NO ES TAN FÁCIL COSA MORIR

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DESDE POLONIA
NO ES TAN FÁCIL COSA MORIR

En el tren hacia Ivangorod, 23 de agosto
Nowo – Georgiewsk muere matando... Está cercado completamente, acosado por
todas partes, como una fiera, acorralada. Un anillo de hierro y de fuego lo
circunda y le es imposible romperlo. Las fortalezas menores de Rembe y de
Zegrze, en el Narew , y la de Beniaminów , que tenía a sus espaldas,
cayeron ya hace tiempo en poder de los alemanes. Los ejércitos rusos están
ya muy lejos, muy lejos, muy lejos, retirándose constantemente hacia Brest
– Litowsk, hacia Dios sabe dónde...quién sabe... Nowo – Georgiewsk ha sido
abandonado a sus propias fuerzas, a su suerte. ¿Cuál será ella?... ¿Por qué
no fue abandonada esa fortaleza como lo fueron las otras, Ivangorod y
Varsovia, las del Vístula y las del Narew? ¿Piensan, en verdad, los rusos,
volver dentro de cinco semanas, como lo han anunciado por medio de sus
aviadores a la población polaca? ¿Creen que Nowo – Georgiewsk podrán
resistir todo ese tiempo? Nowo – Georgiewsk, desde luego, mientras resista,
será una dolorosa espina para los ejércitos alemanes, un peligro para el
caso de un retroceso inesperado y un obstáculo enorme en medio del Vístula,
a pocos kilómetros de Varsovia.

Pero, ¿volverán los rusos, podrán volver los rusos dentro del plazo
anunciado? No parece probable, es más, parece un imposible, por lo menos
dentro de cinco semanas. Y aunque fuera posible, aunque "dentro de cinco
semanas los ejércitos del Zar, reorganizados y bien provistos de municiones
se hallasen va de vuelta, habría podido aguantar Nowo – Georgiewsk hasta
entonces, habría podido resistir cinco semanas? Indudablemente Nowo-
Georgiewsk es la más importante de todas las fortalezas de que dispone
Rusia para defenderse por el Oeste. Ni Kowno , ni Groelno, ni Varsovia, ni
Ivangorod, por no citar nada más que las principales, pueden comparársele.
Enclavada, en la confluencia del Vístula y del Narew y rodeada por dos
cinturones de poderosos y bien situados fuertes, años atrás hubiese sido
inexpugnable. Aunque de construcción antigua, años atrás fue modernizada.
Por lo menos, los créditos fueron concedidos para ello y no hay que
sospechar que todo ese dinero se evaporase en el aire. Los polacos creen
que Nowo – Georgiewsk podía resistir cuanto quiera, todo lo que sea
necesario. — Si no fuera así — dicen — no se hubiera encerrado
voluntariamente todo un ejército en ella. —

¿Voluntariamente?.... Así lo parece por lo menos. Pero... Esta guerra nos
ha enseñado muchas cosas y nos ha producido muchos desengaños. Por lo que
se refiere a fortalezas la enseñanza ha sido rotunda. La moderna artillería
de gran calibre las ha desprestigiado, por no decir que las ha hecho
inútiles, que sería decir demasiado. Y no saquemos a relucir los casos de
Lieja, de Namur, de Maubeuge y de Amberes, que a mi parecer no tienen
bastante relación con el caso actual de Nowo – Geoigiewsk, y que solo
pueden citarse corno prueba del extraordinario portar destructor de los
morteros austríacos y alemanes. Porque no se olvide que las fortalezas
belgas eran modernas y que se las tenía por modelos. Y que las cúpulas de
acero de que se hallaban provistas saltaron a pedazos por los aires.
Fijémonos solamente en lo caso de Przemysl. También ésta era una poderosa
fortaleza cuando se hallaba en poder de los austríacos. Y cayó. Bien es
verdad que Przemvsl no tenía la importancia que tiene Nowo – Georgiewsk y
que resistió cuatro meses el asedio de los moscovitas. Przemysl contaba con
una guarnición de más de ciento veinte mil hombres y eran los rusos los que
las asediaban. Los rusos no disponían para rendir Przemysl de los cañones
que disponen los alemanes para rendir Nowo – Georg¡ewsk. Y precisamente con
los cañones los que lo hacen hoy todo en la rendición de fortalezas.

Por otra parte, a los rusos no corrían por el tiempo del sitio para
apoderarse de Przemysl; la rodearon y viendo que su artillería no era lo
suficientemente poderosa para precipitar velozmente su caída, esperaron a
que la trajesen las enfermedades, el hambre y el tiempo. Y así cayó
Przemysl. Pero la prisa que no les corrió a los rusos con la fortaleza
galitziana, seguramente que les corre ahora a los alemanes con Nowo –
Georgiewsk. El Vístula tiene que quedar libre, y cuanto antes mejor, que el
Vístula es navegable y pasa por Thorn y desemboca por Danzig. Nowo –
Georgiewsk, pues, les precisa a los alemanes que caiga pronto. Nowo –
Georgiewsk resiste aun tenazmente, haciendo un enorme consumo de
municiones. Pero dos de sus fuertes han caído ya. ¿Podrán sostenerse aún
mucho tiempo los restantes? No se sabe. Pero en su furia desesperada parece
decir Nowo – Georgiewsk que ya ha perdido la esperanza...

Desde la carretera observamos el fuego de los cañones, rusos. Contando con
nuestros anteojos do campaña los palos del telégrafo y habiendo medido la
distancia que hay entre cada dos de ellos, calculamos la distancia que nos
separa del lugar donde explotan las granadas: unos mil quinientos metros
aproximadamente. En el horizonte hay niebla y el ciclo tiene un toro gris
obscuro, de una tristeza trágica. Al principio hemos creído que las
llamaradas que veíamos eran los fogonazos de los cañones alemanes,
disparando sobre las posiciones y los fuertes rusos. Pero las nubes do
tierra que a cada explosión se levantaban y las de humo blanco que luego
quedaban flotando sobre el aire, nos han hecho comprender que eran
proyectiles rusos los que las producían. Las llamaradas se sucedían casi
sin interrupción y eran violentas, rasgaban la niebla y la iluminaban con
un resplandor rojizo. Las detonaciones eran secas, duras, como martillazos,
y se atropellaban unas a otras, casi sin dar tiempo de percibirlas una a
una. De cuando en cuando se oían el apagado rumor de cañonazos lejanos.
Debía proceder de los fuertes del otro lado del Vístula y del otro lado del
Narew. El punto donde nosotros nos hallábamos está situado entre ambos
ríos. A nuestra izquierda, muy cerca de nosotros, el Vístula. Les campos
estaban desiertos. Cuando por algunos momentos los cañones enmudecían, se
oían el silencio, un misterioso silencio mortal, que parecía hablar con
voces de angustia. No se veía soldado alguno. ¿Dónde están los soldados,
dónde están los cañones alemanes? ¿Dónde están los sitiadores?

Nuestro capitán adelanta por la carretera, pasando por encima de los
árboles que la obstruyen. Va a ver si los encuentra. Antes de marcharse nos
ha recomendado seriamente que no nos movamos de allí y que no intentemos
pasar de la linde de los pinos. Luego ha hablado aparte con el teniente. Ha
debido darle orden de hacernos respetar a todos la consigna, porque el
teniente no nos ha perdido desde entonces de vista y mostraba la más viva
inquietud cuando nos veía dar un par de pasos adelante. Hemos seguido todos
al capitán con los ojos. Y con una ansiedad que no estaba exenta de temor y
de angustia. Al verlo avanzar por la carretera, en dirección al lugar donde
explotaban las granadas rusas, completamente solo, hemos temido por su
vida. Lo hemos visto pararse y mirar a un lado y a otro con sus gemelos.
Estaba ya muy lejos, apenas si lo reconocíamos. Luego, saliéndose de la
carretera, ha torcido a la derecha y ha seguido andando a campo traviesa,
hasta que nos lo han ocultado los árboles.

Hemos esperado durante largo rato, observando el fuego de los cañones
rusos, cada vez más rápido y violento. Las llamas parecían brotar de la
tierra. Poco a poco se han ido apoderando de nosotros la inquietud y la
intranquilidad. Hubiéramos deseado seguir adelante, aun a trueque de
aumentar el peligro, o meternos a la aventura por el bosque en busca de
soldados, o retroceder, o regresar hacia Varsovia. Todo preferible a
permanecer parados en medio de la carretera, constantemente heridos
nuestros ojos por las llamas de las explosiones y sintiendo en nuestros
oídos el doloroso golpetear de las mismas, como el ruido gigantesco de un
martinete, al cual vibraban como enloquecidos y exaltados nuestros nervios.
Al mismo tiempo, el instinto nos decía que allí, parados, el peligro era
mayor, que nos ofrecíamos a la muerte. Bien es verdad que los rusos no
podían descubrirnos desde los puestos de observación gracias a la niebla.
Pero una granada podía ser vomitada por el cañón con más alcance del
calculado y venir a explotar entre nosotros. Además, los rusos, que sabían
bien dónde está la carretera, podían rociarla de vez en cuando con
metralla, en la esperanza de aniquilar alguna columna que al amparo de la
niebla avanzase por ella. Asimismo podía empezar el fuego de la fusilería y
de las ametralladoras, inactivo hasta entonces, y arrancarnos la vida una
bala extraviada o incierta. Pero el capitán no volvía, y la consigna era
esperar allí hasta su vuelta.

Los norteamericano se entretenían en fotografiarse mutuamente, tendidos por
tierra, con los gemelos en ristre, como observando atentamente al enemigo,
o detrás de los postes del telégrafo como protegiéndose con ellos de la
lluvia de balas que los envolvía, o asomando con toda precaución el cuerpo
entre los árboles, con una expresión indefinible — de arrojo y de miedo al
mismo tiempo — en el semblante. Lo que más llamará la atención de esas
fotografías, que tendrán seguramente un éxito sensacional en América, es el
detalle del cigarro puro. Al descender de los automóviles y para entretener
la espera, los norteamericanos encendieron todos unos descomunales
cigarros. Y con ellos en la boca se han fotografiado los unos a los otros.
— Míster Tal, nuestro arrojado y valeroso corresponsal, fumándose,
tranquilamente un habano, mientras observa, tras del débil y estrecho
amparo de un poste de telégrafo, a una patrulla de cosacos que lo han
descubierto desde lejos y que se han parado para tirar furiosamente sobre
él.—Míster Cual, nuestro temerario y corajudo fotógrafo, fotografiado por
su colega del diario X, mientras está fotografiando á Míster Tal, nuestro
corresponsal, en medio de la lluvia de balas que los cosacos les envían.
Como detalle característico de su asombrosa sangre fría, obsérvese el
cigarro puro que tiene entre los labios nuestro fotógrafo, — Y por el
estilo, así serán los títulos.

Observando a mis interesantes colegas he recordado algo que Míster Bennet,
el corresponsal de La Tribuna, de Chicago, hombre, como ya he tenido el
gusto de decirles a mis lectores, por todos conceptos admirable, me había
contado durante el viaje de Skierniewice a Varsovia. Al estallar la
guerra se hallaba Míster Bennet en Bélica, en Bruselas, con otros colegas y
compatriotas suyos. Pocos días antes de caer Bruselas en poder de los
alemanes, salieron Míster Bennet y sus compañeros, a pie, por la carretera,
hacia el Sur. En Baumont fueron detenidos por unos soldados alemanes que
los condujeron a la presencia de un capitán jefe de las fuerzas allí
establecidas. Después que se hubo enterado de quiénes eran, por los
documentos que ellos presentaron, el capitán, con voz de trueno, les dijo
estas palabras: — ¡Con que corresponsales de guerra, eh! ¡No necesitamos
ninguno! ¡Se han creído ustedes que ésta es una guerra en México! ¡Ya se
pueden ustedes volver inmediatamente a sus casas! – Y acordándome de ese
episodio, me han dado ganas de decirles a mis colegas: – Señores, ¿se han
creído ustedes que ésta es una guerra en México?

Tranquilizando antes a nuestro amable teniente sobro mis propósitos y
asegurándole que no iba a alejarme más de treinta pasos, heme introducido
en el bosque de pinos. A poco, sin haberme apercibido de ellos, ni haberles
oído por entre el ramaje, como si hubiesen brotado de la tierra ante mí,
me he encontrado con tres soldados de infantería delante de mis ojos. Uno
de ellos era joven, de poco más de veinte años; los otros debían andar
alrededor de los cuarenta. Venían sucios y destrozados, las barbas crecida,
y las manos y el rostro como si hubieran andado con tizones. El jovenzuelo
lleva puesto su casco, los otros dos los gorros; las guerreras las llevan
abiertas, mostrando la garganta y el pecho. Eran fuertes v tenían el
aspecto saludable. Iban completamente desarmados, con unos sacos vacíos al
hombro, andando despacio y hablando al tiempo que andaban.

Cuando se han dado cuenta de mi presencia allí, so han parado y se han
quedado mirándome, atónitos, perplejos, asombrados. Con el mismo asombro
con que yo me he quedado mirándolos. Aunque, no; su sorpresa ha debido ser
mayor que la mía. Quién sabe el tiempo que lloraban aquellos soldados,
desde largos meses en constante contacto con los rusos, sin ver a un
paisano. Yo he sentido alegría al verlos y los he mirado con cariño.
Después de haberles indicado a mis compañeros, que se veían sobre la
carretera a través de los árboles, les he preguntado, al mismo tiempo que
les ofrecía mi cigarrera para que cogieran de ella unos cigarros: — Amigos,
¿de dónde se viene, adónde se camina? — Me cuentan que vienen de las
trincheras, de una posición que habían abandonado los rusos durante la
noche y que ellos habían ocupado por la mañana al apercibirse que estaba
vacía. Los rusos so habían retirado a los fuertes, a un extremo del bosque
en busca de paja.

Los rusos — me dicen — habiéndose apercibido que nos hemos tardado mucho en
instalarnos en la posición que ellos han evacuado durante la noche,
disparan ahora rabiosamente sobre ella. Fuego de artillería nada más, esos
cañonazos que se oyen. Disparan de dos partes, con fuego concéntrico, sobre
la posición esa y sobre el extremo de este bosque, donde se hallan nuestras
reservas y nuestra artillería, que no ha disparado aún hoy ni un solo
cañonazo. — Y les están causando a ustedes muchas bajas, allá en las
trincheras esas?, les pregunto. — No, me contesta el más joven, sonriéndose
— un par de heridos nada más, hasta ahora — ¿Cómo?, exclamo yo, extrañado.
— ¡Un par de heridos! ¡Pues y ese monstruoso bombardeo! Además, que los
rusos saben exactamente donde se halla la posición y tiran sobre blanco
seguro. — Sí — me contestan — pero cuando estamos dentro de las trincheras
son necesarias muchas granadas para matar o herir a un solo hombre. Si
todas las granadas que nosotros hemos mandado sobre Nowo Georgiewsk o que
de Nowo Georgiewsk han mandado sobre nosotros hubiesen hecho carne, a
estas horas no quedarían ni un solo ruso ni un solo alemán que pudiesen
contarlo. El morir es mucho más difícil de lo que parece.

He sentido asombro y admiración al mismo tiempo ante aquel muchachuelo
imberbe que encontraba difícil la muerte. Luego les he preguntado: – ¿Qué
caerá pronto Nowo-Georgiewsk?—- A mi pregunta se han encogido de hombres,
como si no les preocupase gran cosa — No sabemos; nosotros estamos
apretando cada vez más el cerco. Se dice que ya han caído algunos fuertes.
Pero ese extraordinario consumo de municiones y esa rabia con que parece
que disparan, semejan las convulsiones que preceden a la muerte. — Al
despedirme de ellos me han dicho que hacía poco más de una hora que habían
cogido prisionero a un médico ruso que al salir de uno de los fuertes se
había extraviado y había cogido un camino por otro. — El pobre hombre no ha
salido aún de su sorpresa — han concluido los soldados, riendo.

Nuestro capitán ha regresado. Nos dice que no es posible llevarnos hasta
las trincheras, porque están bajo el fuego de los rusos y sería exponernos
a una muerte segura. Pero sí podemos visitar la posición que los alemanes
habían abandonado por la mañana, al ir a ocupar la que había sido evacuada
por los rusos. Adelantamos por la carretera y esquivamos los árboles que la
obstruyen, metiéndonos por los campos. Nótese que dichas trincheras han
sido abandonadas pocas horas antes. Hay todavía paja en ellas y las huellas
están frescas. Por el suelo hay centenares de cápsulas vacías y entre olios
se encuentran de vez en cuando cargadores alemanes que no han sido
disparados aún. Latas de conservas vacías, algunas secas rebanadas de pan y
papeles sucios, eso es todo lo que han dejado las tropas allí. Delante do
las trincheras, a unos treinta o cuarenta metros, se extienden, como unas
redes, las alambradas y los caballos de Frisia. En ciertos lugares están
destrozados, hay hoyos en la tierra producidos por las granadas rusas. El
fondo de las trincheras está hecho un fangal, dentro de ellas se siento un
frío húmedo que llega a los huesos.

Los cañones rusos siguen vomitando fuego con una furia sin igual. Su rugir
es más estridente que nunca. De cuando en cuando, a las explosiones,
asomamos las cabezas fuera de la zanja o miramos por las troneras creyendo
que la explosión ha tenido lugar a corta distancia de nosotros. Las
nubéculas de humo, lejanas aún, nos tranquilizan. Poco a poco nos vamos
acostumbrando y lo mismo nuestros oídos. Seguimos, en silencio y
observando, hasta el final de la trinchera. Luego, saliendo nuevamente a la
superficie y andando a lo largo de la linde del bosque, llegamos adonde se
halla la compañía de reserva. El capitán de la misma, un hombre joven y
amable, nos recibe. Nos muestra el puesto de observación que tiene
establecido y nos deja asomarnos a él, pero uno a uno y con toda clase de
precauciones.

Este puesto no ha sido descubierto aún — nos dice — y si se asomaran todos
ustedes a la vez a él correría el peligro que me lo descubrieran. Los
aviadores, que han revoloteado durante todos estos días sobre nuestras
posiciones, tampoco han dado con él, pues de haber sido así ya me habrían
visitado las granadas, visita que en este lugar no he tenido el gusto de
recibir hasta la fecha. Hace poco más de una hora han pasado cinco
aviadores rusos sobre nuestras cabezas. Iban a una gran altura y se
dirigían hacia el Este. No sé por qué me parece que esos aviadores no van a
volver más; tengo para mí que el fin de Nowo Georgiewsk está próximo.
Contra nuestra artillería gruesa y la de los austríacos no hay resistencia.

La niebla nos impide ver gran cosa desde el puesto de observación. Tan sólo
logramos descubrir como un surco en medio del campo, la posición que ocupan
los soldados alemanes y sobre la que disparan los rusos. Entre el cendal de
la niebla, más lejos, se distinguen los espectros de unos árboles. En el
puesto de observación, subterráneo y recientemente estivado con gruesos
troncos de pino, dispone el capitán de varias habitaciones, en una de las
cuales ha sido hecha una rústica cama de madera.

Hay que prepararse todos lo más cómodamente posible, por si nos
equivocáramos y estos durase más de lo que se piensa. — Colgando de una de
las paredes hay un aparato telefónico. Cerca de allí, en uno de los caminos
que atraviesan el bosque, se halla una cocina de campaña, uno de esos
célebres Govlaschcavonen (cañones del rancho) como los llaman los soldados.
El capitán nos invita galantemente. El rancha está completamente listo,
será pronto repartido a los soldados. Es un guiso muy gustoso y bien
oliente hecho con carne de buey, tocino, habichuelas secas y patatas.
Comemos con buen apetito y cuanto se nos antoja. Antes de despedirnos del
capitán le preguntamos si ha tenido muchas bajas. — No, — nos responde — en
las trincheras hoy, hasta ahora sólo un par de heridos. En las reservas ha
sido peor, hemos tenido seis muertos. — Entonces me he acordado de las
palabras de aquel muchachuelo soldado con quien había hablado en el bosque:
El morir es mucho más difícil de lo que parece. — Esos son los soldados que
mueren sin sentirla venir, sin verla venir. Y esos son los que vencen. –
ENRIQUE DOMINGUEZ RODIÑO – La Vanguardia, domingo 03 de octubre de 1915,
sección "La Guerra Europea", p. 14 – 15
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