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No me token: o, cómo asegurarnos denunca perder el * por completo

No me token: o, cómo asegurarnos de nunca perder el * por completo1* a

José Luis Falconi

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Publicado originalmente en Guggenheim Blogs (blogs.guggenheim.org) ©2014 The Solomon R. Guggenheim Foundation, New York. Reproducido con autorización de José Luis Falconi y The Solomon R. Guggenheim Foundation. Traducido por Julia Elena Calderón.

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Una versión preliminar de este texto fue presentada en la conferencia «Entre la teoría y la práctica: repensando el arte latinoamericano en el siglo XXI» (marzo, 2011) en el Museo de Arte Latinoamericano, Long Beach, California. Parte de su argumento se explora también en mayor profundidad en Falconi, J. L. (2013). Conscientious Objector: Objects, Non-Objects and Indexes in Darío Escobar’s Sculpture. En J. L. Falconi (ed.) A Singular Plurality: The Works of Darío Escobar. Cambridge, MA: Department of The History of Art and Architecture/Harvard University, pp. 12–29. No hubiera sido posible completar este texto sin la ayuda de mis colegas y amigos Paola Ibarra, Martín Oyata, José Luis Blondet, Kaira Cabañas, Lisa Crossman, Santiago Montoya, Robin Greeley, Daniel Quiles, Gabriela Rangel, y TaliaShabtay. Está dedicado a Fernando Coronil (1944–2011), no sólo uno de los mejores latinoamericanistas que he conocido, sino uno de los mejores latinoamericanos que tuve el honor de tener como amigo. No Me Token es un juego lingüístico de la frase en español no me toques y el inglés «don’t tokenize me» (no me totemices).

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Nota introductoria Regina Chaves Nunes*1

¿Qué es precisamente Latinoamérica? Y ¿qué es precisamente el arte latinoamericano? Estas interrogantes, que permean los debates intelectuales desde mediados del siglo XX, parecen no sonar desactualizadas, sobre todo cuando están motivadas por las formas artísticas. Implícito en este cuestionamiento hay un prejuicio sobre una identidad que se ha rechazado o se ha considerado «menor» ante un Occidente europeo, masculino y blanco. Cuando se encuentra con un exceso de obras latinoamericanas, en un museo norteamericano, José Luis Falconi nos lanza preguntas como: ¿qué hacemos nosotros aquí, en el lugar donde nuestra identidad e inclusión nos fueron negadas por tanto tiempo? En el intento de responderlas, el crítico construye el texto «No me token: o, cómo asegurarnos de nunca perder el * por completo». Falconi nos recuerda que esta inclusión no se separa del cambio del escenario mundial. Factores como la globalización, el incremento de la producción cultural contemporánea, el crecimiento económico de algunos paises en Latinoamérica y el aumento de la población latina en Estados Unidos favorecieron aquello. Estos factores, sin embargo, no constituyen lo más importante de la reflexión desarrollada en el artículo, ya que este se centrará, más específicamente, en el campo del arte. En el transcurso del texto, Falconi retoma el origen del concepto de Latinoamérica en Francia durante el siglo XIX, para demostrar como este no constituye propiamente una identidad pues se sitúa menos como un sentimiento popular y más como una categoría metodológica. Enfatiza, aún, la idea de unidad latinoamericana como una confrontación al imperialismo de Norteamérica, ya que las diferencias culturales en este continente son muchas y, en el momento, así como a inicios del siglo XX, sólo unos pocos países, o como escribe el autor un «selecto grupo de países», estructuraron esa noción como una categoría cultural distintiva.

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José Luis Falconi

En el campo estético, aunque las vanguardias europeas de inicios del siglo XX trajeron una lógica para el arte que rompía con la mímesis, y en consecuencia parecía crear una cierta proximidad con nuestra propia lógica, aún seguíamos los pasos del canon occidental. José Luis Falconi apunta que dos caminos, entre otros, fueron abiertos para llegar a esta identidad artística y cultural. Uno acuñado por Alejo Carpentier; el otro, por Haroldo de Campos. El realismo mágico, en su intento por demarcar la singularidad de la realidad latinoamericana, terminó creando una especie de reverso en su búsqueda por el color local, apartando todo universo estético que no estuviese en sintonía con su propuesta. Aunque el concretismo, por la recuperación de los momentos radicales del modernismo, propusiera, por la estructura sígnica, que se «devoren» —para sintonizar con el gesto antropofágico— los procedimientos artísticos del arte occidental, volviéndolos en un arte propio, cosmopolita, su gesto reprodujo el canónico. Con una mirada atenta para el arte y para aquellos que acaban por seguir el camino haroldiano, Falconi nos remite, en la conclusión de su exposición, a otras preguntas significativas para la crítica y para los artistas latinoamericanos. Y la que considero resume lo expuesto es aquella que nos cuestiona sobre qué pasaría si dejáramos atrás la ansiedad por esta inclusión en el canon. De manera bastante brillante, el artículo del crítico peruano, nos permite percibir que, quizá, esa identidad solamente la forjemos cuando se empiecen a examinar los diálogos «sur-a-sur», la relevancia de nuestros artistas para las tradiciones nacionales y aislemos «el tedioso asterisco (*)» que persiste en acompañarnos.

Universidad de São Paulo, Brasil. [email protected]

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Llámeme perdedor, pero no hace mucho me encontré solo pasando el día de San Valentín en un respetable museo de la ciudad de Nueva York. Sin ninguna cita a la vista e incapaz de resistirme a la fascinación del arte, decidí intercambiar mis fracasos sociales por un paseo alrededor de mis objetos favoritos. Imaginaba algo monótono pero estaba a punto de llevarme una gran sorpresa. De hecho, si no hay nada mejor para enmascarar los fracasos amorosos que una inmersión en la alta cultura, (ya que tiene el potencial para el autodescubrimiento a través de la identificación reprimida —una opción especialmente entrañable para sujetos de la periferia como yo) esta experiencia situó el umbral bastante alto. No salí decepcionado. Inmediatamente después de haber entrado en las sagradas galerías del museo, fui sorprendido por la significativa prevalencia de las obras producidas por artistas latinoamericanos. Además de los objetos exhibidos en las galerías de la colección permanente, el MoMA estaba, ese día en particular, inundado de arte latinoamericano: la retrospectiva por sus 20 años de trayectoria del mexicano Gabriel Orozco se encontraba en el quinto piso (diciembre 2009-marzo 2010), la instalación Navegenda del brasilero Ernesto Neto ocupaba un lugar prominente en el tercer piso (enero-abril 2010), y un ubicuo proyecto site-specific realizado por el artista argentino Nicolás Guagnini y colaboradores titulado 9 Screens (febrero-agosto 2010) que empezaba en la ventanilla de los boletos, antes de expandirse por todo el museo. Los cinco pisos del museo habían sido acaparados por artistas de toda Latinoamérica. Como alguien de una región que siempre se ha sentido excluida o poco representada en el relato histórico canónico de Occidente (no sólo en el arte sino en la vida cultural en general), ver tantas obras de latinoamericanos tan prominentemente exhibidas se sintió como justicia poética, un sueño hecho realidad. Al crecer estudiando el canon occidental desde los márgenes —tenía muy poco que ver con nosotros, los latinoamericanos mencionados solo superficialmente— el encontrar la producción cultural propia de repente situada en el centro del escenario fue placenteramente desconcertante. No obstante, pese a toda su fanfarria, mi recién adquirido orgullo pronto se disolvió en dudas. La verdad es que no estaba seguro de qué era exactamente lo que estaba presenciando. ¿Era esta una culminación del «progreso histórico» del arte latinoamericano o una mera evidencia de una pasajera moda curatorial? Si era lo primero, ¿por qué la desazón seguía presente? Más importante aún, ¿por qué la inclusión de estos artistas llegó a ser un paso histórico de avance para nuestra «tradición»? ¿Qué estaba en juego con dicha «inclusión» y por qué los latinoamericanos deberíamos sentirnos felices con ella? Lo que sigue a continuación es en gran medida un esfuerzo para desenmarañar las posibles razones por las que dicha inclusión podría sentirse, para algunos de nosotros, sobredeterminada y vacía —una victoria pírrica (aunque podría parecer paradójico, se sintió al mismo tiempo justificada y errada). Las razones para esta paradoja son de dos órdenes diferentes: el primero tiene que ver con los términos mismos de la presunta inclusión —¿cuál ha sido el precio de la inclusión? El segundo se refiere a la cuestión de qué exactamente es ser «incluido» —¿qué es exactamente «Latinoamérica», al fin y al cabo? Este primer orden de intranquilidad suscita preguntas acerca de las razones detrás de los esfuerzos para incluir el arte latinoamericano en la narrativa del modernismo occidental y sus consecuencias; el segundo, da lugar a dudas sobre la pertinencia de términos tales como arte latinoamericano o incluso Latinoamérica en general. Si existe tal cosa como Latinoamérica, y si es pertinente usar dicho concepto (incluso metodológicamente), entonces ¿por qué parece que casi nadie se siente representado por él? Para decirlo sin tapujos, ¿por qué debería un peruano como yo

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sentirse incluido en la narrativa artística occidental por la representación de argentinos, un mexicano y un brasilero en este museo? Si ellos no son mis compatriotas, y Latinoamérica como concepto es inadecuado y poco fiable, ¿cómo podría yo estar representado por sus obras? Antes de intentar articular dichas preguntas, podría ser útil considerar cuatro factores importantes que históricamente formaron parte del proceso de intentar ubicar el «lugar» de Latinoamérica en el escenario mundial, como se ve desde los Estados Unidos. El primero de ellos es la cruda y repentina toma de conciencia de que el mundo se ha convertido en un lugar interconectado e interdependiente (globalización). El segundo, es el surgimiento aparente de un régimen temporal para la producción cultural, que ha prometido la inclusión más allá de los confines modernistas tradicionales (contemporaneidad). El tercero y cuarto son las cristalizaciones de dos procesos históricos diferentes que aparecen (a menudo confusamente) mezclados en los EE. UU., pero que deberían ser entendidos separadamente: el surgimiento de ciertos países en Latinoamérica (Brasil y México, principalmente, que se han convertido en la séptima y decimocuarta economía más grande del mundo) como actores importantes en el escenario mundial, y el surgimiento de la población Latina1  dentro de los EE. UU. como la minoría más grande del país (en el 2001, por primera vez, desplazó la población afroamericana del primer lugar).2 En gran medida, no es posible comprender la transformación radical implícita en la forma en que el arte latinoamericano ha visto tanto el cambio de su autoimagen como de su posición internacional sin considerar también la manera en que los factores anteriormente mencionados han adquirido relevancia capital. Considere, por ejemplo, la manera en que el surgimiento de la contemporaneidad —el nuevo paradigma temporal de esta época y uno de los más sobresalientes subproductos del llamado mundo globalizado— supuso una oportunidad para superar el eterno retraso de nuestra modernidad y para marchar culturalmente al paso de los grandes centros metropolitanos.3 Aunque es difícil precisar lo que significa ser «contemporáneo» (¿es un estilo?, ¿una etapa kármica?, ¿un tono?, ¿un conjunto de fechas?), lo importante es comprender su negación implícita del ámbito precedente (el moderno). Para los latinoamericanos, quienes por décadas han intentado finalmente volverse «modernos», el surgimiento de un nuevo paradigma temporal fue especialmente liberador. De hecho, 1

En este caso se ha traducido «Latino population» por «población Latina» haciendo referencia al grupo étnico residente en los Estados Unidos proveniente de Centro y Suramérica, incluyendo Brasil. En este documento se usará la palabra Latino(a) con mayúscula para denotar este grupo étnico. (N. del T.) 2 La globalización, ya establecida como un criterio clave para analizar y organizar la producción cultural contemporánea, se utilizó por primera vez de forma prominente en el contexto de un proyecto a gran escala de artes visuales contemporáneas en la Documenta 11 (2002). Dirigido por Okwui Enwezor, esta exhibición presentó un número de «plataformas» organizadas por curadores de diferentes países. El término en general ha sido ubicuo desde mediados de 1990 y sus orígenes pueden rastrearse hasta mediados de la década de 1980. Véase Wallerstein, I. (1979). The Capitalist World Economy. Cambridge: Cambridge University Press y Robertson, R. (1992) Globalization: Social Theory and Global Culture. London: Sage Publications. La idea de que lo «contemporáneo» y el «arte contemporáneo» son categorías aún en proceso de definición ha sido objeto de muchos estudios recientes, entre los que se cuentan Aranda, J., Kuan Wood, B. & Vidokle, A. (eds.) (2010) What is Contemporary Art? New York: Sternberg Press and e-flux journal. En el 2012, el Banco Mundial estableció a Brasil como la séptima economía más grande del mundo y a México como la decimocuarta, basándose en el PIB de cada nación. Véase The World Bank (2013). Brasil overview, recuperado de  worldbank.org/en/ country/brazil/overview; The World Bank (2013). PIB (US$ a precios actuales, recuperado de  http://datos.bancomundial. org/indicador/NY.GDP.MKTP.CD. Para documentación acerca del incremento de la población Latina en los EEUU véase Clemetson, L. (2003, 22 de enero). Hispanics Now Largest Minority, Census Shows, The New York Times y United States Census Bureau (2012, 17 de mayo). Most Children Younger Than Age 1 are Minorities, Census Bureau Reports. Recuperado de census.gov/newsroom/releases/archives/population/cb12-90.html  3 El crítico mexicano Cuauhtémoc Medina escribe: «Por encima de todo, lo “contemporáneo” es el término que se destaca para marcar la muerte de lo “moderno”. Este vago descriptor de valor estético se volvió habitual precisamente cuando la crítica de “lo moderno” (su mapeo, especificación, historización y desmantelamiento) envió a este último a la papelera de la historia» (Medina, 2010, p. 11). 

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la contemporaneidad fue la materialización de lo que sólo unas décadas antes había prometido el advenimiento y surgimiento del posmodernismo.4 La supresión de los límites entre áreas periféricas y centros metropolitanos estableció el potencial de la producción cultural de la región para equiparar aquella de los centros del discurso tradicional en Europa y los EE. UU. De hecho, precisamente porque implicó dejar atrás un paradigma modernista, que los latinoamericanos siempre sintieron impropio, inadecuado y tardío, se han visto impacientes por acogerlo como «prueba» legitimadora de su estatus cultural a nivel global. Claro está que este cambio en el ámbito cultural se correlaciona directamente con los cambios económicos globales de los últimos treinta años. Ciertamente, se podría argumentar que la contemporaneidad es, en gran medida, un resultado de la forma en que la noción misma del presente se ha expandido geográficamente, para incluir casi todo el globo terráqueo, y temporalmente gracias al capitalismo tardío. (Regresaremos a esta discusión). Si bien es difícil para cualquier persona de los países en vías de desarrollo, y especialmente si es de Latinoamérica, aceptar que nuestro sistema económico repentinamente se ha vuelto global (el hecho de que ahora esto sea notorio, no significa que un sistema económico mundial no haya sido instalado poco después de que los europeos pisaran las Américas) y que la transformación en importantes mercados de consumo de las sociedades cuyas economías estaban sustentadas previamente en la producción de materias primas (China, India, Brasil y México, por ejemplo) ha modificado el mapa económico y geográfico.5 Los lugares que se veían hace treinta años como simples enclaves extractivos del capitalismo, cargados de recursos que escasean en las economías del Atlántico Norte, ahora son considerados como mercados extensos y boyantes, repletos de ansiosos consumidores cada vez más acaudalados. Al cambiar su posición en el sistema, de ser eslabones en la cadena de suministro a consumidores mayores, ahora se sitúan entre las principales economías del mundo y cuestionan la unidireccionalidad del intercambio norte-sur.6 La erupción en el escenario mundial de nuevas economías súper poderosas no sólo ha hecho más evidente la necesidad del sistema capitalista de identificar y explotar continuamente nuevos mercados, sino que también ha clarificado la manera cómo la transformación de lugares una vez olvidados ha provocado que la «cartografía de la contemporaneidad» se expanda exponencialmente.7 En la medida en que estas naciones latinoamericanas se vuelven parte del sistema económico como zonas de consumidores, dejan de ser vistas como meros «lugares» (lo cual enfatiza naturaleza sobre cultura y espacio sobre tiempo) y empiezan a ser identificadas en términos temporales como parte del 4

Para el más comprensivo análisis sobre el posmodernismo en el ámbito artístico y cultural véase Foster, H. (ed.) (2002). The Anti-Aesthetic: Essays on Postmodern Culture. New York: The New Press. Tal vez el estudio más  influyente sobre la promesa del posmodernismo para las regiones periféricas tales como Latinoamérica es García Canclini, N. (2004). Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Grijalbo, 2004. 5 La idea del sistema-mundo fue desarrollada por el sociólogo Immanuel Wallerstein, quien en 1974 lo definió como «una unidad con una sola división de trabajo y múltiples sistemas culturales». Véase Wallerstein, I. (2009). El moderno sistema mundial. España: Siglo XXI 6 De acuerdo con el Banco Mundial en 2012 formó un mercado de aproximadamente 590 millones de personas, convirtiéndole en una de las economías más grandes e importantes en el mundo occidental. Brasil fue la séptima economía más grande del mundo, México la decimocuarta, Argentina la vigésimo cuarta, Colombia la vigésimo octava, Chile la trigésimo tercera y Venezuela la vigésimo séptima.  Recuperado de http://datos.bancomundial.org/indicador/NY.GDP.MKTP.CD 7 Un dogma central del capitalismo es que debe crecer para mantener su viabilidad, inundando nuevos mercados con capital y mercancías. Según Marx: «Entre más producción llegue a descansar como valor de intercambio, por tanto en intercambio, más importantes se vuelven las condiciones físicas de intercambio —los medios de comunicación y transporte— para los costos de circulación. El capital por su naturaleza va más allá de la barrera espacial. Por tanto la creación de las condiciones físicas de intercambio—de los medios de comunicación y transporte —la aniquilación del espacio por el tiempo— se convierte en una extraordinaria necesidad para tal fin» (1993, p. 524). 

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«mundo contemporáneo».8 Quizás el signo más claro de tal descentramiento de la latitud norte es la proliferación internacional de bienales. El hecho de que cualquier ciudad de mediano tamaño ahora se sienta con derecho a entablar un diálogo sobre el arte contemporáneo mediante la producción de una exhibición a gran escala, advierte la existencia de una lingua franca compartida y una creencia común en la existencia de nacientes condiciones de igualdad. En, o quizás para Latinoamérica, este descentramiento del discurso cultural hegemónico fue guiado por México y Brasil. Estas dos grandes economías se han convertido no solo en legítimos miembros de la escena internacional, sino también en centros para la producción y consumo de arte contemporáneo. En efecto, se podría argumentar que, basados en el número de museos y galerías de talla mundial que alberga, Ciudad de México representa el segundo o tercer centro de arte contemporáneo en las Américas (después de Nueva York y Los Ángeles). Adicionalmente, no sólo Río de Janeiro y São Paulo juntos se han convertido en los lugares más importantes para el arte contemporáneo en Suramérica, sino que su región es ahora considerada como una de las más importantes en el mundo. Sin embargo, en la pasada década, a medida que un número significativo de pequeños países ganaba jerarquía económica, sus élites a su vez, se apresuraron a vincular sus escenas locales a la gran escena del arte contemporáneo.9 Por consiguiente, no solo hemos visto una proliferación sin precedente en la construcción de museos de arte contemporáneo (y la re-inauguración de instituciones existentes), sino también la aparición de nuevas ferias de arte en cada capital de la región. También han surgido un número de pequeñas bienales regionales, al punto de existir ahora un circuito regional considerablemente sólido.10 Además de este descentramiento a escala global, el cual ha allanado el camino para el ascenso de Latinoamérica (especialmente desde la perspectiva de los EE. UU), también necesitamos considerar el ascenso a la prominencia nacional de la comunidad Latina. Está bien documentado que desde julio de 2001 los Latinos han sido la minoría demográfica más grande de los EE. UU; uno de cada seis norteamericanos es Latino. Esta posición central emergente no sólo ha convertido a los «Latinos» (a pesar de su extremada heterogeneidad económica, étnica, racial y de origen nacional) en el blanco favorito de los políticos sino, que también ha incrementado la visibilidad de la herencia cultural y artística Latina. Por esa razón, en los últimos años, ha habido un incremento exponencial en el número de exhibiciones y publicaciones que se centran en los Latinos, revelando su importante contribución a la gran cultura norteamericana al mismo tiempo que enfatizan sus vínculos con la cultura y las tradiciones latinoamericanas.11 De esa manera, la cultura latinoamericana ha empezado —no obstante indirectamente, y algunas veces enfocada en una agenda política identitaria demasiado limitada— a ser reconocida como parte de la familia estadounidense promedio. 8

Para más información acerca de cómo el capitalismo «aniquila el espacio a través del tiempo» que de otra manera se hubiesen mantenido intactos  como (espacios naturales) en el tercer mundo, véase Coronil, F. (2002). Parte I Premiere. La naturaleza de la nación: fetichismo del estado y nacionalismo. En El estado mágico: naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela (Esther Pérez, trad.) Caracas: Nueva Sociedad: Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la Universidad Central de Venezuela.  9 Entre los países pequeños de Latinoamérica, Chile ha logrado el más significativo progreso económico, a tal punto que se proyecta como una nación completamente desarrollada para finales de la década. De hecho, algunos de sus indicadores ya sobrepasan los de naciones desarrolladas. Véase: Chile exceeds, for the first time, a developed country in the Human Development Index. Última modificación: marzo 14, 2013, recuperado de gob.cl/english/governmentinformation/2013/03/14/chile-exceeds-for-the-first-time-a-developed-country-in-the-human-development-index.htm.  10 Además de las dos bienales más importantes de la región, la Bienal de São Paulo (1951) y la Bienal de la Habana (1984), sin contar Art Basel Miami Beach, existen numerosas bienales pequeñas, ascendiendo a un robusto circuito regional que abarca casi todo el año. Estos incluyen SP Arte en São Paulo, Zona MACO en Ciudad de México, PARC y ART LIMA en Lima, Arte BA en Buenos Aires, FIA en Caracas, Art Rio ChACO en Santiago de Chile y ArtBo en Bogotá.  11 El arte Latino se presenta en exhibiciones tales como Pan American Modernism: Avant-Garde Art in Latin America and the United States (Lowe Art Museum, junio 22–octubre 13, 2013) y Our America: The Latino Presence in American Art (Smithsonian American Art Museum, octubre 25, 2013–marzo 2, 2014). 

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Pero si todos estos factores han mejorado el prestigio de la producción cultural latinoamericana en todo el mundo —y especialmente en los EE. UU.— también la han complicado al punto de enmarañar nuestra definición de arte latinoamericano. El problema es que desde el momento en que las fuerzas de la globalización promueven una sola lingua franca (aquella del arte posminimalista y arte posconceptual), los rasgos esencialistas quedan sobrando para los requisitos internacionales. Como lo expresa el crítico Gerardo Mosquera (2010) en el título de uno de sus ensayos, el arte de la región necesitaba, en cierto punto, transformase a sí mismo de arte latinoamericano a arte desde América Latina. Esto es, desafortunadamente, un callejón sin salida. Si Latinoamérica ha migrado más o menos sin tropiezos a un estilo «contemporáneo» desprovisto de esencialismos, ¿por qué de todas formas seguir insistiendo en una categoría como la de arte latinoamericano? ¿Cómo podría diferenciarse dicha categoría, y por qué habría de importarnos? Afortunadamente para mí, esta pregunta parece completamente prematura por dos razones importantes que también conciernen a la constitución misma de la región. En primer lugar, mientras Latinoamérica es una de las regiones más homogéneas del mundo, existen serias diferencias no solamente entre sus países y subregiones sino también dentro de sus tradiciones nacionales.12 En segundo lugar, a pesar de la velocidad con la que el mundo se está «aplanando», parece que mientras las posturas nacionales a menudo se disuelven en el aire, las posturas regionales (paneuropeas, panasiáticas) se han fortalecido —un contexto en el que Latinoamérica como concepto articulador e identitario adquiere un estatus mejorado.13 En ese sentido, antes de que se vuelva irrelevante, la cuestión de la identidad regional podría volverse más preeminente y presente. Es importante recordar cómo fue creado el concepto de Latinoamérica y cómo circuló originalmente a través de los circuitos intelectuales en Europa o, más precisamente, en París. En otras palabras, emergió, como la mayoría de los conceptos nacionalistas lo han hecho, de la nostalgia, al mismo tiempo que fue un producto de la idealización por parte de algunos personajes de la élite. Si aún hoy en día el concepto no ha movilizado las masas, y ha fracasado en la constitución de un sentimiento vinculante, es porque no ha llegado a mayores audiencias y es visto aún, en algunos casos, como un constructo puramente mental. Ciertamente, como el filósofo uruguayo Arturo Ardao señala en un destacado ensayo acerca de la identidad latinoamericana, el concepto estaba inexorablemente vinculado a las aspiraciones de dominación mundial del Imperio Francés del siglo XIX. Fue de hecho articulado por primera vez por Michel Chevalier, un francés quien alarmado por el crecimiento exponencial de los EE. UU. en el continente americano (su compra del Estado de Louisiana a los franceses en 1803) trató de designar el espacio de influencia legítimo de Francia (en oposición a su contraparte anglosajona) resaltando la afinidad cultural entre la América no anglosajona y los franceses en su «latin-idad». Esto llevó, por supuesto, a la invasión de México por parte de Francia a principios de la década de 1860.14 El historiador Thomas Holloway nos recuerda: 12

Comentando sobre los factores comunes y diferencias internas que mantienen a los países de  la región unidos, el historiador Víctor Bulmer-Thomas concluye: «Por consiguiente, existe verdadero significado en la palabra “Latinoamérica”  y los factores en común son más fuertes que aquellos que unen a los países de África, Asia o Europa. Además, la membresía del club latinoamericano ha permanecido bastante estable desde la independencia, con relativamente pocas adiciones o substracciones como resultado del cambio de fronteras, secesión o anexión; en efecto las fronteras de los estados latinoamericanos, aunque a menudo es la fuente del conflicto interestatal y que sigue sin resolverse en su totalidad, han cambiado mucho menos en los pasados 150 años de lo que han cambiado las fronteras en otras zonas» (2003, p. 1). 13 Para más información sobre la manera en que el mundo se está «aplanando» debido a su interconexión véase Friedman, T. (2006). La tierra es plana: breve historia del mundo globalizado del siglo XXI. Barcelona: Martínez Roca. 14 La segunda intervención francesa en México (también conocida como la «Aventura de Maximiliano») fue justificada por el Segundo Imperio Francés por la suspensión del pago de intereses impuestos por el gobierno de Benito Juárez en 1861. Aduciendo una afrenta al libre comercio, el Segundo Imperio en coalición con Gran Bretaña y España, invadió Veracruz y  poco después impuso a Maximiliano como Emperador del Segundo Imperio Mexicano, que duró hasta 1867. Véase Vanderwood, P. (2000). Betterment for Whom? The Reform Period: 1855–1875. En M. C. Meyer & W. Beezley (eds.) The Oxford History of Mexico (pp. 371–396). Oxford: Oxford University Press.

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Históricamente, el primer uso del término Latinoamérica se remonta hacia los años de 1850. No se originó dentro de la región, sino desde el exterior, como parte de un movimiento llamado «panlatinismo» que emergió en los círculos intelectuales franceses, y más particularmente en los escritos de Michel Chevalier (1806-79). Un contemporáneo de Alexis de Tocqueville quien viajó a México y los Estados Unidos durante los últimos años de la década de 1830, Chevalier contrastó las personas «latinas» de las Américas con las personas «anglosajonas» (Phelan 1968; Ardao 1980, 1993). Desde aquellos comienzos, cuando Napoleón III subió al poder en 1852, el panlatinismo se había desarrollado como un proyecto cultural extendiéndose hasta aquellas naciones cuyas culturas supuestamente se derivaron de las comunidades de lenguas neo-latinas (comúnmente llamadas lenguas romances en inglés). Empezando como un término para designar los grupos históricamente derivados de la cultura del «Latín», L’Amerique Latinese convirtió entonces en un lugar en el mapa. Napoleón III estaba particularmente interesado en usar el concepto para ayudar a justificar su intrusión en las políticas mexicanas que llevaron a la imposición del Archiduque Maximiliano como Emperador de México, 1864-67. (2008)

En otras palabras, la razón por la que Latinoamérica o el latinoamericanismo no funcionan aún como categorías vinculantes podría deberse probablemente al hecho de que aún operan más como categorías metodológicas que como un sentimiento popular. Claro está, esto no significa que el concepto de Latinoamérica esté completamente vacío. De hecho, sí describe un sentimiento de pertenencia — aunque uno débil— porque generalmente ha sido definido en términos negativos: los latinoamericanos no son personas del primer mundo, tienen una relación de amor y odio con los EE. UU. y Europa, y más importante aún, han caído víctimas del imperialismo extranjero. Por lo tanto no es de sorprender que el sentimiento latinoamericano ha sido más fuerte durante los momentos en que el sentimiento anti-imperialista ha sido también más fuerte, como fue el caso entre 1959 (empezando con la victoria de la revolución cubana) y finales de la década de 1980. Así, un importante componente de ser latinoamericano es ser anti-imperialista (o, para ser preciso, anti-norteamericano). Incluso ahora, debido a la desdichada historia de invasiones por parte de los EE. UU. (más de cuarenta, que van desde invasiones militares en el siglo XIX hasta el apoyo directo de los golpes de estado de derecha durante la Guerra Fría), el llamado a la unidad latinoamericana es usualmente articulado en contra de las intromisiones norteamericanas percibidas dentro de las políticas nacionales.15 ¿Pero es sólo el anti-norteamericanismo lo que nos une como latinoamericanos? Ciertamente no, aunque muy poco ha sido ampliamente aceptado como explicación de la homogeneidad de la región. La primera definición propuesta por el intelectual parisino antes mencionado ha probado ser sólo nominalmente verdad: muchos latinoamericanos sí reconocieron esa ciudad como la capital de la cultura hasta finales de la década de 1960, pero la relación oblicua entre el grupo central de naciones con las antiguas colonias francesas en el continente (la provincia de Quebec en Canadá y Haití) reveló que no importa que tan fuertes sean los lazos con Francia, la arquitectura cultural dominante del bloque regional seguiría siendo ibérica.16 Si hay algo definitivo acerca de la percibida 15

El historiador John Coatsworth afirma: «En los poco menos de cien años entre 1898 y 1994, el gobierno de los Estados Unidos ha intervenido exitosamente para cambiar gobiernos en Latinoamérica un total de al menos 41 veces. Eso equivale a una vez cada 28 meses durante todo un siglo» (Coatsworth, 2005). De hecho, la historia de la retórica anti-norteamericana en Latinoamérica puede rastrearse hasta las crónicas y poemas de Rubén Darío y José Martí de finales del siglo XIX, que reaccionaron en contra de la percibida amenaza para la soberanía de la región proveniente de los Estados Unidos. Esta tradición retórica ha tenido grandes exponentes en los siglos XX y XXI en las figuras de Fidel Castro y Hugo Chávez. 16 La obsesión con Francia y la cultura francesa compartida por los autores y artistas latinoamericanos se remonta hacia mediados del siglo XIX. Este sentimiento es más evidente en las crónicas y poemas de Rubén, en los cuales él expresa la continuidad entre las culturas española y francesa. El poema de Darío «Palabras liminares», en su Prosas profanas y otros poemas (1896–1901), claramente argumenta que los latinoamericanos se debaten entre su herencia española y su obsesión con Francia. La centralidad de París como la capital cultural para los latinoamericanos duró hasta finales de los años 60. Para mayor información sobre el ambiente cultural de estos años para los artistas latinoamericanos véase Brodsky, E. (2009). Latin American Artists in Postwar Paris: Jesús Rafael Soto and Julio Le Parc, 1950–1970. Ph.D. dissertation, New York University.

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homogeneidad de la región, es el hecho de que todos los países en Latinoamérica han exhibido tres similitudes básicas durante casi dos siglos: una sola religión (el catolicismo, aunque esto puede estar cambiando rápidamente en las últimas décadas), el mismo modelo de sistema legal (derivado del Código Napoleónico), y el mismo tipo de sistema político (con pequeñas diferencias, todas son repúblicas democráticas). Si estas similitudes constituyen una explicación suficiente o no, junto con una historia de agresión y dependencia de Europa y los EE. UU., sigue siendo una pregunta abierta. Pero mientras estos factores son prácticamente indiscutibles, la suma de otros ha demostrado ser imposible, pues la región ostenta diversos patrones económicos, raciales, lingüísticos y migratorios. Incluso en términos culturales, la pertinencia del etos fundacional barroco —el más relevante de los esquemas culturales que se ha extendido por todo el continente con la conquista por parte de portugueses y españoles, y el que, podría decirse, dio forma a las sensibilidades latinoamericanas, incluyendo la educación sentimental de sus ciudadanías por generaciones— es refutado como un verdadero factor unificador.17 Quizás el único factor nuevo que podría considerarse como una fuerza sólida unificadora en el futuro cercano es la transformación de Miami en la capital no oficial de Latinoamérica, la cual ha desarrollado un tipo distintivo de cultura pan-Latina durante los últimos treinta años.18 Junto con la génesis del término como una justificación de los diseños imperialistas franceses en la región, esta incapacidad para articular un caso convincente sobre la homogeneidad de la zona debería disuadirnos de concebirla como un todo con demasiada facilidad; Latinoamérica debería ser entendida, antes que nada, como una categoría metodológica que nos ayuda a organizar información pero no debería ser tomada de manera literal. Una mirada más detallada de las disparidades de la región puede ser útil para el entendimiento de cómo y por qué la globalización es favorable para algunos de sus países o localidades y perjudicial para otros. Obviamente, el desarrollo económico desigual ha sido responsable de las disparidades más significativas dentro de la región. Por consiguiente, es importante entender que con excepción de los países de la cuenca del Río de la Plata, Uruguay y Argentina —que experimentaron un desarrollo económico sorprendente a principios del siglo XX— la mayor parte de Latinoamérica no ha sido capaz de igualar económicamente a los países occidentales desde su independencia de España a comienzos del siglo XIX. Las arcaicas instituciones económicas y sociales heredadas de tiempos coloniales —sistemas cuasi-feudales basados en producción agrícola y extracción de recursos naturales, que fueron impuestos durante siglos por los españoles— no podían competir con la productividad del ya industrializado Atlántico Norte. Además, la convulsión política —golpes de estado y guerras civiles entre diferentes caudillos militares— vivida por la mayoría de los países latinoamericanos durante el siglo XIX los apartó aún más de los centros del mundo occidental. Si alrededor de 1820 algunos de los países latinoamericanos tenían estándares de vida comparables a los que se llevaban en algunas partes de Norteamérica, para el momento del centenario de su independencia, los EEUU había tomado la delantera de manera significativa mientras que los países latinoamericanos todavía

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La noción del «barroco» como el esquema cultural de Latinoamérica ha sido discutido ampliamente desde el período colonial. Sin embargo, tal vez el más importante esfuerzo en décadas recientes para demostrar cómo el barroco constituyó un «tipo de modernidad» se encuentra en la obra de Echeverría, B. (1998). La modernidad de lo barroco. México D.F.: Era Ediciones. 18 Miami ha sido referida como la «capital de Latinoamérica» desde 1920. En 1927, Charles W. Helser, vice presidente ejecutivo de la Cámara de Comercio de Miami, declaró que la ciudad era la «capital no oficial de Latinoamérica». Más recientemente, el Presidente electo del Ecuador Jaime Roldós Aguilera, en una visita a la ciudad en 1979, reafirmó el apelativo. Para mayor información acerca de esta transformación, véase Portes, A. y Stepick, A. (1994) City on the Edge. Berkeley, CA: University of California Press

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estaban sumidos en el caos.19 Incluso ahora, después de dos décadas de crecimiento sin precedente, y con la democracia instaurada en toda la región, el único país con posibilidades de entrar al exclusivo club del mundo desarrollado es Chile.20 No obstante, el hecho de que ningún país latinoamericano haya alcanzado aún esta paridad económica no significa que sean equivalentes unos con otros, y las diferencias entre ellos son indicadores del estatus de un país en particular en términos internacionales. En efecto, es posible identificar un grupo primario de países que, debido a su proximidad e importancia para los mercados del Atlántico Norte, se convirtieron en líderes económicos en la región y empezaron a ganar reconocimiento en la arena internacional. En Suramérica, Argentina y Uruguay, debido a su histórica asociación con el Imperio Británico en los albores de sus independencias y a los términos de sus tempranas políticas de inmigración, se vincularon a lo que se puede considerar «un Mediterráneo extendido». México, por colindar con las fronteras de los EE. UU. y haber sufrido la invasión del Segundo Imperio Francés, se convirtió en parte fundamental de la mitología de la expansión de Norteamérica hacia el Oeste. De igual manera, la tardía independencia de Cuba del Imperio Español en 1898, y su cercanía al territorio norteamericano, la ha convertido en un componente clave dentro de la narrativa de la prominencia norteamericana en la región. Desde su guerra de independencia hasta su revolución en 1959, la fallida invasión de Bahía Cochinos en 1961, y el subsiguiente embargo económico, la historia de Cuba está inextricablemente entretejida con la de los EE. UU. Así, ya sea por una fuerte conexión con Europa o por la proximidad e importancia histórica para los EE. UU., estos países instituyeron un perfil internacional del cual careció el resto del continente. Ellos fueron reconocidos como participantes en una escena internacional y obviamente, este nivel de exposición fue equivalente a su posición económica. Hasta su independencia, Cuba era la joya de la corona financiera del quebrantado Imperio Español. México se benefició enormemente del cierre de los puertos al sur de los EE. UU. y experimentó un crecimiento exponencial como resultado de la modernización bajo el régimen de Porfirio Díaz (o «Porfiriato») de 1876-1911. Y a comienzos del siglo, Argentina se había convertido en uno de los países más ricos del mundo.21

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«La mayoría de países latinoamericanos ganaron la independencia de sus gobernantes europeos en la década de 1820. Los informes contemporáneos de latinoamericanos y extranjeros estaban repletos de brillantes reportes de los prospectos que podrían lograrse una vez España y Portugal fueran despojados de sus monopolios comerciales en la región. Los estándares de vida eran bajos, pero no mucho más bajos que los de Norteamérica,  probablemente a la par con la mayor parte de Europa y tal vez más altos que los de los nuevos países descubiertos en las antípodas. Todo lo que se necesitaba, se creía, era capital y mano de obra calificada para encontrar los recursos naturales en el vasto interior inexplorado de América Latina y el acceso a los ilimitados y ricos mercados de Europa occidental. Después de casi dos siglos, ese sueño aún no se ha cumplido» (Bulmer, 2003, pp. 2-5). 20 Véase nota 7. 21 Cuba experimentó un impresionante crecimiento económico después de 1837, cuando la construcción del primer ferrocarril entre la Habana y Güines conectó los campos de azúcar con el puerto. Para 1860, la producción de azúcar de la isla equivalía a un cuarto de la producción mundial. Véase Bushnell, D. & Macaulay, N. (1988). The Emergence of Latin America in the Nineteenth Century (2da. Ed). Oxford: Oxford University Press, p. 267. John Coatsworth (1881, p. 4) escribe: «Todas estas pérdidas terminaron con el Porfiriato. Para 1880,  el ingreso per cápita de México estaba creciendo a una tasa de talvez un 1 por ciento al año. Entre 1893 y 1907, cuando ya se encontraban disponibles estimados más precisos de los ingresos nacionales, la economía mexicana creció más rápidamente que la de los Estados Unidos. La producción total avanzó a una tasa de 5.1 por ciento al año o 3.7 por ciento en términos per cápita. Si durante el Porfiriato hubiera dejado de crecer la economía de los Estados Unidos, México hubiera recuperado la mayor parte de la tierras perdidas los primeros cincuenta años después de la independencia. En 1907, la producción total mexicana se situó a 3 por ciento de la de los Estados Unidos, y había recuperado aproximadamente el 17 por ciento del producto per cápita de los Estados Unidos». «Con el estallido de la Primera Guerra Mundial» —escribe David Rock— «Argentina había vivido casi veinte años de prodigiosa expansión. El ingreso per cápita igualaba el de Alemania y los Países Bajos y era más alto que el de España, Italia, Suecia y Suiza. Habiendo crecido a una tasa promedio anual de 6.5 por ciento desde 1869, Buenos Aires se había convertido en la segunda ciudad del litoral Atlántico, después de Nueva York, y por mucho la ciudad más grande en Latinoamérica» (1987, p. 172).

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Efectivamente, fue este selecto grupo de países que inicialmente le dio forma a Latinoamérica como una categoría cultural distintiva. El hecho de que el paradigma esencialista que había estado en vigor durante tanto tiempo fuese en realidad una mezcla de la doctrina del «arielismo» del Río de la Plata propuesta por José Enrique Rodó en la década de 1900 y el análisis del realismo mágico cubano sobre la interpretación cultural propuesta por Alejandro Carpentier en la década de 1940, y que ostentó presencia pictórica a través del muralismo mexicano originalmente promovido por el estado en los años pos-revolucionarios de las décadas de 1920 y 1930,22 está lejos de ser una coincidencia. Estos países jugaron roles tan prominentes en la conformación de la noción de Latinoamérica en términos culturales debido a que su influencia económica se tradujo en fuerza simbólica: la primera «idea» o «imagen cultural» de Latinoamérica se basó en los rasgos de estas pocas naciones económicamente prominentes. Desde luego, la combinación del arielismo —que propuso definir la cultura latinoamericana en oposición a la variedad materialista norteamericana, de este modo asegurándose de que la región permaneciera «pura», «mística» y anclada en las tradiciones propias de sus legados del latín y griego antiguos— y la fórmula de Carpentier para encontrarle a los latinoamericanos un lugar legítimo en la gran matriz occidental —posicionándolos como algo que «naturalmente» los europeos apenas si podían soñar ser— fue poderosa sin duda. Cuando Carpentier invirtió la relación percibida entre los civilizados europeos y los bárbaros latinoamericanos, transformando la posición subalterna del sujeto latinoamericano en una de comparativa ventaja, situó eficazmente a los latinoamericanos no sólo en un plano diferente al de los europeos, sino un paso delante de ellos. Esto los hizo inherentemente «mejores». Es decir, si a los europeos les tomó siglos soñar con el surrealismo, los latinoamericanos (especialmente los artistas latinoamericanos) eran naturalmente de vanguardia porque ellos eran ontológicamente surrealistas.23 Estas teorías fueron ampliamente exitosas en la demarcación de una identidad regional que, hasta este momento, había sido casi inexistente. Poco a poco, los productores culturales del subcontinente empezaron a aceptar que la mejor forma de reclamar independencia cultural de Europa era enfatizar su inmersión en el reino del realismo mágico. Añádase a esto el explícito aire antiimperialista encarnado en la retórica visual de los muralistas, y se obtiene a una combinación teórica atractiva que fue al mismo tiempo internamente coherente e internacionalmente distinta. Sin embargo, aunque este discurso era coherente, también era irritantemente limitante y predecible, retratando a Latinoamérica como emplazada en los límites de Occidente, y como si voluntariamente se hubiera prestado para jugar el rol de su espejo distorsionador. Si Occidente era racional, Latinoamérica era naturalmente irracional; si Occidente era industrializado y materialista, Latinoamérica era naturalmente agraria y mística. Así, en la reducción binaria entre el Occidente moderno y su incivilizada periferia, Latinoamérica sirvió (orgullosamente) como el espacio fronterizo último, como el locus de los sueños de Occidente (ambos grandiosos y desastrosos), el lugar donde las ilusiones más inverosímiles fueron naturalizadas y las metáforas más disparatadas se hicieron tangibles. Este no es el lugar para una detallada reconstrucción de cómo esta autoconfiguración llegó a ser la versión hegemónica de «Latinoamérica», es decir, la manera en que el continente se entendió 22

Autor del reconocido Ariel (1900), José Enrique Rodó (1871–1917) fue quizás el más influyente partidario de la definición del carácter de la cultura latinoamericana como lo opuesto a la cultura «materialista» de Norteamérica.  23 Para más información sobre Alejo Carpentier y el realismo mágico, véase Parkinson Zamora, L. & Faris, W. (eds.) (1995).  Magical Realism: Theory, History, Community. Durham, NC: Duke University Press. Para más información sobre las teorías de García Canclini véase su libro Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Grijalbo, 2004

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culturalmente a sí mismo por más de cincuenta años. Lo importante es entender que, en su núcleo, el realismo mágico que para finales de la década de 1990 se sintió restrictivo en su militancia modernista e injusto en su provincialismo, fue en algún punto la manera más efectiva de vincular a Latinoamérica con el canon occidental, sin reducirlo a una mera derivación de las naciones anglo-americanas y europeas dominantes cultural, política y económicamente. Las fórmulas de Rodó y Carpentier fueron eficaces porque consiguieron transformar el rezago y el atraso de la región en un activo favorable, ofreciendo la primera declaración de independencia válida del molde europeo y proponiendo un posicionamiento específico para la región. Debido a que los latinoamericanos no podían probar que eran parte de los orígenes de dicha tradición, fueron insertados en el espacio de los sueños y deseos de los occidentales. Por consiguiente, culturalmente hablando, Latinoamérica fue situada por fuera de la civilización. Era un barrio miseria, un lugar para enloquecer y abrazar lo irracional. Entonces, si para mediados de la década de 1990 la fórmula del realismo mágico se sintió demasiado modernista, y por lo tanto pasada de moda, fue porque lo era. Si sólo privilegió una clase de arte sobre otro, fue porque solamente resaltó una característica particular de la realidad latinoamericana —específicamente, su diferencia fundamental con respecto a Europa y los EE. UU. En consecuencia, cualquier manifestación cultural latinoamericana que intentó verse a sí misma como una continuación de la tradición europea, en vez de exhibir su diferencia abiertamente, fue marginada; situación especialmente difícil para un número de grupos, movimientos y artistas quienes, en los grandes enclaves urbanos del Atlántico sur (São Paulo, Buenos Aires y Caracas), estaban desarrollando vanguardias desde la década de 1950 en adelante. Los conceptualistas, minimalistas, cinéticos, artistas ópticos e incluso constructivistas y abstraccionistas latinoamericanos, la mayoría de los cuales estaban desarrollando una marca exclusiva de cada una de estas tradiciones (y por lo tanto redefiniendo el legado del modernismo tardío), fueron aceptados sólo marginalmente y siempre vistos con la sospecha de no ser (o hacer) verdadero arte latinoamericano —de hipotecar sus almas a cambio de un dudoso «cosmopolitanismo» no local.24 Es difícil caracterizar en detalle la manera en que el «paradigma de la diferencia» fue inscrito en el terreno visual; el crítico mexicano Cuauhtémoc Medina, por ejemplo, usa la acertada fórmula anafórica «genealogía surrealista-fantástica-muralista-revolucionaria». Pero la matriz en la que el arte latinoamericano quedó atrapado acentuó sus cualidades no modernas y no occidentales como rasgos esenciales de identificación (Medina, 2010, p. 109). Dicho arte fue promovido precisamente porque era (presuntamente) la verdadera expresión de nuestra identidad (presuntamente) única y fantástica. No hace falta decir que, con la llegada de los frescos vientos de la contemporaneidad a mediados de la década de 1990, el paradigma de los suaves tonos pastel y las connotaciones telúricas se encontraba finalmente agotado y había sido reemplazado por su exacto opuesto. Desde finales de esa década, la nueva hegemonía autoconstruida del arte latinoamericano ha sido —en consonancia con la agenda global— impulsado por la matriz posminimalista neoconceptual, la cual se encuentra 24

Resulta revelador, por no decir paradójico, que una de las primeras discusiones que implican los términos «contemporaneidad» y «contemporáneo» en el contexto de la cultura latinoamericana tuvo lugar durante los ataques perpetrados contra el grupo modernista  Los Contemporáneos en el México posrevolucionario de finales de la década de 1920 y comienzos de los 30. Como pudo predecirse, el tenor de los ataques a la estética del grupo —que reunía a algunos de los mejores poetas del país como José Gorostiza, Carlos Pellicer, Salvador Novo, and Jorge Cuesta— estaban dirigidos a su falta de temática «nacional» y disposición «masculina». Ser «contemporáneo» era, por consiguiente, ser acusado de «cosmopolita» etéreo y elitista y de no estar lo suficientemente comprometido políticamente —no ser lo suficientemente  «revolucionario». Para más información sobre las disputas entre Los Contemporáneos y los «Estridentistas» en México posrevolucionario en relación con lo «nacional», véase el reciente ensayo de Greeley, R. (2012) Nietzche contra Marx in Mexico: The Contemporáneos, Muralism, and Debates over ‘Revolutionary’ Art in 1930s Mexico. En Anreus, A., Folgarait, L. & Greeley, R. (eds.) Mexican Muralism: A Critical History (pp. 148–176). Berkeley, CA: University of California Press.

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enraizada en dos tradiciones. La primera de ellas, brota de la narrativa del abstraccionismo geométrico que ha florecido en Suramérica desde comienzos de la década de 1940, una tradición que es ahora reconocida como una legítima contribución al movimiento modernista. La segunda, está arraigada en la tradición del arte comprometido políticamente que, debido a su diseño, ejecución o a su naturaleza materialmente efímera (a menudo es en sí misma un resultado de las difíciles condiciones físicas en las que muchas de dichas obras fueron creadas), ahora ha sido reformulada como arte conceptual.25 Con un pie bien plantado en la historia del modernismo occidental por medio del abstraccionismo geométrico y el otro pie puesto en las neovanguardias de finales de los sesentas por medio del llamado arte conceptual, el nuevo paradigma ha adquirido, poco a poco, legitimidad histórica y ha servido como tarjeta de presentación y anclaje histórico para nuestro propio clamor de contemporaneidad.26 Lo interesante es que este nuevo paradigma ha sido liderado por un segundo grupo de países que desarrollaron fuertes proyectos nacionales surgidos en los años 20. Entre estos se encuentran como líderes Brasil y Venezuela, que para la década de 1950 no sólo habían desarrollado poderosos estados centralizados, sino que también habían tenido un enorme crecimiento económico. Impulsado por el descubrimiento de grandes depósitos de petróleo en el Lago Maracaibo en la década de 1910, Venezuela se desarrolló y para inicios de los años 70, se había convertido en una de las sociedades más prósperas de la región.27 Lo mismo puede decirse de Brasil, empezando con la llegada al poder de Getulio Vargas en 1930 y el establecimiento del «Estado Novo», el cual tenía como propósito desmantelar la República Vieja y sus rancias élites. Este proceso ayudó a desencadenar un desarrollo económico fuerte que, para finales de los años 50 (cuando Brasilia fue concebida y planeada), impulsó una serie de transformaciones socioculturales nacionales radicales que inexorablemente condenaron al país a la «modernidad» (citando la provocadora formulación de Mario Pedrosa).28 Lo que es particularmente relevante acerca de los casos de Brasil y Venezuela es que ambos proyectos de modernización —probablemente los más exitosos en Latinoamérica a mediados del siglo veinte— estuvieron acompañados de fuertes vientos de cambio cultural que moldearon una manera distintiva de ser «moderno» Debido a las relativamente débiles relaciones con sus culturas indígenas (en comparación con, Guatemala, Perú o México), y sus fuertes conexiones con Europa 25

Quizás el más serio e interesante esfuerzo para redefinir la antigua tradición del arte político se hizo durante la dictadura de la década de 1960 y 70 en los países del cono sur y Brasil,  bajo un marco conceptual que ha sido desarrollado en Camnitzer, L. (2008). Didáctica de la liberación: arte conceptualista latinoamericano. Montevideo: Casa editorial HUM. 26 «Después de los debates críticos y construcciones explicativas que negociaron el abandono de todo latinoamericanismo basado en una identidad esencialista en la década de 1990, al mismo tiempo que el criticismo de estereotipos de exotización y el aseguramiento de la inclusión de algunos procesos del sur en la urdimbre histórica del arte occidental, la gran insistencia de las energías retóricas del “arte latinoamericano” desde entonces se han enfocado en la negociación de dos genealogías opuestas. En la esquina azul, tenemos el establecimiento de la “tradición constructivista” suramericana como una versión aún más detallada y convincente de la “alta modernidad alternativa”.  En la roja, la noción de una reactivación del alineamiento político del llamado “conceptualismo Latino” como el horizonte para comparar todas las intervenciones políticas y estéticas contemporáneas» (Medina, 2010b, p. 105). 27 El progreso social y económico que vivió Venezuela después del descubrimiento del petróleo a principios del siglo XX y la reforma de la industria petrolera por Rómulo Betancourt en los años de 1940 alcanzó un punto de inflexión en marzo de 1964, al institucionalizarse la democracia con la ascensión de Raúl Leoni a la presidencia, preparando el escenario para uno de los más largos períodos democráticos ininterrumpidos en la región. En 1974, cuando Carlos Andrés Pérez asumió la presidencia, la estabilidad y la riqueza de Venezuela habían otorgado al país una posición de liderazgo. Véase Frederick, J. C. & Tarver, M. (2006). The History of Venezuela. New York: Palgrave. 28 Para indicadores de la forma en que Brasil se transformó después de la década de 1920, véase Fausto, B. (2000). Historia do Brasil. São Paulo: Editora da Universidade de São Paulo, pp. 389–394, y Skidmore, T. E. (1999) Brazil: Five Centuries of Change. Oxford: Oxford University Press. La famosa expresión de Mario Pedrosa  fue pronunciada primero en el Congreso Internacional Extraordinario de Críticos de Arte de 1959. Discutiendo Brasilia, él declara que la construcción de la ciudad es un paso crucial en la historia del país, es decir, que según él, «condenados a la modernidad» por la «fatalidad» de su propia formación. Pedrosa, M. (1959). A Cidade Nova Obra de Arte. Introdução ao tema inaugural do Congresso Internacional Extraordinário de Críticos de Arte. A cidade nova-Síntese das artes. Revista Habitat, (57), 11–13. 

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(desde sus mercados hasta la particular evolución histórica de sus políticas de inmigración desde finales del siglo diecinueve), los proyectos de modernización cultural de Brasil y Venezuela no necesitaron estar anclados en mitos locales sino que pudieron vincularse directamente con los linajes de las vanguardias más radicales de Europa. En Brasil, en medio de la rápida transformación de São Paulo de un pequeño pueblo provincial a una metrópoli de clase mundial, los poetas concretistas (conocidos desde 1952 como Noigandres, y liderados por Haroldo de Campos) dirigieron un esfuerzo para «modernizar» la poesía brasilera traduciendo obras clave del canon occidental. Esto fue equivalente a la reinvención de la tradición nacional, reconstituyendo formas culturales aparentemente desde el inicio y haciéndolas aparecer como originadas de un pasado alterno que constituyó un precursor más coherente para el mundo moderno.29 En su reconstrucción desde una tabula rasa, los concretistas se enfocaron en dos momentos fundamentales, la llegada del barroco durante el período colonial y el Manifiesto Antropófago de Oswald de Andrade de 1928.30 La estratégica realineación de la tradición brasilera propuesta por los concretistas fue guiada por una necesidad de exponer cómo la subjetividad subalterna era más adecuada para continuar un proyecto forjado por las vanguardias históricas —es decir, para tender el puente entre arte y vida. Si esos esfuerzos habían sido interrumpidos en Europa por la Segunda Guerra Mundial, en las Américas encontraron una tierra fértil. Ya no había interés en romper con la «tradición occidental» sino, en lugar de ello, había un deseo de convencer realmente a los occidentales que debido a su irreducible y multifacética visión foránea, los latinoamericanos eran naturalmente los más capacitados para continuar el proyecto modernista. Esto, en cambio, los hizo fieles a su propio etos barroco. Como lo expone de Campos, «Los escritores logocéntricos que se imaginaban usufructos, privilegiados de una orgullosa koiné de mano única, prepárense para la tarea cada vez más urgente de reconocer y re-devorar el talento diferencial de los nuevos bárbaros de la politópica y polifónica civilización planetaria».31 De esta manera, la inversión de lo hegemónico y lo subalterno no sólo se cumplió sino que también se garantizó. Sin embargo, en contraste con la formulación de Carpentier, la formulación hecha por de Campos está organizada de acuerdo a los términos más centrales del modernismo occidental: desde el momento en que ya estábamos operando como una «civilización planetaria», el sujeto «bárbaro» latinoamericano (mitad dentro/mitad fuera, capaz de articular diferentes posiciones y tradiciones) tiene un punto de vista privilegiado, y se vuelve esencial para la continuación de los proyectos de vanguardia. Sólo los caníbales heredarán el (nuevo) mundo.32 Si se examinan las formulaciones articuladas por muchos otros teóricos y artistas brasileros en términos de la resonancia del arte y la cultura brasilera en el mundo occidental, todas ellas son 29

Como Haroldo de Campos declara en su obra Da Tradução como criação e como crítica: «Quando os poetas concretos de São Paulo se propuseram uma tarefa de reformulação da poética brasileira vigente, en cujo mérito não nos cabe entrar, mas que referimos aqui como algo que se postulou e que se procurou levar a prática, deram-se, ao longo de suas atividades de teorização e de criação, a uma continuada tarefa de tradução» (Campos, 1992, p. 42)  30 El «Manifiesto Antropófago» propone que debido a la falta de una tradición propia, los brasileros (o por extensión, los latinoamericanos), son como caníbales, capaces de «comer» o «digerir» muchas tradiciones diferentes, y de esa manera estar un paso adelante del occidental «atascado» en una sola tradición. Véase De Andrade, O.  (1990). A Utopia Antropofágica. São Paulo: Editora Globo. 31 El original en portugués dice así: «Que os escritores logocêntricos, que se imaginavam usufrutuarios privilegiados de uma orgulhosa koiné de mão única, preparem-se para a tarefa cada vez mais urgente de reconhecer e redevorar o tutano diferencial dos novos bárbaros da politópica e polifônica civilização planetária» en De Campos, H. (1992). Da Razão Antropofagica: Diálogo e Diferença na Cultura Brasileira. En Metalinguagem e Outras Metas. São Paulo: Editora Perspectiva, p. 255. 32 Mediante una sutil lectura de La Tempestad de Shakespeare, el poeta y crítico cultural cubano Roberto Fernández Retamar propone una justificación de la figura del «caníbal» Calibán como una manera de interpretar la producción artística latinoamericana desde una postura poscolonial. Véase Fernández Retamar, R. (1974). Calibán. México DF: Editorial Diógenes.

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estructuralmente muy similares a la formulación articulada por de Campos y los concretistas. Es decir que, todos ellos postulan que su «inclusión» en el gran discurso de la cultura occidental está basada en el hecho de que ellos estaban mejor equipados para continuar el proyecto establecido por la vanguardia histórica. Diferentes autores y artistas podrían diferir al identificar precursores específicos y motivaciones fundamentales, pero la estrategia para la inclusión (es decir, la creencia que la justifica) sigue siendo la misma. Por ejemplo, si se evalúa la forma en que Lygia Clark, una de las más notables exponentes de la escuela neoconcretista de Río de Janeiro, sitúa su proyecto artístico (y la de los neoconcretistas en general) encontramos una forma de posicionar la práctica artística que es consistente con la misión de las vanguardias históricas. A pesar de que sus motivaciones y objetivos pueden diferir, su método de inserción en el gran esquema de la historia del arte es muy similar al que plantea de Campos. Clark postula a Mondrian como su precursor histórico: «La gran importancia de Mondrian, para mí, fue que él “limpió” los lienzos de “espacios representativos” y de esto surgió el cuestionamiento contemporáneo de este espacio. Nos queda buscar formas vivas que escapen completamente del espacio representativo, que únicamente puedan usarse en la medida que lo dicte la experiencia temporal de la obra».33 En consecuencia, ella ve su obra como la continuación de la senda de Mondrian. Como el crítico Guy Brett ha señalado: Clark tiene una idea clara del contexto en el cual evolucionó su obra. Ella sintió que su expresión no fue local «brasileña» sino, una contribución hacia «el desarrollo universal del arte». Al mismo tiempo, ella sostuvo que su obra, después de las esculturas geométricas de 1960, como mínimo, «sólo pudo haber sido realizada por alguien con las raíces que yo tengo». No fue pensada para el medio del arte de las galerías y museos sino que fue dirigida, idealmente, hacia «el sujeto en la calle». ¿Cómo estos elementos del contexto, que podrían parecer mutuamente contradictorios, llegan a entrelazarse? La pregunta ya da una pista para la importancia de Clark. (1994, p. 58)

El comentario de Brett muestra los dos lados de la delicada ecuación necesaria para el tipo de conclusión que Clark, al igual que de Campos antes de ella, intentaba articular. Ambas figuras vieron su trabajo como una contribución al desarrollo del arte occidental, y bastante alejados de cualquier color y estilo particularmente local, también se dieron cuenta que tal contribución no hubiera sido posible sin sus raíces específicas. Una contribución al arte «universal» (es decir, global) es posible sólo entonces gracias a la particularidad de su ubicación (justo por fuera del centro del discurso). Esta posición de nativo/foráneo, exclusiva del sujeto periférico, era crucial. La victoria absoluta de Mondrian solo puede ser descifrada por medio de una sensibilidad desarrollada en las afueras de la modernidad. Como hecho interesante, Mondrian también sirve como un anclaje histórico de los escritos del gran arquitecto e ideólogo de la modernización del repertorio nacional de Venezuela, Alejandro Otero. Si Otero ya es una figura destacada solamente por su propio legado artístico, su importancia alcanza proporciones épicas cuando se toman en cuenta sus escritos y su labor como intelectual público. Es uno de los pocos artistas de la región que verdaderamente reconfiguró la tradición nacional alterando decisivamente sus instituciones culturales, incluyendo museos, escuelas y publicaciones. Aunque fuera la patria del gran «Libertador», Simón Bolívar (1783-1830), al llegar el siglo veinte, Venezuela no disfrutaba de una situación cultural prominente entre las nuevas naciones Suramericanas. Caracas no ostentaba la desbordante efervescencia de Buenos Aires, Montevideo y São Paulo, ni la grandeza colonial de Lima y Bogotá. Todo eso cambió con el descubrimiento de las reservas de petróleo del Lago Maracaibo, que proveyó una oportunidad para que la nación 33

Clark, L. (1983). Mondrian. En Lygia Clark, Livro-Obra, [Libro artístico de edición limitada]. Véase lygiaclark.org.br/ arquivo_detING.asp?idarquivo=13

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se impulsara a la vanguardia de la región. Con el fin de hacer uso total de este beneficio potencial, Venezuela necesitaba una modernización integral y Otero, a su regreso de París a mediados de los años 50, buscó contribuir decisivamente para tal fin. Mientras vivía en París, Otero fue miembro del ahora mítico grupo Los Disidentes que, tal como lo sugiere su nombre, se opuso al arte figurativo retrógrado promovido por las instituciones culturales tradicionales en Caracas. En su lugar, ellos propusieron un cambio hacia la abstracción geométrica. Es en esta coyuntura en que la influencia de Mondrian reaparece en el discurso de Otero, quien aludiendo a sus obras y escritos, fue capaz de declarar que a pesar de que el arte abstracto rechazara «todo contacto imitativo con la realidad», esto no significaba que rompiera con el ámbito social y su mejoría (Otero, 1950, p. 12). Tal como lo ha señalado recientemente la crítica Kaira M. Cabañas: Es crucial en este contexto que el giro de Otero hacia la obra de Mondrian permitió proclamar la relación del arte abstracto con la realidad social (al fin y al cabo, Mondrian consideraba su obra realista y sus pinturas modelos para una sociedad armónica), en lugar de atar la producción artística exclusivamente a la subjetividad individual del artista, como en el trabajo de los pintores del informalismo que estaban de moda en París. (s/a, p. 4)

En efecto, como era claro en sus escritos —y en su crucial colaboración con el arquitecto Carlos Villanueva en la emblemática Ciudad Universitaria de Caracas— Los Disidentes (Otero en particular) creían firmemente que el arte abstracto era en sí mismo un fenómeno revolucionario capaz de dirigir las masas hacia el progreso, especialmente si se vinculaba con la arquitectura modernista. Como señala Marguerite Mayhall: Para Otero y los demás, la abstracción era sinónimo de una síntesis de las artes en la que los artistas trabajaban colectivamente para crear obras de arte que funcionaron como agentes de cambio social. No es de sorprender, entonces, que cuando el arquitecto Villanueva fue a París en busca de artistas que le ayudaran a alcanzar su propia versión de esta síntesis —la Ciudad Universitaria— se le pidiera a artistas como Otero y Manaure colaborar. La confluencia de Los Disidentes, Villanueva, y los impulsos renovadores del régimen de Pérez Jiménez produjo lo que se considera el lugar arquitectónico más importante del siglo veinte en Venezuela. (2005, pp. 124-146)

Lo interesante aquí no es tanto la manera en que el arte abstracto se convirtió en el arte nacional de Venezuela, sino la creencia en la que se basó este cambio. Esto revela, como en el caso de Campos y Clark, una autoconfiguración conciente por parte de Otero como un heredero de la promesa de la vanguardia histórica, una creencia en que la tarea de tender el puente entre arte y vida podría ser mejor lograda en las Américas, y una confianza en que el arte y los artistas latinoamericanos podrían ser a la vez «universales» y estar enraizados en una postura marginal muy particular, solo posible para los latinoamericanos.34 Cualquiera que ha estado involucrado con el arte latinoamericano durante la última década no solamente reconocerá a Otero, Clark y a de Campos, sino también a Hélio Oiticica y a la escultora 34

El hecho de que Otero y Clark escogieran a Mondrian —no era una figura particularmente popular en París de mediados y finales de los años 50— como su anclaje histórico ha sido objeto de dos estudios recientes por parte de las historiadoras de arte Kaira Cabañas y Megan Sullivan. Ambas señalan que  la elección un poco fuera de fecha pone de manifiesto no sólo el gran interés de los artistas (Otero and Clark) en anclar sus propias prácticas y las tradiciones de sus países como herederos de la vanguardia, sino también la estructura lógica de la «inclusión histórica». Con el propósito de impulsar sus tradiciones «hacia adelante», los artistas debían seleccionar una figura «retro» en lugar de alinearse con las últimas tendencias (informalismo). Véase Cabañas, K. M. ( s/a). Otero’s Doubt. En R. Carvajal (ed). Resonant Space: The Colorhythms of Alejandro Otero. Milan: Five Continents Editions [por publicar en el 2014] y Sullivan, M. (2013) Locating Abstraction: The South American Coordinates of the Avant-garde. Ph.D. dissertation, Harvard University.

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venezolana Gego como miembros de un repertorio que ahora se presenta como crucial para el desarrollo del arte latinoamericano. Si la vieja lista de artistas que definió la estética de la región era en su mayoría cubana y mexicana, la nueva es mayoritariamente venezolana y brasilera. No obstante, tal como el modelo anterior estuvo anclado en los países del Río de La Plata mediante las enseñanzas de José E. Rodó y las pinturas de Pedro Figari de finales de la década de 1800, este nuevo modelo también está enraizado en el trabajo de una figura primordial del cono sur: Joaquín TorresGarcía. Como fundador de la sobresaliente Escuela del Sur hacia 1934, Torres-García desarrolló una versión única del constructivismo fundamentada en desarrollar un «arte universal» por medio de la producción de un lenguaje americano distintivos (en su caso basado en motivos precolombinos), que no emanó del norte sino del sur.35 En la medida en que buscó desarrollar una versión única de una corriente modernista (constructivismo) bajo fundamentos locales, la «doctrina-sureña» de TorresGarcía se convirtió en la piedra angular perfecta, el precursor soñado para que este paradigma de la «similitud» adquiriera profundidad histórica formal. Sin embargo, este nuevo paradigma no se habría convertido en lo que es ahora sin un mancomunado esfuerzo de un número de importantes miembros de la escena internacional. Sería injusto no reconocer la enorme cantidad de trabajo que numerosas personas —curadores, críticos, historiadores de arte, mecenas— han contribuido para el establecimiento de este nuevo modelo para la comprensión de la producción cultural de Latinoamérica. En la última década, se han organizado numerosas exhibiciones importantes que trazan esta historia, empezando con Utopías Invertidas (Inverted Utopias), organizada por Mari Carmen Ramírez en el 2004, la cual podría ser considerada como su instancia fundacional en Norteamérica.36 La Geometría de la esperanza (The Geometry of Hope), organizada por Gabriel Pérez Barreiro en el 2007, fue vital para establecer que el «impulso geométrico» tuvo un vasto alcance en el continente, y ayudó a fortalecer el vínculo entre la escuela constructivista de Torres-García, la Escuela del Sur, y el ímpetu geométrico de los años 50 en adelante en Brasil y Venezuela.37 De igual manera, Los lugares de abstracción latinoamericana (The Sites of Latin American Abstraction) de Juan Ledezma en el 2009 ayudó a identificar la abstracción como una importante preocupación para los fotógrafos en toda la región.38 En exhibiciones tales como Alfabetos Enredados (Tangled Alphabets) del 2009 en el MoMA, Luis Enrique Pérez-Oramas mostró cómo la exploración del lenguaje fue una preocupación central de dos importantes artistas, la brasilera Mira Schendel y el argentino León Ferrari. De este modo, estableció un diálogo entre dos artistas latinoamericanos sin referencias a una figura legitimadora europea o americana.39 Al mismo tiempo, Luis Camnitzer y los miembros de la Red de Conceptualismos del Sur han ayudado a identificar la forma en que un número de diferentes acciones a través del continente podrían ser re-catalogadas como arte conceptual, y jóvenes académicos como Daniel Quiles han demostrado la manera en que los artistas argentinos fueron pioneros en la producción de arte 35

«He dicho Escuela del Sur; porque en realidad, nuestro norte es el sur. No debe haber norte, para nosotros, sino por oposición a nuestro sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte» (Torres, 1941) 36 Inverted Utopias (Museo de Bellas Artes, Houston, 2004) organizada por Mari Carmen Ramírez y Héctor Olea. Se ha sostenido que la exposición se deriva de una anterior, organizada por los mismos curadores en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, en el 2000, titulada Heterotopías. Véase Ramírez, M. C. y Olea, H. (2004). Inverted Utopias: Avant-Garde Art in Latin America. New Haven, CT: Yale University Press. The Geometry of Hope (Museo de Arte Blanton, Austin, TX, 2007). Véase Pérez Barreiro, G. (ed.) (2007). The Geometry of Hope (Austin, TX: The Blanton Museum of Art). 38 The Sites of Latin American Abstraction (Fundación de Arte Cisneros Fontanals, CIFO, 2007). Véase Ledezma, J. (ed.) (2007). The Sites of Latin American Abstraction. Miami: CIFO/Charta. 39 León Ferrari and Mira Schendel: Tangled Alphabets (Museo de Arte Moderno de Nueva York, 2009). Véase Pérez Oramas, L. E. (ed.) (2009). León Ferrari and Mira Schendel: Tangled Alphabets. New York: The Museum of Modern Art. 37

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«mass media», así como en la desmaterialización del objeto artístico durante las décadas de 1960 y 1970 (véase Camnitzer, 2008).40 Está claro que una década después de sus primeras declaraciones contundentes (la exhibición de Ramírez), este nuevo modelo continúa estando vigente, habiéndose convertido en el discurso hegemónico para la comprensión de la producción visual de la región. Más importante aún, ha fortalecido y refinado el argumento que desde comienzos del siglo veinte hasta finales de los años 70, mientras los artistas de la región eran presentados en el exterior como realistas mágicos una versión seria y única del modernismo apareció y se desarrolló fuertemente a lo largo de Latinoamérica. Pero tal como el «paradigma de la diferencia» sobre-representó ciertos países y tendencias en la región, lo mismo está sucediendo ahora con el «paradigma de la similitud». A pesar de los esfuerzos por lograr lo contrario, este modelo continúa representando ciertos países desproporcionadamente. En la medida en que el paradigma hace hincapié sobre las continuidades de la región con Europa, también es evidente que este modelo se asienta ampliamente en países cuya población está vinculada estrechamente con el viejo continente; su narrativa se inspira en los países de la cuenca del Atlántico, a duras penas representando los demás. Más importante, ni el geometrismo ni la abstracción ni un número de movimientos de vanguardia sumados a esta gran narrativa tuvieron una conexión directa con las artes populares o vernáculas. Por consiguiente, la ya percibida desconexión entre las artes populares y las artes de élite en la región (un asunto común en las sociedades poscoloniales) es exacerbada. Incluyendo ciertos aspectos del trabajo de Oiticica existen, desde luego, algunas excepciones notables a esta relación problemática. Sin embargo, para recordar qué tan difícil ha sido para la clase de arte impulsado por este paradigma, ser aceptado como algo no elitista en la región solamente basta con revisar las épicas batallas a finales de la década de 1950 entre Alejandro Otero y Miguel Otero Silva sobre la capacidad de la abstracción geométrica para expresar sentimientos comunes; o véase las últimas escenas de la obra comprometida políticamente La hora de los hornos (1968) del cineasta argentino Pino Solana, que muestra una fiesta en el Instituto di Tella (en aquel entonces epicentro del arte argentino de vanguardia).41 Podría decirse que este modelo de similitud y continuidad con Europa podría ser una mejor preparación para la gran homogenización intrínseca en la globalización imperante. Pero también podría ser que la actual hegemonía regional de este modelo pudiera ser una consecuencia de ello. De cualquier manera, no está claro cómo este discurso podría ayudarnos a analizar los logros y la influencia que artistas como Gabriel Orozco y Cildo Meireles ejercen en el escenario mundial, o a posicionar las obras más recientes del mexicano Abraham Cruzvillegas o del venezolano Javier Téllez. Como sucede con cualquier modelo histórico, este tiene sus limitaciones, incluyendo su inhabilidad para lidiar con cierta producción artística que, a pesar de su innegable sintaxis contemporánea, no está completamente anclada en las escuelas, corrientes o tendencias que este especifica (arte conceptual, geometrismo abstracto y otros).

40

En los últimos años, Red de Conceptualismos del Sur, una red de académicos y curadores de origen latinoamericano, ha ayudado a investigar y a exhibir un número de obras de toda la región hasta ahora desconocidas que, puede decirse, conforman una tradición local conceptual.  La más grande y reciente exhibición del grupo fue Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina realizada en el 2012 en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid. Para mayor información sobre la investigación de Daniel Quiles sobre la escena argentina de la década de 1960 y 1970, véase Ghost Messages: Argentine Conceptualism, 1965–1972 [por publicar en el 2014].

41

El intercambio entre Alejandro Otero y Miguel Otero Silva en 1957 en  El Nacional, que en gran medida moldeó la cultura visual de Venezuela, puede encontrarse en Otero Silva y Alejandro Otero, A. (2008). Polémica. En A. Jiménez (ed.)  Alfredo Boulton and his Contemporaries (pp. 202–222). New York: The Museum of Modern Art.

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Dicho modelo también posee problemas para incorporar la producción cultural de personas que pueden tener identidades regionales y nacionales concurrentes, un fenómeno bastante común para aquellos nacidos después de 1990. A pesar de su perspectiva cosmopolita, que descansa en identidades nacionales o regionales inamovibles o semi-inamovibles (Torres-García dejó Europa y se estableció en Uruguay, Otero dejó París y regresó a Venezuela, Gego dejó Europa y desarrolló su trabajo en Venezuela, Oiticia y Clark dejaron Brasil y se establecieron en Europa), no tiene cómo aludir a aquellos que viven en varios lugares al mismo tiempo. De hecho, es debido probablemente a la prevalencia de este modelo hegemónico en la interpretación del arte latinoamericano que aún tenemos problemas evaluando el lugar de figuras centrales tales como Juan Downey o Arturo Herrera, cuyas escurridizas identidades nacionales los hacen difíciles de definir. La misma clase de problema puede detectarse subyacente en las complicaciones que surgen del intento por tender un puente entre el arte latinoamericano y el arte Latino de los EE.UU. (la población más importante creada por el proceso de globalización en nuestra región en las pasadas décadas). Si se continúa insistiendo en un paradigma que enfatice las cualidades de la región en términos ya sea de singularidad o similitud, seguirá siendo difícil explicar su influencia en otros lugares. El paradigma de la «similitud» muestra cómo la región ha internalizado y ajustado tendencias extranjeras pero no puede dar cuenta de la influencia de esta en la dirección opuesta. Así, por ejemplo —y a pesar de los enormes esfuerzos de Olga Viso y Elvis Fuentes— la manera en que los latinoamericanos han podido influenciar las prácticas de artistas como Félix González-Torres y Ana Mendieta permanece considerablemente desconocida.42 Se está haciendo evidente, pues, que el proceso de globalización requiere categorías que puedan dar cuenta de movimientos multidireccionales. Por todas estas razones, se hace necesaria una mirada crítica frente a la manera en que el péndulo de la historia ha oscilado recientemente. De otra manera, el universalismo seguirá siendo confundido con cosmopolitanismo y terminará haciendo otra gran contribución a la ilustre historia de desaciertos que ha definido la búsqueda de identidad de los latinoamericanos. El peligro yace en la homogenización y reducción de un conjunto de asuntos a favor de una agenda que no tiene nada que ver con Latinoamérica per se, porque efectivamente no existe tal cosa. La tentativa de producir historiografía latinoamericana en este contexto es perniciosa porque deja a la región atascada en el atraso. Así como fue errado poner todos los intereses de Latinoamérica en el campo de la «irreducible otredad, igualmente es equivocado e ingenuo construir una historia acerca de nosotros mismo que simplemente enfatice similitudes y continuidades con la civilización occidental. Hace aproximadamente doce años, artistas y críticos regionales tenían buenas razones para estar exasperados por la falta de espacio en la escena internacional para cualquier arte latinoamericano que no fuese mágico realista. No obstante, la oscilación hacia el extremo opuesto del espectro, que es evidente hoy, se siente igual de improcedente. Ambos extremos resultan inadecuados a la final para dar sentido a las múltiples trayectorias de la modernidad que coexisten en una región vasta y heterogénea; todavía hay un buen número de países que ningún paradigma ha considerado. Sin embargo, la verdadera ironía yace no en el hecho de que ambos extremos terminan produciendo una imagen distorsionada, sino que representan dos lados de una misma moneda —una moneda que hemos estado dispuestos a entregar para ser incluidos en el canon de Occidente. Al final, ambos son el 42

Para mayor información sobre la obra de Olga Viso sobre Ana Mendieta, véase Viso, O. (2004). Ana Mendieta: Earth Body. Ostfildern: Hatje Cantz; Viso, O. (2008). Unseen Mendieta: The Unpublished Works of Ana Mendieta. New York: Prestel. Elvis Fuentes ha dedicado una serie de exhibiciones a los primeros años formativos del artista cubano-americano Félix González-Torres en Puerto Rico, incluyendo Félix González-Torres: Early Impressions, curada en el 2006 en el Museo del Barrio, Nueva York. Véase Fuentes, E. & Cullen, D. (eds) (2006). Félix González-Torres: Early Impressions. New York: El Museo del Barrio. 

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resultado de pensar, analizar e historizar la producción de la región en términos europeos. El problema es que, como ya se planteó anteriormente, cuando salimos hacia Europa como destino final, realmente al mismo tiempo terminamos saliendo de Europa. ¡Y uno siempre termina en segundo lugar! Lo curioso de estas dos versiones de la historia es que en ellas se encuentran residuos de algunas de las más antiguas visiones de Latinoamérica como aquella que la define como «naturalmente salvaje», y que son perpetuadas inadvertidamente. Desde la creencia de que el continente americano era el lugar natural del Edén (es decir, el lugar correcto para las utopías de vanguardia), hasta la representación de las personas de estas costas como naturalmente buenos salvajes, la única cosa «natural» acerca de esta percepción es que es a su vez una proyección de la metrópolis y todas aquellas visiones que hemos aprendido a rechazar basados en la exotización que fomentan. Si todo el asunto se siente ajeno porque, así lo es. Al fin y al cabo, fue creada primero en Europa y luego en los EE. UU. y guarda indeleble la marca de las políticas identitarias norteamericanas. ¿Qué pasaría si dejáramos atrás la ansiedad por esta clase de inclusión? ¿Qué significaría dejar de entender la historia cultural de Latinoamérica como una secuencia de los períodos estilísticos europeos (definidos ya sea por su proximidad o su total alteridad con respecto a ellos)? ¿Implicaría esto descartar a los artistas que ahora veneramos como maestros simplemente porque ellos también fueron grandes contribuyentes a la narrativa occidental? Por supuesto que no —todos estos artistas deberían mantener sus lugares prominentes. Sin embargo, su importancia no debería desprenderse de la noción de que ellos representan los más consumados «especímenes modernos» de la región. Si su lugar derivara de su estatus como una variación «tropical» interesante de un paradigma europeo, esto siempre significaría asumir un segundo lugar. Esta invertebrada versión de la historia daría cuenta tan sólo de una colección irregular de epifenómenos y sentenciaría los logros del continente como inherentemente tardíos. Alejarse de esta clase de historia implica encontrar una manera en que los artistas sean relevantes para la región, en algunos casos primero abogando por la importancia dentro de sus tradiciones nacionales. En algunos países incluso los análisis históricos más básicos están incompletos, al punto de que es difícil siquiera saber qué se debe tener en cuenta. Hay una necesidad urgente de encontrar maneras para fortalecer la discusión intrarregional mientras se conserva el criterio interregional. Esto implica, por ejemplo, la necesidad de examinar críticamente los diálogos «sur-a-sur» que por casi una década han sido punto esencial en conferencias y foros. Si se abordan correctamente, los retos presentados por la globalización podrían ofrecer la mejor oportunidad para que nos demos cuenta de nuestra contingencia ineludible y de la especificidad de nuestra base de conocimientos.43 La globalización, podría ser la mejor excusa para completar la integración regional e identificar una narrativa emancipadora distintiva, completando los esfuerzos de Andrés Bello, que 43

Luis Enrique Pérez-Oramas, curador de la trigésima Bienal de São Paulo, ha ofrecido una de las declaraciones más elocuentes sobre cómo la globalización, lejos de diluir nuestros intereses en todo el mundo, nos incita a reevaluar nuestras propias particularidades históricas y a volvernos más conscientes de la contingencia y las limitaciones de nuestro conocimiento: «Cada vez somos más, y de manera urgente, exhortados a ser globales. Nos animan cada vez más a trabajar en respuesta a eslóganes, a pensar según las categorías de comercialización, en función de las marcas y el branding. En otras palabras, somos empujados a no pensar o a pensar menos, para disimular esta falta de pensamiento con frases cortas, tan ágiles como ya vacías. Voy a arriesgarme a declarar lo que creo: que es imposible ser global, que un mundo que es cada vez menos distante es un mundo cada vez más colapsado, que un mundo que está cada vez más interconectado es un mundo cada vez más complejo pero también impensable, más difícil de entender, de reducir, de controlar en el silencio húmedo de nuestros anuncios. Cansado de ver los agentes del “mundo del arte” obstinadamente replicar la práctica neo-colonial, impenitente y pos-etnográfica de realizar visitas fugaces a los rincones remotos del mundo, que nunca han conocido y nunca conocerán realmente, para  complementar su botín con algunos artistas exóticos, generalmente recomendados por informantes locales a fin de mejorar su reputación como “curadores internacionales”, nuestra bienal es simplemente el producto de nuestro lugar, de nuestra experiencia y de nuestro (necesariamente) limitado conocimiento del arte y del mundo» (2012, p. 27).

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mientras honraba la incuestionable herencia europea de la región, buscó establecer un conjunto de criterios para su gramática, apropiados para la región exclusivamente.44 Entonces, lo que podría estar en juego aquí no es una nueva epistemología, como algunos comentadores culturales propusieron en el fervor poscolonial de la década de 1990. Aquello que defiendo no cambia las reglas de juego, pero en su lugar sugiere nuevas razones para jugarlo. Debemos dejar de creer que la única forma de atribuir valor al fenómeno cultural es midiéndolo con los monolíticos dictámenes occidentales porque visto de esa manera, el gran canon se vuelve un canon musical, en el cual un aria del «progreso» humano, como la «utopía«» primero se canta en Europa y los EE. UU, luego se repite tres barras/décadas después en Latinoamérica. Quiero pensar que los latinoamericanos son algo más que un eco del narcicismo occidental—que la historia no toma la forma de una cacofonía del espíritu hegeliano moviéndose ruidosamente de dirección. Debemos comenzar a fortalecer la región como región. Si la historia de las artes está hecha de rupturas y discontinuidades, ¿sería mucho insistir en los vínculos ya establecidos entre Frida Kahlo y Julio LeParc, Diego Rivera y Roberto Jacoby, Wilfredo Lam y Doris Salcedo, Fernando Botero y Mira Schendel, Lygia Clark y José Bedia, Jesús Soto y María Izquierdo, Cildo Mereiles y Martín Chambi, Gabriel Orozco y Luis González Palma? ¿Por qué encontramos este emparejamiento tan cerca del absurdo? ¿Podríamos al menos no leer sus miembros como mutuamente excluyentes? y, aceptarlos como si no lo fueran realmente, ¿llegaría a hacer de Latinoamérica algo más que una categoría vacía que sólo funciona en tiempos de «intervenciones imperiales»? Tal vez, si empezamos a reconocer que el argumento para la universalidad de un objeto particular es completamente diferente al hecho de que sea canónico (en el canon occidental), podríamos ser capaces, finalmente, de desligar estos términos y, de una vez por todas, perder el tedioso asterisco (*) que nos ha acompañado por casi dos siglos sugiriendo una inclusión cualificada en la historia de alguien más. No obstante, hay bastante trabajo por hacer, porque parece ser que la única forma de conseguir la deseada emancipación es desarrollar un análisis histórico crítico que se ocupe de las necesidades de la región de cara a las fuerzas diluyentes de la globalización. Solamente cuando ese tipo de historia emancipada haya sido forjada, los latinoamericanos dejarán de ser sólo un tipo (categoría) y cumplirán el antiguo deseo de convertirse, en palabras de Octavio Paz, en «contemporáneos de todos los hombres».45

Referencias Brett, G. 44

(1994). Lygia Clark: In Search of the Body.  Art in America, 82 (7), 56-63 y 108

Considerado como uno de los padres fundadores de la región, el venezolano Andrés Bello fue un poeta, filósofo y gramático. No sólo contribuyó de manera decisiva a la difusión de las ideas ilustradas del tiempo en toda Latinoamérica al editar, desde Londres, la revista El Repertorio Americano (1826), sino que también escribió la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos. Publicada en 1847, esto constituyó el primer y más importante estudio del uso del idioma español en las Américas. Véase Jaksic, I. (ed.) (1997). Selected Writings of Andrés Bello. Oxford: Oxford University Press.

45

Octavio Paz concluye la última sección de su seminal ensayo sobre el «mexicanismo» indicando cómo, en el curso de un turbulento siglo XX, el país agotó todas las formas históricas que Europa había propuesto, dejando al sujeto mexicano finalmente solo. Es en esta soledad, discute, compartida por el resto de la humanidad, que los mexicanos pueden finalmente sentirse «contemporáneos». Véase Paz, O. (1983) El laberinto de la soledad. México DF: Fondo de Cultura Económica, p.210.

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José Luis Falconi Es miembro del Departamento de Historia del Arte y Arquitectura de la Universidad de Harvard, donde recibió el Doctorado en Lenguas y Literaturas Romances en 2010. Ha contribuido en diversas revistas como escritor, editor y fotógrafo. Además, ha sido curador en más de veinte exhibiciones de artistas latinoamericanos emergentes. Su último libro, Ad Usum/To be Used: The Works of Pedro Reyes, será publicado en EE. UU en marzo de 2015.

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Sandra Regina Chaves Nunes Graduada en Artes de la Universidad de São Paulo (1987), maestría (1996) y doctorado (2002) en Comunicación y Semiótica: Literatura por la Universidad Católica de São Paulo. Posdoctorado en Teoría Literaria por la Universidad Federal de Minas Gerais (2007) y en Humanidades, Derechos y otras legitimidades por la Universidad de São Paulo. Autora de un ensayo biográfico sobre Murilo Rubião. Investigadora de Diversitas (USP) y profesora del Programa de Postgrado de la Universidad de São Paulo.

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