La universidad como paradigma móvil

June 4, 2017 | Autor: S. Gómez Sánchez | Categoria: Semiotics, Transformation of University Systems, Social Semiotics, University, Semiótica, Universidad
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CONGRESO INTERNACIONAL DE SEMIÓTICA COMUNICACIÓN, CULTURA Y COGNICIÓN Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura (IECO) Federación Latinoamericana de Semiótica (FELS) Universidad Nacional de Colombia Bogotá, mayo 5 y 6 Ponencia. La universidad como paradigma móvil

Por Santiago Andrés Gómez (Universidad de Antioquia)1

Buenas tardes. Ante todo agradezco la oportunidad que la Federación Latinoamericana

de

Semiótica

(FELS),

el

Instituto

de

Estudios

en

Comunicación y Cultura de la Universidad Nacional (IECO) y la Asociación Colombiana de Semiótica (ASES), así como el Área de Lingüística de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia, me dan de participar en este congreso. Las palabras que diré en seguida tienen mucho de especulativo y poco de certeza. Es decir, así como me aventuraré en una inquietud básica y radicalmente polémica, reconozco también solo aventurar, al fin, la respuesta a eso que, al menos, debería ser aceptado por nosotros como una incógnita vigente: ¿qué es la universidad?

Introducción: las definiciones convenientes Las analogías entre conceptos lingüísticos e instituciones sociales, a veces muy forzadas, no son en verdad recientes ni del todo caprichosas. El 1

Periodista de la Universidad del Valle (Cali, Colombia). Escritor, realizador audiovisual, crítico de cine. Docente en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia en el Área de Lingüística. Estudiante de Maestría de Literatura Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia).

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estructuralismo, por dar uno de los ejemplos más notables, que aun puede brindarnos posibilidades de conocimiento, fue fundado sobre la analogía entre las relaciones de individuos sociales y las relaciones entre significado y significante que son objeto de estudio de la lingüística. Nuestro interés en esta ponencia es hacer uso del concepto de polisemia para explicar cómo la universidad

como

institución

constituye

en

todos

los

sentidos

un

verdadero paradigma móvil que, en virtud de su recurrencia o importancia, consigue, no sin fricciones ni ambigüedades, y no sin variaciones, persistir en una significación fija, de gran trascendencia humana, que esbozaremos a continuación. Ahora bien, ciertamente, no pasaremos de un esbozo, y el sitio al que arribemos no constituirá, sospecho, una definición, sino una significación descalza, respaldada en los valores de uso de la palabra universidad. En este sentido, podemos abandonar todo idealismo. Mi motivación surgió, entre otras cosas, o al menos se vio reforzada, por conjeturas como las que la influyente revista colombiana Semana afirmaba, a principios de marzo de este año, en una (atención al término), “información institucional”. Como si fuera una primicia, la publicación decía: “Desde la segunda mitad del siglo XX, la Responsabilidad Social Universitaria (RSU) impuso nuevos retos a la educación superior en Colombia. Las universidades debieron convertir el conocimiento en un instrumento útil para comprender, abordar y dar solución a las problemáticas sociales”. El titular de la noticia, por su parte, rezaba: “La Responsabilidad Social como esencia de la Universidad”. Yendo más allá de que la información fuera publicidad semi-encubierta, lo más interesante era ver hacia dónde se enfocaban los programas de RSU de

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la universidad en cuestión que pagaba por el informe. No cuestionemos por el momento que el empleo de unas ganancias privadas se enuncie allí como “esencia de la universidad”. Sería aun más pertinente advertir que el “servicio a los demás”, la “acción social” de la universidad que pagó por el informe, desde luego tiende a formas parciales de entender qué es lo útil, y qué es el desarrollo social. Sin embargo, lo que más nos debe importar en este contexto es que no es cierto de ningún modo que ese movimiento de la universidad en pro de la sociedad sea algo propio de la RSU, ni cuya aparición se haya dado en la segunda mitad del siglo XX. La exigencia de, en palabras del informe, “convertir el conocimiento en un instrumento útil”, es de vieja data, aunque tampoco corresponda necesariamente a “la esencia de la Universidad”, esa esencia que la publicación define como una RSU que viniera a convertirse en el sentido último de casi mil años de existencia de la institución universitaria.

El lenguaje como programa Y a todas estas, ¿qué tiene que ver la lingüística, en un sentido estricto, con este asunto? Pues el sentido estricto, o recto, de las cosas, es lo que quisiéramos comprender, antes que nada, en algo tan traído y llevado, y así la lingüística tiene todo que ver con un asunto social y político por excelencia. ¿Qué es la universidad? Tal vez no fuera necesario, en un primer momento, hacer un rastreo a lo que ella ha sido a lo largo del tiempo, o a las disputas que hoy supone, sino que bastaría ver la urgencia con que la revista Semana proclamaba su esencia en el informe de que he hablado, para comprender que es poco lo que realmente sabemos al respecto. Entonces, ¿cómo averiguarlo

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prescindiendo de, o más bien trascendiendo todas las definiciones, hasta llegar a lo que llamo “significación descalza”? Lo primero que tenemos que hacer es precisar los términos con los que abordaremos la problemática. El primero es el de polisemia. Tanto los diccionarios especializados como el diccionario de la Real Academia Española (RAE), hablan de la polisemia como “pluralidad de significados de una expresión lingüística”. O sea, se refiere a que una palabra puede tener varios significados, pero en la estética literaria puede ampliarse y relacionarse con la palabra ambigüedad. Una obra realista, por ejemplo, es sobre todo ambigua y debe significar varias cosas. Esa ambigüedad, por otro lado, es clave en el manejo político que se da a la polisemia, lo que se da en llamar, más bien, resignificación. Pero vamos por partes. En cuanto al término paradigma, que en diversos sentidos es el eje de nuestra problemática, resulta de por sí, polisémico, o sea, susceptible de un manejo ambiguo, de una resignificación política, lo cual nos aleja de todo sentido recto. Anticipemos algo a lo que volveremos: un paradigma móvil, en el campo de esta ponencia, es ese núcleo que no permite que giremos hacia él. Por lo pronto, toda palabra es un paradigma, y puede convertirse en un concepto emblemático. En semiología, un paradigma es un conjunto de morfemas que puede ser reemplazado por otro conjunto de morfemas del mismo significado, o mejor dicho, por un sinónimo. El sentido del paradigma es, pues, distinto al paradigma mismo. Pero la palabra paradigma, por extensión, adquirió un sentido adicional. Es la acepción de paradigma como modelo a seguir, e incluso, en términos más amplios, como forma de entender el mundo.

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Estas dos acepciones extensas de paradigma procuran ocupar al significante, o hacer una fusión con él, o incluso convertirse en el significante, sea cual sea. Cuando hablamos de Rodolfo Llinás o de Marie Curie como paradigmas de la ciencia, o cuando hablamos del Romanticismo o del mercado como paradigmas de época, es más difícil entender que la idea de que hablan y la palabra con que lo dicen no son lo mismo. De cierto modo, estas acepciones culturales de la palabra paradigma convierten al significante casi en una imagen: es algo reconocible y asimilable por todos. La complejidad del asunto es que sigue siendo una palabra, y en su uso retorna a la ambigüedad original de la polisemia. Lo peor es que en un cierto estado de la lengua, y de la historia social, toda palabra se vuelve rutina, hábito, y digamos que el hábito comienza a hacer al monje. Los paradigmas, en general, las palabras y los conceptos, tornan así en imágenes que nadie reconoce por fuera de su uso particular, personal o sectorial, y cada quien cree saber de que hablamos, pero en verdad el sentido, ya sea el sentido recto o los sentidos peculiares del contexto, o sea, las mismas acepciones en su diversidad de usos, están velados por una capa invisible: se vuelven, objetivamente, un significante que puede ser todo o nada. La polisemia, por expresarlo de algún modo, asciende de esta manera a un punto cero. Reducido a su núcleo, o sea, como conjunto de morfemas que acceden a un sentido conceptual en el famoso segundo nivel de articulación de la lingüística, el paradigma es como un muro que bloqueara pero pudiera abrirse, casi sin opción de retorno, en la encrucijada de un laberinto, una puerta que separara y condujera a una u otra extensión aislada de un mismo recinto.

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La pragmática nos puede ayudar y mostrarnos que los lugares específicos a los que nos lleva esa puerta amurallada que es todo paradigma en el laberinto del lenguaje, dependen del camino que traigamos, o sea, del contexto en el que se encuentra ubicada la palabra en el discurso. Pero eso, a nuestro modo de ver, solo funciona o se hace real cuando recapitulamos, cuando retomamos el camino. Entre tanto, el significante que constituye materialmente al paradigma persiste alejado tanto de sus funciones como del idealizado objeto que pretende definir. Lo más claro en todo esto, en esta busca de una significación descalza de universidad, sería, entonces, que la universidad es cualquier cosa menos el edificio o sede de la institución que alberga. El ser humano es cualquier cosa menos su cuerpo, o sea: menos lo que es. Y toda palabra es cualquier cosa menos ella en sí misma. Sin embargo, de esto debemos partir. No podemos ir más allá de los valores de uso, pero como estos difieren según las intenciones y los contextos, tampoco podemos perder de vista las acepciones, o sea las definiciones, que siguen siendo una abstracción. Y así, si tal abstracción se convierte en un programa, una preceptiva, la significación descalza del paradigma cultural que es la palabra universidad debería abarcar su historia y al mismo tiempo trascender todas sus coyunturas, prescindir de toda esencia funcional. Recordémoslo: un paradigma móvil, en el campo de esta ponencia, es ese núcleo que no permite que giremos hacia él. La universidad ha pasado por muchos estados, ha sido muchas cosas, pero persiste, sobre todo, como posibilidad.

Una breve revisión histórica

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Todavía en el Renacimiento, la preeminencia de que gozaran la filosofía y las letras varios siglos atrás, cuando la universidad fue fundada por la Iglesia, era el signo característico de la academia. La escolástica, proveniente secularmente de la Academia de Platón, se ocupaba de los intereses de quienes la mantenían viva, de quienes la financiaban y proveían sus bibliotecas. La modernidad supuso un cambio radical en el que la burguesía, amparada por los valores nuevos de la Reforma protestante, no solo ascendió e impuso sus intereses, sino que logró que las instituciones antes dominantes, sobre todo la Iglesia, pero también la monarquía, fueran sus aliadas. La universidad comenzó a destellar con nuevos y divergentes fulgores, y poco a poco un académico no sería necesariamente, o sin duda no solamente, un hombre de letras, sino también, y cada día más, un hombre de ciencia. En nuestro contexto, la influencia de las principales reflexiones y reformas hechas sobre la universidad en la modernidad, como las de Humboldt o las propuestas del polémico Jeremías Bentham, tendientes a consagrar la universidad a la labor investigativa, en el primer caso, y por fuera del poder eclesiástico, en el segundo, apoyada en el Estado, derivaron durante todo el siglo XIX y buena parte del XX en una lucha partidista que latitudes menos dominadas por la Iglesia no experimentaron, o no de modo tan acusado como en Hispanoamérica. Sin embargo, hoy en día, cuando existe un acuerdo más estable entre los intereses de la Iglesia y los de los principales grupos de poder, como la industria o la banca (más que el mismo Estado), esa vieja lucha partidista se ha transformado más hondamente en una tensión casi insostenible entre la presencia de las humanidades en la universidad y la visión puramente operativa de una ciencia del todo aplicada a las necesidades del mercado.

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Como no lo han dejado de señalar diversos académicos, lo que entra en juego es el concepto que se tiene de universidad, una orientación más determinante que la misma definición recta de la palabra. Es, por tanto, una discusión relacionada con el lenguaje desde un punto de vista pragmático. Pero si retrocedemos un paso y vamos a la definición literal de universidad, como “institución de enseñanza superior que comprende diversas facultades, y que confiere los grados académicos correspondientes” (cito al Diccionario de la Real Academia Española), nos percataremos de que realmente lo que está en juego son definiciones previas de los paradigmas que sustentan esa definición ortodoxa: conceptos cruciales como el de saber, especialmente. Desde luego, no podemos ir tan lejos, ni debemos siquiera intentarlo en este espacio y en el muy limitado tiempo que tenemos. Pero tampoco basta con consignar esta fractura en la noción de saber, y aun de “saber útil”. Si todo indica que en últimas la polémica apunta a la idea de ser humano como tal, la significación descalza que buscamos de universidad como paradigma móvil debería tratar de trascender tanto la polisemia natural, las diversas acepciones de la palabra (esa de edificio, esa que remite a tal o cual universidad o esa institucional), como debería también trascender, superar toda resignificación política, o sea: las opuestas concepciones o tendencias que se han manejado hasta hoy sobre una supuesta esencia o sentido último del término. Es una voluntad que así expresada puede que vaya más allá del lenguaje para volver a la cosa, a lo que ha sido la universidad desde antes de acceder a un programa. Y tal vez para este propósito solo podamos apoyarnos en metáforas, o es decir, en aproximaciones, en tanteos, en inexactitudes.

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La universidad ha sido a lo largo de su historia, por sobre todo, un ágora irresoluble, una tribuna, un escenario vacío, sucesivamente ocupado y desmantelado. Pero en ese mismo sentido de tribuna ha sido así mismo un espejo donde la sociedad intenta definir su identidad y su destino, el lugar donde pugnan y seguirán pugnando las fuerzas principales que mueven a la comunidad, y como tal es por igual, como tribuna y espejo de la sociedad, un corazón de la humanidad que no cesa de palpitar, un núcleo intelectual en rotación incesante, un verdadero paradigma móvil, concreto pero jamás neutro, al servicio de todos. Curiosamente, lo que encontramos entonces es que este paradigma abierto, móvil, se resiste a toda resignificación tendenciosa y se fortalece solo en el debate franco, no siempre racional ni siempre pacífico, y esto nos fuerza a aceptarla, bien que mal, y quizá desde sus escolásticos inicios, como una forma de la democracia, más que una voz de los poderes que la financian. Idea liberal, idea colectivista al mismo tiempo, en esta dinámica paradoja es el pueblo, o sea todos nosotros y todos los otros, el que debe tratar de asumir las palabras de Estanislao Zuleta que por estos días la Biblioteca de la Universidad de Antioquia divulgaba en uno de sus grandes carteles, a la vista de todos sus estudiantes, y que copié para esta ocasión. Cito textualmente a Zuleta: “Debemos considerar que la formación debe ser el ideal de todo aquel que considere la educación como algo más que la producción de un experto adecuado a una demanda de un trabajo cualificado. Esta es la única forma de luchar por una democracia en cualquiera de sus formas”. Quiero resaltar, para terminar, la idea vaga, pero sugestiva, de educación, y quizás entonces de saber, como “algo más que la producción de un experto adecuado a una

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demanda de un trabajo cualificado”. No creo que se trate de la busca de un saber ocioso Más bien, es la exaltación de un pensamiento insobornablemente crítico. Muchas gracias.

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