Claramente no me refiero a las novelas escritas por poetas –no sé si existan rasgos específicos que diferencien a éstas de las “novelas” de novelistas- , sino a esa otra prosa que rotulamos bajo el nombre amplio y genérico de ensayo. Esto, que parecería aclarar el asunto, lo enreda aún más, pues ¿qué semejanza por ejemplo, puede haber entre la desapasionada e irónica –y no menos intensa- prosa ensayística de, digamos, Luis Cernuda –que aquí le guiña un ojo a la prosa de T.S. Eliot- y esas evocaciones plásticas y sugerentes de la escasa, pero hermosa prosa de Gonzalo Rojas?, ¿o entre esos luminosos laberintos de sucinta prestancia que son los artículos de crítica literaria de José Lezama Lima con el adusto e irónico tono de los mejores ensayos de José María Valverde?, ¿o dentro de nuestro ámbito estrictamente nacional, qué puede haber de común, salvo el intento de descripción genérico –la palabra “ensayo”- entre la vigorosa y aguda prosa crítica de Enrique Lihn y el carácter profundamente evocador y hasta deliciosamente cursi de la prosa de Jorge Teillier? Si nos tentamos por el camino de la clasificación, pues tendremos tantos “tipos de prosa” como “tipos de poesía” posibles. Y ya sólo el pensar eso, pues lleva al desquicio o el absurdo. Quizás se trate

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de otra cosa, una cosa que tenga que ver cómo lo escrito en prosa –de modo general en tanto ensayo, sea de la índole que sea-, fija un correlato necesario para con su labor en verso. ¿Y en qué consistiría ese correlato? Si bien, todo poeta que se precie ha ejercido con mayor o menor prestancia, dedicación o talento, la crítica literaria o de artes visuales o el comentario cinematográfico, me parece que es el único tipo de escritor, por decirlo así, que vuelve su ejercicio intelectivo un ejercicio interesado. Me explico: no se trata de creer que ese interés da cuenta de presupuestos pragmáticos o teóricos que anteceden la emisión de su juicio –aunque eso tampoco es descartable, en sí mismo, pero en fin-, sino más bien ese interés representa el compromiso más que virtual que el poeta posee con el lenguaje, un compromiso no sé si mejor o peor, más amplio o maduro que el que posee cualquier otro ser humano que se precie de intentar escribir con afanes de obra, pero un compromiso que da cuenta de una interiorización no sólo experiencial respecto a las palabras, sino también, una interiorización imaginativa, social y gnoseológica acerca de las mismas como también su uso y su abuso. Como decía el viejo Auden, comentar un mal libro hace mal para el carácter. Y me parece relevante, sobre todo para aquel poeta -si se las da de crítico o prosista devenido crítico- que ese dictum del poeta inglés, adquiere un tono de especial consideración.

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Soy de los que piensa que la relación entre poeta y lenguaje es básicamente amorosa, es decir, con plenitudes y desiertos en la anchura de toda experiencia, pero también amorosa, por cuanto hay una fidelidad respecto a su comprensión y especial entendimiento convirtiéndose en piel y carne en virtud de ese compromiso. Esa fidelidad, que adquiere rasgos de la más diversa índole, -a veces agresiva, otras cautelosa, otras juguetona- devela la vieja sapiencia del poeta respecto a las cosas, en este caso respecto a las palabras, sapiencia que hace referencia a una especie de autoconciencia en relación a ese saber ancestral y mítico y que, en otros términos, el poeta conoce: sabe de su fidelidad para dar cuenta del significado profundo de las palabras y se halla dispuesto a pesar de sí mismo, a responder no sólo imaginativamente, sino actitudinalmente frente al estímulo que implica ver a esas mismas palabras articuladas en discursos ajenos en los cuales él no ha tenido, en tanto creador, ingerencia inmediata, pues es sólo lector. Y en esa limitante –rara paradoja: quién quisiera ser creador u otorgar significado a las siempre mismas palabras que otros han convocado tanto o mejor que uno- es donde radica a mi entender uno de los motivos primordiales para la escritura de la prosa por parte de un poeta: una verdadera proyección casi sentimental que el poeta efectúa por puro amor o fidelidad (interés) hacia aquello que lo obsesiona y no puede poseer, escapándosele siempre de las manos.

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Puedo comprender a un poeta que odie la escritura de otro poeta por no sé que raros motivos de envidia o impotencia o por una desazón moral ante el eterno infantilismo de la conducta de tantos autores. Pero me parece que en la prosa –ya crítica y/o ensayística- de un poeta, no hay lugar para el mal entendido, es decir, para la “mala fe”, para la odiosidad gratuita. Es paradójico, dado que la prosa ha sido el receptáculo de la diatriba –salvo formas poéticas muy específicas, como la sátira de origen latino y poco cultivada en tanto forma, hoy por hoy- entre poetas y otros habitantes de la república de las letras desde tiempos inmemoriales. Pero dejando a un lado los motivos, siempre recónditos y psicológicamente arcanos de la repulsa hecha prosa, lo que hay de cierto a mi parecer es el modo en que cada poeta, en ese correlato necesario que tiene de su propio vigor imaginativo y verbal, raíz y sentido, hace de la prosa su intensificación o aclaramiento y en algunos casos hasta el complemento ideal de su escritura en verso. Siempre he pensado que en los esclarecedores ensayos de Octavio Paz o en la punzante prosa crítica de Enrique Lihn o en las evocadoras situaciones que atrae de lo escrito por Jorge Teillier, -por mencionar un puñado de ejemplos ampliamente significativosmás que advertir la insolvencia de una pretendida explicación clasificatoria de todas esas prosas, lo que en verdad vale y asombra es pensar la profunda

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fidelidad que cada uno de ellos posee para con las palabras que han creído posible convocar en su íntima configuración. Esa fidelidad habla mucho de estos poetas, más que el mero dato biográfico o crítico. Habla en ellos, y en tantos otros, de esa capacidad para hacer hablar a las palabras lo que ellas a veces desean dejar en silencio para justificar su autoexilio de nuestra mal traída humanidad.

Viña del Mar, otoño de 2012

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1916, las constricciones del lenguaje

1916, LAS CONSTRICCIONES DEL LENGUAJE

I A mediados de la Primera Guerra Mundial, en febrero de 1916, el alto mando del ejército alemán a cargo de Erich von Falkenhayn emprendió una ofensiva en el noroeste de Francia, en la Champaña, con la esperanza de romper el frente de trincheras y forzar así una retirada de las tropas anglo-francesas hacia la región del Marne, tal como sucedió al inicio de la guerra en agosto de 1914. El principal objetivo era tomar la ciudad fortificada de Verdún, llave estratégica de toda esa zona. Aunque la ofensiva alemana, desarrollada en pleno invierno, fue una sorpresa para el mando aliado, las huestes de Falkenhayn no pudieron doblegar la resistencia enemiga. Ambos ejércitos no lograron hacer retroceder al otro y la larga y extenuante batalla de Verdún se convirtió en punto neutro sin ningún resultado efectivo. De aquel modo hasta la primavera de 1916 las bajas eran cuantiosas: unos 450 mil muertos y heridos franceses e ingleses y unos 300 mil alemanes. Avanzado el año, en el verano de 1916, 13

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el alto mando del ejército inglés a cargo de sir Douglas Haig quiso articular una contraofensiva, emprendiendo un ataque en el noroeste de Francia, en el Somme, con la misma esperanza de romper el frente de trincheras y obligar así un retiro del ejército alemán, tanto de ese sector, como del suroccidente de Bélgica. Aunque Haig contaba con el efecto de la sorpresa y con un recurso técnico bélico hasta ese instante desconocido (los tanques), el ataque se mostró catastrófico desde el primer día: cerca de 20 mil muertos y heridos y un número indeterminado de desaparecidos. Durante una semana aproximadamente la intensidad del ataque no arreció, para, con posterioridad, estancarse cerca de dos meses, al final de los cuales, el terreno ganado por las tropas inglesas no superaba los diez kilómetros cuadrados. El balance: cerca de 300 mil muertos y heridos ante unas 250 mil bajas alemanas. Así, a fines de 1916 habían caído en el frente occidental cerca de un millón y medio de hombres, entre ellos el pintor Franz Marc, uno de los fundadores del grupo Blaue Reiter junto a W. Kandinsky en 1911 y el joven filólogo alemán Norbert von Hellingrath, descubridor y primer editor de la, hasta ese instante, desconocida poesía de Friedrich Hölderlin. En el transcurso de esa guerra caerían entre otros, los poetas ingleses Edward Thomas en 1917 y Wilfred Owen en 1918. Estas verdaderas carnicerías son la representación de lo que se ha denominado batallas de material, cuyo objetivo era el desgaste del enemigo 14

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en oleadas sucesivas de hombres, cañones y gases asfixiantes. Pronto, en el transcurso final de aquella contienda, tanto en Cambrai como en Ypres, se demostraría con esta nueva concepción de batalla la fidelidad hacia el insaciable Moloch de la guerra. De ese modo en Verdún y en el Somme quedó en evidencia durante el transcurso de 1916 la lógica suprema de la inteligencia humana para organizar industrialmente la muerte de millones de seres: los contraataques sucedían a los ataques en una espiral de ciega obstinación, espiral calculada con minuciosidad gracias a un despliegue de planificación que en su orden supremo bordeaba la locura racional. Tal desideratum de muerte y destrucción iba acompañado por un desgaste más subterráneo y quizás primordial: el vaciamiento del lenguaje que había convocado a esas mismas fuerzas destructoras. Después de Verdún y del Somme pocos eran los que creían en palabras tales como patria, heroicidad y honor y, por ende, en el sustrato invisible que sostenía la ficción de una guerra justa, alegre y sana, términos que el periodismo belicista de agosto de 1914 había empleado para enardecer aún más el temple bélico incitado por las testas coronadas de la vieja Europa. Robert Graves, Thomas Mann, Stefan Zweig y, sobre todo, el insobornable Karl Kraus se percataron muy pronto de ello; sin embargo ya era demasiado tarde para detener la matanza y más aún para intentar establecer un nuevo pacto entre el lenguaje depreciado por la locura colectiva y la intimidad humana que aún sobrevivía. Quizás la única 15

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salida era replantearse todo nuevamente, quemando las naves de un lenguaje caduco. II “Una cultura milenaria se desintegra. Ya no quedan pilares ni puntales, ni siquiera cimientos; se han derrumbado (...) El mundo ha perdido su sentido”. Estas palabras de Hugo Ball, enunciadas en el contexto de una conferencia acerca de la pintura de Wasily Kandinsky en 1917, muestran el temple de toda una época, una época que vivía de modo permanente con una pistola a la sien. Ball cuya vida surge de modo impresionante entre las pasiones y contradicciones de la sociedad europea de principios del siglo XX, era un escritor de teatro expresionista, periodista de izquierda, pianista de ocasión en cabarets y teatros de variedades, ferviente admirador de las novelas de Hermann Hesse y estudioso de Nietzsche y Bakunin, pero ante todo un artista de integridad moral a toda prueba. Un año antes, en 1916, Ball se encontraba en Zurich, verdadero oasis de recalada para desertores, objetores de conciencia, espías franceses y alemanes, como también para una juventud artística que contemplaba el impasible autoaniquilamiento de Europa. Su estadía lo haría testigo y partícipe de uno de los movimientos más relevantes de las vanguardias del siglo XX: el dadaísmo. Precisamente, en febrero de 1916, mientras la muerte se convertía en el comentario al bombardeo de Verdún, la leyenda dice que en una reunión entre varios personajes de 16

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desolado destino, Hugo Ball y Tristán Tzara bautizaron con el nombre de Dadá sus aspiraciones de disidencia. Al evocar esta palabra se nos vienen a la mente como por ensalmo una serie de asociaciones e imágenes que han quedado retenidas en el inconsciente cultural contemporáneo: actos de intensa provocación, manifiestos de deslumbrante belleza iconoclasta, anécdotas de enfrentamiento público entre los miembros del grupo y la gente asistente a sus manifestaciones, etc. Sin embargo, como acertadamente apunta Paul Auster, la seriedad con que Ball asume las premisas que él y sus amigos van haciendo mientras Dadá se consolida en la burguesa Zurich, permite apreciar con otros ojos lo que a primera vista parecería el altisonante desvarío de un grupo de jóvenes como una especie de premeditada extravagancia a la manera de los hermanos Marx. En esa seria intensidad, sobre todo de Ball, puede rastrearse un acontecimiento capital que, más que un logro efectivo de praxis artística, derivaría hacia una toma de conciencia que un poeta como él haría suya hasta el final de sus breves días: que cualquier anhelo de transformación real de las cosas del mundo debe partir primero con la despiadada crítica del lenguaje que sustenta el anquilosamiento de la sociedad. Ya Nietzsche en La genealogía de la moral había efectuado la demolición del edificio lingüístico en el que se amparaba el mundo occidental devenido en decadencia y que para el solitario de Sils María significaba básicamente nihilismo. Transvalorización de todos los valores había declarado en distintos 17

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lugares de su obra, cosa que implica necesariamente vérselas con el lenguaje y las posibilidades de transformación y por ende de depuración que aún podía poseer. Para Ball y los dadaístas ello significaba asimismo tabula rasa: frente al lenguaje corroído por la falacia nacionalista y la guerra promovida por los valores burgueses, era necesario un esfuerzo máximo de limpieza. Acá no se trataba de la siempre cierta lucha del poeta por la expresividad, ni tampoco del silencio asumido como metáfora en el esfuerzo por asir lo inefable. Se trataba de algo distinto, de un gesto nacido en la conciencia de una desesperación ante el vaciamiento del significado, pero sin el patetismo de los expresionistas ni con los avatares grandilocuentes propios de la poesía de un Werfel o un Toller. Tabula rasa: una destrucción para comenzar de nuevo. De aquel modo es posible entender la subversión del lenguaje con miras a demoler su intrínseca apariencia en pos de su fundamento primigenio: su materialidad sonora. Así, mientras en el verano de 1916 se daba inicio a la batalla del Somme, en Zurich, el 23 de junio, Hugo Ball, oculto su rostro con una máscara confeccionada por Hans Arp y ante la perplejidad, indignación y asombro del público, recitó en el cabaret Voltaire, un poema fonético hecho de sílabas y voces sin sentido, donde no era posible reconocer ninguna palabra en el concepto tradicional del término. Como señala Octavio Paz, la experiencia de Ball colindó con el trance religioso, pues era dable identificar tal acto como la de un conjuro mágico: “con esos poemas hechos 18

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de sonidos renunciamos totalmente al lenguaje corrompido y vuelto inusable por el periodismo. Volvimos a la alquimia profunda de la palabra, más allá de los vocablos, preservando así a la poesía en su último dominio sagrado”. De estas afirmaciones de Ball puede desprenderse una infinita nostalgia por un lenguaje anterior al lenguaje como utilidad, pero también una extrema conciencia de hacer presente la violenta destrucción que es propia de la inocencia: el gesto neoadánico de nombrar nuevamente todo. III Munich: ciudad aristocrática, sensual y nacionalista, escenario wagneriano no sólo de una embriaguez espiritual (mis antípodas viven en Munich, declaraba Nietzsche en Ecce Homo), sino de una embriaguez mucho más mundana donde todo se teñía con un evidente matiz de tradición y monumentalidad. Munich, ciudad eje para comprender la tragedia de Adrián Leverkhun, el singular personaje de Doctor Faustus de Thomas Mann. Munich, ciudad sibarita y despreocupada donde la música de Richard Strauss era el telón de fondo perfecto. Ciudad donde el arte de vanguardia se habría anquilosado sin la recia personalidad de un extranjero: Wasily Kandinsky. Munich, bastión del nacionalismo alemán personificado en la lealtad hacia la dinastía reinante en Baviera, los Wittelsbach. Munich, ciudad a la que arribó Walter Benjamin desde Berlín en el invierno de 1916.

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Eximido por un año de sus deberes militares, el joven e inquieto pensador, coleccionista de libros raros y amante de la poesía de Hölderlin, llegaba a la capital del sur de Alemania, entre otras cosas, para seguir estudios de filosofía y literatura, para ver la posibilidad de entrevistarse con Ludwig Klages, sobre cuyos escritos de grafología se sentía fuertemente atraído, como para ver de qué modo su noviazgo con Grete Radt se disolvía y para dar cuenta del nacimiento de su relación con su futura esposa, Dora Pollak. Asimismo, Munich era el escenario que veía consolidar paulatinamente su amistad con Gershom Scholem, suscitándose entre ambos jóvenes animadísimos debates y conversaciones en torno a Kant, el judaísmo, los movimientos juveniles y la adhesión o crítica acerca de los profesores que frecuentaban: Ernst Cassirer, Gottlob Frege, Ernst Lewy. Y sería justamente de una de estas conversaciones de donde surgiría uno de los textos fundamentales de Benjamin, fundamental no sólo para comprender la eventual evolución de su pensamiento, sino que también como genial afán de salir del atolladero lingüístico-imaginativo al que la guerra había reducido el lenguaje: Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos. Aquí se encuentra in nuce la teoría lingüística de Benjamin, teoría que se origina de una concepción idealista del acto de nombrar, identificado de modo explícito con el gesto adánico de la creación del mundo, como asimismo con una manera de concebir al lenguaje como medium de una experiencia 20

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mimética de la realidad, cosa que permite a Benjamin definir esto en tanto comunicación universal de los seres espirituales. En aquel sentido se puede comprender que el lenguaje, de modo intrínseco, es idéntico al ser espiritual y por ende se plantea un rechazo a entenderlo instrumentalmente. Según Benjamin hablamos en el lenguaje, no a través de él. Por ello, éste no es en absoluto un aparato de signos que se encuentre a las afueras del ser humano y de las cosas, sino todo lo contrario: es precisamente el lenguaje el espacio en que el hombre ha sido creado con las cosas, donde simultáneamente ha sido creado a su vez como creador en el lenguaje. Esto supone que la inmediatez del ser humano como poseedor de una vinculación espiritual con las palabras implica una participación mágica con el ser íntimo de todas las cosas. Con esto desaparece el abismo entre el significado, el significante y el sujeto a favor de una concepción creadora del lenguaje, acontecer que Benjamin sintetiza de modo magistral: en el nombre, la entidad espiritual de los hombres comunica a Dios a sí misma. El pathos que se desprende de este alucinante texto es evidente: es la apuesta por retrotraerse al instante primigenio de la Creación, al instante donde el lenguaje aún es el fundamento privilegiado del ser, tanto como posibilidad de conocimiento, como por base necesaria de la experiencia, pero no para huir del derrumbe de una sociedad herida de muerte, sino como contrapunto de serena desesperación ante la destrucción y del lenguaje usufructuado por 21

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la vaciedad nacionalista que tenía en Munich un símbolo wagneriano de autoafirmación. En diciembre de 1916, cuando millón y medio de hombres habían muerto en el frente Occidental, enviaba Benjamin a Gershom Scholem el manuscrito de este texto. A la distancia, es posible ver a ambos amigos, enfrascados en la intensidad de sus conversaciones de alto vuelo intelectual, como los dos jóvenes aristócratas chinos que describe el lied “Von der Jungend” de Gustav Mahler en La Canción de la Tierra: intercambian impresiones en torno a su caligrafía bajo un pabellón engalanado de seda con seriedad y cortesía, viendo sus reflejos en el bello lago del jardín, mientras a su alrededor se presiente de modo inminente, el mortífero y amenazante eco de los bárbaros. IV Nadie es profeta en su tierra y mucho menos un poeta: después de varios meses de navegación y de hacer una breve escala en Buenos Aires, llegaba a París a fines de 1916, el poeta chileno Vicente Huidobro. De inmediato se vinculó con lo más granado de la escena de avanzada poética francesa (Reverdy, Apollinaire, Dermée, Max Jacob), trabando amistad asimismo con los pintores Pablo Picasso y Juan Gris, con el escultor Jacques Lipchitz y en los dos años siguientes con una serie variada de artistas y animadores de la vanguardia europea (Picabia, Miró, Cendrars, etc). A su arribo a la ciudad luz (bastante restringida con el racionamiento y presa 22

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de una ansiedad propia de la guerra), llevaba, según la historia, la primera edición de su pequeño libro El espejo de agua, publicado en Buenos Aires a mediados del mismo año y del que se haría célebre el poema “Arte Poética”; texto breve, bastante convencional en su lenguaje, pero del que es posible apreciar un par de versos significativos: Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra. El adjetivo cuando no da vida mata. Estos versos hablan de lo capital: de la invención de un mundo nuevo por la palabra. El gesto adánico se hace presente igual que en Ball y Benjamin y trae una serie de consecuencias: ¿es necesario plantear al poema como entidad autónoma de lo real? Sin embargo, cabe preguntar con mayor precisión, ¿cuál es el motivo que incita al poeta el inventar un mundo nuevo? Acaso éste, donde nos desenvolvemos no baste. ¿Y por qué? Pues ha sido degradado en su simbología primordial. Tal como Hugo Ball en el cabaret Voltaire y Walter Benjamin en la vieja Munich, vieron y comprendieron, el lenguaje ya no era lo que fue: se había convertido en un fantasma vacío que ejecutaba las órdenes de la muerte. Recordando a Nietzsche, podía apreciarse que lo primero que se corrompe en una sociedad, en donde comienza su degeneración valórica y existencial, es en el lenguaje, en las palabras: todo mundo o sociedad con un lenguaje corrupto está al borde de su extinción o al menos de su enajenación 23

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histórica y sensible. Si como recordaba Benjamin, el mundo ha sido creado por un acto de habla, el de Dios en el Génesis, entonces nosotros, herederos de ese gesto olvidado en la raíz del tiempo, no somos dignos de custodiarlo. Corrupción del lenguaje significa olvidarse de la primigenia refulgencia de las palabras como creación y existencia. De ahí que el poeta que inventa un mundo nuevo en la palabra no lo hace por mero esteticismo o un narcisismo patológico; lo hace porque en él se articula una fe sobreviviente del lenguaje corroído, de la palabrería sin sentido que dispone a su merced del escenario de la modernidad al haberse olvidado todo pacto entre lenguaje y divinidad. Por ello, el poema de Huidobro añade “y cuida tu palabra”, pues se hace clara la ingerencia de responsabilidad ética que le atañe al poeta como custodio de ese nuevo mundo que debe inventar para ponerlo como contraimagen al maltrecho del que proviene. El poeta cuida la palabra. Y eso significa no sólo entrar en conflicto desde esa eventual autonomía del objeto de arte con lo real (o lo social dirían otros), sino también se entra en conflicto con el valor de la representación de este mundo, sus imágenes, y por ende con el sentido interpretativo que implica como producción al competir con la Naturaleza en el plano de la Creación. Si el poeta debe inventar un mundo nuevo ya que el real se ha mostrado corroído en su esencia lingüística, debe entonces, a ese mundo nuevo, cuidarlo en la palabra, custodiarlo, pero no como mera teorización allende 24

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las nubes, sino como toma de conciencia del valor o peso de las palabras mismas, dentro de las cuales, el adjetivo significa otorgar o negar sentido, altura, profundidad y también condenación. Una palabra mal empleada, un adjetivo arbitrariamente puesto en cualquier sitio no devela tan sólo una falla o error estilístico, devela un error de existencia, un destino malogrado o la destrucción de ese mundo que se anhela plantear frente al mundo ya corrupto en sus costumbres de habla vacía (la ficción en agosto de 1914 de una guerra justa, alegre y sana) Al final del poema de Huidobro se dice que el poeta es un pequeño Dios. ¿Cuál habrá sido entonces el abismal derrotero de nuestro ser y de lo real si Dios en el Génesis hubiese errado su decir, si Dios en la Creación se hubiese equivocado por un exceso lingüístico? Peor aún, ¿y si Dios hubiese bromeado consigo mismo en el acto de decir la Creación? Pues el resultado sería una de las bromas más crueles y terribles. Un eventual Dios bromista nos hace comprender con mayor claridad a un Nietzsche embelesado y desesperado ante el espectáculo de esa “broma” en el escenario que llamamos Historia. Por supuesto que no es posible responder aquí a esas preguntas con responsabilidad. Sólo se puede atisbar que tanto para Ball, Benjamin y Huidobro, 1916 asume la significancia suprema de volver a comenzar, pues la confianza en el lenguaje, habiéndose traducido en enajenación y muerte, no implica transparencia y autenticidad, sino, la mayoría de las veces, concentrada desesperación para enunciar lo 25

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que al parecer aún podía ser posible: un Adán de inocencia destructiva que fundara un nuevo pacto entre las cosas, los hombres, lo divino y el lenguaje.

La vieja erudicción

LA VIEJA ERUDICIÓN para Braulio Fernández Biggs

Valparaíso, verano de 2005 Viña del Mar, invierno de 2010

Alguna vez en alguna reseña que escribí, cité a George Steiner para enmarcar mi situación de lectura. La cita decía más o menos de este modo: “la crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”. Aquellas palabras, puestas al inicio del libro que trata sobre la novelística de Tolstoi y Dostoievski, no hacían más que enfatizar una posición que de una u otra forma siempre he visto como una verdadera problemática en torno a la lectura: sus implicancias, sus operaciones de opacidad significativa, sus deleites secretos, sus sigilosas aventuras dentro de un orden desconocido y laberíntico. Más –o menos- que un enjuiciamiento, tal vez la cita de Steiner devela una actitud hacia lo escrito que esclarece muchas actitudes vitales, entre ellas, aquellas que tienen relación con nuestra consideración particular respecto a lo que consideramos como literatura. Por supuesto que eso es un eterno lugar común, pero siempre rico en ademanes de reinvención ya que pone a prueba nuestra capacidad cognoscitiva y, sobre todo, al menos para mí, nuestra capacidad de imaginación

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y aprehensión sensible. No hay lectura crítica que en su excelencia no posea ambas características ya que si falta alguna, pues que Dios nos ayude y nos encuentre comulgados (…) parafraseando al viejo Schopenhauer: un pensar que no tenga de su parte o comprenda para sí alguna manifestación de lo bello, será un pensar que no se involucrará plenamente en lo humano que ese mismo pensar pretende reivindicar. Será un pensar que pretenderá la verdad, pero en ningún caso, mostrará la forma en que esa verdad se expresa con toda la intensidad pulsional, saciada de placer y sufrimiento que la hace valedera y hasta la justifica. Esta alusión a Schopenhauer, no es por cierto, gratuita: me sirve para decir o más bien acotar una serie de impresiones que con el correr de los años uno va articulando para sí mismo en ese goce cada vez más excéntrico que significa la lectura. Ya hablaremos alguna vez de qué leer en donde como dice Bloom, ya no bastan los bíblicos setenta años que, en el fondo, son una metáfora de lo que es toda una vida. No, por cierto. Se trata de otra cosa, es decir, de apuntar o apuntalar esas escrituras que en su talante extemporáneo, han abandonado cualquier pretensión de exactitud y se vuelven una grata compañía de intensa conversación. Claro que sí, una especie de charla con una serie de invitados imaginarios que parecen estar más vivos que nunca en su lesa humanidad que mucha página de pretensión interpretativa nos hace olvidar: entre tanto rizoma, sospecha, agenciamiento y otras palabras 28

La vieja erudicción

rescatadas de algún escrutinio quijotesco, vuelvo la mirada a esos libros de autores periclitados a quien nadie dudaría de caracterizar como amantes de las letras en su plena disposición humanista, cuando esa palabra aún significaba algo. Tengo ante mí La tradición clásica de Gilbert Highet, Mímesis de Erich Auerbach, El alma romántica y el sueño de Albert Beguin, La soledad en la poesía española de Karl Vossler y un puñado de libros notables de aquel también notable erudito que fue Ernst Robert Curtius: Ensayos críticos sobre literatura europea, Literatura Europea y Edad Media Latina y sobre todo, uno muy breve, casi pequeño, tal vez uno de lo más personales y deliciosos libros de anécdotas, notas e impresiones que he leído de éste o de cualquier otro autor: Diario de lecturas. Lo primero que llama la atención en todos ellos es la descomunal erudición que muestran página tras página: alusiones griegas, latinas, orientales, traducciones perdidas en algún rincón del medioevo, referencia a autores que nadie recuerda, paráfrasis ingeniosas a una abultada tradición internacional de cariz continental-europeo, finas citas de los poetas más excelsos, como de los más desconocidos u olvidados. Pero no es ese listado de elementos y referencias lo que abruma. En absoluto: la prosa de estos autores es llana, plena, que va del detalle microscópico, a la generalidad más vasta y relacional con una soltura, un brío y una, a veces, ligerezza tonal que los hace llamativos al lector, dejando lejos, muy lejos el prejuicio que indica que la 29

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erudición es una carga que inhibe el pensar. En estos autores es todo lo contrario, la erudición termina por convertirse en algo mucho más interesante: en una tradición viva. En ellos las citas, comentarios y referencias a Virgilio, Arquíloco, Boewful, Dante, Calderón de la Barca, Voltaire o Novalis son parte misma del desarrollo sensible de sus argumentos, son nervio vital de un placer para nosotros, hoy por hoy, casi recóndito, cuyas claves, al haberlas perdido, nos restan de un festín que requiere paladares exigentes. Una tradición viva que habla en tiempo presente, al menos en el presente de cada uno de estos autores. Por otro lado, esa sabia y casi natural confluencia entre erudición y amenidad expositiva, no teme las generalidades, los diseños de sentido amplios y convergentes. De eso deduzco que más que la contradicción, lo que estos autores temen es el recoveco de la falacia funcionalista o el prurito de situar sus temas como despliegues casi novelescos sobre un marco generoso de referencias históricas y culturales. Y eso, porque la literatura, ya sea latina, griega, provenzal, romántica o simplemente occidental, es impensable sin un referente geográfico, unas coordenadas ideales del mundo de la vida en simbiosis perfecta con el mundo de las ideas. De ahí tal vez esa fascinante y atractiva promiscuidad al ir y venir entre diversos géneros y estilos filosóficos e históricos. Antes que un Lucien Goldmann o un Arnold Hauser –complementos contemporáneos y necesarios de todos estos autores- nos hablaran con su fino y agudo arsenal marxista de la pertinente 30

La vieja erudicción

vinculación de arte y sociedad, de literatura y sociedad, estos brillantes eruditos sabían perfectamente que, como producto cultural, la literatura no se sitúa en el aire o en el abismo de nuestra impresión subjetiva: siempre arraiga en el suelo terrestre de las coordenadas históricas, pero no para volverse su esclava o ver en la literatura un mero archivo documental de sociedades ya inexistentes, sino más bien, para hacernos saber que hay una difícil trama entre el arte del lenguaje y la lingua franca que mueve a las sociedades de ayer y hoy. Eso no es precisamente sociología, es creo yo, una sensibilidad abierta para oír en las obras literarias, el eco de los hombres y mujeres que vivieron en un momento puntual del tiempo y que trataron de conjurar, entender o maldecir su sentido en un puñado de palabras, palabras que ellos mismos al escogerlas de esa manera y no de otra las volvieron relevantes…¿o acaso la literatura es algo distinto a eso? En estos libros, nadie dudaría que lo que fundamenta su escritura es el amor. Sí, en verdad, el amor en un sentido pleno, amplio, vigoroso, lleno de ambiciones totales, saciado de un celo surgido de su propia manifestación, ensoñador en sus descubrimientos de significado y siempre pensando que el objeto de su deseo se muestra misterioso, que aunque anhelen ocupar conceptos o retóricas de pretendida objetividad, el secreto que escudriñan se escapa de entre sus manos como la pasión misma que ponen para intentar capturar el sentido que vislumbran en poemas, dramas o novelas. Una crítica amorosa, llena 31

Digas la palabra que digas. Ensayos escogidos. Ismael Gavilán.

de plenitudes y desiertos, llena de paciencia filológica y que no teme pasar toda una vida desentrañando el vestigio de un antiguo poema anglosajón o una recóndita cita griega en un poema de algún poeta latino anónimo. Amor a la lectura, una lecture bien faite en el decir de Charles Péguy, pariente cercano de todos ellos. ¿Qué significa eso? Pues nada más ni nada menos que en el “leer” se subentiende un compromiso a la inmediatez de la presencia que otorga un texto en cada uno de los niveles de su virtual encuentro: espiritual, intelectual, fonético, e incluso “carnal” –el texto actúa sobre nuestra sensibilidad nerviosa tal como la música-. En Vossler, Highet, Curtius, Auerbach y tantos otros, filología significa amor al Logos con toda la reminiscencia platónica y patrística que ello implica, con toda la reverencia saciada de curiosidad que eso conlleva. Eso tal vez encierra la claridad expositiva de esa prosa erudita que nos vuelve ameno el decir de siglos. Y que nos convoca pensativos para nuestro presente ágrafo con una sonrisa melancólica, como la que vislumbramos en Eneas cuando en su ensueño recuerda a su padre perdido. Viña del Mar, invierno de 2011

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Requiem für einen jungen Dichter

REQUIEM FÜR EINEN JUNGEN

DICHTER para Armando Roa Vial

A primera vista la noción o idea de música política parece un contrasentido. Por supuesto que lo estoy pensando en relación a la así llamada música clásica o seria. Porque ciertamente, la así también llamada música popular ha tenido, como contraste, un contacto profusamente fecundo con ese ámbito de experiencia que llamamos política sobre todo en el pasado siglo XX, siglo del cual, a pesar de tanta referencia agorera e iniciática, seguimos siendo estrictos deudores espirituales. Que la música clásica aparezca asociada a una idea o noción política –en el más amplio sentido del término que va desde una posición militante explícita hasta la articulación de un ideal contestatario y rebelde o de una recia actitud de protesta- y que ello, para nuestro perezoso sentido común, nos extrañe o parezca un contrasentido, se debe, por supuesto, no sólo al rapto que la ratio en su ideología niveladora a efectuado de todo objeto de cultura a nivel de mercancía y, por ende, llevándolo a la 33

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neutralidad o hasta la anulación de toda capacidad de respuesta a las exigencias de las posibilidades abiertas por la utopía, sino porque, en el caso de la música, como tan bien han demostrado filósofos, musicólogos y músicos como Theodor Adorno, Carl Dahlhaus, H.H. Stuckenschmidt, Enrico Fubini, Pierre Boulez y Luigi Nono con una montaña de argumentos, comentarios y densos análisis, en el cuerpo mismo de la música, en la manifestación misma de su sonoridad y en el soporte cultural e ideológico que la ha sustentado -digamos desde el romanticismo del siglo XIX hasta ahora inclusive-, el considerarse a sí misma en tanto música absoluta sembró la semilla de la consideración de su eventual apariencia apolítica, entregándose de esta forma a la búsqueda de una autonomía en tantos sentidos necesaria y tan parecida o más bien idéntica a las búsquedas que, emancipatoriamente respecto de sus materiales, hacían las artes visuales y la poesía en la crisis derivada del callejón sin salida al que la estética kantiana derivó en el transcurso del siglo XIX y su transición hacia el siglo XX. Sobre esto, en líneas generales, se ha escrito mucho, tal vez muchísimo y es inevitable pensar en el quiebre de las vanguardias de hacia 1910 y 1920, respecto de un estado de cosas que, al parecer, limitaron las posibilidades expresivas de toda manifestación artística, buscando así, la liberación de esos mismos materiales que le servían de soporte y representación. 34

Requiem für einen jungen Dichter

A veces el exceso de teorización acerca de la pertinencia de tal o cual concepto para entender la complejidad del arte y de la música en particular, para así aguzar nuestra percepción más allá de la ingenuidad del oyente primario, crea fantasmas y redes de autotrampas que son difíciles de esquivar. Por lo demás, siempre me ha parecido un acertijo de dudosa cristalización, el modo o manera que hay de representarnos la pertinencia de tal o cual obra respecto de tal o cual tendencia. De ahí a buscar responsabilidades hay un paso y desde ahí, hacia una política artística, sólo dos: de esto, músicos como Shostakovich, Prokofiev y Schnittke saben mucho mejor que nadie las consecuencias. Pero sin duda, si uno es capaz de agudizar su oído, verá que una música política ha habido, tal vez desde siempre y, en algunos casos, en compositores que a primera vista, uno asocia al subjetivo mundo de la expresión personal e individualista. ¿Cuánta cuota de Revolución Francesa con sus ideales igualitarios en lucha férrea contra los valores de un pasado caduco e inhumano hay en Beethoven, en la Novena Sinfonía?, ¿cuánto de denuncia contra el poder y la tiranía en la Sinfonía Eroica?, por otro lado, en una música raptada por el sentimentalismo burgués casi desde el principio de su manifestación, como puede ser la obra pianística de Chopin, ¿hasta dónde llega en algunas piezas, en ciertas Polonesas, específicamente, el valor de denunciar o hacer pre35

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sente la opresión rusa sobre Polonia y la resistencia a ello? Los ejemplos se multiplican y, de pronto, nos sentimos algo incómodos o más bien perplejos ante obras como el Canto triunfal de Johannes Brahms que rinde homenaje a la política de Bismarck en su victoria militar contra Francia en 1871. El siglo XX, está plagado de obras y nombres, bastantes significativos para poder comprender cabalmente la realidad muy concreta de una música política. El espectro es amplio, vasto y sorprendente y va desde el disolvente espíritu anarquista de las obras de Kurt Weill, hasta las obras explícitamente compuestas bajo una militancia comunista como son las efectuadas por Hanns Eisler. No deja de ser curioso que ambos compositores en diversos momentos de sus respectivas vidas profesionales, fueron los más atentos y fecundos colaboradores de Bertold Brecht, uno de los escritores, sin duda, más comprometidos políticamente del siglo XX y que nos ayuda a entender el cariz rebelde y hasta revolucionario de este par de músicos. Pero si para Eisler, la música sí podía comprometerse con una militancia política y de ahí, abrir la posibilidad de una emancipación social, el caso de los músicos bajo el régimen soviético fue bastante distinta. Como mencionaba anteriormente, baste pensar en la dificultosa vida, no carente de riesgos, que tuvieron que asumir, entre muchos otros, compositores tales como Shostakovich, Prokofiev y Schnittke. 36

¿Pero cómo entender la música, políticamente hablando, después del desastre de la Segunda Guerra Mundial, después de Corea, después de Vietnam, después de Camboya, después de las dictaduras militares de derecha en América Latina y después de tantas fallidas y sangrientas intentonas libertarias y utópicas como lo fueron Budapest en 1956, Praga en 1968 y Tian anmen en 1989? En una respuesta ingeniosa y no carente de verdad, el compositor y director norteamericano Leonard Bernstein, manifestaba que la música para ese siniestro vodevil que llamamos siglo XX, era la de Gustav Mahler, que el siglo XX era el siglo de Mahler. Tentado a encontrarle la razón, creo que el músico de West Side Story nos otorgaba una solución a nuestra búsqueda de sentido. Porque música que plantea con creces tal búsqueda, sin duda es la de Mahler. Pero, ¿es posible una música que en su seno lleve marcada la crisis misma no sólo del discurso de la época y su desastre, sino que ella misma sea una crisis del discurso musical?, ¿una música que no sólo relate el Apocalipsis, sino que sea ella misma la música política por antonomasia y, por ende, la representación del Apocalipsis mismo? Hasta hace muy poco, pensaba que eso era imposible. Pero después de oír Requiem für einen jungen Dichter de Bernd Alois Zimmermann, a parte de la profunda conmoción que provoca tal pieza, me parece que ahí pueden hallarse las respuestas a las espinudas 37

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preguntas que enunciaba más arriba. Zimmermann fue un compositor que tal como sus contemporáneos generacionales, Karl Amadeus Hartmann y Winfried Zillig, nació en un instante fecundo y trágico de la historia: para ellos los nombres de Schönberg, Berg, Webern, Stravisnky y Bartok no eran una rareza vanguardista, sino los nombres claves de los nuevos caminos que la música había emprendido en el siglo XX y que había que explorar, ampliar y seguir. Pero también pertenecían a uno de los momentos más sombríos de la época: la era de Hitler, Stalin, la Segunda Guerra Mundial y sus desastrosas consecuencias morales y vitales. Como muchos, Zimmermann fue un sobreviviente: herido en el frente ruso en 1942, se licenció pronto con una enfermedad que lo acosaría de por vida. Terminado el conflicto bélico, se integró a la intensa vida musical centroeuropea marcada, fundamentalmente entre las décadas del 50 y el 60, por el serialismo integral que músicos más jóvenes –y afortunados- que él, ponían en circulación, articulando lo que se llamó, la vanguardia de Darmstadt y que incluiría, entre otros, a Stockhausen, Boulez y, en cierto sentido, Ligeti. Pero para Zimmermann, no bastaba el halo de transparencia casi perfecta, de precisión matemática de las nuevas obras que iban sucediéndose una tras otra en el recién recobrado mundo 38

Requiem für einen jungen Dichter

musical centroeuropeo. Un permanente sentimiento de insatisfacción le invadía, como si la música de la joven generación en la intensa abstracción de sus logros, dejase a un lado un mundo de experiencias de horror que, para él, no estaban conjuradas en la sofisticación de las formas novedosas que sus colegas iban descubriendo o investigando. Zimmermann experimentó en su obra con diferentes técnicas, como el sistema de cita musical o el collage, pasando por el serialismo. Desde comienzos de la década de los años 50 experimentó con materiales recogidos de otras obras, haciendo uso de la técnica de la cita musical. Durante la época en que finalizó su famosa ópera Die Soldaten (1960), Zimmermann llevó a cabo con éxito un complejo método de combinación de materiales procedentes de diferentes períodos estilísticos con su “propia” música, de forma que hizo uso de la técnica del collage. Es justamente con esta última técnica compositiva que Zimmermann se hallaría más augusto y que le llevaría expresar del modo más extraordinario la protesta vital y política que encarna Requiem für einen jungen Dichter. De alguna manera, esta obra representa el testamento musical y espiritual de Zimmermann antes de su suicidio en 1970. Ya desde mediados de los años 50, el compositor veía la necesidad de una obra que diera cuenta del complejo caos en que había derivado el mundo de la postguerra: un tiempo de 39

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antagonismos, de férrea lucha ideológica entre el mundo occidental-capitalista y el bloque soviético, un tiempo que después del dictum de Adorno sobre la imposibilidad de concebir al arte después de Auschwitz, veía cómo las pesadillas kafkianas y orwellianas estaban a un paso de convertirse en una realidad. Un siglo marcado por la violencia, la muerte y la destrucción, ¿qué lugar le correspondía a un arte, a una música política? No ciertamente una obra entera de sí misma, completa en su autonomía discursiva, sino más bien, una obra que negase la sensación unitaria de autosuficiencia, una obra que no fuese una obra monolítica y de respuestas claras y precisas, una obra ciertamente que hiciese de su propia crisis de la forma y de sus recursos, es decir, de la fragmentaridad y lo aleatorio, signo especial y decisivo de una sensibilidad epocal quebrada, fracturada. De esta manera y con la técnica del collage musical, Zimmermann logra en el Requiem un límite expresivo notable: a la música y sonidos propios de Zimmermann hay que añadir una gran cantidad de material previo. El compositor introduce varios textos “terminales”: el último discurso de Alexander Dubcek, el 21 de agosto de 1968, en el momento de la invasión de Checoslovaquia por tropas del Pacto de Varsovia; textos póstumos de Wittgenstein; fragmentos finales del Finnegan’s Wake y del Ulises, ambas de James Joyce; el último 40

Requiem für einen jungen Dichter

poema de Maiakovski y el último texto de Honrad Bayer, dos poetas que se suicidaron. Hay música de Wagner y de los Beatles, de Beethoven, de Milhaud, de Messiaen y música de jazz. Hay textos literarios y además de los autores citados se encuentran aquí referencias de Camus, de Schiller, de Esquilo, de Ezra Pound… Y numerosos discursos y textos políticos de Hitler, Chamberlain, Churchill, Stalin, Goebels, Mao, Imre Nagy y hasta grabaciones de lo dicho en el mayo del 68 parisiense y en sus manifestaciones en la calle. Y lógicamente, partes del ordinario del Requiem católico y hasta un texto del papa Juan XXIII. Zimmermann llamó a esta obra como lingual, es decir como una pieza hablada: el habla (textos preexistentes o incluso discursos, sin cambios, en varios idiomas) se integra en una pieza sonora que amplía el sentido de la palabra o el concepto de música. Las crisis finales de su enfermedad le impidieron al compositor acudir al estreno en Dusseldorf en diciembre de 1969. El Requiem es obra de un artista y un hombre con unas convicciones éticas, políticas y religiosas determinadas, es una obra basada en una ideología sonora que propone una especie de brutal resumen de buena parte de la historia de un siglo. Los efectos están acumulados, y se hace uso de ellos con propósito dramático. Y su sonoridad constituye una masa de sentidos, una especie de arma que percibimos como dirigida hacia nosotros. Se nos arroja ese 41

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arma sonora como una piedra, o mejor, como una verdad dolorosa. Lo que escuchamos es hermoso y es doloroso, pero es sólo una imagen de la auténtica obra. Habría que escucharla en una amplia sala sinfónica donde quepan todos sus recursos, altavoces incluidos. Aún así, es emocionante escuchar esta obra cuyo atrevimiento formal y ético fue más allá de la vanguardia, siendo capaz de encarnar un tiempo de crisis del cual, somos herederos.

Viña del Mar, primavera de 2011

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Anton Webern, ejercicio de severidad

ANTON WEBERN, EJERCICIO DE SEVERIDAD El tiempo de Webern no llegará hasta dentro de cien años; entonces la gente tocará su música tal como hoy lee los poemas de Novalis y de Hölderlin. Alban Berg

El tiempo es uno de los escenarios más importantes donde se desenvuelve el arte. Para la Poesía, arte de la palabra, su transcurrir es el despliegue de la multiplicidad de significados que adquiere en el proceso lector, proceso que implica evocar, memorizar, aludir y eludir. A pesar de querer constituirse en algunos ejercicios, sobre todo vanguardistas, como un arte simultáneo, es indudable que la palabra adquiere presencia sólo en el transcurrir que le aloja, permitiéndole ser sí misma. En la música ocurre algo similar, pero extremado al punto de constituir una categoría diferente de valoración: si el sonido es la materia prima con la cual la música elabora su misteriosa filigrana, el tiempo es en ella su certificado de existencia organizada. Por ello, si la música es despliegue del tiempo que transcurre, ¿de qué modo imaginar entonces una música que se consagre a esclarecer el instante como virtud suprema? 43

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La música de Anton Webern es la realidad que satisface ese afán más allá de toda expectativa posible. Al oírla se puede adivinar el laconismo expresionista que es propio y característico de los aforismos de Karl Kraus y de los versos de Georg Trakl y esto, no sólo por una coincidencia epocal que haría de todos ellos variaciones de un mismo tema –el de la finis Austriae que tan bien caracteriza La Viena de Wittgenstein de Allan Janik y Stephen Toulmin, por ejemplo-, sino porque en la música de Webern el instante se consagra como severa alteración de la continuidad temporal, siendo un quiebre de la sintaxis del discurso. Nuestros oídos, acostumbrados a una idea de linealidad, a un concepto de sucesión, encuentran que hacer de cada segundo un reflejo de la eternidad es un absurdo, una extraña paradoja, ¿no es acaso la música el arte del despliegue del sonido, el arte de la continuidad? Y justamente, porque estamos acostumbrados a comprender de esa manera tan pobre la infinita riqueza que posee la música, es que ante aquello que aparece súbitamente contrariando el sentido común, se le relega como incomprensible. Se nos olvida que como cualquier discurso artístico, la música es también un producto cultural y por ende, histórico, cosa que implica no tanto una idea de evolución (la música de Beethoven no supera a la de Mozart, ni ésta a la de Bach y mucho menos a la de Josquin Deprés o Palestrina, como la de Berio o Werner Henze a todas ellas) sino más bien una dialéctica entre la obra y la época, dialéctica de configuración 44

Anton Webern, ejercicio de severidad

sutil y misteriosa, de paradojas y nunca de mero juego de reflejos. Quizás se podría comprender la música de Webern como contracción del sonido hacia el instante, como repliegue adusto frente a la prosa del mundo. Pero para aceptar tal aseveración hay que recordar que la música siempre comenzaba en el silencio y concluía en él. Entre ambos límites, su desarrollo era la concientización de sí misma que el auditor percibía como organización material del tiempo. Aquella organización que desde el canto gregoriano y la polifonía flamenca fue acrecentándose cada vez más con una complejidad inusitada, derivó hacia mediados del siglo XVIII en una elaboración de sumo equilibrio y que proponía una armonía entre las partes de alta claridad y efecto insospechado: la forma sonata. En su clásica organización de exposición, desarrollo, reexposición y coda, quedó establecida la mejor manera de administrar el escurridizo rostro del tiempo, abriéndose a partir de aquel instante, posibilidades únicas para el ulterior desenvolvimiento de las formas musicales. En una síntesis salvaje, incluso podría decirse que la música desde el siglo XIX hasta que irrumpe la Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Webern, Berg) es la historia de su disolución. Pero, asimismo, no hay que olvidar que aquella disolución va unida a su apogeo: es precisamente en el siglo XIX donde la forma sonata llevada a la orquesta como sinfonía adquiere un protagonismo sinigual con las obras de Beethoven, 45

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Schubert, Mendelsohn, Brahms, Bruckner y Mahler. La popularidad de las sinfonías de estos músicos, sólo puede ser entendida como analogía: era el desborde de las estructuras imaginativas de la percepción, era el afán de aunar la vida con una forma que fuese autónoma en sí misma, pero que reflejara indirectamente el rostro cada vez más acendrado de la Modernidad, algo semejante a lo que novelistas como Balzac, Stendhal, Flaubert, Zola, Dickens, George Eliot, Tolstoi, Dostoievski y James llevaban acabo en el lenguaje al querer ver como “paralelos virtuales” de la sociedad decimonónica europea, a los sistemas de vida propugnados en sus respectivos universos literarios. En aquel sentido entonces, es posible entender el gigantismo sinfónico (ya sea en la instrumentación, ya sea en la duración de las obras) como un afán paulatinamente más intenso, complejo y sin eventuales rastros de salida, para intentar asir una idea o noción de totalidad, una especie de cosmos altamente organizado y donde la temporalidad era asumida como una evocación épica. Pero en el gesto de acentuar cada vez más una concepción de intensidad sonora que fuese un fresco de la vida (las alusiones pictóricas y arquitectónicas de proporciones monumentales en relación a grandes maestros del Renacimiento y el Barroco como Miguel Ángel, Leonardo y Bernini o a construcciones de la Edad Media como pueden ser las catedrales, no son escasas en los músicos de esta época, por más que varios de ellos como Brahms y Bruckner no sean partidarios de la música de pro46

Anton Webern, ejercicio de severidad

grama) anidaba una tensión que, llevada al máximo, resquebrajaba una estructura que, al concebirse a sí misma como genial equilibrio, sucumbió a tales requerimientos, cosa que se tradujo en su disolución en tanto esquema de variaciones y no precisamente como clarificación de temas específicos. Por ello la parte central de la sinfonía, el desarrollo –que en la sinfonía clásica constituía la transición entre la exposición y la reexposición de los temas principales de la obra musical- fue adquiriendo poco a poco una autonomía que derivó hacia una consagración de máxima importancia. Ello obligó a una complejización de los temas que constituían la exposición, instancia que derivó hacia la ampliación de la misma y en donde la estructura binaria (primer tema-puente-segundo tema) fue de a poco reemplazada por tres y hasta cuatro temas, lo que dio como resultado una nivelación donde ya no se pudo distinguir el tema principal. Este engrandecimiento de la forma tuvo su consecuencia en una generosa orquestación y en una relativamente extensa duración de las obras. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX este espíritu lo representan de modo magistral las sinfonías de Gustav Mahler quien en un comentario certero resume toda esta evolución: “la sinfonía debe ser un mundo, debe contenerlo todo”. En las palabras de Mahler es posible rastrear la sobrevivencia del ideal romántico que desea ver en la obra de arte un contrapunto representativo de la totalidad del universo: el microcosmos develando el macrocosmos, tal como Novalis había manifestado 47

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en Los discípulos en Saís. A su vez, en las palabras de Mahler es posible encontrar un eco de la “obra de arte total” wagneriana, instancia que evidencia el carácter épico de toda esta trama. De aquella manera, es comprensible entender como reacción necesaria el surgimiento de Schönberg y su escuela: frente a la grandilocuencia retórica de la orquestación, la reducción instrumental con afanes expresivos; frente al carácter narrativo y descriptivo de las obras de Strauss y Mahler, la concentración interiorizada del concepto musical; frente a la tonalidad desbordante que hacía de la disonancia una manera de lograr efectos, un quiebre de la tonalidad convirtiendo la disonancia en centro y no en excepción; frente a la hipertrofia de la forma sonata, la decidida opción de abandonarla en busca de nuevas formas, entre ellas la variación. Ahora bien, cuando Schönberg y su escuela pregonaban la necesidad de tales transformaciones, éstas provenían de un profundo respeto por la tradición: todo espíritu renovador sólo puede originarse en una certera y omnipresente comprensión valorativa del gran arte del pasado. La música de Schönberg, pero también la de Berg y la de Webern nacen de esa comprensión: sin Brahms y sin Wagner son inentendibles. Por supuesto que no los repiten, sino que los sintetizan, los depuran y aglutinan en algo que es enteramente nuevo; pasión formal en su lógica constructiva, tanto la música de Schönberg como la de sus aventajados discípulos, es todo lo contrario a un concepto “inorgánico” con el que se ha querido endosar a la 48

Anton Webern, ejercicio de severidad

noción de forma en el arte de vanguardia. Los músicos de la Segunda Escuela de Viena más bien intensifican los procedimientos compositivos implícitos en sus predecesores, logrando de aquel modo algo totalmente distinto y provocador: no niega su música en absoluto la gran tradición centroeuropea de raíz germánica; la hacen suya y por ende sus composiciones se sienten a su vez como legítimas descendientes de Bach y Beethoven. Todas estas innovaciones y reflexiones que Schönberg y sus discípulos llevaron a cabo, incluso antes de 1914, implicó no sólo un enfrentamiento con el ambiente musical de la época y el rechazo del público, sino que significó algo primordial: una actitud crítica respecto al material sonoro con el cual trabajaban y la ascética renuncia a lo monumental y espectacular en aras de la autenticidad expresiva, la exploración formal y una nueva evaluación del sentido de la música, indagando en torno a sus componentes básicos, entre ellos, ciertamente el silencio. Si en esta nueva manera de comprender la música, Schönberg fue el pionero, el que abrió caminos hasta ese instante inéditos, siendo severo maestro de escuela, Alban Berg y Anton Webern no se limitaron a ser discípulos sin personalidad que cumplían los preceptos instituidos por Schönberg, sino que cada uno de ellos llevó a cabo una exploración personalísima de los límites del lenguaje musical. En el caso de Webern podemos apreciar que esa exploración fue, en uno de sus puntos capitales, la consideración del silencio al interior del discurso 49

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y no como mero horizonte al cual el despliegue de la forma llevaba como destino. Sin desconocer aquello, Webern no atentó contra aquel principio básico, sino que invitó al silencio a participar más activamente en el transcurrir de la temporalidad hasta el punto de transformarlo radicalmente: dejó de ser pausa para convertirse en parte fundamental de su manera expresiva, cosa que permitió la máxima concentración del sonido. Si en la música tradicional la idea de melodía nos evoca la narración, lo épico, la música de Webern, gracias al silencio que, como cuña en los intersticios de la trama musical, quebrantaba y retrotraía su más íntima naturaleza a un vuelco ensimismado, es posible analogarla al discurso lírico. Por ello se puede entender la pasión de esta música por el instante, por darle rostro, forma y figura, pues en él radica la máxima concentración del tiempo, concentración que al desbordarse como sonido único, posee la apariencia de la fugacidad, pero que devela en su íntima manifestación, un fragmento de totalidad que retrotrae a la completud que ha quedado enmudecida. Es por aquel motivo que la música de Webern no es posible comprenderla como desarrollo, como evolución, como melodía. Lo que nos otorga es la desnudez opalina del sonido, desnudez que se contrae hacia sí misma y que permite, por ejemplo, a Theodor Adorno, compararla con la poesía de Georg Trakl. Esta última analogía es sugestiva, pues desea hacer hincapié en la fractura que tiene la poesía moderna entre su disposición expresiva y la 50

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articulación de su sintaxis. Así, nosotros añadiríamos la poesía de Paul Celan y de cierto Humberto Díaz– Casanueva (sobre todo el de Los penitenciales) como notables ejemplos de relación conflictiva que existe al interior del lenguaje al ser carcomido su edificio de significación por el quebrantamiento sintáctico que conlleva la asunción del silencio como mudez que zahiere los intersticios del sentido. Tanto para estas concepciones poéticas como para la música de Webern hay algo primordial: el abandono de la musicalidad entendida como armonía, concordancia y clarificación del significado, cosa que desemboca en evitar la repetición. En la poesía, ello implica poner en duda, por ejemplo, la idea de eufonía que descansa en principios retóricos de sucesión (el empleo de rimas o palabras o grupos de palabras reiteradas con afanes de hacer sentir al oído del lector, la magia del sonido que se condice con el ritmo) en pos de un discurso de sintaxis quebrantada y de apariencia ripiosa, pero que en última instancia, devela el desmoronamiento del poema como seguro refugio de reconciliación. En la música de Webern la máxima concentración que le es natural como consagración del instante, implica la necesidad de evitar la repetición, cosa que en la escuela de Schönberg es señal no sólo de la pericia técnica que busca encarnarse en el aforismo (tal como es posible comprenderlo en Karl Kraus o en otros escritores vinculados al expresionismo), sino que además es afán de pureza, de una estricta pureza que desdeña el adorno, el aparataje del efecto orquestal, 51

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lo pintoresco de los medios expresivos y eso, como objetivación de un certero ejercicio de severidad que rehúye la aparente concordancia reconciliatoria entre el oyente y el material auditivo, reconciliación que no se encuentra acorde con la precariedad epocal que ha subsumido toda capacidad de emancipación espiritual y síquica en el detritus de la cosificación burguesa. Negándose como espectáculo y como pantomima de la autosatisfacción, a esta música le vendría con perfecta adecuación el calificativo de absoluta: ni ritmo de danza que evoca una concepción tardorromántica de lo “popular”, ni descripción programática de herencia lizstiana que ya Mahler denunció como falaz e impropia. Una música, a fin de cuentas, despojada en su pureza de alta concentración, como la fachada de un edificio diseñado por Adolf Loos.

Valparaíso, verano y otoño de 2005

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Iannis Xenakis, 1922-2001

IANNIS XENAKIS 1922-2001 para Matías Villalón Pascenti

Si la filosofía, en genial ocurrencia de George Steiner, puede ser considerada como la poesía del pensamiento; la música podría ser tal vez la expresión del pensamiento en el sonido. Tal aseveración, marca sin duda, la comprensión que podríamos hacer de la música del compositor greco-francés Iannis Xenakis. Nacido en la frontera rumano-griega en 1922, estudió ingeniería en Atenas hasta que sus estudios fueron interrumpidos en 1941 por la invasión nazi de Grecia. Como muchos otros de sus compatriotas, Xenakis ingresó al movimiento de resistencia antifascista, cosa que le llevó a militar en el Partido Comunista griego y terminada la Segunda Guerra Mundial, a participar en la guerra civil que surgió de inmediato en su patria. En enero de 1945 recibió una grave herida de obús en el lado izquierdo de la cara que le puso al borde de la muerte, provocándole la pérdida de un ojo y desfigurándole parte del rostro. En 1946 pudo finalizar sus estudios obteniendo el título de ingeniero, pero fue perseguido debido a su activismo político y condenado a muerte. Logró 53

Digas la palabra que digas. Ensayos escogidos. Ismael Gavilán.

escapar y, gracias a un pasaporte falso, cruzar la frontera rumbo a Francia en 1947. En París, ingresó en 1948, al famoso estudio del arquitecto Le Corbusier y durante cerca de diez años, colaboró activamente en varios proyectos arquitectónicos de relevancia como las unidades habitacionales de  Nantes  (1949),  Brieyen-Forêt  y  Berlin-Charlottenburg  (1954), los diferentes edificios constitutivos del plan de urbanismo de Chandigarh en India (1951) y el Centro Deportivo y Cultural de Bagdad (1957). Asimismo, Xenakis diseñó además dos importantes obras de la arquitectura del siglo XX: el Convento de SainteMarie-de-la-Tourette (1953) y el Pabellón Philips de la  Exposición Internacional de Bruselas de 1958. Paralelamente a estos trabajos y proyectos, Xenakis estudió composición con Arthur Honegger y Olivier Messiaen de forma regular hasta 1952. A partir de 1955, su música empieza a tener reconocimiento internacional, sobre todo gracias a la labor de difusión del director Hans Rosbaud que presenta sus obras en el Festival de Donaueschingen y a los artículos que le publica Hermann Scherchen en la prestigiosa revista de crítica musical Gravesaner Blätter. Así, para fines de los años 50, Xenakis ya es considerado un compositor de fuste y un interesante y polémico teórico musical que va exponiendo, unas tras otras, sus ideas y reflexiones filosóficas, científicas y musicales en varios libros, revistas, charlas y cursos. Como si esto fuera poco, su curiosidad científica le lleva a explorar 54

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el uso de la computadora  en la composición musical bajo rigurosos preceptos  algorítmicos, diseñando complejas formas de notación que desafían los postulados serialistas más ortodoxos. En 1966 Xenakis funda el EMAMu, conocido a partir de 1972 como CEMAMu (Centre d’Etudes de Mathematique et Automatique Musicales), instituto dedicado al estudio de las aplicaciones informáticas en la música. Estos datos, ciertamente, nos hacen ver la estatura intelectual y artística de Xenakis, visualizando en su actitud vital y humana, una virtud que aúna ciencia, técnica y humanidades a partir del doble proyecto vocacional de la arquitectura y de la música; proyecto que materializa y encarna de forma asombrosa toda su labor infatigable: a la vez ingeniero, arquitecto, músico, conocedor de la matemática y de las ciencias naturales; conocedor de las ruinas que subsisten de música antigua, griega o de los tratados que nos han llegado de esas épocas. Un gran enamorado, por lo demás, de la cultura griega arcaica, micénica, homérica; de la filosofía presocrática, especialmente pitagórica; del mundo trágico de Sófocles, Esquilo y Eurípides y de la gran filosofía de Platón. Porque lo que puede rastrearse en Xenakis es la profunda convicción de que la música no puede quedar encerrada en sí misma bajo la fantasmagoría ideológica del “oficio puro”, como si de un mal juego alquímico se tratase. Al contrario, la música debe expandirse hacia horizontes de sentido siempre más altos, siempre exigentes, pero absolu55

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tamente inteligibles, pues su razón de ser es otorgar forma, orden, proporción, en un equilibrio aspirante a la armonía perfecta entre sí misma y el mundo. Y aquí, la palabra mundo implica una comprensión pitagórica de la realidad, es decir, una comprensión que busca entender el curso de la vida y de las cosas en un orden inteligible y aprehendible por medio de nuestra razón, pero nunca limitada ésta a un ejercicio instrumental y causalista, sino más bien en un amplio concepto que conlleve sensaciones, percepciones y sobre todo, la experiencia física del sonido. Por ello a Xenakis mal le viene la carátula de compositor “intelectual” o “de escritorio”, mal le viene el prejuicio de hacer una música abstracta. Para nada: Xenakis, en su música, apela a una inmediatez singular con la cual tengamos que vérnosla con el sonido como parte intrínseca de nuestra verdad humana, como parte constituyente de la experiencia que configuramos respecto de la vida. La música es sonido y el sonido es una experiencia física, palpable que, sin embargo, no puede quedar reducida a una mera superficie articulada de sonidos, ni tampoco encerrada en la especulación que la vuelve ajena en sus pretendidos laberintos invisibles. En este sentido, las búsquedas de Xenakis apelando a la matemática, a la ley de probabilidades, a la física, a los principios arquitectónicos más reveladores y a la ciencia en general, son búsquedas que están al servicio de inscribir al discurso musical dentro de una noción de amplitud y pluralidad que 56

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rebase el estereotipo que nos hacemos con la así llamada música clásica o seria. Por supuesto que aquel gesto no es exclusivo de Xenakis: basta pensar, por ejemplo, en esos grandes músicos del siglo XX que, en su segunda mitad, evidencian esa congenialidad con los grandes avances de la ciencia: Pierre Boulez explica el carácter definitivamente inacabado de muchas de sus composiciones, refiriéndose al universo en continua expansión que toma como modelo especulativo las modernas teorías cosmológicas decantadas por la física posteinsteiniana. Por otro lado, la figura lúdica y radical de Karlheinz Stockhausen cuando habla de la necesaria recreación del quadriviun medieval, y compara alguna pieza suya a una constelación galáctica en espiral, o a órbitas de soles y de planetas en torno al eje central del piano o promovida por combinación de banda electromagnética e instrumentos de percusión. O pensemos en un gran precursor como lo fue Edgar Varese que se anticipó a todos ellos al comprender como creación de soles y de constelaciones su célebre obra lonization, para orquesta de percusión. En Xenakis, de aquel modo, la música es una exploración pitagórica, una verdadera experiencia de la proporción y el orden, motivo por el cual el valor de los números es el principio generador de su mundo sonoro, ya que en ello se vislumbra algo para este músico, primordial: que la causa de que esta concepción sonora pudiera ser captada por la inteligencia, sería la manera más adecuada para 57

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que se pudiese determinar su razón y proporción. De este modo sería posible hallar armonía y orden en el cosmos para así exorcizar el primigenio caos (en rigor apertura, abismo o fondo sin principio ni fundamento). Ese desorden siempre temible y amenazador podría ser conjurado en virtud del Número y de la cualidad que éste posee de introducir un principio de razón en el universo o una inseminación de armonías aritméticas, geométricas, astrales. Así, lo irracional quedaría espantado y encantado. Se lograría sublimar su potencia destructiva. En la vieja tradición pitagórica la tierra, los planetas, la esfera de las estrellas fijas, todos los cuerpos del cielo giran en torno a un fuego central, de naturaleza invisible. La propia tierra no está fija, inmovilizada en el centro del universo. También ella da vueltas en torno a ese centro de fuerza y energía que Platón, en el Fedro, evocaba con el nombre mitológico de Hestia, la diosa vestal, o diosa del hogar. Ella mantiene vivo ese fuego del centro del cosmos, de naturaleza invisible, alrededor del cual gira la tierra. Xenakis se propone justamente visibilizar en el sonido esa idea, es decir, hacerla palpable en la naturaleza corpórea de la música. Eso es lo que podemos descubrir en la compleja y fascinante textura de sus piezas musicales, en sus obras sinfónicas, en sus obras de cámara, en sus notables piezas para piano e instrumentos solista. En la música de Xenakis nos hallamos en las antípodas de un sentir romántico, oscuro y enfermizo. Al contrario, se nos 58

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devela una sensibilidad alerta, dispuesta, generosa en señalarnos los camino de la luz por un sendero de sonidos que, aún en su vastedad de compleja factura, nos señalan que las Hespérides son una vivencia factible en nuestro mundo moderno y desencantado.

Viña del Mar, primavera de 2013.

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DIGAS LA PALABRA QUE DIGAS

Al final de la Primera Elegía de Duino, el poeta Rainer María Rilke canta la desaparición de Lino, el joven hijo de Apolo y Terpsícore muerto por la cólera de Hércules cuando a éste, Lino le reprochó su escaso talento para el arte. En esa muerte, Rilke advierte una grieta que aventura en el mundo la entrada del dolor convertido, transformado en música: “¿Es vana la leyenda de que antaño,/ en el lamento funerario por Lino, la primera música, osada,/ atravesó el árido estupor; y que recién en aquel espacio dominado/ por el terror, del cual el joven semidiós escapó de pronto y para siempre,/ entró el vacío mismo en aquella vibración/ que aun ahora nos arrebata, nos consuela y nos ayuda?” Quizás la poesía de Paul Celan es Lino que nos ha sido arrebatado de pronto y para siempre, una vibración del aire que es quebrantada por lo humano en deficiencia. En esa poesía es posible hallar el propósito de poetizar lo impoetizable, la posibilidad de partir desde la ceniza de la expresión en el quebrantamiento de la palabra, en el límite

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del lenguaje. Ante un ejercicio tan radical como ése, las palabras del filósofo Hans Georg Gadamer siguen retumbando como una pregunta que posee el cariz de lo definitivo: ¿están enmudeciendo los poetas? Y esa pregunta es válida por cuanto lleva a considerar que el lenguaje no basta ya que es desbordado por su propia posibilidad de expresión. Y si fuera así, ¿acaso el silencio es suficiente? Para todo aquel que aun en la precariedad de la traducción haya leído poemas de Paul Celan, sentirá que la disolución no sólo de la sintaxis se hace presente de un modo que desafía toda comprensión de una lógica lingüística sancionada por el uso. Otro tipo de disolución se nos presenta, una donde quizás la ganancia del fracaso ante el exceso de realidad, solicita un discurso cada vez más acendrado, un discurso carente ya de esa brillantez que delata la seguridad del lenguaje para poder mentar su configuración plena y autoconsciente. Quizás, para intentar entender a esta poesía deberíamos dar cuenta de la tragedia humana desde donde Celan manifiesta su poema. Pero es tan fácil caer en situaciones irrisorias, en citas sabidas de antemano donde el dolor se transmuta en una elegía que no hace sino verbalizar, es decir, convertir en experiencia mensurable, lo imposible como si acaso lo imposible pudiera ser dicho. De un modo un tanto precario bástenos decir que cualquier experiencia que derrote al lenguaje en su cordialidad unificadora es la

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experiencia de la muerte, de la destrucción, de la más intensa desesperación. El dictum de Adorno de que después de Auschwitz ya no es posible escribir poesía encuentra en Celan su mentís. Eso, por algo tan sencillo y, a la vez, arrebatador: Celan lo puede desde la precariedad más inhumana. No, la poesía de Celan no es musical en el sentido de Mallarmé, no es melodiosa, ni rítmicamente evocadora de esos paraísos artificiales que tanto nos seducen. Sólo me gustaría sugerir algo dentro de una posibilidad arbitraria: lo que para Mallarmé y los simbolistas (desde Verlaine a Valéry, Yeats y Blok) significa la música, teniendo a Wagner como telón de fondo, puede tener a la música de Anton Webern como correlato de la quebrada sintaxis poética celaniana. Si hiciésemos un esfuerzo de comprensión imaginativa, las alucinantes páginas que Adorno dedica a la música del alumno de Schönberg, podrían ser leídas como la más intensa apología del poeta de Rosa de Nadie: Es así que la música de Webern, asumida como un movimiento conceptual que anima lo inarticulado de la negatividad, se muestra como determinación específica de lo objetivo. De aquí puede desprenderse una idea fundamental para comprender el gesto de Adorno que encajona a la música, a la nueva música, es decir, aquella que se adentra en el atonalismo libre y que desembocará en el sistema dodecafónico, provo-

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Digas la palabra que digas

cando una ruptura a todo nivel (ya temático, organizativo, tímbrico, composicional) con la música concebida como melodía, siendo representación y esencia de un tiempo de crisis. Tal idea es que la obra de arte y en particular, la obra musical, lucha contra una identidad al manifestarse como negatividad, es decir como oposición a la equiparación niveladora de estilo. Aquí el estilo es la tonalidad secuestrada por la ratio, sea esa tonalidad “seria” o “ligera”. Así puede apreciarse que la música en la negatividad, debe apelar a los procesos de Ilustración (Aufklärung) que, tradicionalmente, el Romanticismo le negó al identificarla como pasión del corazón. A nuestro parecer, dentro de este esfuerzo imaginativo de comprensión, es donde calzan esos breves y punzantes versos de Celan: Digas la palabra que digasagradeces el deterioro Porque agradecer el deterioro pareciera ser la propuesta para un nuevo escenario donde, perdida la tonalidad musical y poética como sustento de nuestra sensibilidad e imaginación, la derivación a lo atonal despierta en su amalgama de desorden y caos aparente, lo fundamental de aquello que no deseamos admitir. Esta música y esta poesía mostrarían entonces, conmovidas por el proceso de Ilustración dolida que

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poseen, su propia conciencia. Y esa conciencia es una conciencia angustiada del oyente y de lo objetivo, conciencia que se encuentra en la música de Webern y en la poesía de Celan con las puertas cerradas, a través de las cuales se esperaba huir, porque en esa música y en esa poesía se reflejan sin concesiones, su más absoluta negatividad, sacando a superficie todo lo que se querría olvidar, todo lo que no querría ser dicho. Por eso en el arte de Celan y Webern se explora la memoria de lo negado como supresión y se le trae a presencia en el sonido y en la palabra, un sonido y palabra que son como el sujeto que los enuncia: desgarrado, malherido, en protesta aguda dentro de la época y viento en contra al manifestarse cualquier tipo de reconciliación aparente. Así, pareciera deducirse un valor ético de esta poesía y esta música, pues muestran como un espejo la precariedad socio-espiritual que la modernidad desearía maquillar bajo velos más amables. Este proceso de “aclaración” que la música de Webern y la poesía de Celan llevan en su fuero es porque se reconocen en el misterio de la más alta lucidez, ese misterio que niega ser arrebatado y que sólo se logra aprehender como manifestación estética que supera su propio esteticismo. Por eso es dable ver en ellas un espacio de resistencia de lo otro, un espacio donde no sólo se resguarda la memoria de lo excluido, sino también se despliega como obra esa misma exclusión como una peculiar afirmación

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simbólica de lo reprimido. Por ello en esta música y en esta poesía puede anidar el esfuerzo permanente de la negatividad ante la ratio como totalidad que neutraliza o destruye cada uno de sus componentes. ¿El resultado? El silencio como significado. No basta, aun en traducción, leer a Celan, sino en la medida de leer lo que el espacio en blanco de la página nos muestra calladamente, es decir, la lectura entre líneas. Con la música de Webern sucede algo semejante; no se oye la linealidad de una aparente melodía hecha añicos, sino las pausas entre un sonido y otro. La disonancia no puede ser más aguda, más hiriente a nuestros oídos. Esa disonancia es la queja, el lamento que enuncia el sujeto ante el arrobador enmudecimiento de los ángeles en la Primera Elegía de Duino de Rilke: ¿Quién si yo gritase, me oiría entre los coros de los ángeles? Ciertamente nadie oiría, pues la disonancia está en que el ángel oye, pero no responde y la queja se constriñe consigo misma, contemplando el vacío que funda. Hacer de esa precariedad, de aquel devastador divorcio entre palabra, mundo y música, material agonizante cristalizado en formas que son soporte de su propia desnudez, es la prueba final que supera su íntima enunciación. Experiencia que siempre me ha parecido análoga al final del concierto para violín de Alban Berg, A la memoria de un ángel, cuando se teje una doliente melodía que es tomada de un coral de Bach: “es suficiente”. El divorcio de-

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biese concluir, pero tal vez en él es la única manera que exista, como paradoja, el problemático diálogo que la poesía nos otorga y que nos negamos a aceptar como clausura.

Viña del Mar, otoño de 2013

La posibilidad del libro venidero

LA POSIBILIDAD DEL LIBRO VENIDERO Esta no es una buena época para escribir sistemas. Por otra parte, es en verdad una buena época para escribir fragmentos. Agnes Heller

Prefiero los poemas que producen (o parecen producir) sus bellezas como los frutos deliciosos de su curso de apariencia natural, producción casi necesaria de su unidad o de la idea de cumplimiento que es su savia y su sustancia. Pero esta apariencia de prodigio jamás puede obtenerse sin exigir un trabajo de los más severos y tanto más sostenido cuanto que, para quedar concluído debe esmerarse en borrar sus huellas. El genio más puro no se revela nunca sino a la reflexión; no proyecta sobre su obra la sombra laboriosa y excesiva de alguien. Lo que llamo perfección, elimina la persona del autor, y por ello no deja de despertar cierta resonancia mística, como lo hace toda búsqueda cuyo término se sitúa deliberadamente “al infinito”. Un poeta, en general, sólo puede cumplir su obra si puede disponer de su pensamiento rector, imponerle todas las modificaciones (a veces muy grandes) que la preocupación de satisfacer las exigencias de la ejecución le sugiere. El pensamiento es una actividad inmediata, provisional, entremezclada de palabras interiores muy diversas, de fulgores pre66

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carios, de comienzos sin futuro; pero también rico de posibilidades, con frecuencia tan abundantes y seductoras que estorban al autor más de lo que lo acercan al término. Si es un verdadero poeta, sacrificará casi siempre a la forma (que después de todo es el fin y el acto mismo) ese pensamiento que no puede fundirse en poema si exige para su expresión el uso de palabras o giros extraños al tono poético. Una alianza íntima del sonido con el sentido que es la característica esencial de la expresión en poesía, no puede obtenerse sino a expensas de alguna cosa que no es sino el pensamiento. Inversamente, todo pensamiento que debe precisarse y justificarse al extremo, se desinteresa y se libra del ritmo, del número, de los timbres, en una palabra, de toda búsqueda de las cualidades sensibles de la palabra. El amor, el odio, el deseo son luces del espíritu; pero el orgullo es la más pura de ellas. Él ha revelado a los hombres todo lo que tenían que hacer de más difícil y más bello. Él consume las pequeñeces y simplifica la persona misma. La aparta de las vanidades, pues el orgullo es a la vanidad lo que la fe a las supersticiones. Cuanto más puro es el orgullo, cuanto más fuerte y solitario está en el alma, tanto más meditadas son las obras, tanto más rechazadas al fuego de un deseo que nunca muere. El objeto del arte, atacado por el alma grande, se purifica. Poco a poco, el artista se despoja de las ilusiones groseras y generales y obtiene de sus virtudes inmensos trabajos invisibles.

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La posibilidad del libro venidero

Las categorías nietzscheanas para clasificar a los hombres en auditivos y visuales parece obedecer a un modo de enfrentar la posibilidad del conocimiento. No son categorías abstractas: basta pensar en cómo se encarnan en esa emblemática y difícil novela de Thomas Mann Doktor Faustus donde ciertamente el protagonista Adrian Leverkhün es un hombre auditivo. Tal vez Paul Valéry pertenecía a la categoría de hombres visuales, ya que toda visión propicia un orden, un equilibrio, un fondo donde se despliega el escurridizo ritmo de la conciencia asombrada. Quizás también por eso, Valéry representa la sensualidad del intelecto: la pasión por las formas. ¿Delata acaso aquello un espíritu geométrico? –proporción, afán de exactitud y ensoñación por lo infinito. Es probable, más bien -y eso sería altamente sugerente- un espíritu pitagórico. Aquella acepción revertiría conciliatoriamente la visión con la audición: misterio supremo de los extremos que se rozan. En la contemplación del orden se esconde instintivamente la aventura de la conciencia. Por ello quizás, a Valéry, de un modo un tanto arbitrario, me gusta asociarlo con Borges, con Cortázar, al Vicente Huidobro que predica la superconciencia, como asimismo con Eduardo Anguita, el Anguita de exacta y desesperada precisión que escribe el poema El poliedro y el mar. ¿Acaso creer que “todo” es “literatura”, que todo discurso que pretende aunar experiencia y conocimiento tambalea al mirarse a sí mismo como escritura? En algún lugar que no recuerdo con det-

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alle, Roland Barthes se refirió precisamente a Valéry como instancia de disolución discursiva. Eso, en el fondo, es la paráfrasis complementaria a la famosa “boutade” borgiana que considera que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. En la sigilosa aventura el orden, creo que Valéry señala o indica que ese mismo orden no es la organización sin alma que no se corresponde a sí misma, sino que es el cosmos que se despliega en un riguroso proceder. Quizás la poesía sea un modo de habitar (la premisa heideggeriana es ineludible), el modo de reconocernos a nosotros mismos como poseedores de un privilegio de excepción: la autoconciencia de existir en y para un espacio develado por las palabras. Si fuera así, la poesía de Luis Cernuda sería un modo peculiarísimo de establecerse en aquel habitar, pues lo problematiza al erigirse como verdadero discurso del exilio. Tomar política e históricamente esto implica recordar la tragedia de la Guerra Civil Española y el peregrinaje solitario y para nada placentero del poeta de Los Placeres Prohibidos entre Francia, Inglaterra, Estados Unidos y México. Tomarlo poéticamente, es reconocer en Cernuda, en su poesía, a la modernidad como tragedia: la poesía como un algo ajeno que entra en conflicto con la historia, el cuerpo y el lenguaje; en otros términos, en conflicto con la realidad. Por eso, la dialéctica que constituye su decir (la realidad y el deseo), no sólo atañe a un mundo privado, sino que se articula como vigoroso desgarro al poetizar la voluntad de liberación que, como poesía, lleva en sí misma: De ahí que aquella 70

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libertad, al volverse conflictiva con la “prosa del mundo”, se yergue como posibilidad. El corolario de esto se patentiza en el poema: un documento del exilio que nos hace recordar nuestra condición de seres desarraigados, apenas poseedores de un frágil y aparente refugio de sentido: el estado, la familia, la patria, la sociedad. De ahí el destino ético de esta poesía: el reino que funda es el habitar de la intemperie que toda autenticidad espiritual propicia como su máxima razón de ser. Un nuevo apunte sobre el ensayista como sujeto de escritura que le debo a Martín Cerda: “…el ensayista, es en efecto, un lector, pero un lector que no se contiene frente a cada texto leído, sino que, por un impulso radical, siempre lo sopesa, lo interroga y lo prolonga. El ensayista no es, pues, sólo un hombre que lee, sino, además, que se observa leer y, encima, que escribe cada una de sus observaciones. Por eso, justamente, en todo ensayo ocurre, entre otros asuntos, que se piense y se despiense, se sume y se reste, se prolongue y se infrinja los cánones, las normas o, si se quiere, las doxas” (…) en todas las cosas estoy en situación de espera, de aquella imprevisión en que nos aventaja el ave de Kierkegaard; la tarea diaria hecha a ciegas, sumisamente, con enorme paciencia y con la divisa: obstacle qui excite l´ardeur Rainer María Rilke, 16 de septiembre de 1907 71

Digas la palabra que digas. Ensayos escogidos. Ismael Gavilán.

REFERENCIA DE LOS TEXTOS Prosa de poeta: Ensayo publicado en la revista colombiana Cronopio http://www.revistacronopio. com/ nº 51, junio de 2014. 1916. Las constricciones del lenguaje: Ensayo publicado en la revista electrónica www.letrasenlinea. com del Departamento de Literatura de la Universidad Alberto Hurtado, agosto de 2010. La vieja erudición: Ensayo inédito. Requiem für einen jungen Dichter: Ensayo inédito.

ÍNDICE

Prosa de poeta . . . . . . . . . . . . . 5 1916. Las constricciones del lenguaje . . . 13 La vieja erudición . . . . . . . . . . . . 27 Requiem für einen jungen Dichter . . . . . 33 Anton Webern, ejercicio de severidad . . . . 43

Anton Webern, ejercicio de severidad: Ensayo publicado en la revista electrónica www.lacabinainvisible.wordpress.com en mayo de 2010. Iannis Xenakis 1922-2001: Ensayo inédito. Digas la palabra que digas: Ensayo inédito. La posibilidad del libro venidero: Apuntes publicados en el portal electrónico www.letras.s5.com en julio de 2012.

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Iannis Xenakis 1922-2001. . . . . . . . . . 53 Digas la palabra que digas . . . . . . . . . 60 La posibilidad del libro venidero . . . . . . 67 Referencia de los textos . . . . . . . . . 72

COLOFÓN

EDICIONES Digas las palabras que digas © Ismael Gavilán, RPI n° xxx xxx, fue editado y diseñado en el puerto de Valparaíso. Para los interiores se utilizó papel Bond Ahuesado de 80 g y para la portada Duplex de 220 g con termolaminado opaco. Se imprimieron xxx ejemplares en agosto del año 2015.

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