Quadernos de hermenútica 1

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Quadernos de hermenéutica 1 Primera edición 2016 D.R. Gonzalo Lizardo, Maritza M. Buendía, editores D.R. Policromía Servicios Editoriales S. de R.L. de C.V. Calle Escuela Normal #401-1, Colonia Sierra de Álica C.P. 98050, Zacatecas, Zacatecas, México [email protected] ISBN: 000 000 000 00 Policromía Servicios Editoriales Yolanda Alonso, Directora General Miguel Ángel Cid, Dirección de Arte Miguel Ángel Espinoza, Diagramación Imágenes de forros e interiores: Anael Tritura Esta publicación fue apoyada con recurso PROFOCIE 2014, otorgado a la DES de Humanidades y Educación.

Manifiesto A la literatura y su desvelo Maritza M. Buendía y Gonzalo Lizardo, p. 9 Presentación Develar el corazón oculto Carolina Urbano Guzmán, p. 11 “Trenzas” de María Luisa Bombal: cabellera femenina, antigua raíz Maritza M. Buendía y Alma Rosa Fernández Aguirre, p. 17 “Esto no es un injerto”: Carpentier y el barroco americano María José Rossi, p. 27 El Diablo en el agua David Castañeda Álvarez, p. 47 El detective de la novela negra: de la lógica deductiva a la acción intuitiva Bernardo Araujo y Gonzalo Lizardo, p. 65

La interpretación es ante todo una actividad creativa. No debe exagerarse en el aprendizaje de los arquetipos y los símbolos. Lo esencial es dominar unos cuantos principios, como en álgebra. E incluso estos no deben ser utilizados con rigidez, de lo contrario este trabajo carecería de sentido. La interpretación de altura comienza justo donde acaba la rutina. La combinación de símbolos, ahí es donde debes concentrar tu atención. Ismaíl Kadaré, El Palacio de los Sueños

Manifiesto A la literatura y su desvelo

Porque la vida no solo es para vivirse, sino también para leerse. Porque la hermenéutica pregunta sobre el Ser y la poética responde sobre el crear. Porque es factible hermanar el rigor de la academia con la libertad creativa. Porque nuestros sueños se alimentan de nuestras acciones y nuestras acciones de nuestros sueños. Porque la hermenéutica, como la literatura, es generosa e incluyente. Porque vivir y amar, morir y aguardar son actos que se configuran en la palabra poética. Porque, como buena amante, la literatura es celosa y estricta; fuente de placer y develamiento. Porque todo acto literario es un acto de amor; un abrazo con el otro, un diálogo con lo otro. Porque la literatura, en su simple escribir, reflexiona y responde las preguntas que sabe formular el hermeneuta. Porque el mundo es un libro, y en cada libro hay un mundo. Quadernos de hermenéutica surge como un nuevo intento por conciliar la teoría y la práctica, la lectura y la escritura, nues9

tro trabajo creativo y nuestro trabajo crítico, nuestra labor docente y nuestros procesos de aprendizaje. Constituidos como grupo, hemos impulsado desde 2008 distintas actividades en torno a la literatura y la hermenéutica; entre otras, un blog que devino libro, Ficcionario de teoría literaria (2014), dos ciclos internacionales de conferencias y lo que nos falta; sin contar nuestra labor cotidiana como profesores, escritores e investigadores literarios. En la actualidad, cuando la violencia nos sobrepasa en todos los ámbitos, incluido el institucional, creemos que es necesario promover la reflexión serena sobre el mundo, la palabra y el hombre. Frente al fastidio y desencanto generados por la opresiva y violenta realidad cotidiana, es imprescindible el refugio lúcido que solo la poesía puede ofrecer. En una nueva etapa, concebimos estos Quadernos de hermenéutica como un espacio de libertad interpretativa y poética, donde, en colaboración con nuestros alumnos y nuestros colegas, mantendremos vivo y abierto el ejercicio de lectura. Que el rigor conduzca nuestras pasiones, y la pasión conmueva nuestros rigores.

Maritza M. Buendía y Gonzalo Lizardo, editores

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Presentación Develar el corazón oculto Carolina Urbano Guzmán Universidad nacional de colombia

Existe una relación esencial entre literatura y hermenéutica. Si partimos del punto de vista de la literatura, esta se despliega desde el lenguaje como una actividad comunicativa y no científica, en la que cada lectura, cada experiencia estética —recordando al Borges de Arte poética (2000)—, son un acto de interpretación. La multiplicidad de sentidos que podemos obtener es tan amplia como el número de lectores que hay en 11

el mundo. Si nos detenemos en la hermenéutica, y siguiendo el pensamiento de Gadamer (1987; 1992), la lectura es diálogo que posibilita el proceso de comprensión hacia la búsqueda de sentido, proceso que se logra en la “pura interioridad”. Por esto, Gadamer afirmará que la lectura es esencial a la literatura. Interpretación, sentido, diálogo e interioridad son conceptos que no escapan a la definición misma de la literatura en su forma experiencial e íntima, de ahí que la hermenéutica de un texto literario pueda ser la apertura a una fuente, no inagotable pero sí inmensamente rica, de sentidos y maneras de pensar, con las cuales ampliar nuestro horizonte. De tal suerte, este Quaderno nos presenta un abanico de posibilidades literarias que están atravesadas por el análisis, ya sea teórico o práctico, de la hermenéutica. El ensayo “‘Trenzas’ de María Luisa Bombal: cabellera femenina, antigua raíz”, está basado en uno de los relatos más líricos de la escritora chilena, en el cual aparecen los tópicos característicos de su narrativa; entre ellos, el de la relación cósmica entre la mujer y la naturaleza representada en su cabellera. Maritza M. Buendía y Alma Rosa Fernández, autoras del texto e inspiradas en el pensamiento de Gastón Bachelard y Mircea Eliade, analizan la cabellera a la luz de lo sagrado y lo místico, con el fin de trazar un puente alrededor de la raíz como símbolo, para tejerlo intertextualmente con nombres legendarios de la mitología griega y la literatura clásica y contemporánea. Las autoras también señalan que en el relato existen componentes periodísticos y referentes que colindan con el ensayo. La raíz nos remite a la relación vida y muerte, otro tópico importante en la escritura de Bombal, que, en conjunción con las semillas, el agua, la tierra y demás símbolos, fortalecen el argumento de la cabellera como algo esencial a lo femenino y lazo comunicativo con los elementos. La naturaleza, como medio que propicia la hierofanía (Eliade, 2013), y la raíz como símbolo que contiene un legado ancestral (Bachelard, 2002), son conceptos que soportan el marco conceptual del artículo y recrean la visión que 12

podemos tener de los tópicos principales de la narrativa de la escritora chilena. Además, el lector puede gozar de la musicalidad con que está escrito, ya que captura y reproduce el lirismo del cuento original. En “‘Esto no es un injerto’: Carpentier y el barroco americano”, de María José Rossi, se aborda el neobarroco latinoamericano como constructo de una hermenéutica de América del sur, bajo el argumento de una realidad que por su sincretismo se ve representada en las características propias de estas tendencias artísticas, especialmente de aquellas que nos remiten al exceso de elementos en una obra, lo que recuerda a la exuberancia que los conquistadores encontraron en el Nuevo Mundo, reconfigurando un mundo grotesco y hostil. No obstante, Rossi desarrolla su tesis tomando conceptos propios de la filosofía posmoderna: desrealización, designificación y desterritorialización; estos son el eje teórico que sustentan la idea del Barroco como una categoría contenida en la comprensión del imaginario latinoamericano. En un segundo momento, el texto se propone mostrar la narrativa de Alejo Carpentier como representante de la hermenéutica latinoamericana y caribeña, para lo cual se tiene en cuenta los libros Los pasos perdidos, El arpa y la sombra y Concierto barroco, entre otros; así conjuga dicha hermenéutica con la tesis de lo “real maravilloso”, término acuñado por el escritor cubano en una inevitable confluencia de experiencias de viaje, de culturas híbridas e imaginarios mestizos que encuentran su asiento en el barroco. Específicamente sería el resultado, dice Rossi, del conceptismo propio de este género que nos remite sin falta al Siglo de Oro español. Sin embargo, es en las diferencias entre el barroco europeo y el americano donde Carpentier visualiza los rasgos propios de su cultura, la identidad que se pretende ganar a través de la literatura. “El Diablo en el agua” es un artículo que analiza uno de los personajes más interesantes y utilizados en la literatura de Occidente. En esta ocasión, David Castañeda Álvarez trabaja la figura del diablo, con relación al agua, como símbolo de la 13

otredad en la literatura y especialmente en la poesía. El agua es reflejo, espejo sin el cual no podríamos vernos a nosotros mismos. Al inicio, Castañeda presenta el análisis del diablo y el agua alrededor de “Muerte sin fin” de José Gorostiza y “Sinbad el varado” de Gilberto Owen; luego el eje argumentativo se independiza de estos poemas para transitar sobre otros temas, como el erotismo, el psicoanálisis, el diablo como símbolo de la vida y otros tantos elementos que el autor considera esenciales: el amor, el sueño y el arte. El ensayo, entonces, está dividido en dos partes: una, donde los textos de los poetas citados son el centro de análisis, alrededor de una interesante investigación sobre el diablo como representante de la libertad, y quien enfrenta los pilares esenciales de las acciones humanas: Dios y libertad, libre albedrío y mandatos divinos; otra, a través de un recorrido por las propiedades del agua, en el que Castañeda nos lleva por un camino, donde el estado natural, informe y líquido del agua, se mira en la metáfora de la escritura sobre la eterna disputa entre forma y contenido, la cual termina en la “primorosa concordancia” de Gracián. Sin embargo, la relación del diablo con el agua no se agota ahí, sino que es objeto de reflexión de otros tópicos que rozan el psicoanálisis y lo onírico para mostrar las facetas de un personaje por medio del que se manifiestan los deseos tabú del ser humano. Para cerrar la edición, y bajo la autoría de Bernardo Araujo y Gonzalo Lizardo, nos encontramos con el género de Chandler: la novela negra. “El detective de la novela negra: de la lógica deductiva a la acción intuitiva”, es un ensayo que nos lleva en un exhaustivo recorrido por este género y la manera como la figura del detective ha ido cambiando a lo largo de su historia. Desde un origen situado en el Far west norteamericano, hasta las últimas tendencias en la novela contemporánea latinoamericana, el detective se muestra en las diferentes estructuras narrativas que lo hacen “un héroe hermenéutico”, siguiendo los lineamientos de Giardinelli y Piglia en el desarrollo del argumento, así como el concepto de abducción en Eco y Peirce. 14

El texto también ofrece un apartado dedicado a la novela negra en Latinoamérica y muestra el peso de la afirmación de Giardinelli en cuanto a la novela negra como una radiografía de la “civilización”, que permite la comprensión de la realidad. La relación entre la novela negra y la realidad social y política se hace evidente en sus autores más representativos, y en ejemplos como la aparición de la “narco novela”. Los autores del artículo muestran de manera detallada cómo la novela negra se va posicionando en Latinoamérica al unísono de fuertes conflictos sociales: el terrorismo, el terrorismo de Estado, el narcotráfico y la guerrilla. Termina el texto con un vínculo entre el detective y la realidad de la novela, distinta de la novela tradicional y relacionada con una realidad externa a ella. Aquí se despliega el análisis en torno al detective como un private eye, término utilizado por Piglia para caracterizar a ese personaje-lector que se inserta en la capacidad de descifrar códigos y misterios. Desde ahí la diferencia entre el detective clásico y la creación de Héctor Belascoarán Shayne, protagonista de la saga de Paco Ignacio Taibo II, quien acaba con la figura del detective racional, sujeto al rigor de la ciencia, para proponer uno intuitivo e irracional, como puede caracterizarse idiosincráticamente el prototipo del latinoamericano, en flagrante connivencia con el pensamiento posmoderno. La hermenéutica del detective letrado no es distinta a la del lector de los textos aquí presentados, ni de los libros que remiten. A diferencia del lenguaje cotidiano, el lenguaje literario no es transparente; parte del placer y del goce de leer se concentra en develar las capas que nos aproximan a un posible corazón oculto que muestre las posibilidades del sentido, o motive a la construcción de nuevas capas y, por lo tanto, a nuevas lecturas. Celebremos entonces la aparición de este primer libro de Quadernos de hermenéutica, pensando que cada uno de los ensayos que integran este volumen celebran justamente esa posibilidad: el constante palpitar de varios corazones ocultos. 15

BiBliografía Bachelard, Gaston. (2002). La poética del espacio. México: FCE. Borges, Jorge Luis. (2000). Arte poética. Barcelona: Crítica. Eliade, Mircea. (2013). Tratado de historia de las religiones. México: Era. Gadamer, Hans Georg. (1992). Verdad y método II. Salamanca: Sígueme ————. (1987). Verdad y método I. Salamanca: Sígueme

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“Trenzas” de María Luisa Bombal: cabellera femenina, antigua raíz Maritza M. Buendía y Alma Rosa Fernández Aguirre, Universidad aUtónoma de Z acatecas

La raíz no está enterrada pasivamente, es su propia sepultura, se entierra a sí misma, continúa enterrándose sin fin. El bosque es el más romántico de los cementerios. Gaston Bachelard, La tierra y las ensoñaciones del reposo

Desde una postura universal, se considera que la vegetación encarna la fertilidad, la cual deriva de los gérmenes acuáticos y de la influencia de la luna, quien la somete a su misma periodicidad, a los llamados ritmos lunares. Con frecuencia, al interior de la literatura, la vegetación se convierte en hierofanía, revelación de lo sagrado, en la medida en que significa algo diferente de lo que es (Eliade, 2013). Por ejemplo, el valor 17

mágico y farmacológico de ciertas hierbas puede deberse a un prototipo celeste de la planta o al hecho de que fue ingerido por algún dios. Ningún arbusto o flor es precioso en sí mismo; llega a serlo por su participación con un arquetipo, por la repetición de ciertos gestos y ciertas palabras que aíslan a la planta del espacio profano y la consagran. En virtud de su prototipo cósmico, hierbas, frutas y raíces (elementos donde se manifiesta la vegetación) suelen ser consideradas milagrosas, ya que se les atribuyen distintos poderes: acrecientan el potencial genético, aseguran la fertilidad y la riqueza, facilitan el parto, conceden la longevidad o el rejuvenecimiento a quien las ingiera, incluso, la inmortalidad. Comúnmente, los dioses de la vegetación son representados bajo apariencias de árboles, con raíces y ramas, símbolos del universo vivo en regeneración. “El hecho de tocar los árboles o acercarse a ellos —así como el hecho de tocar la tierra— es benéfico, fortificante, fertilizante” (Bachelard, 2006: 280). Acto que muestra uno de los tantos posibles lazos entre lo vegetal y lo humano. Para la escritora chilena María Luisa Bombal, el simbolismo de lo vegetal se aborda en relación con la cabellera femenina, la cual parece nutrirse de la naturaleza como las raíces de cualquier planta. En diversas entrevistas (Agosín, 1977; Bombal, 2013; Verdugo Fuentes, 2005), la autora confiesa que solo siente verdadera inspiración por sus personajes femeninos si poseen una frondosa melena. Hermosas como inverosímiles mujeres se pasean a lo largo de las páginas de su narrativa, desenredando, tejiendo o cepillando su extensa mata de cabello: en “El árbol”, Brígida, a sus dieciocho años, tenía “trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos” (Bombal, 1999: 46); en “Las islas nuevas”, Yolanda “duerme envuelta en una cabellera oscura, frondosa y crespa, entre la que gime y se debate […] Esa cabellera inhumana que debe atraerla hacia quién sabe qué tenebrosas regiones” (85); en “La historia de María Griselda”, la protagonista no le teme al río Malleco, pues en medio de las corrientes, sobre 18

un peñón, acostumbra tenderse y soltar “a las aguas sus largas trenzas” (174). En una entrevista, Marjorie Agosín sugiere que en los libros de Bombal aparece el motivo del cabello como visión temática de la mujer, y en seguida le cuestiona: “¿por qué el cabello?” Bombal responde: La cabellera me parece no solo aquello más estrechamente unido a la belleza en la mujer, sino además el arranque más evidente y vivo que une a todo ser con la naturaleza. Porque ¿explíqueme usted la razón de ser que nuestros cabellos sigan creciendo aún después que nuestro cuerpo ha muerto? (Agosín, 1977). Convencida de la fuerza maravillosa del cabello, Bombal escribe “Trenzas”, cuento que aparece publicado por primera vez en 1940, en el número dos de la revista Saber vivir, de Buenos Aires. Según cuenta en “Testimonio autobiográfico” (Bombal, 2013), el cuento se basa en un hecho real, ocurrido a dos hermanas en la Quinta Vergara, en Viña del Mar. Mientras una de ellas estaba en la Quinta, la otra moría en la ciudad a la misma hora en la que se quemaba el bosque del fundo. Es probable que dicha tragedia haya asombrado a la autora, quien, a través de su prosa, describe el lazo primordial que existe entre cada hebra del cabello, como raíz en contacto con la tierra y el mundo de lo vegetal. Lazo o secreto olvidado entre el universo y la mujer, acaso intuido por quienes permiten que su cabellera crezca libre, imperturbable y salvaje como la naturaleza. Así, lo maravilloso, lo extraordinario, viene del seno de la tierra, quien nutre del misterio de la vida y de la muerte a toda existencia; incluso a la misma escritura. Escribir “es un aliento de la Tierra, aliento divino, es como un ángel que pasa” (Verdugo Fuentes, 2005). “Trenzas” puede ser considerado un texto híbrido donde se combina el ensayo, el mito y algunas referencias a otros 19

textos literarios. Ofrece, por lo menos, dos niveles de lectura, como lo asegura Carolina Suárez Hernán en Propuestas en la narrativa del grupo Sur (2008-2009: 346): por un lado, el discurso ensayístico; por el otro, el mito: la historia de las dos hermanas. Dentro del tono ensayístico, la voz —misma que en un segundo momento narra la historia— sostiene como idea central que los orgullosos humanos, conforme pasa el tiempo, se desprenden de su limbo originario porque las mujeres no cuidan ni valoran sus trenzas. Al deshacerse de ellas, se desvinculan de la magia que brota del propio corazón de la tierra: Porque la cabellera de la mujer arranca desde lo más profundo y misterioso; desde allí donde nace y tiembla la primera burbuja; que es desde allí que se desenvuelve, lucha y crece entre muchas y enmarañadas fuerzas, hasta la superficie de lo vegetal, del aire y hasta las frentes privilegiadas que ella eligiera (Bombal, 1999: 57). En las distintas capas de la tierra y en ciertas circunstancias, las burbujas son el resultado de la interacción de gases, del agua profunda del océano, de la presión y otros elementos químicos. Las burbujas emergen a la superficie en forma de lava, roca o espuma marítima. Para Bombal, la primera burbuja posee el sentido de “germinación”, “simiente” o “concepción”, significa la unión del agua (elemento fecundador) y de la tierra (engendradora de formas). Eliade afirma que tanto la tierra como el agua son portadores de gérmenes o de ciertas latencias, pero mientras en la tierra se convierten en formas, en el agua tardan varios ciclos antes de manifestarse. Por eso, en casi todas las culturas la tierra es considerada divinidad de la fertilidad, ya que “todo lo que sale de la tierra está dotado de vida y todo lo que regresa a la tierra es provisto nuevamente de vida” (2013: 233). 20

En “Trenzas”, aquella inicial burbuja —que es semilla— atraviesa un largo camino para crecer y emerger hasta la superficie. Una vez ahí aparece en forma de planta, piedra volcánica, vapor o a modo de chasquilla singular sobre una frente. La dueña de la cabellera privilegiada ignora o ha olvidado que en su cabello está contenido el origen de todo cuanto hay, vestigio de un paraíso ancestral: el del nacimiento y esencia de las cosas. Diversos símbolos evidencian la pérdida de un paraíso o la nostalgia por una edad de oro, donde el hombre convive de la fuerza y de la magia de la naturaleza primigenia, en pleno hervor. Ahí, en el limbo inicial, donde existe un saber antiguo, el ser humano es vedado a partir de su olvido (o de su orgullo), que lo separa de la naturaleza. Como lo sostienen diversas posturas filosóficas y antropológicas, el alejamiento del hombre respecto a lo telúrico se debe a la imposición de una epistemología y de una praxis fundada en la razón como principio organizador (Bombal, 2013: 22). En un esfuerzo por retribuir su antigua resonancia, el lazo perdido entre el hombre, las cosas y el cosmos, Bombal transforma una cabellera espesa en registro de lo sagrado. Entonces, al interior del cuento, en las trenzas de Isolda, se describe el canto de fuentes subterráneas, rumor lejano de hojas que Tristán escucha cuando le desteje el cabello. En seguida, los rubios cabellos de Melisanda delatan el secreto de su dueña: el amor ilícito por su cuñado, hermano del rey. Ahí también las trenzas de la María, de Jorge Isaac, son cabello muerto y picoteado por el recuerdo en forma de mariposas secas; o “las trenzas complicadamente peinadas en cien y más sedosas y caprichosas culebras” (Bombal, 1999: 60), de la octava mujer de Barba Azul, impiden que este la asesine al trabar sus dedos en el cabello, enredándose en el filo de la espada. En un segundo nivel del relato, la voz de “Trenzas” narra la historia de dos hermanas de una poderosa familia, a la que ronda la muerte y la tragedia a manera de ocultas pasiones, suicidios e inesperados fallecimientos. La hermana mayor, herida desde muy joven a causa de la desilusión del primer amor, 21

decide “no amar de amor nunca […] nunca” (63); luego se corta el cabello, viste de poncho y vicuña, y se retira al inmenso predio del sur para administrarlo con mano dura. Los campesinos pronto comienzan a llamarla la Amazona. En contraste, la hermana menor es bella y dulce, se enamora y ama sin control. Además, posee una trenza roja, centelleo que recuerda el color del fuego que arroja violentos fulgores sobre la pálida tez. En la tradición popular, al cabello rojo suele otorgársele un carácter demoniaco, asociado a una sensualidad exacerbada (Aristizábal, 2015). En este caso, la dueña de la trenza roja es viuda, “por su propia voluntad de mujer herida en el orgullo de su corazón” (Bombal, 1999: 61), vive sola al igual que la Amazona, pero ella en la ciudad, habitando la antigua mansión de la familia. Una noche de otoño, el bosque de la finca comienza a incendiarse. En ese mismo instante, la hermana menor regresa a casa de un baile y cae desmayada encima de la alfombra del salón. Sus sirvientes duermen, nadie la escucha. Sola, agoniza toda la noche. Un soplo helado entra por los ventanales, la enfría. Aquella obstinada trenza roja muere al mismo tiempo en que arde cada rama del bosque en el fundo. Bombal describe un amanecer que se pinta de púrpura. Consciente de que todo está perdido, la Amazona pasea alrededor de los ennegrecidos árboles caídos, ignorando la desgracia de la hermana menor. Ante la catástrofe se permite recordar, pensar y sufrir por primera vez: bajo el enorme avellano, sus hermanos y niñeras se reunían para deleitarse con el picnic; en otro árbol solía esconderse tras sus fechorías; al eucalipto se abrazó muy joven, cuando tuvo la gran decepción amorosa que la hizo deshacerse para siempre de sus trenzas, decisión con graves consecuencias, pues “las mujeres de ahora al desprenderse de sus trenzas han perdido su fuerza adivina y no tienen premoniciones, ni goces absurdos, ni poder magnético” (Bombal, 1999: 64). Para ciertas culturas indígenas, donde las mujeres ostentan largas melenas trenzadas, el cabello es la manifestación física de los pensamientos, brinda una dirección a 22

lo largo de la vida, como una extensión de la persona misma. Igual sucede con la madre tierra; el crecer de sus pensamientos se refleja en la abundancia de la hierba, que desde tiempos ancestrales es aprovechada con fines medicinales y rituales. El cabello de la tierra se utiliza en algunas ceremonias para curar males físicos o espirituales. Cada hebra del cabello es un punto de conexión entre el cuerpo y el espíritu (Klug, 2015). De tal suerte, el cabello se convierte en símbolo cosmogónico, vinculado de manera estrecha con el espacio vegetal, con la tierra y sus recónditos misterios. Las verdes enredaderas que se enroscan a los árboles, las dulces algas a sus rocas, son cabelleras desmadejadas, son la palabra, el venir y aletear de la naturaleza, son su alegría y melancolía, son su expresión por medio de la cual la naturaleza infiltra confusamente su magia y saber a los seres (Bombal, 1999: 64). Las trenzas son expresión, lenguaje cifrado de la naturaleza, símbolo que solo puede ser develado al insistir en su oculto sentido. La cabellera no es un simple accesorio de la cabeza, al contrario, como las raíces que se alzan sobre la superficie, ambas existen unidas a fuerzas ancestrales. El cabello es antiguo rizoma, raíz, “eje de profundidad [que] nos remonta a un lejano pasado, al pasado de nuestra raza” (Bachelard, 2007: 335). Al desprenderse del cabello, la Amazona solo puede aspirar a un único saber: el de las apariencias; la realidad plana y muda ha perdido la capacidad de conocer lo extraordinario. Sus ojos le muestran la muerte del bosque, la agonía de miles de raíces. No puede presentir que el incendio se presenta como un gesto solidario de la naturaleza para con la hermana menor, un aviso, tal vez, de su muerte. El bosque copia o refleja la tragedia de la trenza roja; evidencia las raíces que arden. Según Bachelard, la raíz cuenta con valores dramáticos, ya que en ella se condensa una contradicción: “la raíz es el muer23

to vivo” (2007: 324). Enterrada, como los cuerpos sin vida de los cementerios, como Ana María de La amortajada, la vida de toda raíz es subterránea, vida que crece hasta espacios sin nombre (entre el infierno o los muertos, no se sabe), vida que posee una existencia íntimamente sentida. La raíz, como el cabello, cuenta con dos fuerzas: sostén y terebrante; pertenece a dos mundos: al del aire y la tierra, al de la luz y la oscuridad. Su existencia escindida, doble, alcanza al reino de los vivos y al de los muertos. Vida y muerte se resumen en su brotar. La raíz es un ser del inframundo; símbolo del pasado y del futuro, de lo consciente y lo inconsciente. Las trenzas, como las raíces en sus corrientes, se comunican con el corazón del universo, con lo desconocido, con lo “sagrado”. Bombal asegura que todos sus personajes femeninos se inspiran en el mito de la Medusa (Peña Muñoz, 1999). Belleza inhumana, misterio y desgracia forman parte de sus características. El abundante cabello ejerce sobre los demás un poder de atracción y de perdición, como sucede con María Griselda y Yolanda. Ambas son mujeres inaccesibles, intocables, y forman parte de esa zona desconocida donde la realidad se bifurca. Al final, como Medusa, terminan dañadas por el poder de su propia hermosura y extrañeza. Su castigo es ser siempre las mismas: eternas y solitarias. A las tres Gorgonas —Esteno, Euriale y Medusa, la única que era mortal—, se les representa con cara redonda y ojos penetrantes, a veces también con largas alas. En Las metamorfosis, Ovidio relata que cuando la diosa Atenea descubre que en uno de sus templos, Poseidón (el dios de los mares) y Medusa (célebre por la belleza de su cabello) mantenían amoríos, convierte el cabello de Medusa en abominables serpientes (1999: 62; Graves, 2014: 147-153). Tal vez, desde entonces, el simbolismo de la serpiente se vuelca en una polivalencia turbadora, como lo sostiene Eliade, ya que se coincide en su inmortalidad y en su capacidad de regeneración, en su carácter lunar y telúrico. Como fuerza de la luna, distribuye la fecundidad, la ciencia (profecía) e incluso la inmortalidad. Para Chevalier, la 24

serpiente es una abstracción encarnada, su forma es una línea sin comienzo y sin fin, susceptible de transformarse en todas las representaciones y en todas las metamorfosis. “La serpiente, visible sobre la tierra en el instante de su manifestación, es una hierofanía […] presenta […] un complejo arquetípico, ligado a la fría, viscosa y subterránea noche de los orígenes” (1993: 926). La calidad de “Trenzas” reside, entonces, en su resignificación: a través del cabello de la mujer, María Luisa Bombal nos regala el lenguaje de la tierra y el símbolo de lo vegetal, restituye así nuestro extraviado vínculo, los primeros días de la creación. En su literatura, raíces, serpientes y cabellera se prolongan en la naturaleza, en su interior. Entonces, el cuento oculta un origen, un destino, un saber mágico.

BiBliografía Agosín, Marjorie. (1977). “María Luisa Bombal”. The American Hispanic. Indiana University. Recuperado en: http://www.letras.s5.com/bombal12.htm Aristizábal Montes, Patricia. (2015). “Eros y la cabellera femenina”. Recuperado en: http://bdigital.uao.edu.co/ bitstream/10614/256/1/T0003208.pdf Bombal, María Luisa. (1999). La última niebla, La amortajada y otros relatos. México: Planeta. ————. (2013). Obras completas. Lucía Guerra (comp.). Chile: Zig-Zag. Bachelard, Gastón. (2006). La tierra y las ensoñaciones del reposo. México: FCE. Chevalier, Jean y Alain Gheerbrant. (1993). Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder. Eliade, Mircea. (2013). Tratado de historia de las religiones. México: Era. Graves, Robert. (2014). Dioses y héroes de la antigua Grecia. México: Tusquets. 25

Klug, Paola. (2015). “La importancia del cabello largo en las culturas indígenas americanas”. Recuperado en: https:// paolak.wordpress.com/2013/09/23/la-importancia-delcabello-largo-en-las-culturas-indigenas-americanas/ Ovidio. (1999). Las metamorfosis. México: Porrúa. Peña Muñoz, Manuel. (1999). Ayer soñé con Valparaíso: crónicas porteñas. Chile: RIL Editores. Suárez Hernán, Carolina. (2008-2009). Propuestas en la narrativa fantástica del grupo Sur (José Bianco, Silvina Ocampo, María Luisa Bombal y Juan Rodolfo Wilcock): la poética de la ambigüedad. Madrid: Universidad Autónoma de Madrid, Facultad de Filosofía y Letras. Tesis de doctorado. Recuperado en: https://repositorio.uam.es/ xmlui/bitstream/handle/10486/ 3175/22981_suarez_ hernan_carolina.pdf?sequence=1 Verdugo Fuentes, Waldemar. (2005). “María Luisa Bombal: la abeja de fuego”. Recuperado en: http://www.letras.s5.com/ mlb250805.htm

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“Esto no es un injerto”: Carpentier y el barroco americano María José Rossi Universidad de bUenos a ires

Y vi muchos árboles muy disformes de los nuestros, y de ellos muchos que tenían los ramos de muchas maneras y todo en un pie, y un ramito es de una manera y otro de otra, y tan disforme que es la mayor maravilla del mundo cuánta es la diversidad de una manera a la otra; verbigracia, un ramo tenía las hojas a manera de cañas y otro de la manera de lentisco, y así en un solo árbol de cinco o seis de estas maneras, y todos tan diversos; ni estos son injertados, porque se pueda decir que el injerto lo hace, antes son por los montes, ni cura de ellos esta gente. Diario de a bordo de Cristóbal Colón

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La colorida descripción de Colón provee el puntapié inicial: como las plantas que despiertan su admiración por su prodigalidad, el barroco no es aquí un “injerto”. Aun tomando nota de los razonables argumentos de algunos de sus detractores, para despacharlo sin más como el estilo de la conquista (Maravall, 2012), su profusión a lo largo de la América hispana y lusitana —como esos ramos que encuentra el conquistador por doquier, de los que “ni cura de ellos esta gente”— nos invita a volver nuestros ojos hacia él. En este artículo nos proponemos la consideración del neobarroco como estilo y como concepto operatorio para la construcción de una hermenéutica americana. Pero, ¿por qué el barroco y por qué la hermenéutica? ¿Por qué vincularlos en extraña constelación? La cita de Colón del inicio nos da una pista. Los árboles “disformes” nos hablan de un mundo distinto, de un mundo que colisiona con otro provocando una alteración en la perspectiva. Colón no deja de mencionarlo en su diario de viaje. El arpa y la sombra de Alejo Carpentier, novela construida sobre esos mismos diarios, nos habla de la necesidad de inventar un lenguaje nuevo acorde a la realidad recién descubierta. Ese es nuestro origen, nuestra pila bautismal. Y nuestro neobarroco, con su cualidad proliferante, es quien mejor da cuenta de esa mezcla entre universos que no termina de cuajar; de esa fricción fundante que no se resuelve en armonía; de una convivencia entre distintos que pone a la vista el antagonismo, la irreductibilidad de mundos separados. Optamos por el concepto de neobarroco porque, aun retomando las premisas estilísticas del barroco, el neobarroco hace pliegue sobre él, lo retuerce y lo obliga a la más extraña de las convivencias. En una primera parte nos proponemos un breve examen de los conceptos barroco y neobarroco a partir de la literatura filosófica más reciente, en base a los escritos de nuestros pensadores y ensayistas. Sobre esta base intentaremos sugerir ejes para la construcción de una hermenéutica latinoamericana y caribeña. En una segunda parte abordaremos algunos textos de Alejo Carpentier, cuya noción de lo “real maravilloso” va 28

de lo real americano al sortilegio de la palabra creada y fecundada por él: al igual que Colón, el autor cubano intenta suturar con la palabra ese corte en la historia, ese tajo en la carne de los nuestros que se ha dado en llamar “descubrimiento”. Breve excursus por el barroco En su Estética del Barroco, Jon Snyder encuentra en el conceptismo “la expresión más radical y original del fenómeno barroco” (2015: 24).1 Entre sus precursores de habla hispana, el autor señala a Baltazar Gracián, para quien el arte del ingenio consiste en el empleo de figuras retóricas y poéticas, cuyo propósito no consiste solo en persuadir sino en sugerir proximidades entre las cosas, estimulando con ello el pensamiento y la invención de conceptos. La ruptura con Aristóteles junto con toda la tradición clásica es patente. Los conceptos no son abstracciones ni el arte es mímesis, sino el resultado del descubrimiento de relaciones, afinidades y correspondencias entre elementos no evidentes al sentido común. Un tejido-texto compuesto por nexos, interconexiones y relaciones que escapan al pensamiento racional se ofrece así como producto de la agudeza, en cuya “punta” convergen diversas perspectivas. Lo artificial orgánico desemboca en la noción de un mundo entendido como texto, en el cual los jeroglíficos y emblemas no son solo representaciones: el mundo mismo es jeroglífico y emblema, “un tejido de reflejos, ecos y correspondencias” (Paz, 1982: 221). Debido a esta proximidad entre texto y mundo, los pensadores barrocos y neobarrocos americanos fueron (son) también poetas, novelistas, ensayistas, es decir, escritores que entretejen ensayo y ficción, o cuyas novelas son una densa filigrana no exenta de concepto, en el sentido de Gracián: Lezama Lima y Alejo Carpentier en los años sesenta, Octavio Paz, Severo Sar1 Según Jon R. Snyder, los pensadores y poetas conceptistas, precursores del bar-

roco, son Francesco Patrizi (1529), Jacopo Mazzoni (1548-1598), Torcuato Tasso (1544-1595) y Camillo Pellegrino (1527-1603).

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duy, Haroldo de Campos, Néstor Perlongher, Osvaldo Lamborghini, Germán Belli en los setenta y ochenta. En algunos de ellos, el barroco se injerta con la corriente posmodernista, dando lugar al neobarroco. Los criterios de valoración respecto del barroco difieren mucho entre sí. Se encuentran los que lo celebran por tratarse de un estilo que, aunque impuesto, ha sido reelaborado y reinterpretado, siendo el que mejor encaja en una realidad marcada por la conquista. Bolívar Echeverría (1988) hace del barroco un ethos cultural, que se manifiesta como contraconquista, y mantiene como “inaceptables y ajenas” las premisas capitalistas implantadas en su territorio. José Luis Marzo ve en cambio en el barroco un puro proceso de hispanización, muy lejano de todo ethos cultural originario, que no admite precedentes entre los indígenas: “La tesis de que el barroco triunfó especialmente en América gracias a que las tradiciones locales giraban en torno al culto del ornamento no parece tener demasiado fundamento” (79). Lo que hubo, para el autor, es una adaptación de las tradiciones icónicas a la nueva formalidad católica, un sincretismo formal: “La habilidad de los tlacuilos, o pintores locales, para insertar este tipo de iconografía en el mismísimo centro espiritual del conquistador, no es en absoluto anecdótica: nos habla del interés genuino por legitimar antiguas formas camuflándolas (o no tanto) entre los buenos imaginarios españoles” (80). El camuflaje no fue para el autor una fusión debida a la inteligencia y pericia de jesuitas o franciscanos, sino que fue, simplemente, “el resultado de la violencia original y de la paulatina adaptación de unos y otros desde una jerarquía autoritaria absoluta” (90). Es así que el espectáculo barroco se convierte en una operación para gestionar la memoria de los derrotados: Pero esos procesos de alta densidad cultural no pueden esconder que no se trató de una empresa concebida como tal, sino que es el símbolo de la notable voluntad humana de so30

brevivir como individuos y como comunidad, en cualquier tiempo y contexto. Esa voluntad no es barroca: pueden ponerle el adjetivo que deseen que su sentido no cambiará. El delirante entusiasmo mostrado por gran parte de las élites intelectuales hispanas en calificar como excepcional, como propio y positivo ese proceso ningunea abiertamente su enorme carácter conflictivo, desprecia la gran cantidad de bajas colaterales que produjo […] Siempre con la mirada puesta en transformar lo que fue una tragedia de imaginarios en un sublime ejercicio de cultura, como civilización y comprensión del espíritu humano (90). Esquivo a las clasificaciones y a las etiquetas, de las lecturas realizadas2 decantan tres rasgos que barroco y neobarroco ofrecen a nuestra demanda de legibilidad: des/territorialización, des/realización y des/significación. Dispositivo tan libre como reactivo, el barroco vendría pues a funcionar “en contra de” aunque “fundiendo” y “con/fundiendo”. Y en cada uno de esos rasgos vemos reaparecer a la hermenéutica, cuya deidad, que evade las clasificaciones, tiene también la virtud de moverse en el límite. Veamos. Desterritorialización. El barroco carece, en principio, de un único suelo geográfico. Floreció primero en España e Italia, y se dispersó luego en América, empezando por Cuba. Ello implica que el desplazamiento de los márgenes y de los límites va a ser una de sus marcas de origen, el cual va a determinar no solo algunas de sus premisas formales sino también sus contenidos: “La contrafigura del devenir en el barroco no es el ser, asegura Echavarren, sino un límite, y el intento sublime por sobrepasarlo” (Wasem, 2008: 24). Hegel (1982), nos dice que 2 La bibliografía sobre el barroco es abundante; solo mencionamos aquí las fuen-

tes que más han contribuido a nuestra elaboración personal.

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el límite divide y conecta a la vez el algo y lo otro. Por el límite existe eso que llamamos alteridad (171). Pero es su movilidad lo que pone a la vista la relatividad de lo uno y lo otro, de lo puesto del “otro lado” y lo que queda “más acá”. Por el límite, somos “nosotros” por contraposición a los “otros”, los que están del otro lado. No hay otros y nosotros antes del límite, sino que es su trazado el que instituye la diferencia. Al reposar, pues, en la noción de límite, y al ser el límite lo común al algo y al otro, el barroco deviene una estética de la alteridad: la identidad del algo lleva inevitablemente a lo ajeno con quien contrasta, y lo torna proclive al transformismo (donde lo uno es siempre otro), al travestismo, como a la búsqueda de heterogeneidades que pongan en entredicho una presunta identidad. En suelo americano, Bolívar Echeverría lo explica como consecuencia de la necesidad, tanto de colonizadores como de oriundos, de ir más allá de sí mismos, de volverse diferentes de lo que eran como consecuencia del desarraigo y la pérdida de referencias de unos y otros que hemos destacado precedentemente (1988). Así, el desplante del significante lo vuelve migrante pero nunca evanescente. Lo que migra son formas en unos cuerpos, en una materialidad concreta que si bien carece de un suelo geográfico en que arraigar, cada vez que se planta prolifera. La desterritorialización no implica, con todo, arrasamiento del suelo, sino canibalización de los restos y sincretismo de las formas. Desrealización. A la carencia de localización hay que añadir la de un sustrato ontológico que asegure el arraigo de lo real. Los poetas y arquitectos del llamado “barroco áureo” operan sobre la intuición de un exceso de apariencia sobre una nada abisal que, no obstante, no redunda en nihilismo. Al contrario: es pura vitalidad inmanente que, merced a los auspicios del contrarreformismo católico, se impulsa hacia arriba, sin que por otro lado ese plano se deslinde jamás de la materia: “El sistema de Spinoza es inmanente —asevera Bollini (2013)—; pero la contrarreforma católica (con ella Bernini, Rubens y Zurbarán) se construye hacia trascendencia, bajo verticalidad” (24). Nada, 32

por otra parte, evita que ese real excesivo —por defecto, como en Sarduy, o por exceso, como en Carpentier— tienda al extravío, se haga derroche o se tuerza en drapeados y festones. El estado de proliferación, destacado por Severo Sarduy,3 conecta directamente con las continuidades que Greimas considera tanto propias de un espacio narrativo, en el que se ponen en juego las pasiones, como del universo natural atravesado por fuerzas. Fuerzas y pasiones serían así el fondo escurridizo sobre el que se sostiene el edificio barroco americano. Designificación. A la errabundez de estilo hay que añadir un significante reacio a la adherencia a un significado único o estable. El significante se desplaza, rodea su objeto, lo alude sin nombrarlo, lo desquicia en la imposibilidad de asirlo. Así se autonomiza, se libera, se torna festivo. No hay ataduras a las que ceñir los pliegues: “el barroco teje, más que un texto significante, un entretejido de alusiones y contracciones rizomáticas, que transforman la lengua en textura, sábana bordada que reposa en la materialidad de su peso” (Perlongher, 2008: 95). Es el carnaval: baile de máscaras. El puro significante, liberado a sí mismo, horada el sustrato semántico, lo perfora, lo vuelve inestable. Ello hace que, paradójicamente, el barroco rehúse toda posibilidad de decodificación o de restitución del texto originario, tornando impracticable toda exégesis. Desterritorialización, desrealización y designificación podrían tal vez, en un impulso por llegar a una unidad imposible, reunirse en el concepto de artificio. Artificio de las fronteras, de los límites y de las marcas que siempre pueden correrse pero jamás dejar de existir. Artificio de las palabras, de los signos, de los puentes de los que nunca podremos, no obstante, prescindir. Artificio de las coartadas por asir lo real. Pero 3 “Otro mecanismo de artificialización del barroco es el que consiste en obli-

terar el significante de un significado dado pero no reemplazándolo por otro […] sino por una cadena de significantes que progresa metonímicamente y que termina circunscribiendo el significante ausente, trazando una órbita alrededor de él”, (Sarduy, 2011: 11); tal es el procedimiento que se pone en juego en la proliferación.

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entre los planos y las planicies marcadas por fronteras móviles, entre las palabras que recortan universos, entre ángeles de estuco y falsos relieves se hallan grietas por donde se cuelan voces de otros mundos, nunca acalladas, siempre prontas a descongelar supuestas homologías, a estallar en risa cuando no a morir de llanto. O las dos cosas. ¿Cómo puede pretenderse, así, una hermenéutica sobre la base de (lo que por ahora sería) un estilo que rechaza toda posibilidad de traducción única, que se mofa de la estabilidad de los significados y desdeña la restitución de un sentido llamado a apuntalar el ser de las cosas? Tal vez, por su misma ubicuidad, el barroco consienta su metamorfoseo o su travestirse en concepto operatorio. Un concepto que refiere una estructura en la que domina la tensión de lo divergente, en el que una totalidad se ve compuesta por planos cuya intersección imposible la vuelven inestable, compleja y siempre próxima al estallido, la descomposición y la recomposición, sin que sea posible anticipar el resultado. Un concepto que remitiría a un universo corporal cuyas intensidades vuelven imprecisas las fronteras entre las cosas. Sería, así, un concepto eficaz para la construcción de una hermenéutica que no puede dejar de prestar oído a lo disonante: si las hermenéuticas que derivan de la matriz heideggeriana y gadameriana ponen el acento en la reunión y la unidad, la comprobación de la imposibilidad última de la reunión de lo semejante, fuerza a la consideración de la escisión como momento necesario. De este modo, los aspectos agónicos de nuestra historia componen la matriz ontológica desde la cual debemos abordar las cuestiones relativas a la interpretación y la comprensión de nosotros y los otros, de esta tierra de injertos llamada América.

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Cristóbal, Alejo y América Y después junto con la dicha isleta están huertas de árboles las más hermosas que yo vi, y tan verdes y con sus hojas como las de Castilla en el mes de abril y de mayo, y mucha agua. Yo miré todo aquel puerto y después me volví a la nao y di a la vela, y vi tantas islas que yo no sabía determinarme a cuál iría primero. Y aquellos hombres que yo tenía tomados me decían por señas que eran tantas y tantas que no había número, y nombraron por su nombre más de ciento. Diario de a bordo de Cristóbal Colón

Las primeras descripciones de lo americano lindan con lo grotesco. Lo grotesco es el ejercicio de imaginación de superar el límite de lo natural, es hacerlo implosionar. Para Cristóbal Colón, la realidad americana es grotesca, el mundo vegetal y animal no se corresponden con los límites de las realidades conocidas. El lenguaje tampoco encuentra su lugar, no hay con qué nombrar lo recién descubierto porque las fronteras artificiales del lenguaje están habituadas a otros contenidos. Pero ahora los contenidos desbordan las formas. Y el lenguaje se tuerce, se sale de los márgenes, se enrarece, se dilata. Se entreteje con las cosas. Se hace barroco. No es solo que el lenguaje falle al intentar describir lo que ve: es la propia realidad la que se empeña en desacomodarse. Esquiva, indócil, rebelde a los encasillamientos. En la medida en que una realidad se ve penetrada por un lenguaje, nos libera de su impacto. Por eso América fue un choque fulminante: no había palabras que permitieran mediarla. Así nos la descubre, después de Colón, Carpentier (19041980). La cuestión relativa al choque entre universos culturales diferentes o irreductibles entre sí asoma ya en su primera novela ¡Écue-Yamba-O! (1933), y ocupa buena parte de sus numerosos ensayos. El hecho de hallarse a horcajadas entre la cultura caribeña afroamericana y europea lo predisponen 35

desde un principio a interrogarse acerca del modo en que los universos extraños combinan lo universal y lo particular. En el capítulo intitulado “De lo real maravilloso americano”, que forma parte del volumen Tientos y diferencias (originalmente es el prólogo de la novela El reino de este mundo, de 1949), se vuelca de lleno al tema. En esta ocasión, son los viajes a distintos países los que inspiran la reflexión. Carpentier habrá de constatar a lo largo de su recorrido —sabemos que era un viajante de vocación, un consumidor voraz de curiosidades— que la imposibilidad de dominio de una lengua inhabilita la comprensión de la cultura, en el sentido de Von Humboldt: la lengua es la puerta de acceso a una realidad cuyo misterio, no obstante, rehúsa siempre la última palabra. Pero el autor se apoya en la convicción de que aún en lo más diverso y empecinadamente local siempre es posible el hallazgo de secretas analogías. O más bien habría que decir: es su búsqueda pertinaz la que lleva a su encuentro. La búsqueda de las analogías, del elemento universal para amortiguar el impacto de lo diferente, forma parte de una reconocible tradición ilustrada que se entremezcla con el barroco carpentino. Su intento es hallar lo local en lo universal para descolonizar las letras americanas y darles un espacio en el panorama internacional (Millares, 2004). El ensayo va de menor a mayor, va de lo inasequible a lo familiar, según sea el grado de dificultad o de alejamiento de cultura con respecto a los propios referentes, de lo conocido y habitual. Toda realidad que se precie de foránea resulta asociada con la nuestra, como un modo de establecer sincronismos. Pero ello no siempre es tan sencillo: es el caso de la cultura china, a la que conoce someramente por un viaje a Pekín. Los monstruos telúricos, las enormes tortugas y los dragones rehúyen el entendimiento, y la visita concluye con la comprobación dolorosa de la imposibilidad de su cabal comprensión por desconocimiento de su lengua y sus textos, a los que define como “materia verbal”: “me falta —nos dice subrayando con cursiva— un entendimiento de los textos” (Carpentier, 1976: 36

85). No sucede lo mismo con el Islam (más precisamente con Irán), en el que resalta elementos comunes a nuestro arte y territorio en “extensión, desmesura y repetición” por las texturas y la materia de que está hecho su arte, venciendo el deseo de imitación: “Pensé que en eso de amar las texturas, los serenos equilibrios geométricos o los enrevesamientos sutiles, los artistas mahometanos daban muestras de una imaginación abstracta que solo es comparable a la que puede comprobarse, yendo a México, en el pequeño y maravilloso patio del templo de Mitla” (86). La agudeza se complace, una vez más, en el hallazgo de equivalencias y sutiles sincronías. Sin embargo, la búsqueda de elementos analógicos entre su cultura y la islámica pronto deriva en desazón por la imposibilidad de asimiento de ese universo, a causa del desconocimiento de la lengua: “Conocer esos signos hubiese sido mi deseo”. La cultura rusa, en cambio, pese a privarlo del dominio de la lengua, lo premia con la inteligibilidad de sus formas arquitectónicas, de su literatura y de su teatro. La frontera cultural parece borrarse en este caso, pues se conocen los medios técnicos para referir lo que se ve: “En Leningrado, en Moscú, volvía a encontrar, en la arquitectura, en la literatura, en el teatro, un universo perfectamente inteligible” (89). Por estos, esa “realidad ajena” puede hablar. En Praga —ciudad en la que la progresión hacia lo que presenta un cierto “aire de familia” alcanza su punto culminante— Carpentier no solo hace alusión al signo lingüístico: también hay registros no verbales que dicen a su manera: la piedra tallada, un trazado urbano, los acordes de un piano. La noción de textualidad, como se deja ver, es amplia, no se limita al texto escrito, y está ligada, fundamentalmente, a la presencia de signos que tienen una carnadura material: “No hay piedra muda en Praga para el entendedor a medias palabras” (91). Después de la crónica que tiene por escenario a China, Irán, Rusia y Praga, se intenta abordar con ojos nuevos la realidad textual latinoamericana. El momento de extrañamiento previo pone distancia en lo cercano, lo que le permite descubrir 37

nuevos aspectos. La referencia a la figura de Bernal Díaz del Castillo —que en 1568 escribe su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (editada póstumamente en 1632)— resulta capital y deja entrever rasgos que serán característicos de la literatura americana. En efecto, en la descripción de las proezas de Amadís confluyen realidad y ficción, hazañas leídas y vividas, mezcla de lecturas de libros de caballería y otros de literatura “seria”. Se reconoce en el absurdo un estilo que se afianza en América, como lo había hecho ya en territorio europeo. Surge así, por vez primera, el concepto de “real maravilloso”. Pero su gestación tuvo lugar —nos dice— a la vista del palacio Sans-Souci, residencia real del rey Henri I (Henri Christopher) en Haití, tierra de “sortilegios”. Ahí le “vino a la mente” la noción, en el cruce del pasado con el presente, en el cruce de lo europeo y lo americano, en la reunión perenne y fugaz de elementos en la que solo una mente ingeniosa puede encontrar correspondencias.

*** El término “maravilloso” no es ajeno a la literatura europea del siglo XVII, se gesta al interior del conceptismo, cuya expresión, de acuerdo con la tesis de Jon Snyder (2014), constituye “lo más auténtico y original del barroco” (24). Será el italiano Torcuato Tasso, en sus Discorsi del poema eroico (1587-1594), quien destaque la noción de lo “maravilloso” (cualidad de lo americano, según Carpentier). Lo maravilloso en Tasso es una mezcla de imaginación y razón, lo cual hace a su carácter contradictorio y vivo. Los elementos, extraños unos de otros, se comportan como “forasteros”, siendo la poesía la comarca de acogida de los distintos. La escritura barroca produce imágenes nuevas que provocan el placer del lector tanto como su admiración, que se goza además con la “pintura” que logran las palabras. Y es que no solo la convergencia de palabras que normalmente no se aproximan puede producir estupor, sino también la “evidencia visual y perceptiva” que produce el 38

poema. Lo maravilloso tiene así dos sentidos: uno se refiere al efecto que la poesía provoca sobre el espectador; el otro, a la sorpresa creada por la fuerza poética de las imágenes. Esa fuerza maravillosa surge del choque entre cualidades opuestas y contradictorias, de la mezcla de imaginación y razón, que son las que provocan el placer y la admiración del lector. De modo que, lejos de reducirse a una estética de la recepción, la poética de Tasso investiga esa cualidad que hace que la poesía pueda causar placer. No son pocas las coincidencias y semejanzas entre esta conceptualización de lo maravilloso y las referencias que se hacen a él a lo largo de los ensayos del autor cubano. Pero la comparación, entre lo maravilloso americano y lo maravilloso europeo, nos da la exacta medida de su acercamiento y de sus diferencias. En uno, lo maravilloso es el prodigio del encuentro de lo diferente de manera espontánea: es la historia la que ha acercado el palacio Sans Souci a la tierra de los plátanos, la que combina las ruinas de glorias pasadas con un presente en el que abundan plantaciones y verdes soledades. En el otro, lo maravilloso es el encuentro forzado de lo foráneo por trucos de prestidigitación, lo que redunda en clisé: Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad recién vivida a la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años (Carpentier, 1976: 94-95). Para los conceptistas, lo maravilloso es a la vez una cualidad de los objetos cuanto de los sujetos que pueden gozarse de ellos. De la misma manera, lo real-maravilloso carpentino surge 39

como taumaturgia inherente a lo real-cotidiano y como prodigio e iluminación del espíritu. Una dimensión maravillosa que se niega, en cambio, a la literatura europea a causa de su adocenamiento, a la repetición de códigos consabidos, al clisé, es decir, a la burocracia literaria cuando pretende repetir fórmulas exitosas. Lo maravilloso auténtico, en cambio, sobreviene con “una inesperada alteración de la realidad (el milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual” (96). Lo real maravilloso surge de un acto de fe, que abreva en cosmogonías y mitologías aún inagotables que nos hablan de mestizaje, de indios y negros, de himnos y paisajes vírgenes. Sin embargo, al concepto lo acechan tres peligros, al que el propio Carpentier va a sucumbir, según él mismo admitirá: el del criollismo superfluo (presente en su primera novela), el del realismo mágico de los surrealistas y “el de las servidumbres de las literaturas comprometidas y el realismo socialista” (Millares, 2004: 49). Urdimbre material que abarca los registros verbales y no verbales de una cultura (teatro, literatura, escultura, etcétera), el texto barroco se entreteje así con una cierta disposición del alma, con una mística, con una “temible carta de una fe” (Carpentier, 1976: 97). Ese anclaje es, sin lugar a dudas, el elemento mestizo, el cual impide la fatiga y la repetición mecánica de las formas para redundar en una “revelación privilegiada de la realidad”. De ahí que el desafío de todo escritor sea trasponer en palabras el cuerpo del objeto: “Muéstreme el objeto; haga que con sus palabras, yo pueda palparlo, valorarlo, sopesarlo”. La palabra debe poder alcanzar la intimidad de lo real. La realidad es, para Carpentier, antes que cualquier palabra la nombre o la designe. Pero solo adquiere densidad cuando pasa al plano del lenguaje. Se opera así un trastrueque entre la entidad abstracta de lo real no tocado por el lenguaje y el lenguaje que materializa en su idealidad a los entes del mundo. Pero no cualquier lenguaje: el único “estilo” capaz de modelar esa corporalidad es el barroco: “El objeto vive, se contempla, se deja sopesar. La prosa que le 40

da vida y consistencia, peso y medida, es una prosa barroca, forzosamente barroca, como toda prosa que ciñe el detalle, lo menudea, lo colorea, lo destaca, para darte relieve y definirlo”. *** La constatación de la grieta profunda que separa palabra y realidad, y la obsesión por suturar la brecha, es una constante en las novelas de Carpentier. Lo comprobamos en Los pasos perdidos (1953), en El arpa y la sombra (1978), en Concierto barroco (1974): —“Y ese dios Uchlibos”. —“Yo no tengo la culpa de que tengan ustedes unos dioses con nombres imposibles. Los mismos Conquistadores, tratando de remedar el habla mexicana, lo llamaban Huchilobos o algo por el estilo”. —“Ya caigo: se trata de Huitzilopochtli”. —“¿Y usted cree que hay modo de cantar eso? Todo, en la crónica de Solís, es trabalenguas” (Carpentier, 2005: 71). Junto con el tiempo, la obsesión es la palabra. La palabra que nombra de más o de menos, que no alcanza a decir o que dice de más, cuyo significado se pierde o extravía. Como cuando Colón tiene que describir esa tierra recién descubierta: Fui sincero cuando escribí que aquella tierra me pareció la más hermosa que ojos humanos hubiesen visto. Era recia, alta, diversa, sólida, como tallada en profundidad, más rica en verdes-verdes, más extensa, de palmeras más arriba, de arroyos más caudalosos, de altos más altos y hondonadas más hondas, que lo visto hasta ahora, en islas que eran para mí, lo 41

confieso, como islas locas, ambulantes, sonámbulas, ajenas a los mapas y nociones que me habían nutrido. Había que describir esa tierra nueva. Pero al tratar de hacerlo, me hallé ante la perplejidad de quien tiene que nombrar cosas totalmente distintas de todas las conocidas —cosas que deben tener nombres, pues nada que no tenga nombre puede ser imaginado, más esos nombres me eran ignorados y no era yo un nuevo Adán, escogido por su Criador, para poner nombres a las cosas (Carpentier, 1994: 127-128). Significante elidido, pero no por ello menos presente, insinuado, aludido; América es un continente para el que no se tiene palabras, pues las cosas recién descubiertas no se reconocen en los nombres habituales, no corresponden a ningún significante conocido, rehúsan su captura por el viejo idioma. Se trata de una realidad nueva. Sin embargo, otra vez, las analogías van a salvar el puente que separa lo distinto: se trata de esculpir el continente en parangón con la mujer, donde la analogía suple la falta de palabra: “recia, alta, diversa, sólida […] de altos más altos y hondonadas más hondas”. El erotismo de la frase delata la búsqueda fascinada de una realidad que se escapa, de un deseo que se crispa en el encuentro de lo desconocido, pero cuyo objeto se entrevé oscuramente. Y da cuenta de un lenguaje que derrocha recursos, que es todo lo contrario de un austero y económico modo de decir, que no se limita a comunicar. Lejos de todo puritanismo, ese lenguaje teme tanto a la funcionalidad como al vacío. Por eso tiene que multiplicarse, proliferar, fecundo como la tierra que acaba de descubrirse. En Los pasos perdidos, la búsqueda del origen de la música lleva a su protagonista de la ciudad a la selva. La dicotomía naturaleza-cultura, intemporalidad e historia, se actualiza a su vez en dos mujeres: Mouche, amante del protagonista —mu42

jer citadina, de belleza artificial, mudable, locuaz— y Rosario, una mestiza que habla con las plantas y con quien encuentra el amor, la intimidad. La contraposición irreductible de cada uno de los mundos representados por las mujeres, y la tensión entre el universo civilizado y la selva misteriosa, con su sinfonía de olores y colores, representa el eterno conflicto americano de quien vive entre dos orillas, sin poder decidirse por ninguna, y que el barroco encarna en su tensión. Pero lo que la selva le devela es el descubrimiento de la música, en la palabra gutural que sale de la garganta del hechicero frente al cadáver del cazador, la palabra anterior a la palabra, o mejor, al lenguaje: Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una palabra que es ya más que palabra. Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al espíritu que posee el cadáver […] Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero ya es algo más que palabra (Carpentier, 1980: 174). En El recurso del método es el tirano quien descubre que se ha quedado sin palabras, y que solo puede recuperar su adherencia original a través de su reconciliación con aquello de lo cual se ha separado: El vocabulario, decididamente, se le angostaba […] y notaba el exasperado orador que estaba afónico, sin idioma —que ya no disponía de palabras útiles, dinámicas, estimulantes, porque las había malbaratado, les había mellado el filo, las había puteado, en desperdiciables escaramuzas, indignas de tal despilfarro (123). 43

Tras quedar sin palabras, afónico, el tirano comprende que solo alcanzando el latido de lo real el lenguaje puede recuperar la savia y el esplendor perdidos. El encuentro con lo real es encuentro con el origen. Origen que, extrañamente, rechaza toda identidad estable porque es mestizaje, mezcla, contaminación sin pureza: Decir Latinidad era decir mestizaje, y todos éramos mestizos en América Latina; todos teníamos de negro o de indio, de fenicio o de moro, de gaditano o de celtíbero […] Y ahora sí que le venían ideas de adentro, le renacían las palabras, al Primer Magistrado, repentinamente dueño de un vocabulario nuevo. Palabras flamantes, sonoras, gratas para el oído (126). Eso deben ser las palabras: “flamantes, sonoras, gratas para el oído”. Deben poder gozarse y masticarse, oírse y palparse, verse rodeadas de ellas, como en un concierto, como en un carnaval.

BiBliografía Bollini, Horacio. (2013). El barroco Jesuítico-Guaraní. Buenos Aires: Las cuarenta. Carpentier, Alejo. (1976). “De lo real maravilloso americano”. En Tientos y diferencias (pp. 83-99). Buenos Aires: Calicanto. ————. (1980). Los pasos perdidos. Buenos Aires: Quetzal. ————. (1980). Problemática de la actual novela latinoamericana. México: UNAM, Dirección General de Difusión Cultural, Departamento de Humanidades. ————. (1994). El arpa y la sombra. México: Siglo XXI. ————. (2005). Concierto barroco. Buenos Aires: Nuestra 44

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El Diablo en el agua David Castañeda Álvarez Universidad aUtónoma de Z acatecas

Diablo Un hombre camina, se hinca como derrotado y, en un cuenco de agua, descubre su rostro: “lleno de mí —ahíto— me descubro/ en la imagen atónita del agua”, “Esta mañana te sorprendo con el rostro tan desnudo/ que temblamos”. Así comienzan dos poemas fundamentales de la poesía mexicana del siglo 47

XX: “Muerte sin fin”, de José Gorostiza, y “Sindbad el varado”, de Gilberto Owen. Llama la atención que ambas obras nacen de la misma imagen: un otro que se mira a sí mismo en el reflejo del agua. Esa toma de conciencia de uno mismo, y a la vez del Otro, es cosa del Diablo. El personaje luciferino se esconde en todos lados y desde todos lados puede ser llamado. Su primera aparición como tal fue en el Génesis bíblico cuando en forma de serpiente, animal que ondea como el agua, tienta a Adán y Eva para comer el fruto de la ciencia. El fruto les iluminaría el mundo para distinguir el bien y el mal. El Diablo conduce a los primeros hijos de Dios a desobedecer la regla divina, y más que nada, a salir de su ingenuidad paradisiaca en que vivían. Y Dios los castigó con el dolor de nacer. Desde siempre, el Diablo ha sido el antagonista de Dios. Si Dios (y aquí nos referimos al dios cristiano) es el creador de todas las cosas, también resulta el destructor de todo. En tanto crea destruye; porque cada ser del mundo muere a la vez que vive, y viceversa. Dios incuba un poco (o un mucho) de muerte en cada célula de lo que concibe y tal parece que se complace en hacerlo. Es, como diría el propio Gorostiza, una “oscura mecánica” de vida y muerte que no parece tener propósito alguno, sino el placer de Dios de ver a sus criaturas morir y vivir nada más porque sí. Por otro lado, la figura del Diablo se ha presentado en contra de tales dictados que se advierten como yugos; deviene siempre como el contrario a la Ley. En la Edad Media, por ejemplo, el Diablo (el demonio, Satanás, etcétera) era sinónimo de maldad, de exceso, de vicio: un ser que reinaba sobre la voluntad de las mujeres y era amigo de las brujas en un tiempo lleno de teólogos indecisos. En el Siglo de Oro español, este personaje cambió sus muecas terroríficas por las cómicas; el Diablo se ríe a mandíbula batiente en momentos de suma solemnidad monárquica.4 En estos tiempos 4 Véase “El diablo en la literatura de los Siglos de Oro: de máscara terrorífica a

caricatura cómica”. En Amelag y Tausiet, 2004: 67-98.

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de ensimismamiento, de mundos portátiles, el demonio vuela como la posibilidad de lo múltiple;5 es decir, como la apertura a lo indefinido en el conocimiento humano. Si Dios es orden unívoco, el Diablo es polifonía y azar. Si Dios es la moral del trabajo, ganarse el alimento “con el sudor de la frente”, el Diablo incita al día de borrachera, a las vacaciones, al placer. El demonio gobierna sobre las iluminaciones. Alumbra. Muestra la luz para que la imagen sea posible; la toma de conciencia de uno mismo y de la realidad. Si Dios creó todo, forma, razón y sustancia, el Diablo es el darse cuenta de ello. Por ejemplo, en el mismo poema de Gorostiza, el Diablo se evidencia cuando el hombre toma conciencia de estar encarcelado en una forma. Esa forma es Dios expresado en las formas plurales del mundo, en sus imágenes. Dios, en este caso, aparece en el hombre “lleno de sí”, “sitiado” en sí mismo, cuando se descubre, “ahíto”, en el reflejo del agua. El hombre puede ver a Dios mirándose a sí mismo, como Narciso, porque Dios es la forma que le fue concedida y el agua misma que la refleja. La conciencia de uno mismo como ser contenido despierta una conjetura sobre la libertad. El hombre, en el poema, no tiene más que los sentidos, la sensibilidad, para notar el mundo circundante; es así que presta atención a los sonidos (“Porque el hombre descubre en sus silencios/ que su hermoso lenguaje se le agosta”), al gusto (“Sabe a luz, a luz fría,/ sí, la manzana”), al tacto (“a tientas por el lodo”), al olor (“¡Oh, qué mercadería/ de olor alado!”), pero sobre todo, a la vista, al centro del ojo vivo que mira sin percibir que es mirado: No ocurre nada, no, sólo esta luz, esta febril diafanidad tirante, 5 El Diablo es en sí mismo múltiple según sus representaciones: tiene escamas

(agua), pezuñas (tierra), alas (aire) y la cabeza roja (fuego), la reunión de los cuatro elementos (Cirlot, 1992).

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hecha toda de pura exaltación, que a través de su nítida sustancia nos permite mirar, sin verlo a Él, a Dios, lo que detrás de Él anda escondido: el tintero, la silla, el calendario (Gorostiza, 2004). El hombre descubre incluso que los objetos tienen una voluntad de ser inaprensibles también, como Dios mismo; que la forma de la silla o el tintero son algo más que su forma, que expresan un lenguaje velado e inmortal, inaccesible al lenguaje humano salvo en instantes de lucidez y rasgaduras del tiempo. Mediante el cuestionamiento del mundo (la duda) se trasgrede la idea de “orden divino”. En este caso la libertad no es un don de Dios, sino un elemento que el hombre desentraña de sí mismo, que fragmenta su conciencia y su visión de la realidad en fractales vivos: imágenes. Este saber que “no ocurre nada” le permite interpretar el engaño de Dios: la forma constriñe, el tiempo aniquila y, sin embargo, se piensa que todo es a razón de un libre albedrío. ¿Cómo trasponer esa aparente libertad que Dios ha dictado? Si el hombre es preso de sí mismo y, alternativamente, del mundo alrededor, ¿cómo rasgar la forma plural que contiene las cosas, la apariencia? El Diablo entonces se expresa como la personificación misma de la libertad, es decir, el eslabón que une el “libre albedrío” de Dios con la voluntad de tomar las decisiones que a uno le plazcan, el que tocó a la puerta para tentar a todos los Faustos del mundo: ¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo, ay, una ciega alegría, un hambre de consumir el aire que se respira, la boca, el ojo, la mano; estas pungentes cosquillas 50

de disfrutarnos enteros en un solo golpe de risa (Owen, 1996). El Diablo, como símbolo universal, significa una revuelta a lo conocido, ir a contracorriente, o sea, contra la destrucción de la cual se place Dios. La blasfemia de decir: “El Diablo te quiere vivo; Dios, muerto”. En tanto las criaturas son obra de Dios, la “realidad” la conserva el Diablo como un aliciente, o mejor dicho, como una segunda iluminación que nace desde dentro del ser (la conciencia, la inteligencia, la sabiduría) y no desde la forma o la apariencia. La promesa luciferina no es siquiera la inmortalidad, sino el vivir con todas las fuerzas (“un golpe de risa”). Ello, por sí, es un acto de rebeldía contra Dios-forma-eternidad, y más aún, contra la aniquilación. Este personaje aparece como una esencia maligna, o mejor dicho, como el Mal presente en las acciones destructoras del mundo. En este sentido, el Diablo es más un tema que un personaje, más cercano al tipo de Diablo del barroco español que señala Salvador Elizondo (1992); es decir, una figura borrosa entre las múltiples catástrofes de la existencia que, poco a poco, apunta hacia la picaresca, aunque no deja de ser el enemigo suntuoso de Dios y su creación: […] el mismo diablo que había surgido de las profundidades de la tierra con forma viperina, que había surgido a los empíreos heroicos y que se había mezclado al populacho ebrio de ajenjo de la agonía romántica, el señor de las espiroquetas, tornaría a una condición eficiente y vulgar y de la misma manera que para el gran romanticismo el destino llegaba a la puerta del hombre (248). En efecto, el demonio representa el destino del hombre, o más precisamente, la tentación de revolucionar las acciones huma51

nas destinadas en apariencia al fracaso y a la muerte. El Diablo toca a la puerta para tentar al hombre. Lo invita a trascender la muerte mediante la desobediencia a Dios; o a vivir la vida, así, con sencillez, pues el acto de vivir ya de por sí es trasgresor de la muerte; o para sugerir que Dios ha muerto, que es tan solo una estrella falsa que desapareció hace siglos, pero aún irradia una luz catastrófica. Este ser es “la síntesis de las fuerzas desintegrantes de la personalidad” (Chevalier, 1986), porque advierte que la “personalidad” (máscara, cosa fija) expresa solo la fachada de algo más complejo, vivo y en movimiento al interior de los hombres. Fragmento, ondina, disolución parecen ser sus cualidades más notables, cualidades que resultan casi idénticas a otro símbolo igual de complejo como lo es el agua, en tanto desintegra la forma y busca siempre un cauce a su voluntad de viaje. Agua El agua fluye hacia todos lados y viene desde todas partes. Avanza y se estanca, permanece y desemboca. Simboliza lo fugitivo, lo trasmutable y a la vez lo cíclico. Este elemento representa la sustancia que vaga “libre” en el mundo o, mejor dicho, que discurre sin estar sujeta a la forma. Vive sin fin a no ser que se condene a un cuerpo, a un vaso de cristal duro, por ejemplo, y se estanque su naturaleza indomable. Para Bachelard (2003): El agua es realmente el elemento transitorio. Es la metamorfosis esencial entre el fuego y la tierra. El ser consagrado al agua es un ser en vértigo. Muere a cada minuto, sin cesar algo de su sustancia se derrumba. El agua corre siempre, el agua cae siempre, siempre concluye en su muerte horizontal (15). Digamos que el agua, sin olor, color ni sabor es un agua “pobre” si se coloca entre los paisajes llenos de flores, minerales y 52

frutas, por ello quizá “anhela” una forma. Aunque sea símbolo de lo fugitivo, este elemento desea quedarse quieto, busca una “muerte horizontal” para renacer en otra parte. Se estrangula en una forma para respirar en otra. La presencia de este elemento dicta la física de las cosas, por ejemplo, de la escritura. Toda narración discurre a semejanza del agua. Forma y contenido se engendran mutuamente. Ulises, de Joyce, bien puede ser un mar violento, mientras que Pedro Páramo, una espectral laguna. En la poesía ocurre más o menos lo mismo. La poesía, sustancia acuática y fugitiva, solo puede mostrarse en el poema, ya que el poema, sin poesía, es una forma desprovista de sustancia. La poesía, sin el poema, nace para morir, como la flor de un instante. La necesidad de ambos es fundamental: encuentran la comunión en su contrario para crear una tercera realidad. Un soneto o una silva tienen estructuras determinadas por el aliento que discurre en el poeta y, a la vez, el aliento del poeta encaja en dichas estructuras según el impulso acuático, por así llamarlo, de lo que quiere expresar. En este caso, la silva es como un río que atraviesa el bosque, mientras que el soneto semeja un estanque tranquilo y profundo. El agua entonces es la luz y movimiento (tiempo) a la conciencia del hombre. Supongamos que vemos a Heráclito en afluente. Nada más es un hombre en un río. Sin embargo, la conciencia de sí mismo y del elemento que lo atraviesa vuelve a ese hombre un ser alumbrado por otra cosa que no es ni el río ni la naturaleza, sino la convergencia de ello en su cuerpo, un reflejo. Luego ese hombre convierte el agua y su cuerpo en tiempo; es decir, una anagnórisis del Uno con el Todo. El hombre que se mira en el agua descubre el movimiento sobre la red de cristal, observa su imagen distorsionada por los temblores de la tierra, percibe el flujo de lo temporal. Este hombre entonces se reconoce en el Diablo; es decir, en el reflejo fugitivo del líquido. Su propia imagen es la cara del Diablo. El ojo que mira es el mismo que es mirado desde la fuente. El Diablo, escondido en la profundidad o entre las ondas acuá53

ticas, también observa al hombre que se asoma. Le revela su condición temporal, finita y terrenal. ¿Qué pasaría si el Diablo buscara su propia imagen en el agua? ¿Qué pasaría si el gran ojo de la revelación se mirara a sí mismo? Tal vez encontraría el rostro del hombre. Quizá el demonio en el agua no sea más que el hombre mismo consciente de su mortalidad y de su paso fugitivo por el mundo. Diabólico cauce literario ¿Qué significa entonces el Diablo en el agua? Hay por lo menos cuatro elementos que intervienen para su interpretación. Uno es la imagen; dos, la luz; tres, el movimiento; cuatro, la profundidad. Narciso en el arroyo vio su imagen reflejada en un agua calma, de poca profundidad y, sin embargo, descendió a los abismos de sí, enamorándose de su propia belleza. Para él no hubo retorno, porque su viaje empezaba y terminaba en él. Cuando el hombre de “Muerte sin fin” o de “Sindbad el varado” mira el agua, como Narciso, tiene un renacimiento. Él ve su figura, reconoce su forma, y sabe que esa misma forma lo condena a muerte. El Diablo en el agua representa luz en movimiento y el hombre que lo atestigua se convierte en viajero de su propia conciencia. Cuando este último emprende el viaje tiene la oportunidad de renacer con una conciencia lúcida. Bautiza su espíritu. ¿Y qué es esto sino una trasgresión a los dictados de Dios de vivir una sola vez y para siempre sin posibilidades de nacer de nuevo? Renacer es reencarnar un cuerpo y un alma diferentes, y esto es, en suma, el misterio del conocimiento. Siempre somos otro cuando nos ilumina el conocimiento o, como decía Heráclito, cuando nos bañamos en el río. Para Gracián (2002), la unión de dos realidades en una tercera, en una “primorosa concordancia”, era un acto de ingenio. Ello genera conceptos o metáforas. De aquí que, por ejemplo, los surrealistas podían escribir “ramo de caballos” sin la preocupación de que la construcción fuera verdadera o falsa, 54

moral o inmoral. Entonces el Diablo en el agua expresa, por un lado, la iluminación (el darse cuenta) de la forma que contiene un elemento fugitivo (el agua, el alma, el conocimiento); por el otro, la voluntad de trascender o desbordar esa misma forma que lo contiene en una expresión de “primorosa concordancia” como lo es, por ejemplo, una metáfora. La presencia del demonio (daimon, genio) en el agua es el símbolo del tiempo. En este sentido la forma resulta precisamente aquello que delimita una sustancia a lo finito. Así el lenguaje, por ejemplo, se materializa en la forma de la escritura para cuajar su propio contenido. La literatura entonces necesita una forma para lograrse; es decir, grafías que se convierten en oraciones que, a su vez, son medidas de tiempo en la lectura. El Diablo en el agua juega con la memoria (pasado), la presencia (presente) y la profecía (futuro) alternativamente en la literatura. Y luego, en el acto de leer, devuelve esas mismas medidas temporales (oraciones, párrafos, versos) a su condición líquida de nuevo. El demonio, oculto en las profundidades líquidas, lee el corazón del hombre como si fuera un libro. El Diablo en el agua sustrae el tiempo del tiempo. En algunas novelas, por ejemplo, los saltos temporales obedecen a una lógica azarosa, desarticulada, y hasta atemporal sobre la narración y, a la vez, la materia verbal con que se encuentran escritas necesitan del tiempo para verse realizadas. Cada oración es una medida temporal, un ritmo del aliento, que muchas veces trasciende esa medida y la vuelve perenne. Así encontramos que, en una expresión como “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, cada oración es una medida temporal, porque decanta en el tiempo de la lectura el tiempo de la historia. Cuando leemos este fragmento aprehendemos (decantamos) en nuestro propio tiempo el tiempo de Juan Preciado. Esta fuerza diabólica y líquida es mayor en la poesía. Si en la novela la lógica temporal ha devenido en algo secundario, la poesía siempre ha dado al traste con la noción de tiempo, de realidad y verosimilitud. La poesía —puede decirse con jus55

ticia— es la representación de la humanidad entera. Explica sin explicar nada (porque poesía es imagen y sonido) el cosmos y su mecánica. Crea otra realidad, la habita y vive en ella como un mundo diferente en el cual es posible la comunión de contrarios. El símbolo del Diablo en el agua tiende un puente a esa “otra orilla”, en la cual los seres y las cosas se disfrutan enteros y trascienden la muerte. Este símbolo toma el tiempo de Dios (el bíblico, cronológico) para tirarlo por la borda. Luego entonces la poesía significa rebelión contra la divinidad; se asienta como representación de lo otro, aquello eterno, vivo y luminoso que escapa a la catástrofe del tiempo, Dios y la muerte misma. Esa “primorosa concordancia” entre luz y agua, imagen y movimiento, forma y sustancia, es un gigantesco sí a vivir, a pesar de toda catástrofe. El diablo en los sueños “¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo”, así recita el final del canto décimo de “Muerte sin fin”. El personaje aparece siempre de improviso, como para aliviar la congoja de un ser que es en extremo consciente del dolor de estar vivo. Y lo que resulta interesante es que siempre surge en momentos cuando la realidad es volátil como el agua: toca a la puerta cuando es de noche, brota entre la oscuridad, se presenta en sueños. Podemos decir entonces que el Diablo prefiere medios acuáticos para aparecer en escena; o sea, momentos en que la inercia de Dios (la cárcel de la forma, el día) resulta vulnerable. En este siglo es difícil que el Diablo toque a la puerta como lo hacía en Europa en el XVIII; sin embargo, el sueño, además de la literatura, parece ser un medio preferido de este personaje. El Diablo ocupó el lugar de Hermes y ahora se encarga de revelar los secretos de la vida y de la muerte. El mensaje que trae da luz a las profundidades del ser (Freud, 1974). De aquí que la interpretación de los sueños es de alguna forma la interpretación del agua: saca del abismo acuático los símbolos 56

del Diablo. La exégesis onírica y acuática revela también el pasado, presente y porvenir del alma humana. ¿Y si la vida no fuera más que el discurrir de un sueño, tal y como lo advirtieron los poetas del barroco español, como Calderón de la Barca? En este caso la noción de verdad del sueño es fundamental. Al momento de afirmar que el sueño revela o pone al descubierto verdades, que quizá siempre estuvieron al alcance de la mano, se da por hecho que el sueño es incluso más verdadero que la realidad común. Entonces, ¿por qué no vivir en el sueño? Y en dado caso de que se viva en el sueño ¿soñar significa despertar? Lo mismo sucede con el agua. En el reflejo encontramos nuestro sueño, nuestro despertar, función que, según Bachelard (2003), también es característica de la “adhesión a lo invisible”, a la poesía: En esta adhesión a lo invisible consiste la poesía primera, la poesía que nos permite tomarle gusto a nuestro destino íntimo. Nos da una impresión de juventud al concedernos sin cesar la facultad de maravillarnos. La verdadera poesía es una función de despertar (32). Coincidimos en que la irrupción del sueño en la vida humana muestra un lado revelador de la misma, y ese lado es en efecto la presencia de una iluminación distinta en la conciencia, profunda e intensa, que solo el Diablo, como símbolo en el agua, puede mostrar. El sueño, la noche, el mar, la conciencia, el pensamiento, casi siempre recaen sobre metáforas de lo infinito y lo eterno, y más precisamente en figuras acuáticas.6 En dicho sentido, el símbolo que subsume a estos elementos resulta ser precisamente el Diablo. Ahora que las ideas de Dios y el Diablo se han transvalorado, ¿qué pensarían los místicos cristianos, si 6 “Así a través de esta/ inmensidad se anega el pensamiento mío;/ y naufragar en

este mar me es dulce” (Leopardi, 2008).

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fundirse en la “noche oscura” implica aceptar la anagnórisis luciferina del conocimiento? La condición de sueño de la realidad hace que esta se encuentre dentro de un escenario sin tiempo, donde las cosas son representadas sin origen ni destino, como en un teatro donde todos los días se repite la misma obra. El soñar de Dios, o sea, la realidad común de todos los días, promete a los seres la eternidad, es decir, un mundo inacabable; no obstante, el Diablo es tiempo, espejo, finitud y el placer de conservar todo ello. La realidad, en tanto sueño, carece de tiempo pero no de movimiento. Por ejemplo, las plantas mueren, sucumben a una “inercia” catastrófica, pero en realidad parece que nada ocurre, que nada cambia. La vida no es más que la “intensidad” del deleite de un Dios cruel que se resiste a crear “realmente” el mundo; que solo se concibe en un sueño eterno. El dilema ya no es si la vida es sueño o si el sueño es la vida, más bien, si la vida representa el “gran teatro del mundo” de Calderón. El hombre que se mira en el agua sueña que el Diablo lo mira al mirarse en el agua. El agua entonces funcionaría como un espejo “diabólico”, fluido, que revela la naturaleza engañosa de la realidad. El mundo es un espejismo acuático del Diablo. El diablo en el cuerpo Hemos afirmado que el Diablo y el agua son símbolos que se unen de manera natural. También hemos dicho que ambos actúan como revelación y descubrimiento del otro. La unión de los dos abre posibilidades inusitadas para la divagación en torno al pensamiento y a la imaginación humanas. Y en este punto nos preguntamos, ¿cómo interfiere el símbolo mixto sobre una cuestión fundamental para el hombre como lo es el erotismo? ¿Cuál es su influjo en los cuerpos? El hombre que se descubre en la imagen del agua contempla su otredad. En el reflejo ama su rostro, lo acaricia con la mira58

da, lo posee. Así Narciso muere por ese otro que es él mismo, pero a la vez renace en otra forma: una flor a la orilla del río. La imagen desequilibra el interior del hombre. Lo mueve hacia el deseo. El Diablo descubre la imagen que enamora o seduce al hombre. En un juego que oscila entre la prohibición y la trasgresión, quien contempla al otro busca y reprime su deseo. La imagen es reflejo integrador de su ser incompleto. Espejo del alma, reconocimiento. El otro lo devuelve a un estado de plenitud y unicidad. En el acto amoroso, en el sentido erótico que propone Bataille,7 se busca la comunión de los cuerpos. Los amantes se entregan a su muerte porque en ella encuentran la continuidad de su alma discontinua; es decir, la unión de sus propios cuerpos los lleva a un estado donde la muerte se olvida, la “pequeña muerte”, que paradójicamente sublima la sensación de vida. El acto amoroso supera los contrarios. Los funde en lo múltiple. Los sustrae del tiempo. Porque el acto amoroso es reflejo y puente hacia lo desconocido, tal y como lo es la poesía, por ejemplo. En el reflejo hay un hombre o una mujer que camina, se hinca y descubre su rostro en un cuenco de agua. El amor es una anagnórisis violenta. Las mujeres son las que abren, históricamente, el camino del deseo, las que desatan al Diablo. Es decir, desde tiempos antiguos ellas encarnan la relación con el demonio pues, se creyó, por sí mismas eran expresiones del mal y la locura: Desde la caída de Eva, y con especial relevancia en los siglos XVI y XVII, podemos comprobar que mujer y demonio se dan la mano en una representación múltiple del pecado, la tentación, la enfermedad, la falta de control, la locura y la transgresión, entre otras mani7 En el sentido que el erotismo es la expresión de la sexualidad humana sin

propósitos reproductivos (Bataille, 1997).

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festaciones; en suma, ambos resultan agentes visibles del mal humano y existencial (Moncó, 2004: 187). La amada es apertura a lo diverso. Los cuerpos se encuentran. Se despojan de las vestiduras. Cada uno es un límite. En los labios sellan su frontera. Y al abrirlos abren el imperio de su cuerpo, su personalidad, su aliento y su medida. Un beso significa el encuentro de dos límites vivos, dos líneas abiertas a la posesión. También un beso, casi siempre etapa inicial del encuentro amoroso, es el cruce de dos humedades. El Diablo se hace presente en la saliva. Invade a uno y a otro. Discurre en un lenguaje desarticulado de palabras, acaso de gestos. El Diablo, el deseo, viaja de los ojos, del agua de los ojos al agua de la boca; de la boca al vapor leve en las manos; de las manos al sudor de la piel. Un río que se desborda en imágenes “diabólicas”. En su encuentro, los amantes se reconocen y captan lo desconocido. Palpan el cuerpo que en ese momento es un reflejo de sí mismos, como el Diablo que observa desde el agua. Las dicotomías se vuelven transparentes. Todo es Uno. Y la sensación de vida brota con la naturalidad de una flor; solo que brota gracias a una lucha a muerte. Los amantes agonizan en su reflejo. Buscan arrancarse la máscara y los nombres. El agua de sus cuerpos vibra. También el Diablo que hay en esta. Se saben forma pero ansían la sustancia, el fluir del agua, con sed vampírica. “A donde yo soy tú somos nosotros”, diría Octavio Paz, en “Piedra de sol”. La mujer siempre va un poco más allá: alumbra e ilumina como un demonio: imagina; en tanto el hombre se extravía y se enceguece: razona. Ella tiene una fuente en el útero. Mantiene al Diablo en el agua consigo misma. Quizá por ello, para viajar, el hombre tenga que salir de casa mientras que la mujer viaja desde la casa, como Ulises y Penélope, de Homero y de Joyce, o como las mujeres de Troya, que observaron cómo la cólera masculina destruyó la ciudad. Y quizá también por ello 60

ha sido acusada de hechicera o bruja, de voluptuosa y perversa. La mujer comparte el elemento misterioso del agua con el demonio. Y al final del encuentro amoroso calma la voracidad de la muerte y de la guerra, como Afrodita a Marte.8 El Diablo habita el agua, pero también el eterno femenino. Cuando el personaje luciferino mira el agua, observa a las ninfas que conocen también los secretos de la metamorfosis y la posesión. Según Roberto Calasso (2005): […] si las ninfas presiden la posesión en su máxima generalidad, es así porque ellas mismas son el elemento de la posesión, son esas aguas perennemente encrespadas y mudables donde de repente un simulacro se recorta soberano y subyuga la mente […] El delirio suscitado por las ninfas nace entonces del agua y de un cuerpo que emerge de ella (23-24). El acto sexual, en suma, congrega la presencia femenina (ninfa) con la del Diablo en el agua. Cada vez que dos amantes se unen eróticamente hay sudor, saliva, incluso lágrimas. Semen y flujo. Delirio, posesión y metamorfosis. Los líquidos se comparten y el Diablo encuentra el medio para su viaje de un cuerpo a otro cuerpo. Sucede un descenso al inframundo, o al infierno si se quiere: en el orgasmo los amantes mueren por un instante, se ahogan, y renacen siendo otros. Tanto en el acto de estar sujeto a una forma, soñar, leer y escribir, como en el acto erótico, se expresa la presencia del Diablo en el agua como un símbolo que transforma la conciencia del hombre. En dichas acciones se produce un reconocimiento. El Diablo observa desde el reflejo del hombre. El hombre se lee a sí mismo: el Diablo en el agua lee al hombre que también es reflejo de sí mismo. El hombre camina, se hinca como derrotado, y descubre su imagen en un cuenco de agua. Como en 8 Véase el cuadro “Afrodita y Ares”, de Boticelli.

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“Muerte sin fin” o “Sindbad el varado”, sabe que contempla su imagen, su forma y a la vez la forma de otro. El hombre ve los ojos del demonio en sus propios ojos, porque ahí se esconde la voluntad de vivir a pesar de todo, el secreto de la lubricidad, el sueño, el conocimiento y la poesía.

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El detective de la novela negra: de la lógica deductiva a la acción intuitiva Bernardo Araujo y Gonzalo Lizardo Universidad aUtónoma de Z acatecas

En la actualidad nadie puede minimizar el éxito del género negro ante el público y ante la crítica. Basta ir a cualquier librería para advertir una o dos obras policiales en las listas de popularidad, sin que falten reediciones de títulos clásicos o rarezas para coleccionistas. Dentro del amplio espectro de géneros o subgéneros modernos, el género negro destaca por su amplísima difusión, ya que es cultivado, con múltiples variantes, por autores de todo el mundo: ingleses, norteamericanos, españoles, franceses, chinos, italianos, suecos, griegos, cubanos y argentinos, sin olvidar a los mexicanos que, con la llamada 65

“narco novela” han conseguido destacar en el panorama literario mundial. Considerado alguna vez como simple “literatura de evasión”, cabe sospechar que su popularidad actual, en gran medida, fue originada por el motivo contrario: porque satisface la obsesión de los lectores modernos por la realidad, la urgencia, la inmediatez del crimen. Esto la convierte, por tanto, en heredera “urbana” de la literatura realista, preocupada por las paradojas terminales de nuestra modernidad: la culpabilidad y la inocencia, el progreso y la injusticia, la verdad y el engaño, la política y la moral, la locura y el crimen. Otra posible razón de su éxito es el sugestivo talante de su protagonista arquetípico: el detective como héroe hermenéutico, como individuo privilegiado —por su inteligencia, su audacia o su coraje— que debe descifrar los enigmas que el criminal le plantea; ofrecer al lector una explicación plausible del crimen y, de alguna manera, remediar el caos que la trasgresión a la ley ha producido en el orden social. Bajo esta premisa, un recorrido histórico de la figura del detective nos permitiría, hipotéticamente, vislumbrar cómo ha variado la acción interpretativa del héroe; su hermenéutica del crimen frente a la sociedad moderna. Del Far West a la Rue Morgue Es posible ver como antecedente del género negro al Far-West, o novela del oeste norteamericano, donde lo más importante era mostrar el espíritu aventurero y heroico del protagonista, así como sus habilidades con el caballo o la pistola. El cometido principal de estas novelas (que pronto se convirtieron en películas) era divertir al lector o al espectador. El naciente cine de vaqueros representó escenas cargadas de acción y violencia, donde el bien y el mal sostenían pugnas constantes en torno a asuntos de poder, honor y dinero. Dentro de este género destacó Zane Grey, quien llegó a escribir algunas veinticinco novelas ubicadas en el lejano oeste. Aunque la figura del de66

tective no se prefigura aún, esta novela aporta al género negro el gusto por la acción, la violencia y el retrato realista de una sociedad en crisis. Más importante fue la aportación de Francis Bret Harte, reconocido gracias a los cuentos reunidos en Bocetos californianos (1871). Sus personajes son mineros, tahúres, prostitutas, borrachos que deambulan por el inhóspito paisaje californiano del siglo XIX. Sus relatos describen con gran realismo la realidad social californiana en la época de la fiebre de oro, lo que les permite hacer una profunda y cruda crítica de su tiempo, afín a la que después cultivaron los novelistas del género negro. Elogiado por Borges, su cuento “Los proscriptos de PokerFlat” plantea una situación típica de la novela negra: la cruel muerte de unos viajeros, marginales sociales, que son atrapados por la nieve a mitad de las Rocallosas. Pero la perspectiva del relato está invertida: mientras el género negro hubiera comenzado con el análisis de los indicios materiales del crimen —por ejemplo, ese naipe clavado en el tronco del árbol con un puñal—, Harte lo presenta de manera naturalista: desde sus orígenes —la intolerancia moral de los colonos norteamericanos— hasta su bello, pero trágico, párrafo final: “Y sin pulso y frío, con un revólver a su lado y una bala en el corazón, todavía tranquilo como en vida, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido el más fuerte y el más débil de los expulsados de PokerFlat” (2003: 78-79). La aproximación de Harte al tema del crimen es más o menos similar a la que propone Dostoievski en Crimen y castigo: en vez de inaugurar el relato con el hallazgo de las dos mujeres muertas a hachazos, la novela comienza mostrando la situación de angustia, miseria y desesperación que atormenta a Raskólnikov y lo orilla, primero a cometer el doble asesinato, y luego a confesar su crimen. Un personaje de la novela, muy interesante, prefigura al del detective: el juez Porfiri Petróvich, que descubre al asesino sin necesidad de pruebas materiales, sometiendo al sospechoso a una serie de interrogatorios en torno a la naturaleza del crimen: 67

[Usted] insiste en que el criminal, al ejecutar su crimen, es siempre un enfermo. Es un punto de vista muy original, mucho, pero no fue precisamente esa parte de su artículo la que más me interesó, sino una idea a la que da cabida al final, si bien usted, por desgracia, lo alude y con poca claridad… En suma, si se acuerda usted, hace alusión a que existen, según afirma, ciertas personas para las cuales no se ha escrito la ley, y pueden… no solo pueden, sino que tienen pleno derecho a cometer toda clase de excesos y de crímenes (Dostoievski, 1999: 281). El método que aplica Porfiri, para inferir la culpabilidad del sospechoso, es muy interesante porque constituye uno de los primeros ejemplos de hermenéutica detectivesca. Gracias al artículo que el protagonista Raskólnikov publicó en una revista, el juez Porfiri posee una “pre-comprensión” de su interlocutor, que le permite leer desde otra perspectiva sus acciones —como volver a la escena del crimen o presentarse a la comisaría—, antes de formularle nuevas preguntas, las cuales provocarán en Raskólnikov nuevas reacciones y nuevas acciones que serán de nuevo interpretadas y reinterpretadas por Porfiri. El juez hermeneuta, por tanto, no descubre pruebas: las provoca para ir ampliando su pre-comprensión del sujeto mediante un ciclo típicamente hermenéutico, que va acorralando a Raskólnikov hasta hacerlo confesar. Solo entonces, el juez enuncia su lúcido juicio sobre el asesino confeso: ¿Sabe en qué concepto lo tengo? Le tengo por uno de aquellos que, si encuentran una fe o un Dios, son capaces de mirar sonriendo a los verdugos que les arranquen las entrañas […] Después del paso que ha dado, no tiene más remedio que ser valiente. Ha de reinar la justicia (503). 68

Casi todos los teóricos señalan como precursor decisivo del género negro detectivesco a Edgar Allan Poe, cuyo cuento, “Los crímenes de la rue Morgue” (1841), parece en un principio un relato de fantasmas, aunque después se convierte, mediante una serie de sutiles sorpresas, en otra cosa: un nuevo género. Como afirma el autor de El último lector, el cuento crea: Una historia de la luz, una historia de la reflexión, de la investigación, del triunfo de la razón. El paso del universo sombrío del terror gótico al universo de la pura comprensión intelectual del género policial. Se sigue discutiendo sobre los muertos y la muerte, pero el criminal sustituye a los fantasmas (2005: 79). Como ya había apuntado Borges, a partir de este cuento, el detective se vuelve la clave formal del relato policial y se sientan las bases para la novela detectivesca clásica (o de cuarto cerrado), que se ubica en un medio urbano y donde prevalece el afán investigador y deductivo del protagonista. De hecho, el cuento inicia la tradición de reflexionar, a través del relato, sobre la naturaleza de la deducción detectivesca: Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Solo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar (Poe, 1970: 425). 69

Por influjo de Poe y de su personaje Dupin, la novela clásica detectivesca explotará hasta el cansancio este principio estético: el mejor relato detectivesco será aquel que proporcione al lector un mayor goce hermenéutico: el goce de descubrir, mediante el ejercicio de la inteligencia, al culpable de un crimen. En esta corriente se incluyen los relatos que se dedican a desentrañar crímenes en apariencia inexplicables. Por ejemplo, un cadáver yace sobre el piso de una sala, pero el homicida ya no está en la escena del crimen: una habitación con puertas y ventanas cerradas por dentro. Frente a esta incógnita, la primera reacción del lector es, simplemente, seguir leyendo para averiguar quién ha cometido —cómo y por qué— el misterioso crimen. Aunque resulta incierto determinar quién introdujo al detective como héroe permanente de su novelística, en El género negro, Mempo Giardinelli establece como pioneros a Eugenio Sue (Los misterios de París, 1843), y a Emile Gaboriau (El caso Lerouge, 1866). Pero el autor indispensable, sin duda, es Arthur Conan Doyle, cuyo detective, Sherlock Holmes, ha sido leído y aclamado desde el siglo antepasado, sin pausa, por una multitud de lectores, emocionados con El estudio en escarlata (1887) o El sabueso de Baskerville (1902), entre otras novelas. Mucho podría escribirse del célebre Holmes, aunque, para los fines de este ensayo, baste con recordar que Umberto Eco lo describió como un héroe de la abducción creativa, que era capaz de “leer los pensamientos” de Watson tan solo porque “inventaba” muy bien sus hipótesis explicatorias: Etimológicamente, “invención” es el acto de descubrir algo que existía ya en alguna parte, y Holmes inventa en el sentido que le da Miguel Ángel cuando dice que el escultor descubre en la piedra la estatua circunscrita por la materia y oculta bajo el mármol sobrante. Watson tira el periódico y fija la mirada en el retrato del general Gordon. Esto es sin 70

duda un hecho. Que luego mire otro retrato (sin enmarcar) es otro hecho. Que pueda haber pensado en la relación entre los dos retratos puede ser un caso de abducción hipocodificada […] Pero que, a partir de este punto, Watson piense en los avatares de la carrera de Beecher es sin duda una abducción creativa [de Holmes] (1998: 276). Según Umberto Eco y Charles Sanders Peirce, la abducción es el proceso mental de formar una hipótesis explicatoria. A diferencia de la deducción —que solo despliega las consecuencias necesarias de una hipótesis—, y de la inducción —que no hace más que determinar un valor—, la abducción es la única operación lógica que introduce alguna idea nueva, al escoger —entre varios casos igualmente probables—, aquel caso que explique tanto la regla como el resultado de su silogismo abductivo (Eco, 1998: 259). Es obvio que el pensamiento de Watson pudo tomar muchos rumbos distintos a partir de que fijó su mirada en el retrato del general Gordon; por tanto, al examinar sus acciones, Holmes pudo inferir muchos posibles derroteros de pensamiento, pero a final de cuentas se vio obligado a elegir el que le parecía más coherente, y en seguida lo sometió a prueba para verificar su validez. La novela negra En la segunda década del siglo XX surgió en Estados Unidos un conjunto de obras que trascendía los esquemas de la policial “clásica” y que fue llamada novela negra o dura. Su principal representante fue Dashiel Hammett, cuya novela Cosecha roja (1929) “se caracteriza por la dureza de su texto, de sus personajes, por cierta brutalidad y un descarnado realismo en la actitud vital de sus protagonistas” (Giardinelli, 1984: 17). Giardinelli agrega que esta obra utiliza elementos que se volvieron cotidianos entre los escritores del género: “la lucha del 71

poder político y/o económico, la ambición, el individualismo, la violencia y el sexismo […] productos todos de una sociedad corrupta y en descomposición” (17). A partir de Cosecha roja se recrudeció el realismo de las novelas policiacas. Más que averiguar quién cometió el crimen, a esta literatura le preocupa saber por qué y de qué manera se realizó: resolver el enigma deja de ser un fin para volverse un medio de acercarse a otra realidad, oculta tras los signos de la violencia. Surge de esta forma el investigador-detective, que esclarecerá los hechos criminales no mediante la deducción lógica, sino mediante la acción física. Temas como el espionaje y la crítica social son desarrollados en las tramas de esta línea, sin abandonar cierta preocupación costumbrista. Los relatos toman elementos de la vida real con la clara intención de reflejar el entorno físico en que la obra se produjo. Dicho con las palabras de Giardinelli, en esta etapa: “no es el crimen mismo lo que define al género. Lo que lo define y lo constituye es el hecho de que el crimen es, en la novela policiaca, el tema central […] su razón de ser y su conclusión” (20). Durante la década de los años veinte, Estados Unidos vivió una serie de nuevos conflictos sociales y nuevas formas de conducta que amenazaron con desestabilizar el país, asediado por el gangsterismo, el jazz y el alcohol como medios de evasión ante una realidad que se quebraba debido a los altos índices de corrupción. “Naturalmente, los inicios de la novela negra, medio de expresión nacido en la simbiosis con la época, comportaron un violento culto a la acción” (Coma, 2001: 48). Por lo anterior, para diferenciarla por completo de la anterior novela policiaca clásica, con trama de “crucigrama” o “crucitrama”, Javier Coma define al género negro, o “novela negra”, en los siguientes términos: Se trata de una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y con desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y so72

ciopolítico de la contemporánea temática del crimen, encauzada paulatinamente como un género determinado, y practicada mayoritariamente por especialistas. Un concepto más sintético, y sociológicamente más exacto, estribaría en la contemplación crítica de la sociedad capitalista desde la perspectiva del fenómeno criminológico por narradores habitualmente especializados (15). La evolución literaria del género negro coincide en tiempo y espacio con la prohibición de la venta de bebidas alcohólicas en los Estados Unidos, la depresión económica, el alarmante incremento de los robos bancarios y los asesinatos, el contrabando de licores, la prostitución y las casas de apuesta. Fueron muchos los autores estadounidenses que a finales del siglo XIX, en este contexto, establecieron las fuentes “de un estilo literario seco, duro, ácido” (Giardinelli, 1984), que luego retomaron autores como Ernest Haycox, Albert Pike, Manlove Rhodes, Anthony Mann, Howard Hawks y Henry Hathaway, es decir, aquellos a quienes pudiéramos llamar clásicos del género. Tales influencias calaron en la novelística de autores como Ernest Hemingway o William Faulkner, y por supuesto Raymond Chandler, cuyas primeras narraciones tienen como escenario el oeste californiano. Al plantear el enigma del crimen, los relatos negros bosquejan implícitamente el problema de sus motivaciones: ¿por qué se realizó un crimen?, o bien ¿cómo influye la psicología y el entorno social en cada crimen cometido? Estas preguntas conducen, por lo general, hacia una visión crítica de los problemas de nuestro tiempo. Los constantes cambios en el modo de vida, los conflictos político-económico-sociales, han producido nuevos delitos y nuevas formas de violencia, avivando diferentes argumentos de contenido social, en escenarios urbanos donde la delincuencia masiva, la corrupción, el tráfico de armas, drogas, personas u órganos ponen en evidencia la descomposición 73

social propiciada por el capitalismo. Debido a que, según Javier Coma, existe una “falsa novela negra” que aprovecha las características exteriores del género “para enmascarar mensajes fascistoides al conjuro y al servicio de un poder repentinamente en contra de la izquierda intelectual y de cualquier sector ideológicamente opuesto al capitalismo” (2001: 16), la novela negra “auténtica”, por tanto, debería ser necesariamente crítica del sistema capitalista vigente: una posición con la que Paco Ignacio Taibo II estaría completamente de acuerdo. Esta literatura que históricamente empezó a tratar el tema del crimen en Estados Unidos, se extendió a partir de los años treinta a Inglaterra (Peter Cheney, James Hadley Chase), a Francia (José Giovanni, Vernon Sullivan), a Italia (Leonardo Sciascia), a Suecia (Maj Sjöwall), a España (Manuel Vázquez Montalbán, Andreu Martin y Manuel de Pedrolo), antes de llegar a América Latina, que por el hecho de encontrarse en vías de desarrollo tampoco pudo escapar a las contradicciones del sistema capitalista, como objeto privilegiado de interpretación literaria. El género en Latinoamérica y México Según Giardinelli, “la novela negra moderna, en sus mejores expresiones, es una radiografía de la civilización. Un medio estupendo para comprender, primero, y para interrogar después, al mundo en que vivimos” (1984: 26). Por la violencia que imperó durante las distintas “civilizaciones” que se asentaron en tierras latinoamericanas, no debería extrañarnos el diagnóstico que hace Marcin Sarna en su ensayo “Tonalidades del crimen, un recorrido sin piedad por América Latina”: “Encontrar en el subconsciente latinoamericano una isla paradisíaca con una costa por la cual no corra la sangre resulta una empresa nada sencilla” (2013: 199). Sin ahondar en los antecedentes históricos de Latinoamérica, desde la época precolombina y durante el período colonial, la barbarie humana ha dominado la escena pública y privada. Sar74

na advierte “un estado de tensión que no deja de asombrar”, tomando en cuenta los conflictos armados que comenzaron hace décadas en diversas regiones de Latinoamérica, muchos de los cuales siguen existiendo en la actualidad, de manera que el impacto social ha generado traumas permanentes “como para inspirar preguntas y provocar inquietudes en quienes quieran enfrentarse al pasado —por lo general, escritores” (199). En el ensayo referido, Sarna pone los ojos en países como Colombia, propiamente en el enfrentamiento entre paramilitares y Estado, que inicia alrededor de la mitad del siglo pasado con el asesinato del candidato a la presidencia del país, Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Para la generalidad del caso en este país (y en toda la América hispana, por qué no), el académico hace referencia a Satanás, novela de Mario Mendoza, que “más que sumergirse en el género negro, presenta un estudio refinado del mal y se convierte él mismo en un investigador de los motivos que inspiran al ser humano a encarnar al demonio” (200). En el caso de Guatemala, la guerra civil sembró el terror durante los años 1960-1996 y “se cobró la vida de centenas de miles de personas”, sin contar los desaparecidos. Sobre este tema, Sarna menciona El material humano, novela de Rodrigo Rey Rosa, donde “nos ofrece un intrigante juego, borgeano y kafkiano a la vez, entre la realidad y la ficción” (201). Respecto a Argentina, el académico centra la atención en el número importante de desaparecidos durante la dictadura militar de 1976-1983, para lo cual retoma Kamchatka, de Marcelo Figueras, novela que remite a 1976, “año en que comienza el gobierno militar en Argentina” (203). Por último, Sarna se refiere a Perú, donde hace referencia a Manuel Rubén Abimael Guzmán Reynoso, apodado el Presidente Gonzalo, que provocó una ola de sangre con la organización terrorista que encabezó, bajo la ideología de un supuesto cambio social; por ello, el investigador trae a cuento el tema del grupo terrorista Sendero Luminoso, liderado por el mismo Abimael Guzmán, quien fuera capturado en 1992 y hasta la fecha continúa preso. 75

Con relación a lo anterior, Sarna hace referencia a Abril Rojo, de Santiago Roncagliolo, autor cuya infancia transcurrió en Lima, en “pleno auge de las acciones terroristas” (205). En la novela, Roncagliolo se lanza a la indagación detectivesca, valiéndose de referencias históricas, culturales e incluso míticas, además de la insondable figura de la femme fatale, muy propia del género negro. Con estos elementos, el autor intenta “conservar la memoria histórica y la memoria personal” (205). En el territorio mexicano, los primeros registros datan en promedio de 1920, es decir, poco después del fin de la revolución de 1910, cuando se pusieron los cimientos del país constitucionalista que ahora tenemos. Aun así, durante las primeras cuatro décadas del siglo XX, hay un inmenso vacío en el género, debido a que “sus primeras manifestaciones y la identidad de sus autores [aún] no están establecidas definitivamente” (Torres, 1985: 37). Son notorios, por ejemplo, la poca seriedad y el descuido de las primeras ediciones policiacas en este país, que en ocasiones ni siquiera muestran la fecha de impresión. Debido a sus prejuicios, algunos autores firmaban con seudónimo sus obras policiacas y ubicaban sus aventuras en países extranjeros, evadiendo la realidad nacional. De este modo, podemos aceptar como punto de partida que: La novela policiaca mexicana surge en la década de los cuarenta en una atmósfera que propiciaron Antonio Helú (1900-1972), con La obligación de asesinar, una colección de cuentos policiacos, protagonizados en su mayoría por Máximo Roldán, “el primer detective mexicano”, según refiere Villaurrutia en el prólogo a este libro. Creó también la revista Selecciones policiacas y de misterio […] fundada en 1946 (37). Esto con la participación activa del mismo Antonio Helú, Rafael Bernal, Enrique F. Gual, Rodolfo Usigli y algunos pocos más que se unieron a las primeras manifestaciones de esta 76

corriente. Dicha publicación comienza a popularizar el género policiaco y criminal en el país. Autores como Elvira Bermúdez, Pepe Martínez de la Vega, Enrique F. Gual y Rafael Bernal adoptan esta bandera. Estos autores establecerán, “el inicio de una primitiva narrativa policiaca en México a la que le debe tanto el denominado neo policial que aparecerá en la década de los setenta” (37). A partir de estos autores, lo policiaco en México se ha posicionado, desde un inicio, como una referencia obligada para representar la realidad social del país. Las obras que adoptaron el género, en los mejores casos, dejaron profunda huella literaria en la construcción estética, estructural e imaginaria de la identidad mexicana, como ocurrió en otros países latinoamericanos. Una característica muy específica de la literatura negra mexicana es su preocupación por retratar a sus personajes a través de su muy particular lenguaje, de modo que en conjunto, estas novelas buscan rescatar el habla cotidiana: “la novela negra, realista, crítica, que maneja un lenguaje rudo y que no defiende, sino que cuestiona el orden establecido, hace pocos años que empezó a cultivarse en México” (42). Esta preocupación caracterizó la obra de Rafael Bernal, el autor que inició en México la tradición del género negro, tal como ahora lo conocemos. Según Vicente Francisco Torres (1990: 5), Bernal no solo fue el primer autor de lengua castellana que publicó, en 1947, un cuento en Selecciones policiacas y de misterio, sino también en crear un detective propio: don Teódulo Batanes, un personaje “inspirado en el Padre Brown, de Chesterton”. Jafet Israel Lara apunta, en el ensayo “Teódulo Batanes y Filiberto García: el paso de lo clásico a lo moderno en la obra policiaca de Rafael Bernal” (2013), que las preocupaciones temáticas de Bernal fueron la religión, la historia y la guerra cristera, además de cierta obsesión por el mar; con títulos como Gente de mar (1950), El gran océano (publicado hasta 1992), Su nombre era muerte (1947), cada vez se fue acercando más al género negro “con el que tendrá una extraña relación” (251). 77

Bernal traslada lo policiaco clásico hacia una narrativa más vertiginosa, acorde a los nuevos tiempos y al ritmo acelerado de la vida en la segunda mitad del siglo XX, al igual que había sucedido en Estados Unidos. De este modo, Bernal es el precursor en México de ese movimiento narrativo que se mueve entre lo criminal, lo policiaco, el thriller y el espionaje. Estas características quedan establecidas en El complot mongol (1969). Ahora su protagonista es Filiberto García, un veterano de la revolución mexicana que termina siendo el pistolero que asesina a los oponentes del nuevo régimen político. Se trata de un atípico detective-criminal que se dedica a esclarecer un crimen, pero no titubea en realizar nuevos crímenes para conseguirlo. Bernal lo caracteriza mediante su constante uso de coloquialismos, humor sardónico y una instintiva violencia, que lo ayuda a sobrevivir en el hálito asfixiante de la gran ciudad, al tiempo que hace, sutilmente, una acerada crítica al sistema político que se va conformando en nuestro país; una crítica sin miramientos, que se manifiesta desde el punto de vista (irónico, descarnado) que adopta el narrador-detective. No son pocas las obras ni autores que han practicado la novela policiaca, sea clásica o negra. Entre ellas encontramos textos de muy alto mérito y otros cuyo fin evidente fue la especulación comercial y mórbida entre el público lector; no por ello menos interesantes, reveladoras y divertidas. Algunos herederos de la tradición fundada por Helú y Bernal son María Elvira Bermúdez, Rafael Ramírez Heredia y Paco Ignacio Taibo II. Bermúdez es una escritora que mereció poca atención de los críticos nacionales, aunque, “para su fortuna, hubo en el extranjero quien demostrase estima por sus escritos” (Guzmán Burgos, 1990: 7). Es autora de Diferentes razones tiene la muerte (1953), una novela que, según Ignacio Trejo Fuentes, tiene la misma calidad literaria que Ensayo de un crimen y El complot mongol (2011: 3), protagonizada por un detective que es al mismo tiempo periodista: Armando H. Zozaya. Por su parte, Ramírez Heredia publicó Trampa de metal (1979): “un intento muy afortunado de adecuar la novela negra a la realidad social de 78

nuestro país” (Torres, 1985: 40). La novela transcurre en el centro de Coyoacán y su protagonista es un detective que bebe Bacardí, come antojitos mexicanos, usa un lenguaje soez, no oculta su desencanto por la realidad social y lee obsesivamente El complot mongol, lo que lo convierte en el primer detective metaficcional de nuestra literatura. Por esos años —a mediados de los setenta— también empieza a publicar Paco Ignacio Taibo II, autor que nació en España en 1949, aunque reside en México desde los ocho años. Autor de una amplia obra literaria, histórica y periodística, alcanzó fama como escritor del género negro con tres novelas protagonizadas por Héctor Belascoarán Shayne: Días de combate (1976), Cosa fácil (1977), y No habrá final feliz (1981). Aunque la serie no terminó con esta trilogía, las tres novelas fueron escritas inicialmente como una saga cerrada en torno a la vida de Belascoarán —desde que resolvía su primer caso hasta que es asesinado—; las seis novelas restantes fueron escritas mucho tiempo después, cuando los editores y lectores convencieron al autor para continuar la historia sin resucitar al detective, de modo que las seis rellenan huecos en la biografía del protagonista, previamente enmarcada por las tres novelas iniciales. Si las tomamos como una saga autónoma, que delimita y contiene las siguientes novelas, advertimos que en las tres novelas iniciales aparecen las constantes estilísticas ya señaladas por Torres: La ciudad como una jungla de asfalto, insegura y señoreada por la violencia; su preocupación por los problemas sociales que aquejan a nuestro país (huelgas, desempleo, represión); el uso de lenguaje soez, alburero y lleno de giros populares; una firme voluntad de incorporar a la literatura policiaca algunos de nuestros espacios más sórdidos (cabarets, cuartos de azotea, hoteles de paso) (1985: 41). 79

En ese sentido, la trilogía cumple con la definición propuesta por Javier Coma: Taibo II escribe literatura narrativa ceñida al enfoque realista y sociopolítico, que contempla críticamente la sociedad capitalista desde la perspectiva del fenómeno criminológico. De ese modo, la ciudad de México se convierte en una especie de símbolo de la cultura y los problemas sociopolíticos del país —y del mundo— moderno. En cuanto a su protagonista, Taibo II adapta felizmente el personaje arquetípico del género negro a su realidad contemporánea: el detective como un rudo hermeneuta de la realidad social, política y económica, que busca restablecer, mediante el esclarecimiento de la verdad, el orden transgredido originariamente por el crimen. De Dupin a Belascoarán Shayne Hemos descrito hasta el momento la evolución del género a partir de la relación entre las obras y la realidad social e histórica en que se desenvuelven. El género, sin embargo, también puede ser descrito a partir de la relación entre el detective y la realidad que la novela describe: hay un largo camino entre los primeros detectives y Héctor Belascoarán Shayne, aunque, según Siegfred Kracauer, desde un principio: El detective comienza su trayectoria como un observador genérico, pero luego se transforma en un especialista de la teoría […] Esta metamorfosis es inducida por aquella identidad abstracta que es la ratio moderna, la racionalidad científico-industrial, oculta fuente inspiradora de la literatura policial (2010: 14). Para Piglia, la figura literaria del detective constituye “una de las mayores representaciones modernas de la figura del lector” (2005: 77): un auténtico private eye de lo policiaco, por el acto mismo de descifrar signos a partir de palabras impresas en un 80

papel. Para explicarlo, sugiere como ejemplo la anécdota del cuento “Los crímenes de la Rue Morgue”, de Allan Poe. En el relato, el narrador conoce por casualidad a Auguste Dupin en una librería donde buscan el mismo libro. Aunque el lector del relato nunca sepa de cuál libro se trata, “el género policial nace de ese encuentro”. Dupin es un hombre con muchas lecturas, lo que impresiona al narrador; su encuentro establece la configuración de la pareja clásica del género: “dos hombres solos atados por la pasión de investigar” (78). A semejanza de Holmes y Watson, Dupin y el narrador se vuelven inseparables a partir de esa afinidad: el primero va a vivir con el narrador, financiado por este, a una sombría casa abandonada, donde nace la posibilidad de una inmersión al mundo gótico, de fantasmas y supersticiones. Lo que sucede después es una historia de raciocinio e investigación, similar al acto de leer e interpretar palabras en un texto impreso. Para Piglia, el detective es aquel que ve la perturbación social, detecta la maldad y actúa (80). Es un extravagante, similar al artista, al bohemio hombre de libros. Como el Quijote, enfermo de lectura y extrema lucidez, dotado de mundos irreales, en su eterna contemplación, que sobrepone otros sentidos a las cosas. Poe ha inventado al detective, ese ser marginal, extravagante y aislado; soltero, lo que le garantiza libertad. Está ahí para fijar la diferencia y la distancia: en eso consiste la clave del género. Piglia refiere que Borges encontró los orígenes del género en los antiguos relatos bíblicos y en la tradición de la Grecia antigua. Dicha postura parece ser compartida por Rodolfo Walsh, en su ensayo Dos mil quinientos años de literatura policial. Es este el caso de Dupin, que como el Quijote, está enfermo de lectura, dotado de mundos irreales en su eterna contemplación, que lo hace capaz de sobreponer con extrema lucidez otros sentidos a las cosas; exceso de sentido, apunta Piglia. El detective es un soltero buscador de la libertad, completamente anti-institucionalista. Como Dupin “es el que está, como lector, en tensión con el escenario de la ciudad […] el espacio 81

de la sociedad de masas […] podríamos decir que el detective nace como efecto de la tensión con la multitud y la ciudad” (81). El personaje de Dupin es aquel que sabe leer (ver) lo que nadie, aquello que precisa de una interpretación cercana a los procesos mentales de un criminal, de juiciosa lectura y profunda soledad desde la cual es posible identificar los extremos sociales y a sus artífices, pues permanece entre el lugar del hombre de letras y el intelectual comprometido socialmente. Para encontrar al “heredero desplazado de Auguste Dupin”, Piglia se traslada a Estados Unidos, donde se encuentra con el detective de Chandler: Philiph Marlowe. Este nuevo detective mira con un dejo de ironía la relación entre literatura y alta cultura, una relación que había sido muy importante en la novela policiaca clásica. Marlowe es un bebedor solitario y ceremonioso, que lleva una relación complicada con las mujeres. Según Piglia, en The long goodbye, Chandler trata de escribir el “gran poema de la desesperanza” (2005: 90) y revierte las reglas del género como proponían los ingleses. Marlowe no demuestra, insinúa. Sus mujeres son fatales, asesinas, interesadas y descendientes de hombres poderosos. Su mundo es aquel donde los gángsters dirigen países y los jueces trafican alcohol. Todo está corrompido, menos Marlowe, quien se obstina en rechazar cualquier tipo de ganancia económica, al grado de parecer en ocasiones ingenuo. Sin embargo, aunque supuestamente no sostiene mucha simpatía con los libros, estos aparecen como claves secretas de que, en realidad, el detective es un amplio conocedor de obras y autores y se ubica entre la cultura de masas y la alta cultura. La figura del hombre de letras y el de acción aparecen juntas en Marlowe. En contraste, Héctor Belascoarán Shayne, el detective del narrador mexicano Paco Ignacio Taibo II, se expresa veladamente como un solitario hombre de letras, apasionado lector de nota roja, de novelas norteamericanas, sobre todo, aunque tiene cierto conocimiento de la literatura socialista. Se siente orgulloso de ser un “mexicano en la jungla mexicana”, que se opone a encarnar “el mito del detective, cargado de suge82

rencias cosmopolitas y de connotaciones exóticas” (1987: 75). Simpatiza con las causas populares, deplora la corrupción y el abuso del poder. Al igual que Marlowe, tiene dificultades para relacionarse con mujeres y posee una visión melancólica y decepcionada de la realidad. Es idealista, irónico, de gustos sencillos. Fuma todo el tiempo y no bebe alcohol, sino Coca-Cola con limón. Así se percibe él mismo: Héctor Belascoarán Shayne, de oficio detective, de treinta y un años de edad, mexicano para su fortuna y su desgracia […] Con una maestría en Tiempos y Movimientos en universidad gringa y un curso de detective por correspondencia en academia mexicana; lector de novelas policiacas, aficionado a la comida china, chofer mediocre, amante de los bosques, dueño de una pistola .38 […] que un día al salir de un cine había roto con el pasado y había empezado de nuevo (108). Rechazando todo tipo de capacitación como detective, Belascoarán se autodefine como un detective inductivo, cuasi metafísico e impresionista, cuyo método de investigación es la intuición y la casualidad, por lo que la investigación científica le importa poco. De hecho, lo más sorprendente de sus novelas es la manera azarosa, violenta y visceral como resuelve sus casos. En su reseña de Cosa fácil, el crítico Adolfo Castañón señaló la cercanía entre el autor y su protagonista, al que describió como “un bombero dedicado a producir incendios […] detective de izquierda, abogado de los humildes y azote de los extorsionadores […] que pone bombas en el lugar de los hechos y hace volar en pedazos la evidencia” (1978). Obsesionado por identificarse con la idiosincrasia del mexicano, el detective ha terminado por asimilar los usos y costumbres de su policía, aunque trabaje al servicio de otra causa, en apariencia más justa. 83

Piglia sostiene, en El último lector (2005), que la serie del private eye de lo policiaco se abre con Dupin, en una librería de París, y se cierra en un motel de Phoenix, Arizona, donde Marlowe lee con disgusto una novela policial de baja factura. En México de los años setenta, Belascoarán Shayne continúa con la tradición del detective, un hombre de acción y un hombre de letras pero con un toque mexicano, popular y afín al pensamiento de la izquierda, que ha rechazado —muy posmodernamente— la hermenéutica científica de Dupin y Holmes, para adoptar una hermenéutica de la acción y la intuición. De hecho, a partir de esta década, el género negro se saturará de detectives intuitivos, irracionalistas, como Kostas Jaritos, el detective de Petros Markaris, quien se inspira leyendo diccionarios para resolver sus casos; como Salvio Montalbano, el héroe de Andrea Camillieri, que los resuelve contemplando, con suma atención, el tronco y las ramas de un árbol; o como Doc Sportello, el detective inventado por Thomas Pynchon, que realiza sus investigaciones bajo los efectos de las drogas que circulaban por California durante la psicodelia. Por supuesto, tampoco han escaseado los investigadores metódicos y sensatos, como Kurt Wallander, del alemán Henning Mankell, o como Mikael Blomkvist, del sueco Stieg Larsson, que tiene el acierto de fundir la figura del detective con la del periodista. Con la globalización del género, la figura del detective, en vez de encasillarse, ha multiplicado sus posibilidades literarias, aún cuando sepa o intuya, a la manera de Héctor Belascoarán Shayne, que No habrá final feliz para su historia.

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Quadernos de hermenéutica 1 Se terminó de imprimir en el mes de febrero de 2016 en los talleres de Amate Editorial, Madero número 616, colonia Centro, Guadalajara, Jalisco, México. C.P. 44100 La edición constó de 500 ejemplares

Cuerpo Académico UAZ-CA-170 Estudios de hermenéutica y humanidades www.cuadernosdehermeneutica.net

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