No está claro que podemos

July 26, 2017 | Autor: Jose Luis Pardo | Categoria: Populism
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José Luis Pardo

No está claro que Podemos (fragmento) Lo que sabemos positivamente de Podemos es bastante poco, no sólo porque se trata de un cuerpo con muchas almas que pugnan por la hegemonía, sino porque su esencia es mayoritariamente negativa y alternativa: son sobre todo un “NO” dicho a todos sus competidores, con respecto a los cuales su indiscreto encanto consiste en ser los otros, como en la película de Amenábar o en el sentido en que Doña Concha Piquer cantaba aquello de yo soy la otra, la otra. Por tanto, hacer en este momento especulaciones sobre su porvenir es algo así como apostar por aquellos productos financieros de contenido infinitamente complejo (o fundamentalmente vacío) que originaron la crisis inmobiliaria de las hipotecas subprime y de sus mercados de futuros. Lo único seguro es que nos esperan en este terreno grandes sorpresas. Pero si su presente y su futuro son dudosos, no ocurre así con sus orígenes, que hunden sus raíces en lo que solemos denominar “el 15-M”. Y, ¿qué es “el 15-M”? Creo que no hay un retrato-diagnóstico más acertado y preciso de sus circunstancias de emergencia que una viñeta de El Roto publicada por aquellas fechas: en ella, un oscuro representante de la casta avant la lettre arenga al pueblo dócil y amedrentado: “¡Os bajaremos los sueldos, os quitaremos derechos, nos llevaremos la pasta, y además nos votaréis!”. Este es el mensaje que los “indignados” creyeron escuchar de la boca de sus representantes políticos, y en definitiva el que les indignó. El Estado del Bienestar había entrado en el siglo XXI ya notablemente diezmado y cuestionado (algo especialmente trágico en España, en donde no había llegado a instaurarse del todo, ni siquiera como tímido proyecto, hasta la década de 1980), pero en Mayo de 2010 el Presidente Rodríguez Zapatero se vio obligado por la presión internacional a darle el zarpazo más violento que hasta entonces había sufrido, iniciando una senda de recortes de derechos y de servicios sociales que no haría más que confirmarse en los meses siguientes. Lo que indignaba a aquella muchedumbre que ocupó las plazas en 2011 no era sencillamente eso, sino el hecho de que, cuando se aproximaban unas elecciones, y por tanto una oportunidad para castigar en las urnas a un gobierno socialista por el que se sentía traicionada y engañada, la única solución que le ofrecía el “sistema” (democrático) era… ¡votar al Partido Popular!, del que ya se sabía que continuaría y profundizaría la política de austeridad presupuestaria y de recortes del bienestar iniciada por el PSOE. De ahí la propagación de la consigna “no nos representan”, que recorrió el país mientras se iban desgranando los casos de corrupción más importantes de la España contemporánea (Gürtel, Palma Arena, Palau, Eres, Pujol,

Bankia…): una consigna “falsa”, si se quiere, pues la paradoja consistía en que, en efecto, sí que les representaban formalmente, pero que puso en evidencia la brecha existente entre los representantes y los representados y señaló que aquella muchedumbre se había quedado sin nadie a quien votar. Muchos de ellos eran jóvenes a los que la crisis de la deuda que estalló en 2008 había dejado sin futuro; otros eran trabajadores o pensionistas a quienes la coyuntura económica y la mengua en el Estado social de Derecho estaban sacando de la clase media para arrojarles al umbral de la pobreza “normalizada” y a la falta de esperanza social, privándoles de sus empleos, de sus viviendas, de sus ahorros o de su porvenir, o haciéndoles temer por todo ello; y otros eran militantes que siempre consideraron que la socialdemocracia había traicionado el genuino proyecto socialista al firmar los “pactos de la Moncloa”, que no obtuvieron de la democracia todo lo que esperaban y que mantuvieron durante años su resentimiento de superioridad moral presto para la posibilidad de una revancha política. Y desde el primer momento los descontentos culparon de todo su malestar al régimen establecido por la Constitución de 1978, a ninguno de cuyos representantes aceptaron de buen grado en aquellas acampadas, mientras que sí escucharon con respeto, admiración y aplauso a miembros destacados (por su radicalismo) de la generación de sus “abuelos” (Agustín García Calvo, Stephane Hessel, José Luis Sampedro o Antonio Gala), es decir, aquellos que habrían sido justamente los “traicionados”, según ellos, por “la Transición”. Se sabe que Podemos es la estructura política organizativa creada precisamente para aprovechar ese descontento, para servirle de expresión política, para explotar (y, si fuera posible, ampliar) electoralmente ese lecho de votantes inaccesible para las fuerzas parlamentarias. Pero aunque esa estructura estuviera pensada inicialmente casi como un guante para aquella multitud (que sigue siendo su más honda inspiración y su mito fundacional), el éxito mediático (televisivo e internáutico) de la iniciativa, que desbordó los cálculos más optimistas de sus propios organizadores, amplió lo que podríamos llamar la base social de su “rechazo” de “los políticos” (no el consenso en torno a algún programa de “mínimos” compartido, que es algo que sigue sin existir explícitamente). También se sabe de dónde proceden los arquitectos de esta estructura. La mayoría de ellos formaban parte de lo que podríamos llamar “el comunismo universitario”. O sea, el comunismo que se vio obligado a refugiarse en las universidades (y a revestirse con el más piadoso nombre de “marxismo”, como si se tratase simplemente de una más de las “corrientes de pensamiento” que corresponde estudiar a los académicos) cuando perdió influencia social y política después de la Dictadura franquista (en España) o de la segunda guerra mundial (en el resto de Europa), tras haber sido en ambos casos la fuerza que mayores sacrificios hizo en la lucha contra el fascismo. Aunque estos intelectuales tuviesen relaciones orgánicas con los partidos comunistas, la mayoría de estos partidos, para suavizar su decadencia, renunciaron, como en España, a la marca “comunismo” (por sus inconvenientes resonancias totalitarias a la hora de cosechar votos) a favor de algún eufemismo, mientras que los intelectuales acentuaron la “cientificidad” de sus posiciones teóricas en las aulas para compensar esa desactivación, como sucedió con Althusser y sus seguidores en las décadas de 1960 y 1970. Lo que desde 1945 condenaba al comunismo de la Europa

occidental a permanecer en esos guetos universitarios era, por decirlo rápidamente, la existencia de una clase media amplia y creciente nacida al amparo del tan citado Estado de Bienestar, que impedía el tipo de confrontación (“burgueses y proletarios”, como decía el Manifiesto) en la cual pueden prosperar los programas políticos comunistas. Como en España el crecimiento de esa clase media se había producido a partir de 1980, y la relativa prosperidad económica y el no menos relativo bienestar social habían hecho del comunismo una utopía obsoleta, este sólo podía mantener lo que antes he llamado su “resentimiento de superioridad moral” hacia todo ese “régimen del 78”, que había supuesto su derrota histórica, en el entorno restringido y más o menos dejado de la mano de Dios de las Facultades de Filosofía y de Ciencias Políticas. Junto a este núcleo (que me parece el principal), los dirigentes de esta formación proceden asimismo de otro nicho igualmente universitario, el de lo que Richard Rorty llamaba “la izquierda foucualtiana”, es decir, una izquierda básicamente “cultural” que, más que sintonizar con la tradición histórica comunista (de la que puede sentirse, según los casos, más o menos próxima), hereda el aliento de las “nuevas luchas” nacidas al calor de Mayo del 68 (como el feminismo, el pacifismo, los movimientos LGTB, el psicoanálisis, las cuestiones biopolíticas o el ecologismo), y que ha estado sobre todo ligada a las llamadas “políticas de la identidad”, a la lucha contra la discriminación de las minorías y al activismo de algunos artistas contemporáneos comprometidos con determinados movimientos sociales. Algo que, a pesar de estas evidentes influencias, debido a su aludido carácter preponderantemente “cultural”, seguía ocupando un lugar marginal y poco relevante frente a las mayorías sociales que decidían las victorias y derrotas electorales, que seguían ocupando el “centro político” nucleado alrededor del Estado del Bienestar. Pero aunque aún hoy quedan regímenes que siguen reclamando la etiqueta, la caída de la Unión Soviética en la década de 1990 hizo que el vocablo “comunismo” perdiese en buena medida las citadas connotaciones totalitarias que hacían poco recomendable el uso púbico de la “marca”, y tanto los intelectuales universitarios marxistas como los “foucaultianos” consideraron que ya podían utilizar esa rúbrica para recuperar la unidad perdida entre lo que Boltanski llamaba la “izquierda social” y la “izquierda artística” elaborando un nuevo sentido (ahistórico o, como diría Badiou, “eterno”) del término “comunismo” como “defensa de lo común”, algo que en el ámbito teórico comenzó a suceder con la entrada del siglo XXI, saludado por la alianza entre el neocomunismo de Michael Hardt (un “discípulo” de Deleuze, quien habitualmente es considerado como la principal figura de la filosofía política del 68) y un viejo marxista que es casi el colmo de lo que he llamado aquí “comunismo universitario”, Antonio Negri; y esto se consagró definitivamente, ya en plena crisis económica, en el Congreso celebrado en New York en 2011 sobre “la idea de comunismo”, auspiciado por Slavo Zizek y Alain Badiou, dos pensadores que aúnan sus vínculos con el marxismo y con la militancia comunista con un dominio del vocabulario lacaniano que les confiere cercanía con esa “filosofía francesa” que se considera como el tarro de las esencias de la nueva izquierda. Precisamente por tratarse de un “comunismo” que en ambos casos es “universitario”, lo que le sobran son mentores intelectuales y argumentos de autoridad académica. Lo que seguramente no pensaron nunca estos intelectuales es que, habiendo sido ya testigos y actores de

acontecimientos históricos como Mayo del 68, la Primavera de Praga o las Brigadas Rojas, la crisis económica pudiese proporcionarles una segunda oportunidad, aunque tardía, para poder intervenir como inspiradores teóricos de una “lucha política efectiva” (signifique esto último lo que signifique) que fuera más allá de las Facultades humanísticas. En ese momento, quienes así se habían acostumbrado a permanecer en la “academia platónica” mirando nostálgicamente hacia Cuba o hacia Indochina, descubrieron en el bolivarianismo de Chávez (en lo que hace a la “izquierda social”) y en el populismo peronista (en lo que hace a la “izquierda foucaultiana”, en este caso auxiliada por la indispensable mediación lacaniana de Ernesto Laclau) unos contextos en los que su discurso podía encontrar una clientela diferente de su entusiástico (pero efímero) alumnado y, sobre todo, una aplicación política concreta, y empezaron a disfrutar de periódicas inmersiones veraniegas o sabáticas (breves pero profundas) en la “lucha política efectiva” en aquellos pagos que les ayudaban a sobrellevar su melancolía durante el resto del curso. Y fueron algunos de ellos los que regresaron apresuradamente a España desde esos campamentos de vacaciones revolucionarias en cuanto aquí se notaron las consecuencias sociales de la crisis económica, porque comprendieron que podían darse las condiciones para un “retorno de lo reprimido” (o sea, del comunismo) en la política europea.

La maleta de Portbou, nº 10, Marzo-Abril 2015, pp. 22-26

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