Sin temores ni llantos, vida de Manuela Sáenz por GALO RENÉ PÉREZ

May 31, 2017 | Autor: F. Samaniego | Categoria: Historia
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PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA COMISIÓN NACIONAL PERMANENTE DE CONMEMORACIONES CÍVICAS

Miembros Doctor Claude Lara, Presidente (e) de la CNPCC. Doctora Cumandá Campi, Miembro, Representante de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Coronel E.M.C. Arturo Cadena Merlo, Miembro, Representante de las Fuerzas Armadas. Embajador Hernán Holguín, Miembro, Representante del Ministerio de Educación. Doctor Carlos Joaquín Córdova, Miembro Asesor, Representante de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Economista Fabiola Cuvi Ortiz, Miembro Asesor, Representante del Instituto Ecuatoriano de Capacitación e Investigación de la Mujer. Doctor Manuel de Guzmán Polanco, Miembro Asesor, Representante de la Academia Nacional de Historia. Fabián Bedón Samaniego, Secretario (e). Jimmy Chung, Asistente. Sin temores ni llantos, vida de Manuelita Sáenz Galo René Pérez Segunda edición: Comisión Nacional Permanente de Conmemoraciones Cívicas Av. Amazonas 477 y Roca, Telfax: 2 502 770 - 2 231 596 [email protected] - www.conmemoracionescivicas.gov.ec Fotografía de portada: Diseño, diagramación, impresión CREAR GRÁFICA - EDITORES ISBN: 9978-92-400-0 No. Derechos Autor: 023730 Quito, diciembre de 2005 Impreso en el Ecuador - Printed in Ecuador

Galo René Pérez

Sin temores ni llantos, vida de

Manuelita Sáenz

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GALO RENÉ PÉREZ

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Sin temores ni llantos, vida de

Manuelita Sáenz

Diciembre 2005

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Índice Dedicatoria Agradecimiento CAPÍTULO I Memorias de la ciudad en la montaña CAPÍTULO II Soplo de vida sobre el siglo dieciocho CAPÍTULO III Un precursor tras muchas calamidades CAPÍTULO IV Clandestinidad del origen de Manuela CAPÍTULO V Herencia de truenos de la hija expósita CAPÍTULO VI La historia va por la calle de los conventos CAPÍTULO VII Celdas violadas y labores angelicales CAPÍTULO VIII Manuela y los cautivos de marzo CAPÍTULO IX Heroico aleteo de libertad CAPÍTULO X Colapso del gobierno y vísperas del duelo CAPÍTULO XI Los Sáenz en las tempestades de sangre CAPÍTULO XII Del internado al lecho marital

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CAPÍTULO XIII Vida de agitación en la sociedad de Lima CAPÍTULO XIV Simón Bolívar busca su propio rumbo CAPÍTULO XV Y el rumbo fue de grandeza sin igual CAPÍTULO XVI Vehemencias del adiós a su marido CAPÍTULO XVII Manuela y Bolívar anudan sus vidas CAPÍTULO XVIII Guayaquil, El Garzal y siempre Manuela CAPÍTULO XIX La coronela va entre montes y batallas CAPÍTULO XX Más allá de todo un nombre se perpetúa CAPÍTULO XXI Mujer, creada a la medida del héroe CAPÍTULO XXII Destierro de Manuela y azares del norte CAPÍTULO XXIII Halagos de su tierra y nueva despedida CAPÍTULO XXIV Fusilamiento del Trabuco y otros hechos CAPÍTULO XXV En Bogotá salva a su amado CAPÍTULO XXVI Muerte de Bolívar y ofensas a Manuela CAPÍTULO XXVII El tirano le cierra las puertas de su país CAPÍTULO XXVIII El polvo de Paita no pudo borrar su nombre BIBLIOGRAFÍA

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Para mis antecesores paternos general Gualberto Pérez y coronel Santos Eloy Pérez: el primero, edecán del Libertador Simón Bolívar y colaborador de confianza en sus campañas de la guerra y de la paz; el otro, luchador republicano de las huestes de Alfaro, y sobre cuya muerte heroica se escribió el siguiente parte militar: falleció en el campo de batalla, combatiendo en Sanancajas en favor de la causa liberal, y fue tal su arrojo que el cadáver fue encontrado entre los del enemigo, razón por la que, y por haber recibido el balazo en la cara, se hizo difícil la identificación.

Precisamente ahora, corridos tantos años, al comenzar este libro de amores y agonías, de generosidades y reciedumbres, en que se animan figuras de héroes, he querido volverme hacia esos dos antepasados míos, para repetir, bajo la lumbre intemporal de cada uno de ellos, estos versos de Antonio Machado: Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría.

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CAPÍTULO I Memorias de la ciudad en la montaña

Las manos indias la construyeron primero. Comenzó por ser un poblado de viviendas pardas. Todas de adobe con techo de paja. Arrinconadas inicialmente en un pedazo de planicie, en lo hondo de la cordillera. Repartidas después, lentamente, en varios de los sitios menos hoscos, que eran los que tenían sus declivios suaves, en ese vasto cascarón montañoso. Pero no faltaban algunas indóciles, que habían desafiado precisamente la aspereza de las quiebras, para asentarse casi en la mitad de las cuestas. Como en una fatigosa procesión hacia las cumbres. Parecía que los moradores del ya extendido conjunto hubieran vuelto amable la rustiquez del lugar, mediante empeños instintivos, de los que dicta la tenacidad de la vida. O gracias a labores cargadas de consciente certeza. Aprendidas sin duda de sus padres y abuelos. Porque era en verdad lejano, y cada vez más neblinoso, el vertedero humano del que procedían. No se podría decir entonces que hubieran carecido de una sabiduría conductora de su destino. Los hechos estaban ahí para probarlo. Habían buscado las condiciones saludables de las tierras altas, del aire límpido y ligero. Buenas, éstas, para domesticar sus aves y animales. Para suavizar maternalmente el surco de sus siembras. Para proveerse del agua cristalina de las chorreras y acequias cercanas. Para

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mirar hacia abajo y fortificarse con ventaja de la eventual acometida de grupos enemigos. Para mirar hacia arriba y fortalecerse con reacciones insondables de adoración al espíritu de lo desconocido. Quién lo creyera. O, por no ser desatinado, quién dejaría de creerlo. El fundamento de lo que es el Quito de ahora, y mucho de lo que ha entrado en los modos de existencia de su gente, viene de aquellas manos abolidas hace centurias. Pues que no únicamente revelaron su aptitud en hacer brotar el fruto del terrón de sus faenas; en dar protección a su volatería y sus animales; en abrir zanjas que amansen y fijen rumbo al agua que se precipita de las cimas heladas; en construir la morada familiar, el adoratorio y el pucará de recios muros defensivos; en tejer la lana de la vicuña; en modelar el barro de sus ollas y sus cántaros. Pudieron en efecto más: esas manos indias, y no otras, fueron también las que paulatinamente delinearon el primitivo perfil de esta ciudad. Introdujeron la piedra en sus edificios principales. Ampliaron el recinto en que dar abrigo a la familia multiplicada. Trazaron los atajos, las sendas y los caminos al compás de sus necesidades. Concibieron los espacios apropiados para los actos y trajines de la vida colectiva. En fin, entre sudores silenciosos, y al paso callado del tiempo, consiguieron dar origen a una de las urbes más altas y más fuertemente caracterizadas del mundo. Que se constituyó en el centro de la actual nación ecuatoriana. Todo desde luego tuvo que ir desenvolviéndose en torno de un seguro ordenamiento social y político. Que lo hubo desde muy atrás. De manera que aquellos indios fueron capaces de entretejer la conciencia de sus dominios, no confinados solamente entre las lindes de Quito, y de su soberanía. Pero por supuesto, como acontece en el curso ordinario de los hechos y en la suma de sorpresas y de vuelcos que componen la historia de los pueblos, hubo época en la de éste en que tampoco dejaron de alternar la paz y la guerra: los encontronazos sangrientos y las alianzas logradas mediante desposorios dinásticos. En cuyo remate surgió la figura de un gran aborigen quiteño: Atahualpa. En aquel entonces -hay que aclararlo- su nación ya no era

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lo que había sido. Estaba viviendo radicales mudanzas, tras haberse convertido en parte del expansivo imperio de los incas. El territorio de éste llegó a ser el más extenso que nunca haya señoreado uno de nuestros países. Huayna-Cápac, el último soberano que lo había poseído en su totalidad, terminó dividiéndolo para que fuese gobernado por dos de sus vástagos: uno del Cuzco -Huáscar- y el ya mencionado de Quito. Pero el inca cuzqueño se rebeló contra la determinación paterna, y Atahualpa en quien se unían las castas de aquel imperio enorme y del viejo reino materno, en donde había nacido, se enardeció de coraje bélico y se lanzó a imponer su autoridad en las tierras mismas de Huáscar. Jadeo tras jadeo logró por fin establecerse, como para alivio de tensiones heroicas y heridas, en la llanura peruana de Cajamarca. Con miles de sus súbditos. Y ahí tal vez estaba pensando holgarse un buen tiempo de sus iracundas hazañas y victorias cuando le sobrevino, de donde menos podía aguardarlo, una desventura fulminante. No hay exageración en decirlo. Pues que fue a la vez intempestiva y tempestuosa. La historia es bastante conocida, y no necesita ser rememorada aquí con algún detalle. Las milicias españolas que conquistaban el Perú en lo temprano del siglo dieciséis, bajo el acero gesticulante de violencias y de muerte de Francisco Pizarro, acamparon deliberadamente en esos mismos llanos cajamarqueños. Para empeñarse en desbaratar el poder del soberano de Quito, postrero emperador de los incas. En sus planes estaban la acción de los arcabuces y las lanzas como la estratagema que destruye cobardemente. Y ambas se cumplieron con fidelidad. En un espacio a medio tapiar. En el cual irrumpió la soldadesca invasora desde su punto de refugio, al grito frenético de ¡Santiago!, que era su invocación convenida para el ataque. La multitud de indios desarmados y desprevenidos que habían llegado hasta ahí conduciendo en lo alto, entre cantos y golpes de plantas, a su joven monarca, no supieron cómo 1

Federico García Lorca, "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías", poema elegíaco.

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actuar en su común aturdimiento. Porque pocos ademanes apenas, y breves palabras, cruzadas a través de un intérprete aborigen, entre Atahualpa y el fraile español Vicente Valverde, fueron la chispa que encendió la catástrofe. El inca le había respondido con su habitual soberbia, sin moverse siquiera de la litera que sostenían sus siervos principales. No podían haber sido más fugaces ese molesto encuentro y ese intento de diálogo. Se le vio a Valverde sacudir el polvo de su biblia, que el otro la había tomado de sus manos para arrojarla contra el suelo, sin advertir en ella nada que no se redujera a un trozo de materia inexpresiva. Y eso fue todo lo que pasó antes de que reventaran los primeros disparos mortales. El inca fue obligado a descender al piso y a entregarse prisionero. La indiada caía dando ayes roncos de impotencia, abatida por los arcabuces, desgarrada por las lanzas, molida por las coces de los caballos, apelotonada en el pánico de su propia estampida. Y una vez más se hacía el silencio en derredor de la fiereza de esos conquistadores. Armadura y temple de hierro, casi todos. Eran en efecto de los hombres a los cuales "les suena el esqueleto" 1, si se usa una expresión de García Lorca. Su reciedumbre quedó recortada en forma neta en medio de ese campo de sangre. Era evidente que en tales circunstancias, y mientras declinaba la tarde de Cajamarca con un sol empalidecido y agónico, había comenzado a desmoronarse un imperio inmenso. Su soberano ya no se salvaría del cautiverio, que no fue corto, y en que estuvo en comunicación constante con aquellos rudos extranjeros, a quienes humilló con repetidas muestras de inteligencia superior. Poco a poco le privaron de toda autoridad, le despojaron de tesoros traídos desde puntos distantes de sus dominios, y por fin -sin que nunca les fallara sus métodos ladinos- le ajusticiaron en ese mismo lugar. Corría entonces el 29 de agosto de 1533. 2

Pedro Cieza de León, Crónica General del Perú, capítulo XL, II parte, pp. 57-60. Biblioteca Ecuatoriana Mínima, Cronistas Coloniales.

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Después de un año y varios meses, batallando con los guerreros que se habían mantenido fieles a Atahualpa, y experimentando pruebas de temeridad y sinsabores, aquellos aventureros españoles hincaron su cruz y su espada en la ciudad que, según lo he dicho al comienzo, construyeron los indios en el cuenco de sus sierras y lomadas tutelares. Y ahí mismo la refundaron para la corona y la fe de Cristo de su patria lejana, con el nombre de San Francisco de Quito. No se debe olvidar que ellos cumplían el designio ingente de extender los territorios de España, de establecer gobiernos que la representaran, y de extinguir el paganismo de los pueblos conquistados. Para eso sacrificaron a muchos millares de aborígenes americanos. Desafiaron el agua encolerizada de los ríos. Atravesaron arenales o pantanos. Destejieron el ramaje impenetrable de las florestas bárbaras. Soportaron los riesgos y ventiscas de los desfiladeros. Desdeñaron enfermedades y dolores. Dieron, en fin, muestras del estoicismo de su raza. Que es una raza que hasta ventea la muerte solo por el donaire de revelarse valiente. Y cuyo destino en este costado del mundo fue el de perder para siempre el rumbo del regreso. De la fundación española de Quito dejó constancia el cronista de ese siglo Pedro Cieza de León: Digo que la fundó y pobló el capitán Sebastián de Belalcázar, que después fue adelantado y gobernador de la provincia de Popayán, en nombre del Emperador Don Carlos, nuestro señor, siendo el adelantado don Francisco Pizarro gobernador y capitán general de los reinos del Perú y Provincias de la Nueva Castilla, año del Nacimiento de Nuestro Redentor Jesucristo de 1534 años.2

Pero no se le escapó puntualizar que se respetaron el lugar y el nombre escogidos por los antiguos creadores de la ciudad, los indios. Esto es, aquel "sitio sano, más frío que caliente", junto a "unas sierras altas", con "bastimentos de pan y legumbres, frutas y aves". A partir del 6 de diciembre de aquel 1534 -fecha de su acta fundacional- Quito entró con gesto más firme en la historia de

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América. Comenzó a cobrar desarrollo y significación de los mayores en el ámbito de ésta. Pues que, pese a las irregularidades del terreno, criticadas con pesimismo por los viajeros de la época, fue laboriosamente dilatando sus bordes urbanos. Por cierto, pocas calles consiguieron el soberano impulso de la línea recta. Casi todas serpeaban bajo el dictado caprichoso de la topografía. Como rúbricas nerviosas de las alturas, e ineptas para la circulación de carruajes. Tres grandes plazas se trazaron en el mismo centro del poblado original. Hasta ahora se las conserva, con los cambios introducidos por el tiempo: las de la Independencia, o Plaza Grande, San Francisco y Santo Domingo. En la primera se asentaron los palacios de la Audiencia, del Arzobispado y del Cabildo, formando recuadro con la Catedral. Y alrededor de una fuente de piedra, que se llenaba con el agua pura que bajaba de la montaña. Las nuevas viviendas, de uno o dos pisos, con sus techos de tejas, con sus aleros, con sus ventanas, con sus patios y corredores, pregonaban nostálgicamente el parecido de familia que les unía a las de España. Así fue adquiriendo viva fisonomía, en las tres centurias del período colonial, la arquitectura de Quito. Pero su más acentuado carácter y su garantía de perennidad se la dieron los monumentos religiosos. De una armonía tan especial, que enamora en lo más transparente del aire. En efecto, los perfiles de éstos mantienen un enlace fraterno, algo como una secreta relación coloquial, con los rasgos de la naturaleza que les circunda. Las cúpulas y torres de las iglesias riman con la redondez de las lomas y los ángulos y tajaduras de los riscos cercanos. El ahora llamado centro histórico de la urbe es pues la respuesta cariñosa y fiel que los alarifes y albañiles indios dieron a su paisaje nativo, bajo la dirección de profesionales venidos de lejos. Pero ahí no terminaron las cosas. Porque los doscientos y más años que demandaron las obras arquitectónica y artística de esos templos fueron proyectando su influjo en el alma de la población, que aprendió a ir concertándose con una atmósfera que tendía a la

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preponderancia monástica. Lo bueno fue que la frailería creó también establecimientos de enseñanza. Hubo hasta tres universidades en funcionamiento simultáneo. Oración y estudio hacían entonces alianza para alimentar la personalidad, concentrada en sí misma, de una porción de su gente. La hermeticidad del indio, fruto de insondables melancolías y despechos, y transmitida en alguna medida al mestizo, y el estilo de los hábitos individuales y familiares, inspirado por el cerco montañoso y por la austeridad de la piedra edificada, gravitaron aún más en aquella condición de ensimismamiento. De ahí que sea fácil concluir que desde la fundación hispánica Quito se ha puesto a exhibir en la t de su nombre -que es como una cruz diminuta- el símbolo fiel de su carácter y su destino. Porque esa t parece estar viniendo de la t de sus templos y templanza. De la t de sus tristezas y taciturnidad. Pero también de la t de su testarudez, que se alza victoriosa sobre las veleidades de los tiempos. Así, sin admitir vacilaciones ni treguas, se fueron cavando más y más los caracteres de Quito. A fines del siglo dieciocho su realidad mostraba a las claras la porfía de grandeza de indios y españoles. Y precisamente en aquel ambiente inconfundible, por lo tan propio, vino a la vida Manuelita Sáenz. La Manuelita de los encantos del cuerpo y de la inteligencia. La de las voluptuosidades del amor y el heroísmo. La irrepetible.

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CAPÍTULO II Soplo de vida sobre el siglo dieciocho Intentada la presentación rauda de la génesis y las señales definitorias del rincón natal de Manuela Sáenz, es hora de ensayar, con alusiones similares, en que apenas parezca vibrar el golpe de cada pincelada, la imagen del siglo dieciocho, base de su destino. Pero, aun dentro de lo general y enunciativo de esta laya de empeño, se tendrá que hacer notar las contradicciones tormentosas que lo singularizaron. Porque en el alma de su pueblo batallaban por manifestarse, suplantando la una a la otra, reacciones adversarias. La religiosidad y el desenfreno de los sentidos. La resignación y el repentino brote de violencia. La congoja de casi todos los días, moldeada en el hueco de muchas carencias: de pan, de dignidad en el trato que se recibe, de educación, de libertad, de trabajo coincidente con las capacidades. Y en contrarresto, como desafiando a esos pesares cotidianos, aunque solo de pasada, los ruidosos festejos colectivos, que de ningún modo faltaban. Si ya con ello se descubre la alternación natural de circunstancias entre sí antagónicas, en la vida quiteña de entonces, cuánto no se podrá advertir de dramáticos contrastes al recordar los estragos sociales que descargó la conquista española. Metafóricamente, según el ojo certero de un buen observador, la introducción del

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caballo en América significó la introducción de una primera división de clases: la del caballero y la del pata al suelo. Que fue la del encomendero, dueño de tierras, indios y ganados, y la del trabajador que exudaba la existencia en el surco que antes fue suyo. Esas clases, andando las centurias, se habían trocado en la del terrateniente haragán, acumulador de fortuna y poder, y en la del peón para siempre infeliz. En la del explotador y la del explotado, como selladas por una fatalidad de predestinaciones. Y, a su vez, la primera llegada de mujeres blancas a la ciudad de Quito, en el año de 1546, entre las demostraciones de ávida curiosidad de sus pobladores, iba a favorecer el crecimiento familiar de los colonos hispanos. Los cuales, ciertamente, se habían adelantado a formar por todas partes una descendencia de mestizos. Pues que ya los primeros conquistadores echaron su urgente salpicadura de sangre en el vientre de las indias, haciéndolas parir una inicial generación de cholos. Después el cholerío se fue multiplicando de modo incontenible. El continente entero se quedó pintado de la mezcla de sangres (en la que entró también el aporte de los esclavos negros). Así, nada es tan evidente como que el descubrimiento de este mundo por los europeos produjo de entrada, no un desposorio de culturas, sino una recia, instintiva, premiosa cópula racial. Que fijó para siempre nuestra condición de pueblos mestizos. Esto quiere decir que el aludido arribo de las mujeres de España -albo y nervioso aleteo que cruzó la misma ruta marina de Colónincrementó en el territorio del actual Ecuador su propia vertiente de población. Y por toda esa suma de circunstancias, en 1736, el comisionado de la corona peninsular Antonio de Ulloa calculó que los habitantes de Quito llegaban a treinta y cinco mil, y que una sexta parte de ellos eran blancos; una tercera, mestizos; otra tercera, indios, y la sexta restante negros. El viajero italiano fray Domingo Coleti subía esa estimación, en 1757, a cuarenta y ocho mil almas. El inglés W. B. Stevenson, en un enfoque hacia el último decenio de la centuria, ponía la cifra en setenta y cinco mil. Pero lo que interesa subrayar, en el

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punto concreto que tratamos, de los contrastes que imprimían carácter a la suerte de la colectividad, es la maldición de las discriminaciones originadas en esas diferencias raciales. Aquella se atrevía hasta a imponer un régimen divisorio de clases más allá de la vida: en la distribución misma de las tumbas: las de los indios y los negros no podían confundirse jamás con las de los blancos. Ya se alcanzará a imaginar cómo eran radicalmente distintas las formas de existencia de unos y otros. Las leyes marcaban mañosamente las garantías y las obligaciones, sofocando sin remedio todo intento de equidad en el reparto de los beneficios de la educación, del ejercicio de las funciones públicas, de las dignidades especiales para la consideración familiar: en fin, de los usuales accesos a las fuentes de redención económica y de poder político, social o religioso. Es verdad que en lo general eran aún mediocres los recursos de la organización y el desarrollo, y desde luego las modalidades de la vida diaria. Si -como era innegable- las lindes del contorno urbano se habían expandido apreciablemente, y con muchos rasgos atractivos, lo común era tropezar con barrios en que gruñían la incomodidad y la miseria. Los vecinos que disponían de mejores medios -entre los que ya se incluían algunos mestizos- habían levantado sus moradas en el centro, próximas a las tres grandes plazas. Y eran construcciones de dos pisos, de piedra o adobe, y techumbre de teja. Su zaguán y su patio tenían un pavimento de pedrezuelas de río cuidadosamente ajustadas. En los corredores de arriba se alineaban las habitaciones de los dueños. En el piso inferior había un espacio destinado a cochera, otro a bodegas, y un tercero a dormitorios de pocos criados. La facha de éstos -flacura perpetua, ropas mal remendadas, pies descalzos- revelaba que sus azotes eran la paga misérrima y la escasez de comida. El arreglo de los aposentos superiores dependía de la formación personal y de la holgura de aquellos que los poseían. Había algunas salas de visita en que impresionaban la amplitud, la elegancia y el buen 3

Francisco José de Caldas, Viaje de Quito a Popayán, Biblioteca Aldeana de Colombia, 1805.

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gusto. Llamaban la atención sus alfombras, sus muebles, sus porcelanas, sus lámparas colgantes de varios mecheros. Ni siquiera resultaba muy raro el ambiente en el cual grupos de íntimos o de visitantes se sentaran alrededor de un piano, un clavicordio o una espineta, tocados dulcemente por manos femeninas. Casi siempre antes de ir a la mesa a tomar el chocolate de las horas de la noche. Atraído por el decoro de estas salas el naturalista y patriota colombiano Francisco José de Caldas -que por cierto no depuso su ánimo sacristanesco cuando condenó los placeres de Quito-, describió lo que admiró en aquéllas: los canapés forrados de seda, las mesas con cristales, las arañas para la iluminación. Y sobre todo, por lo extraño, esto: Uno de los muebles en la sala de visitas es la cama, que nunca o rarísima vez se usa. Está colocada en la alcoba (con vista desde la sala, sin duda), cuya entrada tiene un gran marco y remate de talla de madera sobredorada. Las colgaderas son de damasco o terciopelo, el catre dorado, las sábanas de holanda con ricos encajes, y las colchas de tisú.3

También había, aunque excepcionalmente, piezas destinadas a bibliotecas particulares. Se complacieron en reconocerlo en sus memorias varias personalidades célebres de Europa. Entre éstas, el naturalista alemán Alejandro Humboldt; los académicos franceses que lograron realizar sus formidables trabajos de geodesia con apoyo de Quito; investigadores botánicos de España y Bogotá. Tal descubrimiento les vino aparejado al trato, en distintos decenios, con personajes prominentes de este país. Cuando menos se debe nombrar a dos: el geógrafo Pedro Vicente Maldonado y el humanista José Mejía Lequerica. Además, coincidieron en lisonjear con fervor a la ciudad misma, que se les representó como la más grande y más bella que conocieron en este costado del mundo, desde que salieron de Europa. Hasta la gracia de las quiteñas parecía que ayudaba a poner una caricia balsámica en lo más doliente de sus nostalgias. Valga el ejemplo del 4

Humberto Toscano, Introducción al libro El Ecuador visto por los extranjeros (Viajeros de los siglos XVIII y XIX, Biblioteca Ecuatoriana Mínima.

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científico Carlos María de La Condamine, quien creyó que no perdía su tiempo en mirarlas y remirarlas: Los trajes de las mujeres de Quito están enteramente recubiertos de encajes... Llevan los cabellos trenzados en coletas cruzadas sobre la nuca una rica cinta llamada balaca, se enrolla dos veces alrededor de la cabeza y forma una especie de rosas sobre sus sienes. 4

Naturalmente, como Carlos de La Condamine también lo observaba, e igual otros viajeros, aquellas damas alardeaban de sus costosos arreglos en los bailes de sociedad, y hasta en sus paseos por la ciudad. Algunos creían que en ello gastaban más de lo que tenían. Se las veía por el centro acompañadas de uno de sus criados, que portaba en alto una sombrilla de colores para protegerlas del sol ecuatorial. O transportadas en sillas de manos: asientos con dos tiras de madera que los sirvientes sostenían, infatigables. Pero hasta los clérigos, violando sus preceptos, se echaban a la calle con lujos ostentosos. El padre italiano Coleti -ya mencionado antes- los vio con "vestidos talares de terciopelo, anillos de mucho valor, hebillas de oro en los zapatos y el sombrero". Y aun, en casos no infrecuentes, junto a un esclavo negro que les llevaba abierto "el paraguas riquísimo de encajes y franjas de oro y plata". La impresión de altanería de esta imagen frailuna mueve a pensar en el absorbente papel de las actividades del clero. Había especialmente una que provocaba concentraciones de gente de la más variada condición: la de las procesiones religiosas. En éstas, desde luego, podía ser unánime el propósito de manifestación de la fe, y, semejante en todos la sinceridad del fervor católico, mas las distancias de posición en la colectividad se mantenían inmutables. Las grandes señoras esperaban el paso de los fieles en los balcones floridos de sus casas. Desde allí rezaban a media voz y dejaban caer pétalos de rosas sobre la imagen sagrada. Los caballeros iban con cirios por las calles, junto siempre al obispo y los padres de la Iglesia. Atrás, y más atrás, y más atrás, caminaban numerosos devotos en el orden inviolable de su

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escala social. Ni el peón ni el artesano, y ni siquiera el infeliz dependiente de comercio y oficina, se hubieran atrevido a tomarse confianzas en la aproximación a las autoridades y los patrones. Eso era así. Pero, en cambio, había que reconocer que la fuerza de su fe se imponía a la de éstos. Porque solo de los cánticos de oración de la humilde muchedumbre se alzaban potentes, agudos, desgarradores, los acentos de las congojas íntimas y de las súplicas. El estímulo para ello radicaba sin duda en un sufrimiento popular enorme: de la olla escasa; de la vivienda en ruinas; del trabajo agobiador, entre hosquedades y prejuicios; del abuso y el ultraje en cada día que comenzaba. La plegaria resonante era, pues, todo un gemido. Un desahogo del ánimo desesperanzado que no hallaba mejor salida. Una querella demasiado inocente para que alcanzara el lenguaje de la protesta. Una estremecedora expresión, en fin, de ansiedades y desamparo, que no iba más allá del ciego aplazamiento -siempre el mismo irrazonado aplazamiento- de la fórmula precisa, inapelable, de la rebeldía. La que habría de llegar ciertamente, pero decenios más tarde. El estado general de la ciudad, que naturalmente estaba por sobre el de las muchas que conformaban ya el país, era en verdad de múltiples deficiencias. Propias del tiempo, y especialmente de las colonias de España. Comenzando como al desgaire la enunciación de las referencias, vale la pena llamar la atención hacia la imagen de aquel Quito de quebradas y de soledades conventuales que se hundía, puntualmente, a las diez de la noche, en la oquedad de muerte de las sombras. Justamente cuando se abatían los precarios mecheros del alumbrado en las puertas de sus casas. La última queja que el sereno arrancaba a su rondador -de oriundez paramera- venía a ser como la garantía de que todos dormían. El inevitable acostarse pronto, según es fácil sospecharlo, se concertaba bien con el afán tempranero de todos, en el día siguiente. Uno de los viajeros de Europa cuenta que la gente quiteña tenía adelantados sus relojes en media hora, para así levantarse con la primera luz a los oficios. Poco les importaba el frío cerrero de las madrugadas, que parecía haber recrudecido desde la catástrofe

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sísmica de fines del siglo. No había por cierto ocupación honesta -como no la hay hasta ahora- que sacara al proletario de su condición depauperada. Lo común era pues hallar imágenes urbanas y aspectos de la existencia que desplacían al contemplativo de afuera, y que sublevaban de inconformidad, en lo más escondido del pecho, al hombre sensible del propio medio. Y si las deficiencias se habían extendido por todos lados, no era arduo observar el grado de su aflicción, mayor o menor, de acuerdo con los desajustes sociales ya aludidos. De ahí que ahora reclamen una mirada global en la que continúen delineándose los contrastes. Quedó advertido, entre las citas iniciales, el despliegue mundano de opulencia y vanidad de los religiosos evocados por Coleti. Por ende, parece conveniente que se repare enseguida, a modo de paradoja, en la suerte humildosa y despreciada de los sacristanes que se hallaban a su servicio. Dentro de tales años, en efecto, a cada instante conseguían constatarlo lo que acertaban a cruzarse con estos en las calles. Con una campanilla colgada del cuello, un hisopo en la mano, y un coro de indios lastimeros atrás, pasaban los sacristanes limosneando a gritos, insistentemente: "Ángeles somos, del cielo venimos, y pan pedimos". Abundaban naturalmente los que como ellos habían caído en la mendicidad. Se los podía descubrir por cualquier parte. Aunque estos otros, más impresionantes en su desdicha, no imploraban: arrimados a un trocito de sol de la pared, les era suficiente estarse quietos y mudos, con su montón de harapos y su escudilla de palo en la mano temblante. Los extranjeros de entonces aseguraban no haber visto en otro lugar tantos hambrones, desarrapados y descalzos. Menos desafortunados en su clase social, porque se amparaban en su trabajo y en su derecho a regatear, pero también callejeros como los anteriores, eran los vendedores de frutas, de aves, de legumbres y de granos, que al pie de las casas pregonaban las mercancías de sus canastas. Las nombraban en lengua poco entendible, por su pronunciación abreviada y deficiente. Los carniceros, a su vez, se

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creían de mejor rango, por su pericia en distinguir las calidades de su producto y las maneras de manejar la cuchilla de los tasajos y la balanza transportable. Por supuesto, más alto en la consideración general estaban los sangradores y barberos, que tenían la doble habilidad de bajar las fiebres y rasurar los rostros. Callejeaban también metidos en su capa negra, y portando la bacía y los instrumentos de curación y afeite. Y, por fin, era ocupación menos incómoda, al mismo tiempo que apreciada en algún nivel de dignidad, la de secretarios de departamentos oficiales, juzgados, escribanías y despachos de abogados. En lo que tocaba a las funciones importantes, éstas pertenecían, como cosa indisputablemente aneja a su sangre y fortuna, a los blancos adinerados. Este intento de aludir a las labores diversas de los pobladores de Quito, que estaban determinadas por el sitio social que mantenían y la condición casi comúnmente pesarosa de sus recursos, resultaría fallido si no incluyera al sector de suerte más desventurada, más perpetuamente desvalida: el de los indios. No hubo en verdad mirada de viajero del siglo dieciocho que dejara de fijarse en las calamidades de que se les hacía víctimas. En la mansedumbre con que soportaban trabajos y castigos. Calladamente se bebían las lágrimas de las privaciones, de las ofensas, de los abusos inimaginables con que se hallaba marcado su destino. Jorge Juan y Antonio de Ulloa, enviados a las colonias por los propios reyes de España, hicieron la revelación de la vida atormentada de los indios en sus "Noticias Secretas de América". Denunciaron el duro sometimiento en que les mantenían trincados los clérigos y los funcionarios de la Audiencia. Los gravámenes con los que procuraban devorarles el paupérrimo salario. La lluvia de azotes propinados cuando no habían rendido todo lo que debían en sus faenas del campo. Los reyes no se conmovieron, y en nada cambiaron la vida de estos parias de los parias. Un medio siglo después, el británico William B. Stevenson los vio a lo largo de la 5

William Bennet Stevenson, "Narración histórica y descriptiva de veinte años de residencia en Sudamérica", en: El Ecuador visto por los extranjeros, 0p. cit., p. 212.

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sierra ecuatoriana en peor estado que los esclavos negros del Perú. Y levantó su clamor en favor de ellos: "A estos desgraciados seres a los que se les ha robado su país, apenas se les permite existir en él"; "...los explotadores solo poseerían un inútil yermo sin su concurso".5 Difícil sería precisar qué tipo de rigores era el más llevadero para el indio: el de las zonas rurales o el de la ciudad. En aquellos desafiaba las inclemencias del tiempo y, con un horario que apenas le dejaba respiro, asumía los rudos trabajos de suavizar la costra de la tierra, de ir y volver una y otra vez con la yunta hasta formar el surco perfecto, de acomodar allí las semillas o las plantas, de cuidarlas hasta fatigarse finalmente en la cosecha y su traslado a las trojes del patrón, resguardadas por las mandíbulas de hierro de candados enormes. En las zonas urbanas, en cambio, compartía con las bestias su obligación rutinaria. Era sabido que en una de las tres plazas principales de Quito, de tierra todavía, se instalaban cotidianamente las ventas de productos para el consumo general. Y, como había temporadas de lluvia pertinaz, era también conocido que había que gastar unos centavos adicionales para poder atravesar el fango "a lomo de indio". A más de eso, lo acostumbrado era, cuando no se disponía de animales, trasladar los fardos de las compras sobre la espalda de este transportador barato, en quien toda protesta se había centenariamente pasmado. Los forasteros venidos de Europa especificaban que en nuestras ciudades cordilleranas había dos clases de carga: la más pesada, que se reservaba a las mulas, y la corriente, que estaba destinada a los asnos y los indios. Pero tal era la resistencia de estos, que podían llevar de doce a dieciséis litros de agua en grandes vasijas de barro, acomodadas desde los hombros hasta la cintura, y sujetadas a la frente por una correa de cuero en que se remataban las vetas de sostén. Este servicio ominoso, que parecía convertirlos en parientes cercanos de mulos y jumentos, acababa por deformarles el tobillo derecho. Hasta el punto de producir en todos una cojera irremediable. Casi no había indio cargador que no fuera patojo.

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Doscientos años han corrido desde esa época. Gozamos de vida independiente desde comienzos del siglo diecinueve. El país ha crecido. Se ha transformado. Su modernidad en muchos aspectos es indesconocible. Pero, pese a todo ello, ¿habrá alguien que se atreva a decir que el indio, en nuestros días de tanto engreimiento democrático, ya no humilla sus lomos igual que las bestias del arriero? El que tenga la desvergüenza de afirmar eso, estará fingiendo no haber observado a aquella pobre criatura en los mercados y sitios públicos de venta, dispuesta siempre a la condena brutal de su oficio. Con los calzones y la camisa azotados por la miseria, con los vuelos del poncho doblados sobre los hombros, se lo ve echarse las cargas ajenas en el arco de la espalda, mientras se sopla los mocos para ejercitar todo su esfuerzo. Hecho su trabajo, se angustia para que la paga no le resulte tan insuficiente en el sostenimiento familiar, allá en su tugurio de las peñas. La testarudez de muchos males, contra la que han parecido desfallecer los efectos de las instituciones civilizadas, dirigidas al mejoramiento de la vida de todos, se ha mantenido pues a través de los sig1os. En el décimo octavo, según se ha venido exponiendo en estas páginas, el manadero de aquellas desgracias era el de las escisiones de clases, impuestas tiránicamente por el origen racial -cuyo prejuicio intangible era el de la superioridad de los blancos- y por las posibilidades consecuentemente diversas de acceso al dinero, convertido en instrumento incontrastable de poder. Y tan concluyentes tendrán que haberse mostrado nuestras imágenes de tal realidad, que ni siquiera se sospechará que hacía falta ser menos breves en las reflexiones. Desdenes por la procedencia de la sangre, durezas en el tipo de labores, de acuerdo con la jerarquía social a la que se pertenecía, y gradación de miseria, por lo común insalvable, que contribuía a perpetuar el sentido de las discriminaciones en todo: eso es lo que sin duda ha quedado suficientemente explícito.

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CAPÍTULO III Un precursor tras muchas calamidades Ante todo conviene no creer candorosamente que la aristocracia, por su desproporcionada capacidad de acomodación en lo económico y en lo más encumbrado del ejercicio de la autoridad, se hallaba libre de los remezones de las crisis materiales. De los ramalazos de la pobreza colectiva. Aparte las ambiciones tentaculares del grupo de los especuladores, que jamás incumple sus acciones depredadoras, y que se nutre de los despojos de los otros, se habían ido haciendo notorios en el siglo dieciocho los estragos que llegó a producir la exigüidad de los medios entre los poseedores de haciendas, industrias y comercios. Antes tan seguros de su bienestar y esplendor. La escasez había ido determinando desalientos aun en el ritmo de progreso de las ciudades, y en la satisfacción de las necesidades que crea la vida social. Especialmente en la región de la sierra. Las causas se cifraban en los flagelos de la naturaleza y en los golpes de la tormentosa conducción oficial del país. Los años del setecientos fueron, infortunadamente, de continuos movimientos sísmicos. Ruinosos y desoladores. Aún no habían desaparecido las huellas de un terremoto reciente cuando ya el bramido sordo de las entrañas de la tierra y el violento sacudón de ella, o el desgarramiento de algún volcán, con su expulsión de fuego, lodo y piedras, castigaban

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de nuevo al hombre empavorecido y a su frágil morada. Los Andes centrales sufrían un doloroso período de transformación. El naturalista Humboldt no lograba entender cómo la gente serraniega de este país podía vivir tan tranquila, tan amable, tan risueña, tan desentendida del riesgo de acostarse cada noche sobre su propia tumba. En 1740 hubo un terremoto en el área de Quito; otro en 1755, terriblemente asolador para la misma ciudad y sus campos; otro casi en seguida, en 1757, en la vecina villa de Latacunga; otro ahí mismo, por erupción del Cotopaxi, en 1768; otro similar en Ambato, por la reventazón del Tungurahua, en 1773; otro, también en nuestra región interandina, en 1778, y otro, por fin, en 1797, que se extendió desde Popayán, Colombia, hasta nuestro extremo austral de Loja, y cuyas consecuencias de pánico y destrucción fueron impresionantes. Los muertos que arrojaron estas devastadoras señales de iracundia de la naturaleza se contaron por millares. De otro lado, los ámbitos agrestes, que invadían casi los recintos urbanos, y en los cuales tan generosos eran los valles y las laderas de los montes, fueron afligidos también por otra laya de azotes naturales: la hostilidad de los cambios climáticos. Había años en que preponderaba la sequía. Se resquebrajaban los suelos. Se agostaba esa retacería multicolor de los cultivos de las lomas -que suele contemplarse hasta ahora y que ojalá nunca desapareciera-, y en la cual contrastan mansamente, como siguiendo la línea de certeras pinceladas, el negror de los surcos de papas con los oros temblorosos de los trigos y las cebadas. Nada había más desapacible que advertir los campos sin agua, privados no solo del encanto de sus siembras, sino sobre todo del beneficio que de éstas esperan las ansiedades cotidianas de la existencia. Pero el fenómeno contrario, de aguaceros que se repiten, inacabables, año tras año, y que arrastran consigo los esfuerzos del labrador y el gañán, determinaban igualmente el hambre general y el enflaquecimiento de los recursos públicos y particulares. Aparte de que los dos tipos de empecinamientos climáticos desataban trágicamente las plagas y las epidemias.

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Aliados con las consecuencias funestas de todos esos azotes de la naturaleza se mostraban, de acuerdo con lo que se mencionó ya, los efectos de los tortuosos modos de gobernar el país. Que volvían más desastrada la condición material de las multitudes. Y que motivaban su reacción de enorme descontento, pues que, por su origen, aquellos agentes de zozobras eran de los que sí podían ser combatidos. De manera que un día llegó, inexorablemente, y más allá de las viejas resignaciones, la dialéctica de los odios y las violencias. Precisándolo mejor, la historia del aguijón que se clavaba en la conciencia del pueblo y la respuesta de rencor con que éste se revolvía hacia la mano responsable, que era de las autoridades, alcanzó a observarse ya en el temprano siglo dieciséis. Y siguió hasta el dieciocho, de las presentes referencias. Haciendo la necesaria abstracción de muchos aspectos, y centrando el enfoque en el problema económico, que era el que más llagada tenía la sensibilidad de las mayorías, es necesario citar siquiera tres o cuatro casos que han ocupado el primer plano en las rememoraciones de los investigadores. Por su gravedad y trascendencia. El de la Revolución de las Alcabalas. Conocido así por su carácter de real insurgencia popular. La ciudad de Quito se crispó por primera vez como un puño, dentro del período colonial. El rey Felipe II estableció un impuesto sobre las ventas de mercancías, en julio de 1592. Las encarecía con ello en un 2%. Su finalidad era allegar recursos para defender a los puertos americanos de los asaltos corsarios, temibles en su expresión de exterminio y barbarie. Los vecinos de los barrios de Quito, respaldados por sus representantes en el Cabildo -estado llano y aristocracia criolla-, estallaron en desenfrenadas manifestaciones de rechazó a dicho tributo. Que venía a herir aún más el pellejo de su deplorable situación económica. Fue por eso muy elocuente la proclama de la población, fijada en los muros de

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Federico González Suárez, Historia General de la República del Ecuador volumen II, capítulo 2, p. 231.

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las calles céntricas: Cabildo de Quito, tente fuerte, que nosotros te seguiremos y defenderemos con nuestras vidas. ¿Quién sostiene la tierra sino nosotros? ¿Quién la defiende de los corsarios sino nosotros? Y el rey, que jamás gastó en el país, causa la ruina de los quiteños.6

Y no fue simple alarde retórico lo que entonces vocearon, en repudio a la medida y en firme determinación de arriesgarlo todo en su desafío a las autoridades. De ahí el sacrificio impotente de vidas y de bienes con que pagaron la grandeza de su coraje. En un valioso poema épico de ese tiempo, El Arauco Domado del chileno Pedro de Oña, pese a que el centro de su inspiración se hallaba lejos de este escenario, se fijaron para la posteridad los trazos del conmovedor efecto del levantamiento de Quito. Son los de estos versos: "Que horcas eran de ellos ocupadas, -qué jaulas de cabezas bastecidas, -Qué soberbias casas abatidas... - ... -qué prósperas haciendas confiscadas". Los cachorros hispanoamericanos del león peninsular parecía que habían comenzado a corretear con bravura, en busca de una arrogante autonomía, que no la consiguieron sino después de dos centurias. Así hay que apreciar este hecho, protagonizado por un grupo de españoles nacidos en nuestras tierras y por una muchedumbre de mestizos. En el siglo décimo octavo se vio el pueblo enzarzado en nuevos problemas económicos, que tornaron a encolerizarle, y a promover con la fuerza de un instinto vital sus reclamos de libertad y de respeto a algunos de sus derechos primordiales. Se originó de ese modo el llamado motín de los estancos. También en Quito. El 22 de mayo de 1765. Y asimismo no faltó, cuando menos, la instigación de las minorías criollas. Esto es, de la clase que se hombreaba con la de los chapetones, por su preparación universitaria o el lugar que ocupaba en la jerarquización política y económica de entonces. Pero, desde luego, el movimiento lo hizo el pueblo. Como ocurre siempre. La sangre que se perdió fue la suya. Las cárceles y las persecuciones, tras el

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desenlace, no tuvieron tampoco otro destino que el suyo. Igual que hacía casi doscientos años, fueron medidas oficiales las que determinaron la violencia, que asimismo sacudió a los barrios quiteños. Particularmente a los de San Roque y San Sebastián. Armados de palos, hierros y piedras se lanzaron los pobladores hacia los centros administrativos. Eran estremecedores sus gritos de ¡viva el rey y muera el mal gobierno! Pero, para contrarrestar la agitación de aquella multitud, se organizó prontamente una fuerza de seguridad oficial, como de doscientos hombres. Casi todos españoles. Que en efecto disiparon a balazos la furia popular. En seguida intervino el clero como elemento pacificador. Las autoridades aceptaron deponer dos resoluciones económicas. La primera había consistido en la creación de los estancos: órgano administrativo que iba a monopolizar la destilación y venta del aguardiente, y, a la vez, a encargarse del cobro directo de los impuestos de la Real Hacienda. Antes se ejercía este por una intermediación alcanzada a través del sistema de arrendamientos. La otra resolución había sido la de confiar a la Aduana el control del comercio público, para una asfixiante aplicación de gravámenes. Que, como en todo momento, se trocaban en punzones dispuestos a clavarse en los lomos del pueblo infeliz. El observador sagaz de esta realidad se dará cuenta de que las iniquidades e intransigencias de la disyunción de clases sociales, los desaciertos, insolencias y abusos del gobierno frente a la endemia nacional de la pobreza, la presencia eternamente dócil y muda de una indiada incapaz de echar lejos el oprobio de todas sus cargas, los relampagueos circunstanciales de las rebeldías populares, la permeabilidad de algunas personalidades universitarias a las ideas transformadoras que traían los libros y los científicos europeos del setecientos, que son las señales caracterizadoras del siglo dieciocho que aquí se han esbozado, llegaron a convertirse finalmente en la

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Federico González Suárez, Estudio introductorio a los Escritos de Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, volumen 1, pp. 12 y ss.

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génesis de una reacción radical. Que culminó en la centuria siguiente, con la destrucción de las cadenas que enyugaban a nuestros pueblos.

Pero hay que pensar que esos orígenes del definitivo forcejeo de la libertad fueron enlazándose casi secretamente. A través de largos períodos. Por la impulsión inapaciguable de las necesidades. Y sin mudar casi el ambiente, de contrastes íntimos, del techo familiar, ni los hábitos colectivos de aquel Quito dieciochesco que estas páginas han querido también animar. Igualmente, es indispensable hacerse la reflexión de que la persistencia del empeño tuvo a la postre una figura de conductor heroico en quien encarnar. Ella fue la de un hombre peculiarísimo, de procedencia humilde, nacido en la mitad de aquel siglo. Se apellidaba realmente Chushig -que en lengua quichua significa lechuza-, aunque la posteridad le ha consagrado como Eugenio Espejo. Según el apellido que adoptó su progenitor. Era éste un indio llegado de lejos. De Cajamarca. Precisamente del lugar en que el quiteño Atahualpa, que asumió la última soberanía de los incas, fue sacrificado por los conquistadores. Trabajaba quizá ayudando a su padre, un infeliz picapedrero. Hasta cuando, joven todavía, fue traído a Quito. El cura del aldeorro de Zámbiza, aledaño a esta ciudad, dejó entonces la siguiente imagen de aquel pobre forastero, con la esquinada intención de denigrar a Eugenio Espejo: es constante que su padre, Luis Chushig por apellido y mudado en el de Espejo, fue indio oriundo y nativo de dicha Cajamarca, que vino sirviendo de paje de cámara al Padre Fray José del Rosario, descalzo de pie y pierna, abrigado con un cotón de bayeta azul y un calzón de la misma tela.7

Pasados algunos años, ese pajecito, levantado por su patrón, el doctor del Rosario, a labores de sangrador del viejo hospital de La Misericordia -ahora San Juan de Dios-, se casó con un mulata que

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había sido esclava de otro religioso. Y uno de sus vástagos, al que estamos evocando, alcanzó a constituirse precisamente en el precursor de la independencia política de estos países. De manera que se cumplía una suerte de revancha, como madurada por designios indescifrables en el seno más recóndito de la historia. De Quito se fue a Cajamarca Atahualpa, y ahí se acabaron él y el inmenso imperio incásico, bajo las armas de España. De Cajamarca se vino a Quito otro indio, el padre de Eugenio Espejo, y aquí, por la acción de éste, comenzó a su vez a desmoronarse una parte del imperio hispánico, en cuyos dilatados dominios se decía que nunca se ponía el sol. No era Eugenio Espejo un hombre de espada. Ni un estratega militar. Ni un organizador de rebeliones inmediatas. Ni un personaje con actuaciones en la escena de la política ocasional, a lo menos. Era, al contrario, un ser nacido para el estudio paciente. Para las investigaciones fatigosas. Para los sondeos reflexivos penetrantes. Para la elaboración de sólidas obras escritas. Y, en los trajines del pan cotidiano, para el ejercicio de su profesión médica. Luis Chushig, el inmigrante cajamarqueño, contó con el doble concurso de una conciencia propia de los valores y del consejo de su patrón el betlemita José del Rosario, director del servicio hospitalario de La Misericordia, para formar a sus tres hijos: Manuela de Santa Cruz, inclinada a las lecturas y al amor de la dignidad y la justicia, y sobre todo esposa del más alto tribuno de las cortes de Cádiz y gran humanista: el quiteño José Mejía Lequerica. Luego -nombrándoles sin orden cronológicoPablo, que se incorporó al sacerdocio, y anduvo, por el influjo fraterno, entre los simpatizantes de la nacionalización del clero. Y por fin el propio Eugenio: el de los mejores frutos. Resultó ser este una criatura absolutamente singular: un indio amulatado de condición extremadamente humilde que ascendió a una fama legítima como perenne. Sus talentos necesitaron para consagrarse de esfuerzos mayúsculos. Porque tropezaba Espejo con los obstáculos de una inexorable discriminación de razas. No había quien no se incomodara

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al ver que un aborigen que descendía de picapedreros y sirvientes, con las señas inequívocas de su progenie en la piel, la figura y el rostro, se encumbrara a tener títulos universitarios y a desempeñar ocupaciones que eran privativas de los blancos. Pero ese indio "enzapatado", excelso por donde se le contemple a la luz de la historia, se trocó en un crítico agudo de la cultura colonial, cuyas ideas -en casi todo lo que escribió- estaban inspiradas en abundantes lecturas. Las que partían de los clásicos griegos y latinos y llegaban hasta las personalidades del enciclopedismo de su misma centuria. Se había entusiasmado con Rousseau, Voltaire y Montesquieu, y también con el mayor representante de la ilustración en España, fray Jerónimo Feijoo. Y por ese camino, persuadido como nadie de todo ese caudal filosófico revolucionario, en que se voceaba la necesidad de ser libres e iguales, y de respetar como inalienables los derechos individuales, se sintió irresistiblemente empujado a convertirse en el conductor de un destino autonómico y republicano para nuestros pueblos. A través de sus páginas, y de tertulias -a veces clandestinas-, fue formando un discipulado heroico entre los jóvenes quiteños. Que cuando llegó la hora de las horas, el 10 de Agosto de 1809, proclamó la derogación del régimen hispano, desafiando los cañones y los aceros de su soldadesca. Infortunadamente, aquel conato se ahogó en la propia sangre de sus protagonistas. Pero para entonces el prócer indio, el combatiente que sólo sabía disparar sus ideas, el generoso y triste maestro, había ya fallecido. Y descansaba, por el imperio monstruoso de las discriminaciones, en el lugar del cementerio señalado estrictamente para los indios y los negros. El detalle de su muerte quedó inscrito en diciembre de 1795. Pero la mano que gobierna los destinos, ajena a toda capacidad humana de intuiciones y presagios, determinó con la puntualidad de un reloj exacto que en el mismo mes, del mismo año, y en la misma ciudad, naciera la personalidad que iba a mezclarse en la guerra definitiva de la independencia de estos pueblos. Era la personalidad de una mujer: Manuelita Sáenz. Y ella sí, no obstante su seductora feminidad, apta para

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empuñar la pistola de los héroes, o para unir su espada de gloria con las armas de las tropas del libertador Simón Bolívar.

CAPÍTULO IV Clandestinidad del origen de Manuela Aclararlo es tal vez inútil. Por lo tan sabido que resulta. Las batallas mismas contra el poder extranjero se llevaron a cabo por mestizos en los que preponderaban los rasgos espirituales de la progenie de España. Mucho de la reciedumbre del temperamento, del apego testarudo, imprescriptible, a las causas de la libertad, y de su consecuente culto de la audacia, en que lo común era sufrir los vértigos de la muerte, los americanos lo habían heredado de la raza española. De manera que en la época de la independencia, la porfía de las hazañas bélicas, que se extendió por largos años, y la fiereza con que los contendores ensangrentaron aquí el rostro del planeta, bien podrían explicarse por una porción de coincidencias en el carácter que imponía a unos y otros aquel tronco familiar: el hispano. Manuelita Sáenz, figura en la que encarnaron con gran eficacia los ímpetus de heroicidad de ese tiempo, descendía precisamente de gente española. Su padre, don Simón Sáenz de Vergara y Yedra, había nacido en 1755 en las vecindades de Burgos. En el aldeorro de Villasur de

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Herreros, cuyas casas, casi todas, eran de aspecto humilde. Parecía que transpiraban esa melancolía, tan humana, de las viviendas pobres. Y así han seguido desafiando mansamente a los trastornos propios de los tiempos. De modo que ahora se tiene la impresión de que los siglos corridos no las han tomado en cuenta para variar en algo el aspecto del poblacho. Que sigue con sus calles y recodos polvorientos. Desde luego, hay datos de que Simón Sáenz hizo sus estudios en la ciudad de Burgos. La de Rodrigo Díaz, el legendario Mío Cid, ahora yacente en la catedral de ésta. De ahí finalmente partió a América, en 1780. Con veinticinco años de edad, y con una concentración de valentía personal tan poco deleznable, que hasta conduciría a creer en algún renuevo de coraje de aquella región. Hizo lo que sus paisanos de entonces: aventarse hacia estos lados con la resolución de correr cualquier aventura para obtener dinero e influjos. Tales fueron los señuelos que motivaron dicha migración ultramarina. Muchos de los colonos los consiguieron solo a medias, pero ni así renunciaron a afincarse en las nuevas tierras. En las que vieron multiplicarse sus hijos. Si bien se medita, es dable reconocer que los hispanoamericanos provenimos, propiamente, de dos desangres: el de los indios que cayeron entre los arcabuzazos y los remos de los caballos de los conquistadores, y el de los emigrantes españoles que, al no volver, fueron dejando deshijada y desangrada a su patria. Simón Sáenz se detuvo en Colombia. No le fue difícil encontrar sitios en los que moverse airosamente, dejando percibir en su aura personal un distintivo de fuerte varonilidad. En Popayán conoció a Juana María del Campo, una joven de ancestro peninsular, a quien se unió conyugalmente. Ella le ofreció fiel compañía en el cometido de sus azarosos ajetreos y aspiraciones. Y le dio una descendencia de notable relieve. Tres de sus vástagos les nacieron en aquella ciudad colombiana, pues que allí vivieron más de un quinquenio. El resto de la prole vino a la vida en Quito, lugar al que Sáenz fue destinado por el rango que había podido alcanzar. De teniente de las milicias reales.

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Pero algunos años después de esa fecha -1786-, la altivez solía ya descomponérsele en altanería, la vehemencia en agresividad, las aspiraciones en reclamos cejijuntos y querellas, la ética del comportamiento en rencorosas maquinaciones. Por cierto, el convencimiento de los derechos, que en parte también los atribuía a su alcurnia, y el despliegue de su orgullo, jamás vacilaron en él, ni se le vinieron abajo. Su testarudez era pues de una sola pieza. No se declaraba vencido ante las autoridades que se negaban a prestarle oídos. Todo un decenio se había pasado de teniente. Se lo andaba repitiendo, sobre todo, al Presidente de la Audiencia, Luis Antonio Muñoz de Guzmán. Hasta cuando, cansado de sus gestos y sus papeles, éste le hizo nombrar en 1796 colector de rentas decimales del obispado. En su ejercicio se estuvo hasta 1808. Y simultáneamente, gracias a una cédula real del mismo 96, pudo ir probando su vocación de rigores en el desempeño de concejal, que entonces se llamaba regidor perpetuo del Cabildo. Pero ni todo ello, así junto, parecía suficiente para colmar sus ambiciones. Porque pronto se le vio satisfaciendo sus personales celos y severidades en la administración de justicia de primera instancia. Y haciendo finalmente que esas labores hallasen culminación en la relevante jerarquía de oídor de la Audiencia. Hay pues que imaginar cómo los halagos se le fueron fortaleciendo con la proyección múltiple de sus influjos. No podía acaso sentirse mejor. Que en lo que atañe a su economía, no hallaba él razones para quejarse. Sus negocios eran prósperos. Había llegado a poseer cuatro casas en la ciudad. Vivía en la mejor de ellas. En la calle real, hoy llamada García Moreno, de la parroquia de El Sagrario. Con su mujer, sus seis hijos, tres esclavos negros, dos indios huasicamas, y hasta un par de inquilinos. Periódicamente echaba una mirada a su obraje de Guaytacama y a sus cultivos del pueblecito de Tanicuchí. Ambos lugares están no muy distantes de Quito, aunque para entonces se hacía largo y fatigoso su recorrido a lomo de caballo. Este don Simón Sáenz, oriundo de las tierras del Cid, aventurero

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como muchos emigrantes hispanos de la época, curtido temporalmente en las milicias reales, habituado a los alardes de su linaje, proclive a las actitudes imperativas y a las fricciones, y, por fin, como vecino quiteño, prevalido de su autoridad y de sus bienes de fortuna, conocía cualquier cosa menos la práctica de la humildad. O de la tolerancia con el juicio ajeno. O del avenimiento, para otros natural, con las clases sociales diferentes a la suya. En efecto, se movía repartiendo desdenes y aversiones. "Choleaba" al que por desgracia no era de su color y le entorpecía el paso. Por eso le zahirió de plebeyez al prócer de nuestro primer sacudimiento liberador capitán Juan Salinas, pese a que los progenitores de este habían sido también españoles. Ya le llegaría a don Simón su hora de atisbar, de inquirir, de sospechar. Y de prender consecuentes odios y venganzas entre los que le rodeaban, o eran sus superiores, para sofocar el inicial intento de insurgencia republicana en la Audiencia de Quito. Pero hasta que eso ocurriera, como él no se revelaba hombre de sobresaltos, ni de indolencias tampoco, trajinaba por la ciudad y la provincia palpando sus realidades y advirtiendo qué asuntos debían promover la acción de las autoridades con mayor apremio. Así meditaba sugestiones para transmitírselas, y en más de una vez con el desembozado ahínco que era propio de su carácter. Lejos de España, había pues aprendido -igual que tantos compañeros del decisivo trasplante-. a interesarse en la suerte del país adoptivo, de la cual dependía la suya propia, en sus implicaciones sociales, familiares y económicas. Entre sus amigos había uno al que apuntaban sus afectos: Carlos Antonio del Mazo, Regidor español del Cabildo de Quito. De obsesiones monárquicas semejantes a las de él. Y con iguales ideas sobre la nobleza de sangre y las escisiones de clases. Sus tertulias encontraban el ambiente alterno de sus hogares. Pero del Mazo llegó a morir cuando menos lo sospechaba, y se acabó así esa frecuentación recíproca. La relación de las dos familias no se interrumpió por ello. Antes bien, durante algún tiempo Simón Sáenz se vio precisado a ir

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más de continuo a casa del amigo perdido. Porque este le había nombrado albacea en la herencia dejada a su mujer, Ignacia Aizpuru del Mazo. Las visitas a la viuda las hacía necesariamente en el grupo de los parientes, por el carácter de los asuntos. De esa guisa, cumpliendo su encargo testamentario, Sáenz tuvo ocasión de ir aproximándose a María Joaquina, a quien se le desbordaban la gracia y la sensualidad. Era hermana menor de Ignacia. Podía asegurarse que, no obstante su dignidad y su aparente retraimiento, había en ella un inocultable poder de seducción. Estaba ya en la plenitud de sus veintinueve de edad. Era pues once años menor que el asiduo visitante. Sus progenitores eran criollos que traían sangre de Vizcaya y Asturias, y que habían mantenido en lo posible el aire hogareño de su país lejano. La austeridad, el sentido de la honra, el culto de la fe presidían de manera clara en su comportamiento. Un hermano de María Joaquina profesaba el sacerdocio. Pero sobre todo había dos cosas que llamaban la atención en esa familia: el trato amable a los esclavos y sirvientes y el ánimo de una razonable transigencia con los criollos que se afanaban por columbrar la hora de la autonomía nacional. Esto, a pesar de que los Aizpuru no dieron jamás muestras de ninguna aversión al régimen de la monarquía. Tal cosa les vendría después, a través de la descendencia. Y bien, era evidente que Simón Sáenz iba sintiendo, cada vez con acentuación mayor, que la sola presencia de Joaquina alborotaba su impulsión erótica. Y que esta le resultaba, paulatinamente, más difícil de sofocar y de disimular. La joven, por su parte, que se las había pasado más o menos cautiva de su pequeño círculo social, no demoró demasiado en hallar deleitable el juego de rendimientos ante los vuelos y revuelos de aquel gavilán cargado de pasión varonil. Sabía, eso hay que recordarlo, que Sáenz estaba ya casado y había procreado seis hijos. La esposa, Juana del Campo, era una de sus amigas. No muy cercana, pero lo era. Las familias de él y de ella vivían en casas vecinas. A pocos metros la una de la otra. Y situadas a cuatro

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calles de distancia del palacio de la Audiencia. Hacia el sur. El ambiente no parecía pues apropiado para la clandestina intimación sentimental que quizá -sin confesárselo- tomaba ya forma en el ánimo de los dos. La conciencia del riesgo que entrañaba una relación de esas se sumaba a los escrúpulos morales de Joaquina. Pero, no obstante, la acometividad amorosa de su pretendiente no admitía treguas. Lo notaba ella en la efusión de los saludos, en el beso, largo e insinuante, sobre el dorso de su mano blanquísima, en la fijeza y profundidad con que aquellos ojos penetraban en los suyos, en los pretextos con que buscaba halagarle hablándola entre requiebros velados que, inadvertidos por los que también escuchaban, solamente Joaquina entendía que no eran inocentes. La estrategia de este tipo de acosos no falla cuando hay una atmósfera de mutuas, aunque ocultas complacencias emotivas. Por eso produjo en esta vez los efectos que había que esperar. Así, unas frases de súbito desahogo ardoroso de Sáenz, en el momento propicio, sin testigos, y el ademán de aceptación tácita de su pretendida, promovieron su primer encuentro a solas, lejos de allí. Se repitieron las citas secretas. Y en una de ellas, bajo la luz plena del día, esa fascinadora mujer de veintinueve años, con su apetito sensual tanto tiempo insatisfecho, entregó la plenitud de su espléndida desnudez al amante enfebrecido, en quien la excitación adulterina redobló los reclamos de su varonilidad. La ley natural halló entonces su apoteosis. De esos cabales y frenéticos contactos corporales, llegó, a nacer una de las mujeres más hermosas y atrevidas de su siglo en el nuevo mundo: Manuelita Sáenz y Aizpuru. Joaquina soportó una preñez llena de problemas. Que estragó su salud. La manifestación de los síntomas reveladores de su futura maternidad le fue tormentosa. Escondió su estado cuanto pudo. Temía las reacciones en su hogar, que resultaron violentas. Ninguno de sus íntimos quería comprenderla. Para ellos se convirtió en el verdugo de la honra familiar. No encontraron otra determinación que alejarla de la ciudad cuando la línea del vientre comenzó a volverse delatora. Tras advertencias de reserva a la servidumbre, y con las instrucciones

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dictadas por la experiencia casera para el proceso del embarazo, la dama seducida pasó a vivir en una hacienda que su padre, el doctor Mateo Aizpuru, poseía en el aldeorro de Amaguaña: Cataguango. Ambiente bucólico querido por ella. Apegado a su corazón por recuerdos de casi veinte años. Allí quizá alumbró a su hija, ayudada por una comadrona y sus parientes. Debió de haber sido eso en diciembre de 1795, como he señalado antes. Lamentablemente, no hay rastros de fe bautismal ni de ningún documento que lo atestigüe. Ni en los archivos familiares, ni en las iglesias de Quito o de pueblos circunvecinos. Hay autores que aluden al 97 como de la fecha natal. Viene pues a ser tristemente paradójico que de la principal figura femenina de la historia ecuatoriana no se puedan precisar ahora el sitio exacto de su nacimiento ni el de la tumba de Paita en que fueron sellados sus despojos. Simón Sáenz lo supo todo desde la iniciación de la gravidez. Su actitud primera fue de solapada contrariedad. Luego, de alejamiento y notoria indiferencia. No le convenía perturbar la paz de su matrimonio. Tampoco el que se mellara su figura en el ámbito de las autoridades de la Audiencia. Como generalmente ocurre frente a estas situaciones, prefirió proteger con mezquindad sus propios intereses. Pero los sigilos en medio de los suyos no duraron indefinidamente. Hubo circunstancias que le impelieron a confesar en casa su adulterio y su ya próxima paternidad ilegítima. Solo entonces le fue posible ser menos renuente a las obligaciones con que debía responder a la indignación de los Aizpuru, cuyo rompimiento con él se había vuelto radical. Trató de ver a Joaquina. Lo hizo en contadas y poco gratas ocasiones, cerca del parto. Llegaron, gracias a eso, a un único acuerdo: buscar a través de las relaciones de ambos, y de sus parentelas, una familia que se encargara de los cuidados de la criatura. Bajo la compensación económica que él prometía. Se ensayaron diligencias urgentes, que se fueron pasmando una tras otra. Menos la de un religioso mercedario, que golpeó las puertas de un convento de monjas. Los dos hogares -de los Sáenz y los Aizpuru- se mantenían por su parte, con testarudez

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inquebrantable, en el rechazo a cualquier intento de asumir aquellos cuidados. El desamor total venía a presidir el advenimiento de un ser gestado en el arrebato de un amor voraz y pasajero. La resolución que previamente tomaron fue pues irreversible. Había que botar a ese vástago. Que desprenderse de él como de una prueba acusatoria de estupidez y pecado. Y eso en efecto aconteció, en su momento. Se logró así ver que nada pudo en el ánimo de los progenitores -imbuidos de prejuicios de honra y linaje- ni el que dicho vástago fuese una niña de apariencia casi angélica. Bajo la rompiente claridad de una madrugada -madrugadas siempre hostilmente frías del cielo quiteñofue aquella echada en los brazos de una monja de buena voluntad del Monasterio de la Concepción, que ya se hallaba en espera tras el recio portón de una de las entradas. Se la reducía de ese modo a la condición de hija expósita. Con este sino de abandono y soledad comenzó la vida de valentía, abandonos y soledades de Manuelita Sáenz. Heroína reclamada por el infortunio, la gloria y la libertad.

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CAPÍTULO V Herencia de truenos de la hija expósita La partida de bautizo de Manuelita -ceremonia que se cumplió no solo por las exigencias de las religiosas conceptas que la recogieron en su claustro, sino también por las prácticas católicas de los padres ilegítimos de ella- no quedó registrada en los libros parroquiales. Tal vez no la expidió la Iglesia, pues que la niña, como víctima del abandono, carecía de apellidos. O, sin duda, se impidió su inscripción para no dejar constancia ninguna del antecedente de la mancebía, conceptuada por los responsables como infamatoria. Joaquina, la madre, que había sobrellevado secreta y aflictivamente las consecuencias de esa preñez indeseada por ella, y condenada por sus deudos, no alcanzó a vivir ni un par de años más. En el censo de familias de 1797 ya no figuran sus datos personales. Por eso Manuelita no llegó a tratarla. Ni por su tierna edad se halló en aptitud de memorizar siquiera un rasgo, o una expresión de su rostro. Simón Sáenz tuvo en cambio una existencia relativamente larga. Y no se desligó del todo de su hija adulterina. Empezó por entregar, mediante el encargado de ejecutar los contactos con las monjas, una suma de dinero, algo apreciable en ese tiempo, para que estas la usaran en la crianza y educación de la niña. Luego, recibía regularmente noticias sobre ella, que le iban produciendo admiración sincera, y en

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cierto modo emotiva. Al extremo de que halló razones suficientes para visitarla esporádicamente. Así Manuelita pudo estar en forma fugaz a su lado, en los penumbrosos corredores conventuales, para ofrecerle las inocentes muestras de respeto y simpatía que le aconsejaban sus tutoras. Tales disposiciones medio sentimentales persistieron hasta su juventud. Aún más, el ambiente monacal en que crecía esa hija, y los encantos y las manifestaciones de inteligencia y de natural dignidad que la iba descubriendo, llevaron a Simón Sáenz a la esforzada determinación de rogar a su esposa que le permitiera invitarla, una que otra vez, a que experimentara por minutos lo que era la atmósfera hogareña de sus medios hermanos. Pese a los desdenes y escrúpulos que seguían intactos en su pecho, con relación a ese fruto de la aventura salaz y diabólica de su esposo, y desde luego sin amansar los ímpetus de sus perpetuas reprimendas, doña Josefa accedió a esas contadísimas visitas. Pero vigilándolas de cerca, con severidad de bedel. Manuela conoció de dicha manera a la familia de su progenitor. Y solamente alcanzó a congeniar con uno de sus cohermanos, al que llegó a profesar un cariño que este correspondió fielmente: José María Sáenz del Campo. Futuro héroe de las milicias libertadoras. Igual que lo fue ella misma. Las aproximaciones a la otra rama de su ancestro, la de los Aizpuru, vinieron por el mismo tiempo. Las provocaron los frailes que frecuentaban el monasterio de las conceptas y que habían puesto su afecto en la expósita. Ese grupo familiar era reducidísimo. Ella consiguió tratar así, con la borrosidad de percepción de su temprana infancia, a su abuelo Mateo, ya anciano y rodeado de prestigio por su abogacía, su docencia universitaria y sus funciones de Relator de la Audiencia; a su tía Ignacia, de ánimo algo mezquino en las relaciones que se establecieron, y a su tío Domingo, personaje atractivo que fue cura de Yaruquí, heredero de la hacienda de Cataguango -tan querida de Manuelita-, y además simpatizante de las manifestaciones antimonárquicas que despuntaban a finales de siglo en la ciudad.

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Las conexiones familiares de mi biografiada, aunque ocasionales, nunca desaparecieron. No había por eso en el monasterio nadie que dudara en reconocer sus apellidos. Ni que no los estableciera en cualquier circunstancia necesaria. El mismo Simón Sáenz declaró ser su padre en la ceremonia nupcial que llegó a concertar personalmente, ya corridos los años para que eso tuviera lugar. Sin embargo, la condición de hija ilegítima y expósita se dio a conocer públicamente, con detalles que se han fijado en la historia, solo en 1821, a sus veintiséis de edad. Ello ocurrió en un acto de filiación legal ante los jueces, cuando Manuela reclamó la entrega de su porción en la herencia de la madre. ¡Y qué desprecios hacia la conducta de su progenie se le sublevaron entonces en el corazón herido! ¡Cuántas humillaciones había ido soportando veladamente en forma íntima y callada! En esta ocasión, al encargar desde Lima esas diligencias a un grupo de amigos quiteños, se le renovaban con razón los viejos sinsabores. En los términos que siguen se escribió aquel revelador testimonio. Tristemente expresivo para el juicio de cualquiera. Los representantes de la joven lo escucharon de labios del alcalde segundo del Ayuntamiento de Quito, don Andrés Salvador, no sin traer a su memoria la imagen magnética de Manuelita, cuya imperativa belleza hubiera, por sí sola, restado importancia a esas palabras: En Quito, a cinco de septiembre de mil ochocientos veinte y uno, compareció el reverendo padre Maestro Fray Mariano Ontaneda de la Real y Militar Orden de nuestra Señora de las Mercedes y dijo que le constaba que la niña doña Manuela Sáenz era hija de don Simón Sáenz, regidor que fue de este Ilustre Ayuntamiento y de doña Joaquina Aizpuru, ya difunta, hija legítima del doctor Mateo Aizpuru, abogado que fue de esta Audiencia, respecto a que el mismo don Simón y doña María Joaquina le contaron ser hija de ellos, en tanto grado, que la referida doña Joaquina, luego que parió y dio a luz a la mencionada niña, se empeñó con el exponente para que en cierta casa de esta ciudad se hiciera cargo de criarla hasta el tiempo conveniente, y como no tuvo efecto dicho empeño por

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ARNAHIS, Revista del Archivo Nacional de Historia, No. XVIII, Quito, 1970.

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causas justas que precedieron, tomaron los padres de la niña el arbitrio de exponerla en el Monasterio de la Concepción al cuidado y crianza de la reverenda madre San Buenaventura, que en paz descanse, por cuya muerte quedó al cuidado de la reverenda madre Josefa del Santísimo Sacramento, y que esto mismo, o a lo menos quien era la madre lo supo con evidencia el padre lector Fray José Casamayor; que según hace recuerdo el declarante, le hacían sus asistencias por medio de dicho padre lector; y que el citado don Simón Sáenz le dio al exponente un vale de mil pesos, a que lo guarde, otorgado por él a favor de la misma niña, el que lo entregó según hace recuerdo a una de dichas madres.8

De modo que fue fray Mariano Ontaneda el comisionado de los progenitores para entregar a la expósita en el claustro de las conceptas. Él recibió de ambos la confidencia del adulterio y el requerimiento de una solución que les librara de la presencia de la niña en sus hogares. Fray Ontaneda era un mercedario de mucha aceptación en el ambiente oficial, y desde luego de eficaz influjo en el clero. Contaba en ello la devoción común a la Virgen María de Mercedes, y el culto a su milagrosa imagen, nacidos de la fe del pueblo y de la seguridad con que este aguardaba su amparo en las grandes calamidades de la época. Pero tenía especialmente que ver en el prestigio de aquel religioso la respetabilidad personal que él mismo había ganado con su cátedra y sus funciones de Comendador del Tejar y de Provincial de la Orden Mercedaria. Sus blancas vestiduras resultaban pues familiares en los pasillos palaciegos de la Real Audiencia y de los conventos. Seguramente en medio de esos trajines se originó su amistad con Simón Sáenz. Corroborada por el apego del diligente fraile a los omnímodos arbitrios de las autoridades españolas. Precisamente por tales relaciones llegó a convertirse en el agente de dos hechos que, sin que él lo presintiera, iban a adquirir trascendencia en las memorias de nuestro país: el del enjuiciamiento político y prisión de Eugenio Espejo y el de la reclusión monástica de la tierna hija que trataban de ocultar los amantes Sáenz-Aizpuru: Manuelita la libertadora. Hay por eso, si bien se examina, una laya de

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impredecibles coincidencias y enlaces en el fondo misterioso en que se gestan los acontecimientos de la historia. En este doble caso, en efecto, fue el Padre Mariano Ontaneda el hombre elegido por la mano de esos impenetrables azares. Primeramente, para provocar los antecedentes del encarcelamiento con el que se hizo expiar al indio Espejo la valentía de sus ideas emancipadoras. Las circunstancias, evocadas brevemente, se dieron en el orden siguiente: uno a uno se acumularon los motivos para que se levantara una ferocidad de verdugo contra este espíritu adversario del régimen español. Sus libros no cesaban de amontonar objeciones y sátiras contra las leyes y los usos, los errores y las iniquidades de la sociedad quiteña de ese tiempo. Sus escritos anónimos -fácilmente identificables como suyos- zumbaban y volvían a zumbar en los oídos de las autoridades y de los personajes más presuntuosos de la aristocracia colonial. Su manía socrática de desenmascarar y poner en el sitio merecido a los falsarios y los impostores que andaban usurpando jerarquías y privilegios, terminaba por encrespar de enojo a mucha gente. La intranquilidad se desbordaba en comentarios de condena y rechazo, cada vez más exasperados, bajo el convencimiento de que crecía el número de jóvenes congregados en el modesto hogar de aquel indio, para leer libros filosóficos y políticos de la Francia de la revolución. Se alcanzó a conocer un día que él en persona había colocado banderolas rojas, incitando a la lucha por la libertad, en las cruces de piedra del centro de Quito. Se tenían, además, noticias de su proselitismo efectivo en un sector de la nobleza criolla, y de sus contactos con ideólogos bogotanos de la emancipación (un seguidor suyo fue Antonio Nariño, traductor de la Declaración de los Derechos del Hombre y futuro gobernante de Colombia). Se debió sin duda a todo eso la necesidad en que se vio el Presidente de nuestra Audiencia, Juan José de Villalengua, de expresar lo que sigue, en un documento oficial: Cualquier tribunal de Europa lo tendría por bastante para encerrarle

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Federico González Suárez, Op. cit., volumen III, tomo VII, capítulo III, pp. 377-378.

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en un castillo de por vida. El no haberlo yo ejecutado o esta Real Audiencia... ha sido porque, habiendo de salir reos forzosamente en la causa muchos sujetos de clase distinguida, amigos, corresponsales y confidentes de Espejo, ocasionaría semejante procedimiento en esta provincia, un incendio difícil de apagar. 9

Hoy se aprecia a las claras que no se equivocaba. Convenía a su gobierno ser cauteloso en este asunto. Pero, pese a su prudencia y a sus escrúpulos, llegó el insoslayable momento en que saltó la chispa que habría de desatar el temido incendio. Y saltó porque el propio Espejo cayó en la debilidad de confiar demasiado en las reservas que aconsejaba a su hermano el cura Juan Pablo. Efectivamente, sabiéndolo ya persuadido de sus ideas revolucionarias, se le ocurrió ponerle al corriente de los planes que maduraba. Pero éste, más desatado aun en la comunicación de los secretos, se los transmitió a una mujer incapaz de retenerlos: concretamente, a su amante. No se suponga que hay en esto difamación ni invenciones calumniosas. El cura Juan Pablo, igual que un número de frailes de su siglo, vivía ocultamente amancebado. Gozaba de su hembra. Y en alguna ocasión, tras las fatigas deleitosas de la posesión sexual, todavía en la cama mal apaciguada, se entretuvo en hacerle confidencias de los proyectos de su hermano, acaso como una prueba más de la intimidad con ella. La joven concubina, llamada Francisca Navarrete, audaz para sus fornicaciones, se mostró paradójicamente timorata con el tema escabroso de la conversación mantenida bajo las sábanas. Literalmente, a calzón quitado. Y voló, después de la cita pecaminosa con el clérigo Juan Pablo, a casa de su madre, para contarle lo que le había escuchado. Las dos se lo repitieron al franciscano Manuel Navarrete, hermano de la joven. Él a su compañero de Orden Padre La Graña. Los secretos iban así, incontenibles, de bote en bote. Porque el último de los nombrados buscó en seguida a la persona que podía poner el rayo punitivo en manos de las autoridades: fray Mariano Ontaneda. De esa manera se juntaron, para llevar por sí mismos, primeramente, la delación al Deán Pedro Mesía.

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Las consecuencias se produjeron en forma acelerada. Fue procesado el cura Juan Pablo y confinado luego en un convento de Popayán. Y casi simultáneamente, los funcionarios de la Real Audiencia, advertidos por una sotana tan amiga e influyente entre ellos, como era Ontaneda, enjuiciaron a su vez a Eugenio Espejo -víctima de la imprudencia de su hermano- y lo metieron engrillado y sin posibilidades de comunicación en la lobreguez de una prisión cercana al Palacio. Ubicada en el mismo lugar en que quince años después fueron sacrificados sus discípulos, los mártires del 10 de Agosto de 1809. Precisamente uno de ellos, el abogado Juan de Dios Morales, asumió con toda entereza y solidaridad la defensa legal de Espejo. Pero los esfuerzos se pasmaron ante la testarudez prevenida de los jueces. Y el gran ideólogo y visionario quiteño -uno de los mayores de su siglo- no consiguió salir de la tenebrosa ergástula sino en condición de agonizante, para hacer el último itinerario, tras los adioses familiares, desde su casa pobre hasta lo muros del sector de indios del cementerio El Tejar. Vale sin duda la pena transcribir aquí el diálogo probable del cura Juan Pablo con su concubina Francisca Navarrete, recogida por el insigne y austero historiador ecuatoriano arzobispo Federico González Suárez: Clérigo.- Echaremos de la tierra a todos los extranjeros y nos mandarán los nacidos aquí. Mujer.- Eso es herejía, según nos predican en los sermones; eso es cosa de los franceses impíos. Clérigo.- Los franceses, cuando guillotinaron a su rey, no cometieron pecado ni siquiera leve contra la fe; cometieron pecado muy grave en otra materia. Mujer.- ¿Cuando se vayan los chapetones habrá religión?

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Idem, pp. 381-382.

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Clérigo.- ¡Y más que ahora! Mujer.- ¿Y habrá Obispo? Clérigo.- Sí; pero nacido en Quito y no venido de fuera... Mujer.- ¿Y habrá conventos? Clérigo.- Sí los habrá; y entonces los meteremos a los frailes en vida común y les quitaremos los curatos, para que vivan en sus conventos. Mujer.- ¡Jesús! si llega a saber el Sr. Presidente lo que está usted diciendo... Clérigo.- Cállate, que el Presidente está cagándose de miedo y nosotros tenemos ya relaciones con Bogotá. Mujer.- ¿Y lo que el Padre Ontaneda está predicando en las misiones?... Clérigo.- Ese fraile no sabe de estas cosas y debía dejar de predicar tantas misiones antes de la Cuaresma...10

El otro caso en que fray Mariano Ontaneda entró, sin sospecharlo, en lo perenne de las páginas del pasado, según lo he descrito ya, tuvo que ver con el abandono de Manuelita en el Monasterio de la Concepción y con las diligencias judiciales de su filiación como hija expósita de Simón Sáenz y Joaquina Aizpuru. Desde luego, las actuaciones del religioso mercedario adquirieron trascendencia histórica no solo por el relieve de las figuras con que se relacionaron, sino además por las consecuencias especiales que alcanzaron, a producir. Y que son tan fáciles de observar. En el caso de Eugenio Espejo, pocos sin duda ignoran que el drama de su cárcel y su muerte enardeció de tal modo a sus seguidores, que los estimuló a preparar nuestra primera reventazón emancipadora: la de Agosto de 1809. Lo que en cambio parece no muy conocido es el hecho del enardecimiento colérico que se ocasionó también entre los realistas destacados: uno de ellos, precisamente, Simón Sáenz. El

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disgusto irrefrenable que este sufrió al percibir la gravedad del movimiento que se avecinaba le llevó a convertirse en un agencioso correveidile del mundo oficial. Trataba de prender en el ánimo de las autoridades la predilección por los desahogos violentos. Eso determinó que los patriotas le tomaran después en cuenta, para responderle, a su vez, con cruda abominación. Además hubo efectos de su desasosiego en otro plano, el del hogar. Ahí se encendía su pensamiento en forma igualmente fosfórica. Los hijos le oían, y de pronto no les cabía la belicosidad en el pecho. Con claridad se notaba que traían en la sangre las palpitaciones de acometividad y coraje de su progenitor. Oportunamente habrían ellos de fijar su huella en los episodios borrascosos de ese tiempo. Como lo evocaré más adelante. Pero las diligencias de fray Mariano Ontaneda cobran significación aún más memorable cuando se las mira a través del destino de la niña a la que, por encargo de sus padres adúlteros, dejó en los claustros de las conceptas, y para cuya filiación judicial de hija expósita dio testimonio veintiséis años después. En ninguno de los dos momentos podía él suponer que estaba su acción perpetuándose gracias a la superioridad magnética de una mujer nacida para embravecerse en las campañas de la libertad, y para remansarse, en sus postreras soledades de desterrada, bajo la nostalgia del país querido y soñado que nunca alcanzó a recuperar. Ese personaje femenino señalado para la historia en una época dramática, la inconfundible Manuela, había desde luego recibido a través de la sangre paterna, igual que sus medios hermanos, atributos de vehemencia, beligerancia y temeridad. Y éstos, tan de los Sáenz, con el tiempo se fueron definiendo y vigorizando. De modo que ahora es fácil advertir la herencia de truenos que realmente fue a dar a las manos de esa doliente hija expósita. Se la transmitieron, pues, su progenitor y su época. Ambos tan desapacibles.

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CAPÍTUL0 VI La historia va por la calle de los conventos Las faldas del Pichincha, en la parte sureña del monte, se extendían sosegadamente, recostándose casi, en un amplio espacio desértico. Apenas pocas manchas de bosque interrumpían su suave soledad verdegueante. Pero más abajo de la planicie en que terminaban de languidecer esas laderas, la placidez del suelo cambiaba abruptamente de semblante. Ello se podía observar todavía hasta la tercera o cuarta década de nuestro siglo. Ocurría en efecto que en la continuación del descenso, en la linde inferior del rellano, la tierra se abría en dos quebradas medrosas, oscuras, por cuyas profundidades un agua escasa iba sonando apenas su congoja. Y tan poco visible era ésta, que ni lo más penetrante de la luz del día lograba descubrir los sesgos de sus ondas. Había suficientes motivos para que no resultara nada deleitoso aventurar los pasos por los bordes de esas resquebrajaduras. Ni para hacer camino por los rincones cercanos cuando el sol ya no los alumbraba. La imaginación, según es lo habitual en esas circunstancias, se desataba en invenciones tenebrosas: de aparecidos y de voces lastimeras de otro mundo. Largamente se quedaron tales leyendas en la creencia popular. Por ello se vuelve difícil aceptar, y aun figurárselo siquiera, que hubiera habido alguien que precisamente ahí, en medio del aire de

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viudez del lugar, desafiando las tristuras de aquel paisaje íngrimo, o acaso cediendo a su desconsolada atracción, se determinara a levantar una capilla para el culto católico. Una capillita amable y acogedora. Pero eso ocurrió de veras. Un poco más arriba del origen de las dos quebradas, en un sitio en el que se remansa la gradiente que viene desde la cumbre del monte, un fraile mercedario se puso a construirla. Tomó para el efecto a un grupo de gañanes de manos hábiles y laboriosas. Les convenció de que ese puesto de Quito era el más apropiado para la meditación y las oraciones. Y se los demostró pronto, entre las paredes ya levantadas, con su propio recogimiento, en imperturbable y callada devoción a la Virgen María. Otros monjes, de igual vestidura blanca, se le fueron congregando en torno, para seguir su ejemplo. La capilla iba embelleciéndose. El Padre Francisco de Jesús Bolaños -que tal era el autor de la iniciativa- en la hora oportuna pidió que armaran sobre ella unas dos torres humildes. Aunque tocadas de gracia. Entonces, hasta el monte pareció enternecerse o saturarse de lo humano, pues que empezó a dar la impresión de que estaba allí para enmarcar cuidadosamente a la solitaria construcción. Pero el buen fraile no dejaba que el tiempo se le fuera solo en ese empeño. Y se entregó, en seguida, a promover la edificación de un convento. Primero fueron poniéndose en pie unas pocas celdas, de tamaño reducido, en los galpones en que unos cuantos indios alfareros moldeaban y torneaban las tejas para abastecer al vecindario. Después se fueron irguiendo, a pausas y esfuerzos, los blancos muros del cuerpo entero de una casa de recoletos. Surgió así el noviciado de El Tejar. Hacia cuyo retiro llegó también el ondear de los hechos heroicos de nuestro patriotismo naciente. El pueblo de los barrios periféricos del sur que acudía a su capilla, más por apego espontáneo que por otra cosa, se fue multiplicando. En las semanas de mayo era un gozo ver cómo todo se acompasaba en el lugar: las caídas de la tarde, el repiqueteo del ángelus de las pequeñas campanas, la melancolía que se elevaba del

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pecho de los pobres cuando entonaban aquel su cántico a María: ¡Salve, Salve, Gran Señora! Naturalmente, los más de los feligreses de la recoleta de El Tejar tenían sus viviendas en los costados mismos de las dos quebradas. En terrenos cuya firmeza contrastaba con las profundas hendiduras de esos largos boquerones. Se sabía que eran comerciantes, empleados, pegujaleros, quizás en su mayor parte, los que habían ido levantando, como arrimadas hombro con hombro, decenas de casas de muros desiguales y techumbre de teja. Las había, aunque pocas, de dos plantas, con patio cuadrilongo y habitaciones bajas de alquiler. En ellas se acomodaba una diversidad de gente humilde. No faltaban, por cierto, los artesanos. Que se prodigaban en las habilidades de su oficio en piezas pegadas a los dormitorios. Y en las cuales, casi a todas horas, se pasmaba la luz. Los rumores de esas labores manuales se negaban en cambio a desaparecer. De modo que, sin anularse entre sí, se dejaban oír con sus ecos propios el silbo melódico del sastre, que entristecía el aire mientras este iba dando sus puntadas, y el ruido del cepillo del carpintero sobre su trozo de madera, y el martilleo opaco del zapatero remendón. Ese conjunto amable de sonidos característicos contribuía a comunicar el jadeo de la vida a la atmósfera taciturna, reclusa, de las modestas moradas. El barrio era en verdad reducido. Cerca de él había otros mayores, cuyas casas mostraban, en proporción inferior y menos perceptiblemente, el vejamen de la pobreza y las incomodidades. Esto se hacía evidente más acá de las aludidas tajaduras. Justamente desde el sitio en el cual descendía una calle angosta y bastante prolongada, que a trechos era de piedra de río; a trechos de tierra apisonada, y que bajaba en derechura incontenible a través de varios centenares de metros. Iba en efecto cortando algunas vías céntricas: entre ellas la del Palacio de la Audiencia. El rellano que daba término a la gran cuesta era el mismo de la actual plaza de La Marín. Pero varias obras arquitectónicas de mucho aliento perennizaban ya el sector. En el arranque mismo de la calle, y en su lado norte, esto es el de la izquierda

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cuando se desciende, se había logrado edificar el templo de La Merced. E igualmente, continuando en esa línea, en la esquina que sigue, el monasterio de La Concepción. Ambos erguidos con un vigor ciclópeo de cosa monumental. Entre murallas que en cada caso comprendían una manzana completa, y en cuyos cimientos se habían combinado las piedras de los incas, de construcciones que allí mismo debieron de levantarse, con las que fueron cortando los nuevos canteros, también indios, de ese período colonial todavía temprano. La Merced surgió como una suma de impulsión colosal, de esbeltez primorosa, y a la vez de sometimiento dulce al donaire de las líneas y las formas: vino a ser como la apoteosis de una presencia rítmica y sólida en medio de la inviolada soledad del espacio. Su enorme torre tiene todavía un reloj, también enorme, de esfera azul, y una campana principal igualmente gigantesca, cuyas imágenes no pueden contemplarse sino de lejos. Los brazos del reloj se pararon un día y así se están hasta hoy, como para marcar el paso que nunca pasa de la eternidad. Por su parte la campana, mordida en algún momento de revueltas militares por la bala de un cañón, padece de una rajadura que la enmudeció para siempre. Se la ve desde entonces exhibiendo, imponente, el peso inmóvil de su gloria difunta. En fin, la torre; poseedora tenaz de su belleza .y de sus reliquias, y encumbrada sobre la colmena humana del centro de la ciudad, parece que únicamente mantiene ahora un digno coloquio de silencios con otras torres no distantes: la de la Catedral, la de San Agustín, la de Santo Domingo. El monasterio de la Concepción no se destaca con el mismo gesto airoso del templo mercedario. Por estar, como ya se dijo, una cuadra más abajo. Y por la adustez de su arquitectura. Que desde luego no disimula su concentrada imponencia. El recuadro mayúsculo de sus altos muros deja observar lo que hay de condición maciza en éstos. Pero en el principal, que da a la misma calle, se ha abierto, en años recientes, un portal de ligeras columnas de piedra, con remates de arcos de medio punto. Su extensión va de esquina a esquina. Frente a un costado del Palacio de la Audiencia, hoy de Gobierno. Y en el sitio

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final de esa arquería se yergue un portón de espesa madera: es el de la entrada a la iglesia. A lo largo de su única nave, con el coro al fondo, la penumbra dicta una norma de recogimiento a todo el interior. Afuera tampoco se producen signos de agitación que resuenen en el corazón de aquella. Ni siquiera en la parte que ocupa de la calle real, ahora llamada García Moreno, y a la que se accede caminando un par de metros y girando hacia la izquierda. Ahí precisamente está el breve pretil de piedra que conduce a la otra entrada de ese sitio de oración. Con su viejo pórtico labrado, también pétreo, y su puerta de hojas recias, de gran tamaño. Ahora bien, Fray Mariano Ontaneda, el intermediario de Sáenz para el abandono o exposición de Manuelita, y cuyas referencias he dado con el suficiente detalle, conocía de sobra estos lugares. De manera que es bastante probable que se deslizara desde su propio convento mercedario por este par de calles, en la madrugada de su misión clandestina. Llevaba consigo cuidadosamente -era lo debido- el cesto en que dormía la criatura recién nacida. Iba ésta totalmente cubierta, para evitar el ultraje del frío quiteño de las horas tempranas. Y también las eventuales atisbaduras de algún probable pasante. Ya casi al término de este lado del pretil, antes de llegar a la cuesta de la actual Mejía, tuvo que voltear hacia el portón del claustro, que tan familiar le era. Sonó entonces la campanilla, discretamente. No demoró en responderle la voz apagada de la monja tornera. Ni siquiera necesitó dar a esta sus señas para que se apresurase a abrirle el camino. Porque, naturalmente, estaba aguardándolo a esa hora la madre San Buenaventura. Mujer avanzada de edad. De rostro ahuesado. De ojos inexpresivos, tal vez por el porfiado renunciamiento a los estímulos del mundo. Además, de maneras que se amortiguaban en lentitudes y mansedumbre. El diálogo entre el fraile y la religiosa fue de mutua aunque respetuosa confianza. Insistencias del primero y aceptaciones de la segunda en el tema de las recomendaciones sobre la niña. No se movían de su sitio. La cesta yacía a sus pies, en el interior de ladrillos, a un par de metros de la puerta. Mientras tanto la tornera cumplía ya la

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orden de llamar a otra hermana, para juntas ayudar a la madre San Buenaventura en los ajetreos de instalar en su propia celda a esa huérfana forzosa. Así se inició la historia de claustros de Manuelita, en la que, durante dieciocho años, los halagos escasos, los preceptos monásticos, las observaciones a veces agrias, las lecturas, el laborío angélico de pastelería y bordaduras, fueron modelando su hermosa y original personalidad. Pero en medio de tales circunstancias no dejó de surgir algo que por cierto resulta curioso. Y es que en el mismo rumbo de esa calle de los tres conventos, de occidente a oriente, o de arriba hacia abajo, comenzaron a enlazarse episodios memorables que han tenido que entrar en las páginas de la historia. Así, hacia la parte empinada del barrio, en el cementerio que los frailes del noviciado de El Tejar formaron en la linde posterior de su propiedad, fueron echados los despojos de Eugenio Espejo, en uno de los huecos mortuorios que se destinaban a indios y negros. Y, con evidente coincidencia, mientras corría el mismo mes, seis cuadras abajo del mencionado lugar, dentro de esa especie de oquedad amurallada del monasterio de la Concepción, una nueva vida empezaba en cambio a crecer para igual destino de luchas y amores de la libertad: la de Manuelita. Confiada, como ya se sabe, a aquellas religiosas dispuestas a acogerla con hospitalidad, aunque siempre extrañas a la casa que debió pertenecerle. Finalmente, en el mismo círculo de tiempos y de espacios, metido a ratos en su celda del templo mercedario, era seguro que el padre Mariano Ontaneda no se cansaba de meditar en las diligencias de efectos tan disparejos que había acometido, usando su habitual movilidad: la de instigar a las autoridades para el apresamiento de Espejo, con el triste corolario de su extinción, y la de empeñarse personalmente en la salvación de la criatura expósita de Simón Sáenz y Joaquina Aizpuru, trocada después en heroína de los ideales del malogrado precursor de nuestra independencia.

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Por fuerza de todos estos antecedentes, y sea cualquiera la intención con que se los mire, se tendrá que advertir que ese sector de Quito llegó a saturarse del destino de los tres personajes. El vaho de sus intimidades, el secreto de sus experiencias, el aire, ya rutinario, ya febril, de sus trajines, le dieron una atmósfera histórica que no se puede olvidar. Piénsese en ello bajo el auxilio de cosas concretas, como estas: Eugenio Chushig, o Espejo, dejó por ahí el resuello cotidiano de sus labores. Cerca estaba la institución en que inició sus prácticas médicas: el Hospital de la Misericordia, o San Juan de Dios. Más cerca aún la primera biblioteca pública, cuya dirección se le confió. Y próximos también los puntos por los que solía pasar rápida y sigilosamente, tratando de promover el descontento popular con las leyendas de sus rojos gallardetes. Además ¡ay!, enclavado igualmente a poca distancia de la calle de los tres conventos, se hallaba el calabozo en que se le hizo expiar su rebeldía, y del cual salió ya entre los boqueos de su muerte inevitable. Fray Mariano Ontaneda caminaba, por su parte, entre madrugones u horas tempranas, o corrida apenas la luz vespertina del ángelus, a lo largo de la tan invocada vía, en los dos sentidos de su orientación. Le obligaban a ello las tareas que ejercía, de control eclesiástico en las comunidades de El Tejar y de La Merced. Probablemente, también, los reclamos de su devoción mariana. Y de modo semejante, en el tiempo adecuado, la necesidad, non sancta desde luego, de introducirse en los pasillos y las salas del Palacio de la Audiencia. Que se mostraban hoscos para la mayoría, y en cambio de buen semblante para los contados y bien conocidos servidores, ya oficiales, ya oficiosos, del gestudo régimen extranjero. Pero al padre Ontaneda le ponían en movimiento mucho mayor las actividades de preparación de las procesiones multitudinarias que la fe demandaba, en la aguda excitación de las desgracias colectivas. En esos casos la imagen de la Santísima Virgen de Mercedes, Protectora de Quito, era llevada entre cánticos y rezos por todo ese ámbito central de la ciudad. Su presencia era sobre todo requerida en el trance agónico de los

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terremotos. El más reciente había acaecido en 1797. La gente, entonces, entonando a lágrima viva sus plegarias a María, tuvo que marchar empavorecida por esta calle y las aledañas, no sin sentir bajo sus plantas un suelo todavía temblante. En lo que hace a Manuela Sáenz, ella no alcanzó a formarse memoria propia de la espantable calamidad del 97. Se encontraba apenas en los dos años de edad. Seguramente algunas monjas del monasterio la ampararon en medio de la caída violenta de las tejas, del quebrantamiento de las paredes, del zarandeo siniestro de las cosas que les rodeaban, del movimiento atorbellimado de sus mismas sotanas, al ir de prisa por gradas, patios y corredores. Y toda esa atmósfera debió de entenebrecerse aún más entre los gritos lastimeros y las invocaciones piadosas. Nada, como es lo natural en una edad en que apenas comienza la vida, se le quedó en el mundo de sus recuerdos. En cambio conservaba claros los comentarios que se estuvo oyendo por años, con insistencia, en las hondas soledades de su claustro. Gracias a ellos había conocido que muchas de las madres, bajo la conmoción producida por el sacudón del sismo y el sordo quejido de las entrañas de la tierra, se habían aventado a la calle. Y que luego, sin esperar la venia arzobispal, se habían mezclado en la procesión mercedaria, que a todos confundió en un solo cuerpo indefenso e implorante. Pasado un largo tiempo, también Manuelita pudo experimentar las emociones de esta suerte de manifestación colectiva, en el mismo escenario en que se había levantado el convento de las Conceptas. Efectivamente, más de una vez desfiló en medio de esas vías de piedra, perdida casi en una muchedumbre de procesionantes. Seguía a la Virgen con sus pasos de niña, asida por la mano de alguna de las religiosas. El exterior del encierro monástico se le ofreció inicialmente bajo ese aire compungido, entre clamores de súplicas o cánticos devotos. Asimismo se le reveló entre las fatigas de subir, con más curiosidad que gusto, a los templos de La Merced y El Tejar, por

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iniciativa del padre Ontaneda. Pero, para ventura de ella, se le descubrió también en forma distinta, con las salidas no infrecuentes que hacía a las ferias de San Francisco. A éstas iba con las hermanas ecónomas. La madre que la tutelaba quería que así se le desfrunciera el ánimo propio de los claustros. Y hacía bien. Porque con esto sí gozaba la pequeña Manuela. Se lo advertía en seguida en la manera juguetona con que se ponía a caminar. En la elocuencia de sus ojos iluminados y sus palmoteos. Y desde luego, ya en la gran plaza, era evidente que se contagiaba de la algarabía de un comercio en el que vibraban, entrecruzados, los pregones de los vendedores, el bullicio de las aves caseras, el balido de alguna oveja y las voces de las compradoras. Otro de sus pasajeros alejamientos de aquel pozo de taciturnidad y silencios del claustro consistía en los viajes a la hacienda de Cataguango, de su tío el padre Domingo, en Amaguaña. Mediaban en conseguírselos las diligencias de algunos religiosos, y particularmente las de Fray Ontaneda. Solamente entonces, entre hesitaciones que revelaban un fondo de mal definida complacencia, la tía Ignacia, administradora de la propiedad, recogía a la niña para llevársela consigo. La tenía en su compañía, allá en el campo, por breves temporadas. La gracia y la vivacidad de Manuelita lograban mudar muchas veces el rostro agrio de la viuda: mujer triste, austera y ultra católica, en medio de las riquezas familiares. Había en la hacienda muchachas negras, hijas de esclavos, que no únicamente correteaban con la diminuta huésped, sino que la iban ayudando a familiarizarse con la conducción de los caballos dóciles de la cuadra. De ahí arrancó su vocación de amazona, acaso jamás igualada en nuestro país, ni seguramente en ninguno otro de esta América, conquistada y emancipada entre detonaciones, galopes y relinchos. Estas idas a Cataguango le ponían pues a respirar previamente el aire de la calle que pasaba por el pie de su convento: la de las imágenes

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e impresiones que se le habían metido en la intimidad de los sentimientos. Porque es bueno hasta pensar, asqueando toda retórica, como lo hizo el novelista argentino Ernesto Sábato, en que la patria puede estar encerrada para cada cual en las ternuras o las nostalgias de un barrio o una calle propios, queridos desde la infancia. Precisamente esa larga ruta central por la que transcurrió la orfandad monástica que le impusieron sus padres adulterinos llegó a vincularla con hechos de memoria imprescriptible. Como los descritos ya. Y como los de los agostos revolucionarios de 1809 y 1810, en que se le agitó el corazón juvenil, dispuesto, sin que antes ni lo hubiera presentido, a un primer amor virginal de lo heroico, que tomó después forma definitiva. Y como el de los recuerdos superlativos del 16 de junio de 1822, fecha en la cual, cerca de sus veintisiete años de edad, vio por primera vez a Simón Bolívar, desde el balcón de una casa situada a menos de cien metros de su monasterio de la Concepción. Apenas la Plaza Grande de por medio. En horas tempranas de la mañana de aquel día se cumplió la entrada apoteósica del Libertador en la ciudad. Y comenzó también a cumplirse -exactamente eso- la confluencia de los destinos torrenciales de éste y Manuelita. Cabe anotar que si los azares de la existencia los fue uniendo durante ocho años, más aún lo hizo la obra incontrastable de la muerte, que los juntó para siempre con los lazos de una consagración común, casi indiscernible. Había pues sido la misma calle, de los tres conventos evocados en estas páginas, el escenario de aquel episodio memorable. Y cualquiera, entonces, debería preguntarse por qué una calle elegida de modo tan determinante para hechos excepcionales de Quito ha de tener que seguir llamándose con el nombre de hoy, de un país extranjero -el nombre de Chile- por simples compromisos de fraternidad internacional.

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CAPÍTULO VII Celdas violadas y labores angelicales Con respecto al rincón urbano que se ha descrito aquí, y a las rozaduras que la cadena episódica aludida dejó en la sensibilidad y en la conciencia de Manuela Sáenz, puede resultar extraño el que ella haya preferido callarlo todo en sus cartas y en las confidencias escritas que se le atribuyen. Tal vez no era de su gusto el ser explícita en las memoraciones ocasionales de su pasado. Tal vez desdeñaba el reconocer la oportunidad de hacerlo. Pero probablemente los detalles de aquel medio sí cobraban relieve muy neto entre la gracia espontánea y la inteligente animación de sus conversaciones. Que imantaban la atención de sus afortunados contertulios: amigos, compañeros de trajines heroicos, viajeros famosos que la visitaron en la edad postrera de su último exilio. De modo que no es arduo imaginarla -por ejemploevocando, entre unos u otros, su primer encuentro con Bolívar, y describiendo el marco quiteño de ese hecho que se le convirtió en el presagio de una vida de fascinación gloriosa, con sus halagos, sus fatigas, sus asperidades y reveses. En lo que toca a sus experiencias de intramuros -esto es a las del claustro de la Concepción- tampoco las confesó en ninguna página. Estaba persuadida de que lo adecuado era mantenerlas selladas en su corazón -un corazón acaso dolido por aquellas-, hasta el final de sus

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días. Había monjas que la miraban como si no la mirasen, igual que miraban, con mirada de abstracción, la superficie de un mundo que no les pertenecía según el sentido de su fe. La niña veía esos hábitos blancos de largos pliegues, esas tocas negras, esos mantos azules, esos velos, esas manos pálidas, y entonces el dédalo del convento, con tantos rincones fríos, se le tornaba un círculo de sombras. Había monjas en quienes se exasperaba la manía de una existencia cejijunta: escudriñaban todo. Vigilaban el comportamiento de las de menor rango y de las novicias e internas. Pasaban erguidas, cortantes como el filo de una cuchilla, por los interminables corredores. Con frecuencia desahogaban sus agriedades en discusiones entre ellas. A Manuelita no le destinaron ni un pasajero ademán caricioso: con la vocación monástica se les había aridecido para siempre la naturaleza de dulzuras maternales que hay en casi toda mujer. Al paso de los años advirtió la muchacha expósita que el ánimo severo de esas religiosas iba reduciendo el milagro de la vida a una rutina de renunciamientos mezquinos. Y como reacción irreprimible, del que se pone a la defensiva, sintió que se le iban acrecentando los impulsos de autonomía, de vigor, de vitalidad plena. Que en su juventud, tras cumplido el encierro de su impuesta orfandad, alcanzaron a llamarla y a recuperarla para sí. Había también monjas -quién sabe cuántas- cuyo carácter no era sólo distinto, sino absolutamente opuesto, al de todas las anteriores, por el débil ejercicio de la fe y los modos de llevar la existencia. Las admoniciones o las palabras incriminatorias y de condena que se les fulminaban no les hacían ninguna mella. Su conducta era diestra en desobedecer hasta los más insoslayables mandatos monásticos: de pobreza y castidad. A muchas no les faltaba dinero para encargar a las religiosas ecónomas la provisión de los víveres de la semana, con que atenderse holgada e independientemente. Porque en verdad era reducido

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Jorge Juan Santacilia y Antonio de Ulloa, Noticias secretas de América, parte II, capítulo VIII del Estado Eclesiástico en el Perú.

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e irregular el uso del refectorio. Se atrevían, además, a salir del convento sin el debido permiso eclesiástico, y desacatando, porfiadamente, los votos de reclusión. No pocas habían aprendido hasta a entregarse a las voluptuosidades del amor. El historiador ecuatoriano y arzobispo de Quito Federico González Suárez sentó este testimonio, coincidente con el escandaloso informe presentado al Rey Fernando VI por los comisionados de España Jorge Juan y Antonio de Ulloa: un Prelado viola a menudo la clausura de un convento de monjas, pernocta dentro del monasterio y consuma la ruina espiritual de una religiosa.11

Toda esta disparidad de condiciones morales, en que se contaban tanto la profesión más viva y pura de la fe, con su consecuente apego a la rigidez extenuante de las normas monásticas, como la antagónica ausencia de vocación para la Iglesia, con sus disimulos en el culto y su desaprensiva práctica de los goces corporales, era posible hallar en las comunidades de entonces, en que había un excesivo número de religiosas. Y por cierto en la frailería se extremaban estos hechos: por eso se ha insistido en decir, cuando se alude a los conventos coloniales de Quito, que la relajación de las costumbres fue en ellos de enorme descaro, y con una duración de casi tres siglos. En el monasterio de la Concepción las madres disolutas no hacían generalmente grupo, como se podría suponerlo. Pues que les convenía mantener, siquiera con modos aparentes, el ocultamiento de la profanación nocturna de sus celdas. Cumplían al propio tiempo la orden de los mismos clérigos corrompidos que habían conseguido introducirse en la soledad del claustro, y cuya nueva visita encontraba garantía suficiente en ese sigilo. No permitían pues las autoras que cundiera la desvergüenza de tales faltas, aunque las compañeras del convento las vilipendiaban dentro de sí, o con el inevitable ronroneo de sus críticas. Manuelita quizá recibió de ellas muestras de apego más espontáneo y risueño. Pero en lo íntimo no le producían confianza esas manifestaciones. Más bien le resultaban extrañas en una atmósfera en que casi nadie se las prodigó, ni aun en lo de veras tierno de su

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infancia. Posteriormente, camino de la nubilidad, se fue dando cuenta de las correrías y de lo sofocos amatorios de aquellas monjas, y sin duda notó que algo se le estremecía en lo todavía ignorado de su virginal instinto. Por cierto, el influjo que no alcanzaba a percibir entonces, en forma neta y definida, se le reveló totalmente más tarde. Otro influjo hubo que se le volvió perdurable. Provino del haz laborioso de las preceptoras. Las cuales se iluminaban de paz interior en medio de esa comunidad tan diversa, y como de trescientas religiosas. En los primeros años tuvo junto a ella, con apego menos quebradizo que los otros de su experiencia conventual, a sor San Buenaventura. Ésta, por elección de los progenitores de Manuelita, tutelaba su educación. Era la persona que tomaba la torpe manecita de la criatura para ponérsela en la frente y hacer que aprendiera el hábito de santiguarse. Y la que también le acostumbró a silabear sus súplicas celestes en el comienzo de la mañana y a la hora de ir a la cama. Había en la diminuta discípula una luz de vivacidad que halagaba a la pobre monja, marcada ya por las visibles vejaciones de la ancianidad. Pero más aún alcanzaba a placerle, en lo posterior, los prodigios de su memoria. De modo que, llegado el tiempo pudo disponer que una de las maestras la juntase con sus otras niñas para ir descifrándole los secretos insondables de las palabras, a través de los primeros ejercicios del leer y del escribir. Deplorablemente, poco duró el amparo de la venerable tutora. Porque se le fue agotando el resto, ya exiguo, de su existencia. Y las obligaciones de la crianza se transfirieron entonces a sor Josefa del Santísimo Sacramento. En la sala en que la expósita recibía su enseñanza elemental, de las primeras letras, los números, el catecismo, la urbanidad y las manualidades, había pues otras alumnas, de mente auroral, como ella. Pero eran escasas. Provenían de distinguidas familias, que apreciaban la aptitud educativa de las conceptas. Quizá ni siquiera llegaban a diez. Hay ahora en el monasterio un óleo centenario que reproduce a un grupo minúsculo de niñas, aparentemente de seis o siete años, y en el que acaso figura Manuelita. Todas de rodillas, con ropitas vaporosas y

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talares, contemplan la imagen de la Inmaculada Concepción, revelándoseles en la altura. Aquel mínimo e infantil discipulado aguardaba, entre hora y hora, los largos minutos del recreo. Para jugar y corretear por los dos patios y los corredores bajos: estos tenían arcos perfectos de medio punto, que hasta hoy permanecen sin deterioro, y pisos cuyos hermosos ladrillos han sido suplantados ya por la moderna sencillez de la tabla. El sol daba de lleno en el pavimento de piedras de río del par de patizuelos, e incitaba a las niñas a jugar más libremente. Pero su alegría, cuando intentaba turbar con gritos la austeridad monacal, era de pronto sofrenada por la voz admonitoria de la religiosa que las vigilaba. Con todo, prevalecía su natural impulso a distraerse. Hay desde luego algo más que decir. Y es que al terminar las clases y el revuelo infantil de los recreos de cada mañana, Manuelita invariablemente sentía, en forma neta, su ya consciente impresión del desamparo que la afligía. Era como si palpara el prematuro desposeimiento de las ternezas hogareñas, sin adivinar siquiera los porqués. Tras ver salir a sus compañeras, tomadas de las manos familiares, la paz del refugio conventual se le volvía una paz ajena a todo lo razonable y a lo que íntimamente le era necesario. Porque los muros que la rodeaban nada tenían de cosa propia. Aquel aleteo de tocas negras del disparejo monjío no entraba en lo suyo. Desde sus adentros de niña percibía pues la ausencia sentimental de padres, hermanos y más parientes. Eso, por cierto, con pesadumbre, resignación doliente o precoces despechos, le iba dejando una inexorable vocación de autonomía personal. De manera que, a través de las pruebas que experimentó en su juventud y adultez, llegó a mostrar una fortaleza singularísima para manejarse como mujer independiente. En seguida de las faenas y gozos mañaneros a que he hecho referencia, y ya solitaria en medio de esa inmensidad cerrada, la muchacha iba de rincón en rincón para no desesperarse. Ni le gustaban

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las lágrimas ni era naturalmente propensa a ellas. Lo que le ocurría era pasarse así, deambulando, hasta cuando la campana anunciara la hora del almuerzo. Se detenía a menudo a colocar una cinta de su propio cabello en torno del pescuezo de uno de los dos leoncitos de piedra del comienzo de las gradas, yacentes ambos sobre sus pequeñas columnas. O los pintaba con algún resto de tiza, para limpiarlos luego, apresuradamente, pues que sabía que ello le estaba prohibido. Quién sabe si su predilección por los animales, tan acentuada en otras épocas de su vida, se satisfacía a través de tales juegos. Igualmente, había momentos en que aceleraba su marcha imprevisible hacia un espacioso aposento de paredes encaladas y pisos de ladrillos (que así lo eran casi todos), en el cual dos hermanas con delantales azules, realmente graciosas, jóvenes, dispuestas siempre a sonreírle y hacerle sus guiños, elaboraban centenares de hostias para las iglesias de Quito, bajo la dirección melancólica de una monja flaca y pálida. Tampoco faltaban las ocasiones en que aprovechaba la soledad y el silencio para maravillarse con el eco de su voz, que lo hacía resonar desde una esquina del coro alto del convento. La travesura duraba apenas lo que podía demorar la comparecencia de la religiosa más cercana, que la reprimía verbalmente con enojo, y la obligaba a prosternarse y hacerse la señal de la cruz al pie de alguna imagen divina. Además, cuando iba saltando, o girando con los brazos horizontales, o ensayando cualquier cabriola de niña, precisamente por ese corredor de acceso al coro, le gustaba pararse en el sitio apropiado para ver, por enésima vez, la esfera gigantesca y perfecta del reloj azul de la torre de la Merced. Estaba ahí mismo, por sobre los tejados vecinos. A ella le placía quedarse observando el movimiento de los punteros colosales. Y en algunas mañanas tuvo hasta la suerte de mirar al sirviente del convento mercedario que lograba subir a lo alto de la torre para dar cuerda a la máquina inmensa. Y la estatura de aquel hombre, por las proporciones del conjunto, inclusive de las flechas de la esfera, le parecía la de un muñeco de dos cuartas. Así podía

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naturalmente comprender el sentido de broma exagerada de la expresión "allí está nuestro reloj de mesa", que había oído repetidamente en el claustro. Las visitas a las hermanas cocineras eran otro de sus hábitos. Las hacía por lo común cuando le urgían las ganas de probar algún trozo de pastel que una de aquellas le ponía en la boca. Casi siempre se ocultaba de la abadesa cuando, por tener ésta que pasar acompañada de algún fraile o individuo de la calle, hacía sonar porfiadamente la campanilla que traía en su mano: era la señal para que las monjas no intentasen mirar a tal hombre, y se retirasen de inmediato de los pasillos. Pero Manuelita comprobaba que las de la cocina buscaban sin disimulo el modo de observar a los pasantes, para aplacar la vehemencia de su curiosidad femenina. También había empleadas humildes que preparaban, en piezas independientes ya desaparecidas, el alimento diario de religiosas acomodadas, poco adictas a las normas del monasterio. Eso ha sido cosa sabida. La niña expósita comía en cambio con su tutora, sus maestras y un grupo de enclaustradas, en el insignificante refectorio. Lo hacía con maneras delicadas. Que las conservó siempre, aun en el ambiente áspero y atumultuado de las campañas. Aquí en el refectorio le desagradaban la hermeticidad y el gesto de sus compañeras de mesa. Y no había remedio, pues que las obligaban a oír las lecturas devotas que se hacían desde un sencillo púlpito de madera, adosado a la pared. Previamente rezaban, a las doce en punto del día. Ello era parte de una extensa demostración cotidiana de fe. Los rezos comenzaban con los maitines, a la madrugada; seguían durante todo el día, periódicamente repartidos, y terminaban tres horas después del rosario y de la cena: es decir, a las nueve de la noche. La campanilla de la abadesa introducía entonces, al monjerio, en el mundo insondable de los dormidos. Y se volcaba así sobre el convento un silencio que parecía infinito. Suyos eran la tiniebla y el frío. Pero Manuelita estuvo exenta de casi todas esas prácticas hasta

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los comienzos de su juventud. Ya en ellos, pese a la contribución de dinero entregada especialmente por su padre, y a los respetos que a este le debían, se la fue incorporando a una buena parte de los ejercicios y penitencias comunitarios. Afortunadamente, todo eso se le hizo más llevadero porque en dicha edad ya entró en el pequeño grupo de las internas de enseñanza media, venidas de las principales familias de la ciudad. Hasta podría asegurarse que ella aceptaba de buen grado algunos sacrificios y privaciones: consecuencia del abandono afectivo de sus progenitores. Se entendía con las monjas en las cuales era cristalina su devoción y comunicativa su virtud de lo humano. Se sentía apegada al culto, aunque rehusando, por temperamento y reflexiones, la cerrazón de todo fanatismo e intransigencia. Le repugnaba la mojigatería que no dejaba de aparecer en su rededor. Desconfiaba de la excesiva rutina de los ruegos, que suele arruinar la profundidad y la pureza en que deben nacer y sustentarse. Las circunstancias que experimentó desde niña no permitieron pues que despuntara en ella la vocación para la Iglesia. De modo que sin atisbar hacia dónde precisamente estaba yendo su destino propio, no hacía otra cosa que asimilar cuanto podía para ennoblecer su personalidad. Una de sus obsesiones fue la de la lectura, deleite prohijado casi siempre por las soledades. Leía aquello que se lo recomendaban las preceptoras. Y lo que, ya en la estación juvenil, pasaba por las celdas de las postulantas y novicias, o llegaba a las manos de alguna compañera del internado. Y lo que se hacía comprar a través de tres frailes vinculados con la comunidad y la atención personal a ella: José Casamayor, Juan Manuel Flores y Mariano Ontaneda. Y, en fin, lo que adquiría por sí misma cuando tenía oportunidad de callejear con parientes y religiosas. Pero -eso era evidente- la censura no desprendía sus ojos policiales de los libros a los que se iba entregando la ávida lectora. Vidas de santos. Pasajes bíblicos autorizados por la Iglesia. Reflexiones morales. Filosofía aristotélica. Páginas de Santo Tomás, San Agustín y San Jerónimo. Después, un lento después, se le fue

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permitiendo acceder a las obras de algunos clásicos latinos y españoles. Entonces sí se le iluminó el alma entera. Qué gozos con las revelaciones de los tiempos y los pueblos. Con el curso de las ideas. Con el trémolo de las emociones. Con los primores de la lengua. Sobre cuánto debió Manuelita Sáenz a aquella pasión de la página impresa, no hay mejores testigos que Simón Bolívar y toda la gente culta que a ella se aproximó o se vio en el caso de enfrentársela. El Libertador y ella, juntos, en la alcoba de amor que compartieron en Bogotá, y en otras ciudades de esta parte del mundo, destinaban algunas horas a la lectura de buenas obras. Y en esta sonaba, para ambos, la voz de dulzura acompasada, plena de sensibilidad y entendimiento, de la heroína quiteña. Nosotros ahora, a más de siglo y medio de distancia, alcanzamos aún a complacernos con los destellos del pensamiento y las gracias de la expresión que hay en las cartas que ella escribió, y que no han sido barridas, como tantas otras de las suyas, por los vientos del azar, del encono y la reacción taimada y gazmoña, que han pretendido, tercamente, alejarla del culto reflexivo que le debemos. Su desenvuelta posesión de los atributos para escribir nació sin duda de sus hábitos de lectora. Se equivocan pues grandemente los que la miran solo como amazona, guerrera o amante. En esta etapa monástica de su formación tuvo también otras ocupaciones que le soliviaban el corazón y que, además, en los años posteriores le resultaron de extremada utilidad. Se había hecho confeccionar un delantalito celeste -todo lo que ella se ponía quedaba como imantado de gracia-, y protegida así ayudaba en los trabajos de la cocina. Pronto aprendió a sazonar platos criollos. Valga el ejemplo de unos tamales de maíz que continuó haciéndolos, sabrosos, en las largas temporadas de convivencia con Bolívar en la Quinta de las afueras bogotanas. Ella misma instruía, también, a la sirvienta de Quito, en la preparación de los alimentos cotidianos para su cambiante hogar de peregrinos. Pues que no dudaban, cuando podían, en llevar a la indiecita con ellos. Pero la habilidad de la heroína se había concentrado igualmente, en el tiempo de su encierro, en la elaboración

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de dulces y de una variada pastelería. Hacia estas prácticas supo conducirla sor Josefa del Santísimo Sacramento. El efecto de ellas fue, a su hora, salvador. Sin que lo hubieran sospechado ni Manuelita ni su tutora. Porque es bueno que nos adelantemos a recordar que en los destierros vivió del negocio de sus manjares. Caía finalmente dentro de sus labores habituales del convento de la Concepción el aprendizaje de la costura y los bordados. Se sabe que en la Sala Capitular, que ofrecía claridad y amplitud, se congregaban las religiosas con sus cestas de mimbre repletas de linos, de sedas, de holanes, de hilos, de tijeras y agujas. Cada una tenía su sitio conocido. Las presidía, desde su silla central, bajita como todas, la reverenda madre abadesa. Comenzaban sus tareas a las tres de la tarde, y las concluían a las cinco y treinta, antes de que se iniciara el canto de las Vísperas. En esas dos y más horas podían conversar con discreción, y hasta celebrar moderadamente algunos inocentes brotes de buen humor. Tal era uno de los contadísimos ambientes que en realidad atraían a la juvenil Manuelita. Se tornaba ahí locuaz. Bromeaba sobre sus pobres condiciones de aprendiz. Que en cambio sus maestras las alababan como excepcionales. Esas manos suyas, aristocráticas, blancas, suaves y bien perfiladas, que ni en los trotes guerreros por los Andes se le estropearon, parecía que angelizaban las bordaduras. Que difícilmente violaban la exactitud del corte, del hilván, del pliegue y del cosido. Ya que no monja, has nacido para ser la perfecta casada, acostumbraba decirle su vieja tutora. Y no hubiera ésta errado si el alma de Manuela hubiera sido de las que viven para contenerse en la dulce y mediocre facilidad de la mujer común. Pero en su caso el destino, que piafaba ya atrás de la primera esquina de su juventud, no iba a renunciar a arrancarla de una primera oportunidad de calma y de fortuna -que la tuvo-, para zarandearla en medio de aquellas agitaciones dolorosas que llevan al disfrute final de la perpetuidad y el renombre.

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Esto no significa que deban desdeñarse, por no haber coincidido con el centro de la predestinación heroica de esta gran figura, el buen sentido de las dos madres que la tutelaron, los afanes educativos de las preceptoras y la propia inclinación de ella a descubrir y fortalecer sus facultades múltiples. Al contrario, sin ese haz de circunstancias positivas y, aunque parezca extraño, sin el concurso hostigante de las pruebas soportadas en el claustro por su condición de hija brutalmente repudiada, difícil hubiera sido que alcanzara a culminar el desarrollo de una personalidad como la suya, tan única en medio del encadenamiento de tropiezos y sinsabores de nuestra historia. La verdad es que el monasterio de la Concepción fue el escenario en que Manuela Sáenz logró recibir experiencias y lecciones que le dieron una conciencia clara de las cosas del mundo. Y la hicieron madurar durante largos años. Quizá dieciocho, según referencias que se han publicado. Sin embargo, a pesar de todo lo que se deba suponer, no hay un solo papel en el convento que atestigüe algo sobre ella. ¿Absoluto desinterés en retener su recuerdo? ¿Diligente interés en borrar todo rastro de su memoria? ¿Celoso ocultamiento del adulterio de sus padres? ¿Execración contumaz del pecado adulterino con el que Manuelita selló un día su pacto con la gloria? Los olvidos, impensados o voluntarios, son desde luego impotentes para conseguir que desaparezca por siempre la realidad. La de toda esta etapa, que cubre casi una tercera parte de la existencia de mi personaje, está pues en pie. Y hay que aprender a desanublarla con empeños bien orientados y el deseo de la mayor limpidez en el doble ejercicio de mirarla y de especular sobre ella. Seguramente un buen caudal de hechos -con halagos fugaces, con impresiones duraderas, con deslumbramientos naturales y con un preponderante gravamen de penas- corrió por ese dilatado cauce temporal. De acuerdo justamente con lo que estas evocaciones han ido puntualizando. Atrás habían quedado ya algunas cosas. Entre ellas los contactos esquivos con el hogar legítimo de su padre, a cuyo requerimiento cedía más por

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obediencia que por placer. También las salidas, igualmente ocasionales, hacia la casa de su tío fray Domingo Aizpuru. De su mano solía caminar, con cierta laya de contento, las cinco cuadras que mediaban desde el monasterio hasta ese lugar esquinero, que tenía en frente al Hospital de la Misericordia, ahora San Juan de Dios, y en cuyas salas aprendió el indio Espejo su profesión de médico excepcional. Aquellos muy contados paseos, bajo el amable calor del sol mañanero de Quito, terminaron por la venta del inmueble, en 1805, al obispo José Cuero y Caicedo. La muchacha no había llegado aún a sus diez años de edad. Pero, sin saber todavía su suerte, gracias al padre Domingo estuvo alguna vez cerca de aquel prelado colombiano que poco después se unió, conservando su cayado de mansedumbre, a los primeros combatientes de nuestra libertad. Lo que para Manuelita no había desaparecido era el gusto irreprimible de ir a las tierras de Cataguango a lomo de caballo, en compañía de la gente de servicio de la hacienda. Ya jineteaba ella sola. Ni las breñas ni los pedregales la acobardaban. Casi siempre desoyendo a los criados, se echaba a galopar por donde se lo permitían los potreros del tío fray Domingo. Todo parecía, de esa manera, que en su ser íntimo y corporal se recuperaba y se llenaba de arrestos vitales. No otra fue la respuesta a las demandas imperativas de la nubilidad, que era ya en ella una evidencia. Su figura misma había ido tomando, para entonces, la belleza de una creciente plenitud. Eso naturalmente lo sabían mejor sus maestras de costura, que se veían en la precisión de confeccionarle nuevos vestidos. Pero al ritmo de los notorios cambios de apariencia se fueron produciendo también las mutaciones del carácter. La personalidad se le tornó más segura de sí misma, y de sus encantos. Su caminar, y sus ademanes todos, se dejaban advertir tempranamente airosos. La inteligencia -conjunción de lo propio y de lo que llevaba para sí estudiado y leído- daba paulatinamente otra animación a su fisonomía, a sus gestos, a sus palabras.

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Se había comprado la joven, entre las cosas que volvían menos desierta su celda propia, y que eran de su uso diario, un espejo algo mayor que los de mano. Y fijado éste allí en una pared, se daba ella modos para mirar en el cristal, deleitosamente, los detalles de su rostro blanquísimo; de su cabello suave, cuya negrura parecía que relumbraba; de su cuello hasta la abertura del vestido. Aún más, en momentos de raro desasosiego, o de arrobamiento antes desconocido, o de curiosidad que violaba lo que se entiende prohibido, se atrevía a la contemplación de una parte de sus transformadas desnudeses. Las cuales se revelaban por vez primera ante sus ojos absortos, o inocentemente enamorados de sus secretos corporales. El desarrollo de Manuela Sáenz, con señales armoniosas y precoces en lo intelectual y lo físico, había ido volviéndose de veras seductor hacia 1809, en que ella comenzaba a traspasar los umbrales de sus catorce años de edad. Y suficientemente dispuestos se hallaban por lo mismo su pensamiento y su corazón para valorar los hechos agoniosos de aquel 1809, y para percibir con anhelo y estupor la imagen de un país que nacía a la libertad envuelto en su propia sangre.

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CAPÍTULO VIII Manuela y los cautivos de marzo Desde hacía varias semanas las autoridades españolas lo andaban averiguando. Porque habían sido alertadas. Crecía en ellas la sospecha de un trastorno político. Y los colaboradores que creían ver sus intereses amenazados eran quienes se ponían a rastrear los movimientos de la presunta rebelión. Entre ellos, uno de los que más jadeaban en esa busca era don Simón Sáenz, oidor de la Real Audiencia de Quito y progenitor de Manuelita. Recuérdense los ahíncos, las esperas, las malhumoradas impaciencias con que había logrado ascender hasta esa jerarquía, y ténganse presentes también, otra vez, su arrogancia, su testarudez monarquista y sus desprecios a los criollos poseedores de alguna ambición, para medir cómo se le habían despertado el celo y la desconfianza. Estaba en verdad dispuesto a defender su cargo, sus propiedades, su altanero influjo y sus prejuicios de linaje. En su propio hogar todo ese veneno había ido dejando una estela de efectos. Si don Simón Sáenz sentía, con el más leve pretexto, que se le agitaba adentro un oleaje de rencores contra algunos de los sospechosos de sedición, y en forma ostensible, contra los dos Montúfar y el capitán Juan Salinas, era a su vez notorio que el asesor de la Audiencia Francisco Javier Manzanos le acompañaba con

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reacciones aún más fulminantes. Estaban pues unidos por una similar proclividad a las aversiones exasperadas. Pero, además, les enlazaba un parentesco íntimo. Manzanos era yerno de Sáenz. Se había casado con María Josefa, una de las hijas que le heredaron el desasosiego del temperamento y el rasgo particular de las intransigencias. De manera que el asesor estaba presto a rematar las pesquisas, intrigas y juicios maliciosos de su suegro. Y en medio de la atmósfera de la ciudad, en que había signos que presagiaban el colapso de la mansedumbre colectiva, la gran oportunidad de dar un rápido golpe autoritario llegó al fin al despacho de Manzanos. Ahí se elaboró en efecto, el 9 de marzo de 1809, la orden de captura contra Juan Pío Montúfar -Marqués de Selva Alegre-, capitán Juan Salinas, doctor Juan de Dios Morales, doctor Manuel Rodríguez Quiroga, doctor José Riofrío -cura de la parroquia rural de Píntag- y comandante Nicolás de la Peña. Ese grupo, algo disímil por sus orígenes y su condición social; no lo era en cambio por su credo político ni por sus atisbaduras de los beneficios que habían ido alcanzando varios pueblos lejanos en su porfiado amor de la libertad. Montúfar pertenecía a la nobleza quiteña. Su padre, oriundo de España y primer Marqués de Selva Alegre, fue Presidente de la Audiencia de 1753 a 1761. Le dio una educación refinada. Le hizo heredar título, fortuna y privilegios. Le transmitió su sentimiento de obediencia al rey. En fin, todo ello y más. Pero aquel vástago mezcló con esa su condición, desde su temprana etapa moceril, un inesperado impulso de rebeldía. El cual le llegó en el revuelo de la literatura francesa de la época y en la frecuentación a personalidades predestinadas a los trabajos de redención de la servidumbre, que engrandecen a los que los ejercitan. Está probado que durante el trienio que vivió Eugenio Espejo en Bogotá, para defenderse -inútilmente a la postre- de las sospechas de rebelión con que le sindicaban ante el virrey santafecino las autoridades de Quito, el joven Montúfar se le aproximó, le apoyó y se convirtió en discípulo de sus ideas y de sus silenciosos ajetreos de alborotador del pantano colonial. Es seguro que recibió del prócer las confidencias de su penoso itinerario de

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sembrador socrático de reflexiones e inconformidades. Más de una vez quizá, más de una vez sin duda, habrán soplado sobre su conciencia las palabras latinas que en español significan "al amparo de la cruz sed libres, conseguid la felicidad y la gloria", que aquel indio sabio, y conspirador ambulante y nocherniego, hizo estremecer en las banderolas colocadas al tope de las cruces de piedra de Quito, a finales del siglo dieciocho. Venía pues a ser evidente que en Montúfar, en sus compañeros de reuniones y de cárcel, y en mucha gente convencida de los cambios, seguía surtiendo efecto el denuedo anticolonialista de Espejo. Se indicaron ya las personas que fueron, con Montúfar, víctimas de la orden de captura por indicios de sedición. Entre éstas, Juan Salinas. Nació él en una hacienda de las vecindades de Quito. Hizo estudios militares. Su valor le permitió cumplir hasta entonces una riesgosa trayectoria en los ejércitos de España. Formó parte de una expedición amazónica para linderar territorios de aquella que habían sido amagados por el Portugal. Puso su habitual coraje en triunfar del ataque encarnizado de varias tribus selváticas. Estuvo también al frente de las tropas que la Corona destinó a defender el fuerte de Panamá de una temida invasión británica. Por fin, en el aludido marzo de 1809 se hallaba comandando la infantería real de Quito, compuesta de cuatrocientos soldados. Pero su clara inteligencia y su apego a una ya rompiente iniciativa de autonomía nacional determinaron el que se alineara de manera firme entre los revolucionarios. La otra persona fue Juan de Dios Morales. Oriundo de Ríonegro, región de Antioquia, en Colombia. Arribó a Quito como escribiente de un español. Adquirió una apreciable cultura: buen perfil de autodidacto. Estaba penetrado de las ideas setecentistas, que fueron las que empujaron a nuestra América hacia las mudanzas de la emancipación. Poseía talento y capacidad para penetrar en los efectos menos inmediatos de la acción pública. Había adquirido experiencia administrativa, en el ejercicio de secretario de la presidencia de la Real Audiencia, en el gobierno de Carondelet. El sucesor de éste en su

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ejercicio, que fue un militar que captó ilegalmente el poder -sentando así el ejemplo de una práctica ya contumaz y centenaria- destituyó a Morales por puros rencores, y lo dejó con una herida sentimentalmente incurable. Ella estimuló aún más sus desafíos, al orden peninsular, ya pronto a manifestarse. Y tomó gravemente irascible su inclinación de rebeldía. Aunque no por esto se le ha de juzgar como hombre de pasiones enconadas. Al contrario, pocos hubo entonces tan discernidores de los opuestos caracteres de la depravación y de la ética. O tan lúcidos y ponderados en la firmeza de sus reflexiones. O tan queridos de compañeros y amigos por su disposición de bondad. El genial tribuno quiteño de las Cortes de Cádiz José Mejía Lequerica y la hermana del gran precursor indio -Manuela Espejo- le escogieron para apadrinar su casamiento. Y poco antes había conducido la defensa legal del propio caudillo frente a sus acusadores, las autoridades españolas. Era pues fácil ver en él un halo de antiguo magistrado; de espíritu valiente y belicoso; de teorizante persuasivo de la renovación: es decir, descubrirle algo como la señal del orientador que necesitaban, y a quien en efecto seguían, los insurgentes aprehendidos. Porque Montúfar era, más bien, la figura a quien otorgaban el símbolo de la representatividad en el ambiente de la época. Otra de las personas fue el doctor Manuel Rodríguez Quiroga. Era boliviano: de Chuquisaca. Se había casado en Quito, en donde hizo familia. Se había doctorado en leyes, y en la profesión se lo respetaba por el dominio de su ciencia, sus lecturas y su elocuencia ante los tribunales de justicia. Solía convencerse profundamente de las razones en que apoyaba sus alegatos y querellas, para hablar con vehemencia, con energía, con expresiones que muchas veces intranquilizaban, como si parecieran agravios, por el tono con que las voceaba y el uso de la palabra tajante. Hubo ocasiones en que llegó a zarandear a varios magistrados, en los cuales encontró la mancilla de lo ilícito, de lo espurio o de lo inicuo. Naturalmente, con eso provocó su odio y su violenta determinación de impedirle el ejercicio de la abogacía. De modo que Rodríguez Quiroga vino a ser, por su temperamento y sus

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antecedentes, el hombre que podía ofrecer la mejor compañía a Morales, y sin duda también a todos los que abrazaron la causa de la temeraria conjura. Tampoco dejaban de mostrar un singular relieve los otros dos individuos del grupo. El cura José Riofrío era nativo de Loja. No poseía sino una mediana cultura. Pero sus atributos eran los de la abnegación, la honradez, el respeto hasta a las infelices criaturas de su parroquia agreste. Se le iluminaba, además, el alma entera cuando su elocuente amigo Juan de Dios Morales le decía que con un poco de valor sacarían del poder a los déspotas extranjeros. El menudeo de sus visitas a la casa de aquel, y también el hospedaje que, a su vez, acostumbraba brindarle en las tristes habitaciones que ocupaba en el poblacho de Pintag, le habían convertido ya en un colaborador del movimiento. Y, por fin, en lo que concierne al comandante Nicolás de la Peña, este sí era un elemento para el que no había virtud más importante que el coraje. Era una personalidad de hechura netamente militar. Se hallaba impaciente porque demoraba el estallido de la acción generosa. Al extremo, de que, llegados los instantes de la refriega patriótica, arrastró consigo a los seres que más quería: su esposa, Rosa Zárate, y su hijo Antonio. Quiteños como él. Que crecía la confabulación contra el gobierno, era una evidencia. Que desde las postrimerías de la centuria anterior -la décima octava- se iban abriendo camino las ideas de soberanía popular, de libertad y de otros derechos inherentes a la condición humana, y que, pese a la policía proyectada sobre los libros, algunas bibliotecas particulares del país contaban con publicaciones de los nuevos pensadores europeos, también es verdad. Las figuras destacadas de la intelectualidad criolla habían conseguido leer a Rousseau, a Montesquieu, a Voltaire. Les desvelaban la orientación racionalista de la nueva filosofía y el sentido autonómico e igualitario que esta quería prender en la vida de los individuos y de los pueblos. Oportunamente se enteraron de la independencia de los Estados Unidos de América y de la Revolución Francesa. Y asimismo, en su justo tiempo, les alcanzó

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la noticia, que se extendió por todas estas naciones con furia explosiva, de la claudicación de los reyes españoles, enyugados por la voluntad imperialista del corso Bonaparte. Hacían pues bien las autoridades en temer un remezón político que las echase del mando. El azoro de sus allegados no era gratuito. Los representantes del descontento conseguían robustecer su nacionalismo en reuniones clandestinas. La primera en que examinaron con seriedad sus planes sediciosos se realizó en la hacienda de Chillo, de Juan Pío Montúfar, a unos veinte kilómetros de Quito. Corría entonces el 25 de diciembre de 1808. Las posteriores se hicieron en esta capital, con igual secreto, en moradas distintas. Pero de preferencia en dos: la de Juan de Dios Morales y la de una quiteña todavía joven, de carácter firme y dominante, y a quien algunos la suponen amante de aquel: Manuela Cañizares. Si bien en un ambiente limitado y recoleto, como era el de la ciudad, resultaba difícil mantener encubiertos esos ajetreos, hubo un motivo preciso para que el gobierno diera con la pista de ellos. Y ese fue la confidencia extremadamente ingenua del capitán Juan Salinas al padre mercedario Andrés Torresano, sobre la inminencia de producir un gran trastorno del régimen colonial. El entusiasmo con el que había asumido su compromiso revolucionario y su habitual apetencia comunicativa le impelieron espontáneamente a semejante revelación, que alborotó el sosiego del religioso, al crear en él un insoportable sentimiento de complicidad. Por eso buscó, ansioso, a su compañero de orden el padre Polo, y le dijo casi al oído la tormentosa nueva. Juntos se dirigieron entonces a la celda de fray Mariano Ontaneda, a quien le hemos conocido ya, no solo como agente del abandono monástico de nuestra futura heroína, sino como sudoroso correveidile de los funcionarios de la Audiencia e instigador de la prisión mortal de Eugenio Espejo. Los dos se afanaron en descargar sobre su estupefacto amigo, cortándose mutuamente la palabra, la confesión del anunciado trastorno. Y, como era natural esperar, Ontaneda los llevó con una desenvoltura ya bien practicada por los despachos oficiales, hasta

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llegar al de su viejo amigo Simón Sáenz. Ahí los tres frailes probaron su cobardía y su propensión de soplones. La reacción del padre de Manuelita fue ponerles en seguida frente a su yerno Manzanos. Conversaron a puerta cerrada. Las diligentes sotanas quedaron bañadas de lisonjas y agradecimientos. Ambos servidores de la Presidencia estaban pues realmente satisfechos de tal actitud, que de vil y medrosa había pasado a tomar los aires de digna y valiente. Entre todos urdieron la táctica para la captura de los complotados. ¡Estos indios miserables (que no eran ni lo uno ni lo otro) deben por lo pronto hocicar el piso de una cárcel! Eso dijo el más iracundo de los dos chapetones. Al escucharlo, los mercedarios prometieron preparar habitáculos de punición, absolutamente seguros y aislados, dentro del propio convento. En ello se convino inmediatamente, dada la autoridad de fray Mariano Ontaneda en la Orden. Lo importante era proceder con la celeridad del rayo, y usando el más inviolable sigilo. Así se actuó. Montúfar y los suyos fueron sorprendidos mientras dejaban la casa de reunión, en el centro mismo de la ciudad. Un piquete de soldados no permitió que escapara ninguno de los seis hombres, a quienes ya he evocado antes. Los hizo marchar entre sus bayonetas y en medio del pasmo de las muchas personas que andaban a esa hora por la plaza, por los portales, por la calle real, y ¡ay! por la calle de la morada claustral de Manuelita: la calle de los tres conventos, la calle cuyos trasudores históricos han conseguido quizá penetrar en las imágenes que le han consagrado estas páginas. Con pasos sonoros, y con las mandíbulas apretadas por la mudez, soldados y cautivos llegaron a La Merced. El portón principal estaba abierto. Por ahí entraron. Y cada uno de los sediciosos fue por fin encerrado en su celda fría, inhóspita, de lobreguez inalterable, de la planta baja. A todos se les impuso incomunicación absoluta y vigilancia armada permanente. En la misma fecha, 9 de marzo de 1809, se instauró la causa criminal contra ellos. Al español Pedro Muñoz se le nombró secretario de uno de los oidores para que tomara las declaraciones de los

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procesados, y realizara las diligencias con minuciosidad, rigor y reserva. Debió actuar, además, teniendo sobre sí las instrucciones del propio Presidente de la Real Audiencia, Manuel Urriez, conde Ruiz de Castilla. Que era un vejete de más de ochenta años. Pero con su historia de sangre. Y con una predestinación de tragedia, para los quiteños, y para él mismo. Fue resultando molesto el trabajo pesquisador de Muñoz. Alumbrado de una vela en los días grises, sintiendo las incomodidades de la humedad y el frío de aquellas improvisadas mazmorras, y sin colaboración de nadie, se emperraba en querer arrancarles declaraciones de culpabilidad a los sindicados, y en que rindieran informe sobre los caracteres de su movimiento y los secuaces con que contaban. Que en realidad eran muchos. En la misma reunión del 25 de diciembre, de la hacienda de Chillo de Juan Pío Montúfar, no solamente estuvieron los seis detenidos. Pero ninguno vaciló en la determinación de mantenerlo todo en secreto. El capitán Salinas negó hasta el hecho de la conversación fortuita con el sacerdote Torresano. De cualquier modo, los papeles se multiplicaron en el cartapacio del solitario investigador. Su verdadero interés era el de revelar acuciosidad, pues que íntimamente estaba convencido de que aquel documento testimonial iba resultando cada vez más inútil. El contenido se había inflado de referencias subalternas, conexas con la actividad rutinaria de aquellos hombres y con sus enlaces familiares y amistosos. En pliegos aparte había sentado Muñoz sus conclusiones y, sobre todo, sus puntos de vista sobre la estrategia que había que preferir para sofocar el no comprobado conato de insurgencia que se estaba rastreando. En este tráfago y en idas y venidas de insatisfecho o sufrido comisionado, se le fue casi un mes. Mas, de pronto, intempestivamente, se vio precisado a concluir sus diligencias. Fue ello en la primera semana de abril, entre circunstancias que no han podido esclarecer los historiadores. Ha quedado la alusión que se ha venido reproduciendo, del inteligente observador y cronista de la

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época William Bennet Stevenson. Había arribado éste a Quito, desde los países del sur, en la comitiva del conde Ruiz de Castilla, y había conseguido ser secretario privado de él en la primera etapa de su presidencia. Es decir, hasta antes de abandonarlo para alinearse en el antagónico bando de los ideólogos de la independencia. Era inglés, y llegó a publicar en Londres, en 1829, su "Narración histórica y descriptiva de veinte años de residencia en Sudamérica". Y precisamente en las páginas de esa obra, al tocar el punto de los supuestos responsables de la conjura que aquí estamos evocando, hizo la afirmación de que "por un afortunado accidente, los planes del Gobierno fueron frustrados, el proceso terminó y los prisioneros fueron liberados". Dicho accidente, motivo de un repentino desconcierto, y de indecisiones en los funcionarios de la Audiencia, y al final de su abandono de la causa, lo concretó el mismo Stevenson con estas palabras: "A principios de abril, al anochecer, cuando Muñoz iba al Palacio para informar sobre el proceso al Presidente, le fueron sustraídos los papeles". Con eso desaparecieron las pruebas para dictar una sentencia condenatoria. Los cautivos volvieron, no sin el estropeo y las aflicciones de la crudeza del encierro, a sus respectivas moradas. Pero la vaguedad de la incidencia referida por el inglés le deja a uno en un mar de conjeturas. ¿Le sustrajeron en verdad a Muñoz sus papeles testimoniales? ¿En qué lugar y cómo? ¿Se contentaron las autoridades con darlos por desaparecidos? ¿Se sintieron de súbito dispuestos a permitir que se les escapara tan fácilmente la presa revolucionaria? No resulta muy sencillo mostrarse crédulo en este caso específico. Los sesgos de la lógica común parece que llevaran a suponer que lo de la documentación sustraída fue un pretexto inventado desde arriba para desistir del proceso. El conde Ruiz de Castilla estaba en una edad en que no era raro verle dando traspiés en sus actos. Acaso en este asunto se puso finalmente a vacilar. Se acobardó tal vez. Hubo alguien, sin duda, que le hizo notar que las declaraciones de los sindicados no pasaban de ser un débil instrumento

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probatorio de su culpabilidad. Y que había mucha gente respetable, de peso en la sociedad de Quito, simpatizando con los detenidos. Soltarlos, pues, mediante el fingimiento de una circunstancia fatal e imprevisible, podía traer alivio al Gobierno. Lo cierto fue que el hecho de la liberación se produjo sin dilaciones, ni en dar la orden presidencial ni en su cumplimiento. Ello constituyó una sorpresa mayúscula para los mismos encausados. Se calmó además, en seguida, la espectación general. Los que sí se quedaron irritados, pero tragándose sus maldiciones, fueron Simón Sáenz, su yerno Francisco Javier Manzanos y un chapetón llamado José María Peña, al que se le hizo presentar la denuncia formal de la confabulación. La tranquilidad pública en verdad no se había alterado. De modo que no es propio afirmar que se la recuperó. El tardo y opaco paso bovino de los días continuó igual que siempre. Con todo, persistían los comentarios sobre el último episodio. La gente de lecturas y de frecuentación a los grupos de poder lo advertían ligado, con justo criterio, a los sucesos desafortunados que habían destruido la dignidad y la paz de España, y enajenado su libertad misma. Todo como consecuencia de la infamia de sus reyes y de la usurpación de la corona por Napoleón Bonaparte. Y contra lo que se debería suponer, en nuestro convento de La Merced aquellos comentarios no favorecieron a los tres frailes de su Orden que corrieron con el chisme del incipiente complot y cedieron las celdas religiosas como lugar de expiación. Algunos de los legos, y aun de los superiores, se sentían adversarios francos de esa conducta. Igualmente, disentían de la política del Gobierno en muchas cosas. Por eso, la rudeza que hallaban en el comportamiento con los encarcelados, a quienes se les mantenía como delincuentes comunes, les producía una grande lastimadura. Que, en vez de ir desapareciendo, se profundizó con el tiempo. Hasta impulsarles a apoyar, a su manera, el credo de nacionalismo de los criollos. Casi se convirtieron en un clero

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desafiante y activista. Prueba de ello es que hacia 1812 el nuevo Presidente de la Audiencia, Toribio Montes, adoptó arbitrios rigurosos contra los mercedarios. Al monasterio de las conceptas fueron también llegando, desde el primer instante, las noticias del suceso callejero de la captura de los patriotas, y de las derivaciones que éste alcanzó hasta la resolución presidencial absolutoria. Hubo monjas que, por coincidencia, o por la rapidez con que se extendieron las voces de alarma de los testigos, lograron ver a los seis personajes entre la doble hilera de bayonetas de los soldados realistas. Esto sí, como buenas mujeres pudieron captar con ojos penetrantes la figura y el gesto de desagrado con que pasaron cerca de ellas. El Marqués de Selva Alegre iba primero, con su elegante vestidura de entorchados; le seguía el cura Riofrío, con su sotana desteñida por los ultrajes del tiempo y la pobreza; más atrás, Salinas, con un radiante uniforme de capitán, que acentuaba su natural porte de virilidad; luego, con trajes oscuros, el general Nicolás de la Peña, Morales y Rodríguez Quiroga. El testimonio visual y directo de aquellas conceptas cundió por los interiores del monasterio. Fue imposible evitar los inmediatos grupos de conversación. Se interrogaba. Se respondía. Se exclamaba. Y, como hay siempre que esperar en estos casos, corrían las opiniones en favor de las víctimas. De los prisioneros. Todos eran católicos. Hombres de trabajo muy conocidos. Difícilmente se tendría que recibir algún daño de ellos. Al contrario, debieron de estar buscando -se decían- el camino de mejorar la condición general del país. Tan magra. Tan desatendida. Tan desoladora. Naturalmente, según era razonable que ocurriera, Manuelita no cesaba de meterse, sucesivamente, en casi todos los corros. Se la notaba exaltada. Averiguaba aquí y allá. Quería saber más, y volvía a preguntar. Comentaba, a la vez, con su habla sonora y fluida. Se encendía en la expresión de sus juicios. Qué figuras tan generosas y simpáticas le resultaban las de esos rebeldes. Varias religiosas, y también, quizá, algunas jóvenes compañeras de clase, trataban de morigerarla, o de callarla, con la observación de que se

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aseguraba ya que los gestores de la detención de los patriotas habían sido su propio padre, Simón Sáenz, y su cuñado Manzanos, marido de su media hermana María Josefa, siete años mayor que ella. Eso quizá era cierto. Eso podía haber sido cierto, las contestaba. Ella conocía sin duda la posición política de su padre. Su temperamento explosivo. Sus habituales intransigencias. En alguna oportunidad le había oído, con su corazón tembloroso, proferir frases altaneras contra gente demasiado inofensiva. Más de una vez también, encogida y como personalmente lastimada, había advertido el odio con que latigueaba, en sus comentarios, a los criollos de determinada figuración. Asimismo, en las ocasionales conversaciones escuchadas en el hogar de sus cohermanos había visto que allí se estaba implantando el hábito de abominar, cerradamente, de cualquier supuesto adversario de las autoridades. Sin pretender enjuiciarlo, ella sabía pues cuál era la índole de su progenitor. Tenía de él una imagen bastante real, por las impresiones recibidas durante la infancia, que en sus comienzos fue tímida, aunque no desprevenida ni indiferente. No estaba segura Manuelita de si había llegado a amar de veras a su padre. Don Simón Sáenz le dio el amparo necesario, al buscar para ella la paz del claustro, según lo creído y afirmado por las monjas. Aún más, no le había privado de sus cordiales preocupaciones. No le faltaban del todo sus visitas. Por lo común, breves y como cumplidas clandestinamente. Sus bromas y sus caricias, sin duda eficaces, no dejaban de parecerle tiernas. Y la complacían. Pero algo había que le prendía la sensación inconfundible de lo distante y lo extraño, de lo que no alcanzaba a pertenecerle. El tiempo le fue dando, a pausas, conciencia: plena del abandono que se la hacía sufrir; es decir, de esa orfandad impuesta e insalvable, pese a los eventuales contactos paternos. Por eso la propia Manuelita vacilaba en descifrar la naturaleza de esas relaciones afectivas, acaso débiles en la medida que intermitentes. Y ahora mismo, sin hacer caso de ellas, o más bien desechándolas, se ponía a advertir enfáticamente a las pocas religiosas y compañeras de aula que habían objetado su entusiasmo en los

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repentinos corrillos del convento, que sus opiniones, y su simpatía por el grupo de patriotas apresados, nada tenían que ver con la conducta política de su padre y de su medio cuñado. Allá ellos con sus errores, les afirmaba. Su manera de juzgar era radicalmente otra. Por lo que se ve, en aquel momento había comenzado a anunciarse el abismo histórico que tendría que separarlos para siempre. Pero, a la vez, venía a tomar vuelo el interés de la muchacha en esos nacientes forcejeos de la independencia. Deseaba saber quiénes eran y cómo actuaban esos hombres a los que encarcelaron en los aposentos clericales más estrechos y oscuros del vecino convento de La Merced. Ya le habían enterado de la participación que tuvo en todo ello el inolvidable intermediario en su suerte de hija expósita, y especie pálida de tutor de extramuros: el padre Mariano Ontaneda. Nueva razón de las decepciones que en este caso iba recibiendo. Y que por fortuna hallaban un alentador contrarresto en la revelación del perfil moral de sus admirados conspiradores: Montúfar, Salinas, Morales, Rodríguez de Quiroga, el cura de aldea José Riofrío y el General de la Peña. Y, desde luego, en el carácter decidido y fascinante de su tocaya Manuela Cañizares. Le placería acercarse a ella, mirarla, tratarla. Porque en forma inequívoca se le representaba rutilante como ninguna la estela del heroísmo cuando provenía de las mujeres. Qué grandeza especial debía de ser ésa. Le había sido fácil averiguar el sitio de la casa de aquella otra Manuela, que le doblaba en edad. No había sino cien metros, por la calle real, desde su monasterio hasta dicho lugar. Que colindaba con la capilla de El Sagrario, y estaba en línea diagonal con el Palacio de la Audiencia. Lamentablemente, buscar esa aproximación personal le era imposible. No se la permitiría su obligada acompañante del convento. Aparte de que los allegados de la Cañizares la confundirían con los del sector oficial, por su calidad de descendiente de Simón Sáenz. Había pues que armarse de un poco de paciencia. Ya llegarían las ocasiones, acaso sin mucha espera, de redondear mejor la imagen de esta combatiente semioculta de la libertad, y también de otras mujeres del mismo valor ejemplar. El valor

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era una de las excelencias humanas que le apasionaban. Lo sentía adherido a su corazón. Le había asistido en varias circunstancias. Parecíale que resoplaba en algunos de sus impulsos juveniles. Que, además, había estado en ella desde niña, por sobre el común desahogo de las lágrimas. Y que iría tomando dimensiones mayores al ritmo inexorable de las exigencias de la vida. No erraba en su impar convencimiento. La curiosidad alrededor de ese puñado de rebeldes, que la predisponía de súbito a una solidaridad interior con ellos, a una alianza de temeridades que por lo pronto reposaba en sus adentros, le llevó a probar un sondeo de variado carácter en conversaciones con sus preceptoras del monasterio, con alguna monja de conocida permeabilidad a los asuntos de afuera y con unas cuantas compañeras mejor informadas que ella por la frecuentación de sus parientes. Se creía en Quito -no era un falso creer- que el grupo de los sospechosos de la conjuración era mayor. La gente se resistía a enunciar nombres. Pero en cambio, pese a la temerosa reserva con que todos se conducían, en la ciudad se había hecho corriente el comentario de que el vertedero de los actos de insurgencia estaba en la propia España, cuya dignidad del poder se había encanallado bajo las estratagemas de Bonaparte, y el avance posterior de sus tropas invasoras. Manuelita sentía que su inapaciguable vehemencia de entender la realidad de su tiempo, que pugnaba por tomar nueva forma, no alcanzaba a satisfacerse con dichos coloquios conventuales. Y consiguió leer, quién sabe cómo, relaciones sobre la colosal personalidad napoleónica y juicios generales -apropiados para el estado de sus conocimientos moceriles- sobre la situación de Europa tras la Revolución de 1789, y sobre la emancipación norteamericana. De modo que no se debe suponer que estuvo destituida de esa suerte de cultura antes de intervenir en la gesta independentista de nuestros pueblos, o, que la asimiló de golpe e improvisadamente, entre el fragor de los episodios de los años veinte de la centuria decimonónica.

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En esta primera instancia de su curiosidad intelectual fue adquiriendo aptitud para apreciar los antecedentes más visibles de los hechos de los quiteños. Igual les ocurría a los diversos núcleos medios de la población. La profundidad de criterio de los comprometidos con la causa era, desde luego, de alcance mayor. Estos poseían un caudal de doctrina, tomado de libros prohibidos, que les rendiría efectos invalorables, y que les había despejado oportunamente la conciencia. Es bueno observar que desde los anhelos y porfías de conducción del indio Eugenio Chushig, cuyas lecciones supieron espejear magnéticamente entre las tinieblas coloniales, se multiplicaron los criollos a quienes su capacidad les convirtió en maestros y difusores, en el ámbito de sus compañeros, de las ideas relativas a la mudanza que se avecinaba. Disponían pues ellos, en gran parte, de una orientación clara para encaminarse al noble desafío de crear un país libre de cadenas y gobernantes extraños. Estos carecían, por lo común, del tacto y la abnegación a que suele llevar el buen conocimiento de la querencia propia.

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CAPÍTULO IX Heroico aleteo de libertad

En lo que atañe a los sucesos políticos peninsulares, nuestros insurgentes los tenían bien averiguados, aunque no supieran del todo lo que había en aquellos de asqueroso, por no haber alcanzado a palpar los pliegues de sus caracteres íntimos. Que en cambio eran del dominio público en España. ¡Quiénes para imaginarlo siquiera en este lado del mar! La reina María Luisa, insaciablemente erótica, su favorito Manuel Godoy, robusto capitán de la guardia, y el rey bobalicón Carlos IV formaban, según lo había comentado ella con todo cinismo en alguna carta, la "Santísima Trinidad en la Tierra". No había nada que pudiera disolver esa unión grotesca. Consiguió mantenerse, en efecto, contra los rugidos amenazadores del indignado pueblo español. Contra la furia desatada de palos, piedras y cuchillos del levantamiento de marzo de 1808, conocido por la historia como el Motín de Aranjuez. Aún más, contra los frenéticos rencores de Fernando VII, descendiente legítimo de la pareja real. Y, en fin, contra las demoníacas y funestas maquinaciones de Napoleón, aparente mediador para salvarles de aquel enredo vergonzante, y cuyo propósito inconfeso era el de absorber los poderes de todos ellos, que le darían la posesión de España.

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La reina se hallaba cargada de años, pero seguía con sus apetitos amorosos insofocables. Era una mujer libidinosa a quien no le arredró ni el despeñarse en la infidelidad. Sus compañeros de alcoba -incluido un tío del libertador Simón Bolívar- fueron bastante más jóvenes que ella. Su edad, ya visiblemente otoñal, le había marcado con las señales de una poco agradable marchitez: párpados hinchados, arrugas en la frente y patas de gallo, boca hundida por los destrozos dentales. Fea por donde se la miraba, como la pintó Francisco de Goya con su mano insumisa a los halagos de Palacio. Carlos IV, su esposo, demostraba que los azares del humano destino echan, en forma empedernida, la corona real sobre la cabeza de los insignificantes. Los que lo vieron de cerca aseguran que la pequeñez de su cráneo pretendía ser disimulada con una esponjosa peluca, recortada en un amplio rulo a todo lo largo de su contorno. La pasividad de su rostro parecía reflejar algo como una indolencia despectiva, o tal vez una inteligencia espesamente adormilada, según el pincel fidedigno de Goya. Este rey dilapidaba sus horas en cosas nada trascendentes: probando su habilidad para las manualidades; desmontando relojes inutilizados; atormentando la soledad del ambiente con el arco desacorde de su violín; descargando munición contra liebres y cervatillos de sus campos de cacería, entre las lindes dilatadas del palacio veraniego de Aranjuez. Y mientras esos entretenimientos se le llevaban los días, la reina María Luisa se daba gusto haciendo subir a su lecho al fornido guardia de Corps Manuel Godoy. A ello se debió el que, según es voz general en las páginas de la historia, sus dos últimos hijos salieran con un "indecente parecido" a éste. De modo que Carlos IV, el monarca de las cacerías, sin necesidad de gastar sus municiones obtuvo una escandalosa cornamenta para su propia frente. Pero, invariablemente distraído, desvergonzado o lelo, siguió llamando a Godoy "mi querido Manuel". Y no vaciló en defenderle de posteriores agravios y desventuras. Tal era la "Santísima Trinidad en la Tierra". El hijo de los reyes y heredero legítimo del trono, al cual llegó como Fernando VII,

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seguramente los asqueaba. Sabía de las limitaciones, perplejidades y cobardías paternas. Conocía, además, que Godoy no era sólo un intruso en la alcoba de sus progenitores, sino en el gobierno peninsular, pues se holgaba tanto en el lecho como en el poder que no le pertenecía. Pero en semejante deshonra hogareña y en el creciente repudio popular a los actores de ella cobró origen, o se fortaleció, la desenfrenada ambición de mando de Fernando VII. Vinieron así las ásperas confrontaciones. El heredero vilipendiaba a su madre la reina Maria Luisa. Ella a su vez le zahería con los más espantosos insultos. Armaba aquel celadas, asociándose con el invasor francés, en contra de su padre el rey Carlos IV. Éste se vio obligado a abdicar, y subió el desaforado aspirante. Luego se cambiaban los papeles, porque ocurría lo contrario. Hasta que Napoleón encontró la oportunidad de sentar en el sillón monárquico de España a un hermano suyo: José Bonaparte. El inservible Pepe Botellas. Todo, por cierto, después de muchas incidencias canallescas. Todo, también, después de mucha sangre. Sangre del pueblo, de la plebe ibérica, de la multitud de parias, de hombres rudos, pobres y sencillos, que paladearon la muerte combatiendo en las calles sin la comprensión ni el amparo de sus gobernantes. A la vuelta de casi dos siglos, uno tiene que preguntarse ahora, pensando en esa calaña de reyes, ¿cómo no había de ser justo que en las colonias de Hispanoamérica se rasgara, en un punto y en otro, un rotundo y prolongado carajo independentista? ¿Cómo no iba, igualmente, a ser sensato, conveniente, inaplazable, que los ciudadanos mejores de Quito, alentados en sí mismos por su coraje, su intuición política, su claridad de pensamiento y su amor terruñero, se organizasen para desconocer al usurpador francés, y, por cierto, para nombrar sus autoridades propias, ya que las españolas que los mandaban carecían de un monarca a quien representar? El afanoso sucesor de Carlos IV, el "amado", el "deseado" Fernando VII, inconsecuente con su nación hasta la ruindad, se había declarado "príncipe francés", y se hallaba confinado fuera del suelo patrio. Esperaba cobardemente una

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concesión graciosa del corso invasor para volver, y recuperar el trono. O el inmerecido sacudimiento leonino de su pueblo. Que no dejó de haberlo cuando pudo este lavarse la afrenta, expulsando a los extranjeros y restituyendo en el mando a quien con tanta abyección lo había traicionado. Pero para ello fue necesario que pasaran años tempestuosos. Durante los cuales se crearon, por los defensores de España, juntas provinciales de gobierno y una Junta Suprema del Reino. Sabido es que ésta se creyó asistida de atributos para reunir las célebres Cortes de León y de Cádiz. Y fue precisamente un quiteño genial, cuya memoria no ha sido honrada suficientemente en su propio país, un quiteño de la generación heroica del 10 de agosto de 1809 -José Mejía Lequerica-, el diputado más lúcido y cabal de esas Cortes. Fue él, en efecto, de entre los trescientos representantes de la Península y de América, el tribuno más conmovedor y puro, por el sentido humano y revolucionario de su filosofía y por el encanto arrebatador de su oratoria. Los compañeros que había dejado en Quito llegaron a conocer no únicamente aquellas sus excelencias de parlamentario, sino también su acción de guerrillero en la defensa de las calles de Madrid, frente a la soldadesca bonapartista. Y, desde luego, estimulados con ese ejemplo personal, y con la información sobre las juntas gubernamentales que premiosamente se constituyeron en las provincias de España, se decidieron a crear una propia en su misma nación. Intelectual y anímicamente estaban, al parecer, preparados para ello. Y fue entonces cuando comenzó, con tales antecedentes, la historia heroica y trágica de sus dos agostos: de 1809 y de 1810. Téngase, en seguida, una rauda imagen de estos. Librados del cautiverio pasajero de marzo los mentados insurgentes de Quito dejaron correr una temporada de inactividad política. Optaron por renunciar a sus habituales reuniones hasta cuando se alejara de ellos la vigilancia de los esbirros designados para una eventual delación. Debieron pasar así algunas semanas, pero sin que se les extinguieran ni el fervor del impulso inicial ni la maduración

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secreta de nuevas estrategias para su labor. Primero apelaron a visitas individuales entre ellos. Luego, a la coordinación de sus encuentros colectivos en lugares distintos a los que antes habían elegido. El grupo fue en verdad creciendo entre los frecuentadores del pensamiento ilustrado; entre los criollos de una clase noble aireada por el afán de reformas institucionales que les confirieran representatividad política; entre los miembros del clero que aspiraban a que el sentido de la vocación genuina -fruto posible de una nacionalización de las jerarquías religiosas- llevara a conseguir la añorada moralidad de todos los conventos, y, desde luego, entre los representantes de la gente humilde, salida de los muchos hondones de la pobreza. Se mostraba evidente que el proselitismo había probado la eficacia de su empuje a través de los círculos económicamente pudientes, de los centros comunitarios de la Iglesia, de los múltiples rincones de los barrios. Los conciliábulos para la agitación, sin duda ya cercana, se hacían en horas cambiantes, y en casas que no cayeran bajo la maldición de la más mínima sospecha. De entre ellas parecía la mejor, por sus condiciones de aislamiento y aparente abandono, la que compró expresamente para eso el doctor Pablo Arenas. Pero también, en meditado contraste, se logró que la estupenda mansión de don Javier Ascázubi, con acceso únicamente para la aristocracia de la ciudad, asumiera las seguridades demandadas por los individuos de esa posición social que tendrían que congregarse ahí a entretejer las hebras de la conspiración y del establecimiento de un gobierno independiente. Y en tales empeños los planes del doctor Juan de Dios Morales, tan avanzados por su inspiración en la nueva filosofía sobre el Estado, eran los que se explicaban, se discutían, y por fin se aprobaban con un corazón que se les salía del pecho a los conjurados. Pero nadie poseía mejor los detalles de lo acaecido con los monarcas españoles que el quiteño doctor Antonio Ante. El insistía más que ninguno en lo adecuado de presentarse como defensores de Fernando VII, entonces cautivo de Napoleón en la ciudad francesa de Bayona. De ese modo el

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movimiento disimularía las trazas que en verdad lo caracterizaban, de rechazo a España. Los demás pueblos hispanoamericanos adoptaron después, inicialmente, la misma posición ecléctica. Por otra parte, así se aplacaba el escozor de algunos aristócratas de ideas conservadoras, que se resistían ahí en ese grupo a abandonar sus convicciones de realistas moderados. Lamentablemente, si desde el comienzo había interés en que se fueran ajustando los criterios sobre el sentido de la autonomía que se buscaba, su disidencia originaria, al impulso de los hechos, alcanzó más bien a profundizarse en forma inevitable. Y la consecuencia fue que en la hora decisiva los rebeldes se perdieron en confusiones que no lograron superar, y que les llevaron a una mortal frustración. Pero, lo hubieran presentido o no, la verdad es que por lo pronto seguían fieles a su movimiento. La última de las reuniones la realizaron el 9 de agosto de 1809, en casa de Manuela Cañizares. Fue esa asamblea la más concurrida, con sesenta personas apretujadas en la sala principal y el corredor de la planta alta. La "mujer fuerte", como se llegó a llamarla, imagen anticipada de la otra Manuela, no cesaba de comunicar su aliento a cabecillas y seguidores. Los ajetreos, los sudores, las tensiones les poseyeron a todos ellos, y a algunos otros que cumplían misiones especiales, hasta cuando las tenuidades luminosas de la madrugada fueron ocupando la ilimitada limpidez celeste, que es propia del agosto quiteño. Durante todo el 9 se habían dado atinadamente los pasos convenidos. El capitán Juan Salinas había hecho contactos con sus soldados de infantería. Y a las once de la noche pasó a formarlos en su cuartel, para que escucharan la arenga final. Halló tropiezos imprevistos, fruto de los miedos y las cavilaciones. Hasta las doce y cuarto se estuvo en ello. Mientras tanto los complotados, entre los que se extendía el pánico por la incierta reacción militar, estaban a punto de dispersarse. Un comportamiento semejante se habría tenido que producir en la gente de los barrios que ya se había apelotonado en la calle, al pie de la morada de la "mujer fuerte". Sus muros se alzaban a pocos metros, apenas, del Palacio de la

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Audiencia y del edificio de las tropas. El doctor Juan de Dios Morales, armado de su propio trabuco, lo vigilaba todo, e instaba a permanecer allí a los generosos voluntarios. Hasta cuando, por fin, volvió Salinas para afirmar que la rebelión estaba inicialmente asegurada. Había usado frente a sus soldados el hábil engaño de que la acción se tomaba solo contra el usurpador Bonaparte. Por eso ellos, en posición de firmes y empuñados de sus fusiles, habían levantado el grito que les enseñó el mismo capitán, de ¡Viva Quito! ¡Viva Fernando VII! Horas después, con instrucciones precisas y normalmente armados, ocuparon el espacio de la Plaza Grande. Esto es, el circuído por la Catedral y los palacios de Gobierno, del Ayuntamiento y del Episcopado. Lo propio hicieron los individuos de caballería. El golpe estaba para consumarse. A las cinco y cuarenta y cinco de la amanecida del 10 de agosto cruzaron hacia el recinto de la Audiencia dos personas: el doctor Antonio Ante y Antonio Aguirre. Llevaban consigo, en documento cerrado, los términos de la destitución de su presidente, Manuel Urriez, conde Ruiz de Castilla. Subieron hasta la sala de espera del despacho de gobierno, acompañados de un oficial de la guardia y de un centinela. A este le dispusieron entregar la nota al primer magistrado en la propia alcoba, pues que aún no abandonaba la cama. Se oyeron los golpes respetuosos, moderados, en su puerta. Una, dos veces. Contestó entonces, desde la penumbra, la voz enronquecida del anciano ochentón. Al principio se le notó renuente a atender a nadie, por lo temprano. Pero, desde afuera, el que se lo requería, debidamente aleccionado, le comunicó que el asunto era bien grave, porque procedía de la nueva Junta Soberana de Quito. Y tal denominación, más o menos, estaba de veras inscrita en la parte superior del sobre. El viejo encendió la lamparilla de su mesa. Se restregó los ojos entredormidos: medio húmedos y lagañosos. Se calzó sus chancletas. Fue luego caminando con pasos cortos, así como

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Pedro Fermín Cevallos, Resumen de la Historia del Ecuador, volumen III, capítulo 1, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, p. 237.

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estaba, con camisón y gorra de noche, a tomar la intranquilizadora misiva de manos del centinela. A quien no le concedió la menor atención, ni por su taconazo de soldado ni por su humilde buenos días, señor. Volvió hacia la mecha que había prendido, y casi le estalló el corazón cuando leyó en la cubierta del documento: "De la Junta Soberana al Conde Ruiz, ex Presidente de Quito". La rasgó con pulso tembloroso, y línea por línea se enteró del texto que contenía. Éste le hizo la impresión de un guillotinazo, por lo rápido y cortante. Su autor era, quizá, el que lo firmaba. Decía esto: El actual estado de incertidumbre en que está sumida España, el total anonadamiento de todas las autoridades legalmente constituidas, y los peligros a que están expuestas las personas y posesiones de nuestro muy amado Fernando VII de caer bajo el poder del tirano de Europa, han determinado a nuestros hermanos de la península a formar gobiernos provisionales para su seguridad personal, para librarse de las maquinaciones de algunos de sus pérfidos compatriotas indignos del nombre español, y para defenderse del enemigo común; los leales habitantes de Quito, imitando su ejemplo y resueltos a conservar para su Rey legítimo y soberano señor esta parte de su reino, han establecido también una Junta Soberana en esta ciudad de San Francisco de Quito, a cuyo nombre y por orden de S.E. el Presidente, tengo a honra el comunicar a V.S. que han cesado las funciones de los miembros del antiguo gobierno. Dios guarde a V.S. muchos años. Sala de la junta de Quito, a 10 de agosto de 1809. f) Juan de Dios Morales, Secretario; del Interior.12

¡Hijos de su madre! Me fulminan con una carta. Y uno de los perversos es este Morales, al que solté de la celda en que debió podrirse, razonaba, el anciano mientras salía tropezándose, y con el documento en alto, hacia la antesala. Ni siquiera había reparado en su traza. Allí el doctor Ante le preguntó si ya lo había leído. Tras la contestación de aquel, con un sí y muchos peros, los dos comisionados giraron sobre sus talones y lo dejaron solo y perplejo. ¡Hijos de su madre, hijos de la piedra!, les gritaba con su voz insonora. Cuando trató de seguirlos no únicamente era tarde, sino además imposible El

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oficial de guardia se lo impidió. Está usted preso, le dijo. Y en consideración a su edad se lo tendrá detenido en el interior de este palacio. Eran las seis de la mañana. La pareja de patriotas descendió hacia la tropa y la gente congregada en la plaza, agitando expresivamente sus manos victoriosas. En seguida se produjeron disparos al aire, según lo convenido. Esa era en efecto la señal para que los frailes, también seducidos por el movimiento liberador, hicieran sonar con júbilo las campanas de la Catedral, de La Merced, de San Francisco, de Santo Domingo y de San Agustín. Pronto las acompañaron las de las iglesias menos grandes y cercanas. Todo el ambiente se hallaba estremecido. Parecía una embriaguez de almas y campanas. Y cuando desmayó ese frenesí de las torres, se establecieron en su lugar los compases marciales de la banda militar, que siguieron manteniendo la vibración sentimental del gozo colectivo hasta la media mañana. Había miradas femeninas tras el visillo de las ventanas Pero algunas de estas se habían abierto con extremada franqueza. Aun hubo mujeres que se mezclaron en la gran marea humana. Entre ellas se contaban las que salieron, sin poder oír su misa, desde la iglesia de la Concepción. Varias personas notaron que también se habían juntado las alumnas del internado y una que otra monja, que por el coro se pasaron a la nave, y por la nave a la calle. Formaban un grupo mínimo. Desde luego, todo lo escudriñaban sin ir más lejos de la esquina ni demorar demasiado. Impulsiva como ninguna, Manuelita Sáenz se había precipitado igualmente al exterior del monasterio. Tenía agitado el hermoso pecho juvenil. Se movía a pasos breves de un punto a otro del pretil conventual. Entrelazaba repetidamente sus dedos nerviosos. Se los pasaba también por la negrura suave de sus cabellos, componiéndoselos con la graciosa manía de la edad. Y oteaba. Oteaba en todas direcciones: sus ojos inquietos buscaban tal vez el rostro de los conjurados, y con mayor ahínco sin duda el de la "mujer fuerte", su vecina, su tocaya magnética: el rostro de perfil definido, digno de

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grabarse en el monetario de la gloria, de Manuela Cañizares. Su ejemplo solía desvelarla en aquellos días. Con esto creció su ánimo admirativo. Pero, en verdad, las compañeras del grupo monástico la obligaron a regresar a la iglesia sin dar con ninguna de las figuras que alimentaron su vehemente curiosidad de ese momento. Desde el interior pudieron todas escuchar la lectura, a través de bando solemne, de la nota de destitución del conde Ruiz de Castilla firmado por Juan de Dios Morales. Asimismo, entre comentarios confusos y caras de gesto disparejo, llegaron a informarse de la primera medida adoptada por la Junta Soberana de Quito, que fue la del apresamiento de Simón Sáenz y de Francisco Javier Manzanos, entre otros funcionarios del gobierno caído. Pagaban así esos dos hombres los malignos y rencorosos afanes con que, el 9 de marzo, lograron convertir las celdas del convento mercedario en inexpugnable centro de expiación de los patriotas. Al mismo tiempo volvía Manuelita a sentir el regusto amargo de las críticas que se levantaban contra su padre y su cuñado. Pero más que ello, el de su propia abominación al tosudo y feroz monarquismo que ambos practicaban. Sin embargo, en esta oportunidad la natural adhesión afectiva a su progenitor, aunque intermitente y profundamente perturbada, según lo tengo explicado, pareció estimularle un movimiento de compasiva contrariedad. Porque ningún deseo de desventuras personales para su parentela hallaba cabida en su intimidad. Así, pese a las disensiones producidas en la irregular relación hogareña, y al comportamiento comúnmente altanero de su media hermana María Josefa, se dolió de ella por el encarcelamiento de su marido Manzanos. Recordó que apenas hacía cuatro meses esa mujer había dado a luz un nuevo hijo. Precisamente aquel hijo a quien Manuelita llegó a preferir, y cuya visita, vistiendo ya hábitos de fraile, recibió en sus polvorientas soledades de Paita. En todo caso, se debe reconocer que su disposición revolucionaria fue entonces superior a cualquier circunstancia familiar, y que los nuevos hechos le llevaron a verse dichosamente halagada. También, intramuros del monasterio, se fueron enterando ella y

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toda la gente del claustro de lo que sucedía en frente, en el Palacio. Antes del mediodía del mismo 10 de agosto había llegado desde su hacienda de Chillo el Marqués de Selva Alegre, Juan Pío Montúfar, para posesionarse de la presidencia. Había integrado su gobierno, confirmando en las vocalías de la Junta a los que ya las ostentaban, y entre los que había varios marqueses y un cuñado de aristócratas monarquizantes. Vocales y a la vez ministros lo eran dos revolucionarios de veras: Juan de Dios Morales y Manuel Rodríguez Quiroga. Y, además, el poeta Juan Larrea. El varonil y audaz capitán Salinas había ascendido a coronel, y estaba al frente del ejército y de una falange de voluntarios. Javier Ascázubi se había puesto a. dirigir las dos salas del senado -civil y criminal- que se organizaron de inmediato para la administración de justicia. Pero en su composición figuraban, en rara promiscuidad, realistas e insurgentes: españoles y quiteños. Bajo la fuerte sugestión del ambiente político, Manuelita, durante las horas de descanso, trocaba los sitios de reunión del convento en un animado parlatorio. Se la notaba poseída de un fervor dramático. A ratos discutía hasta consigo misma. Decía no comprender cómo una junta revolucionaria, que debía estar cerca de las clases populares para extinguir su servidumbre, iba a ser conducida por un marqués de carácter vacilante, de ideas no del todo definidas por su misma condición social, y cuya presencia se hizo esperar en Quito hasta el momento postrero, en que se creyó todo asegurado. Y algo más daba lugar a juicios pesimistas, según ella: saber que varios de los vocales de ese cónclave naciente, si bien de reconocida cultura, estaban todavía bajo la gravitación opresiva de la imagen del rey Fernando VII, al que invocaban sinceramente, y no por estrategia, como soberano. De modo que ni su Alteza Serenísima don Juan Pío Montúfar, ni algunos de aquellos criollos mal desprejuiciados, alcanzaban a convencerla. Peor el enlace de dignidades que se había producido entre rebeldes y funcionarios españoles del régimen depuesto, en la constitución del senado. Eso era en realidad lo que más

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desconfianzas le despertaba. Se lo repetía a sus contertulias medio pasmadas del monasterio. Ella conocía bien cómo los chapetones se enardecían de odio implacable contra cualquier vocación nacionalista de los quiteños. Y para sacar verdadero lo que afirmaba no tenía reparos en apelar a los ejemplos de su propio padre y de su medio cuñado: Simón Sáenz y Francisco Javier Manzanos. Pero, a pesar de sus hesitaciones y de las incredulidades que se le revolvían dentro, amaba la esbeltez y el gesto desafiante de aquella primera acción de autonomía. Había un poderoso atractivo que procedía de la inspiración de cambio de sus protagonistas y que a ella en el fondo le enajenaba. Se descubría, en efecto, adherida a esa causa con el mayor de sus fervores. Hasta le contrariaba no ser, ni por edad ni por circunstancias familiares, del círculo de aquellos personajes, en quienes veía animarse, más por anhelos e intuiciones que por contemplación presente, los destellos de un heroísmo que no dejaría de comparecer y del cual, no obstante los tanteos iniciales y las paradojas, había ya presagios significativos desde el mes de marzo de ese año. Tales reflexiones venían a contrarrestar de algún modo el desasosiego de sus tempranas e impulsivas desesperanzas. Algo hay, desde luego, que puntualizar. Y es la complacencia que despertó en Manuelita la elección de vicepresidente de la Junta Soberana en favor del obispo José Cuero y Caicedo. A éste le recordaba desde su encuentro infantil, de mano del tío materno de ella: el cura Domingo. Y el mismo rasgo placiente tuvo, para su mentalidad de joven fascinada por las imágenes de triunfo, de altivez, de alardes de grandeza, el acto público ofrecido por los revolucionarios el 13 de agosto. Que consistió en la marcha de éstos, desde el palacio de la Audiencia hasta la iglesia del Carmen. Alto, con el propósito de asistir a una solemnidad de acción de gracias. El anuncio se lo hizo correr a manera de una invitación general. Mucha gente se reunió otra vez en la Plaza Grande, en la mañana de aquel día. El interés colectivo por el movimiento liberador seguía en auge. Lo propio que el de Manuelita. El paso cercano del presidente y de los miembros del gobierno quiteño

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había pues excitado su curiosidad. No quiso perderse detalle. Buscó el sitio adecuado para observarlos, de uno en uno. Y efectivamente los vio caminar por media calle, y frente a sus ojos. Juan Pío Montúfar, con los paños y las sedas de su traje de la Orden de Carlos III, avanzaba, delante; con el aire de un monarca. Le seguían sus vocales, vestidos de escarlata y negro. Luego, los ministros Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez Quiroga y Juan Larrea, vestidos de negro completo y con sombreros de grandes plumas. Algo más atrás, con el uniforme diseñado para los antiguos funcionarios españoles, los miembros del senado, presididos por Javier Ascázubi. Finalmente, cerrando el cortejo, el coronel Juan Salinas y su cuerpo de altos oficiales: casaca azul y pantalón blanco. Nuestra joven, aprendiz de heroína, inmóvil, silenciosa, casi ensoñada, en lo que contemplaba creía adivinar, tras los últimos pasos varoniles, la línea ondulante de una cauda infinita de color rojo encendido: como de fuego, como de sangre, como de gloria en que se queda palpitando el sacrificio de muchas vidas generosas. Y aquella visión suya, solamente suya, sostenida por un raro golpe imaginativo -quién lo diría-, mostró al arrimo de los tiempos que, en ese momento, había tenido la certeza de una profecía.

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CAPÍTULO X Colapso del gobierno y vísperas del duelo El movimiento del 10 de agosto iba a ser, para nuestra América, como el punto inicial de una raya de sangre. Extendida a lo largo de quince años completos. Pues que la garra leonina del sojuzgador español mostró toda ferocidad antes de tener que aflojar su presa. Los próceres de Quito, especialmente los que con mucho candor creyeron que los efectos de su acción estaban ya asegurados, debieron sufrir no únicamente desesperanzas y desconsuelos, sino la maldición de la impotencia, de los fracasos, de la persecución y de la muerte. A tres días de la constitución de la Junta Soberana, precisamente en aquel 13 del desfile de sus vocales ante la contemplación pública, el ministro Juan de Dios Morales había enviado a corregimientos y asientos militares un franco reclamo de obediencia en favor del nuevo gobierno. Afirmaba que este había adoptado un "sistema patrio", cuya labor estaba "girando bajo los dos ejercicios de independencia y libertad". Pero esas disposiciones se pasmaron en casi todo el país. Pocas ciudades, de la sierra, fueron adhiriendo superficialmente al pronunciamiento quiteño. Pasaron otros tres días. El 16 el presidente Juan Pío Montúfar celebró un cabildo abierto, que era lo que deseaba con impaciencia la ciudad. Tuvo como escenario la sala capitular del convento de San

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Agustín. Concurrieron representantes de los barrios, de la Iglesia, de los artesanos. Había gente hasta en la calle. Los discursos, pese a las circunstancias, no se caracterizaron por los desmadres de la altilocuencia. Cuantos los han leído reconocerán, además, que no abandonaron la mesura en las promesas ni las invocaciones al rey cautivo. Sobre todo, el del Marqués de Selva Alegre. Al final del acto, se consiguió la aprobación de los pasos que se habían dado, con los votos de un pueblo que en aquella ágora memorable se afanaba por acostumbrarse al aire fuerte de la libertad. Las siguientes sesiones de la Junta Soberana no mudaron de lugar. Y eso fue motivo para que el sector adicto a las autoridades peninsulares -que seguía habiéndolo por el vicio de la abyección o por interés privado- se dejara llevar de éstas para zaherir a los vocales de impíos y ateos; de hombres sin religión, pues que convertían el templo en apostadero de pasiones políticas. Hay historiador que coincide en la expresión de un parecer semejante al evocar esos hechos. Lo peor de tales intenciones, perversas por cualquier lado que se las mire, era la capacidad de estrago que guardaban en un ambiente dominado por las penetraciones familiares del clero. Se había pues dado con el comienzo eficaz para promover los recelos populares y un malestar de creciente descontento. Aún más, la Junta no podía ocultar los resquebrajamientos ocasionados en su mismo seno. Resultaba en verdad difícil que los miembros de ella unificaran sus ideas, hablaran un lenguaje común y prefirieran una sola naturaleza de procedimientos. No obstante la sinceridad de sentimientos cívicos que los agrupaba, se volvía evidente la pugna de criterios y de propósitos reales que mantenían Juan Pío Montúfar y sus compañeros aristócratas, por una parte, y Morales, Rodríguez Quiroga, Riofrío y demás transformadores auténticos, por otra. Había gente perspicaz que aseguraba, según un veraz testigo de entonces, que al Marqués de Selva Alegre le quedaban grandes los zapatos. ¡Qué diferente hubiera sido el rumbo de la insurgencia si la conducía el doctor Juan de Dios 13

Idem, p. 253.

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Morales, tan radical y firme! O aquel José Mejía Lequerica, luminoso y heroico, alma de revolucionario, a quien un imprevisible destino personal le llevó lejos de su generación y de los azares de su país. Esto es, a la consagración en las Cortes de Cádiz. El viejo conde Ruiz de Castilla, que rumiaba soledades en su quinta de Iñaquito en las afueras de la capital, recibía con todo las visitas esporádicas de sus antiguos colaboradores de la Audiencia. Ellos le informaban de las divergencias que día por día se ahondaban en la Junta Soberana, y para cuyo conocimiento ni siquiera necesitaban afanarse demasiado. Consecuentemente, procuraban inflamarle de esperanzas el pecho descarnado y mezquino. Porque el conde no renunciaba a las pretensiones de recuperar la presidencia. Y los que de modo más constante franqueaban las puertas del vejete eran Simón Sáenz y Francisco Javier Manzanos, que se hallaban ya libres y querían apresurar la hora de su revancha. Manuelita le oyó a su padre, en algunos de los encuentros que acostumbraban tener en el claustro, ese tipo de confidencias. Don Simón terminaba por impacientarse, condenando en la hija sus silencios, como de desaprobación o desprecio; o sofocando cualquier atrevimiento de objeción, cuando lo había. Aquellos españoles desmontados de su autoridad y prebendas eran quienes andaban haciendo adeptos entre la gente indócil al gobierno criollo. De dicha alianza antirrevolucionaria surgieron poco después pasquines e impresos anónimos contra los patriotas. Léase siquiera este ejemplo: ¿Quién ha causado los males? Morales ¿Quién los defiende y obliga? Quiroga ¿Quién perpetuarlos desea? Larrea ¿Quién aumenta mis pesares? Cañizares.13

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El aislamiento en que las provincias principales iban dejando a Quito no era solo un temor. Ni se reducía al ámbito de las relaciones políticas y administrativas. Hasta las mayorías empezaban a sufrirlo a través de hechos concretos, como el de la escasez de sal, motivado por la estrategia de las gobernaciones de la costa. Crecía, de otro lado, la amenaza de acciones militares del realismo. La Junta renovó entonces su propósito liminar de constituir una falange de tres mil voluntarios. Algunos de los vocales de aquella vieron la necesidad de que se dirigieran notas oficiales a los capitanes de buques ingleses que se hallaban navegando en aguas cercanas, para proponerles una inmediata compra de armas. Es fácil suponer que casi nada consiguieron. Sin embargo, se logró contar con tropas que, al menos, llegaron a la mitad de lo que se había deseado. Las integraban campesinos y artesanos que jamás habían disparado un cartucho, y cuyas familias se quedaron lastimadas de inconformidad con ese reclutamiento. Los civiles trocados en capitanes eran también personas improvisadas en el ejercicio militar. No había más remedio que tomar aquel género de recias determinaciones. Quedarse a medio camino, capitular ante los peligros y las amenazas, daría resultados inexorablemente funestos. Tal lo creían en verdad algunos de los insurgentes. Por eso obligaron a Montúfar a firmar notas en que se comunicaba a los virreyes de Santa Fe de Bogotá y de Lima el establecimiento de la Junta Soberana de Quito. Y otras similares, requiriendo a los gobernadores de Guayaquil, Cuenca y Popayán que fundaran instituciones provinciales del mismo carácter. Todo ello se despachó en la última semana de agosto. Las reacciones no se dejaron esperar. Y, naturalmente, fueron violentas. Las autoridades españolas, de un extremo al otro, se manifestaron decididas a la aniquilación de los rebeldes. Advirtieron que no consentirían en el desconocimiento del poder de sus reyes, y que aplicarían "hasta a las mujeres y los niños", de hallarles sospechosos, "la pena del delito de lesa majestad". El virrey de Santa Fe, Antonio Amar, ordenó marchar hacia Quito a trescientos fusileros, comandados por un coronel de la Península. El de Lima, José Abascal,

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puso en el mismo rumbo un batallón fuertemente equipado. El gobernador de la jurisdicción guayaquileña, Bartolomé Cucalón; el de Cuenca, Melchor Aymerich y el de Popayán, Miguel Tacón -todos militares-, prepararon sus hombres y los enfilaron hacia el territorio de los insurgentes. Una tormenta bélica cerraba completamente el horizonte. Cualquiera podía adivinar que el destino de los patriotas estaba marcado por una inminente tragedia. Habían conseguido organizar una fuerza mínima frente a la pluralidad de esos ejércitos profesionalmente adiestrados, y curtidos en la práctica de las peores brutalidades. La primera medida defensiva fue ordenar que marchara a combatir algo como una compañía de soldados, si así cabe llamar a esos montones de campesinos y artesanos que solo sabían mover su yunta o usar sus herramientas, y que en esta vez iban a probar viejas lanzas y unos cuantos fusiles. Su misión era detener en la frontera a las huestes de Santa Fe. Desventurados, en el primer encuentro conocieron la derrota. Salvaron la vida los que lograron huir. Su jefe, Javier Ascázubi -hombre de ideas, que no de balas- regresó con el ánimo abatido por esa infortunada refriega. Pronto se había visto que resultarían inútiles Otros intentos de responder al fuego certero y abundante con el puro coraje. Los enemigos, paso a paso, llevaban en su tenaz avance la decisión de aplastar a los patriotas quiteños en su propio terreno. De ahí que en el interior de la Junta Soberana algunas voluntades empezaron a trepidar. Su presidente, Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre, tan límpido amante de una libertad en paz y en orden, sintió que zozobraba su confianza. No demoró en escribir nuevamente al virrey de Lima. Pero en esta ocasión para manifestarle el deseo de "sustraerse a la responsabilidad que pesaba sobre su cabeza". Y se descargó de ella en efecto. Dos meses apenas habían corrido desde su asunción al poder. El 12 de octubre ya no resistió más. Reunió a los vocales, y se cumplió la transferencia de mando en favor del Marqués de Selva Florida. Conservador, tradicionalista y adversario de los fantasmas de la sangre. El momento era crucial.

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Había que aceptar los riesgos heroicos de una acción aguerrida o el acoquinamiento vergonzoso de una claudicación; el salvar la independencia o renunciar a ella por temor. A puerta cerrada, en el aire manco de una Junta Soberana ya herida por cercanos y tormentosos peligros, los marqueses de Selva Alegre y Selva Florida parecía que sudaban pasándose entre las manos algo como el florón de los juegos infantiles, que en esta vez tenía la apariencia de una trágica bola de fuego. Lo primero que hizo el Marqués de Selva Florida, con el no disimulado contento de Montúfar, fue anunciar visita al depuesto presidente de la Audiencia. De inmediato los antiguos aparceros de él -correos de ese mensaje- le hicieron aguzar las orejas. Estaban seguros de que se le iban a abrir de nuevo las puertas del palacio. Por manera que antes de que, trota que trota en sus mansos caballos lujosamente enjaezados, Selva Florida y los representantes de la Junta Soberana llegaran a la quinta del conde Ruiz de Castilla, éste ya sabía a lo que iban. Y tenía desde luego preparada su reacción, tras haberla meditado él mismo y haber contado con el efervescente entusiasmo de sus amigos. Ocurría ello el 24 de octubre de 1809. En ese día, y ahí, quedó pues firmado el acuerdo. He admitido que la Junta, decía el invicto vejancón, me haga "volver a ocupar el mando que me confió la piedad del rey". Pero declaraba también que había aceptado "conservar separados" del gobierno a Simón Sáenz y Francisco Javier Manzanos. Había motivos de sobra para que los insurgentes mantuvieran su ojeriza contra este par de infatigables enemigos. De tal exigencia llegó a enterarse Manuelita casi en seguida, no a través de su padre, sino de terceras personas que seguían creyendo que aquellos no desfallecerían en su empeño de ver eliminados a los próceres quiteños. Dicho comentario le producía horror a la joven, y por desgracia lo hallaba ostensiblemente verdadero. Y es de creer que los representantes de la Junta intuían no solamente los peligros de retaliación de esos funcionarios españoles, sino además algún repentino cambio de actitud en el mismo conde Ruiz de Castilla. Por eso, en las capitulaciones que estaban suscribiendo, le requirieron la promesa juramentada que se

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contiene en la frase siguiente: "Ofrezco bajo mi palabra de no proceder contra alguno en esta razón". El Marqués de Selva Florida y los suyos regresaron, al fin contentos con el acuerdo. Pensaban haber logrado su seguridad. Y la continuación de la Junta y el senado, presididos por la autoridad única del conde, hasta cuando esa organización fuera tolerada por el virrey de Santa Fe. O quizá, a posteriori, por Su Majestad. Apenas algún detalle les molestaba, aunque sin causarles preocupación. Era el haber convenido en la restitución de Felipe Fuertes Amar a su oficio de oidor, y en la entrega de la fiscalía a Tomás Arechaga. Ingenua tranquilidad la suya. Inocente manera de ser crédulos ante un presidente que arrastraba un pasado de contradicciones, crueldades e infamias. Y de ser ciegos frente a la posibilidad de influjo, sobre él, de hombres tan cargados de perversidad, como Arechaga y Fuertes Amar. El primero era un boliviano, nacido en Oruro, al que Ruiz de Castilla educó, lo tuvo junto a él en El Cuzco, midiendo la fuerza de su saña, y lo trajo a doctorarse en Quito. El otro, instigador también del daño ajeno y furioso monarquista, era sobrino del virrey santafecino. Pero, si bien se mira, el conde no habría necesitado presiones de ninguna laya para sus venganzas si no hubiera estado ya en la época de enredos y tropezones de la ancianidad Acaso sea preciso insistir en el recuerdo de que, veinte y, nueve años atrás, esto es de cincuenta y cinco de edad, y mientras comandaba las tropas españolas de Huancavelica, derrotó al indio rebelde del Perú Túpac Amaru, y lo hizo descuartizar vivo en la plaza mayor del Cuzco, atado a cuatro potros salvajes a los que les lanzó en carrera hacia los cuatro ángulos de la plaza. Tal era el crudo temperamento de este vejete de 1809, Manuel Urriez, conde Ruiz de Castilla. Tal era el hombre que se atrevía a dar su palabra de no enjuiciar a los insurgentes quiteños. ¿Qué habrá estado escondiendo ya en aquel 24 de octubre, en el puño bien apretado de su corazón?, nos preguntamos ahora. La verdad es que casi de inmediato, bajo un cielo compungido, propio de la estación de los aguaceros, cabalgó hacia el palacio de la

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Audiencia. Entre soldados y amigos. La entrada en Quito fue bastante hospitalaria. Con arcos de ramas y de flores. El pueblo ambicionaba un poco de alivio en medio de las amenazas de una carnicería bélica. El conde se instaló otra vez en sus aposentos y su despacho, frente al monasterio de la Concepción, entre cuyos muros Manuelita Sáenz se mostraba cada vez más pesimista y decepcionada. Parece que el viejo no demoró en tomar los papeles oficiales de la Junta Soberana, recogidos en palacio y a través de individuos vinculados con ésta, y que se los entregó al fiscal para que los quemara. Quería hacer creer que mantenía en pie lo prometido: esto es, el no iniciar acciones punitivas contra los rebeldes. Pero, paradójicamente, aquello que se le ocurrió resultaba la primera manifestación de sus errores, o de la tibieza de su amparo, o de su poca buena fe. Pues que no destruyó, él mismo las pruebas, sino que se las dio, a que lo hiciera, al probable verdugo de los patriotas. Arechaga, desde luego, burló orden tan vaga y guardó con malevolencia los documentos. La presa estaba así bajo la garra del tigre. El general Manuel Arredondo, un militarzuelo español, hijo del virrey de Buenos Aires y sobrino del regente de Lima, altanero pero cobarde, capaz de organizar masacres pero impotente para oler siquiera de cerca la pólvora, llegó desde Guayaquil cuando se restablecía el gobierno peninsular. Puso quinientos cincuenta soldados a disposición del conde Ruiz de Castilla. Trescientos más estaban en marcha desde Bogotá. Y en los mismos días las tropas de Lima hicieron su entrada en Quito, entre aplausos callejeros, debidos a los artilugios de propaganda de las autoridades. Había así, en la ciudad, más de tres mil individuos al servicio de las armas realistas. Un ejército de dos mil doscientos había también avanzado hasta Ambato, bajo el mando del gobernador de Cuenca general Aymerich, pero tuvo que recibir orden de regresar a sus cuarteles, Sin duda resultaba excesiva tanta soldadesca para la estragada economía del pueblo quiteño. Aparte de que la fuerza revolucionaria ya no existía.

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Arredondo, que había tomado lo de la Junta Soberana como un desafío a la pluripotente dominación hispánica, organizó conciliábulos inmediatos con Arechaga y Fuertes Amar. Y pronto estuvieron los tres en la común diligencia de conseguir que el conde Ruiz aprobara la condenación de los patriotas. ¡Qué,"hijos de su madre", ellos tenían la culpa de haberse tragado la mentirota de su perdón y olvido! De ese modo, a sus solas, amansaba cualquier inquietud de conciencia ese vejestorio rezongón, sentado en la silla de la presidencia hacía apenas un mes, desde la vuelta de Iñaquito. Había llegado para él, sin que lo viera muy claro, el momento de permitir que empezara a correr la gran tragedia. Las tempestades de sangre. Todo se precipitó a partir del 12 de diciembre de aquel año nueve. Entradas y salidas secretas de oficiales por los pasillos de la Audiencia. Movimiento inusual en las salas de los comandantes de tres cuarteles que se habían constituido en seguida en la capital. Alineación de elementos de tropa en los patios de éstos. Y cuando nadie lo esperaba, en horas de la atardecida, allanamiento simultáneo de muchos hogares quiteños por jinetes armados de fusiles y bayonetas. Violencias. Interjecciones crudas. Búsqueda despiadada en las habitaciones. Brusca aprehensión de las víctimas señaladas. Y conducción de éstas, duramente custodiadas, a calabozos dispuestos de antemano. Cincuenta figuras respetables fueron repartidas así en los dos lóbregos edificios vecinos al palacio. Y treinta y cuatro artesanos y peones, que meses atrás vistieron uniformes de voluntarios para formar la falange de los insurgentes, fueron también sorprendidos y echados en el pavimento de sus encierros en el tercer cuartel, llamado presidio, y de muros contiguos al monasterio del Carmen Bajo. Todo se hizo con la destreza y prontitud de gente avezada en esos atropellos, ante el lloro de las familias afectadas y el pasmo de los pocos seres que en esos momentos andaban por las calles principales de la ciudad.

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CAPÍTULO Xl Los Sáenz en las tempestades de sangre Así se acabaron Junta Soberana y Senado. El cerco de colaboradores de confianza y de soplones y aduladores de Manuel Urriez, conde Ruiz de Castilla, volvió a animarse. El oidor Fuertes Amar, juez de la causa, y el fiscal Tomás Arechaga se entregaron a llenar pliegos y pliegos -llegarían a cuatro mil- con el negro hormigueo de su tinta de acusaciones, investigaciones y falsos testimonios contra los detenidos. Sus posibilidades de alegar inocencia o defenderse les estaban casi negadas. Había que declararles culpables y sacarles de este mundo. El voluminoso papeleo no era sino para justificar el empeño patibulario de las autoridades de Quito ante sus superiores virreinales o de España. Naturalmente, habían sido metidos en prisión algunos de los que ya la soportaron en los días de marzo, en las celdas mercedarias. Y muchos más, según lo tengo dicho. A todos se los atormentaba con malos tratos, y con las amenazas de pena de muerte que el general Arredondo hacía circular por los cuarteles. Se contaban pues entre los encarcelados los patriotas del 10 de agosto de 1809, ahora perpetuados por la historia: Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez Quiroga, Juan Salinas, el cura José Riofrío, un hijo del general Nicolás de la Peña, Pablo Arenas, Javier Ascázubi, Juan Larrea. El ex presidente

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Juan Pío Montúfar, Antonio Ante y otros lograron escapar. Se los buscaba con rabiosa porfía, aunque en vano. En varios casos hasta hubo un bando por el cual "se imponía pena de muerte a los que, siendo sabedores del paradero de los prófugos, no los denunciasen". El obispo José Cuero y Caicedo no cayó en la trágica redada porque su condición religiosa le concedía el amparo de no ser juzgado sino por el Consejo de Castilla. Quito se vio trocada en un pozo de inactividad, de mudez, de espanto, de desconsuelos. Las familias de los sindicados sentían que caían derrotados sus reclamos, sus súplicas, sus lágrimas. Los artesanos y peones tomaban el camino de los montes y de los aldeorros lejanos. En cambio la soldadesca facinerosa del Cuartel Real de Lima (nombre hasta ahora vivo en su uso, inextirpable de la memoria de aquellos años) recorría los barrios de la ciudad cometiendo saqueos y violencias. La dolida sensibilidad popular, pese al clima de pánico y de obligadas resignaciones, se iba cargando lentamente de odio y de apetitos de venganza. La hora del estallido de sus cóleras tendría que llegar. No se debía esperar otra cosa. A los interiores del monasterio de las conceptas, clavado en el centro mismo de los acontecimientos, no dejaban de llegar las noticias y los rumores de cuanto podía ser motivo de alarma, y hasta el eco de los trajines tormentosos de autoridades, esbirros y soldados. Manuelita había vuelto a sentirse sacudida por irrefrenables impulsos de solidaridad con los rebeldes. Le irritaban las infamias que se cometían y la inminencia de los crímenes. Le obsesionaba la imagen de sus familiares paternos, mezclados, sin duda en el torbellino desatado por la mano cadavérica del conde Ruiz de Castilla. Todos sabían que menudeaban las visitas de Sáenz a los funcionarios de gobierno. Y que se le había restablecido en el rostro su gesto despectivo y desafiante. Era, como siempre, esto sí, un chapetón que parecía no temer a nadie. Ni en el tiempo de la Junta Soberana optó por huir o esconderse: eso era conocido. En el curso de las últimas semanas se le habían advertido también sus pasos más o menos continuos al monasterio,

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aprovechando las idas al palacio de la Audiencia. Le agradaba buscar a su joven expósita. La contemplaba con inocultable enamoramiento de padre. Era de veras irresistible la atracción de las gracias y la personalidad entera de Manuelita. Se hallaba casi de quince años. Aunque su desarrollo físico, el toque cuidadoso y fino de su arreglo, sus maneras de dignidad espontánea y sus constantes despliegues de inteligencia e ingenio comunicaban la impresión de que era mayor su edad. O sea la propia de una subyugante plenitud. Y, claro, Simón Sáenz iba atendiéndola cada vez con satisfacción menos incierta. Así, no solo por pedidos de su hija, sino por consejos de la tutora de ésta, y aun de dos o tres frailes que la frecuentaban, había ido accediendo a proporcionarle libros de clásicos griegos, latinos y españoles, en el doble mundo de las letras y de la historia. Por eso, ya en estos nuevos encuentros, se placía sinceramente en admirar los avances de la cultura de la muchacha. Cómo hubiera ambicionado sentirla más cerca de su pensamiento y de sus afectos. Pero había un gran valladar que se lo impedía. El inicial reniego de su parte y el abandono de la recién nacida en el convento; los ocultamientos en la relación posterior con ella; el mal disimulado repudio de la familia legítima de Simón Sáenz; las impresiones de orfandad, de taciturnidad y de reservas en la amistad de las aulas con que fue Manuelita creciendo: había un imborrable pasado que no les permitía la unión natural de padre e hija. En lo que toca al pensamiento, ese era un motivo que marcaba más su disyunción. Él se afanaba en vano en explicarle los porqués de su condición social y de sus enconosos desafueros políticos. Jamás consentiría -se lo dijo cien veces- en que se lo considerase un forastero depredador a quien hubiera que arrebatarle cargo y fortuna, y echarle de estas tierras. La muchacha aceptaba en silencio solamente algunas de esas razones. Porque su posición era incambiable. Para ella resultaban exasperantes la perpetuidad del poder inicuo de los españoles y las frustraciones de los insurgentes. Era en verdad de una sola pieza, como el padre. En ocasiones los dos se miraban profundamente -estuvieran discutiendo o

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no-, y percibían que les identificaban la porfía, el valor y la arrogancia. Sáenz creía descubrirla, en todo ello, parecida a dos de los hermanos ilegítimos: María Josefa y José María. Se debería decir que entonces estaba como contemplando el porvenir belicoso de los tres. Que lo hubo, sin duda. En el tiempo, precisamente, de las visitas al monasterio, y convencido del acierto de reconocer la singular apostura de sus dos hijas, que además eran diestras jinetes, las obsequió sendos cortes de paño aterciopelado de colores rojo y azul, para que la costurera familiar las confeccionase, combinándolos, pantalones ceñidos de montar y casacas de faldones graciosamente acampanados. El traje en el cuerpo de Manuelita hizo el efecto de sacar a la vista, de pronto, la imagen de su predestinación de heroína. Esa estampa cautivadora pregonaba su glorioso futuro. Las cabalgatas a la hacienda Cataguango, en Amaguaña, de que ella gustaba, se mantenían en forma no infrecuente. Las hacía en algunos fines de semana y en temporadas de vacaciones religiosas. Contaba invariablemente con la compañía del par de negras esclavas de su tía materna, que eran ya unas jóvenes corpulentas, dominadoras admirables del caballo, diligentes en los trabajos de casa, excelentes cocineras, limpias en su persona y sus ropas ligeras, locuaces, y sobre todo amorosas con Manuela, en grado acaso mayor que sus propios familiares. También había galopado, en raras ocasiones, en buenas sillas y junto a su padre y dos o tres sirvientes, a las propiedades de éste en Guaytacama y Tanicuchí. Viéndola correr en su potro, tan segura de sí misma, no habría exagerado cualquiera que hubiera afirmado que esa joven había nacido con una vocación de centaura. No le faltaron pues estos paseos ni en las semanas sombrías que pesaban sobre la suerte de la ciudad, y que a Manuelita le conturbaban en medio del ambiente recluso y triste de su vida monacal. Los mulatos de uniforme militar del Real de Lima habían seguido zarandeando la tranquilidad de los vecinos de Quito. Sabían que contaban con la tolerancia de las autoridades. Por su parte, en cuatro meses el oidor

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Fuertes Amar y el fiscal Arechaga habían logrado cerrar el proceso, y se lo habían entregado al conde Ruiz de Castilla. A quien, con todo ese cúmulo de diligencias, le pedían dictar pena capital para los encausados. El viejo vaciló. Fusilar a decenas de gente influyente, de golpe, y a sus años, no dejaba de hacerle temblar las rodillas. El cronista inglés William Benet Stevenson, su secretario de entonces, dice que este "hombre bueno, afable, caritativo" (probablemente en ratos de fatiga de su práctica de iniquidades), expresó que "mejor firmaría su sentencia de muerte". Le pareció más cómodo, en un primer momento, guardar aquellos papeles. Luego sintió que no alcanzaba a resistir las presiones de sus aparatos militares y judiciales, y resolvió mandar el voluminoso escrito al virrey de Santa Fe de Bogotá. Con eso el fallo condenatorio estaba asegurado. Habían corrido varias semanas. Y podían correr otras tantas. Pero súbitamente mudó de parecer, apresurándose a ordenar que un funcionario de la Audiencia, custodiado por un piquete de soldados, marchara a entregar el juicio al virrey, a las tres de la madrugada del 27 de junio de 1810. No era, desde luego, que se le habían acabado las supuestas paciencia y bondad. Era que comenzaban a funcionar sus habituales cobardía y perversión. En efecto, se enteró de que en el mes anterior había llegado al puerto colombiano de Cartagena el alto oficial Carlos Montúfar, comisionado por la Junta Central de España para establecer en Quito otro gobierno. Ese Montúfar, con grado de teniente coronel del ejército español, era un quiteño de vocación revolucionaria, dispuesto a la reciedumbre de los combates por la libertad. Era hijo de Juan Pío, Marqués de Selva Alegre y ex presidente de la Junta Soberana. De manera que alentaba en él un propósito de salvación inmediata de los próceres aherrojados. Y a ello se debía la indicación que dirigió al conde Ruiz de Castilla, y que éste desoyó precipitadamente, de no tocar la documentación ni dar un nuevo paso hasta que él arribase a la ciudad. Pero ya el viejo había dejado de temblar para hacer de las suyas. Estaba en vísperas de bañarse de sangre. Como siempre, hubo correrías de sus allegados. Queda el

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testimonio de que, en cuanto supieron a lo que venía el teniente coronel Carlos Montúfar, los irritados chapetones Simón Sáenz y Javier Manzanos visitaron al presidente de la Audiencia y le instaron a ordenar la pronta eliminación de los sediciosos. El rumor de ello, que no tardó en filtrarse, desató de inmediato el pánico. De su lado, el general Arredondo, con su gusto por las insolencias y las atrocidades calculadas del cobardón, anunció que haría matar a los prisioneros entre los muros de los propios cuarteles en que se encontraban, para vindicarse de alguna supuesta falta de respeto personal. Las amenazas, que así circulaban por el aire, no pudieron menos que producir decisiones supremas -las únicas válidas en tales casos-, entre los próceres y sus familias, y -generosidad sin nombre, pero jamás desmentida- entre los humildes: esto es, entre el pueblo de los peones, de los sirvientes, de los artesanos y de los que callejean buscándose el pan en medio de fríos o sudores. Había pues que asumir el coraje mortal de los desafíos, y lanzarse a libertar a los que quisieron darles una patria autónoma. Unos minutos antes de que este puñado de hombres acometiera su arriesgada empresa, el infaltable padre de Manuelita y el presbítero Antonio Tejada entraron casi a empujones a la habitación del conde Ruiz de Castilla, a darle noticia exacta de lo que iba a ocurrir. Mas el viejísimo presidente de la Audiencia, soltando el último ronquido de su siesta acostumbrada, se incorporó con disgusto, los trató de asustadizos, y les invitó a dejarlo descansar. Se engañaba, y tuvo que arrepentirse. Porque en seguida le llegó el eco del primer disparo. Sin que nadie le escuchara profirió entonces una frase de desconcierto: ¡carajo, dónde me meto! Los nuevos sediciosos improvisaron sus tropillas casi sin armas de fuego, ni conocimientos, los mínimos siquiera, en el oficio de soldados. Mantuvieron como pudieron el secreto de su organización y de la violenta estrategia de sus asaltos. Solo el ardor les convertía en ilusos y temerarios. Y en eso, con toda razón, consistía su grandeza. A las dos de la tarde del 2 de agosto de 1810 la campana mayor de la

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Catedral sonó la señal convenida. Que la oyeron los que se habían apostado cerca del Presidio, o cuartel del Carmen Bajo, y los que se habían repartido en el atrio conventual de la Plaza Grande y en el portón de El Sagrario. El primer movimiento fue el de los confabulados que debían atacar el Presidio, a los cuales se sumaron grupos de voluntarios de última hora, con cuchillos, piedras y garrotes. El centinela y el oficial de guardia cayeron cortados por el puñal. El alboroto popular, conducido por detonaciones aisladas, obligó a dispersarse a una escolta de seis fusileros, que lo abandonaron todo. La refriega en el interior fue más bien corta. La cárcel se rindió con un estrago poco sangriento. Los vencedores se vistieron con los uniformes militares del despojo y se encaminaron rápidamente hacia la Plaza Grande. Disponían ya de una fuerza de combate mejor equipada. En la que se contaban los soldados campesinos de la antigua falange que ellos acababan de liberar. Llegaron sudorosos al centro, pero no encontraron a sus compañeros de La Catedral y El Sagrario. Habían éstos decidido abalanzarse, también al primer golpe de la campana, a la entrada única del Cuartel Real de Lima, tan próxima a sus apostaderos. Lo hicieron en efecto a paso veloz y en forma compacta. Les espoleaba el temor de ser sorprendidos antes de iniciar su acción. No respetaron el proyecto de un ataque simultáneo al asiento vecino de la tropa de Santa Fe de Bogotá, cuya puerta se hallaba justamente a la vuelta de la esquina. El incumplimiento de ese plan les tuvo que resultar fatal. Obraban así por falta de conducción en el momento preciso, y desde luego por la vehemencia de salvar a los patriotas del 10 de agosto, encerrados en el primero de los cuarteles. Y de la misma manera que procedieron los del pelotón del Carmen Bajo, usaron inicialmente sus puñales, para desarmar al personal de la guardia. Invadieron de inmediato la planta principal. Avanzaron apegados a la pared, con el necesario sigilo. Pero hubo un momento en que debieron hacer disparos, para amedrentar a los enemigos que comenzaban a juntarse entre sí. Luego dejaron ya

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escuchar palabras aisladas exigiéndose más prisa y coraje, y los gritos claros de ¡vamos a los calabozos de arriba! Pero fue entonces cuando descendió casi a saltos un oficial joven, con la pistola en su mano. Lo había visto casi todo desde uno de los corredores altos. Ordenó los movimientos de sus hombres para alejar a los atacantes. Y, sobre todo, súbitamente prevenido, con el ánimo de frustrar el intento primordial de éstos, urgió a un grupo de su tropa de facinerosos para que corriera hacia las celdas y matara a los prisioneros. No lo esperó: esas resultaron ser sus últimas palabras. Porque un certero bayonetazo del pueblo liberador le penetró en las entrañas. Así pues expió su orden asesina aquel capitán, de apellido Galup. Pero, desventuradamente, ello acrecentó la furia de la soldadesca limeña. Se batían cuerpo a cuerpo en el patio, en el zaguán, en los corredores de arriba. Hubo calabozos a los que consiguieron adelantarse los combatientes, quiteños, pero se les hacía eterno el trabajo de desaherrojar a los próceres. Y no les quedó otra alternativa que la de continuar la lucha fuera de los aposentos. Las balas de la tropa extranjera iban dejándoles tendidos en el piso, por decenas. Era ya difícil no tropezar con los muertos. Habría, que advertir que el torrente de montoneros generosos del Carmen Bajo se había incorporado sin tardanza a los grupos que iniciaron el asalto. De lo contrario no hubiera sido tan encarnizado aquel enfrentamiento. Entretanto, el comandante del cuerpo militar de Santa Fe de Bogotá, desde su cuartel colindante con el Real de Lima, ordenaba que, de un cañonazo, se rompiera el muro divisorio. Pudieron unirse así las dos fuerzas realistas, cuyo total llegó a exceder el número de seiscientos hombres. La destrucción de los atacantes fue ya cosa asegurada. Su sangre corría silenciosa, iluminando casi todos los rincones con el resplandor inconfundible de lo heroico. Por lo común, sobre el sacrificio de la gente humilde, sobre los cadáveres de los luchadores ignotos, se ha levantado el engreimiento glorioso de las naciones. Tal estaba ocurriendo en esos instantes de la tarde del 2 de agosto de 1810.

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Y, a la verdad, a aquellos soldados foráneos, enardecidos con el apetito de tanta venganza, les restaba ya poco para completar su masacre. Pero de ello lo que más furor les arrancaba era la orden del capitán Galup, que parecía resonar todavía en sus oídos, de matar a los cautivos. Despedazaron por eso las puertas de las celdas y, con brutalidad de chacales, se mojaron en la sangre de los patriotas que un año antes, contado casi con exactitud de días, habían hecho vibrar a los pueblos hispanoamericanos mediante el primer conato serio y consciente de emancipación. Hasta un negro cocinero -hombronazo de ojos amenazantes- consiguió cobrar más de una víctima a golpes broncos de su hacha. Nuestros próceres se convirtieron así en mártires tempranos de una causa que por largo tiempo hizo retemblar los suelos de todo el continente. Entre los muros del Cuartel Real de Lima fueron así sacrificados Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez Quiroga, Juan Salinas, Juan Larrea, Pablo Arenas, Javier Ascázubi, el cura José Riofrío, Antonio Peña, Nicolás Aguilera. Estos nombres enlazan ahora los dos agostos históricos de nuestro país: el de la amanecida augural de 1809, en que destellaron la inteligencia y la esperanza, y el de la tarde enrojecida y relampagueante de 1810, en que se desmesuraron, gracias al denuedo del pueblo sencillo, el amor a la tierra y la decisión heroica. ¿Cuál de esos agostos -el del 10 o el del 2- es de veras el superior? ¿O es que quizás se complementan ambos como en una premonición de la alianza que deben tener el talento de la gente preparada y el coraje de la multitud anónima, para la búsqueda del bienestar de todos? Para los vecinos de aquellos sitios los horrores del enfrentamiento se fueron mostrando cada instante con mayor patetismo. Porque llegaron a proyectarse afuera de los dos cuarteles. Parientes, amigos y grupos espontáneamente solidarios convergieron a prestar ayuda a los atacantes quiteños, con armas de fuego que las hubieron apretadamente, de un modo y otro. Pero les llovió de repente una granizada de balas del costado de la Audiencia y de las ventanas

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altas del Cuartel Real de Lima. Cayeron así abatidos sorpresivamente en la angostura de la calle. Hubo un momento en que se volvió desgarradora la suma confusa de agonías, ayes y maldiciones. E igual la de la sangre en los rostros y en las ropas de los cuerpos yacentes. La de los cabellos y los sesos incrustados en las paredes de las casas. La de los jadeos de los sobrevivientes que corrían desesperados, no porque solo huían, sino porque buscaban ubicarse en otros puestos de combate. Se los podía ver, en efecto, cómo se ponían después a disparar, atrincherados en la cruz de piedra de la Catedral, o amparados en los arcos de las puertas y los ángulos de las esquinas. Por desgracia, la soldadesca numerosa les iba atenaceando progresivamente, hasta doblegarlos o producir su dispersión. Parte del pueblo provocaba entonces la lucha en los lugares aledaños. Y claro -según es fácil suponerlo-, en uno de los corredores del piso superior del convento de la Concepción, pese a la rigurosa prohibición de la madre directora y a la hermeticidad con que todo fue asegurado, hubo algunas monjas y alumnas internas -entre estas Manuelita Sáenz- que se esforzaron en contemplar las dramáticas escenas. Lo hacían con sobra de razones. Comenzando por la de una adhesión piadosa, o de una necesidad impulsiva de sentir con angustia propia el sacrificio de tantos hombres buenos y humildes. Ya nunca se borró de la memoria de nuestra futura heroína ninguna de las imágenes que columbró desde su mirador del monasterio. Nuevamente, además, se le fortaleció el convencimiento de que también cabe en la naturaleza de la mujer la predestinación del valor y el riesgo. Estaba desde luego segura de que tal predestinación tendría que revelársele un día dentro del rumbo de su misma existencia. Y como para reafirmarla en sus reflexiones le llegaron pronto, hasta el retiro conventual, testimonios exactos de la presencia de mujeres en el reguero de sangre con que se estaba castigando a la ciudad. Supo de ese modo que dos hijas y una esclava de Manuel Rodríguez Quiroga se habían quedado, por triste coincidencia, visitando a éste en su calabozo, inadvertidas de que precisamente en

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esos momentos iba a reventar la contienda. Y que, empavorecidas con la idea de la tragedia que amagaba a su progenitor, echaron a correr hacia un oficial que hacía la guardia en el cuartel. Les silbaron entonces las balas. Una de éstas alcanzó la cabeza de la esclava, y la mató de contado. Las dos jóvenes no se detuvieron. La prisa les obligaba a enredarse en sus pasos. Lograron al fin aproximarse al hombre uniformado. Y a una sola voz, tomándole de las manos, le imploraron que salvara al doctor Rodríguez Quiroga. Su reacción no pudo ser más hostil. Le fastidió que éste se hallara aún con vida. Por eso, contestándoles a medias, se precipitó por el interior. En compañía de un cadete. Palpándose las armas. Ellas los siguieron, anhelantes. Sin casi sentir el piso. Sin cuidarse para nada de sí mismas. Entraron todos en la celda. El prisionero estaba de pie. Con la cabeza erguida. Con los ojos profundos, en una expresión de concentrado desprecio. Ni siquiera tuvo tiempo para fijarlos en la desesperación de las muchachas. Porque todo, ciertamente, fue demasiado súbito. Al de gorra y espuelas se le oyó decir, iracundo: ¡hasta cuándo, carajo, cree usted que va a joder! Y también, a continuación: ¡grite que vivan los limeños! El doctor, sin inmutarse, respondió con una exclamación diferente: ¡viva la religión! No esperaron más el oficial y el cadete para írsele encima, a sablazos. Le hirieron violentamente en la cabeza, el cuello, los hombros, las piernas. Hasta cuando le observaron que, sin quejarse, y desangrándose abundantemente, se desplomó a las plantas de sus hijas. El llanto de ellas, sus súplicas, sus forcejeos para detener a los sicarios, habían resultado totalmente inútiles. Algo semejante ocurrió en uno de los calabozos vecinos. El poeta Juan Larrea fue sacrificado a punta de bayonetas. Y su sangre salpicó el rostro y el vestido de su mujer, Isabel Bou, que también había alargado desprevenidamente el tiempo de su visita. Y algo aún más patético acaeció en la Plaza Grande, entre miradas de testigos atónitos: la esposa del ejemplar revolucionario Juan Salinas -María de la Vega- fue llevada hasta la horca que en aquel lugar se había levantado, y al pie del poste siniestro, como en señal de que escupía

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con asco a sus verdugos, oyó sin temblar su sentencia de muerte y la bárbara noticia de que su marido había sido ya victimado en el Cuartel Real de Lima. Finalmente, en este recuento de pruebas del valor femenino en los episodios de Quito, Manuelita Sáenz conoció también a su tiempo el crimen cometido con Rosa Zárate y su marido, general Nicolás de la Peña. Pero lo conoció en parte por sí misma, pues que vio expuestas las cabezas de los dos en jaulas que se fijaron en lo alto de un par de columnas de la misma plaza. Así aleccionaban los atroces colaboradores del vejete Ruiz de Castilla a los ciudadanos que pretendían levantarse en armas. Esta pareja de patriotas pagó con su fusilamiento y decapitación, en la plaza principal de Tumaco, la lucha en que se empeñó denodadamente para vengar a su joven hijo, sacrificado en la cárcel con los otros próceres de agosto. Aparte estos casos individuales, el mujerío, en lo más angustioso de la suerte que corría la causa del pueblo combatiente, se confundió con éste, y de manera desenfrenada se lanzó contra los enemigos, encarnación de la barbarie y el bandolerismo. Las armas de ellas consistían en unos pocos fusiles recogidos en las calles, y palos, hierros y cuchillos. El escenario de su temeridad fue el de la cuesta tortuosa de "El Tejar". Ahí cayeron casi todas. Sus cuerpos, perforados por las balas, resbalaban al hondón de la quebrada. Muchos años después, seguía circulando la leyenda de que en esa desamparada rotura de la vía se escuchaban agudos lamentos de mujer, bajo lo más cerrado de las noches de Quito. Alrededor de dos horas duró la batalla popular, de héroes ignotos, del 2 de agosto de 1810. Tras la conmovedora derrota de ellos, los feroces escuadrones extranjeros del norte y del sur, y acaso también los pardos soldados costeños del coronel Arredondo, se desbordaron por la capital para continuar su carnicería. Testigos de la época llegaron a decir que, por orden del conde Ruiz de Castilla, presidente de la Real Audiencia, aquellos abaleaban tanto a los que se les avecinaban por inocente curiosidad como a los que por coincidencia se hallaban en sitios cercanos. Incluidos niños y mujeres. Ni más ni

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menos que si fueran "perros, gallinazos y tórtolas". La mortandad sobrepasó la cifra de trescientas personas. Y, claro, la trágica noticia se extendió por América y por España. Y aun por otras naciones de Europa. El célebre poeta inglés Lord Byron, uno de los semidioses del romanticismo universal, en su libro más famoso -"Peregrinaciones de Childe Harold"- en la estrofa 89 de su canto primero, se expresó de este modo: "Extraña vicisitud!, la felicidad de los países descubiertos por Colón repara los daños que cayeron sobre los hijos de Quito..." ¡Cómo le había impresionado ese trozo de historia de un mundo para él lejano! El 3 y el 4 de agosto la ciudad tenía el aspecto de haberse quedado vacía. Las puertas cerradas, las calles desiertas. Nadie salía ni para buscar a sus muertos. El obispo Cuero y Caicedo, compañero de los mártires, formó una comisión de quiteños y, presidiéndola él mismo, la llevó a visitar a Ruiz de Castilla. Todos ellos, con unánime firmeza, lograron arrancarle la promesa de asegurar la paz, tras el inmenso duelo colectivo. Hiciéronle dictar, además, una orden para que el coronel Arredondo volviera inmediatamente a Guayaquil, arrastrando consigo la carga fatídica de sus tropas, fusiles y cañones. A ello vino a juntarse otro signo esperanzador: un mes y medio después, el teniente coronel Carlos Montúfar entró en Quito, su lugar natal, y en seguida, como representante de la Junta Central española, reunió cabildo abierto para restablecer un cuerpo gubernativo similar al que se había deshecho. Notábase pues en forma evidente su propósito restaurador de los principios soberanos de los próceres del 10 de agosto de 1809. Y si bien fue respetada la condición presidencial de Ruiz de Castilla, se eligió vicepresidente a Juan Pío Montúfar, sobreviviente de todos los avatares revolucionarios. Sus ocultamientos oportunos le habían salvado de la doble cacería de la cárcel y el sacrificio. Hubo luego acontecimientos sorpresivos. El octogenario gobernante renunció a sus funciones, y se refugió en la soledad de los

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claustros de "El Tejar". El coronel Arredondo preparó otra marcha sobre Quito. El virrey de Lima y el gobernador de Pasto dispusieron movimientos de Fuerzas, con igual ánimo de frustrar los intereses nacionalistas de Carlos Montúfar. Y también éste se vio precisado a comandar una rápida acción de soldados contra la ofensiva más inminente, que venía desde el sur. Estas circunstancias determinaron que se colapsara la paz en cortísimo tiempo. Hubo revueltas en la ciudad. Una muchedumbre de indios se arremolinaron con violencia, sintiendo aún frescas las mutilaciones sufridas por la gente humilde. Treparon, como primera medida, hacia el convento de "El Tejar". Violaron las puertas. Buscaron al conde que allí bostezaba de aburrimiento y vejez. Lo sacaron a empellones. Y estropeándole como a negro malcriado lo llevaron hasta la Plaza Grande. Pero allí alcanzó a ser rescatado por una escolta oficial, que lo devolvió a su retiro. Estaba realmente maltrecho. A los tres días, por eso, aquel don Manuel Urriez, conde Ruiz de Castilla, ex-presidente de la Real Audiencia y convicto de atroces desmanes, descendía, y descendía, y seguía descendiendo, merecidamente, a quién sabe qué tenebrosos mundos ultraterrenos. He de aclarar que, mordido por el despecho de la última afrenta, se había negado a tomar alimentos y medicinas, como queriendo apresurar su agonía. Otros funcionarios españoles buscaron regresar clandestinamente a su lejano país. Dos de ellos fueron sorprendidos mientras rumbeaban hacia el territorio selvático del oriente. Se los trajo a la capital y en la Plaza Mayor, ya generalmente convulsa, fueron ahorcados por un grupo de indios, que estaban listos a tumultuarse por excitación de algún patriota de 1809. Las víctimas fueron el implacable oidor Fuertes Amar y el ex director de correos. No hay cómo olvidar que, entre lo impredecible de las reacciones populares, hasta el padre de Manuelita se vio obligado a borrar su rastro por un tiempo. Debió de haberse remontado por las breñas del Cotopaxi, o por sus otras tierras de Tanicuchí, a trasmano de los pasos comúnmente conocidos. Su yerno, Francisco Javier Manzanos, él sí tenía motivos

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dobles para escapar más pronto, y así lo hizo. Cuando lo buscó en su casa un tropel armado, ya no estaba. Y, aparte de quedarse sin su presa, los persecutores sufrieron la ingrata sorpresa de ser recibidos por la aguerrida esposa de aquél, María Josefa Sáenz. Que los cubrió de maldiciones, insultos y exclamaciones de rechazo. Lo que más les trastornó fue el ser tratados de maricones. Hasta el punto de que, pensando darle una prueba de lo contrario, la tomaron de los brazos y se la llevaron prisionera. Su encierro lo sufrió en la celda de un convento quiteño. El tiempo, sacudido por circunstancias constantemente tornadizas, se le volvía a ella interminable. Porque Quito seguía girando entre tormentas. Entre ideas y pasiones encarnizadamente contrapuestas, que no permitían la vislumbre de un resultado definido y estable. Aun se podría decir que las cosas llegaron a complicarse más cuando, de golpe, en forma repentina, se produjo un desenlace que ninguno intuyó: la extinción de la última Junta de gobierno, tachada por el Consejo de Regencia de España como traidora a la Corona. El teniente coronel Carlos Montúfar fue despojado de sus facultades, mientras al general hispano Toribio Montes se le nombró presidente de la Audiencia. Entró éste en la ciudad comandando tropas de Guayaquil y Quito. Había arribado bien prevenido desde el Perú. Debeló por eso, intransigente y premioso, varios signos de oposición. Se atrevió a ordenar el fusilamiento de quiteños que todavía alimentaban los principios de agosto. Atormentó sin tregua a las milicias de Montúfar, que al fin se dispersaron por el norte. El gran batallador, revolucionario jamás vacilante, reapareció años después peleando junto a Bolívar, en las campañas emancipadoras. Y abandonó las armas solo cuando lo vencieron y ajusticiaron sus enemigos en la ciudad colombiana de Buga. Desde luego, no sería correcto desconocer la presencia de ánimo valeroso en las filas españolas. Que también lo exhibieron en múltiples circunstancias, como para subrayar aún más la recia belicosidad de los independentistas criollos. Hay por eso nombres de figuras de realistas

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que alguna vez se han invocado con ese sentido. Pero en la marea tormentosa de los sucesos de Quito se hace imperativo recordar, superando el común descuido, a una mujer que plegó a aquellas milicias enemigas para actuar con incontenible temeridad. Y su evocación resulta especialmente imprescindible en estas páginas. Sobre todo para que se note, nuevamente, un aspecto en el que ya he insistido: el del carácter de los Sáenz en su propensión al coraje desatado, al irreprimible impulso combativo, a la altivez que no claudica en la defensa de sus convencimientos propios. Porque esa mujer temeraria fue María Josefa de Manzanos, la hermana de Manuelita a quien aludí cuando la encarcelaron en un convento quiteño. Tras dicha referencia es preciso que también puntualice que de allí consiguió escapar. Vio brevemente a los suyos -incluida la última hija, de apenas dos años-, y, obligando a todos a sofocar el sollozo, les demostró la fuerza terminante de su decisión de partir. Se arregló con su traje y su equipo de marchas camperas, que ya le eran usuales por sus recorridos a través de las propiedades paternas. Tomó su pistola, a cuyo manejo le acostumbraron las largas cabalgatas en un tiempo de riesgos y pendencias. Llamó a un sirviente apto y leal para convertirlo en acompañante y ordenanza. Y juntos arrancaron, al galope, hacia el cuartel del coronel Sámano. El contacto fue oportuno. Casi de inmediato se les vio cabalgar entre numerosos soldados pastusos, rudos, sudorosos, y odiadores implacables, por cierto, de todo elemento patriótico. Atravesaron parajes inhóspitos. María Josefa desafiaba fatigas, inclemencias naturales y toda laya de incomodidades. Ayudaba a rastrear el presunto movimiento de enemigos. Su rumbo apuntaba invariablemente al sur. Hasta cuando llegaron a un punto de acceso al poblado de Mocha, llamado "La piedra". Casi en las afueras de la ciudad de Riobamba. Allí se pararon en seco, y se repartieron velozmente en puestos estratégicos. Porque las fuerzas insurgentes, los habían estado esperando en callado y semioculto plan de combate. El encontronazo fue violento. Y costó mucha sangre a los dos bandos. La

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joven -de solo veintidós años- estuvo en la línea misma de fuego. Disparando. Dando pruebas de movilidad, intuición guerrera y arrojo. Animaba a la tropa. Contribuía con su ejemplo a apresurar la derrota de los contrarios. Y, por fin, cuando estos tuvieron que dispersarse, tomó ella la bandera de un soldado realista y galopó antes que nadie hacia la plaza de Mocha. Cuando le dieron alcance su ordenanza y las escuadras de Sámano, María Josefa se hallaba ya repicando alegremente, desde el extremo de una cuerda, la campanita de la iglesia del poblado. Festejaba la hazaña que la había trocado en fugaz heroína de las huestes realistas. La memoria de este hecho lleva a pensar en el temple de los Sáenz. Manuelita no necesitó pues recibir lecciones de valor de ninguno de los capitanes de la independencia. Ya lo traía ella misma en su sangre. Como el atributo indisputable que había de llevarle a desposarse un día con la gloria. Igual que a ser la amante y compañera de grandezas del Libertador.

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CAPÍTULO XII Del internado al lecho marital Hacia 1813 Manuelita Sáenz iba camino de cumplir sus dieciocho años. Había completado sus obligaciones estudiantiles en el monasterio de las conceptas. El refuerzo de ellas lo constituyeron su deleitosa entrega a las lecturas y su tacto del mayor refinamiento en el arte de la cocina y en las habilidades de la costura. La amable condición femenina de su personalidad, tan digna de tenerse en cuenta a lo largo de su historia, se hallaba pues surtida de ese tipo de excelencias. Frecuentarla debió de haber sido un gozo, por la seducción que sin duda se desprendía de su lenguaje desenvuelto, oportuno, incitador en cualquier tema o instancia del coloquio amical. Varios de los que la trataron coinciden en evocar el talento reflexivo, jamás afectado, y el donaire espontáneo y apropiado para la broma o la agudeza que fluían en el curso de sus conversaciones. Así tuvo que haber sido. Las cartas que se conservan de Manuelita no han venido sino a sacar verdaderos tales testimonios. Desde luego, no conviene, olvidar que hubo otra clase más de rasgos en su carácter. Fue la de aquellos que se resisten ciegamente a entrar en el fondo común de la naturaleza femenina. Y que en Manuelita se manifestaron con tanta autenticidad como los que he enunciado. Fácil se hace advertirlos a través de su inclinación

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irrenunciable al arrojo y los azares. A las pruebas de destreza y precisión en el uso de las armas de fuego. Al dominio de los movimientos ágiles con que se amaga, se defiende y se arremete en el arte militar de la esgrima. Al estilo desenfadado de montar a la jineta, dando rienda y espuela al caballo para su galope huracanado o para su paso lento y airoso. Pero toda esta suma, al parecer dispareja, aunque en ella bien concertada, de facultades intelectuales, enriquecidas por la lectura constante; de aprendizajes monásticos para el refinamiento de la cocina y la pastelería hogareñas; de aptitudes para la aguja y la delicadeza del encaje y el bordado, y de atributos de coraje y de pericia en actividades generalmente varoniles, logró comunicar a la joven una personalidad singularísima. De aquellas que traen el sino privilegiado de fijarse largamente en los renglones de la historia. Y si bien eso en sí mismo es mucho, no lo es todo. Porque hay un elemento adicional que ha contribuido a mantener una vibración admirativa en la contemplación de esta figura. Es el de sus encantos físicos. En exaltarlos coincidieron personajes notables de Europa y de América: entre ellos algunos viajeros y varios de los edecanes y amigos de Bolívar. Pero éste, más que nadie sintió en forma tan neta sus efectos subyugantes, que en cuanto conoció a Manuela tuvo que ceder a la pasión amorosa con que se unió a ella. Y fue eso precisamente en los años excepcionales de sus glorias y pesadumbres, de sus triunfos y vencimientos. Oportunamente iré iluminando algunos de aquellos rasgos. Solo a modo de una muestra primera, y como parar aliviar mi impaciencia de hacerlo, me atreveré a reproducir a continuación la imagen dejada por uno de sus exaltadores -Juan Bautista Ortiz-: Tenía el cabello negro y ensortijado, los ojos también negros,

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Martha Gil Montero, Documentos para la Historia.

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atrevidos, brillantes; la tez blanca como el alabastro, la dentadura bellísima, la estatura regular y de muy buenas formas. Sabía manejar la espada y la pistola; montaba muy bien a caballo, vestida de hombre con pantalón rojo; ruana negra de terciopelo y suelta la cabellera, cuyos rizos se desataban por sus espaldas, debajo de un sombrerillo de plumas.14

Probablemente muchos estarán ya sospechando que no solo la propensión a los actos de valor, sino también el conocimiento de las armas, y sus prácticas un tanto esporádicas, provinieron de las iniciativas paternas. Manuelita ponía en ello su máximo interés y su contento. Corridos los tiempos, el evocador de ahora puede ver cómo el destino fue anudando con certeza, con cálculo, con prolijidad, las hebras que determinaron la condición exacta de su futuro. A Simón Sáenz, a la verdad, no se le podía pasar por la cabeza cómo los años próximos de su hija contribuirían a desbaratar la forma de vida que él había logrado para sí y su hogar en este país, al que seguramente lo sentía suyo por adopción. Pero en cambio sí se ponía a cavilar sobre la arrebatadora plenitud física de Manuela. Era indispensable protegerla de peligros, se decía. Como fundamento de tal preocupación estaba sin duda la experiencia de su concubinato con la madre de ella misma, la hermosa y sensual doña Joaquina Aizpuru. Habló pues con sus amigos de la frailía quiteña y con la Superiora y las maestras del convento de la Concepción. Entre aprobaciones y reparos comunes, la coincidencia de pareceres afirmativos no se hizo esperar. Había que, consecuentemente, tentar el vado en el monasterio de Santa Catalina, tratando de encontrar una inscripción de interna para esa joven a la que muchos pasantes se la bebían con los ojos. Y las diligencias dieron resultado sin dificultad. El abuelo materno de Manuelita -doctor Mateo Aizpuru, ya fallecido- había prendido razones de gratitud profunda en ese lugar. Porque él y un pariente, con dineros propios, en un esfuerzo que demoró tres años, habían reconstruido la iglesia de las catalinas. Venida abajo en el espantable terremoto de 1755. Pero esta determinación, de encerrarla nuevamente, aunque la ayudaría a perfeccionar su aprendizaje de labores hogareñas, venía a

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ser para ella otro motivo de azoramiento. Se le repetía la antigua y testaruda sensación de orfandad. De aislamiento y abandono. ¿Cuáles, realmente, eran los familiares a los que hubiera querido tender su mano para contar con un asidero amable, con un techo relativamente propio? ¿El padre, Simón Sáenz, cauteloso en el encubrimiento de aquel parentesco adulterino, y presionado siempre por los celos y rencores hipócritas de su mujer legítima, que se transmitieron en alguna medida a los cohermanos de la joven? En la otra rama, ¿los dos tíos que le quedaban? El que a ella le resultaba más simpático era Fray Domingo, que lastimosamente vivía con restricciones en el curato pueblerino de Yaruquí. Lejos de todo lo que exigía la formación de la expósita. Suya era -de eso hay constancia clara- la hacienda de Cataguango, pero ni la administraba ni recibía beneficio de ella. Fue pues por escasez de lo propio, y no por cicatería, que tuvo que limosnear de casa en casa (hecho profundamente conmovedor), cuando se le ocurrió ofrecer ayuda económica a los patriotas del 10 de agosto de 18O9. Con esto además se ve que su ánimo era él de un independentista. Hasta habría lugar para suponer que ese fervor halló ocasiones de saltar al corazón predispuesto de nuestra futura heroína. EL buen clérigo fue su visitante esporádico; y más de una vez se interesó en pasearla, en el tiempo de la infancia. Eso fue todo, por desgracia. En lo que concierne a la tía Ignacia, viuda que en 1813 se hallaba en los cincuenta y seis años de edad, y que debía haber tomado para sí la obligación del amparo materno de que Manuelita estaba destituida, es obligado advertir que al contrario, su relación con ella fue de desamores y mezquindades, y aun de escondida mala fe. Pero ello se muestra doblemente vituperable cuando se recuerda que esta señora carecía de descendencia propia, y gozaba, a sus anchas, de lo que le producía Cataguango y de la posesión de los bienes más: una hacienda vecina a la anterior y unas tierras en Cotocollao, extramuros de Quito. ¿A dónde ir? ¿Con quién compartir la fascinación de su presencia, las habilidades de su sabiduría casera, los atractivos poderosos de su inteligencia, el gusto que le era tan espontáneo de la broma complaciente? Entre las compañeras de estudio y el monjerío de

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los claustros de la Concepción, pese a la lobreguez y el frío de su ambiente, y a los refrenamientos e inhibiciones que preceptuaba la vida monásticas Manuelita disponía a lo menos de cobijo seguro y contactos amistosos. Cumplido el ciclo de enseñanza de las conceptas y transformada ya en una mujer, no le quedaban en verdad sino dos caminos: el del nuevo internado, a que echó ojo su padre, y el del matrimonio, en cuyos pasos de búsqueda y arreglo debió también de estar él meditando. Desde luego, bajo la sombra de los muros en que la joven se crió, no había alcanzado a conocer todavía el disfrute de ninguna relación de amor. Sin embargo creía percibir con frecuencia su acoso invisible, su rara y enigmática atracción. Que se le convertía en un anhelito indefinible, cálido y perturbador, difícil de ser sofocado. Cabría decir que comenzaba a anunciarse en ella su naturaleza sensual, adherida a la plenitud de sus perfectas redondeces corporales. Y que contribuían a excitarla de vez en cuando, a modo de imágenes tentadoras, las cosas que observaba y oía en redor del grupo de las monjas disolutas de ese convento, que acostumbraban satisfacer su lujuria con los invasores nocherniegos de las celdas propias. Tras haber estado pues prevenida por Simón Sáenz y pasado el primer semestre del mentado año de 1813, recibió la visita de él en la sala capitular, en compañía de sor Josefa del Santísimo Sacramento, que seguía siendo su tutora. Allí, sin testigos, las dos le escucharon decir que todo lo había ya concertado con la Superiora del monasterio de Santa Catalina. Inclusive, la reserva inmediata de una habitación. Les hizo leer el documento del dinero que se lo había entregado, en esa misma mañana, para alojamiento, alimentos y otras necesidades ordinarias de su hija. La pobre no había tenido ninguna posibilidad de elección. Pero los tres contertulios se quedaron largamente en el lugar, hablando entre penosos silencios. Se notaban con facilidad la melancolía y el desánimo de la monja y su pupila. Lo cierto fue que entre reflexiones de todo género llegaron al acuerdo de que la mudanza no se cumpliría sino al cabo de sesenta días porque Manuelita se empeñó en mandar una nota a la tía Ignacia, requiriéndote albergue en

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la hacienda de Cataguango en las semanas de la común vacación veraniega. Así se procedió sin pérdida de tiempo. La viuda aceptó la insinuación. Eludió dar muestras de resistencia. Y dispuso, guardándose su reconcomio, lo de siempre -compañía y cabalgadurapara el viaje campestre de su sobrina. Se veía claro que, sin haber vencido del todo la tibia voluntad de doña Ignacia, por lo menos le habían ablandado el ánimo para estos repetidos menesteres de hospitalidad dos de sus esclavas: Jonatás y Nathán. Ambas experimentaban un gozo bullicioso cuando se juntaban con Manuela, desde los lejanos años de su niñez solitaria. Volvieron a tenerla entonces, una vez más, en la hacienda. Y seguirían teniéndola con mayor frecuencia. Pero en esta reciente estada de descanso el placer les resultó memorable a las tres, por lo dilatado y diverso. Todas habían madurado mucho. El par de negras se desbordaban en locuacidad, atenciones amorosas y pretextos múltiples para trasmitirle su alegría a Manuelita. Y ella, en cambio, se prodigaba en lecciones que hacían un efecto inestimable en el comportamiento de las esclavas. Las adiestraba en sus labores. Las refinaba en sus maneras. Las envalentonaba con el ejemplo de su ejercicio sobre el caballo o en el manejo de las armas. Había también ocasiones en que ambas negras se ponían sentimentales y entonaban canciones tristes de su valle serrano del Chota, a la ribera de cuyo río homónimo se levantaban las chozas familiares de techo pajizo, de que fueron arrancadas en su infancia. Recordaban que por allá se extendían, además, los cañaverales y huertos de naranjas, mandarinas y pepinos de los patrones. El clima ardiente y los sudores del negrerío habían, vuelto generosa esa producción. Comúnmente, tras los cantos les venía la gana del secreteo amoroso. Le confiaban a la joven huésped de doña Ignacia impresiones todavía frescas de algunas tentativas de amor. Que no fueron más allá de citas, entre matorrales medio alcahuetes para el ocultamiento, con labriegos de propiedades vecinas y chagras avispados del aldeorro de Amaguaña. Pero los impulsos eróticos de los varones no pasaban de las caricias

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ansiosas y las fruiciones fugaces, por las esquiveces decididas y oportunas de ellas. De cualquier modo, la presencia tangible del sexo masculino se les había ido trocando en gustosa obsesión, estimulada por los coloquios íntimos entre las dos negras. El tema traído a los encuentros con Manuela, ajena por temperamento a los alardes de pudibundez, no le causaba molestias ni enojos. Al contrario, le despertaba una curiosidad cargada de raras incitaciones. Voluptuosa e imaginativa era sin duda su naturaleza. Que estaba tal vez próxima a desatarse. La temporada vacacional se terminó en la primera semana de octubre. Volvió entonces a Quito, escoltada por la pareja de esclavas y el paje de compras semaneras de la tía Ignacia. Fueron directamente al convento de las conceptas. Sonaron la campanilla de la monja tornera. Se identificaron. Y casi de inmediato apareció sor Josefa, con un espontáneo gesto de bienvenida. Tutora y pupila se saludaron con expresiones de afecto. Dejaron la portería. Se les juntaron unas dos novicias, requeridas para ayudarlas. En la habitación de Manuela recogieron libros y maletas. La madre sabía que en el otro monasterio estaban ya anunciadas las autoridades para recibir a la joven. Afuera esperaban, a su vez, los compañeros de viaje de Cataguango, para completar la misión de llevarla al nuevo lugar. Hasta Santa Catalina no había sino un trayecto de diez minutos. Antes del mediodía, la flamante interna estaba pues en los ajetreos mismos de ser presentada por la Superiora a un grupo de monjas, y de instalarse en seguida en su aposento. Más hosco no podía éste haberle parecido, desde el primer momento. Porque a la atmósfera de los sitios anteriores, aunque también de opresiva clausura, se hallaba de cualquier modo acostumbrada. Aquí percibía con agudeza triste muchas cosas. Se debe recordar que cuando fue una criatura mínima y frágil, que vagaba medio compungida y sin compañía de nadie por zaguanes, patios, escaleras y corredores del encierro de las conceptas, se habituó a observarlo todo con seca atención. De suerte que los detalles de su mundo fueron

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cavando un espacio inalienable en su memoria. En esta ocasión, de la fecha de ingreso al recinto murado de las catalinas, que correspondía a sus dieciocho años de edad esto es a lo pleno de una juventud voluntariosa, pese a las aflicciones y taciturnidad de su formación- la mirada de Manuela era hábil, como muy pocas, para captar casi al vuelo los rasgos del ambiente y el aire de las personas. Por eso es fácil darse cuenta de que las impresiones recibidas desde el primer contacto con este nuevo refugio no le produjeron distorsión ni engaño sobre su realidad Sintió, así, en su peso neto las condiciones de cada rincón por los que atravesó hasta quedarse sola, sentada en su camastro, frente a la roñosa silueta de sus valijas y de una petaca forrada de cuero duro y pardo. Los libros, que no eran muchos, parecía que se aburrían en su doble columna sobre el suelo. Había una pequeña ventana, de vidrios opacos. Lo que hacía preciso el abrirla para ver el jardín frontero. Las paredes, blancas y desnudas. En lo alto de una de ellas, solo la imagen de color de la Virgen María. El piso, de tablones gruesos un tanto ennegrecidos. Y aparte del lecho, y dispuestos en el orden que imponía la estrechez del espacio, una mesa pequeña, un armario, una silla y un palanganero. Todos de madera. En éste, la jofaina, el platillo para el jabón y la jarra de agua con que cumplir el aseo cotidiano. Pero poco demoraría Manuelita en requerir las demás facilidades que demandaban sus preocupaciones de la máxima higiene y pulcritud. Entre ellas, la colocación del espejo irrenunciable que había llevado consigo. Había normas que prohibían su uso. No faltaron monjas, dentro de la jerarquía mayor del monasterio, que desde luego refunfuñaron por todos estos "pecaminosos' cuidados de la nueva interna. A su padre le pidió en cambio, durante la primera visita, con que él decidió alentarla, un mueble para sus libros y otra dotación de papel, tinta y plumero. Anotaba sus lecturas. Registraba incidencias propias que creía interesantes. Y, particularmente, peleaba a solas para dar soltura a su expresión escrita. Objetivo que de veras lo consiguió. Aunque nunca dejara de quejarse por su ortografía caprichosa, y su caligrafía.

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Horas después de su llegada al monasterio, Manuelita se dedicó naturalmente a recorrerlo. Una religiosa, escogida por la Superiora, le sirvió de cicerone. Mientras caminaban por el corredor principal de la parte baja se toparon con dos o tres monjas solitarias, que se deslizaban apegándose al muro para no ser saludadas. Llevaban la cabeza medio inclinada y un velo negro las cubría una parte del rostro. Buscaban sus celdas. Éstas, enfiladas solo en un lado de este largo trayecto de tablones, llegan hasta ahora a ciento. Entre una y otra hay apenas dos pasos de distancia. Muchas se han ido quedando vacías, por la declinación vocacional. Los muros de todo el interior, de adobe y ladrillo, alcanzan como un metro de espesor. Razón suficiente para el frío, la tenebrosidad, la sensación de encarcelamiento. Uno de los pocos sitios en que el sol alumbra y abriga es el del recuadro del jardín. En su macicez este edificio devoto y de graves renunciamientos alberga una historia, que pasa de los cuatrocientos años. Se lo levantó en el siglo dieciséis, destinado al culto de Nuestra Señora de La Paz, en un extenso solar (manzana entera) en que tuvo su casa Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa y uno de los colonos más antiguos de Quito. Lo que fue capilla de esa morada se convirtió en un pequeño refectorio, para un grupo especial de enclaustradas, en que entraban religiosas de alto rango en el convento y novicias y educandas escogidas. Manuela se contó en ese núcleo. Y llegó a placerle el lugar, por lo acogedor y por las páginas morales, ascéticas y místicas que se leían desde un gracioso púlpito, mientras se servían los alimentos con esmerada limpieza. Lo reflexivo y lo lírico de los textos era lo que le atraía, pues que su ánimo estaba muy lejos de sentir la más leve inclinación al ejercicio conventual. En algunas ocasiones también ella ofrecía, con una voz hermosamente timbrada y con emoción muy propia, lecturas de Fray Luis, de la Santa de Ávila, de San Juan, de San Jerónimo. En el recorrido inicial y en los que en días inmediatos siguieron fue percibiendo acentuados contrastes en este nuevo monasterio. Pero la impresión final le resultaba ciertamente pesarosa. Ante todo, se le

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hacía notorio un propósito confeso de las autoridades monásticas: de incontaminación mundana, de abroquelamiento comunitario, de ceguera para las cosas del exterior, de ensimismamiento terco y sellado de silencios. Creía entender el origen de esa conducta recordando el desate sexual del clero, con amancebamientos ostentosos de muchos frailes seglares y la ofrenda de su virginidad por parte de monjas de los monasterios. Uno de estos había sido precisamente el de Santa Catalina. Si bien la denuncia, al parecer muy prolija y dirigida al rey español, se efectuó en decenios anteriores, el comentario de la gente seguía repitiéndose porfiadamente en todos los medios de la ciudad. De igual modo, con cualquier intento de zaherir a la Iglesia, se relataba con pelos y señales la fuga cometida por unas pocas religiosas catalinas, que se aborrascaron de rebeldía contra ciertas determinaciones del claustro y la despótica injerencia asumida por el sacerdocio dominicano de Quito. La consecuencia de ello fue que unos cuantos padres de dicha orden las apalearan en la vía pública para obligarlas a volver a sus celdas. En suma, furias, arrepentimientos o despechos y un colosal escándalo. Manuela se explicaba a sí misma el carácter de las autoridades que esta vez tenía sobre ella y el porqué de algunos rigores y hosquedades en la composición material del edificio por el que deambulaba. Vio que para las confesiones se usaba el hueco mínimo de una pared, por el que no podía pasar ni la mano, en una pieza semioscura. A través de él no se miraban confesor y penitente. Examinó también la celda destinada a los castigos de indisciplina y desobediencia. Su aspecto se mostraba mucho más áspero que el de todas las demás. Era extremadamente fría y desolada. No contaba con otro cielorraso que el de unas altas vigas de madera que dejaban penetrar, incontenibles, las dentelladas crueles del viento o las ofensivas salpicaduras de la lluvia. Su entrada era de tamaño mezquino, aunque con una puerta espesa de madera maciza en que el eco de los golpes se amortiguaba. A prudente altura de ésta se descubría un orificio cuadrado, de un decímetro por lado, que se lo

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empleaba para servir a la recluida, a la hora de las comidas, un pan y un jarro de agua pura. Pero si estas rápidas verificaciones ya la deprimieron, por sí mismas, fue inevitable que el conocimiento del horario que presidía la vida monacal le cargara de una impresión aún más abrumadora. ¿Qué de veras guardaba para ella el corazón de su padre, carajo? ¿Por qué le escogió ese lugar? El día comenzaba mucho antes de clarear -a las tres y treinta de la madrugada-, con tres toquecitos a la puerta de cada celda. Y un "bendigamos al Señor"; que era respondido desde adentro: "demos gracias a Dios". Se les concedía diez minutos para prepararse. Luego se reunían para los cánticos o laudes. Seguían juntas para los himnos y lecturas, para el rosario, para la meditación. Se les daba un cuarto de hora para estarse en sus habitaciones. Regresaban después, con exacta simultaneidad, para la misa de las seis de la mañana. Tenían otro breve descanso, antes de congregarse a las nueve, para las oraciones de la hora tercia. Y en seguida se repartían en grupos que se dedicaban a sus respectivas labores ordinarias. Las cuales se iban combinando con clases, rezos, cantos religiosos y las usuales comidas cotidianas. Desde las siete de la noche había relajamiento o distracciones apropiadas, hasta las ocho, en que las sombras convertían al monasterio en una amurallada oquedad de sepulcro. Lo aflictivo de esta realidad no mantenía, y eso es bueno que se lo precise, la suma de tales condiciones con imperio inexorable y absoluto. Algunas de ellas se quebrantaban. Ese era el caso de las exigencias de un comportamiento inmaculado. Pues que aún persistía la proclividad a los desfogues del amor carnal. Quizás explicable allí en una comunidad de cien personas, y dado un medio urbano en que las tentaciones clandestinas del clero no habían desaparecido del todo. Todavía pues se corrían aventuras prohibidas por parte de algún grupo de monjas relajadas, que hallaban modos de satisfacerse lejos de su encierro. También acontecía igual violación de las normas de austeridad interna, y del cumplimiento de los duros horarios de obligaciones monásticas. Ello era imputable a los privilegios de que

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gozaban las clases altas de la sociedad, y de las cuales procedían no pocas novicias. En efecto, antes de estas profesar podían vivir en pequeñas casas construídas en el gran traspatio del convento, cuyas comodidades eran indudables. A cada hermana le acompañaba su empleada doméstica. Y con ella salía de compras. Especialmente de las necesarias para preparar sus alimentos. Hasta ahora pueden verse unas dos de esas construcciones. Probablemente Manuelita hizo amistad con varias de esas monjas. Y desde luego con alumnas como ella misma, que habían llegado de hogares influyentes de Quito y de otras provincias. Las enviaban a perfeccionarse en confecciones, primores de aguja y artes de cocina y pastelería. Aparte, desde luego, del mejoramiento en el culto del idioma y en el aprendizaje de autores clásicos, mediante su lectura comentada. Lamentablemente, menos énfasis se ponía en lo intelectual que en el género de las maestrías de casa. Y en lo que concierne a la subordinación conventual de nuestra joven heroína, no hace falta remembrar con minuciosidad por qué fue solo relativa y consiguientemente distinta a la que experimentó en su infancia y adolescencia entre las madres conceptas. La airosa mujer no era ya para soportar un yugo de esta índole. Convino con Simón Sáenz en ingresar a Santa Catalina en condición de semi-interna. Sus planes afortunadamente hallaron el apoyo de la tía materna, doña Ignacia. Ésta la acogería, alternativamente, en su casa de Quito y en Cataguango, en días de salida. Parecía natural que tanto en ella como en el padre pesasen entonces la edad y el temperamento de Manuelita. Sin infatuaciones de ninguna especie ésta hacía notar que se encontraba satisfecha de su total madurez y de sus valores personales. Obraba además en su favor otra circunstancia, muy importante: la de haber ido conquistando una progresiva aceptación, desde el anteaño de la terminación de su primer encierro monástico, en el hogar legítimo de su progenitor. No se debe olvidar que en largísimo tiempo aquel ambiente, murado de prejuicios, de celos y desdenes, se le manifestó gestudo y hostil. Ella conservaba la huella que esas impresiones

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dejaron en su corazón de niña. Sabía por lo mismo que el nuevo rumbo de sus relaciones con la familia de don Simón podía ser engañoso y a medias confiable, y desde luego tornadizo. Sin embargo, ello le resultó como un bálsamo para su doliente necesidad de sentimientos solidarios. Y tuvo que inclinarse, percibiéndolo así, a la frecuentación de la casa de los Sáenz. En la medida en que había comenzado a permitírsele. Efectivamente, en horas que no eran las de estudio, o en los días destinados al descanso, llegaba su padre al monasterio de la Concepción para llevarla consigo. Si bien no había una real asiduidad en el hábito, a lo menos ya no se lo mantenía en la forma bastante rala de temporadas anteriores. Y algo más: el aire del trato con que al fin le acogía aquella parentela se le iba volviendo, poco a poco, simpático y fortalecedor. Tanto la señora Juana María de Sáenz como su belicosa hija María Josefa de Manzanos habían dado en reunirse con ella, bajo su techo propio, para convertirla en instructora de las destrezas que había adquirido en la convivencia con las monjas. Se afanaban en aprender algo de las artes de la dulcería, de la costura, del bordado. Esa maestra les resultaba deliciosa, por la finura, por la gracia, por la fascinación que espontáneamente se desprendía de su naturaleza toda. Hasta la hija menor, todavía en la niñez y tocaya de Manuelita, se le aproximaba insistentemente, provocando sus conversaciones y sus bromas. Fácilmente se veía que aquella, igual que las otras personas, estaba imantada por su carácter y su belleza. Y dentro de aquel coro crecientemente cordial se contaba también uno de los varones de la familia: José María. Con éste no únicamente se entendió la joven a través de un afecto verdadero, porque además los dos cohermanos se unieron después en una común vocación de heroísmo, amor a la libertad y decisiones supremas. Producido éste cambio en el ambiente de los Sáenz hacia la hija adulterina y expósita de don Simón, ocurrió que, al iniciarse el sermiinternado de ésta en Santa Catalina -es decir dos años más tarde-, vino el ahondamiento de la mutua disposición familiar. Aumentaron las

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visitas de Manuelita. Cuando no la veían regularmente, su padre iba al convento a reclamárselo. Y ella no se hacía insistir. Porque podía complacerles sin dificultad. Su nueva condición la salvaba en parte del rigor de los preceptos y horarios monásticos. Pero, claro, la vida del claustro le imponía siempre su celda y su atmósfera de invencible taciturnidad. De ahí el gozo de mezclarse, cada vez que se la requería, con los muy contados amigos íntimos que acudían al hogar de los Sáenz, o que les hacían invitaciones a sus casas. Fue pues relacionándose con un reducido núcleo de gente de la aristocracia. Ella procedía con muy consciente discreción, aunque sin abdicar del talento con que, para sí, juzgaba situaciones, incidencias y personas. De modo que seguía íntegra, firme, a pesar del tacto de los silencios oportunos, en el culto de sus convicciones. Tan lúcidas y superiores. Y, naturalmente, viéndola conducirse así, en don Simón, su mujer y sus hijos se mermaban los irrevocables escrúpulos de introducirla, a lo menos, en el más íntimo de sus grupos. Pero, aparte de eso, admiraban a Manuelita por el extremado buen gusto con que se arreglaba, como para tornar más airosa su encantadora presencia. Qué de veras linda parecía a todos la joven. Un viajero francés famoso escribió en sus "Memorias", entre otros testimonios, este sinceramente apasionado: "sus manos eran las mas bellas del mundo". Sin duda la asediaban algunos en busca de sus amores o de sus esperanzadoras preferencias. Acaso ella consintió en gozar de pocos enamoramientos pasajeros. Ni la acuciosidad de las búsquedas históricas ha dado con el rastro de ellos. Únicamente cierto deslenguado, de nombre célebre, aunque lastimoso para este caso, se ha atrevido a afirmar que nuestra heroína entregó su doncellez a un oficial español de personalidad atrayente y con cierto halo familiar de prestigio Concretándolo bien, fue el científico francés Juan Bautista Boussingault, amigo del Libertador y coronel de sus ejércitos, el que aventuró dicha especie en las páginas que destinó a Manuelita en sus extensas "Memorias". Las publicó en París cuando ella y Bolívar habían dejado ya de existir.

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Boussingaul trazó una evocación, de no muchas ni cuidadosas páginas, de la apasionante quiteña. Pero ellas están entrañadas de fuerte sugestión y siguen siendo indiscutiblemente valederas, ya por su carácter de impresiones personales directas, ya porque, según lo confiesa, varios, de los pasajes de la "vida excéntrica" de la Sáenz los escuchó de sus propios labios. Cuando la trató en Bogotá. Eso debió de haber ocurrido hacia 1828, cuando ésta había acabado de cumplir treinta y dos años de edad. De ahí, que el autor de las "Memorias" no yerra, casi, cuando asegura que "representaba veintinueve a treinta años". Ahora bien, en lo tocante a la aludida especie de los amores, y del supuesto sacrificio de la virginidad de la joven, da por sabido el hecho de que ella, mientras vivía su medio internado en el monasterio de Santa Catalina, escapó del encierro con el oficial Fausto D'Elhuyart, "hijo del químico descubridor del tungsteno Juan José, que había sido "enviado en el servicio de España a América". Deja creer que aquel arrebato del corazón y los sentidos no pudo ser duradero. Consecuentemente, se pregunta: "Fue abandonada por su raptor y restituida a su familia? Es lo que no sé". Desde luego aclara que "Manuelita no hablaba nunca de su fuga del convento". Y ello da pie para sospechar que esa aventura, si no fue invención maligna de algún sujeto perverso jamás identificado, no pasaba de ser un confuso rumor, más falaz que verdadero, de gente sin escrúpulo. Acaso él fue motivado por la belleza y el temperamento de nuestra heroína, que alborotaban la imaginación y los apetitos de muchos, y por el frecuente comentario de los escándalos monjiles de su monasterio. Conviene, esto sí, que aclare que la posteridad, en asuntos tan secretos e individuales, no le ha sido respetuosa. Y ello a pesar de que en el caso preciso que he recordado ha habido la objeción de que no llegó ningún D'Elhuyart a Quito, y que el hijo del científico antes mencionado sirvió solamente en Nueva Granada y Venezuela como militar de las tropas de Bolívar. Su nombre era el de Luciano, y murió en 1815. (Alfonso Rumazo González).

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Las lucubraciones sobre los eventuales amores de Manuelita no tienen por qué parar en la conclusión de que éstos determinaran fatalmente su entrega corporal. Las reflexiones, si aspiran a mostrar una sustentación de veracidad, deben tomar más bien otro sesgo, que lleve a contar con datos concretos. Y es el de las diligencias de su padre por establecerla adecuadamente, a través de un hogar propio. Múltiples circunstancias confluían hacia ese interés. Que no tardó demasiado en culminar. En efecto, habían corrido menos de tres años de la nueva experiencia monástica de la joven cuando se presentó la oportunidad. Don Simón Sáenz había ido acrecentando su capital, no únicamente con los estipendios de sus funciones, sino además con una actividad comercial mantenida a través de relaciones sociales e influencias, y para las que atinaba a encaminar eficazmente toda clase de diligencias. Incluidos viajes a países vecinos. Había llegado en tales trabajos hasta Panamá, en el rumbo del norte. Importaba y exportaba. Y dentro de ese ejercicio había puesto un ojo certero en las labores de los monasterios de la Concepción y de Santa Catalina. Pero particularmente -y eso era lógico- en la industria de los encajes y los bordados de oro y plata que salía del prodigio de las manos de su hija. Alumna excepcional de los dos internados. A través de ésta, y beneficiándose de las concesiones de precio a que tenía derecho, adquirió una buena colección de dichos trabajos. Los juntó con otras mercancías, y un día se fue a negociarlo todo en Lima. Allí efectuaba regularmente tratos de compra y venta con un acaudalado comerciante europeo: James Thorne. Los dos juzgaron que conseguirían rápido éxito con las lujosas manualidades de las monjas en medio de una sociedad cautivada por el gusto del adorno femenino y de las ostentaciones costosas. Que eso había demostrado ser la sociedad de los virreyes. No, se equivocaron. De modo que a su acostumbrado movimiento de especies lucrativas agregaron estas de los monasterios quiteños. Al ponderarlas entre sí, cada uno con vivo entusiasmo, Thorne oyó por primera vez, de labios de don Simón, el nombre de Manuelita. Se hizo entonces más íntimo el diálogo. Confidencia tras

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confidencia, a impulsos de las espontáneas interrogaciones de su contertulio, Sáenz llegó a hablarle, de la condición de ilegitimidad de su hija, de su formación conventual y de sus reales atractivos personales. Probablemente quedó comprometido a presentarla en el próximo viaje que el comerciante iba a emprender por los países norteños. Aun pudo haberle precisado este que, como le era usual, demoraría unos cuantos días en Quito. James Thorne y Grembil había nacido en Aylesbury, Buckingamshire, Inglaterra, en 1777. Trabajaba ahí en su país como dependiente de comercio y proveedor de víveres para los barcos. En 1812 había partido de Cádiz a Lima. Se asegura que en condición de preso. Quién lo sabe. Pero en cambio hay evidencias de que perseveró en esa ciudad en el ejercicio de los negocios, y que la ahincada decisión y la experiencia que destinó a ellos le permitió ir allegando una apreciable fortuna. Apenas cuatro años después poseía una elegante residencia en un barrio céntrico. Lo cual llevaría a suponer que ya en Londres contaba con alguna base de dinero, fruto de herencias o de su propio trabajo. Más tarde consiguió comprar también una hacienda en el sur de la sierra peruana. La órbita de sus transacciones se había extendido hasta Panamá. Que se convirtió, por otra parte, en centro de sus conexiones comerciales con España. Los contactos con Simón Sáenz procedieron de la coincidencia de intereses de los dos. Hay entonces que desvanecer, de una vez por todas, la afirmación de que aquellos se debieron a las atenciones médicas que le prestaba el "doctor" Thorne. Porque eso es una falsedad. El no tenía título profesional en medicina ni en ninguna otra carrera. Pasaron unos meses del encuentro limeño de los dos hombres de negociós, y, según lo convenido, el inglés arribó a Quito. El ambiente le era ya conocido. Se extinguía para entonces el último mes de 1816. Sáenz lo visitó en seguida en su alojamiento. Le ayudó en sus diligencias mercantiles. Promovieron transacciones conjuntas, de utilidad para ambos. Y concertaron viaje a Panamá, averiguando la fecha cercana de embarque en Guayaquil. Entre todo ese ajetreo, y en

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el par de semanas de estadía de Thorne en la capital, don Simón le invitó a su casa para introducirle en la amistad de Manuelita. Difícil es ni imaginar los ojos deslumbrados con los que la miró el forastero, cuyo deseo de conocerla arrancó del día de las confidencias en Lima. Su belleza y el aire de su personalidad fueron superiores a lo que esperaba de tal contemplación. La muchacha estaba en camino de los veintidós años de edad. Él se aproximaba a los cuarenta. Era un hombre de estatura mediana y complexión fuerte. Limpio y cuidadoso en el arreglo. De mejillas carnosas, con la sombra azulada que dan las rasuraciones constantes. De ojos claros, inexpresivos, un tanto bovinos. De maneras lentas. Su castellano era defectuoso pero no arduo de ser entendido. A los saludos de muy insinuante cortesía a la familia Sáenz, y las especiales exclamaciones admirativas y respetuosas con que Thorne se puso a las órdenes de Manuelita, siguieron los zalameros comentarios sobre los trabajos de ésta. La conversación se prolongó entre asuntos que iban excitando la curiosidad de todos y en que no faltaron ni las sonrisas ni las expresiones de broma inteligente de la muchacha, que no dejaban de producir un efecto retardado en el inglés, tras la ayuda interpretativa de don Simón. Aquel lisonjeaba en cada oportunidad la gracia y los talentos de la hija de su amigo, y él se lo agradecía más que ella misma. Parecía que adelantaba un común propósito en los interiores de ambos, mientras Manuelita no daba ninguna trascendencia a esos insistentes requiebros que se le destinaban. Las cosas no terminaron allí. En el trayecto de regreso al monasterio, don Simón se atrevió a decirle que estaba meditando en unirle conyugalmente con ese caballero, serio y honorable, a más de adinerado. Por cierto, la sorpresiva confesión le imprimió el rápido convencimiento de que se trataba de un desagradable disparate. Casi se consideró agraviada. Entregarla a un aventurero solterón, casi desconocido por el propio padre, se le revelaba como un desamor de su parte. Así se lo dijo. Sus respuestas, propias de un carácter tan autonómico, fueron de inmediato rechazo. Don Simón probó las

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habilidades dialécticas que le eran propias. Los recursos de su infalible estrategia. Insistió e insistió. Lo hizo sobre todo en dos puntos: el primero: que por fin podría ella gozar de un hogar verdadero y ricamente provisto, en compañía de un hombre absolutamente enamorado, cuyo designio sería el de alejarla de la ciudad donde Manuelita había vivido las congojas de los prejuicios, de la orfandad forzosa y de los encierros conventuales; el segundo: que lo del matrimonio, según prácticas de familia, era consecuencia de la elección y los arreglos de los padres. La joven se despidió, al final del retorno a Santa Catalina, bastante desasosegada y confusa. La ley de los torbellinos parecía presidir su suerte. Pero se repitieron los encuentros y fue llegando el ablandamiento de su voluntad. Esos encuentros se produjeron entre Sáenz y Thorne, y entre Sáenz, Thorne y la pretendida, y entre los tres y la tía Ignacia. Los hilos se iban estambrando. Hasta que llegó la hora de la decisión tan buscada. La boda quedó convenida para un semestre después: julio de 1817. Se la celebraría en la ciudad de Lima. Por lo mismo, no perdieron tiempo los dos amigos -futuros suegro y yernoen desplazarse a Guayaquil, para navegar con rumbo a Panamá, según el acuerdo tomado antes de estas últimas incidencias. Sáenz llevaba la resolución de entregarle a James Thorne una dote de ocho mil pesos, para que la traspasara a Manuelita. Lo haría en el istmo panameño, con el debido instrumento legal, y una vez que se cumplieran los negocios para los que viajaban. Desde luego, pese a todo, no había nada más hipócrita que la conducta asumida por el padre de la expósita: aquella donación la hacía lejos de Quito, lejos de sus conocidos. Es decir en Panamá. La solemnidad de las nupcias la proyectaba para que se efectuara también en un lugar al cual no alcanzara ni la curiosidad de sus allegados. Esto es, en Lima. A la hermosa heroína no se le escapaba seguramente el sentido de todo este condenable tejemaneje. Sin embargo, sabía que el túnel de su propio destino la llevaba hacia esa única salida. Que ella la trocaría, tarde o temprano, en la de su liberación.

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Y bien, el novio preparó oportunamente la casa en la ciudad virreinal. El padre volvió de Panamá con el documento de la dote y algunas especies para el ajuar de la joven. La tía Ignacia le cedió las dos esclavas que ella tanto amaba: Jonatás y Nathán. Corrieron breves semanas. Llegó el momento de los adioses, en que no faltaron los abrazos a la monja tutora de la Concepción. Sáenz aseguró de la mejor manera el servicio de los arrieros para la carga. El difícil itinerario, incluido el marítimo, le era conocido. De modo que en una madrugada fría, a mediados de año, arrancaron hacia el puerto guayaquileño. El grupo era de bravos jinetes: don Simón, su hija y el par de negras de Cataguango. Pero, por supuesto, las tres mujeres fueron demostrando al ex teniente español, ejemplo de reciedumbre, que también ellas poseían un don extremado de estoicismo. Resistían durezas de toda índole. Soportaban con coraje el peligro de los desfiladeros, barrizales y barrancos. No les doblegaba el tormento de los soles y los aguaceros. Se avenían calladamente con los desvelos y la fatiga. Al rememorar esas pruebas uno advierte cómo se iba curtiendo Manuelita Sáenz para convertirse, poco después, en una intrépida caballeresa a quien jamás ha podido igualar ninguna mujer en toda la historia de América. Cuando los viajeros llegaron a Guayaquil, había ya una goleta que se aprestaba para su navegación hacia el Callao. La joven y sus esclavas contaban con pasajes oportunamente reservados. De manera que pronto estuvieron sufriendo los vaivenes y zangoloteos de un mar inapaciguable. Del puerto pasaron sin demora a la ciudad de Lima. Y casi en seguida -el 27 de julio de 1817- Manuelita era conducida hasta el altar de la iglesia de San Sebastián, con sus galas de novia, por el comerciante que la desposaba: James Thorne. Apadrinó la ceremonia el español Toribio Aceval, secretario del virrey del Perú. Aquella mujer quiteña de veintidós años había dado así uno de los saltos menos esperados en su existencia de largos encierros conventuales. Y allá lejos le tocaba entregar, sin el arrebato de un 15

Juan Manuel Ugarte E. Lima y lo limeño, capítulo 1, p. 11.

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verdadero amor, su virginidad y el goce de sus desnudeces fascinantes y sensuales. Albas, plenas y perfectas.

CAPÍTULO XIIl Vida de agitación en la sociedad de Lima Lima había sin duda progresado. Ya no era lo que dijo de ella Humboldt, en el siglo dieciocho: En Europa nos pintan a Lima como una ciudad de lujo y magnificencia, hermosura del sexo... Nada de todo eso he visto. De noche, la inmundicia de las calles, adornadas de perros y burros muertos, y la desigualdad del piso, impiden recorrerla en coche.15

En el tiempo de radicación de Manuelita había un recinto urbano de alguna extensión que halagaba más bien el sentido de los buenos contemplativos. Las calles se habían delineado con amplitud y derechura, gracias a la regularidad topográfica. El río Rimac tenía ya un puente bastante decoroso, sitio de reunión del mocerío estudiantil o desocupado que se almibaraba de inútil contento al mirar el paso de las jóvenes en la mejor hora del día. Durante los fines de semana había lugares que bullían de gente desenvuelta y locuaz. Sus recorridos, en que se derramaba la lisura, según los valses de ahora de la Chabuca Granda, que testifican su don de persistencia, eran del Puente a la Alameda y de la Alameda al Paseo

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de Aguas. El virrey español Manuel Amat, que quizá añoraba la umbría placiente y el suelo florido de ciertos recodos de las ciudades europeas, los reprodujo de algún modo en ese asiento virreinal. Pero hubo una circunstancia que hizo hablar y hablar a varias generaciones: fue el voluptuoso ahínco que puso en la obra ornamental del Paseo de Aguas. Y el cual lo destinó a personales distracciones andariegas con su enloquecedora amante: la tonadillera limeña Micaela Villegas. El recuerdo de ésta se volvió imperecedero bajo el apodo que se la dio de "La Perricholi". Porque la gente no es errática ni lerda en repartir sobrenombres. En este caso la culpa recayó en el propio virrey, viejo verde, septuagenario cargado de vehemencias eróticas, que ardía de celos cuando el aire le traía comentarios o noticias de las infidelidades de su moza. Era entonces cuando, sin reparar en dónde ni ante quiénes lo hacía, enarbolaba el bastón persiguiéndola y gritándola "perra chola", "perrachola". La prisa en repetir el agravio y la desfiguración de las voces en su pronunciación catalana hizo que el insulto se convirtiera en la palabra "perricholi" para el oído de los curiosos. Y naturalmente también para el oído infalible de la historia. La casa de James Thorne, esposo radiante de Manuela, se levantaba en el mejor barrio de Lima: céntrico y residencial. Como las del conjunto, era una construcción de dos pisos, de fachada lisa de cemento, en la que la gracia y el alarde de su importancia se cifraban en las macizas puertas labradas y en los grandes balcones colgantes, con cuidadosos enrejados de madera. Casi todo el grupo de moradas, incluida ésta, contaban con tiendas que daban a la calle. Sus patios, con zaguanes de acceso de piedra menuda, eran generalmente adoquinados y espaciosos, y en ellos no faltaba el sitio en que los caballos de uso cotidiano quedaban arrendados a la ligera esbeltez de las pilastras. Pero no en todas circunstancias se ocupaba aquel medio de transportarse. El callejeo a pie era lo acostumbrado. Especialmente para las diligencias ordinarias. No faltaban desde luego las presuntuosas calesas de uno o dos percherones, que iban rodando al compás sonoro de los cascos de éstos, y entre los chasquidos y el látigo

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de los cocheros. Las damas de la aristocracia peninsular y criolla iban en este tipo de carruaje a los oficios religiosos de la catedral, o de visita a hogares amigos, o a las corridas de toros en la plaza edificada por el virrey Amat, o a divagar por las alamedas de Los Descalzos y de Acho y el Paseo de Aguas. Lo corriente era -y hay que puntualizarlo al hacer estas referencias- que más constantemente se inclinaran hacia el visiteo social y familiar, en que consumían buena parte de los días. Por eso el barón de Humboldt, observador penetrante, escribía con sorna justificada: "con recibir y pagar las visitas de toda la ciudad se va el tiempo". James Thorne se hallaba bien relacionado. Se trataba con autoridades, con gente de los círculos pudientes, con hombres de negocios. Respetaban su oriundez británica, su dinero, su aire medio enigmático y severo. De modo que tras la instalación de Manuelita en su hogar de casada comenzó la práctica de las visitas. Los nuevos esposos las aceptaban dignamente, y pronto las correspondían A ella, tan comunicativa, tan inteligente, tan socorrida de atractivos personales y de ingenio, le resultaba placiente verse de inmediato constituida en el centro de las tertulias. Además, después de las experiencias de aislamiento conventual y de restricciones familiares sufridas en el Quito nativo, este sesgo de su existencia no dejaba de regocijarla íntimamente. Había limeñas que se le mostraban relativamente afines en su gusto de la ironía, o de la lisura, como éstas decían. Y que asimismo le parecían similares en cierto airoso gesto de autonomía. Criticaban la pacatería de los hábitos, se burlaban de algunos encumbrados chapetones, usaban joyas y vestidos parisienses ceñidos a sus formas corporales, cabalgaban a la jineta, con pantalones largos, como los hombres, y fumaban con tanta asiduidad como éstos. La viajera Flora Tristán aseguraba en los primeros decenios del siglo diecinueve que "no hay lugar en la tierra donde las mujeres sean más libres y ejerzan mayor imperio que en Lima". Acaso este juicio, a las claras exagerado, le servía para acentuar el relieve del carácter femenino en esa ciudad,

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y para contrastarlo con la poquedad y la indecisión que en cambio encontraba en el común de los varones. También Manuelita reparó pronto en la condición fallecedera de los empeños del hombre capitalino, y en sus impulsos de gallear por razones de alcurnia (discutibles), por el escalón social (inmerecido), y por el imperio (lamentablemente cierto e irrefragable) del dinero. Les juzgaba veleidosos y sin la acometividad que da la valentía. Pero propensos, en la medida de tales defectos, a aparecer lomienhiestos y despreciadores frente a cualquier circunstancia. Eso le chocaba soberanamente. Y si no hay su constancia escrita de esos días, lo testimonió después, en más de una ocasión, a través de sus cartas. E igualmente fue conociendo, en las sucesivas oportunidades de sus crecientes contactos de amistad, que eran las mujeres quienes penetraban en los círculos virreinales para conseguir ubicaciones administrativas en favor de sus maridos, hijos y hermanos. Probaban en sus ajetreos que no estaban destituidas de instinto político. Lo tenían en efecto no solo para eso, sino para atisbar, intrigar, urdir escondidos enredos que entorpecieran, debilitaran o estragaran el poder de las autoridades. La inquieta y perspicaz forastera quiteña lo había ido analizando todo, no sin un júbilo en que entraban reacciones íntimas y cálculos. No se crea que ella necesitaba aprender de sus amigas peruanas. Cómo suponerlo, si he explicado el fervor con que se unía espiritualmente a los movimientos revolucionarios de su propia ciudad, y la dirección de sus lecturas en el ámbito doctrinario de su tiempo. Lo que entonces ocurría era que Manuelita se sentía feliz de haberse introducido en un grupo femenino en el que se ensayaban ya, subrepticiamente, los medios de apresurar la liberación del país. Aún más, se atrevía a incitar a sus compañeras. Especialmente en las tertulias notables que se habían formado en Lima, y en las que se iba madurando, a ocultas, con inteligentes artilugios, la gestión emancipadora. Pese a los celos que en muchas ocasiones le atormentaban, el inglesito James Thorne había tenido que habituarse a

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las constantes salidas de su encantadora esposa. Probablemente los otros maridos, enajenados por sus ocupaciones, habrán consentido en lo mismo soportando similares desasosiegos. Y quizás a éstos les asistían verdaderas razones. Porque había más de una casada que no rehusaba los flirteos de oficiales españoles y de hombres de gobierno, o que gustaban de tener batallas ardorosas en la cama de algún alto militar. El surtidero de motivos era el de los sondeos en la voluntad de los conductores realistas, en sus posibilidades bélicas, en sus eventuales estrategias frente a las fuerzas independentistas que se avecinaban por el sur y por el norte. Particularmente ante las primeras, que eran las del argentino José de San Martín. Eso parecía evidente, pero sin desdén del visible sentido erótico de aquellas aventuras de alcoba. Los efectos eran, si bien se mira, de doble carácter: político y voluptuoso. La futura heroína de Quito quizá flirteaba, con la coquetería que le demandaban sus encantos. Y nada más que eso, por el gran respeto que se guardaba a sí misma (lo que se diga en contrario es fabulación grotesca, nunca inspirada en algún antecedente concreto). Desde luego, Thorne contaba poco en ese comportamiento suyo, pues ni en el compromiso marital ni en la convivencia hogareña pudo entrar de veras un sentimiento amoroso de parte de ella. Tempranamente percibió que los dos eran distintos, y que los azares le habían unido a "un esposo insípido que amaba sin placer, conversaba sin gracia, caminaba despacio, saludaba con reverencia". Es decir, Thorne le parecía un ejemplo contundente de la naturaleza flemática con que se describe a los ingleses. Y bien, el nombre de Manuelita consiguió aletear pronto, seductoramente, en un ámbito dilatado e importante de Lima. Se debía eso a lo que era ella físicamente y a su buen gusto en engalanarse; a lo que representaba gracias al valimiento económico y social de su pragmático esposo; a lo que había de eficaz magnetismo en sus talentos; a sus alentadoras esperanzas de una libertad que había comenzado a clarear en el horizonte de estos países. Un coro de mujeres la lisonjeaba sinceramente. Pero había también las que, como

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ocurre siempre, no le perdonaban esos signos de superioridad, y que para alivio de sus egoísmos la hubieran cerrado de buena gana el acceso a dichas tertulias. La joven, de percepciones tan adiestradas a lo largo de su difícil destino, lo advertía en forma nítida. Y ciertamente prefería no dejarse vencer por expresiones de resistencia, ni de antipatía, ni de falaces miramientos. Tampoco por la atmósfera -que le era tan repulsiva- de altanerías, engreimientos y empecinados ultrajes discriminatorios con que la aristocracia criolla de aquellos círculos se conducía frente a la masa compacta de los desposeídos. Mayor era en su conciencia el peso de las obligaciones de lucha contra la monarquía peninsular. Y ellas, igual que en las otras naciones vecinas, se estaban gestando en el sector de las minorías, ya embebidas, a través de los libros, en las ideas revolucionarias del setecientos. La propia heroína de Quito había visto crecer en su estada limeña la pasión con que leía a Voltaire, Rousseau, Montesquieu. No se olvide que bastante más tarde seguía hablando con familiaridad y gozo de tales autores. Ella desde luego caía en la cuenta de que las realidades en el mundo peruano en que vivía no escapaban a la norma insoslayable de lo relativo. Había en efecto, para convencerla de esto, dos hechos que se le habían revelado con caracteres paradójicos El primero concernía a la soltura y la ambición con que se conducían sus compañeras de tertulia, que a veces llegaban hasta el adulterino encuentro carnal, según quedó ya aludido, y cuyas manifestaciones contrastaban con el comportamiento de corte conventual, y de hipocresía y ruin fisgoneo, de infinidad de mujeres de la clase media que han pasado a las memorias de aquel tiempo bajo el nombre de las tapadas. Manuelita las observó desde su llegada a Lima. Y constantemente tropezaba con ellas. Le parecían más tenebrosas que las viejas vergonzantes de Quito. Discurrían por las calles como sombras. Vestían una saya larga, de flecos que casi se mancillaban con el polvo del suelo, y una manta oscura que les cubría casi totalmente el rostro, pues que apenas les dejaba libre uno de sus ojos: ojo de pájaro de cetrería, inquieto, atisbador, penetrante.

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El segundo hecho se relacionaba con la participación femenina de jerarquía encumbrada, casi selectiva por la condición social, del movimiento sedicioso del Perú, y que hacía contraste con los sacudones de rebeldía que lo precedieron, cuyo origen se radicó en cambio en la plebe india de ese país. Dentro de ella se contaron varias mujeres de gran coraje, que corrieron suerte similar a la del destrozado Túpac Amaru. Hubo efectivamente hembras nativas a quienes las autoridades españolas obligaron a agonizar entre rudos tormentos. No hay sino evocar, para probarlo, los casos de la mujer de Condorcanqui y de la cacica de Acos, Tomasa Titu Condemaita. Naturalmente, aquello fue en más de una oportunidad tema de conversación estimuladora entre las compañeras de Manuelita, en la secreta campaña proselitista de Lima. Así llegó a saberlo todo, con el ánimo encendido de fe y de una admiración sin condiciones. Su actuación no fue corta. Tuvo la duración de los cinco años casi completos que residió en la capital peruana. Entre sus amigas de entonces hubo una ecuatoriana. Se llamaba Rosa Campuzano. Había nacido en Guayaquil. Era ligeramente mayor que ella. De temperamento comunicativo, alegre y locuaz. Poderosamente atractiva, por sus formas plenas y sensuales. Se acercó a la quiteña sin reservas. Simpatizaron casi de inmediato. Coincidían en su distinción familiar, en sus muestras juveniles de vitalidad generosa, que se vertía en el servicio a los demás, y sobre todo en el culto febril de la libertad. La posición social en Lima les era también semejante. Aunque Rosa Campuzano había hecho de su vida íntima una demostración de ciertas liviandades. Se hallaba amancebada con un español más maduro que Thorne. Provisto de buenos recursos, igual que éste. Era la suya una casa de interiores lujosos, situada en la calle residencial de San Marcelo. La atractiva conviviente le había convencido, con una habilidad muy femenina, de irla convirtiendo en asiento de una de las principales tertulias de Lima. Y posteriormente, poco a poco, de modo ineludible, en centro de reunión de los proselitistas de la independencia.

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Pero llegó el día en que, impelida por los encubiertos ajetreos políticos, y por el mal disimulado gusto de las entregas amorosas, se resolvió a expresarle su adiós. En efecto, tras explicaciones que se las había venido repitiendo en las últimas semanas, y no sin tomarle graciosamente el perigallo delator de la edad, entre la finura de sus dedos, le dio el más frenético de sus besos y le dijo: espérame, que volveré pronto. Un "pronto" que se fue haciendo "nunca". Porque ella se puso a trotar por esos mundos con el general Domingo Tristán, quien se convirtió, a su justo momento, en miliciano del libertador José de San Martín. No era el único hechizado por su voluptuosidad, desde luego. Había otro general que la acosaba también con ansias insofocables de tenerla en sus brazos: José La Mar. A él no le prestó interés. Ni entonces ni cuando cumplió un agitado destino de cambio de ideas y banderas. Hubo por fin otro general en el horizonte de Rosa Campuzano. Un general -este sí- en cuyos aceros se remiraban, complacidos, el valor y las hazañas. Era nada menos que el propio general San Martín. ¿Dónde se habrán saludado por primera vez? Se ha supuesto que fue en Chile, en el mismo tiempo tempestuoso de las contiendas sanmartinianas. Y se ha insinuado, además, que antes de la entrada del héroe en Lima ya los dos habían mantenido una útil correspondencia epistolar. Puede que ello sea verdadero, ya que él mismo ha confesado que su victoria estuvo socorrida por los informes y los vínculos con que le favorecieron las mujeres del Perú. Por cierto los hechos concretos de la pareja no se quedaron confinados ni en el saludo de presentación ni en el carteo posterior. Pues que el cauteloso hombre de abnegaciones y campañas, tan inclinado a la reserva individual, a la austeridad, a la circunspección, a la compostura casi hierática, se vio de pronto invadido por la acometividad de aquella bestezuela ardorosa, y, claro, supo responderla con sus naturales apetitos de varón. Estas apasionadas lides del sexo, en alcobas muy secretas, no escaparon sin embargo al conocimiento de la gente. Que no se da tregua en espiar cualquier aventura íntima de los grandes. Y por eso, cuando el héroe

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argentino, triunfador temporal de los españoles, fue solemnemente reconocido como Protector del Perú, no vaciló el pueblo en estamparle a la joven Rosa Campuzano el apodo expresivo de la Protectora. Con el cual se ha fijado en el anecdotario histórico de aquel país. A su regreso a Lima, y largo tiempo antes de que las armas del general entraran en ésta, Rosa seguía cultivando la amistad de Manuelita, e involucrándola más y más en la colaboración emancipadora. Era una alianza no solo de las dos, sino del creciente grupo femenino al que he venido aludiendo, y cuya acción fue de indisputable eficacia. Temprano lo advirtió el propio José de San Martín. Avanzaba él desde su tierra. A la que había libertado, alzándose sobre la sangre agoniosa de los combates, y aun sobre las zarzas del odio y los anatemas de sus propios compatriotas, aturdidos en una lucha de federales y unitarios. Había acampado en la norteña ciudad cordillerana de Mendoza, rendido de fatiga y de las molestias de la enfermedad intestinal de que no consiguió curarse nunca. Desde 1812, en que había iniciado sus empeños de independizar a las naciones del sur, armaba planes y estrategias bien meditados, en que no dejaban de contar las diligencias secretas de la logia Lautaro, a cuyos cuadros pertenecía. Tampoco le faltaba, ya en el campo mismo de la acción, la sabiduría militar que había adquirido en España, nación a la que entonces se estaba enfrentando. Pero en esta vez, en la bucólica villa mendocina, se le ocurrió quedarse largo, porque halló en su atmósfera natural y humana motivos de halago, y de alivio para su salud y sus lastimaduras espirituales. Se hizo nombrar gobernador de Mendoza, como centro de la provincia de Cuyo. Estaba dispuesto a servirla con denuedo y amor. Promovió su desarrollo. La cubrió de alamedas que embalsamaron el aire y comunicaron un encanto virgiliano a la ciudad. Durante decenios se conservaron los árboles plantados por su mano. Y gracias precisamente a San Martín, allí en Mendoza, a lo largo de un buen número de calles, los viajeros pueden hasta ahora advertir, sorprendidos, cómo conciertan sus voces el arpa del follaje que mecen los vientos, la pajarería alegre y el rumor melancólico de las acequias.

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Naturalmente, según es fácil imaginarlo, la guerra que él comenzó en su tierra tenía que seguir tronando hasta volver inútiles las cadenas, y abominables la tiranía y el oprobio. De manera que las labores de la paz no se prolongaron demasiado. Los mendocinos aceptaron la propuesta de su héroe de incorporarse, también ellos, en ese ejército de la libertad, que desde entonces se llamó de los Andes. Quedaron sin hacerlo unos pocos artesanos, labriegos y pastores. La bandera blanca y celeste que los conduciría fue bordada por las manos de las mujeres de la ciudad y de la propia esposa de San Martín. La bendijo el mismo fraile que había bautizado a la tierna hija de éste. Se la enarboló en el campamento de Plumerillo, vecino a Mendoza, entre los aires límpidos de la cordillera. Y con ella fue avanzando hasta Lima, entre victorias y derrotas. Hoy se la puede contemplar en un museo mendocino, manchada todavía por las salpicaduras de sangre heroica de los soldados. Esfuerzos inimaginables, desplegados en combates certeramente concebidos, le convirtieron en el libertador de Chile, en unión del general O'Higgins. Las campañas de Chacabuco y Maipú, en ese país, se debieron a su temple de guerrero y a sus conocimientos en la conducción militar. Hacia 1819 logró entrar en el puerto de Pisco, ya en el Perú, y desde allí se desplazó hacia el norte, para sitiar a Lima por tierra y mar. El asedio a la ciudad virreinal fue largo. Solo terminó cuando las fuerzas realistas la abandonaron, y en maniobra estratégica se repartieron por los pueblos cordilleranos. Comprendían que les llegaría la hora de renovar, ya suficientemente vigorizados, sus combates para la recuperación del dominio perdido. Con lo cual, en efecto, consiguieron ocasionar una tardanza de años en la empresa emancipadora del Perú. Hasta el punto de que no alcanzó a culminar bajo la acción de las armas de San Martín. Pero, si bien se ve, él mismo contribuyó paradójicamente a eso. Recuérdese que cayó en la tentación de pensar en el establecimiento de una nueva monarquía, quién sabe si en su propio favor; que se dejó ganar de una indisimulada vanidad, pese a los rasgos tan dignos y severos de su carácter; que repartió

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abundante dinero entre sus tropas, recrudeciendo con ello la creciente pobreza y el descontento de las mayorías, y que, por fin, hizo resentir, hasta la consecuencia del distanciamiento y el abandono de su colaboración, a oficiales como el almirante británico Cochrane. De todos modos tomó con sus milicias la ciudad de Lima y proclamó la independencia de ella en julio de 1821. El 28 de ese mes fue el desfile triunfal por en medio de arcos de flores y de ramas, levantados a lo largo de sus calles. Hubo multitudes entusiastas. Balcones engalanados, desde los cuales, en muchas manos femeninas, ondeaban pañuelos homenajeando al héroe y a sus cuerpos de húsares y alabarderos. Aquel, altivo sobre el caballo, no deponía su gesto solemne, de hombre concentrado en sí mismo. Manuelita (ajena a las reticencias de Thorne) y un grupo de sus amigos también les saludaban con júbilo, desde los barandales de las ventanas de su casa. La joven, en verdad, estaba llena de gozo y sentía admiración sincera por el gran general argentino, a quien ya le había presentado en esos días Rosa Campuzano. Pero había un nose qué en la personalidad de él que no le despertaba fervor, atracción viva y espontánea. Era algo notorio que ponía sequedad en casi todas sus actitudes, y que por lo mismo contradecía el convencimiento de ella de que el hombre superior en el fragoso ámbito revolucionario debía producir efectos intensos y profundos. Se daba cuenta de que siempre que miraba de perfil a San Martín creía hallar en su imagen la figura fría de una espada. Seguramente obraba ya en Manuelita, desde las lejanías, desde el horizonte remoto y convulso del norte, el prestigio de semidiós del caraqueño Simón Bolívar. Porque no ignoraba que al conjuro del nombre de éste, repetido mil veces en un rincón y en otro, se había visto palpitar con fuerza milagrosa el corazón de los pueblos de esa parte de América. Tampoco desconocía que su bandera tricolor, pregonera de la libertad, había ido avanzando tenazmente hacia el sur, entre estertores y esperanzas. En los círculos limeños le habían comentado con insistencia que eran impresionantes las oleadas humanas que se formaban al paso de Bolívar, por campos y ciudades.

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La gente se apelotonaba para mirarlo siquiera un instante. O para escucharlo con ojos humedecidos. O, aun más, en muchos casos, para unirse a sus campañas. La quiteña lo había oído todo, y ardía en deseos de conocerle y acercársele. Y es bueno que se recuerde que entre los que le habían hablado de las hazañas de Bolívar y de su magnetismo personal se contaba el propio cohermano de ella José María Sáenz, entonces teniente del batallón realista "Numancia". Este batallón famoso había combatido pugnazmente a las tropas del Libertador, en Venezuela y Colombia, y había llegado a Lima para enfrentarse también a los patriotas. Pero ahí ocurrió, inesperadamente, no por intereses bastardos ni por cobardía, sino por una recuperación de conciencia nacionalista y de cabal y neta comprensión de las obligaciones de la hora el cambio radical de sus acciones. El ejército era de nativos, casi completamente. Y por eso todos, de comandante a soldado, en forma colectiva y gracias a tinosos razonamientos persuasivos, de oficiales como Sáenz, decidieron pasarse en la capital peruana a las fuerzas sanmartinianas. Hay aquí algo digno de ser advertido: más allá de la fraternidad de la sangre de José María y Manuela, y de sus recíprocos afectos -que entre los dos sí los había- vino a realizarse de pronto, ahí en Lima, la comunión de credo y sentimientos independentistas de ambos. Poco después comprobarían los dos jóvenes que el destino los reclamaba para que se perennizaran en firmes demostraciones de amor a la libertad y de patéticos desafíos a la muerte. Entre tanto, ahí en la ciudad en la que les tocó encontrarse, vivió cada uno experiencias coincidentes y muy útiles, que resultaron premonitorias de los acontecimientos que les aguardaban en Quito, hacia mediados de 1822. Una de ellas fue el ser enaltecidos los dos, mediante condecoraciones entregadas personalmente por San Martín, en ceremonias de fechas distintas, por la participación que tuvieron en las acciones emancipadoras del Perú. La medalla que recibió Manuelita la consagraba con el titulo de Caballeresa de la Orden del Sol, que se dio a ciento treinta y cuatro mujeres como homenaje "al

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patriotismo de los más sensibles". Otra de las experiencias que ella recogió entonces, y que aún no se ha evocado en estas páginas fue la de su trato directo con las rabonas. Tal nombre se había dado a las heroínas del pueblo que trotaban con sus soldados amantes hasta los frentes de batalla. No lo hacían únicamente para prestarles el calor de su compañía, y para prepararles su comida, sino para asistirles en los combates, curándoles las heridas, sosteniéndoles contra su pecho en los instantes exiguos de la agonía, y hasta tomando sus fusiles para seguir en la pelea. Si bien aparecía también, alguna vez, este tipo de luchadoras en el grupo sedicioso de las clases altas, lo común era que el apelativo de rabonas se aplicara a las mujeres del pueblo. Esto es, a las hembras corajudas de los soldados rasos. La adorable y vehemente Manuelita se aproximaba a ellas con fruición, igual que a seres legendarios que parecían señalarle el camino. Un camino en el que por fortuna no equivocó los signos de su predestinación valerosa.

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CAPÍTULO XIV Simón Bolívar busca su propio rumbo Había nacido en Caracas, en 1783. Temprano soportó la mutilación sentimental de una doble orfandad. Tenía tres años cuando murió su padre, que llegó a coronel. Era éste un hombre cabal, en cuya reciedumbre se conjugaban el valor, la autonomía de las ideas y una honrada laboriosidad. Se puede admitir que en sus esfuerzos y reacciones se hallaba como transpirando la naturaleza inconfundible de su progenie vasca. Defendió, en cuanto fue requerido, la integridad de su país frente a la incursión de una escuadra inglesa. Lo hizo en nombre de la soberanía de España. Pero con igual resolución supo rebelarse contra las autoridades monárquicas que lo mal gobernaban. El trabajo inteligente y tenaz le dio riqueza: varias casas; una muy hermosa, ahora memorable, en la ciudad de Caracas. Y haciendas feraces. Eso le permitía ser exportador de cacao, y mantener en una de ellas -la de San Mateo- un gran ingenio de azúcar. En lo que toca a la orfandad materna, asimismo la sufrió Bolívar en su niñez. Estaba en nueve años de edad cuando vio extinguirse a su madre, tuberculosa. Era una mujer dulce y atractiva, de ascendencia también hispánica. Lamentablemente sus condiciones de salud le impidieron entregarse a la crianza de ese hijo. Dos esclavas negras la sustituyeron amorosamente en su cuidado: Hipólita y Matea.

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Particularmente la primera, a quien él -a lo largo de su heroico destino de gloria y duelo, de fulguraciones y ensombrecimientos desdichados, le profesó un invariable apego filial. Recuérdese que en la plenitud de su consagración, convertido ya en el libertador y conductor de nuestros pueblos, llegó a confesar aquel sentimiento en una carta que escribió en Lima, en 1825, para su hermana María Antonia: "compórtate con Hipólita -le dijo- como si fuera nuestra propia madre, porque su leche alimentó mi vida”. Y la pobre negra -que lo quería y andaba indagando ansiosamente por su suerte huracanada-, mojaba en lágrimas el pañuelo cuando oía la lectura de esas líneas del hijo de sus pechos. Destituido de la mano modeladora de sus padres, y acaso como indeliberada respuesta a su ambiente familiar de desolación, el temperamento del muchacho se manifestó indócil, caprichoso e irascible. Uno de los preceptores que se le buscaron creía, al querer someterlo, que estaba manejando un "barrilete de pólvora". Con todo, Carlos Palacios, su tío materno, acertó en descubrirle la inteligencia superior que poseía, y confió afortunadamente su educación a tres personalidades destacadas en dicho ejercicio: un fraile apellidado Andújar, Andrés Bello y Simón Rodríguez. Lo que hasta sus mocedades recibió de ellos fue invalorable. Sobre todo las enseñanzas del último, con el cual se encontró en más de una etapa clave de su destino, tan único e intenso. La suma de lo que Bolívar les debió fue permitiendo, a través de una dedicación continuada, que en él llegara a producirse una alianza asombrosa de sabiduría, pensamiento y acción. Hubo posteriormente otros pasos significativos. Entre estos, al comienzo mismo de su juventud, el ingreso en el Regimiento de Blancos de Aragua. Establecido en el valle en que se encontraba precisamente la propiedad rustica que la hubo de su padre, y a la cual más quería: San Mateo. En el par de años de aquella instrucción, con que se graduó de subteniente, no solo consiguió dominar magistralmente el uso de las armas de fuego y la esgrima, sino que se convirtió también en un consumado jinete. Nunca hubo nadie igual a

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él sobre el caballo. Ni lo habrá jamás, acaso, en el mundo entero (ya se irá viendo por que lo afirmo). Eso, desde luego, fue cosa de sus prácticas personales, tenaces, gratas, apasionadas, en la cercana hacienda paterna. Pero solamente se extendieron durante un bienio los estudios realizados oficialmente en la milicia. Porque al volver a Caracas se despojó del uniforme y depuso cualquier eventual, e indeseado, compromiso con las fuerzas del grupo extranjero. Aún más, pronto le sonó la hora de su desarraigo. De sus aventuras por lugares distantes, que le activaron la vocación de grandeza, y a la vez le fueron marcando a lo largo de su existencia una condición de giróvago pertinaz, de Ulises hazañoso que no se fatigaba en su agitada y azarosa carrera de agonías y de ausencias. Se embarcó pues para Europa. Allá estaba aguardándolo ya Esteban Palacios, otro hermano de su madre. Arribó a Madrid con abundante dinero. Iba a gozar hasta con exceso de placeres y deslumbramientos. En lo más desconocido de la naturaleza individual hay quizá una indefinible facultad para ordenar a tiempo, en su precisa oportunidad, el carácter y el ritmo de los hechos que se han de vivir. De modo que su dilación o su búsqueda posterior no pasarían de ser un empeño totalmente inútil. El caso de Bolívar vino a ser elocuente en este sentido. Porque aquella facultad secreta, ignorada e indescifrable, pareció que le obligaba a desagotar en menos de una década los gozos vehementes de la juventud. Como si estuviera presagiando, con instinto certero, el contrarresto repentino, violento, prematuro, de una etapa de durezas, sacrificios y renunciamientos. Pero decir que Europa le fue solamente un mundo de tentaciones para satisfacer voluptuosidades y engreimientos, al amparo de su dinero y de su personalidad magnética, sería no reconocer el genio plural que cabía en la índole de Bolívar. Él estaba hecho para ser un hombre superior en los denuedos del heroísmo, de un heroísmo en que a diario encaraba los amagos de la muerte; para serlo también en los combates solitarios, silenciosos, con los rigores de las ideas y las esquiveces de la palabra escrita; para serlo, además, en el dominio de

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las ciencias con las que organizar democráticamente a las naciones que en América fue libertando, y en el dominio parejo de filósofos y autores clásicos y modernos; para serlo, en fin, en el despliegue de una voluntad a la cual no consiguieron quebrantar ni el esfuerzo desmedido ni las calamidades. Tan cabal y múltiple era pues su grandeza, que el notable ensayista español Miguel de Unamuno llegó a sentar en nuestro siglo una verdad indubitable, que se está allí para siempre: la de que sin el nombre de Simón Bolívar la historia de la humanidad se quedaría incompleta. Por lo mismo resultaron de efectos invaluables los viajes europeos de este semidiós hispanoamericano. Y, naturalmente, toda laya de experiencias se conjugaron en ellos. Leyó con asiduidad. Amó febrilmente, en aventuras secretas. Divagó por lugares memorables. Conoció a figuras que fueron determinantes en su destino. Concibió resueltamente las normas de su futuro. Hizo suyo el francés y aprendió bastante bien el italiano. Desde cuando arribó a Madrid no se dio tregua en varias de las tentativas que fue cumpliendo. Ante todo, hay que recordar que se alojó, como estaba previsto, en una casa de la vieja calle de Atocha en la que residía su tío Esteban. Éste había sido acogido allí por otro caraqueño: Manuel Mallo. El desenfado con el que este amigo se conducía, y las relaciones que había cultivado, que eran significativas y pudientes, le habían sido útiles para conseguir personalmente su acceso al Palacio. Fue Mallo presentado a la reina María Luisa. La cual le permitió frecuentarla. Hasta que de pronto parece que se vio envuelto en la atmósfera erótica de que ella gustaba. Y así, según una suposición bastante común entre los evocadores de aquel pasado, logró también palpar las desnudeces de la otoñal y célebre ninfómana. Claro, en el lecho ya varias veces ultrajado de su mansión veraniega de Aranjuez. Se ha aludido a que saltó la chispa -una más- del escándalo, y a que, desde luego, no fue el monarca cornudo, que en su mansedumbre acaso no se enteraba de nada, el que protestó por el atrevimiento de alcoba del venezolano. Pues que realmente lo fue el poseedor alterno de la insaciable mujer:

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su calculador y pertinaz amante Manuel Godoy. Nadie sino él, en efecto, desató sus irritadas reacciones contra Mallo. Ordenó su persecución inmediata. Y una parte de las consecuencias le tocó saborear a Bolívar. Que perdió la hospitalidad de que venía disfrutando. Tuvo que mudarse entonces a otra casa amiga, también del viejo Madrid. La del Marqués de Ustáritz, emparentado con una familia Toro, de posición relevante en Caracas. Bajo esas circunstancias se le produjeron hechos sorpresivos, que dieron otro semblante a su suerte. Conoció a María Teresa Rodríguez del Toro. La halló única en sus atractivos. Aunque éstos, a la verdad, estaban confinados más bien en la suavidad del carácter y la finura de los hábitos. La quiso vehementemente para sí. Pidió al padre autorización para tomarla en matrimonio. Él se opuso por la extremada juventud del pretendiente. Había que esperar. Se fue, no le quedaba más remedio, a radicar en otro lugar: en el norte de España. Paseó luego largamente por varias ciudades francesas. En Amiens, en febrero de 1802, vio por primera vez a Napoleón Bonaparte, no sin un arrebato íntimo. Creía estar sintiendo, frente a los destellos de aquella figura genial, las señales premonitoras de su amor de la gloria y de su vocación de grandeza, que forcejeaban por despertarse ya en la propia naturaleza de él. Volvió a Madrid un trimestre después de esa revelación. Ensayó nuevas insistencias para la celebración de su boda. Y al fin el 26 de mayo de ese mismo año, antes de cumplir sus diecinueve de edad, se casó con María Teresa. Alquilaron una diligencia y de inmediato hicieron rumbo hacia La Coruña. En donde debieron esperar muy poco para embarcarse con destino al puerto venezolano de La Guaira. Allí les esperaban para saludarles con emoción humilde, pero entre golpes del corazón y lágrimas conmovedoras, las dos esclavas de Bolívar. Oportunamente se les había advertido para acompañar a la pareja hasta la hacienda tropical de San Mateo. Con algunos peones. Las bestias de transporte se hallaban listas. Y nuestro formidable jinete tornaba así a galopar gozosamente por esos campos.

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Pero, por cierto, nunca imaginó que la felicidad conyugal que estaba ya paladeando, y que la ambicionaba duradera, tendría la exacta medida fatal de un semestre. De julio de 1802 a enero de 1803. Porque una fiebre maligna, propia de aquellos lugares, le dejó sin su María Teresa. Y sin el deseo, por siempre, de casarse nuevamente. Ese acaecimiento aflictivo, que de veras lo perturbó, le llevó a escribir unas frases de idealización amorosa de vivo aliento poético. Vibran ellas en el estilo enternecedor que usó en María el romántico colombiano Jorge Isaacs, más de medio siglo después. Estaba Bolívar profundamente herido. Por eso, ni los lazos familiares, ni la rustiquez de las tierras cuyo embrujo sintió desde la infancia, ni el ambiente de su Caracas natal lograron disminuirle el pesar y el desobligo. Se decidió a abandonarlo todo, otra vez. El dinero volvía a ser el sostén de este nuevo desprendimiento para un extenso reencuentro con Europa. Había completado solamente un año de permanencia venezolana. Al poner sus pies en España se le removió en lo íntimo la imagen perdida de María Teresa. Pero no había regresado a Madrid para reanimar su duelo, sino, antes bien, para tratar de sofocarlo. Comprendía cuanto de olvido necesitaba obtener de una existencia de distracciones; de trajines desenvueltos, airosos, presididas por la azarosa resolución del instante; de amores encontradizos, bajo la simple seducción de la sensualidad, y, además, de la frecuentación a círculos a los cuales podía acceder, ya por sus antiguos contactos con la sociedad, ya por su distinción natural y el eficaz magnetismo de su personalidad toda. Estuvo pues en la capital española y luego en Londres, en París, en Roma, entre decenas de ciudades europeas. Como en el viaje del bienio anterior, no únicamente cedió a ese linaje de tentaciones, propias de un mundo tan distinto al de su país. Pues que siguió acumulando cultura y sacando de la política del siglo naciente la orientación que le demandaría la obra americana que no tardaría en emprender. 16

Archivo del Libertador. Colección O'Leary, volumen XLVII, folio 53.

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El maestro Simón Rodríguez que hacía entonces resonar por allí el eco solitario de sus siete suelas de porfiado peregrino, y con quien se encontró el fiel discípulo, le fortaleció el gusto por las creaciones de Juan Jacobo Rousseau. De ese modo Emilio y La nueva Eloisa se le convirtieron en lectura de cabecera durante mucho tiempo, según lo ha asegurado el escritor Gabriel García Márquez. No obstante, fue el El Contrato social su libro predilecto de entre los de Rousseau. Nada más adecuado a su temperamento y a la creciente conciencia de su destino. Con el maestro Rodríguez comentaban tales páginas en sus deambulaciones europeas y terminaron por apreciarlas como una biblia de repasos cotidianos. No se olvide, desde luego, que por coincidencia de las circunstancias históricas, aquellas asumieron la misma significación para otros conductores -intelectuales y militaresde la emancipación hispanoamericana. Efectivamente, la obra parecía estar, por decirlo así, en la casaca de campaña de Miranda, de San Martín, de O'Higgins, de Hidalgo y de Morelos, y hasta del caudillo gaucho José Artigas. Pero el futuro libertador venezolano seguía acumulando, además, nuevos conocimientos filosóficos y literarios. Si alguna duda se quisiera concebir sobre esto, las palabras que el propio Bolívar escribió al general Francisco Santander vendrían a desvanecerla mejor que cualquier ajena explicación. Hallándose, remuérdeselo bien, en Arequipa el 8 de junio de 1825 -esto es en el apogeo de su gloria-, le puso una carta en que se defendió de un audaz intento de negar sus atributos de cultura. Y le dijo, con toda verdad: Ciertamente que no aprendí ni la filosofía de Aristóteles, ni los códigos del crimen y del error; pero puede ser que Mr. de Mollieu no haya estudiado tanto como yo a Locke, Condillac, Bufón, D'Alambert, Helvetius, Montesquieu, Mably, Filangieri, Lalande, Rousseau, Voltaire, Rollin, Berthot y todos los clásicos de la antigüedad, así filósofos, historiadores, oradores y poetas; y todos los clásicos modernos de España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses. Todo esto lo digo muy confidencialmente a Ud. para que no crea que su pobre presidente ha recibido tan mala educación como dice Mr. de Mollieu. 16

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Vale la pena reparar en esta sólida formación humanística de Bolívar -de que dio pruebas en su vida- para que, invocando a la vez sus hazañas de héroe y sus esfuerzos colosales de organizador de naciones, se estime el grado inigualable de su grandeza. Lo singular fue, de otro lado, que le alcanzaba también su tiempo para reunirse con un grupo de jóvenes conspiradores de la libertad hispanoamericana, en que se contó Carlos Montúfar, conterráneo de Manuelita Sáenz, para impresionar con su donaire y elegancia en teatros y salones; para ir dilapidando su fortuna en grandes hoteles y diversiones. En tres meses llegó a gastar más de ciento cincuenta mil francos en una sola ciudad. Hacia 1804 entró en la intimidad de una mujer fascinadora: Fanny Trobiand y Aristeguieta, o Madame Dervieu du Villars. Vivía en París. Era siete años mayor que él. Estaba casada con un hombre ya "otoñabundo" (uso el encantador término de Pablo Neruda), el cual servía a Napoleón Bonaparte y se hallaba lejos del hogar. Esta circunstancia le ayudó a sentirse pronto arrebatada por las facultades que se concentraban en la personalidad del joven caraqueño, convertido temporalmente en su huésped. Los coloquios frecuentes, que contribuían a mantenerlos más unidos, le revelaron sin, duda el ánimo que maduraba en él de conducir, algún día, una revolución libertadora en las posesiones de España. Y, claro, con una luminosa intuición femenina, creyó descubrirle, a mucha distancia de los hechos, un alma heroica que llegaría a ser superior a la de Napoleón Bonaparte. Quizá hasta se lo dijo. Para esa suerte de confesiones se comprendían bien. Igualmente, la mutua atracción debió de haberles llevado a amarse, y a profanar el lecho del marido ausente. Corridos los años, aquella mujer se complacía inmensamente, desde Francia, con la estela informativa de las hazañas de su héroe presentido. Sus cartas se constituyeron en testimonio de ello.

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General Daniel Florencio O'Leary, Memorias, Narración, volumen 1, capitulo 1, p. 61.

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Confidencias y profecía tuvieron allí mismo en Paris los primeros indicios de que apuntaban a algo verdadero. Ante todo, la presencia del maestro Simón Rodríguez fue decisiva. Con éste, se remansó de súbito la existencia impetuosa de Bolívar, cuyos efectos habían conseguido estragar su salud. Cesó el despilfarro. La norma fue la de una austeridad suprema. El objetivo primordial, adentrarse en el tuétano de los problemas de la época, que de hecho envolvían también a la pobre América, y asumir con total resolución las responsabilidades propias. Estaban en los lugares en que debían estar. Siempre observando, analizando, juzgando, fortaleciendo el aliento para el mundo individual de sus acciones. Que en el caso de Bolívar parecía que ya pregonaban un desencadenamiento dramático. Juntos, los dos personajes, presenciaron en la catedral de París, el 2 de diciembre de 1804, la coronación imperial de Bonaparte. Si bien a Bolívar le enajenó la exaltación delirante de la muchedumbre, el significado mismo de la ceremonia le sublevó de indignación, y sobre todo ¡gran ventura para la suerte de nuestros, desdichados pueblos! alcanzó a prenderle el convencimiento de la inaplazable redención que su propio país reclamaba. La reacción suya quedó expresada en estas palabras, condenatorias de la vanidad napoleónica e indicadoras de aquello: Su verdadera gloria se me apareció como la fulminación del infierno, como las llamas del volcán que cubre el mundo aprisionado. Confieso que todo ello me hizo pensar en mi desgraciado país y en la gloria que adquiriría quien consiguiera libertarlo.17

Ahí, al final, están claros la incitación que le comunicó ese acto y un probable deseo de tomar para sí dicha tentativa gloriosa. Es justo el especular de este modo, porque la voluntad plena para ejercitar en el futuro un heroísmo independentista la manifestó Bolívar poco después, en la capital romana. Lo hizo teniendo a su lado, silencioso, al maestro Rodríguez. Juntos habían atravesado, igual que en el resto de la peregrinación, regiones y ciudades de Italia, hasta detenerse en Roma.

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Ya allí, entraron en la parte céntrica por la Vía Flaminia. Miraron, caminando despaciosamente, la Piazza del Pópolo y su puerta homónima, tan evocadas por historiadores y viajeros. Avanzaron hasta la Plaza de España, en demanda de albergue. Como muchos, como no sé cuántos millares, también yo me he alojado en una de las numerosas posaderías, de edad indescifrable, de aquel lugar. Y he tenido la impresión de que hay allí una atmósfera de siglos que con pasmosa testarudez se resiste a cambiar. Es por ello que todavía se cree adivinar, hasta a lo largo de la moderna Vía Condotti, en la cual sigue funcionando el Café Greco, la sombra divagante de forasteros célebres, como Goethe, Stendhal y Wagner. Y desde luego, particularmente para el caso de fijar la memoria cariñosa en mi asunto, las imágenes de los dos Simones, que se establecieron durante algunas semanas en rededor de la Plaza de España. Desde allí precisamente, el 15 de agosto de 1805, se les ocurrió marchar hacia el Monte Sacro, que no es -hay que aclararlo -una de las siete colinas de Roma, porque no está dentro del contorno de las Murallas de Aureliano. Ni nada tampoco tiene que ver con el Aventino, cuyo nombre se invoca, confundiéndolo frecuentemente con aquel, como el del escenario que escogió Simón Bolívar. Su ubicación, un tanto distante, se halla alumbrada de historia por varias circunstancias. En ese collado, de escasos treinta y siete metros de altura, se concentró la plebe de la ciudad, quinientos años antes de Jesucristo, para vocear el reclamo de sus derechos. Desde entonces quizá tomó su denominación. Además, en la tierra que se desplegaba en torno, abrazada al pequeño monte, poseían sus viñas dos escritores inolvidables Ovidio y Séneca. Y, por fin, en las mismas vecindades se encontraba la propiedad de un liberto de Nerón a donde este llegó, agitado, para pagar sus crímenes con el suicidio, mientras bramaba la multitud enfurecida en las plazas de Roma.

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Joaquín Díaz González, El Juramento de Simón Bolívar sobre el Monte Sacro, capitulo III, p. 60.

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No podía haber sido más acertada la elección de lugar de los dos peregrinos venezolanos. Pronto estuvieron en él. Lo recorrieron sin prisa. Treparon su breve ladera. Buscaron un sitio entre los pedazos de mármol de algún monumento tumbado por la acción de los siglos. Y en seguida iniciaron el episodio solemnete que traían en mientes. Bolívar, sin desprender los ojos de su maestro Rodríguez, le hizo escuchar -ambos con el alma conmovida- un juramento de libertad. Acaso presentía lo que ha comprobado después la historia: que en su cumplimiento se le iría la vida. Difícil será, ahora, que haya alguien en los sectores cultos de América que no lo sepa. Tanto que se debe asegurar que se han contado por cientos de millones los seres que han apreciado el comportamiento de grandeza con que el héroe mantuvo su fidelidad a lo prometido. Las palabras que en aquel caluroso 15 de agosto resonaron en las soledades del Monte Sacro fueron estas: Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por la Patria, que no daré descanso a mi brazo, reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español. 18

La constancia textual de Simón Rodríguez, del juramento de Bolívar, está contenida en tales términos. ¿Los escribió o meditó éste en forma previa? ¿Los reprodujo su maestro con mucho escrúpulo, aunque ajustándolos a su redacción personal? El tono de ellos no deja la impresión de la espontaneidad, pese al dominio de alocuciones y arengas militares de que el Libertador dio pruebas en su fulgurante carrera. Lo que importa es reconocer que los concibió con una inspiración trascendente, que los pronunció en las circunstancias antes descritas, y que el acto mismo se le quedó para siempre en la memoria. Efectivamente, encontrándose en Pativilca, en sus campañas emancipadoras del Perú, escribió una carta a "su maestro" con estas palabras: ¿Se acuerda Ud. cuando fuimos al Monte Sacro, en Roma, a jurar sobre aquella tierra santa la libertad de la patria? Ciertamente, no habrá Ud. olvidado aquel día de eterna gloria para nosotros.

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Pero hubo una coincidencia que es bueno observar. En ese mismo año de 1805 otro venezolano excepcional dejaba Europa y volvía a su país con igual decisión. Quería acabar con los sojuzgadores hispánicos y establecer un gobierno autóctono. Se llamaba Francisco de Miranda. Alto. Bien proporcionado. Airoso. Erguido. Blanco y de cabello oscuro y ondulado, con una breve trenza en la parte posterior. Una argolla de oro en una de sus orejas. Figura de real amante de princesas. Culto. Rousseauniano. De valentía probada en los combates por la independencia de los Estados Unidos. Y más aún en las campañas revolucionarias de Francia. Napoleón, que lo admiró, dijo de él: "Es un Quijote, pero no está loco". Su nombre se halla escrito en ese monumento casi legendario, casi sagrado, que es el Arco de Triunfo de París. Cuando volvió a su continente nativo tocó en un puerto norteamericano. Compró allí una goleta: la "Leander". Puso la proa de ella hacia Venezuela, y ya en su mar, cerca de la costa, tomó con mano firme la bandera simbólica de la nueva patria que él mismo había inventado. Sus tres vivos colores, amarillo, azul y rojo, son ahora los de su nación y del Ecuador y Colombia. Luego, bajo el cielo infinito, entre vientos suaves y cariciosos, la fue enarbolando en el mástil. Parecía que era un corazón que palpitaba en el aire, alegre y animoso. Pocos meses después, armó sus milicias y se atrevió a ocupar la ciudad venezolana de Coro. En seguida, ante gente que se repartía entre el entusiasmo y el estupor, se empeñó en organizar el primer gobierno independiente. Sin duda estaba arrebatado de optimismo, porque la lucha apenas había comenzado. Corría 1806. Quince años más tarde continuaba ensangrentándose el país en los afanes de quebrantar la servidumbre con que España lo mantenía enyugado.

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CAPÍTULO XV Y el rumbo fue de grandeza sin igual La gloria de Bolívar no había despuntado todavía. Éste conoció a Francisco de Miranda en junio de 1810. Trece meses después se lanzó a su primera prueba de guerrero, combatiendo en Valencia bajo las órdenes de aquél. Y casi en seguida asumió la experiencia tremenda de comandar a doscientos soldados en la guarnición patriótica de Puerto Cabello. El joven héroe estaba en sus veintiocho años de edad. Pequeño, delgado, vehemente, ansioso de victorias y temerario, quería arriesgar su propia vida para asegurar el alejamiento del enemigo. Pero las cosas lamentablemente tuvieron un desenlace distinto. Muy desventurado. Al extremo de que, por única vez en su carrera, tuvo que confesar con amarga humillación una personal incompetencia para la guerra. El dolor de la frustración le hizo castigarse a sí mismo con semejante juicio, tan duro y equivocado. Los españoles fueron en verdad los que iniciaron la acción bélica contra la ciudad, desde la fortaleza de San Felipe, que se mostraba con toda su reciedumbre en lo alto de una roca. Bolívar se vio precisado a responder de inmediato, con disparos de fusiles y de tres pobres piezas

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Thomas Rourke, Bolívar, el hombre de la gloria, capitulo VIII, pp. 87-88.

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de artillería. Pretendió escalar al sitio desde el que procedía el fuego. Conducía a los suyos, viendo de devolver el ataque en la medida de lo posible. Mas ello fue para aumentar la ofensiva de las fuerzas españolas, superiores en número, en la eficacia de sus armas y en la posición estratégica que ocupaban. Vinieron por eso, en forma irremediable, la muerte, el desconcierto y la dispersión de los soldados nacionalistas. Muchos, sin embargo, obedecieron la orden de reagruparse para un nuevo enfrentamiento. Pero se repitió el desastre. Solo quedaron en la escena sangrienta el joven comandante, no por vencido menos héroe, ocho de sus oficiales y algo de tropa, que durante una semana procuraron no rendirse. Hasta que al final, agotados, no encontraron otra alternativa que escapar a través de una ciénega, al pie del farallón de la fortaleza. Navegaron después al pequeño puerto de La Guaira. Y desde allí escribió Bolívar una carta a Miranda en la que vertió el confidencial desconsuelo a que he aludido. Estas son algunas de sus expresiones: ¿Cómo puedo tener yo el valor de escribirle después de haber perdido la fortaleza que se confió a mis manos? Lástima que salvé mi vida y no la dejé bajo los escombros de la ciudad. Mi espíritu está tan deprimido que ya no tengo valor para mandar a un solo hombre. La vanidad me hizo creer que mi deseo de triunfar y mi ardiente celo por la causa de mi patria suplirían el talento para mandar de que carezco, y ruego a usted colocarme bajo las órdenes del más bajo oficial. Por piedad, no me obligue usted a verle. Estoy deshonrado.19

Eso eran -ya los iría conociendo bien en su agigantada empresa emancipadora- los ineluctables azares de las contiendas. Pronto comenzó por advertirlo ahí mismo, en la suerte del propio Miranda. Que sufría derrotas. Que fallaba en sus planes. Que reaccionaba con lentitud a las demandas de las operaciones militares. Que estaba, en suma, desubicado en la contradictoria realidad en que trataba de gestar sus hazañas. Que consecuentemente, no acertaba a entender ni a valorar el probable concurso bélico de los negros y mulatos de su país. Y que a la postre se vio obligado por sus propios oficiales a retirarse

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del mando de las tropas. Hubo sobre todo uno, apellidado Las Casas, que hasta cometió de manera infame la peor de las traiciones. Porque dio todos los pasos para permitir a las autoridades españolas la captura de Miranda. Estas se apresuraron entonces a desterrarlo de Venezuela. Y le hicieron expiar en prisión su grandeza, su vocación de gloria, su amor de la libertad colectiva y sus propósitos de equilibrio social del pueblo al que pertenecía y había vuelto. Se lo encerró, en efecto, en la lobreguez de un calabozo de la Carraca de Cádiz. Frente a un paisaje de mar perpetuamente solitario, triste hasta no más. Se lo trincó a una de las paredes con un collar de hierro hasta la hora de su muerte. Bien podría afirmarse ahora, al contemplar aquellos años que el destino parecía haber dispuesto las cosas para que se promoviera el duelo implacable de Bolívar contra la centenaria tiranía extranjera. Para que su figura se colocara en el centro de la historia. Para que se convirtiera en el capitán de todas las batallas, de todas las vicisitudes heroicas, de todos los gozos, agonías y dolores de la organización republicana de nuestra América. No obstante lo ya experimentado por él en las campañas revolucionarias de Venezuela, que sin duda fueron un antecedente aleccionador, cabría decir que el golpe con que arrancó su embestida huracanada, entre relampagueos de inteligencia y valor, lo descargó el propio puño de Bolívar el 12 de marzo de 1812. En esa fecha se produjo un violentísimo terremoto, que mató a veinte mil personas. La mitad de ese número de víctimas correspondió únicamente a Caracas. Se incineraban sin cesar montones de cadáveres. Había una impresionante confusión de gritos, de lamentos, de ruegos. Gentes en cruz sobre las grietas de un suelo que no dejaba de temblar. Orantes prosternados o en procesiones religiosas. Y sacerdotes que clamaban perdón por el pecado de haberse levantado la nación contra España, y que culpaban de la catástrofe a los revolucionarios. Incitaban, por eso, a lanzar vivas al rey y a la inquisición, y abajos a sus opositores. Bolívar, que se hallaba entonces agitado en prestar ayuda, con un grupo de hombres, a esa población empavorecida, ordenó callarse a los clérigos y lanzó esta proclama,

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que ha recogido la historia: "¡Si hasta la naturaleza se nos opone, lucharemos contra ella también, y la obligaremos a obedecer". Tras ese desafío ya fue imposible frenar su carrera. En ella se fue labrando su presencia histórica con caracteres inconfundibles. Numerosas y diversas circunstancias tuvieron que concurrir para eso. El solo enunciarlas no es tarea sencilla, pues múltiple como ninguna se reveló su personalidad. Al extremo de que muchas de las mayores obras individuales, reconocidas a lo largo de las transformaciones hispanoamericanas, empalidecen al ser comparadas con la realidad que Simón Bolívar generó. En dicho proceso, desde luego, vio mezclarse halagos y decepciones, apoteosis y vejámenes, sueños y desesperanzas, complacencias de pan y amor bajo techo seguro y desventuras de pobreza, persecución y destierro. Cuando Francisco de Miranda fue echado a su cautiverio de Cádiz, el joven combatiente recibió pena de confiscación de sus bienes y de confinio en Curazao. Comenzaban así sus privaciones y sus exilios. Que fueron algunos, en medio de la cambiante suerte de sus hazañas de guerrero. Ahora es necesario evocar a lo menos el de Kingston, por las páginas magistrales que allí escribió; por las penurias que tuvo que soportar, y por el conato de homicidio de que fue víctima. En setiembre de 1815, en aquella capital insular, firmó su ahora célebre "Carta de Jamaica", con juicios certeros sobre la situación de nuestra América, en los que hay que admirar el despliegue de su pensamiento, de su sólida cultura y de sus condiciones sugestivas de expositor. En la misma ciudad tuvo que llegar a la humildad de formular una confesión de total indigencia a su amigo inglés Maxwell Hyslop, para que le socorriese con un préstamo de dinero. Llegó a decirle: "No tengo un solo peso, y mi lavandera, alma paciente, se rehúsa a lavarme mi única camisa". Habitaba, además, una choza de piso de tierra, y dormía en una hamaca, según el hábito que le dejaron las campañas.

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Precisamente en esa choza estuvo a punto de perecer bajo una cuchilla homicida. La gestuda mujer negra que se la arrendaba se había vuelto más hosca desde cuando halló dificultades en el cobro del alquiler. Y Bolívar, con otro dinero prestado por el ciudadano británico ya aludido, se lanzó un domingo a buscar empeñosamente un nuevo alojamiento. Lo halló, dando vueltas y vueltas por casi todo Kingston. Pero la propietaria, una francesa muy apegada al culto católico, se negó a prepararle de inmediato la habitación de que disponía, alegando que el domingo es un día sagrado en el cual hay que guardar reposo, como manda la Iglesia. Toda insistencia del solicitante fue vana. De modo que se conformó con pasar la noche en el viejo sofá de la sala. Estaba habituado hasta a peores incomodidades para sus pocas horas de duermevela. En esta ocasión, su deseo de quedarse en circunstancias tan desobligantes, por no volver al sitio anterior, le significó el salvarse de ser victimado. Un leal colaborador suyo, Félix Amestoy, había llegado a la choza que él abandonó temprano, seguramente sin que nadie notara esta presencia, y sin que hubiera habido compromiso de espera por parte de Bolívar. De modo que bajo las sombras de la hora nocturna en que entró en el lugar no hubo nadie para recibirlo. Se tendió en la hamaca del ausente, con el deseo de aguardar su regreso. Traía una insuperable fatiga, que le derrumbó en profundo sueño. Así dormido le encontró el negro Pío, ordenanza del Libertador. Pero, por la falta de luz, le confundió con este. Y entonces, caminando con la callada elasticidad de un felino, se le aproximó con un puñal en alto. Observó la inmovilidad total del bulto, y en segundos se abalanzo a partirle el corazón y la garganta. Durante tres meses había estado buscando el instante preciso para asesinar a Bolívar. Mas el azar hizo que la víctima fuese otra persona. El negro Pío era un muchacho que había sido redimido de la esclavitud por su propio jefe. Y recibía de él afecto y protección. Por lo mismo no trataba de cometer su crimen a causa de odio ni de venganza. Lo que pasaba era que tenía que cumplir únicamente el papel de verdugo por el dinero que había recibido de un judío polaco.

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Este, a su vez, no pudo sino haber sido intermediario de algún oficial español. Se perdió para siempre su rastro. El victimario también quiso escapar. Había saltado por la ventana de la habitación que abandonó Bolívar en la mañana de ese domingo. Cuando, en horas tempranas del siguiente día, se descubrió el cadáver del pobre Félix Amestoy, las sospechas del asesinato se centraron en el enigmático ordenanza. Porque este, que nunca se desprendía del lugar, había desaparecido. Se lo buscó y se dio con él. Confesó ser el único autor del hecho, por la paga ya aludida. Bolívar saboreó la gran amargura de aquella ingratitud. Pero intercedió generosamente por su responsable. Los jueces de Kinsgton, inexorablemente apegados a la ley, no oyeron sus razones, y el negro Pío fue llevado a la horca. Las circunstancias de este hecho han sido descritas en casi todos los trabajos históricos y biográficos con una evidente proclividad a la fantasía. También en las páginas de "El General en su laberinto", del indiscutido Premio Nobel de literatura Gabriel García Márquez, se lee una composición imaginaria muy animada, y con los atractivos de lo suyo, de una escena de amor del joven héroe con la hija de un diplomático jubilado, Miranda Lynsay, cuyo efecto fue el de precisamente salvarle del homicidio. La encantadora muchacha, que le había comentado a su padre que he feels he's Bonaparte (habría sido ella quien lo sintió como si fuese el gran corso), se percató a tiempo de los planes de victimarlo, y le entretuvo en las afueras de la ciudad hasta más allá de la medianoche. En la relación que yo he intentado preferí ajustarme al testimonio, inapelable por su seriedad, de Daniel O'Leary, edecán de Bolívar a quien debe tanto la consagración histórica de éste. Después del atentado de Jamaica hubo otros igualmente graves. Revestidos de incidencias dramáticas. En dos de ellos hubo quien se jugó la existencia propia para evitarle la muerte: su insustituible Manuelita Sáenz. Más adelante se verá cómo. En otro; en cambio, por su sueño ligero, por su hábito de dormitar apenas, y por su agudo

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instinto de guerrero, fue cómo dejó frustrado el intento aleve de sus probables victimarios. Eso ocurrió en un sitio de sus campañas llamado Rincón de los Toros. Descansaba entredormido, a la intemperie nocturna, cuando oyó la apagada voz de advertencia de Francisco Santander que le llamaba "mi general", y súbitamente, con el impulso del que hubiera estado en vela, saltó veloz sobre su caballo. Este había quedado a dos pasos; dispuesto ya para echarlo a correr. Que fue lo que intentó Bolívar. Pero ocho soldados de una emboscada española dispararon sus fusiles entre las sombras. Cayeron tres de los que le acompañaban. También se desplomó su caballo. Y él, como señalado por un destino infalible, alcanzó a escapar sin recoger siquiera su chaqueta de campaña. Muchas razones inducen a creer que nadie se ha visto cara a cara con la muerte en la forma asidua de Bolívar. Esto es, casi cotidianamente: cada país que emancipaba le exigía el concurso de una voluntad agoniosa, resuelta a no rendirse jamás. Varias veces tuvo que acometer la obra temeraria de libertar a su propio pueblo. Porque, entre los inevitables contrastes de las contiendas, Venezuela salía del dominio militar extranjero y volvía a caer en él. Todo en medio de un torbellino de sangre. Pero ni eso producía desaliento en el tenaz batallador. Se le veía enfrentarse a la barbarie de las fuerzas enemigas sin que menguara en nada su coraje. Al contrario, se le enardecía más cuando tenía que responder a las monstruosidades ejecutadas por los españoles. Estos avanzaban, en el afán de recuperar territorios perdidos, con una soldadesca numerosa y fuertemente armada. Iban desolando villas y aldeorros, ordenando sacrificar mujeres y niños, usando el arbitrio de quemar las plantas de los pies y de cortar las orejas y narices de los que se envalentonaban antes de rendirse. Hacían, en fin, befa de las lágrimas de las familias humildes, o silenciaban a tiros, ya sin necesidad, los gritos de rabia y las maldiciones de los vencidos. Simón Bolívar, en cambio, no apelaba al imperio de la crueldad. Uno de sus capitanes escribió: "No era capaz de hacer derramar una

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sola gota de sangre por inclinación natural". Estaba en la verdad. Esa es justamente la insalvable diferencia que separa al héroe del chacal. Quizá en un caso que se debe considerar raro en su conducta, y como golpe de estrategia de que no pudo prescindir, se vio en la necesidad de lanzar una proclama enérgica, pavorosa -la más pavorosa y enérgica en el curso de todas sus campañas-, que fue ésta: Españoles y oriundos de las Islas Canarias, contad con la muerte, aunque os consideréis neutrales, si no trabajáis activamente por la libertad de Venezuela.

Eso fue en un día de junio de 1813, en la ciudad de Trujillo. Había sentado la observación categórica de que los españoles nos han servido con la rapiña y la muerte. Han violado los sagrados derechos de los seres humanos; cometido, de hecho, todos los crímenes.

Lo común era pues que Bolívar diera pruebas de magnanimidad, sobre todo cuando había asegurado su victoria. Y lo era también su determinación de no ordenar el sacrificio de los traidores de las propias filas patrióticas, que en más de una oportunidad se confabularon contra su acción, y aun contra su vida. El fusilamiento del general Piar, que lo decretó pese a haber sido uno de de sus eficaces colaboradores, tuvo el carácter de un hecho inevitable. No lo olvidó jamás. Pero no se arrepintió de su resolución porque precisamente fue una medida que no admitía cambios, esperas ni vacilaciones. Eludía, en suma, todo exceso de violencia, todo funesto impulso de saciar venganzas con la existencia de gente indefensa o inocente. Y, más bien, era frecuente que él arriesgara su propia persona para salvar a un miembro de las tropas que comandaba. Que atendiera a los heridos. Que buscara aliviar de algún modo la condición maltrecha en que soportaban la reciedumbre de los combates, o en que avanzaban por lugares inhóspitos, o en que escogían cualquier gestudo paraje en donde adormirse siquiera durante el descanso de las noches. Era solidario con la suerte de todos, sin que ello disminuyera por cierto su don de

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autoridad, ni aquel aire natural muy suyo, de superioridad y atracción, al que oficiales y soldados cedían con espontáneo respeto y confianza. Sus muestras constantes de estoicismo y humildad venían de ese modo a constituirse en soplo de aliento para esos ejércitos improvisados que aprendieron a darlo todo por extinguir la servidumbre en estos pueblos. El general O'Leary, que se movió casi siempre al lado de Bolívar, ha dejado en uno de los volúmenes de sus "Memorias" este testimonio: No he conocido a nadie que soportase como él las fatigas. Dormía cinco o seis horas de las veinte y cuatro, en hamaca, en catre, sobre un cuero, o envuelto en su capa en el suelo y a campo raso.

Y en cuanto a sus marchas, por llanos y selvas de Venezuela y Colombia, por breñales y pantanos de sus zonas tropicales, por páramos, serrijones y desfiladeros que comprendían el escenario de la guerra sin cuartel que se había propuesto, cambiaba de modo forzoso y constante su montura: esto es, los tipos de caballos criollos que usaba. Largas jornadas las hacía también en mula... Cabalgó en su campaña emancipadora miles y miles de kilómetros. Ningún otro héroe, en la historia universal, puede comparársele en semejante hazaña. Entre el sueño y la vigilia se sostenía con las piernas apretadas sobre el lomo del animal. "Culo de hierro" le llamaban los que trotaban con él. Y siempre avanzaba con la disposición plena de combatir, ya atacando de sorpresa al enemigo, ya enfrentándolo con rudo coraje y con técnicas y mañas de un estratega genial. Se dieron casos en que en seis días ganó seis batallas seguidas. O en que únicamente el valor y la porfía de su causa le mantenían lejos de la capitulación de sus armas. O en que con movimientos desconcertantes y engañosos de sus tropas producía la deserción confusa de fuerzas superiores comandadas por los españoles. Estos eran también hombres de complexión heroica y fieles a los dictados de su patria distante. Además, en las pruebas más difíciles se mostraban recios y experimentados. En efecto, tras execrar la furia con la que ordenaban castigos brutales de muerte, mutilación corporal y bloqueos de comunidades

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enteras, con su secuela de hambres y epidemias, hay que hacer el esfuerzo de admitir que, pese a todo, había también entre los jefes realistas algunos signos de grandeza. Especialmente cuando asumían sus campañas militares en lo más bravío de la naturaleza americana. O aún, cuando tenían que hacer cara a los resultados de las batallas. Esto se puede ver en el encuentro de paz entre el Libertador Simón Bolívar y el jefe hispano mariscal Pablo Morillo, en un lugarejo de Venezuela. Hay que recordar que, no obstante que los dos contendieron entre sí con temible terquedad, sintiendo personalmente en los campos de guerra los resuellos de la muerte, y a despecho de que el mariscal había llegado a ofrecer diez mil pesos por la cabeza de Bolívar, cuando se presentó la oportunidad de una tregua aquel se apresuró a tomar la iniciativa de invitarle a estrecharse las manos. Lo cierto, en este caso, era que a través de los furores bélicos había conseguido admirar a su enemigo profundamente. Le consideraba un batallador casi sobrenatural. Algunos de sus informes oficiales a España transpiraban aquella admiración. Conservó documentos que, años después, puso a disposición de O'Leary para las memorias consagratorias del Libertador. Y lo de su aludida iniciativa posee detalles interesantes, dignos de evocarse ahora. Tras haberse firmado en la ciudad venezolana de Trujillo el armisticio del 25 de noviembre de 1820, mediante el cual se legitimaba la causa de los patriotas, Pablo Morillo propuso al gran héroe una reunión en el caserío de Santa Ana, sitio equidistante de los dos campamentos adversarios. Él se lo aceptó con entusiasmo, y mandó con un edecán el mensaje de su partida inmediata. Morillo se preparó entonces con la mayor dignidad. Vistió las prendas de combatiente de las guerras napoleónicas, y se hizo acompañar de oficiales superiores y de un regimiento de húsares en uniforme de parada. Al advertir todo aquello, el enviado del Libertador, general O'Leary, creyó oportuno decirle que este no llegaría al sitio convenido con más de doce hombres. La reacción inmediata del mariscal fue la de ordenar que se retirasen sus húsares. Y marchó solamente con un pequeño grupo de capitanes.

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Cuando los jinetes de lado y lado estuvieron bastante cercanos, Morillo preguntó a O'Leary "¿cuál es Bolívar?". Y, sabiéndolo, no se resistió a exclamar "imposible!". Y volvió a, preguntar: "¿Ese hombrecillo que viene montado en una mula, con casaca azul y gorra de cuartel?". Claro, era él mismo. Se presentaba de ese modo porque sabía que no necesitaba encubrir su sencillez para que, se apreciara su real grandeza. Cantidades de campesinos, que habían aprendido a deslumbrarse con la irresistible imagen de gloria que proyectaba más allá de la pobreza de su atuendo, le vieron, pasar sobre ese tipo de sufrida cabalgadura, con casaca y pantalones azules notoriamente envejecidos, sin duda por sus largos trajines bajo soles y lluvias; con sombrero de llanero de copa alta o gorra de piel de tigre, y con alpargatas de soga. Y, si tomaba un descanso, le acogían entre silencios y lágrimas de veneración. Sin embargo, no faltaba algún desprevenido que ofreciera los bancos de su choza a los oficiales de Bolívar y dejara a este de pie, engañado por la modestia de su exterior. Su físico era en realidad diferente a lo que se debería suponer. Era, bajo la primera impresión, "ese hombrecillo". No alcanzaba su estatura ni a la mediana entre nosotros. Aun antes de la enfermedad que llegó a afligirle, su pecho era de complexión insignificante. Las piernas bastante flacas. Los pies y las manos llamativamente reducidos, aun en proporción a su cuerpo. De esa constitución, y del ánimo de no cejar en la dilapidación de sus energías, le nacía un don de movilidad constante. Corría. Esguazaba los ríos. Aseaba a sus bestias. Bailaba. Iba y venía, dentro de sus habitaciones temporales, como siguiendo el ritmo ideativo de los centenares de cartas que dictaba, o de las proclamas que requerían sus empresas heroicas, o de las páginas de reflexiones que le arrancaban su percepción del mundo, de la vida misma y de la situación de las sociedades hispanoamericanas; o, en fin, el ritmo de los discursos y proyectos de leyes para los congresos que organizaba en medio de sus campañas emancipadora y republicana. Pero siempre 20

General Daniel Florencio O'Leary, Op. cit., Volumen II, capítulo XXVIII, p. 58.

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le alcanzaba su tiempo para leer los libros que llevaba consigo. ¡Qué hombre tan raro y superior, comentaban los soldados de su tropa! No vacilaba en trotar entre torbellinos de polvo o salpicándose del lodo de los barrizales; ni en dejar empapada de sudor la camisa, apenas a pocas horas de su baño cotidiano. En climas calurosos llegaban a tres esos baños, aparte del infaltable uso de sus lociones preferidas. Algo de ello había trascendido a los oídos del mariscal Pablo Morillo, entre las frecuentes conversaciones sobre el héroe venezolano. También cosas de su habilidad para fascinar a los contertulios mediante una conversación fluida, diversa, culta y rica de otros atractivos. Si le era necesario, hablaba en inglés o en francés, con un buen dominio de esas lenguas. De hombre excepcional le calificaron las personalidades que lograron tener el privilegio de su trato. Con todas esas referencias el militar español, cuando lo miró en Santa Ana por primera vez, no pudo refrenar el impulso de exclamar: "¡imposible!"; cómo había de ser Bolívar "ese hombrecillo" que montaba una mula parda. Jamás concibió una presencia de tal condición cuando escribió las siguientes palabras a su rey Fernando VII, en carta dirigida desde Venezuela a Madrid: Nada puede compararse con la infatigable actividad de este caudillo. Su intrepidez y sus talentos le dan pleno derecho a ser cabeza de la revolución y de la guerra; pero se distingue también por su origen español y su educación, también española, cualidad de elegancia y de generosidad que lo elevan por encima de todos los que le rodean. Él solo es toda la revolución.

También había afirmado que Bolívar era capaz, con una sola victoria, de "hacerse dueño de quinientas leguas de territorio".20 En aquella mañana del encuentro de noviembre de 1820 se observaron mutuamente, se bajaron del lomo de sus animales, y caminaron con vehemente naturalidad para darse un efusivo saludo. Este es el testimonio del valeroso mariscal: "Pasé uno de los más felices días de mi vida en compañía de Bolívar". "Parecía como un

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sueño, reunidos allí como españoles, hermanos y amigos. Bolívar estaba fuera de sí de alegría y nos abrazamos un millón de veces". Antes de despedirse señalaron los dos el sitio en que estaban, para que un monumento (¡que quién sabe si se levantó!) perpetuara aquel hecho. Breve tiempo después, Morillo no quiso seguir comandando las tropas realistas y volvió a España. Bolívar, en cambio, continuó el desarrollo de su labor heroica. Reinició sus campañas cuatro meses más tarde. Los cascos de sus bestias seguían hollando un trozó de planeta cada vez más ensangrentado. Él y sus capitanes y soldados cabalgaban de un país a otro, cubriendo distancias que el solo imaginarlas llena de asombro. Alternaban por lo pronto en su empeño las emancipaciones de Venezuela y Nueva Granada. Posteriormente sería la de Quito, o actual Ecuador. Las agonías pues se multiplicaban. Las hazañas se sucedían con sacrificios insospechados por lo distintos. Dos jóvenes colombianos -o neogranadinos-, arrebatados de un valor hermoso, cayeron en lo más frenético de aquellos duelos, como si su juvenil existencia hubiera cedido al amor de los dioses de la guerra. El llanero José Antonio Páez -la figura de mayor relieve después de la de Bolívar, y siete años menor que él-, nacido en una choza de los desiertos orientales venezolanos, acometió a su vez empresas bélicas increíbles. Lo hacía con una caballería de diez mil lanceros que él mismo había formado, en que abundaban los indios del remoto Cunaviche. Y de analfabeto que era ese hombre pequeño de ojos azules, robusto y fuerte como un toro, fue afanándose en adquirir una amplia cultura, y llegó un día a la presidencia de su patria, redimida con la ayuda de su pasión y su coraje. Pero en realidad nadie se aproximaba de veras a la grandeza del Libertador. Se lo sabía entonces. Se lo sabe ahora, ciento ochenta años después. Y se lo sabrá siempre. Porque sus batallas no eran solo -con ser eso tanto- las del visionario y organizador de naciones, sino también las del hombre temerario a quien jamás le importó perder su felicidad privada, su salud, y ni aun su vida misma. Precisamente una cadena de hechos hazañosos que prueban ello, entre tantos más, fueron

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los que le condujeron a los ventisqueros tenebrosos de Pisba. A sus treinta y seis años de edad partió de Angostura -hoy ciudad Bolívar-, situada a las márgenes del Orinoco. Lo hacía para enzarzarse en rudos combates por la independencia colombiana. Había organizado una fuerza de tres mil doscientos soldados. Iba atravesando los llanos infinitos de Casanare (los mismos que describió patéticamente Rivera en su novela "La vorágine"). Le atormentaban las fiebres, como en varias de sus largas travesías. Alcanzó por fin la zona cordillerana, tras enfrentamientos a tropas e incontables peripecias. Él, y todos sus hombres, se sentían casi desfallecer entre el hambre, los estropeos, las heridas y el cansancio. Se les pudrían las ropas en el cuerpo, dice uno de esos milicianos: el edecán Daniel O'Leary. Habían recorrido hasta llegar a los Andes, desde su arranque en Angostura, mil trescientos kilómetros. Cuatro meses enteros a lomo de animales, cuya energía no respondía ya ni a los palos. Bajo los riesgos de las emboscadas, el fuego directo de los avances de los enemigos, las inclemencias de la interperie, las alucinaciones de una marcha interminable, pero siempre sobreponiéndose a los males, fueron logrando una de las proezas más impresionantes de la historia. No obstante, hicieron bien en sospechar que les faltaba todavía un remate de ribetes trágicos: el escalamiento de las alturas de Pisba, para lanzarse a las próximas contiendas. Desde luego, al acometerlo consiguieron darse cuenta de que ningún desafío resultaba comparable a ese. Mientras subían notaban que desaparecía hasta la terca vegetación paramera. Asimismo sentían que poco a poco el aire se enrarecía. De modo que hubo ocasiones en que fue necesario flagelar a los que estaban a punto de inmovilizarse bajo los efectos del soroche. Aparte de eso, la muerte en el despeñadero les amenazaba a todos. Porque los cascos de las mulas no alcanzaban a sostenerse en el suelo resbaladizo de los barrancos. Que se cortaban en forma violenta sobre profundidades a las que ni la vista llegaba. Muchas veces nadie podía impedir que bestia y jinete rodasen al fondo, hasta producir solo un eco escalofriante en la oscura garganta de los cerros. Durante seis días, entre vientos, relámpagos y aguaceros

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implacables, treparon por ahí esos hombres que más bien parecían figuras espectrales. De los tres mil doscientos que salieron de Angostura, la población venezolana del Orinoco, quedaban apenas unos mil. Y muchos de ellos habían perdido sus pobres mulas, destrozadas entre las piedras de las honduras. Por cierto, de toda la tormentosa hazaña se desprendió un testimonio que en cualquier oportunidad se debe recoger. Y que se muestra exacto, fiel, inapelable, por haber surgido de los mismos héroes anónimos de Pisba: el de que Simón Bolívar no les faltó en ningún momento, alentándoles, socorriéndoles físicamente, sacando fuerzas de su personal agotamiento. En su desmedro corporal no se permitió ni siquiera descubrir la intimidad de sus quejas, de sus quebrantos, de sus problemas, de sus probables preocupaciones de la muerte. Para el que evoca los caracteres de ese hecho ingente, y de otros semejantes, resulta ahora difícil calcular cuánto debemos a ese hombre superior. Acaso único. Pudiera ser que la desmemoria, mal que viene adherido al paso de los años, no nos deje apreciar con precisión la magnitud de sus heroicidades. Pero, por ventura, ha quedado constancia neta, fidedigna, de que tales acontecimientos conmovieron a las multitudes de su época, las cuales se enardecían de entusiasmo, de emoción, de gratitud, de desbordante ímpetu admirativo cuando se asomaba a sus ojos aquel redentor de su servidumbre tres veces centenaria. Al comienzo de su carrera, el 23 de mayo de 1813, la población entera de Mérida, en Venezuela, le ofreció una recepción de héroe, y le aclamó por primera vez con el título de Libertador. Uno de los picos que se yergue en el contorno de la ciudad lleva hoy el nombre de Bolívar. Poquísimo después, el 6 de agosto del mismo año hizo su primera entrada triunfal en Caracas. Allí igualmente fue reconocido con el apelativo de Libertador, que a él le halagaba más que cualquier otra manera de nombrarlo, consciente de la dignidad insuperable que encerraba. Pero aquel arribo de un batallador que había derrotado a enemigos y vencido al mundo natural de selvas, desiertos, cerros y ríos

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coléricos, estuvo caracterizado por los destellos de una gloria inconfundible. Auténtica. Difícilmente experimentada por otro guerrero. En las afueras de Caracas dejó su humilde vestidura de campaña y su mula sudorosa. Se engalanó entonces con un uniforme azul y blanco recamado de oro. Montó en un caballo que se le tenía preparado ya, como obsequio. Blanco también, y de pura sangre árabe. Sus oficiales de estado mayor le rodearon llevando banderas españolas, salpicadas de sangre, en la punta de las bayonetas. Avanzaron así hacia un punto cercano al centro de la ciudad, entre arcos de rosas y ramas de laurel. Había una muchedumbre que se apretujaba en los costados de las calles, y que le vivaba, y que se esforzaba por tocarle, y que se afanaba en recibir una mirada suya, y que en más de un caso dejaba correr lágrimas de emoción profunda. Se multiplicaban los palmoteos femeninos en los balcones. Tras ese lento desfile se detuvieron Bolívar y sus acompañantes ante una pequeña carroza de águilas doradas y adornos de flores. En ella se hizo subir al héroe. Doce bellas muchachas se colocaron entonces unos tirantes de seda y lo condujeron a la plaza céntrica de la capital. Los cañones desde los fuertes y las campanas desde las torres confundían sus clamores, también en homenaje a aquel hombre providencial. Hubo una ceremonia frente a tal ágora impresionante. En las horas de la noche, baile con invitados especiales. Era conocido que uno de los disfrutes preferidos del Libertador era el de la danza. A veces la improvisaba hasta en los campamentos. Su biógrafo hispano Salvador de Madariaga, que aventuró juicios inaceptables sobre él, parece que no obstante acertó cuando aseguró que dicha proclividad se originó en la mezcla de negro que sin duda se había producido en algún nivel de su progenie. Por su parte el novelista Gabriel García Márquez aludió a la sangre africana, de un tatarabuelo paterno de Bolívar, afirmando

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Gabriel García Márquez, El general en su laberinto.

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que, debido a sus facciones de "índole caribe", los aristócratas de Lima le llamaban con enojoso desdén "el zambo". Según este admirable escritor, por efectos de la gloria creciente, al héroe venezolano se le ha ido mitificando, "implantándole en la memoria oficial con el perfil romano de sus estatuas"21. La verdad es que el baile conseguía mudar notoriamente su ánimo, y aun se le convertía en un medio eficaz para seducir a su pareja. Los ejemplos que lo demuestran no son quizás escasos. En aquella noche caraqueña conquistó a la más hermosa de las muchachas que le transportaron en su carroza florida: a Josefina Machado. Le resultó ésta una amante febril. Estuvo a su lado cuatro meses, por las Antillas y por selvas y montañas. Las tropas de Bolívar la llamaban "la señorita Pepa". Un buen día la dejó por uno de esos caminos. Después del hastío erótico acostumbraba desprenderse de sus compañeras. O'Leary hace la confidencia de que, a mitad de la campaña, mediante conversaciones y brotes de puro humor, en ratos de ocio, sus capitanes Ilegaron a calcular en treinta y cinco el número de mujeres que le brindaron la voluptuosidad de sus desnudeces. Pero aún no había invadido su horizonte personal la arrebatadora heroína quiteña, Manuelita Sáenz. También en la Nueva Granada recibió el Libertador manifestaciones de apego multitudinarias. En varias ciudades hubo aclamaciones, muestras de gratitud y rendimiento afectivo de gentes de toda condición. Igualmente se produjeron bailes y momentos de intimidad femenina con Bolívar. Si en Ocaña, hacia 1813, llevó a su lecho a una encantadora muchacha de una familia de patriotas -Nicolasa Ibáñez-, en 1819, en Bogotá, tras el escalamiento patético de las alturas de Pisba, y de batallas que culminaron en Boyacá, comenzó sus relaciones carnales apasionadas con una hermana de aquella, la joven Bernardina, de veintiséis años de edad. En 1821 todo terminó. Pero bien se veía que las urgencias del sexo reclamaban con fuerza imperativa y constante una parte de sus energías. Su naturaleza parecía estar hecha también para las satisfacciones amorosas. Las de dar como

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las de recibir. La masculinidad de aquel hombre delgado y pequeño, pero con atractivos poderosos, fue comentada en su tiempo, y lo ha sido desde luego en el nuestro, que no se ha detenido ni ante referencias rebuscadas y salaces. Hay nombres de algunas mujeres que se han recogido en ellas. Aparte de los ya mencionados, principalmente los de Miranda Lynsay, Anita Lenoit, Isabel Soublette. Por fin, el héroe celebrado tras tantas hazañas, y seguido ardorosamente por sus mancebas, creó el 17 de diciembre de 1819 la República de Colombia, con tres departamentos: Venezuela (cuya independencia culminó definitivamente en 1821), Cundinamarca y Quito. La gloria y el amor parecía que empezaban entonces a apuntar hacia el sur.

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CAPÍTULO XVI Vehemencias del adiós a su marido Casi cinco años corrieron desde que Manuelita fue a residir en Lima. A penetrarse pues del ambiente que ya quedó descrito en un capítulo anterior. El cual ni le seducía de veras ni le desplacía del todo. No era que echara de menos la soledad murada de los monasterios quiteños, en que más bien soportó, según se hizo ver, las durezas y melancolías de su condición de expósita. No era, en el mismo sesgo de estas reflexiones, que no le alentaran la comodidad hogareña y las reuniones sociales. Aparte de la acción subvertora que se organizaba en éstas, y a la que también se hizo referencia, le producían igual contento las oportunidades que entonces encontraba para su disposición comunicativa, tan rica de cultura y de ingenio. Pero esto no significaba que el carácter de un buen número de peruanos dejara de motivarle desagrado y repulsa, reacciones que en estadas posteriores se agravaron. Había, por ejemplo, mujeres de varia posición en la sociedad limeña que le hacían percibir un runruneo de desaprobación cuando, montada en un caballo de paso airoso, trotaba por las calles con su capa azul y sus pantalones ceñidos, de color grana, diseñados por ella misma. Y tampoco significaba que con el tiempo corrido desde su matrimonio no se hubiera ido aburriendo y fatigando de la compañía de James Thorne. Tenían en realidad temperamentos distintos. Ella, sensible e inquieta. Él, duro con los extraños y tardo para las

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determinaciones. Ella, atrevida, fascinante, pero segura de sí misma. Él, retraído y extremadamente celoso. Ella, desprendida de manera ejemplar. Él, como insaciable comerciante, socaliñero, a quien los billetes se le pegaban en las manos. En suma, en lo escondido de aquel seno familiar, espléndido y respetable, seguramente había fricciones y desacuerdos entre los dos. Las amigas más cercanas de Manuelita se habían dado cuenta de que, en las veces en que ella aludía a su marido, había adoptado el hábito de llamarle simplemente "el inglés". Pese a todo, no eran ralas ni mal recibidas las visitas a la casa de los Thorne. Desde luego él prefería las que procedían de los círculos de influencia. Sus vinculaciones con el Gobierno eran sabidas por muchos, pues que hasta había llegado a desempeñar las labores de secretario del virrey. Naturalmente, como Manuelita poseía una formación y unas maneras bastante refinadas, no se sentía capaz de un mal gesto o un desaguisado con esa gente, ahí en su propia morada. El marido le aprendía la lección. Usaba así de una tolerancia semejante, aunque ardua por la necesidad de tragarse sus maldiciones, con las personas a las que trataba la joven con disimuladas intenciones políticas. Él no andaba ciertamente confundido en sus sospechas. Había, en medio de dichas frecuentaciones de allegados y conocidos, un visitante que era acogido por Thorne con sincera cordialidad. Se trataba del oficial del "Numancia" José María Sáenz, medio hermano de su esposa. Obraban en el ánimo de aquel no únicamente las reacciones de aprecio al padre de ambos y de interés en los negocios que los asociaba, sino también, especialmente, el carácter digno y amable de su nuevo amigo. En dichos encuentros en la amplia sala de recibo se prolongaban a veces las tertulias de los dos hermanos, ya solos, porque el inglés debía salir a atender sus asuntos. Esa circunstancia favorecía entonces las reflexiones que mutuamente se hacían sobre los conflictos de Manuelita con su familia ilegítima. José María le aseguraba que nunca aprobó la actitud de resistencia y desafecto de los de su casa. Y mucho menos quería recordarla en los días de Lima en que los dos se descubrieron verdaderas afinidades de

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ideas y de comportamiento. El amó de pronto, con la intensidad del parentesco íntimo, los principales atributos de la personalidad de su encantadora cohermana. Por eso la prometió con ahínco vencer el ánimo adverso de los suyos, a fin de abrirle las puertas del hogar en un probable retorno temporal de Manuelita a la ciudad de Quito. Su pasado conventual, y su presente de mujer desposada correctamente con un amigo del padre de ellos, por docilidad a las propias determinaciones de éste, tendrían que surtir -le decía- buen efecto en los afanes del acercamiento prometido. La hermosa quiteña estaba realmente ansiosa por volver a su tierra. Entre los dos meditaban los medios de que lo consiguiera en el momento adecuado que se hizo esperar largamente. El joven militar no rehusaba el estimularle la curiosidad hacia cuanto seguía aconteciendo en los países del norte, bajo el relampagueo de aceros de la emancipación. Y eso constituía algo como un llamado a las fuerzas ocultas de su destino propio, que parecía que solo aguardaban la señal de su revelación. Al ritmo de aquellos acicates Manuelita concibió el plan de efectuar reclamos económicos inaplazables en Quito. Lo que, de hecho, coincidía con las obsesiones utilitarias de su marido. Aún más, Thorne sabía bien que ella no había podido tomar posesión de la herencia materna por dilaciones mañosas de su tía Ignacia. El primer paso fue el del otorgamiento de la autorización conyugal ante notario, celebrada en Lima el 24 de marzo de 1820, para que Manuelita nombrara apoderados en la capital quiteña. Más tarde (un más tarde que .duró dos años completos) vendría lo de su viaje, en que habrían de centrarse los oportunos empeños de José María Sáenz. Porque, entre inevitables lentitudes, pausas, incidentes de labores y compromisos, y cuando la esperanza parecía venirse abajo, se fueron presentando eventos que facilitaron la decisión de los dos jóvenes. El más próximo de aquellos acontecimientos fue la deserción secreta y repentina de las filas del "Numancia" que cometieron, antes de que este batallón se volviera antimonárquico y sanmartiniano, tres audaces oficiales venezolanos: el mayor Miguel Letamendi y los

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capitanes León de Febres Cordero y Luis Urdaneta. Es probable que aquel abandono del ejército no fuera propiamente eso. Quizá hubo orden del virrey de expulsarles del país sin escándalo por sus ideas republicanas. O tal vez fueron los propios jefes del "Numancia" los que les comisionaron clandestinamente para ir a reforzar los movimientos autónomos del norte. Los porqués de su viaje se han quedado pues, de algún modo, en el plano de las conjeturas, pero en cambio nada es tan evidente como que la organización independentista de Guayaquil, primer puerto de su itinerario, fue obra de ellos. Reunieron a un grupo numeroso de confabulados en casa del general portugués José María Villamil, el 8 .de octubre de 1820, a media tarde. Y a la una de la mañana del día siguiente, con reducidos piquetes de granaderos, se tomaron varios cuarteles realistas. Mucho coraje. Magistral estrategia. Poca sangre. La ciudad se declaró en esa forma independiente, y abrió el camino a recias y victoriosas campañas de liberación que hallaron remate el 24 de mayo de 1822, en las laderas del Pichincha. Montaña tutelar de Quito. El éxito obtenido en el golpe del puerto guayaquileño se comunicó en seguida a los departamentos de la sierra de este país, y también, mediante comisión especial, a la oficialidad del "Numancia", acantonado todavía en Lima. Dos meses después, en diciembre de 1820, se precipitó el pronunciamiento nacionalista de ese cuerpo, que se unió a las tropas de San Martín. Pero la volubilidad en la suerte de las acciones bélicas de éste y el pertinaz despliegue ofensivo de las fuerzas realistas obligaron a contar con la presencia permanente y duradera del "Numancia". Por eso José María Sáenz, que entonces era un teniente cargado de experiencias y valor, había seguido igualmente afincado en la capital peruana. Mucho en verdad fue lo que debió esperar hasta que le llegara la orden de trasladarse a Quito, su ciudad natal. La primera persona en saberlo por boca de él mismo fue su hermana Manuelita. Que se unió a su entusiasmo. Volvieron pues a

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conversar de sus afanes, con más ahínco y a solas. Urdían los argumentos y los medios de alcanzar la venia de James Thorne para que la joven hiciera también el mismo viaje, poco más tarde. Ya no únicamente le habló ella de la posesión de la herencia, tan largamente diferida, de sus familiares Aizpuru, sino, además; de reales proyectos de negocios en el Ecuador. Vendería -y no forjó mentiras, que las detestaba- un esclavo, un buen número de vacas y un conjunto de piezas de paño de las bodegas de su marido. Las razones no dejaron de mostrarse sugestivas, y por fin la fecha y los detalles de ese regreso a Quito quedaron acordados entre los esposos. Por su parte el medio hermano se comprometió, pese a los escrúpulos y renuencias de Manuelita, a tenerla habitación preparada en la casa del padre de ambos: esto es, en la de la familia Sáenz. Allá en la esquina céntrica de las calles que ahora se llaman García Moreno y Rocafuerte. Desde luego, cuando él partió de Lima ya no era un simple teniente. Había en efecto alcanzado ascensos militares por su fulgurante participación en las campañas sanmartinianas. Se le reconocían atributos excepcionales. Y por ello se le destinó, con el grado de comandante, a comienzos de 1822, a las fuerzas de Antonio José de Sucre. Tenía la comisión adicional de entregarle pliegos de informes y banderas del "Numancia". Así lo hizo en persona, y sintió que le nacía una amistad llena de admiración por aquel héroe venezolano. Lo cual era cosa común en cuantos llegaban a tratarlo. Porque la de Sucre era una grandeza auténtica, que él no conseguía disimular ni con los hábitos de modestia que perpetuamente le poseyeron. Aun el mismo Libertador, no obstante su condición incomparable, se sintió dispuesto a ofrecerle ese doble culto de afecto individual y de alto aprecio a sus facultades. Todos sabían que era su oficial predilecto. Hasta el punto de que alguna vez había declarado que, a la hora de retirarse de la escena de glorias e infortunios en que se movió su existencia, le placería que Sucre fuese quien le sucediera. Los que han leído a Bolívar conocen algo más: después de la victoria

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alcanzada por su paisano en Ayacucho, y antes de los versos de exaltación de Olmedo (en febrero de 1825), le consagró un ensayo biográfico muy claro y justo, y elocuentemente definitorio de su personalidad. Gabriel García Márquez, en las páginas ya citadas de El general en su laberinto, evocó también rasgos de Sucre con una certera animación descriptiva. Según ésta le vemos aparecer joven, de salud fuerte, modesto, amable, poseído de ardor heroico en las guerras, sosegado y rico de talento en su labor de estadista, unido con amor inalterable a la quiteña Mariana Carcelén, marquesa de Solanda; inclinado, cuando vivía tiempos de tregua, al gusto de un sobretodo de paño negro, largo hasta los tobillos, y siempre con el cuello levantado; conforme, por fin, con las viejas huellas de viruela en la dulzura de su rostro. Fue en sus cuarteles de la costa ecuatoriana en donde José María Sáenz se le presentó. Estaba el héroe en sus veintisiete años de edad, recientemente cumplidos. Es decir, era algo mayor que Manuelita. Había reforzado la independencia de Guayaquil y preparaba, las acciones bélicas de las otras provincias, en camino a la capital. Sáenz recibió órdenes de adelantársele, con el propósito de ayudar en la coordinación de los detalles para el combate definitivo en este último lugar. Eso le permitió estar de nuevo en la casa de sus padres. Don Simón, su hija María Josefa y el esposo de ésta, Francisco Javier Manzanos, reconocieron la inminencia de la derrota de las autoridades españolas, tras oírle la exposición fiel de los últimos hechos. Al extremo de resolverse a abandonar el país. Lo propio ocurrió con otro matrimonio de la familia. Ninguno de ellos, por cierto, quería aprobar la decisión revolucionaria, o de mudanza política radical, a que había llegado José María. Asimismo, a regañadientes convinieron el padre de Manuelita y su mujer en ofrecer a ésta alojamiento en el hogar de Quito. Medió para eso una cadena, de reflexiones de su intercesor. Lo irresistible de las circunstancias de inseguridad en que iban a caer les impulsó sin duda hacia tal determinación. Pero, de todos modos, el

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grupo se alejó con oportunidad del rendimiento de las fuerzas realistas. Los bienes y algún familiar quedaron bajo el cuidado de Juana María de Sáenz, esposa de don Simón. Él murió en España en 1825, a los setenta años de edad. Mientras ocurrían estas cosas la joven heroína hacía sus arreglos postreros en Lima. Las petacas y maletas que rellenó de ropas y mercancías demandaron, por su bulto y su peso, el alquiler de cuatro acémilas y un par de muleros. A éstos se sumó un peón de confianza de Thorne. Las dos esclavas de Manuelita, que la servían de todo, porque eran en estas marchas sus edecanes, ordenanzas y ayudantas de intimidades y confidencias, se habían provisto con tiempo de pantalones holgados de tela resistente y de botas de media caña. Sabían montar a la jineta, a imitación de su ama. Ella, en estos menesteres, aparentaba ser un oficial de rango, por su traje de tipo militar, su gorra que semejaba un quepis, sus espuelas, sus guantes, su pistola. Acomodada ésta en el cinto, imponía distancia, silencio y respeto. Dispuestos en suma los pormenores para el viaje, arrancaron de Lima en los primeros días de abril del 22. En la despedida entre los dos esposos no faltaron las recomendaciones, los diminutivos de las palabras amorosas y un deseo mutuamente confesado de que el tiempo del regreso no se prolongara demasiado. Hay que creer que, pese al ambiente guerrero todavía tormentoso, la caravana se apartó de las calles de Lima a trote ligero, sin estorbos ni novedades. El Callao era su puerto de embarque para el Ecuador. Allí estaban en espera los amigos del inglés que les habían reservado dos camarotes, y que les hicieron subir a bordo poco después de su llegada. Manuela y el par de negras conversaban en su estilo habitual de agudezas para ir aliviándose de las monotonías del viaje. Pero jamás ninguna de las esclavas se atrevía a olvidarse del respeto con que cariñosamente la halagaban. Y la joven, segura de eso, no se cansaba de hablar en tono zumbón sobre sujetos e incidencias de su larga permanencia limeña. Cuando se le subía el entusiasmo "soltaba sus tacos", según la consabida expresión de los chapetones. Esas palabrotas parecía que se

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dulcificaban y se hacían plenamente graciosas en sus labios. Se le escapaban en los comentarios de burla como en las alusiones a los usuales escondrijos de la conducta del sexo. Los asuntos de las tertulias no podían ser más diversos. Alternaban en ellos las experiencias hogareñas, sociales, de proselitismo revolucionario, de impresiones de las campañas sanmartinianas, y en fin de lo vivido en los años del Perú. También las memorias, algunas queridas y apasionantes, y otras, las más, entristecedoras, deprimentes, y aun exasperantes, de su pasado quiteño. Alternaban asimismo las actuales esperanzas de la joven en su deseo de conseguir una real aproximación a los combatientes de la libertad que conducía Bolívar. Y, por ese camino, de satisfacer concretamente su impulsión heroica. Intuía, entonces, que no le fallaría el respaldo de José María, el único puro y leal de sus cohermanos. Por último, en este zigzagueo coloquial en el que las tres participaban con una animación semejante, Manuelita paladeaba amarguras no desvanecidas en las suposiciones que hacía acerca del ya previsto alojamiento en la casa de los Sáenz. Verdad era que, antes de ausentarse de Quito, las asperidades de su parentesco ilegítimo se suavizaron notoriamente, y que igualmente, seducida la familia por las insospechadas y singularísimas condiciones de su personalidad, la introdujo en el círculo de sus amigos. Cierto era además que su matrimonio con un hombre escogido por la libre voluntad paterna, y adherido al rumbo de los intereses financieros de Simón Sáenz, la había elevado a otro tipo de consideraciones. Todo eso era así. Pero en idéntica forma era incontestable el recelo que ella guardaba a esos parientes, en sus interioridades mismas, como efecto de las actitudes que asumieron durante los interminables tiempos de su encierro en los monasterios de La Concepción y Santa Catalina. El par de negras la sacaban de sus dudas y desconsuelos, y procuraban del mismo modo alentar en ella confianza en el reencuentro -que también habría- con su tía Ignacia Aizpuru, y desde

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luego prenderle la alegría de la vuelta a los campos amados de Cataguango. Una mujer de soberbia tan consciente, como era ella, y con percepciones tan certeras en el juicio sobre los demás, se resistió a renunciar a los distanciamientos sentimentales de que estaba convencida. Eso no significaba que se acobardase ante las circunstancias del acercamiento familiar que debía ensayar, sin sacrificio, en todo caso, de su entera autonomía. Los Sáenz y la sesentona doña Ignacia conocían naturalmente los bien definidos trazos del carácter de Manuelita. Habría pues que ver cómo se irían desenvolviendo los hechos. Pero la verdad fue que entre vaivenes de la navegación y vaivenes de impresiones, diálogos y especulaciones de las tres viajeras, el pequeño barco fue finalmente aproximándose al puerto de su destino. Alborotada se iba quedando la mulatez de las olas del río Guayas. En el muelle se topó la joven con personas que felizmente le probaron que el padre y el medio hermano se habían preocupado de su arribo a Guayaquil. Y, aun más, de la adopción de providencias para su difícil trayecto hasta la capital. Que tenía que realizarlo a lomo de bestia y por en medio de bosques tropicales, de parameras, de quiebras de cerros, de montes, de pedregales y rutas polvorientas. Cruzar esa naturaleza indomeñada era un desafio para hombres de acero. Los trotes de los animales se volvían interminables. Sobre las incomodidades y el estropeo de soportarlos había que sufrir las vejaciones de la intemperie, con soles llameantes, con aguaceros testarudos, con noches de vientos que herían como una dentellada. La gente yantaba y se tendía a dormir como podía, en albergues desvencijados, en chozones y tambos. Manuelita ya había experimentado mucho de eso en oportunidades anteriores. Al remembrarlo ahora se cree descubrir que su predestinación heroica se adelantaba a darle, a través de tales experiencias, las lecciones duras que la convirtieron en una amazona que rechazó las fatigas y que nunca, ni en su tiempo ni en el nuestro, ha podido ser siquiera imitada. Hubo otra sorpresa amable. En una aldehuela vecina a Quito

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encontró la viajera a su padre. Había ido a esperarla en compañía de uno de sus peones. De manera que juntos hicieron la última jornada. Una vez en casa, las inseparables esclavas de Manuelita colaboraron en descargar las mulas y se despidieron temporalmente, rumbo al norte de la ciudad. Se encaminaban a ponerse a órdenes de doña Ignacia. Y como eran proclives a enternecimientos con su "niña", le prometieron entre lágrimas buscarla pronto. Acaso para escoltarla (ese es el término preciso) en una proyectada visita a la hacienda de Cataguango. Intramuros del hogar, la recién llegada no encontró, en cambio, esa laya de ternezas. Pero sí un ánimo hospitalario y cordial. Más ostensible en pocos de esa familia que era suya solo a medias. A José María, por el trabajo de las misiones secretas que los rebeldes le habían asignado, y que le tenían en movimiento constante, no le vio sino un día después. Lo halló cariñoso y decidido a hacerle atractivo el alero de los Sáenz. Ciertamente las circunstancias no eran favorables, por justas razones. La madre de casa no podía, en efecto, disimular sus aflicciones. Don Simón, tan recio y curtido por los reveses de una vida de aventura, coraje, odios y ambiciones, tampoco se mostraba con el carácter que le había sido habitual. Había ido perdiendo confianza en sus poderes. Se le advertía con la agitación del que siente venir una derrota, una maldición, un castigo. De la iracundia pasaba a los temores y las cavilaciones. Seguramente ninguno de los dos esposos, ni de sus vástagos, dejaba de adivinar la inminente destrucción de la unidad familiar. Todo lo que ahí se hacía llevaba al convencimiento de esa fatalidad. El padre había liquidado paulatinamente sus negocios. Iba consiguiendo vender, además, casi todos sus inmuebles. Estaba pues proveyéndose de una considerable suma de dinero. Igualmente lo habían hecho sus dos yernos, funcionarios españoles, para la diáspora presentida con sus respectivas familias. Los baúles y maletas aguardaban el momento de que se los replete de especies personales. Quizás no faltaba ni siquiera la reservación de camarotes en la nave que pondría a los viajeros en Panamá, para el trasbordo hacia España. Juana María de Sáenz era quien se iba a quedar en Quito con un resto de la familia, y con el disfrute de dos propiedades y algún capital que

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le habían reservado. Pero el sufrimiento de ella seguía agravándose con la premonición de que esos deudos queridos estaban a punto de arrancársele para siempre. No le cabía efectivamente, en el desorden de su alma, la esperanza de que un día volvieran. José María intentaba persuadirla de lo contrario, a sabiendas de lo quimérico de esa creencia. Él, por supuesto, estaba en los adentros de las cosas. De ahí que ejercitaba influencias para eliminar con oportunidad los estorbos políticos de la partida. Que se cumplió a las pocas semanas de los abrazos de llegada de Manuelita. Esto es, a finales de mayo. Desde luego, también ella les fue solidaria, ejemplarmente, en preocupaciones y diligencias. Su mano resultaba eficaz en medio de un tiempo de ritmo acelerado. Pese a todo, hallaba modos de reunirse privadamente con su hermano; de recibir noticias del avance de las tropas de Sucre; de sugerir, a través de aquel, iniciativas de acciones de respaldo en Quito y sus pueblos circunvecinos. Era indudable que había nacido con entrañas de luchadora. José María advirtió la conveniencia de vincularla con algunos de los principales insurgentes. Fue así conociendo a unos y reconociendo a otros, pues que le llamó la atención el ver mezclados en la confabulación emancipadora a varios amigos de la nobleza criolla a quienes había sido presentada, precisamente, en el seno familiar de los Sáenz. El ambiente hacía que se enardeciera su entusiasmo. Y que éste rebasara las proporciones que son comunes a la naturaleza femenina y al instinto con que se preserva generalmente la seguridad personal. Llegó a proponer que se le diera sitio en algún cuerpo de combatientes. Y su tinosa porfía consiguió que se ordenara colocarla en las filas de la reserva, cuya obligación se concretaría solamente en los auxilios que se debían prestar a la tropa después del armisticio, o de probables suspensiones de las hostilidades. En verdad ni los rebeldes de la ciudad sabían el papel que a ellos mismos tendría que corresponderles en el enfrentamiento. Porque el general Antonio José de Sucre avanzaba con sus fuerzas bien organizadas. Pero no quedó ahí la decisión de la joven. Se comprometió

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también, en gesto espontáneo, a obsequiar una pequeña recua de mulas, para que se las pusiera al servicio de aquellas fuerzas. Y la promesa la cumplió sin pérdida de tiempo. Llamó a sus dos esclavas, medio sargentonas, como hechas a la medida de sus valentías y caprichos, y tras acuerdo con doña Ignacia -la tía deudora de su herencia- cabalgó con ellas a Cataguango. Allí ayudó personalmente a enlazar las acémilas. Y al día siguiente las tres mujeres las arrearon hacia una caballeriza de las afueras de Quito. Pocas experiencias le habían colmado más el corazón, apremiado ya por los reclamos de esta etapa decisiva en el destino de nuestros pueblos. Paulatinamente la presencia de Manuelita se fue haciendo necesaria en los ajetreos de los patriotas, porque ella transmitía a todos el pulso de sus arrebatos, la generosidad de sus abnegaciones, la fascinación tan suya, de criatura en la que convivían la belleza, la gracia y el coraje. Las reuniones iban desde luego sufriendo el ánimo tornadizo que les imponía la suerte de las campañas a lo largo del país. Se supo que el general Sucre salvó de sorpresas fatales al puerto guayaquileño, amenazado por embestidas realistas y por traiciones consumadas en las filas emancipadoras de la misma región de la costa. Se habló, con comentarios que coincidían en su sentido de aprobación, de los esfuerzos que hacía para sofocar una afrentosa tentativa de incorporar Guayaquil a territorio peruano. Eso era con los cuarteles de San Martín. Éste soportaba el descontento creciente del pueblo que había libertado y se veía sometido a esa clase de presiones de sus oficiales de Lima. Y también se opinó positivamente sobre el rechazo terminante de Sucre al disparate de querer transformar en nación independiente a "una masita de Estado", a "una ciudad y un río". Era un absurdo desconocer que había razones geográficas e históricas que hacían de Guayaquil una parte de la soberanía quiteña, cuyo futuro inmediato era integrar la unidad grancolombiana de los países emancipados por Bolívar. Precisamente las instrucciones de éste, dimanadas de su firmeza y de su visión neta, 22

Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas capítulo final. Poema "Romance de la muerte de Juan Lavalle" por el mismo autor.

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eran las que obraban en los afanes del gran general cumanés. Por fortuna el ambiente quedó más o menos preparado para la determinación final del Libertador, y el ejército comandado por su héroe predilecto lanzó una poderosa ofensiva hacia las regiones interioranas del actual Ecuador. Había en sus filas cientos de voluntarios del litoral y de la sierra. Que caían heridos o morían, pero ayudando a conseguir nuevos avances, a conquistar duras victorias. Las aguerridas milicias de Febres Cordero y de Urdaneta vigorizaban aquel rayo vencedor. Y en las frías, ventosas y desoladas mesetas del Chimborazo relampagueaban, además, los aceros del general Juan Lavalle, perennizado en una gran novela y una elegía conmovedora de su compatriota argentino el admirable escritor Ernesto Sábato. 22 La última ciudad tomada por el general Antonio José de Sucre, antes de su encarnizado combate en la capital, fue Latacunga. Le faltaba un trecho de cincuenta kilómetros. Para ahorrar sangre y municiones esquivó al enemigo, situado en las inmediaciones de la vía que conduce al norte. Con pericia y táctica muy suyas llevó pues a sus hombres por un costado, pisando las faldas emparamadas y neblinosas del Cotopaxi. Era el 2 de mayo de 1822. Tras maniobras, fatigas y reposos nocturnos en los hielos del volcán, el 17 pudieron dar en el valle de Chillo. Precisamente en el escenario rural que rodea la hacienda de Montúfar, en que se alumbraron las primeras conversaciones de la revolución quiteña de agosto. De ahí treparon a la colina de Puengasí. Divisaron al enemigo, y entonces, burlándolo, se descolgaron hacia Turubamba y Chillogallo, planicies vecinas a la capital, muy próximas al rincón que más quería Manuelita, y que igualmente llegó a amar el Libertador: la hacienda de Cataguango. El Presidente de la Audiencia, general Aymerich, advirtió los movimientos del ejército rebelde, y en demostración de buen estratega evitó que se enfrentara a sus fuerzas en esa zona descubierta. Sucre, por su parte, aprovechó tal circunstancia para dar reposo a sus hombres en el poblado de Chillogallo. Todavía está en pie, al frente del actual

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parquecito, la vieja casa en que se alojaron él y sus oficiales. Tres días completos se estuvo allí estudiando con mucho detalle los accesos a la ciudad. Examinando los caracteres del terreno. Meditando las posibilidades de soslayar las reacciones militares de los realistas, acampados a poquísimos kilómetros del lugar en que ellos se encontraban. Exactamente, en el actual barrio de La Magdalena. Diseñaba esbozos de la avanzada más segura. Sobre éstos discutía con los comandantes de su tropa, entre los que había algunos extranjeros brillantes. Y, al fin, resolvieron marchar en línea recta, por un suelo quebradizo y difícil. Así en efecto lo hicieron. Les protegía lo más oscuro de la noche. Poco a poco, aunque sin darse un momento de respiro, llegaron a las faldas abruptas -hendiduras y boscaje- del sur oeste del Pichincha. Las ascendieron con voluntad suprema. Dominaron así el repecho de San Diego, y desde ese sitio se desplegaron por lo eminente de las lomas, hasta un punto desde el cual la vanguardia podía contemplar las torres pastoriegas y los rebaños de casitas blancas en torno de éstas. Casi todo el ejército de Sucre, de dos mil novecientos veinticuatro hombres -superior en más de ochocientos al de la división española-, se concentró en aquella franja del altozano. De uno de los campanarios subió hasta allí el eco del golpe metálico de la hora: eran las ocho de la mañana del 24 de mayo de 1822. El pueblo quiteño observaba con total claridad, en un ambiente luminoso, la presencia hormigueante de los soldados. Pero asimismo, y apenas muy poco después, advertía a las compactas columnas de combatientes contrarios que, tras salir de su asiento vecino de La Magdalena, lograban escalar a una idéntica altura por los flancos opuestos del norte. En efecto, en una decisión de naturaleza mortal en que parecía estar resollando el más crudo coraje, los españoles se habían colocado frente a frente para provocar la lucha. Cualquier ofensiva en esas condiciones tenía que estimular una reacción sangrienta. Cada paso adelante, en los dos bandos, llevaba en sí la voluntad de poner en juego la vida. No había pues, entre las rugosidades de la montaña, otros espacios que los que reclama el heroísmo.

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Al hacer el juicio de lo que entonces ocurrió en el Pichincha sería necio ensombrecer el valor de una de las fuerzas rivales, como es práctica entre los que se embriagan inconscientemente de patriotería. El ánimo hazañoso de cualquiera de los dos frentes magnificaba de veras la valentía del que lo rechazaba. Y como el ardor del convencimiento de las causas de la lucha estaban en uno y en otro de ellos, mal se hará en hablar de ferocidad en el un caso y de heroicidad en el otro. Los muertos confundidos en el campo de batalla no prueban sino la grandeza común de corazón con que ambas partes supieron asumir el sacrificio. El general Antonio José de Sucre coordinaba los movimientos del ejército republicano, dictaba órdenes premiosas para la ejecución de aquellos, y también se empeñaba personalmente en los combates, empuñando su propia arma y comandando a sus hombres en el filo mismo de uno de los despeñaderos. Tenía desde luego la formidable cooperación de sus altos oficiales, que conducían sus respectivas tropas, procedentes de varios países. A bayoneta limpia y fuego granado, iban saboreando en cada instante los amagos iracundos de la muerte. Santacruz, Morales, Córdoba, Mires, O'Leary eran esos oficiales. No se daban tregua en acicatear a los suyos con órdenes de inimaginable audacia, que las corroboraban con su ejemplo individual. Era la única manera de consagrar con un destello de generosidad gloriosa a los batallones de los que hubimos nuestra libertad: el Paya, el Yaguachi, el Alto Magdalena, el Albión, el Trujillo, el de la Reserva. Fueron tres horas casi enteras las de la feroz contienda. Alternaban los triunfos y las derrotas en las dos fuerzas rivales. Eran las doce del día, según Antonio José de Sucre, cuando los realistas se vieron obligados a dispersarse en veloz descenso por los recuestos de la loma y a entregar las armas del último de sus cuerpos en la colina de enfrente -El Panecillo-, en cuyo Fortín se pactó la rendición total. O'Leary y sus británicos del Albión habían sido los que remataron allí la victoria. Poco después se veía que la bandera tricolor, de la nación independiente, se agitaba como una mano viva y alborozada en lo prominente del convento de El Tejar. Eso ocurría pues en los declivios

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noroccidentales del Pichincha, nuestro monte que entre muertes dio sostén al nacimiento patrio. El monte por excelencia tutelar. Producida la capitulación de los españoles, el 25 de mayo por la tarde, la gente de Quito, que horas antes se había escindido entre seres amedrentados, metidos en lo hondo de sus casas, y seres atrevidos, dispuestos a trocarse en guerreros de refuerzo, abandonó diferencias de todo género y llenó súbitamente calles y plazas, para pregonar la victoria. El alborozo unía a los quiteños en masas compactas. En lo que concierne a Manuelita, ésta había observado la batalla desde el sitio en que se concentraron los organizadores de las operaciones de ayuda y los voluntarios de las filas de reserva. Junto a ella estaban sus esclavas Jonatás y Nathán, atentas a la orden de acompañarla sobre sus caballos. Hecho que ciertamente se cumplió en cuanto se oyeron los últimos disparos en las breñas vecinas. La joven, entonces, arregló la marcha y no ahorró prodigios de amazona al frente de una escolta, a la que obligó a trepar hasta los lugares de socorro de los heridos. Subieron con las bestias sudorosas y jadeantes. Ya arriba, en los campos en que habían tronado los combates, ella dio a todos el ejemplo de multiplicarse ansiosamente en las necesidades de su labor salvadora. Tropezaban con cadáveres. Lavaban las heridas de los soldados que requerían auxilio. Las vendaban como podían. Daban señales para que se los bajara de en medio de la loma. En el caso conmovedoramente heroico del teniente Abdón Calderón, casi un adolescente, que, de acuerdo con el testimonio del propio Sucre, recibió cuatro heridas y no se retiró del combate, ya no alcanzaron sino a conocer la noticia de que había agonizado en el piso áspero de la choza humilde -pajas y adobesde uno de esos indios ariscos que se crían en nuestros páramos y laderas. El parte del vencedor en la batalla del 24 de mayo estableció que los patriotas habían ocasionado en el ejército enemigo cuatrocientos muertos, ciento noventa heridos, mil cien prisioneros de tropa y ciento sesenta oficiales. Y que habían tomado posesión de varias banderas españolas; de catorce piezas de artillería y mil setecientos fusiles; de

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cornetas, cajas de guerra y cuanto material fue dejado en la derrota. Por su encarnizamiento, sus actos de valor y sus resultados, se debería asegurar que la gloria de Sucre en Pichincha es tan grande como la de Ayacucho. Doscientos de sus hombres habían entregado la vida en ese campo de batalla. Pero después de estos detalles evocadores, y de las referencias al fervor, el coraje y los servicios que a su vez puso Manuelita en esta jornada de la emancipación, será fácil advertir hacia qué horizonte apuntaban las vehemencias de ella cuando se despidió en Lima de su marido, James Thorne.

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CAPÍTULO XVII Manuela y Bolívar anudan sus vidas La trepidación bélica de Simón Bolívar, a lo largo de Nueva Granada, había llegado aparentemente a su fin. En el mismo tiempo, la victoria en las laderas del Pichincha determinó la independencia de la nación ecuatoriana. Todo lo había ido concibiendo, orientando y disponiendo él mismo. Las armas liberadoras tenían que avanzar hacia los países del sur. Su genio de visionario no dejaba de columbrar los cambios radicales por los que estaba combatiendo desde hacía casi una década. Por lo pronto sabía que era necesaria su presencia inmediata en Quito. Debía contrarrestar las veleidades autonómicas o de peruanofilia, y la consiguiente carga de confusión política, que peligrosamente se habían manifestado en los transitorios gobernantes del puerto guayaquileño. No les permitiría de ningún modo desconocer que éste era parte del territorio de la nueva nación. Como continuará siéndolo por siempre. Sabía, igualmente, que no podía demorar su viaje porque había una incontenible ansiedad popular de exaltarle personalmente, y rendirle gratitud por el bien supremo de la libertad. Comprendía, asimismo, que aquel era el camino para organizar la arremetida contra las últimas y vigorosas fuerzas de la monarquía española, concentradas en el Perú. Pero, esto sí, ni remotamente presentía que en su itinerario de amores, que corría paralelo con el de sus hazañas guerreras, le aguardaba en Quito la sorpresa del encuentro

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con una mujer cuya gravitación lograría profundas mudanzas en su destino: ella era la arrebatadora, inteligente e intrépida Manuelita Sáenz. Una figura excepcional, como creada a la medida de su propia grandeza. Después de la batalla emancipadora del Pichincha, la joven fue presentada al general Sucre por el medio hermano de ella, José María, que fue uno de los combatientes. A los tres les unían varias afinidades: el sentido de la dignidad personal, la finura del trato, la pureza de las ideas políticas, el temperamento heroico, la admiración apasionada a Bolívar. Estaban casi en una misma edad. El mayor de ellos era Antonio José de Sucre, con algo más de veintisiete años. Le seguía Manuelita, con veinte y seis años y medio. El comandante Sáenz tenía exactamente dos años menos que su cohermana. Ambos se habían comprometido con el primero a prestar atención al huésped inmortal en su cercano arribo a Quito, que no tardó en anunciarse. Seguidores de las tropas vencedoras y curiosos que iban de un punto a otro de la ciudad observaban sobre todo las actividades de Sucre. Mediana la estatura -era algo más alto que Bolívar-, pálido el rostro de color ligeramente claro, pelo bruno y ondulado, mirada atenta y severa, nariz larga, corva y aguda, labios finos, aire de melancolía casi perpetua, se movía a pie y en su caballo coordinándolo todo para asegurar la nueva situación del país, y desde luego para la entrada del indisputable conductor de las patrias redimidas. Hasta que un día partió apresuradamente hacia las comarcas del norte de la capital, para escoltar al que llegaba. Mantenía en su mente un propósito inconfeso: el de insinuarle, con su extremado respeto; y sus inalterables hábitos de cortesía, que examinase la conveniencia de contar con el comandante José María Sáenz para los servicios de edecán durante su estada quiteña. Las impresiones que recibió Bolívar en los pueblos del actual territorio ecuatoriano fueron como para desenturbiarle el corazón después de seis meses de aborrascadas acciones de victoria en el país

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vecino. Aunque, si se quiere ser verdaderos, hay que reconocer que hasta en la abrupta ciudad de Pasto, intransigentemente realista, y no dominada entonces para siempre, había conseguido entrar aclamado como héroe. En este nuevo y largo trayecto, por un medio que aún no había conocido, se dejaba llevar de meditaciones que trasmitía a dos acompañantes predilectos que marchaban a su lado: hombres apuestos, curtidos ya en las adversidades, fieles en todas las circunstancias, decididos en los combates y los trabajos, rigurosos e. inteligentes: los generales José Gabriel Pérez, secretario, y Daniel O'Leary edecán. A los dos les había confiado, y seguiría haciéndolo, misiones difíciles y delicadas. Su misma correspondencia oficial, a más de todo ello, encontraba en ambos muestras de superior eficiencia. El Libertador era de palabra fluida y de ideas claras, precisas, penetrantes, incitadoras. Las experiencias en sus denuedos ciclópeos, en que cada día daba cara a la muerte, le habrían convencido del sino azaroso de casi todo lo humano. El amor y el aborrecimiento, la gratitud y la venganza, la lisonja y el vituperio, la ventura y el infortunio, la lealtad y la perfidia, el amparo y el atentado, el aliento y el desaliento, la ilusión y la desesperanza, la esplendidez y la penuria, el éxito y la frustración, la gloria y el repudio habían ido alternando sin término en su carrera. Pero la violencia de los cambios había prendido en su alma la congoja irremediable de un gran escepticismo. Esas reflexiones se las oían, callados, sus dos acompañantes más próximos. Quienes no se atrevían, por supuesto, ni a pensar que careciesen de verdad. Porque en aquel hombre se enlazaban los atributos del filósofo con los prodigios del guerrero. A duras penas, lo único que se aventuró a decirle el general José Gabriel Pérez fue: y, entonces, Excelencia, a dónde irán a parar las fatigas de estas cabalgatas de miles de kilómetros, la sangre y los dolores y sacrificios de tantos encontronazos con los enemigos, los efectos de su genio de civilizador y conductor: a dónde. Quién lo sabe, respondía Bolívar. Quién sabe si todo se reduciría a los escombros de "una pobre farsa", o si él acaso, para ser más ciertos y concretos, estaría sólo "arando en el mar". Y

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desde luego, cuando ello decía, era que estaba pasando por alguna de esas horas -que ni a su temple heroico le faltaban- de pesimismo desconsolador. Albores, atardecidas, noches de lluvia o de límpida y helada infinitud se sucedían en las jornadas que estaban haciendo. Los soliloquios de Bolívar se cambiaban a veces en diálogos animados con aquellos personajes, o con otros pocos a quienes daba acceso a una parte de su intimidad. En algunos de tales casos era distinto el tono de su lenguaje. Había anécdotas de campaña o de incidencias lujuriosas que remembraba haciendo suyos los vocablos malsonantes, o expresados con equívoca intención, que se acostumbran en la jerga cruda de soldados. Naturalmente, se cuidaba de mencionar en aquellas evocaciones fortuitas, de impensada ocasión, aun a la mujer más alegre de cascos que hubiese ido a la cama con él. Profesaba así un inalterable respeto a su propia hombría, y también a la hembra que le había prodigado amorosamente instantes de placer. Ya en ese plano de relativas confianzas los contertulios se sentían motivados para comentar lo que escuchaban, o para festejarlo, aunque sin perder jamás el límite de una bien aprendida moderación: "¡carajos!". Había poblaciones en las que tenían que demorar más tiempo. Por las manifestaciones colectivas y las solemnidades con que se le recibía al Libertador. O por las necesidades del descanso. Llegó así el domingo 16 de junio de ese 1822. Y se encontraron cerca de los hielos del Cayambe. Cabalgaron un poco más: hasta el villorrio de Tabacundo. Ahí, en una iglesita humilde, con una breve torre que se sonrojaba sorprendida por la primera luz del día, oyó Bolívar la misa de la seis. Su catolicismo no era el del practicante regular, pero allí asistió al rito con satisfacción sincera y espontánea. Los ojos melancólicos, que se iluminaban de emoción callada, de enternecimiento solidario, de curiosidad sencilla y pronta a deslumbrarse, con que le examinaba la gente modesta, no de las ciudades, sino de estos vecindarios rurales, le placían más íntimamente

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que las muestras febriles de las concentraciones urbanas. En este lugarejo triste -que eso lo era hace más de siglo y medio- tomó su desayuno con un pan blanco y esponjoso, amasado allí mismo, y todavía con el grato calor de la lumbre. Tras saborear también, despacio, la paz y la hospitalidad de estos seres oscuros, ordenó la marcha hacia el siguiente punto dé su rumbo: Guayllabamba. Que era un puñado de casas blancas y chatas, construidas con barro y tejas en la ribera de su río homónimo. Algunas tenían terrenos con huertas de frutas, multiplicadas fácilmente al amparo de su clima. Otras, de modo preponderante, habían permitido establecer, en las lindes de la propiedad, criaderos de aves y porcinos. Como todos los pueblos de su condición, éste contaba con una plaza de piso de tierra. Y precisamente ahí los moradores habían reunido a sus pocas familias; el párroco a sus decenas de feligreses; el maestro a sus niños. Y todos, a la entrada del héroe, lo saludaron con gritos de júbilo, con brazos en alto, y aun, algunos, con lágrimas en el rostro. Pero allí en la misma plaza se encontraba ya una apreciable comitiva de jinetes, que había llegado la víspera y la comandaba el general Sucre. Eran oficiales y soldados distinguidos. Habían ocupado el frente de aquel ancho espacio, libre de personas extrañas. Aguardaban por fin en formación militar. Y en cuanto oyeron el toque vibrante del corneta y la voz de mando de su jefe presentaron armas al Libertador. Vinieron después los saludos de la oficialidad. En seguida, la invitación a una ceremonia con las autoridades, en la sala que se le tenía preparada. Eran las diez de la mañana. Y, asimismo, evitando cualquier demora, se afanaron en atenderle en un almuerzo bastante lugareño, que él se lo sirvió con agrado. El destino le había comunicado una gran virtud de adaptación a los diversos medios y circunstancias. Su edecán O'Leary ha recordado esto: Tenía siempre buen apetito, pero sabía sufrir hambres como nadie. Buen conocedor de la cocina refinada, comía con gusto primitivos manjares del llanero y del indio.

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Rodeado en todo momento del alborozo pueblerino, ordenó Bolívar la continuación de la marcha. Comenzó entonces un ascenso difícil, continuado, por los vericuetos de un camino de polvo y arena Los animales jadeantes, abrillantados de sudor, solo se aliviaron de su carga humana en una parroquia cercana a la capital. Ahí se había destinado una cómoda quinta para que Bolívar tomase su baño, vistiese su uniforme de gala y cambiase su montura. Recibió para esto último, en obsequio del pueblo quiteño, un caballo blanco de belicosa apariencia. Sobriamente enjaezado. Les quedaban pocos kilómetros de recorrido. A las cuatro de la tarde llegaron a la antigua explanada norteña de El Ejido, en donde les esperaban unos mil jinetes: setecientos eran civiles y trescientos militares. El conjunto, debidamente ordenado, era impresionante. A él se incorporó el Libertador, para presidirlo. Desde ese punto lo escoltaron los generales Antonio José de Sucre y José Gabriel Pérez. Hubo un momento de obligada espera, por el apretujamiento de la gente en aquel sitio y por las instrucciones que recibía la banda militar para conducir el avance al centro de Quito. Por fin, se inició el paso formidable de esa compacta caballería. Fueron desfilando por entre arcos de ramas y rosas y claveles, que abarcaban por lo alto la anchura de las calles. Desde La Alameda eran inimaginables las manifestaciones de la multitud que vitoreaba al héroe insustituible, ansiosamente esperado. Aun él mismo, a quien se le habían vuelto comunes esas aclamaciones, estaba visiblemente conmovido. Se quedaban vibrando en el aire los gritos colectivos, potentes, de ¡arriba Bolívar!, ¡viva el Libertador!, y los de ¡abajo las cadenas!, ¡muera el rey!, ¡fuera los godos! y ¡fuera los chapetones!, que en los movimientos quiteños de hacía unos años no se podían proferir. Vicente González escribió al Presidente neogranadino encargado, Francisco de Paula Santander: No solo la gente visible de los pueblos, sino hasta el más miserable 23

Alfonso Rumazo González, Manuela Sáenz. La Libertadora del Libertador, Tercera Parte, "De Pichincha a Ayacucho", p. 92.

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labrador ha salido a su encuentro; o a coronarlo, o a regalarle rosas. El que menos le llamaba Moisés y no hubo quien no vertiese lágrimas al verlo.23

La marcha era despaciosa. La muchedumbre tenía que abrirse como un río para permitir que aquella siguiera avanzando. Había aristócratas criollos confundidos con hombres de poncho e indios de cotona; viejos y jóvenes; frailes y religiosas. Hasta los niños en brazos de sus madres podían contemplar a Bolívar. Él respondía a los saludos con el sombrero de campaña que llevaba en una de sus manos. Realmente no había sitio del trayecto, ni aceras ni ventanas de sus costados, que no estuvieran colmados de gente febril. Incontables cestas de pétalos se vaciaban al paso del Libertador. La penúltima etapa del recorrido comenzó en la calle que ahora se conoce con el nombre de Montúfar. Terminada ésta, la banda de guerra, seguida por el millar de jinetes, torció hacía el centro de la ciudad por la Chile, nuestra invocada vía de "los conventos" y de los grandes trajines históricos. Fueron entonces dominando, lentamente, los doscientos metros de cuesta que les separaban de la cuadra, suave y recta, de acceso a la Plaza Grande. Desde aquel momento se desprendió de las altas torres una marea ensordecedora de sonidos de campanas. Parecía que a ellas también les arrebataban el júbilo de la libertad y el espíritu de consagración al héroe que la había conseguido. El corazón dé Manuela Sáenz latía, frenético, en la hermosura de su pecho medio descubierto. Era como si se le derramara adentro una copa de ardores y vehemencias. Estaba ella en el centro de uno de los cinco balcones, de barandillas de hierro y madera, de la casa de la familia Ante-Valencia, que se levantaba justamente en la esquina en donde se cruzan las calles de los palacios, con sus portales, del Arzobispado y el Ayuntamiento. Esto es, en el lugar del actual edificio "Pérez Pallares", cuyos lados miran a la Chile y la Venezuela. El aludido balcón daba hacia la primera. En esos días la construcción, sin duda digna y atractiva, era de dos pisos, de techo de teja con graciosos aleros, y de límpida fachada blanca.

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Manuelita y las damas que la acompañaban tuvieron pues toda comodidad para advertir oportunamente la aproximación de la enorme caballería, con el inconfundible tamborileo de sus cascos. ¡Ya vienen, ya vienen! fue su comentario unánime. La heroína se esforzaba luego en observar por primera vez, y en total silencio, a la figura que más había admirado. Quería descubrir si Bolívar era en efecto como siempre se lo representó, a través de referencias leídas y descripciones de testigos. No demoró en darse cuenta de que su torso era el de un hombre notoriamente pequeño y delgado. Aunque erguido con cautivadora naturalidad, no se destacaba mucho sobre la levantada cabeza del animal en que cabalgaba, sometiéndolo al sabio gobierno de sus riendas. Cuando lo tuvo más cerca vio las galas de su casaca azul y roja, con entorchados de oro en el cuello, en los bordes de la parte delantera, en las charreteras, en las vueltas de las mangas. Y vio por fin un rostro fascinante, jamás similar a otro: de pelo oscuro y ondulado, de frente tan larga que parecía dar carácter al resto de la fisonomía; de rasgos que creaban la impresión de un alma imperativa y superior, aun en medio de su aire de taciturnidad. Ahí estaba el Libertador. Ahí lo tenía a pocos metros del pie de su balcón. Sentía que aumentaba su gozo y su anhélito. Pero sin trastornarla. Jamás perdió el dominio de sí misma. También ella era lo que era por singular destino. Y así, serena, en el minuto exacto, con cálculo magistral, con dirección certera, le lanzó al centro del pecho una corona de laurel perfumado. Él sintió de pronto ese golpe suave, y súbitamente alzó la vista. Detuvo apenas su caballo. Sus ojos profundos y expresivos se le quedaron como retenidos por los ojos negros y arrebatadoramente iluminados de Manuela. Creía no haber visto nunca un rostro femenino tan seductor. La saludó con una inclinación de cabeza. Ella respondió con movimientos de su mano. Aún tenía fuera del balcón el brazo desnudo, pleno, blanco, de piel que quizá incitaba al beso o a la caricia. A la verdad, a nadie más que a esa joven podía habérsele ocurrido homenajearle desde lo alto con una corona simbólica. El héroe continuó su marcha, ya de apenas ochenta metros, junto a los dos generales que he mencionado, y seguido de varias escuadras de los

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más altos oficiales. Pero, no obstante la algarabía, en sus adentros comparecían, por instantes, las preguntas de quién había sido aquella mujer encantadora, y cuál la posibilidad de volver a verla en la ciudad. Manuela, en cambio, sí sabía que su reencuentro se iba a producir unas tres horas después, a lo sumo. Porque había estado en contacto con los que prepararon las ceremonias de bienvenida. La primera comenzó a cumplirse de inmediato, en frente del palacio municipal, en una tribuna que revelaba el celo y el alarde de elegancia de sus arreglos. Hubo allí oraciones cívicas. Y la lectura de una declaración oficial, acogida con un sonoro y prolongado aplauso de la multitud, en que se entregaban poderes políticos y militares a Bolívar. También hubo el rendimiento de gracias de un grupo de niñas, una de las cuales puso en manos del héroe la corona de laurel con que se acostumbra significar, no el despotismo de los monarcas, sino la perpetuidad del reconocimiento a las grandes acciones. De aquel lugar pasaron, después, el homenajeado con su estado mayor y las principales autoridades civiles y eclesiásticas a la Catedral de Quito, para asistir al indispensable tedéum. Bien se puede ver que España seguía dando sus latidos, y lo seguiría por siempre jamás, en las formas de existencia de estas naciones que se le emanciparon. El pueblo colmaba los interiores de la iglesia metropolitana y sus contornos. Se daba con dicho acto un remate solemne a la celebración de la entrada del Libertador en la ciudad. Lo que restaba eran únicamente las expansiones de alegría de la noche. Que consistieron en un gran festejo colectivo en los barrios, con música de bandas populares y estampidos de artificios de pólvora que iluminaban los espacios. Y, desde luego, en una recepción rica de esplendor, a Bolívar y sus generales. Ésta fue ofrecida en casa de un personaje destacado, Juan Larrea. Se encontraba ella en el mismo centro, precisamente en el portal del Palacio Arzobispal: en el espacio que ahora ocupa la Curia Metropolitana. Minutos antes de las ocho, bajo el azul inconfundible, todo despejado, de las anochecidas quiteñas de junio, Manuelita y dos

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jóvenes amigas abandonaron la residencia de los Sáenz y tomaron rumbo, a pie, al sitio del estupendo sarao. Lo hicieron en grupo con el comandante José María -ya en funciones de edecán del Libertador- y de un par de sus compañeros de armas. Se fueron conversando animadamente por la calle del palacio de gobierno, que en esa parte había quedado expedita, igual que los sectores cercanos de las que confluían en la Plaza Grande. No tuvieron que caminar sino un trecho corto de cuatro esquinas. En la parte alta de su morada el anfitrión los recibió, insinuándolos pasar. Pero tomó suavemente del brazo a la "Caballeresa del Sol" y notable reservista de la batalla del Pichincha Manuelita Sáenz, para conducirla, airosa como una majestad del valor y los encantos, hacia Simón Bolívar. Estaba él sentado al fondo del amplio espacio del salón, bajo un lujoso palio cuyos cuatro lados superiores se hallaban revestidos de una colgadura de seda con los colores amarillo, azul y rojo de la bandera mirandina, entonces grancolombiana. Junto al sillón del héroe se habían dispuesto las sillas del general Sucre, de Juan Larrea, de su esposa, y de algún pariente íntimo. Los edecanes parecía que realzaban el conjunto, parados cerca del dosel. El resto del reducido y selecto núcleo de la oficialidad se había repartido por uno y otro rincón, entre autoridades e invitados. Pero se sentía realmente que todo el ámbito se encontraba invadido por la irradiación de grandeza del Libertador. En cuanto reparó éste en que el dueño de la casa se le aproximaba con aquella mujer de gracia irresistible y espontánea distinción, se levantó del asiento para ofrecerla su saludo. Bastante se ha historiado sobre las oportunas y naturales maneras de refinamiento del indomable guerrero. Pero en esta ocasión sus hábitos de cortesía adquirieron un brote de intimidad. Su pequeña mano -que así las tenía en contraste con sus esforzadas campañas militares- tomó emotivamente la de Manuelita y la alzó hasta sus labios. Hubo una iluminación expresiva en ambos que denunció la fuerza de atracción a que mutuamente se sintieron sometidos. El destino comenzaba a confundirlos, determinando, en forma súbita, el deslumbramiento que

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los poseyó, y que en esa mínima fracción de tiempo ninguno de los dos alcanzó a disimular. Desde luego, en el oído de Bolívar se quedaron resonando las palabras de presentación del invitante: "la señora Manuela Sáenz de Thorne". Hacia esos años, ¿cómo eran ellos en la contemplación y el trato de los que les conocieron o frecuentaron? No es intento del todo incierto el suponerlo cuando se resuelven en una síntesis las circunstancias descriptivas que se han conservado y algo de su iconografía. En nuestras mismas páginas ya se han ido recogiendo algunas de sus imágenes, que quizá se verán suficientemente corroboradas con estas notas adicionales. La estatura de Bolívar era pequeña. Apenas si llegaba a un metro y cincuenta y siete centímetros. La delgadez de su cuerpo se mostraba de manera notoria. Si bien llevaba siempre rectos, erguidos, el pecho y los hombros, ellos eran angostos. Y, en grado igualmente perceptible, sus piernas se dejaban advertir bastante descarnadas. El acero de su fortaleza parecía haber desdeñado los atractivos comunes del desarrollo físico. El resto de su apariencia guardaba proporción con ello: O'Leary escribió, al respecto: "Manos y pies, pequeños, que una mujer hubiera envidiado". Pero los rasgos del rostro, coincidentes por cierto con el conjunto personal, pregonaban las características de superioridad que se concentraban en su alma, incluida la voluntad. La claridad de la frente, de longitud desmesurada, exhibía las líneas de unas arrugas prematuras, que eran consecuencia de la manía de plegarla entre los hábitos de pensar y las perturbaciones de su tranquilidad. Hacían un conjunto armónico las sienes hundidas, las cuencas profundas de sus ojos oscuros y sus cejas largas y arqueadas. También lo hacían sus orejas y su nariz, que se prolongaban con simetría y en trazos perfectos. Los pómulos salientes encontraban cabida en el óvalo facial, que se adelgazaba en las mejillas y la parte inferior. Los labios no eran carnosos, pero se advertía sin esfuerzo la distancia que había de la punta de su nariz, nada pequeña, hasta la boca. Sobresalía levemente, como para acentuar la expresividad de sus gestos, el labio de abajo.

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El color de la piel denunciaba su oriundez tropical y el pertinaz castigo del ambiente de las campañas. Había pues perdido su probable fondo de blancura. El cabello de hebras finas y onduladas era definidamente negro. Sus ligeras entradas formaban un mechón central, que se doblaba en redondo en la parte superior de la frente. Las porciones de pelo de los lados se las peinaba cuidadosamente hacia adelante, según era usual en ciertas figuras del pasado. Así se volvía más armoniosa y distinguida aquella cabeza destinada a la perennidad escultórica. Otros detalles habría que añadir. En los años de su apoteosis en los países del norte y en Quito y el Perú, se completaba la fisonomía de Bolívar con largas patillas y bigote espeso. Por fortuna, pasajeros. El haber empezado a encanecer tempranamente, y sin duda la cariñosa presión de Manuelita, que odiaba en él toda impresión de vejez, le obligaron a afeitárselos durante su estancia en Bolivia. También por sentirlo como cosa atentatoria a la dignidad de su presencia, hasta 1820 se mortificaba por la formación de un lobanillo en la nariz, que al fin consiguió hacerlo desaparecer. Estoico. Hecho como ninguno para soportar inclemencias naturales. Para adaptarse a la rusticidad de albergues en selvas, trópicos, desiertos y páramos. Para entredormirse apenas bajo la intemperie y en pisos de tierra, o en hamacas y camastros miserables. Para usar toscas y sufridas prendas de campaña. Para privarse hasta de los alimentos necesarios. Para recorrer kilómetros sin fin en caballos cerreros y en mulas. Para desafiar el plomo de las batallas y de las amenazas de asesinato. Hombre en suma probado en todos los peligros, los sacrificios, las crudezas y las agonías. Pero, adviértaselo bien, sensible y reflexivo entre las borrascas. Y, por cierto, cuidadoso de su altivez, de su arreglo y galanura, en los momentos de consagración cívica. Además, deslumbrante como refinado en las reuniones sociales. Téngase también en cuenta que en los dos ambientes le asistía una elocuencia cuyo vertedero era el de una gran cultura y una inteligencia superior.

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En lo que concierne a Manuelita, sus imágenes han venido acompañándonos a los largo de toda esta evocación. No obstante, los ojos de extranjeros que la miraron, entre los límites de la plenitud gloriosa y dramática de Bolívar, se halagaron insospechadamente con el arrobamiento que comunicaba la contemplación de su belleza, y dejaron testimonios dignos de tomarse también en cuenta. Asimismo, cuando ya habían declinado su juventud y su salud, y se hallaba recluida en las hoscas soledades de su destierro, hubo viajeros y escritores que fueron en su busca, la visitaron y confesaron con palabras deleitosas la admiración que todavía era capaz de producir. Entre esa suma de forasteros a quienes cautivaban sus encantos y sus excelencias de valor e inteligencia se contaron, naturalmente, los que de modo más constante estuvieron cerca de ella: edecanes europeos del Libertador y varios oficiales de alta graduación que le acompañaron en sus jornadas heroicas. El autor de Tradiciones peruanas, Ricardo Palma, ha recordado en páginas altamente sugestivas -como gran parte de lo suyo- que "todos los generales del ejército, sin excluir a Sucre y los hombres más prominentes de la época" le tributaban atenciones "como a la esposa legítima" de su amante. Los soldados la llamaban generala. Y ella sabía mandarlos militarmente, con la seguridad de que la respetaban y estaban prontos a obedecerla. Por eso, en ausencia de Bolívar, logró sofocar o combatir revueltas que se armaron en contra de él. No me resisto a tomar, por todo lo que muestra de su personalidad y de su gracia, esta vívida y bien lograda estampa de Manuelita, que pertenece a Próspero Pereira Gamboa y ha sido reproducida en el libro biográfico de José Rumazo González: Jinete en un potro color jaspeado, con montura de hombre, pistoleras al arzón y gualdrapa de marciales adornos; vestida a lo

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Juan Bautista Boussingault, Memorias, reproducción de A. Rumazo González, Op. cii., pp. 151-154.

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turco, con el pecho levantado sobre un dormán finísimo, meciéndose sus bucles bajo un morrión de pieles, garbeada la cabeza por cucarda y plumajes militares, y sus pies por diminutas botas de campaña, con espolines de oro.

Tampoco me resisto a incluir aquí estas "memorias" del coronel y hombre de estudio Juan Bautista Boussingault, porque sé que de este modo prendo un poco más de vida en mi fascinador personaje: Estaba siempre visible. En la mañana llevaba una bata, a la que no faltaban atractivos. Sus brazos estaban desnudos, ella no se preocupaba por disimularlos; bordaba mostrando los dedos más lindos del mundo; hablaba poco; fumaba con gracia. Daba y acogía noticias. Durante el día salía vestida de oficial. En la noche se metamorfoseaba. Se ponía ciertamente colorete. Sus cabellos estaban artísticamente peinados; tenía mucha animación; era alegre, sirviéndose algunas veces de expresiones pasablemente arriesgadas. Su complacencia, su generosidad, eran ilimitadas. Una noche fui a su casa a recoger una carta de recomendación que me había prometido. Esta carta estaba dirigida a su hermano el general Sáenz, residente en el Ecuador, a donde yo iba. Manuelita acababa de comer y me recibió en una salita. En nuestra conversación ponderó la habilidad de sus compatriotas quiteñas para el bordado, y como muestra quiso mostrarme una camisa artísticamente bordada. Sin más ceremonia y como lo más natural del mundo, tomó la camisa que llevaba por la parte de abajo y la levantó, a fin de que yo pudiese examinar el trabajo verdaderamente notable de sus amigas. Fui obligado a ver algo más que el traje bordado. Mire, don Juan, cómo está hecho esto, me dijo. Pero hecho a torno, respondí, haciendo alusión a sus piernas. La situación se volvía molesta para mi pudor cuando fui salvado del peligro por la entrada de Wills.24

Esto ocurrió en Bogotá. Sin duda en la casa que Manuelita habitó a pocos metros del Palacio de San Carlos. Aquel testigo venido de Francia, que dio a la posteridad un apunte tan fiel y tan útil, parece que ingenuamente se desconcertó ¡pobre hombre! ante la actitud de aquella mujer que subyugaba sin ocultas intenciones, segura de sí

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misma. Su cuerpo era realmente hermoso, de formas plenas, ondulantes, bien proporcionadas. Ella lo sabía, y por eso le era placiente hacer que lo admiraran sin hipócritas recatos. En las reuniones sociales, sus aristocráticos vestidos dejaban libres las blancas desnudeces de sus hombros perfectos y de la mitad de su pecho, poderosamente atractivo. En éste, la línea insinuante con que comienzan a pronunciarse los senos incitaba a una contemplación de evidente voluptuosidad. La cintura, las caderas, los muslos, las pantorrillas, parecía que no alcanzaban a esconder entre las sedas el dictado sensual de sus encantos. En consonancia con todo ello, el andar de Manuelita era imperativo, y lleno de gracia a la vez. Y su presencia acaso conseguía comunicar la animación y el contento propios de tenerla cerca. Especialmente cuando las personas atendían sus bromas y la llana desenvoltura de sus frases, o, en otro plano, sus ideas y sus juicios, poseedores de un estimable fondo de cultura. Hay que saber que, convertida ya en compañera del Libertador, se conducía con la autoridad que pertenece únicamente al enlace conyugal: ambos presidían las largas mesas en tales reuniones, colocados en los extremos de ellas. También su rostro seducía. Era de piel clara, suave y límpida, y ligeramente redondo. Su cabellera, de hebras negras y finas, estaba cortada a la altura del cuello, y peinada con una raya que la dividía en dos mitades exactas. Hacia la parte media del pabellón de las orejas, más bien pequeñas, y de las que colgaban preferentemente zarcillos de oro con piedras preciosas o doble perla, se le advertían unos rizos breves -uno a cada lado-, de gusto sobrio y cuidadoso. La frente la tenía tersa y despejada. La línea de las cejas contribuía a destacar el poder de sus ojos. Que eran grandes, oscuros, extremadamente expresivos, y que fulguraban en los arranques súbitos de la emoción. Su nariz era recta, armoniosa y bien perfilada. Y su boca, que se mostraba normal y ligeramente carnosa, parecía la adecuada para sonreír con dulzura o picardía, y para disponerse a las manifestaciones del amor o el desdén. Un hoyuelo en medio del doble pliegue de la

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barbilla enriquecía su gracia. Cómo -se pregunta uno ahora- no haber sentido la singularidad magnética, el influjo penetrante y halagador, la potencia de hermosura y fuerza interior que dimanaban de aquella mujer. Cómo no haber anhelado, en los silenciosos adentros de cada cual, las preferencias de ella. Y cómo no admitir las razones por las que una de las mayores figuras de la historia universal -Simón Bolívar- se vio para siempre cautivo de su frenesí de amor. La atracción de Manuelita, jamás fallecedera, ha traspasado los horizontes de su tiempo. Adviértase, en efecto, que dos célebres escritores hispanoamericanos de este siglo, Premios Nobel ambos -Pablo Neruda y Gabriel García Márquez-, la han evocado con palabras de exaltación. El primero en los versos extraordinarios de La insepulta de Paita. El segundo en la prosa estupenda de El general en su laberinto. Caso único, sin duda, en la historia de las mujeres superiores de este lado del mundo. Y bien, en aquella noche del domingo 16 de junio de 1822, en el baile quiteño ofrecido al Libertador, la joven recibió de éste el saludo que antes he descrito, y se apresuró a pedirle perdón por el golpe que le había dado en el pecho con la corona de laurel que hizo volar desde el balcón. La respuesta, espontáneamente risueña, fue la de que ese golpe en verdad le había herido dentro del pecho, y de que si sus soldados mostraran aquella puntería las victorias futuras estarían ya aseguradas. Ambos festejaron con una risa simultánea la ocurrencia, en medio de la respetuosa tiesura de los que les rodeaban. Y alguno provisto de cierta perspicacia debió de haber advertido que los ojos vivaces de la pareja se llenaron de un gozo vehemente, como en un acto de mutua apropiación de sus excitadas interioridades. Breves minutos después la orquesta sonó sus instrumentos con la diáfana sabiduría de esa época. Y Bolívar no vaciló en escoger a Manuelita para bailar con invariable destreza el minué, el vals y las simpáticas figuras colectivas de la contradanza. Cuando él se entregaba al baile se le iba el tiempo sin que lo sintiera. Parecía no

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fatigarse jamás, ni jamás acabar de satisfacerse. Su displicente biógrafo español Salvador de Madariaga, según ya lo mencioné, atribuía esa pasión del baile a las gotas de sangre de una probable línea familiar africana. Tenía realmente el dominio entero y febril de los ritmos. La hermosa quiteña, a su vez, resultó serle la compañera ideal en todas las piezas. También ella amaba la música. Aun aprendió a interpretarla en el clavicordio del coro de Santa Catalina. De modo que sabía seguir los compases de la danza con la levedad de un ala. Pero los dos se deleitaron entonces no solo con los movimientos que les establecían las notas escrupulosas de la orquesta, sino, además, con una conversación diversa y reveladora de sus impresiones pasadas, de sus deseos y de sus preferencias intelectuales. Para Bolívar fue una sorpresa inicial el haber hallado en Quito a una mujer cuya belleza, por sí misma, era suficiente para imponerle una atracción poderosa. Las que siguieron no vinieron sino a reforzar las razones de ésta. En efecto, no la imaginó con una vocación de heroicidad tan sincera y legítima. Ni tan apta como él para las delicias del baile, que en medio de sus cadencias, según era sabido, inspiraban al Libertador ideas, proyectos de acción y aun de hazañas bélicas probables. Ni menos la supuso con la cultura que ella poseía. A él le ocurrió, entre insinuaciones de acercamiento sentimental, recordarle unos versos de algún clásico latino, sin pensar siquiera que en Manuelita motivarían en seguida comentarios sobre ese y otros autores. De pronto se encontraron hablando de Plutarco, de Tácito, de Lope de Vega. Y, como ambos eran lo que eran, no despuntó en ellos ni el más leve intento de pedantería. Todo se resolvió en coincidencias de satisfacciones íntimas. Cuando, no mucho después, llegaron a vivir bajo el mismo techo, en horas de reposo imperturbable Manuelita le complacía con sus lecturas predilectas, hechas con una voz cautivadora, que seguía la onda interior de los textos con la más clara inteligencia. La recepción, larga y suntuosa, tuvo pues de todo: danzas y contradanzas, coloquios como el de las dos grandes personalidades a

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que acabo de referirme, una cena con licores escogidos (el Libertador, que no toleraba a los borrachos, aceptó apenas una copa de champaña y dos de vino), y, en fin, no faltaron tampoco las muestras de admiración, de gratitud, de halago, de extremado respeto, de unánime sometimiento a su genio y a su destino de gloria. La orquesta calló sus sones tras la primera hora de la madrugada. Para entonces Manuelita, vencida de todos los convencimientos, había dado ya su palabra a Bolívar de visitarle en su residencia, el Palacio de Gobierno, el 18 de junio. Pues que en el entrante día él debía consagrarse a reuniones oficiales y al denso despacho de su correspondencia. Promediada la tarde de aquel 18, un edecán estuvo a buscarla en casa de la familia, ahí en la esquina del Arco de la Reina. Caminaron casi en silencio hasta el Palacio. Vestía ella un traje blanco con bordaduras y capa larga de terciopelo azul, la cual se sujetaba, a la altura del cuello, con una mínima cadena de plata. Se mostraba seductora, en la plenitud de sus veintiséis años y medio. La esperaba su invitante, en los aposentos privados. Él, no obstante los vejámenes prematuros de los surcos de su frente y unas pocas canas, estaba igualmente cargado de euforia. Se hallaba viviendo, casi exactamente sus treinta y nueve años de edad. Había dado órdenes terminantes de que nadie, por nada, le interrumpiese. El encuentro fue efusivo, como de personas unidas ya por una antigua confianza, por una comprensión fácil y segura. El temperamento afín de los dos lo mudaba todo Y, desde la antevíspera en que se trataron, sentían impulsos de acercamiento mutuamente irresistibles. Bebieron, entre confesiones cariñosas, las copas de vino que Bolívar tenía servidas en una mesita de la sala contigua a su alcoba. Pronto el sofá les resultó incómodo para los acosos de un varón que tenía ímpetus y desahogos irrefrenables, y para una hembra cuyos

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Federico García Lorca, Romancero gitano, "La casada infiel", poema número 6.

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redondos encantos estaban poseídos de voluptuosidad. Él era, en efecto, un estratega y combatiente prodigioso para los desafíos del amor. Ella, a su vez, con sus indescriptibles opulencias femeninas, era la criatura adecuada para esos asaltos recíprocos del instinto.

El desnudarla a Manuelita y verla, íntegra, como una escultura viva, envuelta en un efluvio erótico y en reclamos palpitantes de cubrimiento carnal, precipitó sus reacciones de viril posesión. La besó una vez y otra, una parte y otra, con labios que la recorrieron todo después de la boca y el fruto encarnado de sus pezones. La palpó de modo completo, ansiosamente, cariciosamente, sofocándola de ardores y deseos. El cuerpo se le fue entreabriendo como una corola cálida y perfumada para el acto de penetración en el dulce zarpazo final. Se enlazaron entonces en las exigencias gozosas del sexo y el espasmo. Pero se enlazaron también, sin haberlo ni intuido en esos instantes, con un carácter de real perennidad. Porque aquella atadura solo se acabó cuando se les acabó la vida. El libertador insigne, que conquistó así el cuerpo de la heroína quiteña, perdió en dicha batalla su libertad. El varón victorioso de ese momento pasó pues a ser un irredimible corazón conquistado. Desde luego, razonándolo desde nuestro ruedo temporal, a casi doscientos años de distancia, nos atreveríamos a decir que el general Simón Bolívar, jinete de predestinación inigualable, tras su experiencia voluptuosa con una mujer que encarnaba todos los secretos del gozo, bien hubiera podido expresar lo que el genial poeta Federico García Lorca en su romance de La casada infiel: Aquella noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos.25

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CAPÍTULO XVIII Guayaquil, El Garzal y siempre Manuela Casi dos semanas se estuvo Simón Bolívar en la ciudad de Quito. Pues que viajó a la costa el viernes 28 de junio. Y no hubo casi un día en que no se vieran con Manuela. Se debería decir también que casi no hubo noche en que no repitieran sus batallas, cuerpo a cuerpo, en la intimidad de la alcoba. Los excesos surgían de la simultánea avidez amorosa de los dos. Del arrebato que su aproximación les producía y de una evidente compenetración espiritual. Pero los efectos pasaron de la simple extenuación física. Por eso Gerhard Masur afirma, en su obra sobre el Libertador, que la tuberculosis que éste había incubado se reactivó por las prácticas del sexo con la fascinante quiteña. Parece que él realmente tuvo una predisposición para esa enfermedad, y que la reciedumbre de su vida heroica, con esfuerzos titánicos a través de climas hostiles, con fatigas, desvelos y privaciones, más la confabulación -que no le faltó- de los estragos de un inapaciguable erotismo, acabaron por determinar que el mal se le desarrollara. Durante esta primera estancia de Bolívar en la capital ecuatoriana los dos amantes se escaparon también, un fin de semana, al retiro de la hacienda de Cataguango. El sitio, querido como ninguno por Manuelita, le plació desde luego a su invitado, una de cuyas

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preferencias había sido antes la del contacto con los campos de Venezuela. Diestro y sensible para percibirlo todo, desde su caballo fue haciendo comentarios sobre la línea nostálgica del horizonte, las cejas de árboles de la distancia, las manchas de sembríos de las laderas, la paz del senderuelo que zigzagueaba en suaves declives y al cual orillaban matorrales poblados de gorriones. Se detuvieron, por fin, frente al arco de acceso a la hacienda, que permitía la contemplación del enorme patio cuadrangular y de la casa espaciosa, con sus portales de columnas de madera. Salieron a saludarles las esclavas Jonatás y Nathán, que estaban hechas un anís con sus vestidos límpidos y sus delantales blancos. Demoraron allí un par de días, que a Bolívar le fueron suficientes para, entre otras cosas, formarse juicio de lo que prometían las tierras de esa propiedad familiar de su amada. No se olvide que ambos llegaron a hacer, en algún año posterior, una inversión conjunta, a fin de mejorarla. Pero tampoco se olvide que, como la joven era, según O'Leary, "la mujer más desinteresada del mundo", al abandonar Cataguango le obsequió a su compañero un caballo de atractiva estampa -el Pastor-, que lo incorporó él a las marchas guerreras del sur. Varias fueron las razones que le empujaron a dejar Quito. Había pueblos y ciudades que lo reclamaban para ofrecerle adhesiones apoteósicas. Una de ellas fue la de Ambato, en la que alcanzaron a estrechar su mano varios de los combatientes de Sucre en la campaña emancipadora de la provincia. Entre estos el patriota tenaz y belicoso Marcos Montalvo, padre de Juan, nuestro célebre prosador del siglo diecinueve. Y brillante apologista de Bolívar, según muchos lo saben. Pero la causa seguramente primordial era la de imponer su lúcida decisión en la suerte de Guayaquil. Tal empeño arrancaba propiamente del ideal de gestar la unidad de su nación con la neogranadina y la del Sur, o de Quito, sin merma de territorio ni de poder político. Ya por eso había constituido la gran república, tripartita que respondía al nombre de Colombia. Sus intentos de buscar, como era lo debido, la vertebración vigorosa de nuestros pueblos no los entendieron sus

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contemporáneos. Y, precisamente, entre los orígenes de la aversión, ya franca, ya solapada, con que le afligió Francisco de Paula Santander -"el hombre de las leyes", según el noble concepto del mismo Bolívar-, se tendrá que contar el de la política integradora de éste, que no cabía en la cabeza del otro. Pero el general Antonio José de Sucre sí le comprendió, y trató de ser leal a sus instrucciones cuando, a mediados de 1821, recibió orden de marchar con una fuerza militar numerosa para combatir al jefe español Aymerich. Persiguió en efecto afianzar la libertad guayaquileña e ir extendiéndola hacia el resto del país. Y mucho hizo simultáneamente, fiel a las instrucciones bolivarianas, para lograr el propósito de poner al puerto independiente bajo la bandera unitaria de Colombia. Pero las resistencias a ello no habían aún sido depuestas, sobre todo en el gobierno triunviral de Olmedo, Ximena y Roca. Además, eran evidentes las codicias que se habían despertado en el Perú, de absorción de la soberanía de aquella ciudad. La táctica de los interesados en eso consistió en obtener la participación directa de su Protector el general José de San Martín. Y por cierto le convencieron pronto de la necesidad de tomar para sí la ejecución de semejante despropósito. Quizá él pensó que no tenía otra opción. Habían aumentado su deterioro popular y las discordias de los que dirigían sus milicias, las cuales hacían flaquear los ánimos para la continuación de las luchas. Y cada vez parecía mayor la gravedad de las acciones vindicativas que organizaban los comandantes de las tropas realistas en algunas zonas próximas a Lima. El héroe argentino se vio pues precisado a disponer los arreglos para entrar cuanto antes en Guayaquil, casi seguro de la condición favorable de la Junta de Gobierno a que he aludido. Pero su decisión estaba entrañada también de otro afán, este sí nacido del propio juicio personal sobre la

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General Daniel Florencio O'Leary, Op. cit., Volumen II, capítulo XXXII, p. 119.

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suerte adversa que estaban tomando sus campañas en el Perú: era el de celebrar un encuentro con Simón Bolívar, allí en ese mismo puerto. Confiaba en su apoyo para que no se fuera a los diablos la emancipación peruana. Las palabras que entonces le dirigió son muy elocuentes: ¡Proteja a esta infeliz nación! Usted solo, Bolívar, es capaz de liberarla de su locura. Dios mismo sería impotente, pero le conozco a usted y tengo confianza en usted.

Naturalmente, él aceptó la cita. Esa era una segunda razón para el viaje que estaba realizando. Porque la primordial, la que le dictaba la premura de la marcha, era el entrar en Guayaquil antes de la llegada de San Martín. Estaba resuelto a tomarle ventaja en lo de la anexión de la ciudad. Se lo aprecia bien en la advertencia que en tono enfático le escribió al presidente de la Junta, José Joaquín Olmedo, cuya peruanofilia le molestaba: V. E. debe saber que Guayaquil es completamente del territorio de Colombia; que una provincia no tiene derecho a separarse de la asociación a que pertenece, y que sería faltar a las leyes de la naturaleza y de la política permitir que un pueblo intermedio viniera a ser campo de batalla entre dos fuertes Estados. Yo creo que Colombia no permitirá jamás que ningún poder de América mutile su territorio.26

Más clara no podía ser su intención. Se la confesó a Manuelita antes mismo de su partida de Quito. Pues que, aparte placeres del sexo, pronto la había convertido en confidente y expositora de sus propios juicios. Le había dado acceso a su sala de despacho aun en horas de trabajo. Ella lo miraba desde luego con veneración cuando le sorprendía escuchando la lectura de la correspondencia, de labios del general José Gabriel Pérez. La impresión que se le grabó es la que también recogió uno de sus colaboradores íntimos: . . . con los brazos cruzados, o asido al cuello de la casaca con la mano izquierda y el índice de la derecha sobre el labio superior, oía a su secretario leer la correspondencia oficial y el sinnúmero de

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memoriales y cartas particulares que le dirigían.

Luego venía el despliegue de su capacidad superior para el dictado, sin que se le escapara detalle en la precisión de sus referencias. Ya se indicó que de Manuela se despidió el 28 de junio del 22. Lo hizo consolándola -y consolándose a sí mismo- con la esperanza de un regreso temprano. Y si bien las manifestaciones populares le obligaron a ir deteniéndose en algunas ciudades y villas de la sierra, el recorrido posterior, hasta el puerto, fue acelerado. Le pareció necesario recuperar el tiempo gastado en aquella marcha interiorana de homenajes. Pero, sobre todo, tomarle la delantera a la goleta en que el argentino navegaba desde El Callao. Cruzó pues las montañas y los valles tropicales como una sombra inasible, a matacaballo. Él y su estado mayor tuvieron que ir renovando animales a lo largo del agobiador esfuerzo. Al fin, en la tarde del 11 de julio, tras el descanso, los cuidados personales y otras diligencias que, en los sitios aledaños a las ciudades, precedían por lo común a sus vitoreados arribos de héroe, Bolívar inició su desfile por las calles de Guayaquil. Vestía casaca de paño azul bordada en oro, pantalón ancho de color rojo y sombrero de copa alta y elástica. Lo escoltaban los generales Antonio José de Sucre, José Gabriel Pérez, Bartolomé Salom y Tomás Cipriano de Mosquera. Pero en esta vez no hubo un entusiasmo claro, definido y total en su favor. El vocerío era confuso. Una multitud enorme, que colmaba los lugares, le saludaba con fervor, mientras otro gentío aborrascado, iracundo, parecía desafiarle con gritos de ¡viva Guayaquil independiente! y ¡viva el Perú! Ese ambiente sirvió para fortalecerle la voluntad de acción que había llevado consigo. Así fue marchando hasta la casa de la Aduana, destinada a alojarle. Al pie de ella había una mayoría de adeptos a su genio que lanzó aclamaciones insistentes, obligándole a salir varias veces al balcón. El Procurador del Ayuntamiento le dio poco después una bienvenida en que desairó a los

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miembros de gobierno. Contestó el Libertador revelando también su desestima a éstos. Al día siguiente, siguieron las manifestaciones. Y el sábado 13 le ofreció una recepción Bernardo Rodríguez. Con invitados notables. Mujeres hermosas. Baile. Se ha comentado que como derivación hubo "un idilio múltiple" del Libertador con las cinco hermanas Garaicoa. Son varios los autores que lo afirman. Pero es bueno reservarse el derecho de la duda. Porque seguramente hay una exagerada tendencia a convertir a Bolívar en una especie de fauno irreprimible. Sus aventuras de seducción y lecho no fueron escasas, es cierto. Hubo jóvenes bonitas que sucumbieron espontáneamente, o ante los primeros estímulos, a la fuerza casi legendaria de su gloria. Y él mismo -ya quedó advertido- sentía inclinación apasionada a esos goces del sexo. No hay pues cómo ni para qué negarlo. En cambio conviene cuidarse de la manía de atribuirle a cada paso aquellos impulsos de macho cabrío. En Guayaquil, por otra parte, estuvo absorbido por un sinnúmero de ocupaciones relacionadas con el propósito de la anexión. Menudearon los planteamientos razonables, las deliberaciones tinosas, las intermediaciones. En suma, todo lo que se debe imaginar en la conducta de un espíritu lúcido para la percepción de hombres y de cosas fue intentado por él. Lamentablemente los resultados que esperó no le llegaron. Uno a uno se fueron pasmando. Hasta el punto de impelerle a tomar una decisión radical. Que fue la de acabar enérgicamente con la testarudez de la junta gubernativa guayaquileña, disolviéndola. Un sector popular se adelantó a enarbolar el emblema tricolor, y Bolívar tomó para sí todos los poderes. Los triunviros, despedidos de sus funciones, emigraron, como que no les hubiese quedado más cómodo destino, a la nación peruana. Esto ocurrió después de cuarenta y ocho horas, acaso febriles, y ciertamente laboriosas, del arribo del héroe a la ciudad. De esta manera San Martín

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Vicente Lecuna, Cartas del Libertador, corregidas conforme a los originales 18231830, Caracas, 1970.

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ya no podía ser recibido por aquellos gobernantes, sino por el propio Bolívar. Para eso faltaban casi dos semanas. Pues que el barco del sur acoderó en el muelle del río Guayas el 25 de julio. Y, claro, según era su hábito, el Libertador empleó el tiempo de la espera en actos de organización administrativa, de disposición de medidas de carácter inaplazable, de atención a necesidades públicas no solo inmediatas, y de preparación, en fin, de sus cuadros militares para las exigencias de afianzamiento de las soberanías nacionales, mediante nuevas batallas. Que no cesaban. Si bien era segura la llegada del general argentino dentro de esos mismos días, la fecha no había sido establecida. Tal vez era eso un indicio de una mal disimulada estrategia. Porque, desconocedor de lo que ya había acontecido, creyó que con el ejercicio de la sorpresa podía vencer tropiezos en el plan de incorporación del puerto a su protectorado. En cuanto Bolívar se enteró, el 25, de que la goleta "Macedonia" había anclado sin aviso en la ría, ordenó que sus edecanes llevaran una nota de salutación muy amistosa al visitante. Formalidad que consonaba con el rango de los dos, tras la cual él pensaba pasar a recibirle personalmente. Desde luego sintió el contento de haber sido bastante sagaz en la premura con que tomó sus decisiones. La nota decía: en este momento hemos tenido la muy satisfactoria sorpresa de saber que V. E. ha llegado a las aguas del Guayaquil. Mi satisfacción está turbada, sin embargo, porque no tendremos tiempo para preparar a V. E. una mínima parte de lo que se debe al héroe del sur, al Protector del Perú.27

Y terminaba expresándole su alborozo por la entrevista proyectada, que habría de "contribuir al bien de la América meridional". A San Martín le hizo, íntimamente, poca gracia la verificación de que Guayaquil estuviera bajo el poder del Libertador caraqueño. Se mantuvo a bordo hasta la mañana siguiente, en que subió éste con sus

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edecanes a estrecharle la mano. Hombres superiores, grandes héroes, enamorados de la gloria, el poder y los sacrificios, los dos lo eran en forma harto coincidente. Pero, pese a todo, se veía que en el mismo grado eran desemejantes. Aun en el simple aspecto se notaban sus diferencias. En cuanto estuvieron frente a frente, Bolívar se acordó de la descripción fidelísima que de aquel general le hizo su Manuela, en Quito. Y como un rayo se le iluminaron también sus encantadoras advertencias. Tal fue la primera vez en que ella le socorría con su don de observación y la certeza de sus femeninas intuiciones. Y ahí mismo, en la nave, los acompañantes de ambos no se cansaban de mirarles con viva y respetuosa atención, tras advertirles distintos. El héroe del sur era alto y de contextura fuerte. Mantenía la cabeza erguida, casi inmóvil. Sus gestos parecía que se borraban en la inexpresividad. Se movía con un aire de tranquilidad fría. Se le adivinaba un humor medio encapotado, consecuencia quizá de las decepciones que le habían afligido en su hazañosa carrera, y acaso también de su obstinado padecimiento intestinal. En sus reacciones íntimas se mostraba por lo común algo desapacible. El héroe del norte -ya lo hemos invocado insistentemente- era lo contrario: de pequeña estatura, delgado en extremo, de gestos que delataban fielmente sus estados de ánimo y su inteligencia: un ser dinámico, elocuente, incapaz del reposo ni de entregarse a los desalientos. Además, su personalidad fascinaba hasta por cierto halo de altivez heroica. Después de un intercambio de expresiones de mutua admiración y naciente amistad, los dos generales y su oficialidad desembarcaron para caminar, entre aplausos y flores, hacia la casa de la aduana. Allí celebraron ambos, en ese viernes 26 y el sábado 27, tres conferencias. La primera fue más bien protocolaria. Las otras dos, absolutamente secretas, en una modesta habitación. Poco espaciosa. Se han hecho relaciones aventuradas sobre aquellos diálogos sin testigos. No han faltado los comentarios antojadizos, las interpretaciones audaces, las tergiversaciones inescrupulosas sobre la actitud asumida por cada uno de los contertulios. Hay un sector de evocadores y de críticos de la

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llamada Entrevista de Guayaquil que enaltece la posición tomada por San Martín y denigra la de Bolívar. Y hay naturalmente otro grupo, que sostiene un juicio que es en absoluto adversario del primero. Por lo común estas encontradas opiniones se han alineado en dos frentes nacionales: el de la Argentina y el de Venezuela. El enardecimiento del interés tocó también en el alma del genial argentino Sarmiento, pues que no se resistió a visitar en Europa a su paisano para oír de la propia voz de él las confidencias sobre el hecho de Guayaquil. Y lo que recogió fueron unas tantas expresiones algo injuriosas en torno del comportamiento personal de Bolívar. Eso era una demostración de que hasta entonces, 1846, o 24 años después, muerto ya aquél y San Martín en la ancianidad, duraban en su alma las lastimaduras del resentimiento. Sin embargo, se debe aclarar que las victorias fulgurantes del héroe venezolano, de las que recibió noticia en su exilio voluntario, lograron arrancarle muestras de adhesión. Guardó celosamente dos retratos de aquél. Uno, estupendo, pintado por su propia hija, Mercedes, en el que Bolívar, de perfil, aparece con un ojo muy abierto, como del águila que se apresta al vuelo. Además, en momento oportuno le puso una carta que contenía estas palabras, realmente consagratorias: Puede afirmarse que sus hazañas militares le dan, con plena razón, derecho a ser considerado como el hombre más extraordinario que Sudamérica ha producido.

Con qué lenguaje notable y hermoso se comunican las almas superiores. Tan escasas por el hecho mismo de serlo. El porqué de las distancias en el encuentro de los dos libertadores en Guayaquil hay que mirarlo a través de los tres temas concretos sobre los que conversaron a solas: el de la situación definitiva de ese puerto, el de la forma de gobierno que convenía a las naciones que habían ido emancipando, y el de la futura acción bélica para completar la libertad del Perú. Lo de la ciudad fue para Bolívar asunto consumado. Irreversible. El segundo punto no halló conciliación de criterios: el argentino se inclinó por un régimen de tipo

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monárquico; el caraqueño por uno de carácter republicano, con las limitaciones que imponía el proceso de las mudanzas políticas. El tema final entrañaba el germen de una disparidad insalvable. A San Martín no le quedó sino ceder a la determinación imperativa de Bolívar: las fuerzas de Colombia lucharían por la libertad peruana bajo la conducción única de él. No habría pues un mando militar compartido. Tras la más fatigosa de las conversaciones ese fue el resultado. El héroe argentino renunció a sus campañas. Volvió a Lima. Dejó el poder. Estuvo por Mendoza y Buenos Aires, y en 1827 se embarcó a Europa. Tras haber apurado, aun en su patria, incomprensiones, rencores y despechos, no vio mejor alternativa que la de salir de América. Prefirió pues enfrentar una vida de retiro y de olvidos en Francia, donde murió después de veintisiete años. Duro desistimiento de los honores y efectos de su gloria. El héroe venezolano, en cambio, asumió la temeraria labor de los combates en el sur. Dura prueba, a su vez, por las penalidades y los riesgos de muerte, y desde luego, también, por la ineluctable desgracia de las ingratitudes y los desengaños. El alejamiento del general José de San Martín obligó a los peruanos a formar una junta de gobierno, cuyas funciones las presidió el general José de La Mar. Buen combatiente. Poseedor de una educación apreciable. Competente en sus misiones. Pero veleidoso en lo político. Pero ávido de mando y privilegios. Pero débil de conciencia hasta el extremo de la traición. Manuelita lo trató. Vio de cerca algunas de sus actuaciones. Y llegó a desconfiar de él. Por cierto no escondió ese juicio en las conversaciones íntimas con su amado. La referida junta concretó, por su parte, un nuevo requerimiento a Bolívar, para acometer por fin las luchas decisivas de la emancipación del Perú. Una delegación viajó de Lima a Quito con dicho propósito. Corría ya el año de 1823. El poeta y hombre público guayaquileño José Joaquín

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General Daniel Florencio O'Leary, Op. cit., volumen II, capítulo XXXVI, p. 198.

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Olmedo -ex triunviro de su ciudad nativa y, para entonces, diputado de Puno en el país del sur- integró aquella embajada. Y fue naturalmente el que pronunció el discurso de petición al Libertador. No quiero imaginar el gesto con el que le habrá escuchado. Únicamente me asalta el recuerdo de la severa percepción crítica con que juzgó algunos aspectos del principal poema olmediano. Como era lo corriente en sus frases, el orador fue en dicha circunstancia pomposo, grandílocuo hasta el borde peligroso de la vaciedad. Tengo aquí, como muestra, estas palabras: Después de la revolución de tantos siglos, parece que los oráculos han vuelto a predecir que tantos pueblos confederados en una nueva Asia por la venganza común, de ninguna manera podrán vencer sin Aquiles. Ceda V. E. al torrente que quizá por la última vez le arrebate a nuevas glorias.28

Pero, de igual manera que he remembrado lo que acaeció con la suerte de San Martín tras las aludidas reuniones, a puerta cerrada, en la ciudad de Guayaquil, juzgo también indispensable contar lo que sucedió con Bolívar inmediatamente después de aquel par de días de julio del 22. El domingo 28 fue de reposo, entre esos nuevos amigos que se disputaban la gracia singular de tenerlo siquiera unas horas en su casa. El martes 30 oyó misa en San Agustín. La semana entera fue desde luego de trabajo intenso. Pero sabía que al término de ella le aguardaba el disfrute de una temporada de campo en la hacienda "El Garzal", en la vecina ciudad de Babahoyo. Su propietaria, la anciana Eufemia Llaguno de Garaicoa, cabeza de familia de las muchachas que se exaltaron con la presencia del Libertador, la había puesto a su disposición. Y el héroe se la había aceptado en seguida, con el corazón y la mente vueltos hacia su Manuela. Tanto que, tras recibir la propuesta generosa, su primer paso fue escribirle una carta para que se le juntara en los comienzos del mes siguiente. La joven, que ardía en las mismas vehemencias del reencuentro -reencuentro cabal, del alma y los sentidos-, cabalgó sin demora hasta "El Garzal". La acompañaron sus dos infaltables esclavas negras y un arriero conocedor de los

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caminos, con la acémila cargada de las petacas de ropa, afeites, lociones y libros de la encantadora viajera. El martes 6 de agosto se unieron nuevamente los amantes. Esta vez en las soledades de una enorme finca tropical. La casa, de un piso, tenía su frente con un amplio portal de tablones. Entre la pared principal y una de las pilastras se extendía una hamaca de piola bien entretejida, de aquellas que eran el gozo de Bolívar para dormir en noches de campaña, o para columpiarse en horas de sopor. Las habitaciones eran holgadas, y sus cielorrasos, apreciablemente altos, estaban cruzados por vigas de una madera incorruptible en que no hacía casi mella el filoso corte del hacha. Había en la fachada varios pares de ventanas de vidrios pequeños, y en los muros laterales unas celosías que permitian alguna frescura. Llamaba deleitosamente la atención el vasto jardín frontero, por el vivo juego pluricolor de las flores del trópico. A cierta distancia, entre los árboles caprichosamente repartidos, preponderaban los limoneros y los naranjos. Había extensiones de pastos, con escasas manchas de ganado. Y había también -de ahí el nombre de la haciendael cristal azuloso de una laguna en la que contrastaba el movimiento pausado de las garzas con la inquietud dichosa de los patillos. Blancos como ellas. La gente de servicio hallaba cobijo en un par de bohíos de caña y de paja, no distantes de la morada de los dueños. Aparte del sometimiento regular a las labores, se mantenía en una independencia natural, no intencionada, que seguramente nada entrañaba de agravio a los ajenos. Más bien éstos debieron de sentirse aliviados de la incomodidad de cualquier chisme o fisgoneo. Se percibía una grata mansedumbre en todo. La melancolía de las atardecidas comenzaba con el silencio en que iba cayendo la piadora volatería agreste. Allí pues se juntaron Manuelita y Bolívar en aquel mes de agosto. Desde el martes 6 hasta el sábado 31 hubo días completos en que hicieron vida de concubinato desembozado. Porque paseaban

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libremente por los rincones de "El Garzal" como por las calles de la población y sus anejos. Los vecinos se detenían a contemplarlos, asombrados. Y, a veces, algunos jóvenes montubios hasta se atrevían a exclamar para sí mismos, con el deslumbramiento que les producía la figura de la heroína: qué princesa, qué mujer, qué hembra. Tenían sin duda razón. Los amantes hubieran deseado un retiro sin interferencias, pero eso no fue posible. Bolívar se veía obligado a ausentarse repetidamente a Guayaquil, para no desatender los asuntos del país, la correspondencia oficial con Francisco de Santander, encargado del gobierno colombiano, y, en fin, para sofocar intranquilidades y seguir en los fatigosos preparativos de la emancipación del sur. Durante aquellos alejamientos, la joven se reunía con su par de negras. Se complacía, como siempre, con el ingenio y la habilidad para el remedo que poseía Jonatás. Ésta escogía personas a las que las tres habían mirado en alguna ocasión burlonamente, y reproducía sus gestos, ademanes y palabras con aguda intención caricaturesca. Esos festejos los alternaban con ocupaciones del momento y conversaciones de cierta intimidad. Porque Manuelita jamás les quitó su confianza. Pero también había horas en que ella se clavaba sobre sus libros, y entonces las dos esclavas se retiraban respetuosamente. No hace falta ni insinuar que con el Libertador intimó profundamente en "El Garzal". Fue el lugar en que de manera mutua se descubrieron mejor. De ese encuentro salieron vivificados su ensamble de caracteres, pese a contadas reacciones poco afines, su ardiente admiración recíproca y sus incontenibles desahogos carnales. A ello se sumó algo como un toque hogareño. Manuelita le preparó más de una vez sus alimentos, con el extraordinario gusto asimilado en los conventos de Quito. Comenzó a ser su lectora inteligente: leía para los dos, en instantes de remanso, con voz emotiva y ligeramente enronquecida. Bolívar, por su parte, supo adiestrarla en el manejo de las armas de fuego y de la espada, que ella ya había practicado gracias a su medio hermano José María. Así, en la finca de Babahoyo, adquirió una maestría que le resultó valiosa para sus pruebas guerreras y

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personales, ya próximas. Y, además, en cuanto al frenesí de sus cuerpos amantes, éste se encendió en aquel encuentro con tal avidez, que llegó a convertirse en un imán irresistible, que les reclamaba por igual cuando el destino les imponía la pena de las lejanías, casi siempre durante largas temporadas. Cuando el 31 de agosto se dieron su adiós en "El Garzal", Bolívar partió para Guayaquil, y Manuela, lista a devorar nuevamente kilómetros en el caballo, tomó rumbo con sus compañeras hacia la capital. Él tuvo que recorrer, además, varios poblados de la costa. Cubrió luego una larguísima trayectoria montañosa y cordillerana para arribar a las ciudades australes de Cuenca y Loja. Le esperaron en ellas manifestaciones de apoteosis, pero también obligaciones importantes de gobierno y seguridad militar. Posteriormente cabalgó días y días por las hoscas soledades de la meseta andina, desafiando lodos, ventisqueros, páramos, pedregales. Se encaminaba esta vez al norte. Fue deteniéndose en villas, aldeas, caseríos, tambos, algunos de los cuales ya conocía. Y llegó a su meta, la urbe quiteña, el jueves 7 de noviembre de 1822. Ni él sabía qué tiempo se quedaría aquí. Pero fue, exactamente, un mes completo Pues el domingo 8 de diciembre arrancó hacia Otavalo e Ibarra. Únicamente cabalgando se apreciaría lo que eran entonces estas últimas distancias, al parecer menores. Está bien decir menores, en verdad, si se juzga cuánto se pasó trotando esta especie de centauro colosal. Y, desde luego, también Manuela, que lo acompañaba o acudía a sus llamados de amor. En la oportunidad de este retorno de Bolívar a Quito, fue la heroína la que tomó la iniciativa de visitarle en su albergue. Había habido, hay que aclararlo, una comitiva de dignatarios para encontrarlo. Al propio tiempo, grupos de ciudadanos habían acudido a esperarle en la plaza mayor, para aclamarle de nuevo. Manuelita, por su cuenta, había preferido ir directamente al palacio en el siguiente día. Así lo hizo. Los miembros de la guardia y los edecanes del Libertador, que la consideraban afectuosamente "su generala", y que la respetaban como a esposa de aquél, le franquearon los pasos hasta la antesala del

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despacho presidencial. Halagado con la sorpresa, no tardó el gran hombre en recibirla personalmente. Las semanas de su permanencia en esta ciudad se caracterizaron por un tráfago que parecía no tener término. Su compañera, excepcionalmente preparada, al extremo de que ninguna anterior podía habérsele equiparado, empezó a ser su colaboradora en el ordenamiento de una parte de la vastísima correspondencia y en la presentación ante él de asuntos locales que reclamaban alguna atención, Y naturalmente hubo momentos en que los dos volvieron a su trato privado encantador e inteligente. A veces en medio de reuniones sociales. De igual modo, no les faltaron las horas de alcoba para sus apasionados regodeos de amantes, que paraban como siempre en el límite de la extenuación. El destino que presidió sus existencias da la impresión de que no quiso proyectarlas a través de una descendencia. Manuelita fue infecunda. Sus relaciones maritales y el pertinaz contacto sexual con Simón Bolívar nos lo prueban suficientemente. En cuanto a éste, pese a muchas lucubraciones que en sentido contrario se ensayan -quizá en buena parte antojadizas-, y no obstante los frenéticos desahogos de su virilidad, también él debió de haber sido estéril. Hay razones veraces para creerlo. O quién sabe si la lógica de la historia no nos inclina secretamente a dicha creencia. Hasta el punto de que en el movimiento huracanado de este héroe, a quien ni el techo propio se le acomodaba como al común de los mortales, parece un capricho iluso, el tratar de contemplarlo rodeado o seguido de puñados de hijos. De manera semejante es natural admitir que la gran heroína quiteña se habría quedado sin su estrella de gloria si la maternidad le hubiera obligado a cambiar el tempestuoso ruido bélico por las nanas o las rondas de niños. El centro de sus eventuales, preocupaciones de amantes tenía otro fundamento: era el de la condición adulterina de Manuela. Ella recibía constantemente cartas en que su marido le instaba a volver a Lima. Seis meses largos de ausencia habían ya corrido. Las pocas

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respuestas que sin duda le dio debieron de haber sido frías, vagas, y en ningún caso para llevarle el contento de una añoranza cierta, de una promesa de regreso, de una fecha concreta. Por el apego radical a la franqueza y la integridad de conciencia, que fueron suyos en toda circunstancia, se hace fácil establecer esta conjetura. Además, es ostensible que en aquel matrimonio arreglado convencionalmente, según se recordará, y entre personas de edades diferentes y temperamentos disímiles, la pareja no podía encontrar sino una convivencia de reacciones superficiales y desamores. Por otra parte, no resulta improbable que James Thorne se le haya adelantado a su esposa en la práctica del adulterio, que él lo cometió en forma contumaz. Sin embargo, Simón Bolívar, sentía escrúpulos de lo que estaba ocasionando con su unión a la hermosa quiteña. Y se lo decía a ella en esos días. Y se lo repitió en alguna de sus cartas. Pero no consiguió convencerla de la conveniencia de separarse para siempre. Tal vez ni él mismo era capaz de asumir profundamente ese convencimiento. Porque estaba de veras enamorado. Uno de los sinceros testimonios de ello es la carta que dirigió a su hermana María Antonia, radicada en Caracas, sobre la excepcionalidad de su compañera, y de cuya relación le habían llegado rumores desfavorables. En realidad era algo muy especial lo que parecía acontecer: Bolívar, que había renunciado a tantas cosas en su trayectoria meteórica, quizá intentaba liberarse, bajo la fuerza imperativa de la obra inmensurable que estaba cumpliendo, de los yugos de aquella mujer. De su influjo pluripotente, hecho de pasión, delicadeza, generosidad, inteligencia y coraje. Por eso ocurrían, en parte, sus despedidas y alejamientos temporales. Pero el empeño de un desprendimiento definitivo estaba, se lo veía, destinado al fracaso. Ni el héroe ni su amante conseguían renunciar a su atracción mutua, vencedora real de obstáculos y distancias.

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Vicente Lecuna, Op. cit.

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Al aproximarse una salida del Libertador hacia el norte, ambos hablaron con insistencia sobre el tema de su ardoroso amancebamiento. Y, claro, no se ponían de acuerdo. Hasta discutieron con enojo sorpresivo. Se dio cuenta él de que tenía frente a sí, por primera vez en su vida, a una personalidad femenina voluntariosa y llena de altivez, aunque colmada de un amor desbordante. Manuelita le repetía que estaba resuelta a no regresar a su casa de Lima. Dejaría a Thorne, y con ello abandonaría también las comodidades de que él la había rodeado. Se olvidaría de los círculos sociales que allá frecuentó. Preferiría vestir su traje de jinete, calzarse sus espuelas, tomar su pistola y el pequeño sable, de puño recubierto de hilo de seda azul, que el propio Bolívar le había obsequiado. Quería un sitio en el ejército. Estaba dispuesta a correr la aventura guerrera de él y sus tropas en las campañas del Perú. Tal era la razón de su porfía en estas conversaciones. Y al fin los dos aceptaron que la decisión quedara aplazada hasta la nueva vuelta del héroe a Quito. Ésta demoró un poco más de lo previsto. Había necesidad de pacificar la ciudad de Pasto, pues que el realismo, que parecía ya exterminado, cuando menos se lo supuso tornó a germinar con empuje incontenible. El general Flores llegó a sufrir una gran derrota. El vencedor en Pichincha, Antonio José de Sucre, había asumido la responsabilidad de someter a los rebeldes. Bolívar confiaba en él como en nadie, y no quería interferirle ni desanimarle. Buen testimonio de eso fue la carta que dirigió a Francisco de Santander el 23 de diciembre de 1822. Por cierto, se vio precisado a entrar también personalmente en Pasto. Cuando regresó a los brazos de Manuela habían transcurrido ya seis semanas. En la mitad de ese lapso y de su itinerario norteño ella le había escrito estas palabras epistolares, dirigidas a Ibarra el 28: Demasiado considero a Ud. lo aburrido que debe estar en ese pueblo; pero por desesperado que Ud. se halle, no ha de estar tanto, como lo está la mejor de sus amigas que es Manuela.29

La desesperación, por desgracia, no se le calmó del todo. Seguramente no es impropio decir que esta vuelta de su extrañado

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amante fue apenas como un paso por la ciudad. Tras una breve semana de trabajo intenso, con actividad hasta en los cuarteles y en los lugares en que sus hombres reparaban cantidades de armas y se surtían de nuevas municiones, tuvo que alejarse otra vez: con rumbo a Guayaquil. Esta prisa y estos escasos momentos de convivencia produjeron el efecto de un desengaño en el alma ávida de la heroína. Su mayor decepción fue la de que nada alcanzaron a concretar sobre lo del viaje conjunto a Lima. En el puerto se quedó largamente su compañero. Cinco meses aproximadamente. Más de la cuenta, según ella. Ese vacío sentimental lo llenaban los dos con cartas periódicas, en que vibraba el pulso de sus confesiones íntimas. Pero, al fin, fue otro apremio militar el que marcó su regreso. Efectivamente, mientras buscaba cómo organizar y llevar adelante su marcha de liberación del país del sur, se vio en la necesidad de cabalgar de nuevo hacia Quito. Y se repitió la experiencia de las ocupaciones febriles y de la partida acelerada a Ibarra. Nueve días abarcó apenas su permanencia en la ciudad de Manuela. No obstante, ambos se dieron modos para derramar la acostumbrada copa de sus gozos en alguna de aquellas noches de fines de junio y comienzos de julio. Noches veraniegas muy frescas, en cuyo límpido azul se podía advertir, como temblando, el alucinado monetario de los astros. Y, claro, el calor se lo daban ellos mutuamente, a través de sus excitaciones y exigencias eróticas. Nada podía en realidad compararse, ante los ojos de Bolívar, con esa diosa jadeante en la plenitud de su desnudez voluptuosa. La motivación bélica de este reencuentro había sido la de un avance de soldados pastusos para enfrentarse a las armas republicanas. Lo comandaba un tal Agualongo, al parecer de origen indio. Bravo como él solo. Echaba maldiciones contra el jefe insigne de los patriotas, y acicateaba a pelear a sus mil quinientos hombres. Había logrado establecer su ejército victorioso en Ibarra. Bolívar reunió sus tropas a pocos kilómetros de allí: en Otavalo. Y, bajo su propia dirección, pues que él en persona quería entrar en el combate, las llevó hacia el asiento enemigo. Hubo así un choque sangriento de las dos fuerzas en el

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extremo norte de Ibarra. Exactamente en el escenario abrupto en que está el puente sobre el río Tahuando. Los realistas de Agualongo fueron reciamente abatidos. Más de ochocientos expiraron bajo la punta de las lanzas. El Libertador mandó a su caballería perseguirlos hasta acabar con ellos. Corría entonces la tarde del 17 de julio de 1823. Satisfecho con el triunfo logrado por su titánico temple de guerrero, volvió grupas con destino a Quito. El 20 se encontraba ya aquí. Pero traía, más que en ocasiones anteriores, la premura irrefrenable del rayo. No había duda de que las urgencias de su gran empresa heroica no le permitían sosiego. Un imperativo, acaso inconsciente, le maniataba a la obsesión de mantener un ritmo en la ejecución de su obra que no resultase más lento que el de la extinción de su vida. En verdad, continuaban las señales que delataban el avance de ésta. Físicamente debía de haber estado sufriendo estragos a los que él no quería dar importancia. Todos le observaban el aspecto de un rostro cada vez más cetrino y consumido. Con arrugas pronunciadas en su frente. Con patillas y bigote progresivamente encanecidos. Manuelita no podía soportar ni la idea de que su amado estuviera envejeciendo de prisa. Le recomendaba que le prestara oídos sobre el cuidado de su salud al médico que generalmente le acompañaba. Ciertamente se trataron con su habitual apego íntimo en estos nuevos cuatro días de Quito. Pero hay que reconocer que en esta ocasión la joven perdió la batalla. Su compañero se resistió abruptamente a llevarla consigo, en las filas del ejército. De modo que se resignó a aceptar aquello en que a la postre convinieron: volvería ella al hogar de Lima, donde le aguardaba su marido desde hacía tiempo. Pero lo haría después de recibir el requerimiento de viaje que Bolívar le transmitiría en una de sus cartas. Él se mostró dispuesto a tenerla más tarde entre sus colaboradores cercanos, incorporándola al estado mayor de las fuerzas que comandaba. Se lo prometió. El gran consejo, según su modo de ver, era el de una espera cautelosa, que no derrumbara las seguridades de una mujer tan sola como era Manuelita.

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El adiós de ahora fue más aflictivo que los anteriores. Pero sin lágrimas. Que ella, pese a sus bondades y ternezas, no las conoció jamás.

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CAPÍTULO XIX La coronela va entre montes y batallas Bien se pudiera suponer que Simón Bolívar quiso eludir en Quito cualquier intento de festejo por su natalicio. Pues que precisamente el 24 de julio de 1823, en que cumplía cuarenta años de edad, espoleó su cabalgadura y, entre oficiales de confianza, hizo camino hasta un descaecido albergue rural de los prados de Machachi. Allí pernoctó, en recogida taciturnidad. A ratos, durante la marcha, fue desahogándose contra la "gente difícil" de Quito. Parece que, como es lo común, el trato exigente que le inspiraban las circunstancias; el lenguaje cortante a que le incitaban las zalamerías; la impaciencia que le motivaban la actitud taimada, el arbitrio engañoso, los errores y los pensequés de muchos que conocía y que en ningún lugar faltan, le distanciaron de cierto sector de la población. Está claro que, no obstante la generosidad suprema con que dilapidó su vida en favor del destino de millares y millares de hombres, también él era proclive a los resentimientos. Que se le quedaban largamente en su mundo afectivo. Cinco veces, con ésta, entre idas y vueltas, recorrió la ruta interminable a Guayaquil. A donde llegó al alumbrar el primer día de agosto. Para una semana exacta de permanencia. O, más concretamente, de actividades y desvelos antes de lanzarse a las batallas de independencia del Perú. Con dos escuadrones bien armados

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zarpó al fin hacia el puerto de El Callao. Contaba ya, para iniciar el combate, con la autorización del gobierno de Colombia, cuya presidencia la ejercía interinamente, en su representación, el general Francisco de Paula Santander. La nave, denominada "Chimborazo", era de los astilleros guayaquileños. Su desplazamiento se fue cumpliendo con notoria lentitud. Ello se debió a que ancló frente a varios pueblos del litoral, por disposiciones del Libertador ajustadas a necesidades logísticas y de atenciones locales. La verdad fue que el héroe no consiguió arribar a Lima antes del 1 de setiembre de 1823. Allí se lo había esperado como a una real figura mesiánica. El pueblo entero sabía que sin él era imposible romper el oprobioso yugo hispánico, mantenido por La Serna y Canterac, desde las provincias. La recepción alcanzó a ser apoteósica. Digna de este hombre que, cara a cara con la muerte, halló como pocos una gloria sin los artilugios ni ansiedades de codicias o imposturas. Su nombre era voceado por la multitud, que llenaba calles y plazas. En esa misma tarde se lo acogió en una de las mejores residencias de la ciudad, inclinada al prestigio de algunos lujos virreinales. Pero casi en seguida se lo mudó a la quinta de "La Magdalena", ligeramente retirada del recinto urbano. La medida la sugirió su médico de cabecera, doctor Moore, tras comprobar que la salud de Bolívar seguía declinando: sufría en efecto de fiebres nocturnas, y le atormentaba una tos constante. Era evidente que la tuberculosis no cesaba de causarle daños orgánicos fatales. La quinta era indudablemente acogedora. Hasta tenía su historia. En su parte posterior, y con salida propia al vasto campo circunvecino, los llamados padres agonizantes, de la Orden de la Buena Muerte, habían establecido su casa de retiro. Con laboratorios y sala de investigación. Los aposentos que no ocupaban los frailes daban al otro frente, el de la quinta. En ellos fueron alojados los científicos del siglo dieciocho que llegaron de Europa. Y aun se afirma que los comisionados regios de España Jorge Juan y Antonio de Ulloa escribieron allí mismo, durante una apreciable estadía, parte de sus atorbellinadas "Noticias Secretas", a que se aludió en uno de estos

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capítulos. Naturalmente, en el período emancipador, con la figura de Bolívar como huésped, esta propiedad consiguió relieve de superlativa perennidad. Se pobló de incidencias que historiadores, cronistas y testigos de aquella época han vuelto imborrables. En nuestros días funcionan en dichos espacios varios museos: en uno de ellos, que se ha destinado al culto de la independencia, se exhiben también especies que fueron poseídas por las bellas manos de Manuelita. Hay que aclarar que el propósito del doctor Moore, de preservar la salud de su paciente en un medio tranquilo y de aire más puro, fracasó rotundamente. "La Magdalena" se convirtió de pronto en un sitio inapaciguable, de reuniones que expulsaban de allí el viejo encanto de su paz y abandono. El héroe no se daba tregua en organizarlo todo y en ir poniendo en movimiento los planes de sus inminentes campañas. Examinaba con su estado mayor los mapas del territorio peruano. Señalaba las zonas controladas por las armas realistas. Esbozaba probables estrategias de combate. Pero tampoco se permitía descuidos ni tardanzas en su correspondencia innumerable. Tenía dos o tres secretarios simultáneos para sus dictados. A veces se quejaba en el texto de las cartas de lo torpe que se había despertado cualquiera de ellos. Y, aparte de todo aquel ajetreo, estuvo como nunca acosado de mujeres dispuestas a robarle el descanso de sus noches: eran distinguidas y atractivas, y sobre todo estaban ansiosas de vivir con él los arrebatos del amor. Él -que para eso carecía de voluntad defensiva- disfrutó con ardor de las fiestas que se le ofrecían en la quinta y de la secreta y potente lascivia de algunas de sus visitantes limeñas. ¡Pobre doctor Moore!: su plan médico se fue a los suelos. Un estudioso de Bolívar ha dicho que, por los excesos de entonces, "el rostro se le puso seco y amarillo y el pelo pajizo". Pobre Manuela, también. Había perdido la fidelidad de su compañero, a pesar de lo que significaban el uno para el otro. En uno

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Idem.

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de los sitios del itinerario marítimo el Libertador ya le había mandado su carta con la solicitud de que le siguiera. Luego había callado durante unos breves días. La heroína le había respondido con estas palabras, tan desenvueltas como eran las de sus coloquios, y en cuyo sentido se pulsan una melancólica incertidumbre y una expresión de altivez herida: Estoy muy brava y enferma: es cierto que las grandes ausencias matan el amor y aumentan las grandes pasiones.- El Gral. Sandes llegó y no me trajo nada de Ud. Tanto le cuesta el escribirme? Yo salgo el 1 de septiembre y voy porque Ud. me llama, pero después no me dirá que vuelva a Quito, pues más bien quiero morir que pasar por sinvergüenza.- Manuela.30

La advertencia que le formulaba sobre algún eventual pedido de regreso a su ciudad, tenía quizá uno de dos motivos: la vuelta de Manuelita desde "El Garzal", cuando Bolívar eludió su compañía para el trayecto que hizo por Guayaquil, Cuenca y Loja; o el opuesto empecinamiento de criterios que mantuvieron respecto al viaje de los dos a Lima. En cuanto al reclamo por la vana espera de sus noticias, éste obedeció a que acostumbraban escribirse con mucha asiduidad. El edecán Daniel Florencio O'Leary asegura que el Libertador escribió a la bella quiteña unas cuatrocientas cartas: aproximadamente una por semana. De ellas se conservan poquísimas por la inverecunda torpeza de los que las incineraron con el ánimo de no dejar rastro de sus amores. Estaban convencidos de que así depuraban la imagen del héroe para la posteridad. Se verá, además, que Manuelita le anunciaba que saldría el 1 de septiembre. Es decir, precisamente, el día en que Bolívar llegaba a la capital peruana. Aquel viaje demoró algo más de cuatro semanas, hasta El Callao. De ahí, con muleros que llevaban sus cargas, cabalgó inmediatamente a Lima. En esta ocasión no había ido con sus dos sombras inseparables. Las había dejado al servicio de su tía Ignacia. Tampoco salió el marido a recibirla en el puerto vecino. Pero, aunque un tanto mortificada por su recelo de las reacciones de éste en la

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intimidad, entró por fin airosa en su residencia. Vestía de rojo oscuro, con casaca y pantalón ceñidos al cuerpo. Botas con espolines de plata. Media capa de terciopelo negro, al brazo. Thorne fue llamado en seguida por la servidumbre, que se había apresurado a tomar respetuosamente las petacas y las maletas de la recién llegada. Y él caminó entonces hacia la puerta con su habitual tranquilidad. Besó, flemático, la mejilla de su esposa, y le hizo alguna broma desatinada sobre el sorpresivo regreso. Ella más bien disimuló su disgusto con una sonrisa en la que no se alcanzaba a descubrir si había algún deseo reconciliatorio, o si una simpatía indefinible, como desvaída, o cierto taciturno desdén. Thorne dudaba ya seriamente de la fidelidad de Manuela, no solo por la indiferencia con que se le reveló desde lejos y a través del prolongado abandono, sino también por lo que se comentaba, entre amigos limeños, de su adhesión ferviente al Libertador. Ella, a su vez, y a su tiempo, esto es mientras se hallaban viviendo juntos, tampoco dejó de conocer el par de calaveradas eróticas que había llegado a cometer el calmoso inglesito. De modo que, ahora reunidos de nuevo en Lima, prefirieron soslayar esos temas. Thorne había ciertamente meditado en que le convenía no deponer la bandera de su pragmatismo, con que había conseguido ser afortunado comerciante, propietario de casa elegante en Lima, poseedor de algún bien rural productivo y hombre vinculado con el gobierno y el grupo hegemónico de la sociedad de Lima. Por lo mismo quería mimetizarse con el ya rompiente medio republicano, y ver de preservar cuanto tenía mediante simulaciones, ante su esposa y el círculo de ella, de un personal fervor bolivarista. Le permitió, en consecuencia, que ejercitara su libérrima voluntad política. A más de que le dio pruebas afectivas de que deseaba sostener en pie su matrimonio. Manuelita, en cambio, era frente al marido lo que siempre: un soplo inasible de gracia, una corriente que iluminaba su hogar, pero que entraba en él y volvía a salir incesantemente. Rebelde pues a permanecer recluida, o siquiera tranquila en el mismo sitio:

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Naturalmente, las actividades prosaicas de Thorne, que también arrancaban a éste de la casa, venían a favorecer la voluntariosa independencia de la joven. Al día siguiente de su arribo hizo ensillar un hermoso caballo del marido, y sin demora compareció en la quinta de La Magdalena. En cuanto la vio llegar el general José Gabriel Pérez, tomó la iniciativa de hacerla pasar y de advertir al jefe de la guardia que la señora gozaría del privilegio de entrar cuando quisiera sin ser anunciada. Bolívar había conocido de su desembarco en El Callao y de su inmediato establecimiento en la residencia familiar de Lima. Puede afirmarse que la esperaba de un momento a otro. No hubo por eso el movimiento de las consabidas damas de cascos ligeros. Únicamente actividad administrativa febril. Que él la interrumpió un buen rato para conversar los dos solos, encerrados en su despacho. Manuelita le aseguró que las cosas se habían definido claramente con Thorne, y que estaba resuelta a incorporarse en las milicias patrióticas. A él se le hacía difícil volver a resistirse a esos empeños. Porque seguía siendo grande su fuerza de seducción. Tanto que hubiera podido confesar que no había una figura de amazona más deliciosamente imperativa que ella. Cuánta belleza, buen gusto y apostura heroica se le descubrían. Era, sí, "la loca", la "amable loca" de él, del Libertador, la que estaba ya allí, frente a sus ojos, metiéndosele en el tuétano mismo de sus deseos. Pero también de sus decisiones. Por lo pronto convino en hacerla colaborar con su secretario. Y poco más tarde le confió el archivo cuyo ordenamiento y cuidado se hallaban bajo la sabiduría de éste. Desde luego no eludió ni la expedición de un decreto de gobierno en el que la confirió la posición de coronela, perteneciente a su estado mayor. Dos meses se estuvo en Lima el Libertador. El segundo lo pasó en compañía de Manuela. Trabajos. Lecturas. Sexo. Salidas a cabalgar por la ciudad. Atraía por las calles el encanto de la jinete. Hábil en las riendas. Natural en su arrogancia. Algunos la reconocían como "la señora del Libertador". Otros, como la desvergonzada concubina del "zambo". La verdad fue que ella había ido olvidándose de conceder algún tiempo libre a su casa. A su cónyuge. Hasta que un día se vio

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precisada a hablar a James Thorne con dolorosa firmeza. Obviamente, hubo un desenlace irremediable. Tuvo que arreglar sus maletas y tomar un carruaje, en una hora propicia de la noche, hacia la quinta de La Magdalena. Se debe aclarar que intervino en su ánimo la explícita aquiescencia previa de su amante. En esta vez, el adiós con su marido fue definitivo. Para siempre. A Bolívar le aguardaban pruebas que perjudicarían aún más su condición física. Que despertarían hasta extremos increíbles la naturaleza agoniosa de su voluntad. Que estimularían la decisión de superarlo todo por no dejar inacabada la independencia del Perú. Lo primero que intentó fue recorrer, a lomo de caballo como de mula, zonas inhóspitas del norte del país, para ir levantando un buen ejército. Para examinar, además, los ásperos caracteres del suelo. Para igualmente elegir zonas estratégicas en las que organizar avances militares. Para amagar, en fin, ante casos no conocidos, los frentes de la soldadesca española. Pasó por el departamento de Huaylas, barajando una media docena de sus poblachos. En el primer día de enero de 1824 se detuvo en Pativilca, lugar funestamente célebre situado hacia las orillas del mar Pacífico. Ahí soportó una de sus peores quiebras de salud. Contrajo el tabardillo, que le consumió hasta dejarlo postrado y cadavérico. La totalidad de sus biógrafos se refieren a esa enfermedad de Bolívar como si se hubiera tratado de una insolación grave. Pero yo dudo fuertemente de ello. Pues que el nombre de la enfermedad encierra dos significados: el de insolación, en efecto, y el de tifus. El primero de dichos males no pudo haber sido, ni en la peor de las circunstancias, tan destructivo como lo fue en el caso de nuestro enfermo. Lo que padeció en Pativilca tuvo que haber sido el tifus. Dolencia infecciosa, grave, con alta fiebre, delirio y postración. Esos fueron, exactamente, los síntomas que sufrió. Y que casi le matan. Su amigo y plenipotenciario colombiano en Buenos Aires Joaquín Mosquera pasó por allí para despedirse, camino de su misión. Lo vio y se quedó impresionado. Y más aún cuando le escuchó unas

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palabras que se las repitió en carta a José María Restrepo. Ésta ha venido a constituirse en documento invaluable, por la expresidad descriptiva de la condición física de Bolívar. Aquella imagen ha sido trasladada al óleo por el pincel de un gran artista (Tito Salas). Léase el testimonio de Mosquera: Encontré a Bolívar ya sin riesgo de muerte del tabardillo que había hecho crisis, pero tan flaco y extenuado que me causó su aspecto una muy acerva pena. Estaba sentado en una pobre silla de vaqueta, recostado contra la pared de un pequeño huerto, atada la cabeza con un pañuelo blanco, y sus pantalones de jin que me dejaban ver sus dos rodillas puntiagudas, sus piernas descarnadas, su voz hueca y débil y su semblante cadavérico. ¿Y qué piensa usted hacer ahora?, le pregunté. Entonces, avivando los ojos huecos y con tono decidido, contestó: ¡triunfar!

Y así fue. Siete meses después conquistaba, con su propia espada de brillo intemporal, una de sus más prodigiosas victorias. Manuelita se había quedado en Lima, en la quinta de La Magdalena. La guarnición la saludaba y obedecía militarmente, no solo por su grado de coronela y su aire de mando, sino, además, porque oficiales y tropas la apreciaban como a esposa verdadera del Libertador. Un servicio de información y de correspondencia estaba fielmente a sus órdenes. Por eso pudo allí enterarse de la aflictiva situación de su amado. Escribió inmediatamente al comandante Juan José Santana, uno de los ayudantes más solícitos, que acostumbraba mantenerla al tanto de lo que acontecía en el desarrollo de las campañas. Para ir registrándolo en el archivo oficial. Y su contestación, de 14 de enero de 1824, contuvo estas palabras: Está ya en estado de convalecencia. Sin embargo, nuestro viaje a Lima no está tan pronto... Aquí estamos como alma que lleva el diablo, muertos de calor, de fastidio y aburridos.

Efectivamente, el retorno a la capital se fue dilatando. Con el consiguiente gravamen de impaciencia en el ánimo de la solitaria

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coronela. Que al fin decidió juntárseles. Cabalgó, pues, bien escoltada, los ciento cincuenta kilómetros que separaban a Lima de Pativilca. Los soldados no atinaban a explicarse cómo la resistencia y el coraje podían hallar cabida en una figura tan femenina y aparentemente delicada. Apenas si tuvo un par de días de reposo. Porque se unió a la marcha de Bolívar, rumbo al pueblo de Huamachuco. En donde se detuvieron para acoplar sus planes con los del general Antonio José de Sucre, que cumplía instrucciones de acrecentar milicias y requisar animales y pertrechos en esa misma zona del norte. Allí se estableció un cuartel de paso, hasta definir los movimientos ofensivos. Y Manuelita, contrariada sin duda, tuvo que aceptar quedarse temporalmente en un albergue, con un par de ordenanzas a su mando. El Libertador se afanaba en eximirla de rigores extremados, olvidándose de quién era verdaderamente ella. Quizá se había conmovido mucho al verla ascender a su lado durante interminables jornadas, por entre las cuchillas de los Andes. Intensamente frías. Nunca la oyó quejarse ni la vio rendida. Era el amor de él -eso parecía claro- quien le había llevado a imponerle dicha tregua. Con una apreciable tropa Bolívar siguió desafiando las fragosidades de un camino que le condujo, desde comarcas nororientales, hasta Trujillo. Después, a mediados de mayo, se desplazó a la ciudad de Huarás, casi perdida en el áspero cascarón de las montañas. Dos semanas no había escrito a su compañera. Pensó hacerlo desde aquel lugar. Pero hubo circunstancias placenteras que le robaron el buen deseo. El Cabildo se preocupó en atenderlo: con desfiles, ceremonias y bailes. Le ciñeron las sienes con una corona de laurel. La muchacha escogida para intervenir en ese acto fue quizá la más linda de la población, según lo refiere Ricardo Palma. Estaba en la nubilidad virginal de sus dieciocho años. Poseía encantos que 31

Idem.

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sobrepasaban a los de otras jóvenes que aplacaron la sensualidad del héroe. Fue arrebatada hacia su lecho un par de días después de la coronación. Se llamaba Manolita Madroño. Y conservó la impresión de aquella experiencia voluptuosa hasta cerca de morirse, en Huaylas, a los noventa y dos años de edad. Su relación con Bolívar parece que duró unos pocos meses. Mientras tanto la otra Manuela, confinada propiamente en Huamachuco, estaba herida de taciturnidad, y acaso también de celos, por comentarios que le venían de lejos, como briznas que avienta el huracán. Por ese motivo escribió a su infiel amante esta carta, el 28 de mayo de 1824: Mi amigo: las desgracias están conmigo, todas las cosas tienen su término, el general no piensa ya en mí, apenas me ha escrito dos cartas en diecinueve días. ¿Qué será esto? Usted que siempre me ha dicho que es mi amigo, ¿me podrá decir la causa? Yo creo que no, porque usted peca de callado. ¡Y que yo se lo pregunte a usted! Pero, ¿a quien le preguntaré? A nadie; a mi mismo corazón que será el mayor y el único amigo que tenga. Estoy dispuesta a cometer un absurdo; después le diré cuál, y usted me dará la razón si no es injusto. No será usted temerario; se acordará usted en mi ausencia de la que es muy amiga de usted, M A N U E L A. P.D. ... Adiós, hasta que la casualidad nos junte, que yo estoy muy mala y pueda que muera de ésta, porque ya no quiero tampoco vivir más, ya basta, ¿no le parece?31

Querellosa. Como toda enamorada que se siente entre los sinsabores del olvido. Pero no proclive a la humillación del abatimiento y los ruegos. Usa, eso sí, la estratagema, común en las mujeres, de anunciar la posibilidad de "cometer un absurdo". Aun le dice que cuando a su hora se lo confiese cuál es, él sabrá "darle la razón". Probablemente Bolívar alcanzó a intuir el fondo real o supuesto de lo que le insinuaba. Y que quizá consistía en la reconciliación con James Thorne y la consiguiente búsqueda de su propia vida marital, lejos. El sesgo de esta conjetura obedece a que en una carta bastante posterior le habló Manuelita de tomar la decisión atemorizante de irse a Inglaterra. País del esposo. Tal hecho no se

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cumplió. En cuanto a las expresiones de "mi amigo" y de "muy amiga de usted", ellas son los modos suaves, tan habituales, de mencionar a las personas cuyas relaciones de amor son las del amancebamiento. Quién no lo sabrá. Y bueno es que se haga notar también que en todo su epistolario la joven elude llamarle Simón, no porque no le nombrara así en la intimidad, sino por razones de diversa naturaleza. Uno encuentra que casi siempre le trata de general y de usted. Él, al contrario, la tutea invariablemente. Y, sin duda en toda ocasión, prefiere para relacionarse con ella o comunicar alguna alusión que la concierna el uso del diminutivo de Manuela. Hay que suponer que a tal disposición amorosa se debió el que los altos oficiales de confianza y otras personas allegadas al círculo del Libertador, y después los historiadores y biógrafos de éste y de su heroína, se acostumbraran a llamarla Manuelita. En redor de todo esto se tendría que tomar igualmente como cosa cierta que el mismo halo de gloria de Bolívar, y su jerarquía, o eso y además su propia advertencia, obligaban a que todos se le dirigieran con el tratamiento de Excelencia y de General. Digresiones aparte, la verdad fue que con la Madroño vivió el episodio de una pasión intensa. Afortunadamente volandera. Como sueños huyen los más cálidos besos, y como un beso toda la alegría, afirmaba Goethe. Y no se equivocaba. Eso mismo podía haber asegurado nuestro combatiente. Que iba cayendo en seducciones fugaces. Destino muy humano el suyo: triunfaba en los encuentros militares con los enemigos, y se rendía una y otra vez, es decir casi siempre, ante la belleza y la sensualidad de las mujeres que se le acercaban. Entre las causas que le llevaron a su resolución de poner fin a la aventura con la muchacha de la ciudad de Huarás debieron de contarse, naturalmente, las palabras sentimentales y admonitivas de Manuelita y el carácter de estabilidad que había dado a su unión con ésta. La escribió pues invitándola a incorporarse de nuevo a su marcha. Y en las postrimerías de julio de 1824 la vio llegar al sitio abrupto de la cita, con el júbilo de quien confiaba en las hazañas de la quiteña intrépida.

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Se encontraron en un desolado paisaje de las sierras que con claridad profética, apenas diez días después de haber llegado a Lima, él columbró como escenario seguro de sus victorias, y desde luego de la reafirmación definitiva de su gloria. Manuelita volvió a notar cómo su amado se agigantaba en la empresa emancipadora, con desprecio absoluto a las molestias y riesgosos avances de sus enfermedades: esto es, a los presurosos desgastes de su vida misma. Desde la casona de su convalecencia en Pativilca, el 14 de abril ya había dado instrucciones nimias y precisas para formar los cuerpos militares adecuados. No quería que se le frustraran los empeños, ni que se dilapidara sin sentido la sangre de tanta gente generosa. Daba órdenes como éstas: Los caballos buenos, útiles, que se vayan engordando con cebada, que deberá conseguirse a todo trance, aunque sea comprándola a cuenta de cuentas... Haga usted que a los caballos de la costa se les hagan todos los remedios imaginables a fin de que se les endurezcan los cascos, quemándoselos con planchas de hierro caliente, y bañándolos con cocuiza, que se mandará buscar dondequiera ... que la haya ... que se haga una turquesa (molde en que se elaboran proyectiles de plomo) para seguir fabricando en Trujillo las balas que se necesitan.

Y en lo que concierne a las tropas mismas, disponía reclutar gente, no para confundirla con los soldados profesionales, sino para adiestrarla escrupulosamente y convertirla en escuadrones de reservistas. Buscaba, además, la ambientación de sus hombres a las alturas cordilleranas y el suministro oportuno de vituallas. En sus cabalgatas de muchos kilómetros por día, tanto él como sus milicias iban conociendo el terreno palmo a palmo, hasta conseguir que cada uno tuviese el don de orientación de un auténtico baquiano. Eran múltiples las providencias que fue adoptando. Los sacrificios a que sin dubitaciones se entregaba. Con ellos aleccionaba a los que le seguían. Que, por otra parte, se sentían alentados por su trato inteligente y afectuoso. En medio de todos esos duros ajetreos había escrito al general Sucre, su oficial más querido: "Estoy resuelto a no ahorrar medida alguna y a comprometerme hasta el alma para que se salve este país".

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¿Habrá, podrá haber, razones más claras para darse cuenta de que en Bolívar se concentraban las facultades inconfundibles, e inigualables, de la mayor de las grandezas heroicas? Solo mediante ellas alcanzó a redimir a cinco naciones de su desastrada suerte de servidumbre. Pero ahora vuélvanse los ojos a la llegada de Manuela. Varias jornadas titánicas, extremadamente agobiantes, por una región en todo sentido hostil, había realizado desde el pueblo de Huamachuco, en el norte lejano, hasta el de Condorcancha, bastante al sur. Si se quiere tener una idea aproximada de este extenso recorrido a caballo piense en que Huarás se halla más o menos a medio camino. Atravesó pantanos y suelos rocosos. Ascendió cerros sombríos, de violentos declives, en cuyos hoscos lugares murieron varios soldados del Libertador, porque se despeñaron o no soportaron el frío de las noches pasadas a la intemperie. Llegó por eso a su cita casi desfallecida. Pero con la voluntad intacta. ¿Será posible que la vocación heroica femenina, unida a la pasión por el ser amado, llegue a semejantes límites de esfuerzo e intrepidez? Habrá habido alguna vez en la tierra, o volverá a haber, una mujer que concentre en sí esos atributos superlativos de coraje, resistencia y belleza? Vale reflexionar en la inalcanzable posición que ocupa Manuelita, y que tiene que reconocérsele, en la historia completa del continente. En Condorcancha permanecieron Bolívar, su compañera y sus tropas hasta cuando se produjeron los avances de las otras fuerzas patrióticas a Margos y Huanuco. Desde estos puntos pudieron ya bajar paralelamente los tres cuerpos hacia el pueblito de Rancas, al pie del Cerro de Pasco. Entre tanto, el ejército español marchaba hacia esa misma dirección desde Jauja, lugarejo equidistante, situado un poco más al sur. Corría el dos de agosto de 1824. Allí en Rancas, en medio de una meseta de sobrecogedora soledad, desmontaron el héroe y sus

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Comisión Mixta de los Sesquicentenarios de Junín y Ayacucho, Ayacucho. La libertad de América, capítulo "La batalla de Junín", Lima, 1976.

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ocho mil combatientes. Los había de batallones que pelearon en Venezuela, Colombia, Ecuador (sobre todo en Pichincha y Chimborazo), Perú, Chile, Paraguay, Uruguay y Argentina. Además, unos pocos veteranos de las guerras de Europa. Bolívar sabía que su caballería estaba impaciente, como él mismo, por entrar en acción. Juzgó entonces apropiado pronunciar en medio de la inmensidad imperturbable de aquellas pampas, junto al lago de Junín, Reyes o Chinchaycocha, una proclama que ha sido considerada de las mejores entre las suyas. Estas expresiones son parte de ella: ¡Soldados! Los enemigos que vais a destruir se jactan de 14 años de triunfos, ellos serán, pues, dignos de medir sus armas con las vuestras, que han brillado en mil combates. ¡Soldados! El Perú y la América toda aguardan de vosotros la paz, hija de la victoria... 32

Desde Rancas, el 3 rumbeó al sur una buena parte de aquel ejército unido. Sobre todo, sus mil lanceros. Se asentaron provisionalmente en el poblado de Cochamarca, que se halla a treinta kilómetros y en la esquina alta, del noroeste del lago. Estudiaba el héroe los avances de la caballería enemiga, que se movía enfrente. Es decir en la parte oriental de las aguas. Pasaron luego a Conocancha, un villorrio más austral. Entre los dos últimos sitios, se repartieron las filas de retaguardia, integradas por los miembros de infantería. Y allí mismo, en el nombrado caserío, Bolívar exigió a Manuelita que se le separase. Temía por la vida de ella. Pero eso lo tomaba la temeraria coronela, que tantas pruebas había dado de su naturaleza batalladora, con el sentido de un agravio indignante. Se revolvía pues como una tigresa. Si era la hora de morir -se lo decía con resonante vehemenciaestaba resuelta a correr dicha suerte junto a la única persona que amaba sobre la tierra. Sus razones y alegatos resultaron a la postre inútiles. El Libertador se partió de su compañera. Y salió así de Conocancha hacia las pampas del sur del lago. Que fue el preciso lugar en que el 6 de agosto de 1824, a las cinco de la tarde, se enzarzaron en un combate sangriento las dos fuerzas adversarias. Lucharon sus hombres cuerpo a cuerpo, con lanzas y sables. Levantando entre los que agonizaban, ayes

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y maldiciones. Un solo furor heroico parecía poseer a todos. Los golpes de sangre manchaban uniformes, banderas, cabalgaduras, armas blancas. No hubo ni una detonación de fusilería. Sufrió por eso un chasco el autor guayaquileño José Joaquín Olmedo cuando describió las hazañas bélicas de Junín y dijo, con el torrente hiperbólico de su altilocuencia: "el silbo de las balas, que rasgando el aire, llevan por doquier la muerte". Y el chasco se lo enrostró el propio Bolívar, crítico admirable de los versos olmedianos sobre Junín, al enderezarle una muy concreta observación: "usted dispara... donde no se ha disparado un tiro". El enfrentamiento duró cuarenta y cinco minutos. La victoria fue de los patriotas. No hay duda de que la estrategia, la decisión, la bravura y la dirección ágil y oportuna del Libertador y sus comandantes fueron las que determinaron el éxito que tan aceleradamente habían conseguido. El general español Canterac, de cuya sabiduría y testarudez para combatir hay suficientes pruebas, envió un parte revelador al virrey La Serna, en el cual muestra su insatisfacción y desconcierto. En ese instante, sin poder imaginar cuál fue la causa, volvió grupas nuestra caballería y se dio a una fuga vergonzosa, dando al enemigo una victoria que era nuestra y que decidía en nuestro favor la campaña. Parecía imposible que con tanta vergüenza huyese de un enemigo sumamente inferior bajo todos respectos y que ya estaba casi batido por los mismos que han echado un borrón a su reputación antigua y puesto en compromiso al Perú todo.

Cuarenta y cinco hombres cayeron entre los combatientes de Bolívar. En el lado de los realistas las bajas fueron mayores: contados muertos y heridos, llegaron a diecisiete oficiales y trescientos ochenta y cinco soldados. Pero en la confusa escapada hacia el sur desertaron como tres mil individuos de tropa. La merma era considerable, aunque no para desalentar a sus jefes, pues su ejército se componía de más de veinte mil. Por eso faltaba otra poderosa acción de armas en la misma zona cordillerana, y aun confrontaciones de mar y tierra en El Callao

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y sitios aledaños a Lima. Todo eso lo advirtió el héroe infalible, y ordenó la marcha en persecución de los españoles, al tiempo que al coronel Luis Urdaneta, comandante de la costa, le dictó instrucciones de preparar una embestida contra aquellas ciudades. A los tres días de la victoria, las milicias vencedoras en el campo de Junín comenzaron su cabalgata, capitaneadas por Bolívar y su oficialidad superior. En ella estaba de nuevo, aguerrida y radiante, como siempre, la heroína quiteña. Qué de sensaciones había debido experimentar. Vio de cerca la lucha mortal de los jinetes con sus lanzas y sus sables. Estuvo en espera de mezclarse con ellos. Después, ya terminada la contienda, galopó casi con el animal desbocado hacia el sitio mismo en que demandaban auxilio los heridos. Ayudó en las labores de su cura y de su salvación. En ese empeño la encontró su amado. Piénsese lo que se quiera, la verdad es que ningún evocador serio de su memoria podría negar, ya por los hechos que antecedieron a la batalla, ya por la presencia de ella en la cercanísima retaguardia y por sus socorros inmediatos a los que se desangraban, que Manuelita Sáenz participó activamente en los célebres campos de Junín. Si no se lo ha dicho antes, es tiempo de decirlo en estas páginas. Ahora bien, en el trayecto se desvió Bolívar, con la joven, sus edecanes y un piquete armado, hacia la parte en que cabeceaba de melancolía y soledad el aldeorro de Jauja. Quería verificar las condiciones que caracterizaron al asentamiento militar desde el cual los españoles lanzaron su caballería para el reciente combate. El resto del ejército, por su disposición expresa, continuó el rumbo previsto: es decir a Huancayo. Un par de noches descansaron los amantes allí en donde se habían detenido. Eso constituyó un oportuno alivio para Manuelita. Y una medida acertada de Bolívar para eximirla de las incomodidades de sus apretadas cabalgatas, en compañía de soldados rudos, cuyos hábitos elementales y vocabulario áspero, a menudo procaz, resultaban incontrolables. Ello a pesar de la temible estrictez de su jefe. Porque, no obstante haber sido bastante humanitario, y de haberse hermanado con la suerte de los que le seguían, nunca renunció

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a reforzar la disciplina y lealtad del ejército mediante castigos, y hasta con amenazas de fusilamiento. De modo que aquella temporal separación de la tropa les fue conveniente. El Libertador la tomó sin duda como ocasión para hacer notar a su heroína la razón de las resistencias, que siempre le manifestó, de llevarla consigo entre las inclemencias del ambiente, por parajes desolados en que no había un techo de amparo, y sin más compañía de su sexo que las rabonas, o hembras de un número de soldados. Pero ella se sentía superior ¡qué carajo! a toda esa espantosa realidad. Creía, en efecto, estar segura de que en su camino alumbraba también la estrella, límpida aunque tiránica, de la gloria. Diálogos aparte, lo cierto fue que los militares de Jauja tuvieron que trotar varios kilómetros hasta encontrarse con los que le aguardaban en Huancayo. Y, como era de suponer, ya éstos habían reservado alojamiento para el general y "su señora". Parecía que no había mucha premura para seguir adelante. Las fuerzas de Canterac incrementadas con las de José de la Serna, estaban reorganizándose en el Cuzco. En lo que toca a las de Bolívar, él había a su vez pedido a Santander auxilios de soldados y de equipamiento. Pero, éste, inclinado a no servirle en forma debida, apenas si llegó a despacharle una tercera parte de lo que se podía esperar. A causa de ello se vio precisado a tratar de recoger a sus desertores, que también los tuvo, y a buscar más combatientes en otras zonas del Perú. Le urgía, pues, alimentar el cuerpo de reservistas. Mientras tanto se iba haciendo oportuna la marcha hacia el campo enemigo. Pensó en Sucre y La Mar para la primera misión. Pero éstos no se la aceptaron, convencidos de que el Libertador tendía a desconocerles jerarquía y atributos militares. Sobre todo Sucre, con el respeto y la dulzura de carácter que le eran propios, le hizo notar su conmovedor resentimiento Y el héroe insigne, el hombre incomparable, el vencedor en recias batallas, el personaje aclamado por multitudes en las naciones que había libertado, dio inmediatamente ejemplo de modestia y tomó para sí la aludida responsabilidad. O sea la de trabajar detrás, para contar con una sólida retaguardia. Así estaba

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demostrando la importancia de lo que había tratado de encomendar a sus dos generales, y cuyo cumplimiento no entrañaba nada que fuese denigrante. Cabe recordar que Sucre le era, según llegó a asegurarlo, como el hijo que le negó la Providencia. En Huancayo, además, y especialmente en la vecina población de Huamanga, preparó afanosamente los elementos indispensables para el nuevo combate. Que él lo estimaba definitivo. En ambos puntos, entre otras cosas, ordenó fabricar hasta clavos y herraduras. Organizó recorridos, que los comandaba personalmente, para efectuar reconocimientos pacientes de la región. Trazó con su mano, escrupulosamente, y mediante diálogos con su general predilecto y otros altos oficiales, los planes de movilización de tropas, de aprovechamiento del terreno; de tácticas de ataque y defensa. Concibió el lugar probable, en la orilla occidental del río Apurimac, para establecer al ejército, y luego hacer las evoluciones necesarias, dentro de la provocación mutua que habría de preceder a los enfrentamientos. El lugar que se le ocurrió elegir mostraba condiciones geográficas apropiadas para proveerse de agua y alimentos, y de pasto para las caballerías. Pero con algo no contó Bolívar. Con algo funesto, que nunca podía imaginar siquiera, por el grado de bellaquería, de estolidez y de infamia. Y eso, que no cabría sino en el alma de un traidor y cobarde, fue una resolución mañosamente preparada por Francisco de Paula Santander, en Bogotá, para despojarle de todas sus facultades extraordinarias, y desde luego del mando del ejército. El congreso nacional expidió dicha ley el 28 de julio, pocos días antes de la victoria de Junín, pero no se la conoció por las huestes de Bolívar sino a comienzos de octubre, en Huancayo precisamente. Los poderes extraordinarios se los transfirieron a Santander, entonces encargado de la Presidencia. No había, pues, quien no advirtiera el origen de esa audaz zancadilla. El Libertador cedió el mando de las tropas al general Antonio José de Sucre, y le dio instrucciones precisas de cómo ejecutar la

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campaña próxima. Le hizo adelantarse a Pichirhua, en el sureste de Huancayo, con toda su columna. Desde ese punto, al que llegó el 2 de noviembre, tenía que personalmente ordenar, con celo e inteligencia de estratega, los demás desplazamientos. Y efectivamente así procedió, desorientando y confundiendo más de una vez a los generales enemigos, y situándose por fin, para la contienda decisiva, en Ayacucho. Nombre quechua que significa Rincón de los. Muertos. Bolívar estaba todavía entre las tropas que esperaban las indicaciones suyas para incorporarse al resto del ejército cuando recibió las manifestaciones de solidaridad que le enviaron desde Pichirhua los demás hombres. El 10 de noviembre de 1824, el grupo de jefes de ese cuartel general le decía: "Hemos visto la atroz injuria del poder ejecutivo; este insulto lo hemos sofocado en nuestro dolor". Antonio José de Sucre, que vivía entre desvelos las vísperas de su nueva victoria, le escribió una carta con estilo comedido, propio de su temperamento: Hablando francamente encuentro menos culpa en el congreso que en el ejecutivo. Yo soy amigo del general Santander, pero le hallo, contra mi deseo, más culpable; quisiera encontrarlo más excusable, porque por lo mismo que lo aprecio me es molesto encontrarlo ingrato. Algunos jefes aquí lo han acusado de mezquino y dicen que yo soy la causa del mal que van ellos a sufrir por estas disposiciones, pues creen que el general Santander, sospechando que estando yo en campaña pudiera recibir un ascenso antes que él, haya puesto tales trabas.

Y, de veras, los que así pensaban habían advertido claramente qué clase de integridad moral era la del contumaz rival del Libertador. Éste renunció a los afectos que noblemente le profesaba. Manuelita se indignó más que nadie. Acentuó con ello la repugnancia que le inspiró siempre Santander. Una gran intuición le llevó a tratar de desengañar a su compañero, aun antes de esta incalificable sorpresa, de las suposiciones de amistad y lealtad que constantemente había alimentado alrededor de aquel. Pero además es necesario que se recuerde que nuestra quiteña mantuvo su condición de adversaria de Santander hasta más allá de la muerte de Bolívar.

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Si no nos desceñimos de este asunto, podemos también decir que en el segundo de los lugares nombrados -en Huamanga- los amantes hallaron oportunidades de templar la contrariedad que les dejó la alevosía del jefe del ejecutivo colombiano, Allí hizo el Libertador que acamparan un brevísimo tiempo sus numerosos soldados, para él aprovecharlo en la frenética actividad de preparación de la batalla encomendada a Sucre. Se hallaba convencido de la trascendencia de ésta, por considerarla el rejonazo con el cual derrengar a la fiera hispánica y echarla definitivamente por tierra. En ese enfrentamiento se jugaba pues el destino de nuestros pueblos. Por ello tanto afán, tanto cuidado, tanta concentración de inteligencia en sus trabajos, advertencias y consejos. La comunicación con su incomparable subalterno se mantenía en forma diligente, a través de emisarios a Pichirhua, y de ahí a Huancayo y Huamanga. Aquel debía estar atento a sus instrucciones, pero también juzgar por su cuenta las circunstancias para entrar con las seguridades debidas y la máxima decisión en el combate. De sus resultados -le decía- dependerá la suerte de toda América por varios años. E insistía, consecuentemente, en hacerle notar que cuando en una batalla se hallan comprometidos tantos y tan grandes intereses como los indicados, los principios y la prudencia y aun el amor mismo a los inmensos bienes de que nos puede privar una desgracia, prescriben una extremada circunspección y un tino sumo en las operaciones...

Y, por cierto, si le traía olvido de sus pesares este género de labor, con igual eficacia, en las horas de tregua, allí mismo en Huamanga, le deparaban alivio la compañía tierna y balsámica de su Manuela y la disposición acogedora de los habitantes del lugar, huertanos que los agasajaron bajo la luminosidad de su cielo apacible. Solo en un asunto muy grave volvieron a disentir los dos amantes: el del retorno a Lima. Pero en esta vez la bella quiteña porfió en no regresar. Ansiaba estar confundida en la nueva acción de armas. Era como otro desafío voluptuoso a la muerte. Alegó que Bolívar tenía que

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ir a luchar en El Callao, conjuntando tropas en el difícil itinerario. Que ella recibiría buena protección del noble amigo común Antonio José de Sucre. Que, aún más, le harían buena compañía las valerosas rabonas, que tan humildes y sinceras atenciones le habían tributado a lo largo de las marchas y campañas. La vehemente mujer se salió al fin con la suya. Triunfaba así la fuerza de su irrenunciable coraje. Y por lo mismo el Libertador, antes de partir a su propio cometido bélico, no tuvo otra alternativa que incorporarla en las huestes de Huamanga que habían recibido ya orden de ir a unirse con las de Sucre. Naturalmente, la pareja se había dado en la víspera un adiós apasionado, como los que habitualmente reclamaban sus emociones más puras y la incontenible sensualidad de sus cuerpos. Manuelita Sáenz fue ubicada en las filas de la reserva de uno de los escuadrones de la Primera División Colombiana, que comandaba el general Jacinto Lara. Eso la satisfacía solo a medias: Porque hubiera querido estar cerca de la línea de fuego. Aun con ponerla, donde la puso, Sucre no había guardado fidelidad a las instrucciones que recibió, de mantenerla completamente lejos de todo riesgo. Pero le correspondió, pese a cualquier providencia, desde los primeros días de diciembre, participar en las marchas de ida y de vuelta del Ejército Unido. Con ese nombre se lo llamaba. Su comandante andaba eludiendo el acoso realista, a la vez que tratando de hallar posiciones favorables. Duro empeño frente a los avances de una fuerza doblemente numerosa y bien experimentada. Desde luego, en aquel hombre había cautela y no falta de vislumbres certeras ni de radicales decisiones. En su plan desconcertante se multiplicaban los recorridos imprevisibles. Que traían consigo, como era natural, muchos sudores. Y pasos desafiantes. Y provocaciones engañosas. Y una voluntad que se agigantaba en cada soldado. No había quien no estuviera advertido de vigilar los movimientos del enemigo, de obedecer las órdenes y de lanzarse, en el instante preciso, a un seguro baño de sangre. Las trasnoches fueron sucesivas, y extremados los esfuerzos, hasta cuando el 8 del aludido mes se establecieron a 3.400 metros de altura, en la

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estrecha llanura de Ayacucho. En el un costado se entreveía el taciturno pueblito de Quinua. En otro, cortando de golpe la mirada, se erguían las ásperas laderas del Condorcunca Garganta del Cóndor en lengua quechua. Estaba así determinando el escenario de la batalla. Ya no había posibilidad de otro desplazamiento. En la cima del cerro crecía la mancha oscura de los escuadrones españoles. Al amanecer del 9 vibró el aire con la música aguda de cuarenta dianas simultáneas de los dos ejércitos. A las ocho de la mañana ambos estaban y en línea de batalla. En el frente realista había 9.310 efectivos. En el de Sucre 5.780. Dos horas y media después empezaron a tronar las acciones. Los españoles trataron de bajar como un torrente devastador sobre sus enemigos de la llanura. Pero con táctica magistral, con salidas sorpresivas desde los barrancos, con un empuje casi suicida, fueron combatidos por los recios batallones de Córdoba y de La Mar. La figura del general Córdoba granadino de apenas veinticinco años, cuya temeridad le llevó hasta la cúspide del cerro de los realistas, cobró entonces, para la historia de la emancipación, un hermoso relieve histórico. Y no solo se producían las cargas de caballería, sobre todo eficaces por los lanceros venidos desde Venezuela, sino las de las tropas de infantería, cuyas balas llevaban a los rivales los dictados de la dispersión y la muerte. Por cierto Sucre daba cara a todos los peligros, y estaba en un sitio y en otro, ordenando las ofensivas, conduciéndolas, sosteniéndolas a través de sabiduría, y coraje. Se debe asegurar que esta batalla tuvo, por parte de ambos contendores, una realización perfectamente planificada, en la que se han admirado las facultades disciplinarias, la destreza, el valor general y el extremado decoro de sus jefes. Por eso sería injusto no reconocer que en el ejército realista fue también ejemplar el denuedo de los generales Jerónimo Valdés y Juan Antonio Monet. Éste cayó herido en una de las más enardecidas acciones de guerra. Igual atención reclama la entereza del virrey José de la Serna, que peleó junto a sus hombres, y fue derribado de su caballo por un golpe de lanza de los patriotas.

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Noventa minutos de combate. Eso fue todo. Pero tan encarnizado lo fue, que el número de víctimas no guardó relación con la exigüidad del tiempo. Antonio José de Sucre, dueño de la modestia de los grandes, ofrendó su victoria al Libertador. Y éste, respetuoso de lo justo, y, nunca mezquino, lo exaltó por aquella batalla al grado de mariscal. Hubo naturalmente un parte oficial de dicho enfrentamiento. Lo firmó Sucre en Ayacucho el 11 de diciembre de 1824. Estos eran los resultados: en las fuerzas españolas, mil ochocientos muertos y setecientos heridos; en las americanas, trescientos setenta y seiscientos, respectivamente. A eso obedeció el que, en medio de la estrechez del campo y al final de la contienda, no se pudiese caminar sino tropezando con cadáveres, con cuerpos dolientes y sangrantes, con cantidades de equipo desperdigado Cuando el general Canterac s acercó al enemigo agitando una enseña de paz, para declarar la rendición de sus armas, llegó el ansiado término de esa violenta arremetida de las dos partes. Minutos antes, ninguno había querido ceder. Y, aceptada la capitulación, vino de inmediato la actividad dramática y extenuadora de recoger a los heridos. Se oía por todos lados cómo se confundían los reclamos de socorro de los soldados realistas y republicanos. Y desde luego en forma igual se enlazaban las labores sanitarias en favor de unos y otros. A todos se les iba llevando a una enfermería improvisada, que era la nave única, de piso frío de tierra, de la iglesita colonial de Quinua. Había muy pocos médicos y enfermeros. Con la anuencia del Mariscal de Ayacucho la coronela Manuelita Sáenz, todavía envuelta en el polvo y el sudor de las evoluciones militares, ayudaba a dirigir el salvamento de esos centenares de hombres que se revolcaban sobre sus propias heridas. La tarea parecía inacabable. Y era en verdad dura y estremecedora. Pero la heroína, experimentada como pocos en esa suerte de sacrificios, no desfallecía ni renegaba de una misión en que se cifraba otro tipo de combate: el de acabar con la agonía y el dolor.

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Varios días demoró Manuelita en el villorrio en que socorrió a los enfermos que dejó la batalla, y en el cual, también, pudo asistir a la firma de la capitulación de España. Eso fue en la sala, medio en penumbra, de una humilde morada de la plaza. Hay historiadores -bueno es aclararlo- que no aluden a la presencia de la quiteña en Ayacucho. Otros que expresamente la niegan. Y unos últimos que la admiten sin reservas, y que aun suelen repetir cierta invención de Bossingault en sus "Memorias": la de que ella, en medio de la ruda contienda, arrancó el bigote a un realista caído, no solo como significativo trofeo, sino para alguna vez utilizarlo a manera de disfraz. Esta afirmación es desde luego un soberano disparate, por la impracticabilidad del hecho mismo, y por su fondo tan ajeno a la índole de Manuelita. De Quinua salió ella cuando Sucre tomó rumbo al sur, para su campaña en el Alto Perú, o actual Bolivia. Él, personalmente por cierto, le preparó un viaje digno y seguro. Ordenó que la acompañaran dos edecanes, como reconocimiento a sus servicios y a su rango de coronela. E hizo que la escoltaran, además, un grupo de soldados de confianza y unas cuantas mestizas o combatientes de refajos colorinescos y alpargatas: las famosas rabonas, queridas de la heroína, y a la vez muy querendonas de ella.

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CAPÍTULO XX Más allá de todo un nombre se perpetúa No había habido viajeros de países extranjeros que se hubieran aventurado por esos gestudos paisajes cordilleranos, con el fin de presenciar alguna incidencia de esas dos victorias famosas. De modo que no hay ningún testimonio directo de ellos. Los hay, en cambio, de los altos oficiales europeos que militaban en el ejército emancipador, y que percibían la grandeza de Bolívar. Por cierto, aquella ausencia de forasteros lejanos no se debió a insensibilidad frente a la magnitud de su obra, sino más bien a que el ruedo bélico se hallaba en tierras de un inhóspito desamparo. Con todo, hubo un norteamericano que se atrevió a llegar, a lo menos, a Huarás, cuando el héroe había cumplido campañas que culminaron en Junín y Ayacucho. Y eso, por lo que ya hemos descrito, sabemos que era una hazaña. Que desde luego no la cumplió por simple curiosidad, sino para obedecer instrucciones precisas del Comodoro Hull, comandante del buque insignia "United States", anclado en la rada de Chorrillos. Y a cuyo personal pertenecía como teniente de marina. Se llamaba Hiram Paulding. 33

Estuardo Núñez, Bolívar y los días del triunfo de Ayacucho según los viajeros, Lima,1979, pp. 4-5.

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Tras presentarse a saludar a Bolívar y a transmitirle el mensaje que llevaba, éste no tuvo a mal convidarle a su mesa. Cosa que se la aceptó cargado de timidez. Porque era grande el respeto que le inspiraba. No obstante, a los pocos minutos comenzó a sentirse muy a gusto, por la "cordialidad", la "franqueza", la "cortesía exenta de ceremonia" de su anfitrión. Le oyó hablar de muchas cosas durante la comida. Volvió a estar en otros momentos en su compañía. Pudo entonces captar una imagen del Libertador durante el período en que éste perseguía sus razones de gloria en las breñas peruanas. Y, claro, dejó su testimonio escrito. En el cual hay observaciones dignas de que se reproduzcan aquí, por lo reveladoras dentro de su elocuente espontaneidad: En la conversación ordinaria el semblante de Bolívar presentaba un aire melancólico y apenas levantaba los ojos del suelo; pero si trataba algún asunto que le interesaba mucho, entonces adquiría mucha vivacidad, miraba cara a cara al que le escuchaba atento, y en cada gesticulación se veía expresada un alma encendida de vivas pasiones... Sus ojos tenían una expresión que creo no puede pintarse ni con el pincel ni con la pluma. El color de ellos era castaño oscuro. Todo él era grande e infundía respeto y admiración.33

Este retrato anímico del Libertador es de lo más claro y expresivo. El señalamiento de algunos detalles, en rauda enunciación, se ofrece con la vividez y la fidelidad propias de un extranjero en cuya alma no obraban influjos ni intereses de nadie. La aludida melancolía del héroe le fue casi inseparable, quién sabe si por las complejidades de su acción, o por las decepciones con que le colmaba la infamia de sus rivales dentro del mismo ámbito republicano, o por el efecto psicológico de la enfermedad que le iba envejeciendo premiosamente. La referencia al hábito, también reparado por otros, de inclinar la cabeza escondiendo la mirada mientras dialogaba, encuentra una explicación. La de que este hombre superior, a quien se rendían los que le trataban, eludía la turbación que en el contertulio podría proyectar la fuerza de sus

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ojos, incómoda o irresistible por lo penetrante, abarcadora y certeramente inteligente. Sobre este asunto de los viajeros que le buscaron entonces, si se lo precisa bien, habrá que reconocer que hubo también un par de británicos que fueron a visitar a Bolívar cuando ya él estaba poniendo término a su acción guerrera en el Perú. No necesitaron, desde luego, dominar parajes distantes ni bravíos, como lo hizo el norteamericano. Pues que solo debieron ir desde un muelle del Pacífico hasta cierto rincón agreste del mismo puerto. El héroe, según se mencionó en páginas anteriores, había salido en días de noviembre de la población de Huamanga, para organizar tropas con las que enfrentar a contadas fuerzas españolas situadas en zonas periféricas de Lima. Y a las que no logró vencer del todo Luis Urdaneta. Así había llegado a Chancay, con una unidad de tres mil hombres. Pudo establecerse entonces, temporalmente, en una hacienda no distante de aquel lugar porteño. Poco antes había anclado allí, tras largas escalas en El Callao y en Chorrillos, la fragata "Cambridge", buque insignia de la Gran Bretaña, comandado por el Comodoro Maling. Y una de las instrucciones precisas que había recibido de la Corona de su país, este acucioso oficial, era la de conseguir una entrevista secreta con el Libertador. De modo que en esta vez le había llegado la esperada oportunidad. Fue pues hasta el cuartel general de los patriotas en Chancay, y se hizo conducir hasta el albergue rural de su personaje. Lo acompañó el marino y capellán de la nave Hugh Salvin. Hombre culto a cuyos ojos curiosos debemos un testimonio valioso con estas observaciones sobre Bolívar: Parece medir unos 5 pies 8 pulgadas de alto (aproximadamente 1 metro 55 centímetros), de complexión morena, calvicie incipiente, de cabello negro, ligeramente canoso, bigotes grises, ojos de color castaño, tronco y extremidades delgados. Vestía un uniforme ricamente cubierto de encaje, charreteras grandes, lujosas, y una 34

Idem., pp. 8-9.

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escarapela grande, dorada, en su sombrero, pantalones rojos y botas hasta las rodillas. De apariencia franca y conversación vivaz y sencilla, pero su aspecto y semblante denotaban ser de un hombre preocupado y trabajador.34

La visita y las palabras testimoniales aquí reproducidas pueden ser fijadas entre el 15 y el 16 de noviembre de 1824. El héroe tenía entonces cuarenta y un años de edad. Pero se advierte que aparentaba mayor edad. Y, dadas las coincidencias de los que directamente han venido describiéndole, no resulta ya improbable que se haya quedado en nuestra mente la imagen viva y verdadera de él. Cuando Bolívar abandonó Chancay, emprendió una marcha con sus soldados a través de sitios no lejanos de allí, en los que se habían concentrado las armas enemigas. Llevaba el propósito de acosarlas y de combatirlas hasta obtener que depusieran definitivamente su enconada resistencia. Y fue de veras consiguiéndolo. En El Callao desapareció casi todo género de hostilidades realistas. Solo persistió ahí la acción defensiva de los castillos ocupados por el general Rodil, y a la cual ni los ataques marítimos de una fragata y una goleta patrióticas lograron doblegar. Pues que contó, además, con el apoyo de dos naves españolas acoderadas al pie de la fortaleza. Tenía Rodil una tozudez de combatiente que parecía más bien la manía incurable, pero suprema, de un gran apasionado. No entregó sus posesiones sino en 1826. La entrada del Libertador en Lima estuvo, en cambio, precedida de una victoria completa. Ocurrió eso, en medio del fervor multitudinario de sus habitantes, el 5 de diciembre del 24. Se halló desde entonces segura la libertad de la capital peruana. Y apenas dos días después envió notas oficiales al gobierno de Colombia -integrada ésta por Venezuela, Panamá, la actual Colombia y el Ecuador-; al de México; al del Río de la Plata; al de Guatemala (en la que estaban todas las naciones centroamericanas), y al de Chile. Mediante su elocuente contenido los invitaba a mandar representantes al Istmo de Panamá para constituir una Asamblea,

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que nos sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias.

Para qué decir que el Perú, cuya independencia se proclamó cuarenta y ocho horas después, también acreditó sus delegados. Pero lo que aquí necesita la subraya de una observación totalmente admirativa es la concepción genial, propia de un filósofo de la política y de un singular visionario, que encierran aquellas ideas. De su centro dimanan las organizaciones internacionales de nuestra centuria. Aunque ¡ay! faltan todavía en éstas, sin que se adivine siquiera hasta cuándo, claridad mental, aptitud de conciencia y fuerza de voluntad para que por fin se concreten las imponderables aspiraciones de ese hombre impar: héroe, pensador y profeta. Si las fórmulas entregadas por Bolívar, para que se las adoptara hace nada menos que ciento setenta años, hubieran logrado asimilarse y aplicarse por nuestros pueblos, no se habrían producido depredaciones territoriales, carnicerías bélicas entre hermanos, imposiciones crueles de potencias extranjeras, y más desastres, bajo la indolencia, la estolidez, la incompetencia y los intereses bastardos de las engreídas ágoras internacionales del presente siglo. Se debe además aclarar que su autor no fue afortunado ni en los efectos iniciales. Porque saboreó la pesadumbre de ver que un proyecto tan hacedero e indispensable se le disipó ya en la primera instancia, en el propio Istmo de Panamá. Como si este no hubiera alcanzado a tener sino la evanescente consistencia de los sueños. Con todo, no se olvide que hay sueños que se guardan y se guardan largamente, al abrigo de las esperas, ya que un día llegan a demostrar, con su cumplimiento, que la esencia de ellos era imprescriptible. Pero a la aludida pesadumbre personal del gran visionario se sumó, de inmediato, una de sus más aflictivas decepciones. Que fue prueba de las duras ingratitudes que se vio obligado a soportar. Los

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representantes del Perú, país en el que había acabado de multiplicar sus empeños para darle una emancipación extremadamente difícil de conseguir, y en el cual le ofrecieron manifestaciones públicas estentóreas, recepciones suntuosas, actos solemnes y vocingleras lisonjas; sí, esos representantes, en la reunión panameña celebrada entre junio y julio de 1826, se atrevieron a pactar entre sí el empleo de una tramposa actitud de olvidos y desdenes de la obra que realizó Bolívar en territorio peruano, a fin de ver cómo oscurecer el nombre de éste. Bueno será que aquí haga comparecer siquiera una muestra de ello, mediante la cita de las palabras siguientes, que le dirigió desde Panamá el delegado de Colombia general Pedro Briceño Méndez: Sepa usted que si esos señores -los representantes peruanos- no son sus enemigos, por lo menos no son sus amigos. En un convite que dieron aquí, por la celebración de Ayacucho, hubo brindis por cuanto hay en el mundo, menos por usted, y llevaron el descaro hasta presentar uno en que se atribuía la gloria de aquella batalla a los generales La Mar y Miller. Sin el menor respeto se lamentaron de la suerte del Perú. Nos acusan de miras interesadas en la ocupación militar de su país.

Pero el instinto sutil del Libertador le había llevado a escribir el 6 de setiembre de 1815, en su formidable "Carta de Jamaica", un enjuiciamiento del pueblo peruano que sondeaba los enigmáticos antecedentes de su comportamiento colectivo, y que acaso se volvió más comprensible con esta triste experiencia de once años más tarde. Se expresó de este modo: "El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas". Aparte el enlace de circunstancias y reflexiones que aquí se ha hecho arrancar de su convocatoria a la asamblea del Istmo, recuérdese lo que se tiene ya indicado, sobre su entrada en Lima el 5 de diciembre de 1824. Esto es en fecha que antecedió, con cuatro días, a la rendición del poder de España, mediante la batalla de Ayacucho. Bolívar se hallaba poseído de una desazón insofocable. Pues que nada había

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sabido sobre el destino de sus ejércitos desde que salió de Huamanga. Tampoco había regresado un edecán de su confianza, compañero de hazañas en Junín: el teniente coronel Nicolás Medina. Con él había despachado las últimas instrucciones a Sucre, para que buscara dar remate a su campaña. El lugar en que se mantenía en espera de noticias era el del mismo albergue limeño de su temporada anterior. La quinta de La Magdalena. Eso contribuía a que también echara allí de menos a Manuelita. Su imagen, su insustituible aire personal, su compañía inteligente y activa le hacían falta, íntimamente. Aun parecía que su proclividad erótica había ido declinando, pese al asedio, que en cambio no había disminuido, de mujeres jóvenes que entre deslumbramientos se atrevían a lanzarse a los deleites sexuales con el héroe. O que se empeñaban en estimularle, sin duda en vano, un desinteresado y puro sentimiento de amor. Sin embargo, entre estas últimas hubo una hermosa norteamericana que hasta quiso arrancarle una promesa de matrimonio. Se llamaba Jeannette Hart. Era cuñada del Comodoro Hull, del barco "United States", anclado en la rada de Chorrillos. Él se la había presentado cuando Bolívar fue su huésped, tras el regreso de las campañas cordilleranas del Perú. Se reunieron con alguna frecuencia. Ella murió soltera, cuando ya el Libertador había fallecido. Se le encontró entre sus cosas íntimas una efigie de éste en miniatura, y algunas notas breves sobre la aludida relación. Pero la influencia femenina que no cesaba de gravitar en el ánimo de él era, en realidad, la de Manuela. En las temporadas largas de ausencia, desde donde quiera que se encontrare, la reclamaba. Y así seguían produciéndose por años sus reencuentros. Lejos de su amante en esta vez, y desprovisto de información sobre la suerte de las armas de Antonio José de Sucre, sus labores se concentraron en decisiones de gobierno que tendían a mejorar las condiciones sociales, particularmente económicas y educativas, del país en que estaba. La historia ha recogido constancias significativas de esa obra fatigosa. Además, su inquietud con respecto al fortalecimiento de la inacabada emancipación peruana le obligó a

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mandar comisionados al sector cordillerano de las acciones militares previstas. Igualmente, a disponer medidas de averiguación efectiva de lo que hubiera acontecido y de aprontamiento de tropas complementarias para cualquier eventualidad inmediata. Y, claro, en medio de la expectativa de él y de los grupos entre los cuales se fue ésta multiplicando, empezaron a correr rumores inventados, confusos y contradictorios. Así se hallaba el ambiente cuando el viernes 17 de diciembre de 1824 el capellán inglés Hugh Salvin, a quien ya evoqué, del personal de la fragata "Cambridge", visitó en Lima a Bolívar, en compañía de un individuo uniformado. Era éste un soldado español que aseguraba haberse pasado a las filas colombianas, y haber sido testigo visual de la victoria de Sucre en Ayacucho. El Libertador le miró con desconfianza. Lo sentó en frente suyo. Lo examinó sobre una serie de sus antecedentes. Luego le preguntó y repreguntó en torno del hecho que afirmaba. Aún más, le arrestó hasta cuando se supiera la verdad, con la amenaza de fusilarle si resultaba falsa su afirmación. Eso está revelando la profunda preocupación en que se hallaba. Afortunadamente, al día siguiente, sábado 18, a las cinco de la tarde, mientras el héroe atendía en el Palacio de la capital, le llegó uno de los partes de batalla en que se le daba cuenta de la rendición de España. Estaba firmado por el general Santa Cruz, oficial del ejército de Sucre. Como respuesta inmediata se sintió arrebatado de un entusiasmo poco usual, que más bien debería ser tomado como un impulso de enajenación irreprimible. En esos términos parece describirlo su edecán general O'Leary. Y si no hubiera sido él quien dejara dicha constancia, acaso nadie se atrevería a reproducirla con el convencimiento de su veracidad:

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Idem., p. 10.

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Bolívar se quitó el dormán (chaqueta), lo arrojó al suelo, como para significar que se despojaba de toda insignia militar de mando, y se echó a bailar por la plaza en un exceso de emotividad, de ímpetu que necesitaba pronto y violento desahogo, gritando: ¡Victoria!, ¡Victoria!, ¡Victoria! Hasta pasado un buen momento no llegó a serenarse y poder explicar a los circunstantes lo que decía el oficio que lo puso en tal estado.35

Él experimentó esa clase de reacción porque ciertamente sabía la dimensión continental que había acabado de adquirir, con Junín y Ayacucho, su obra de la independencia. La monarquía española carecía por fin de asiento en casi toda la inmensurable extensión del Nuevo Mundo. El flamante mariscal, ejecutor de la segunda batalla, condujo en seguida su ejército hacia el Alto Perú, para someter a las últimas autoridades extranjeras. Los tropiezos militares que halló no le impidieron avanzar prontamente hacia las ciudades con las que se iba a constituir la nueva república. Lo único que a la postre faltaba era proceder a su reorganización jurídica y administrativa. Para cuyo propósito uno de los primeros actos de Sucre fue invitar al Libertador para que viajase cuanto antes a ese lejano lugar. En verdad algún tiempo se había perdido. La semana y más que demoró en llegar a sus manos el informe de la derrota de los españoles en Ayacucho. El motivo de ello se estableció muy poco después. Y fue un hecho trágico. El edecán teniente coronel Nicolás Medina, portador de las instrucciones enviadas hasta el campo de batalla, como ya se sabe, lo fue también del parte de la victoria, dirigido a Bolívar con la máxima prontitud. Pero en su vuelta a Lima, en uno de los pueblos cordilleranos del trayecto, fue sorpresivamente asaltado por un grupo de campesinos a los que empujaron varios terratenientes chapetones. Sabían sin duda éstos que él llevaba consigo los documentos de la capitulación de las fuerzas de su país, y creyeron que debían imposibilitar que se los conocieran en la capital peruana, para estorbar así otras acciones. Desde luego Medina luchó porfiadamente, tratando de cumplir su misión. Pero los atacantes no depusieron su ferocidad hasta darle una muerte brutal y arrancarle los papeles.

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Hubo testigos que con la reserva necesaria se decidieron a informar a Sucre de lo que habían visto. Y él se apresuró, a su vez, a dar cuenta de ello a Bolívar, con estas palabras, firmadas en Huamanga el 16 de diciembre: Al cerrar mis despachos de ayer he tenido noticia que los indios de Huanta han matado al comandante Medina, Edecán de S. E. el Libertador, que salió de Quinua el día 10 con el parte para S. E. de la victoria de Ayacucho.

Adviértase, pues, que el informe oficial del general Santa Cruz, celebrado por Bolívar con incontrolable fruición en la plaza limeña, el sábado 18, fue posterior a los documentos del mariscal Sucre, y que, no obstante, no alcanzó a traer ninguna referencia sobre la muerte del edecán. Por lo mismo se podrá apreciar que la satisfacción personal del héroe no se vio perturbada por semejante motivo. Aunque ciertamente, tras el desahogo del comienzo, vino, según era habitual en él, la percepción consciente de lo que había que hacer de inmediato. Ordenó entonces preparar su cabalgadura, y salió galopando de la ciudad. Se dirigió a la guarnición de El Callao, probable punto crítico por el rezago de oposición de los castillos del general Rodil, y afortunadamente encontró que no había nada anormal. Alineó a oficiales y soldados y proclamó ante ellos que el Perú era libre. Minutos más tarde emprendió el regreso. Cuando se aproximó a Lima oyó los ecos fuertes de las campanas tocadas a rebato y las resonancias de la enorme algarabía popular. La noticia de Ayacucho había desencadenado esa incontenible agitación oceánica. Ningún otro entusiasmo, ninguna otra manifestación de alegría, nada de lo que surge del fondo subjetivo de la multitud alcanzaría a compararse con esa reacción de efectos acelerados. Unos preguntaban, otros contestaban ahogándose de emoción. Por todos lados se levantaban brazos y vibraban las aclamaciones, lanzadas a todo grito, en las que únicamenté se escuchaban los nombres de victoria, independencia, Perú, Bolívar y Sucre. Cuando ya caía la tarde, las plazas, las avenidas, las calles, los

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balcones y las entradas de casas y almacenes se mostraban llenos de gente. Gente enfervorizada. Gente anhelante. Gente sensible y curiosa. Por eso el Libertador tuvo dificultad infinita en avanzar sobre su caballo hasta el Palacio. Muchos palpaban su traje militar. Otros lograban estrechar su mano. Otros hacían fuerza contra el envión multitudinario para abrirle paso. Había miles y miles de ojos contemplando su rostro. Se debería reconocer que la primera recepción que le dio la ciudad de Lima, pese a que fue preparada de antemano, y de gran júbilo, no consiguió poseer el carácter caudaloso y emotivo de esta segunda. El domingo continuaron las demostraciones públicas, de diversas maneras. Con bandas de músicos, desfiles de tropas y misas de acción de gracias. En los días de la semana siguiente se le ofrecieron ceremonias especiales. El Congreso Nacional se reunió para revestirle de todos los poderes. La Universidad de San Marcos le hizo homenajes con una presencia tal de gente que casi parecía que se trepaba por las paredes. Naturalmente, en las exaltaciones, en prosa y en verso, se produjo una competencia de frases grandílocuas, extraídas como casi siempre de la trapería verbal de los lugares comunes. Las familias de influjo le brindaron cenas en las que destellaban la cortesía y la elegancia. Un viajero de Dinamarca expresó el deslumbramiento que le ganó en una de aquellas: cuando se sirvió la cena y se abrieron las puertas del comedor -dice-, me sentí maravillado al ver la espléndida y vasta mesa que se doblaba bajo el peso de rica vajilla de plata y que estaba cubierta no de blancos manteles sino de soberbio paño de púrpura.

Pero también confesó la fuerza de superioridad natural con que le atrajo el Libertador:

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Idem., pp. 13-14.

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sus modales inspiraban veneración e involuntariamente se veía uno obligado a inclinarse delante de él, aunque no afectaba presunción ni despotismo. A mí me produjo la impresión de un gran hombre...36

Manuelita estuvo lejos de todo. No se encontraba en Lima. Se perdió pues el disfrute de esos homenajes a su amado que tanta complacencia le hubieran prendido en el corazón. Ella había ido demorando en los pueblos del itinerario de su regreso. Hizo una estancia más dilatada en Trujillo, porque buscó tomar ese rumbo para poder verificar el estado de las obras que ahí realizó Bolívar. Una de las principales fue la fundación de la universidad. De otro lado, no demostraba prisa en volver porque estaba convencida de que él había recibido oportunamente el parte militar de Ayacucho. Tampoco creía necesario ordenar, según la misma razón, que algún correo personal le llevara la noticia. Aun más, a esa hora ya le había llegado un repetido rumor de las celebraciones limeñas de la victoria. De modo que deliberadamente esperó que se acercara la fecha exacta de su arribo para comunicársela al Libertador. Él dispondría que la instalaran de nuevo en La Magdalena. Ahí estaban todavía sus cosas. Algunas obsequiadas por él mismo. Y en eso habían convenido cuando se despidieron en Huamanga. Por su parte, ella había escrito con la debida anticipación a la tía Ignacia, requiriéndola arreglar otro viaje al Perú de sus dos esclavas, compañía indispensable después de los mortales esfuerzos por entre los riscos andinos que había dejado atrás. Se comprometía a recogerlas en el puerto en el día que se le precisara. Los hechos tuvieron, uno por uno, fiel cumplimiento. Simón Bolívar mandó varios oficiales a dar el encuentro a su Manuela, a pesar de que no viajaba sola. Recuérdese lo que a su tiempo se afirmó. Además, personalmente vigiló que se restableciera la atmósfera hogareña de que ambos disfrutaron antes de las campañas. Las últimas aventuras de amor -resultado de las avideces de sus persecutoras- se habían ido desvaneciendo con oportunidad. Entró pues ella como en casa propia. Las relaciones entre los dos se volvieron más coincidentes en su trato sentimental. Su compenetración se había hecho mayor. El

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héroe no experimentó antes, ni con su única esposa, fallecida súbitamente, ni con ninguna de sus transeúntes compañeras, una convivencia más estable, más prolongada, más recíproca en la entrega de vehemencias sensuales, de entusiasmos por una causa compartida, de ideas y criterios trascendentes, de sacrificios destinados a la perpetuidad histórica. Sin necesidad de la ceremonia que ordenan las leyes, ni del sacramento del matrimonio, su unión debe reclamar, no en el limitado alcance diccionaresco de las palabras, sino en lo esencial de su significación, el reconocimiento mismo de conyugal. El yugo al que el destino les sometió en forma mutua, ninguno de los dos lo pudo quebrantar. Manuelita era la coronela, con mando sobre el personal militar; la directora del archivo del Libertador, en lo administrativo; la pareja de él en los actos sociales; la compañera del hogar, en sus gustos y nimias necesidades. Bolívar gozaba con su habilidad para la dulcería. Admiraba también su arte del bordado. Pero cuando, en alguna hora de soledad y de tregua, la contemplaba con la aguja sobre la tela, sentía cierta extrañeza e incomodidad, porque eso se le representaba como una diminuta afrenta a la condición de heroína que ella poseía. A veces le quitaba suavemente sus materiales de labor y le ponía en un entretenimiento que a los dos les placía por igual: el de la lectura de viva voz, con acento espontáneamente halagador y eficaz. Aproximadamente tres meses comprendió esta entrañable cohabitación en Lima. Porque el 10 de abril de 1825 Simón Bolívar inició otro período de desprendimiento de su amante. La víspera estuvieron juntos en la recepción a que aludió, deslumbrado, el viajero danés. A ella no le tentó en esta ocasión la aventura por la fragosidad de los Andes. Había pasado muy poco tiempo desde la anterior, tan hosca y tormentosa. Además, recibió de su hombre la promesa de un pronto regreso y de una total fidelidad. Sabía la heroína quiteña que él seguía llevando una existencia presidida por el viento. Había nacido, en efecto, para cumplir la fatalidad de una errabundez caracterizada más por las privaciones y las agonías que por los deleites y las

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vanidades de la gloria. Necesitaba en esta vez recorrer el sur del Perú para descubrir otros aspectos del rumbo de su acción de estadista. Iba a detenerse especialmente en Arequipa y en Ica. Había sido también reclamado en el Cuzco, pero no únicamente para visitarlo, maravillarse y pasar. Requería la población de la milenaria capital de los incas un examen de la condición del indio, y de leyes que le redimieran de iniquidades y servidumbres. Y el Libertador no le denegó el pronunciamiento de radicales medidas en su beneficio. Extinguió las obligaciones laborales que no se establecieran mediante normas claras del derecho. Proscribió el sistema de créditos que lo uncían a un trabajo perpetuo bajo el mismo patrono. Eliminó el pago en especies, con el cual se aprovechaba del indio sin reconocerle salarios precisos y justos. Quedó abolido el pernicioso e infamante ejercicio del cacicazgo. Con todo lo que debió observar, atender y decidir, y pese a haber creído en el día de su salida de Lima, según se lo dijo a su compañera, que estaría de vuelta en julio, alcanzó a darse cuenta de que no podía abandonar el Cuzco sino a fines de ese mes. De ahí tenía que pasar a Puno, en la zona sureña del Perú. Así lo hizo. En el largo trayecto fue recibiendo homenajes y sorpresas placientes, a los que lamentablemente les pusieron un triste contrarresto sus sufrimientos físicos. La enfermedad pulmonar seguía produciéndole malestares, de los que ni ante su médico se quejaba. En más de una ocasión confesó que no le parecían graves ni preocupantes. Aun parecía que confundía sus dolencias. Apenas consentía tratarlas superficialmente, con remedios que le daban alivios pasajeros. En Arequipa padeció, además, de soroche. En agosto estuvo por fin en la actual Bolivia. Cruzó el lago Titicaca. Llegó a La Paz, y en ella entró en medio de una multitud que lo aclamaba como a la más legítima encarnación de la grandeza humana. Allí permaneció durante varias semanas. Acompañado de su estado mayor, y especialmente del mariscal Antonio José de Sucre. Y, cosa algo previsible, de alguien más: de su maestro de infancia,

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compañero de andanzas europeas y testigo del juramento de libertad en el Monte Sacro: es decir, del excéntrico e iluminado vagabundo Simón Rodríguez. Le había pedido juntársele, sabiéndolo en Colombia. Pues bien, en aquella prolongada estadía revisó personalmente, una vez más, la carta política que había menester la nueva república. Remate de naciones surgidas entre resplandores de hazañas y sangre de las generosas espadas de la emancipación. Aquel documento, meditado honradamente para la etapa de organización de países que comenzaban a respirar el aire fuerte y revuelto de las libertades, fue befado y maldecido por el grupo de los empedernidos rivales del héroe. A éste se lo zahirió de amante del absolutismo y de la perpetuidad en el ejercicio del poder. Pues sus normas fundamentales prescribían una presidencia vitalicia y un senado hereditario. Hay que aclarar que esas reacciones adversarias aparecieron en Colombia. Naturalmente, en el sector santanderista. Luego buscaron extenderse hacia el Perú. No, en cambio, allí donde la ley se dictó. Efectivamente la asamblea constituyente de la nueva nación, reunida en Chuquisaca, la adoptó sin reparos. Declaró que ésta quedaba conformada por cuatro provincias: Charcas, Chuquisaca o La Plata, (hoy denominada Sucre); La Paz, Potosí y Cochabamba. Proclamó al Libertador Padre de la República y su Jefe Supremo. Aún más, el 6 de agosto, fecha de su establecimiento, resolvió en forma unánime que ese país se llamara desde entonces República de Bolívar. Una delegación fue a comunicárselo de inmediato. El héroe tenía 42 años de edad, apenas cumplidos. En la cumbre de sus triunfos, tras haber recibido sucesivas apoteosis, y demostraciones de gratitud hasta la expresión de las lágrimas de la gente humilde, en las naciones emancipadas por él, y apasionadas entregas corporales de mujeres a quienes deslumbró a lo largo de su marcha gloriosa, y después, igualmente, de haber sido investido de poderes políticos y militares por un haz de congresos republicanos, y de haber recibido por fin la mayor 37

Vicente Lecuna, Op. cit.

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de las exaltaciones allí en la nación que bendecía su nombre tomándolo para sí, no pudo menos que sentirse por primera vez engreído. Justamente engreído. Indisputablemente engreído. Como que estuviera aprovechando, con intuición infalible, a plenitud, un gozo humanamente perecedero, que tendría que entenebrecerse entre envidias, rencores, traiciones, ofensas, tentativas de muerte, abandonos y recelos. Aquel engreimiento y la lastimadura que habían dejado en su corazón las actitudes mezquinas del general Francisco de Paula Santander le impulsaron a escribir una carta en la que, como atormentándolo, dadas las minúsculas proporciones de la amistad de éste, le decía: Mi derecha estará en las bocas del Orinoco, y mi izquierda llegará hasta las márgenes del Río de la Plata. Mil leguas ocuparán mis brazos. Si usted se desagradó por la Ciudad Bolívar, ¿qué hará usted ahora con la Nación Bolívar? 37

La referencia final corresponde al fastidio santanderino por la resolución popular del cambio de designación de Angostura por la del apellido del héroe. Y así ha seguido identificándose la historiada ciudad, eje de varios de sus estratégicos planes políticos y de liberación continental. A lo largo del curso de los años, el reconocimiento firme y cariñoso de los pueblos que recibieron los bienes ingentes de su acción se ha ido extendiendo de modo incontrastable. Y gracias a ello su nombre se ha multiplicado sin descanso, para bautizarlo todo, hasta la persona de los hijos y de los hijos de los hijos, a través de generaciones que no terminan. Consciente de este culto, el genial poeta Pablo Neruda lo confesó elocuentemente en los versos de su encomio a Bolívar, en que invoca a éste diciéndole: padre, en nuestra morada todo lleva tu nombre.

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CAPÍTULO XXI Mujer creada a la medida del héroe Por lo que hace a la suerte de Manuelita en esos días de entusiasmo con que se reconocían las dimensiones titánicas de la obra de aquel hombre tan único, son variadas las cosas que se deben rememorar. Había ella viajado oportunamente al puerto cercano para recoger a las negras Jonatás y Nathán, con toda la acostumbrada carga de sus petacas. Las había instalado en la quinta de La Magdalena. Se veía en su compañía, según lo que las aseguraba, aliviada de unas cuantas nostalgias. Las reunía, en efecto, a las horas del reposo, para comentar sobre el Quito distante y ver de distraerse con el enternecedor repaso y tarareo de sus canciones queridas. Y también las enviaba a sondear en lugares públicos el ambiente político limeño. Aparte de llevarlas a eventuales recorridos de vigilancia militar. Buenas jinetes, y experimentadas en los trajines de que gustaba su patrona, se vestían entonces de casacas, pantalones de montar, botas, pistoleras y quepis. Esto es, se transformaban en su escolta de confianza. Las dos, en esas ocasiones, hacían memoria de Bolívar, a quien por cierto le respetaban extremadamente. Pero de él también recordaban las intenciones, tan generosas, de comunicarles afecto, y cuya motivación era sobre todo la de su apego filial de niño huérfano a dos esclavas venezolanas: Hipólita y Matea. Pues que con ellas las equiparaba. 38

Idem.

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Desde luego nuestra heroína les provocaba su parla sencilla sobre el Libertador, por la obsesión con que le pensaba. Había días en que les hablaba preocupada y quejosa de la falta de sus cartas. Otros en que les confiaba que recibió noticias de su fiel informante sobre las incidencias de interés en las marchas del Libertador: es decir, del general Juan Santana. Como aquella relación de novedades fechada el 14 de abril de 1825, en el poblacho peruano de Mataratones. Y, por fin, había días en que se placía en llevar a las dos negras a su alcoba para releer, junto a ellas, algunas cartas propias de su amado. Entre esas, la del puerto de Ica, del 20 de abril del aludido año, con palabras que revelaban la decisión que en un momento tuvieron que tomar, de separarse para provocar la vuelta de Manuelita a casa de su marido. Desde luego ella no lo quiso, ni dejó la quinta de La Magdalena. Le decía Bolívar, palpando también la inconformidad de su corazón: Mi bella y buena Manuela: Cada momento estoy pensando en ti y en el destino que te ha tocado. Yo veo que nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y del honor. Lo veo bien, y gimo de tan terrible situación por ti; porque te debes reconciliar con quien no amabas; y yo porque debo separarme de quien idolatro!!! Sí, te idolatro hoy más que nunca jamás. Al arrancarme de tu amor y de tu posesión se me ha multiplicado el sentimiento de todos los encantos de tu alma y de tu corazón divino, de ese corazón sin modelo.- Cuando tú eras mía yo te amaba más por tu genio encantador que por tus atractivos deliciosos. Pero ahora ya me parece que una eternidad nos separa porque mi propia determinación me ha puesto en el tormento de arrancarme de tu amor, y tu corazón justo nos separa de nosotros mismos, puesto que nos arrancamos el alma que nos daba existencia dándonos el placer de vivir. En lo futuro tú estarás sola aunque al lado de tu marido. Yo estaré solo en medio del mundo. Sólo la gloria de habernos vencido será nuestro consuelo. ¡El deber nos dice que ya no somos más culpables. No, no lo seremos más! 38

Medio año después, el 13 de octubre, y desde Potosí -Bolivia-, respondió a una carta de su amada, que sin duda se quejaba de actitudes agraviosas del marido, ya por largo abandonado, con

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expresiones que traslucían el porfiado intento de no tornar a su amancebamiento: No sé lo que más me sorprende: si el mal trato que tú recibes por mí o la fuerza de tus sentimientos, que a la vez admiro y compadezco.- En camino a esta villa, te escribí diciéndote, que, si querías huir de los males que temes, te vinieses a Arequipa, donde tengo amigos que te protegerán. Ahora te lo vuelvo a decir.

Las compañeras de estas lecturas oían con desconsuelo todas las manifestaciones aflictivas de los dos amantes en sus relaciones epistolares. Hasta que, en medio de la amarga asiduidad de tales circunstancias, le llegaron a Manuelita otras palabras de su General, fechadas en La Plata boliviana el 26 de noviembre de 1825, y cuyas ternezas le hicieron tomar una intempestiva determinación. Le pareció que las confidencias ingeniosas de su tenaz rompimiento con el marido habían producido el efecto que buscaba, y que era la hora de abandonar el Perú. Llamó entonces a sus negras para ordenarlas que alistaran el equipaje de las tres, y se dispusieran a realizar con ella la acción suprema de cabalgar, por entre un paisaje huraño y temible, hasta el horizonte inimaginablemente lejano en que Bolívar le hacía entender que la necesitaba. Estos son los términos, que el historiador venezolano Vicente Lecuna los ha reproducido del documento original: Mi amor: -¡Sabes que me ha dado mucho gusto tu hermosa carta! Es muy bonita la que me ha entregado Salazar. El estilo de ella tiene un mérito capaz de hacerte adorar por tu espíritu admirable. Lo que me dices de tu marido es doloroso y gracioso a la vez. Deseo verte libre pero inocente juntamente; porque no puedo soportar la idea de ser el robador de un corazón que fue virtuoso, y no lo es por mi culpa. No sé cómo hacer para conciliar mi dicha y la tuya, con tu deber y el mío: no sé cortar este nudo que Alejandro con su espada no haría más que intrincar más y más; pues no se trata de espada ni de fuerza, sino de amor puro y de amor culpable: de deber y de falta: de mi amor, en fin, con Manuela la bella.

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Era evidente que el héroe no podía renunciar a su compañera, ni siquiera mediante el disfrute de las aventuras eróticas que le salían al paso. Dos amores había tenido en Bolivia. Como consecuencia de uno de éstos, según lo recogido por el general Perú de Lacroix en los días vividos cerca del Libertador en Bucaramanga, dejó en Potosí un hijo ilegítimo. Vaya a saberse lo que haya de verdad en semejante afirmación. Ya que es común aceptar que aquel semidiós no contó con una descendencia de veras comprobada. Los encuentros sexuales que su imperativa masculinidad le exigían, y que muchas mujeres atractivas se los permitieron, no se trocaron en un reguero de vástagos, quizá por razones naturales. Había, esto sí, a causa del conocimiento de esa conducta erótica, una irrenunciable propensión de Manuelita a los celos. Le resultaba por eso difícil soportar las largas ausencias de su amante. O los indicios y chismes de su infidelidad. Sobre esto último hay que recordar un incidente gracioso y revelador. Se relaciona con un clérigo coplero que se había vuelto enemigo de Bolívar, y que cuando éste se fue hacia el sur se entregó a la tarea de destinarle poemas burlescos, cuyo propósito era el de multiplicar la oposición política. Mancillando su imagen. Pues bien, entre los temas de esos adefesios satíricos no pudieron faltar los de sus conquistas de alcoba. Y hubo especialmente uno escrito para punzar a Manuelita con la alusión a las volubilidades amorosas de su general, y que le fue enviado directamente por el autor. La heroína lo recibió, desprevenida, en sobre cerrado. Sin embargo, cuando se puso a leerlo no pudo sofocar su indignación. Tomó el caballo, y sin dejar conocer a nadie su designio se disparó hacia la farmacia en la que el fraile, de apellido Larriva, acostumbraba formar conciliábulos que aplaudieran los disparates hirientes que declamaba. Y, claro, allí estaba como siempre. Vestía la joven uno de sus bellos trajes de montar, pero no el de coronela. En lugar de su espada había preferido empuñar un ramal de cuero torcido, como el de los arrieros. Abandonó cerca el animal, y se encaminó a empujar la puerta entrecerrada del negocio. Dio pasos directos hacia el cura de negra sotana, que estaba al fondo de un pequeño grupo de sus amigos. Y, agitando bravamente el látigo, le

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extendió con la otra mano el papel de los versos infamantes, y le dijo en tono de firme y real amenaza: "usted se los come ahora, palabra por palabra". Mientras tanto, el látigo seguía silbando en el aire. Aquel aprendiz de poeta burlón tuvo que tragarse con boca enorme todo el papel. Había tal vez ignorado el infeliz la clase de mujer que era la heroína quiteña. Es probable que no alcanzaran a pasar más de dos días desde aquel en que se entusiasmó ella con el deseo de Simón Bolívar de tenerla a su lado. Dispuso entre la oficialidad de La Magdalena cuanto era necesario. Y, acompañada por un edecán, un par de ordenanzas, sus esclavas, un mulero y un conocedor de los abruptos caminos de los Andes, se puso a recorrer, jornada tras jornada, descansando en refugios soledosos, la vasta extensión de Lima a Potosí. Largos trayectos los hacía a lomo de mula, apta para las asperezas de ese medio. Trepaba montañas cuyos flancos se cortaban violentamente sobre el abismo. Cruzaba desfiladeros impresionantes. La ventisca tremendamente helada le flagelaba la cara. Ella, la mujer sin temores, daba ejemplo de audacia a las dos negras que no podían ocultar sus quejas, y que iban santiguándose, imitadas por los ordenanzas y el mulero. Mil seiscientos kilómetros añadió con ese viaje a los que ya había cubierto en sus marchas constantes. Meditándolo ahora, se debe asegurar, cuantas veces sea indispensable, que esa era la única mujer creada a la medida del héroe sin igual que dio vida independiente a todas estas naciones. Trotando, ascendiendo, bajando, volviendo a subir y descender, y cambiando de cabalgaduras en donde se podía, así al fin llegó el grupo a su destino. Y Manuelita se abrazó de nuevo con su amado. Ello aconteció en la ciudad boliviana de Potosí, pues que él se había adelantado a demandar su compañía mientras se hallaba transitando todavía por tierras del Perú. No estuvo la formidable amazona a tiempo -eso es cierto- para asistir a todos los homenajes que se le rindieron en Potosí al Libertador. Algunos de estos habían sido celosamente organizados por el general Miller, combatiente de su estado mayor a

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quien le confió la gobernación de la provincia homónima. La quiteña contaba entonces veintinueve años y medio de edad. Había quizá engordado ligeramente, pero esto la embellecía aún más, dando una opulencia de mayor atractivo a sus formas voluptuosas y bien proporcionadas. Bolívar, según quedó aludido en algún punto, la llevaba pues con más de doce años. Y podía creerse que la diferencia era mayor. Por eso ella, que notaba con aborrecimiento cómo el gran amante envejecía, consiguió que le diera gusto cortándose las patillas y el enorme bigote, de cuyas canas prematuras había sido una tenaz adversaria. En cuanto a la oportunidad de su nueva aproximación personal a Sucre, que acaso era ya la quinta, se tiene que advertir que fue un hecho que espontáneamente renovó los afectos mutuos. Lo halló dueño de la misma modestia de siempre, y con su habitual mansedumbre de carácter frente a los demás. Sus triunfos no le habían envanecido, sino que habían fortalecido el optimismo y la energía con que sabía laborar. Seguía unido casi filialmente a Bolívar. Entendía, además, la pasión de éste por Manuelita. Así familiarmente la llamaba, como los otros generales. Por cierto hubiera querido para sí la concreta y cumplida suerte sentimental de los dos, pues él se había enamorado también de una quiteña bonita, en el tiempo de sus hazañas emancipadoras del Ecuador -Mariana Carcelén, marquesa de Solanda-, y la había requerido para un matrimonio que tuvo la desventura de las esperas por la ausencia larguísima que le impusieron sus obligaciones heroicas. Cuando al fin se casó lo hizo mediante poder especial, conferido a uno de sus amigos. Y el homicidio de que fue víctima en 1830 le cortó los deseos de alcanzar el regreso de Colombia a su casa de Quito, para un disfrute hogareño tranquilo Algunos de los temas de conversación entre el mariscal y Manuelita debieron de girar en torno de las nostalgias, ternezas y vehemencias de él, que se hallaba en plena juventud. También se saludó nuestra heroína, en el mismo lugar de Bolivia, con un extraño personaje, a quien le presentó el Libertador

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con lisonjas cariñosas para ambos. Desde el primer momento sabía aquel atraer a los que le escuchaban, como un maestro y filósofo, que realmente lo era. Gozaba con vivir como un revolucionario de las ideas y de los hábitos. Estaba animado de insólitas atisbaduras, de ingenio, de originalidades, de socrática elocuencia. Todo en su carácter constituía un desafío a las normas de la sensatez, la tradicionalidad y la rutina, que las encerraba en el denominador común del apocamiento. Era don Simón Rodríguez. Así, incambiable e indoblegable llegó hasta una ancianidad ya avanzada, para enfrentarse tranquilamente a la muerte: es decir, fue hasta su final navegando contra corriente. Con Manuelita congeniaron en ese país. El afecto que se profesaron, avivado por la común devoción al Libertador, resultó duradero. El pueblo boliviano, por su parte, experimentó una sensación de halago con la presencia, constantemente visible, de la encantadora amazona. La descubrían a cada momento junto a su amante. La consideraban como a una esposa legítima de éste. Con esas consideraciones la trataban. Y, además, con el ademán de simpatía que su gracia y su altivez natural levantaban. Las mujeres la miraban y remiraban con el afán de imitar su arreglo personal y sus maneras. Bolívar estaba feliz de sentirla a su lado en aquellos días de apoteosis en que percibía claramente el resplandor de su gloria. No pretendía ni siquiera ocultar que ella era, por igual, su compañera de labores o compromisos como de alcoba. El mayor número de semanas se estuvieron los dos en Chuquisaca. Y de allá precisamente arrancó él con su alta oficialidad hacia Lima, pasada la primera mitad de enero de 1826. Para poder hacerlo renunció a la jefatura omnímoda de gobierno e inclinó a la asamblea nacional para la elección del mariscal Antonio José de Sucre como primer Presidente de la República. Instaló a su viejo profesor caraqueño en la dirección de la educación pública de Bolivia. Con eso, Simón Rodríguez entraba a participar en los planes civilizadores de la emancipación americana. Por desgracia, aquel hombre imprevisible en sus determinaciones, casi siempre poco

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ajustadas al sentido común, fracasó pronto en su misión pedagógica. Se le atribuyeron despropósitos, dilapidaciones y desaforadas relaciones libidinosas. No coincidió con el estilo de austeridad en todo orden que estableció Sucre, como un verdadero hombre de Estado. Había gente, es verdad, que le juzgaba apresuradamente por su negligencia en la forma de presentarse. No creían que bajo el aspecto de aquel hombre de revuelto cabello canoso, de pantalones de tela burda -una especie de bayeta azul-, de levitón gris algo descolorido, cuyas faldas le llegaban hasta las corvas, de zapatos gruesos de doble suela, de camisa sucia con el cuello arrugado, de corbata deshilachada, de anteojos colocados sobre la frente como para dejar ver unos ojos irónicos, y de expresiones rudamente francas, en que no faltaba la mención a sus "putas": no creían -digo- que bajo esos trazos individuales se animara la personalidad de un filósofo, de un humanista que dominaba seis lenguas, y de un espíritu desinteresado y dispuesto a especiales manifestaciones de bondad. Aparte de aquellas dos previsiones, Bolívar tomó naturalmente otras; relacionadas, con los asuntos del mando que transfería. Obsequió, además, al mariscal Sucre, la espada y la corona de oro, adornadas de piedras preciosas, que le habían donado en el Cuzco y en Bolivia. Representaban, según su expreso deseo, el reconocimiento que le debía por la heroicidad e inteligencia con que había servido siempre. Y, por fin, le pidió confidencialmente las más escrupulosas atenciones para Manuelita, hasta la fecha del regreso de él a ese país, que no la suponía distante. Así se lo prometió también a su amada, acaso con total sinceridad. Volvían pues a separarse, no obstante las tantas fatigas y los infinitos riesgos de aquellos viajes. Algunos, al recordarlo, aseguran que en los alejamientos del héroe había una evidente intención de escapar con frecuencia a las redes poderosas de su excepcional manceba. Por desgracia no están equivocados, pues lo han leído en las confidencias que le arrancó Perú de La Croix en Bucaramanga. En éstas alude a su necesidad de libertarse de una presencia femenina tan avasalladora y tenaz. Pero eso no era lo más

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importante, porque había causas de significación mayor. A tal punto que los impulsos que le movían de una región a otra se los ve ahora sin esfuerzo. Eran los de estar en sitios que sucesivamente demandaban su presencia para debelar conatos de desgobierno, de disgregación nacionalista, de caudillismos militares, de sacudimientos políticos que podían producir la desconfianza popular. Y, naturalmente, lo eran también de atención concebida y dirigida por él a necesidades de carácter social y de progreso. A más de todo ello, tampoco es difícil creer que el mantenimiento de su halo deslumbrador le obligaba a un destino de peregrinaciones incesantes. Porque la prolongación exagerada de permanencia en un lugar determinaba la costumbre de tenerlo cerca, y con ello surgía el riesgo de que se opacaran ciertos rasgos de su grandeza personal, emparentados con el magnetismo de idealidad del cual ha ido siempre naciendo la gloria. A Lima se iba en esta ocasión por razones muy consistentes. Quería que el Perú adoptara también la constitución política que redactó para Bolivia. Aspiraba, además, a examinar las señales de aversión al ejército colombiano y de solapada antipatía a su propia figura, que había descubierto Manuelita, y que se las había transmitido con una lúcida preocupación en aquellos días de Chuquisaca. Pensaba, asimismo, que le convenía estar en un punto céntrico del dilatado mapa de las repúblicas que había fundado -gran demiurgo-, para perseguir su unificación e irradiar su autoridad fecunda. En la capital peruana se estableció nuevamente el 7 de febrero de 1826. Se instaló en sus aposentos de la quinta de La Magdalena. Amigos y subordinados no demoraron en visitarle ahí. También, por supuesto, lo más seductor de la clase representativa de las limeñas. Con intenciones no muy confesables. Parece, en efecto, que aquel sitio algo apartado volvió a estremecerse con los desenfrenos de lujuria de las oportunidades anteriores. Hasta el secretario de Bolívar, general José Gabriel Pérez, tan cuidadoso de las apariencias severas y de la mesura en sus hábitos, comentó en alguna carta que ninguno de los

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altos oficiales del Libertador se salvó de la invasión gozosa de esas clandestinas buscadoras del amor. Lo malo de todo fue que no duró mucho el natural sigilo de los contactos. Hubo gente que los advirtió y cuyos rumores comenzaron a expandirse por entre los moradores de la ciudad. Y, como había que esperar, surgieron pronto las reacciones del resentimiento, la desaprobación, la repulsa acremente adjetivada. Los dicterios se enderezaban especialmente contra el Libertador, a quien, con irrespeto enconoso o con franca aversión, se le endilgaban en algunos sectores los calificativos de donjuán y dictador. Poco a poco se iba notando la práctica de una canallesca ingratitud. Pues que se hacían comunes las resistencias a reconocer el valor de las labores tenaces con que él, inteligentemente, pretendía fortalecer los beneficios de sus victorias guerreras en el Perú. Torpe era no ver que Bolívar, por temperamento y vocación consciente, jamás se resignaba a quedarse mano sobre mano. Al contrario, acostumbraba coronar las campañas de independencia, en que exponía su vida misma y dilapidaba salud y energías, con empeños exhaustivos de un gran estadista. A Manuelita le intranquilizaba en Bolivia el prolongado silencio de su general. Se le iba volviendo así más incierto el regreso de éste. Hasta sospechaba que dicha suerte de distanciamiento espiritual estaba determinada por enredos femeninos, ya que conocía el ambiente limeño y la proclividad sensual de su amante. Y ocasionada también por tropiezos de carácter político, de que ella misma le alertó en su último reencuentro. De modo que, según se ve, su intuición estaba apuntando con certeza a las causas verdaderas de aquella incomunicación que le hería y le azoraba. Al fin, parece que a una de sus epístolas contestó el héroe con estas palabras:

Mucho me complacen tus amables cartas y la expresión de tus cariños es mi placer en medio de la ausencia. Ya digo a Sucre que

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te recomiendo nuevamente, y no más. A tu mamá que no se vaya por nada, nada, nada (Si es auténtico este documento, ¿a quién habrá querido referirse?): mira que me voy a fines de éste para allá sin falta. Espérame a todo trance. ¿Has oído? ¿Has entendido??? Si no, eres una ingrata, pérfida y más aún que todo esto, eres una enemiga.- Tu amante. Bolívar.

Corría ya el mes de abril. El grande hombre estaba absorbido por la vida de Lima, por las noticias de Colombia, por las alarmas que le comunicaba el general Páez sobre la intranquilidad de Venezuela. De manera que, no obstante la buena fe de su promesa, era sin duda difícil que ella se cumpliera. Siguieron pasando las semanas, y también continuaron los silencios frente a la demanda de noticias por parte de Manuelita. Imputarlos a desamor o desdenes del Libertador no sería justo. Su pasión continuaba intacta. Aún más, recordaba allí, cuando los ajetreos limeños se lo permitían, que en las actividades de Bolivia, y en los contactos con lo representativo de su pueblo, y en los homenajes que se le ofrecieron, la compañía de la joven quiteña, tan segura de su distinción y sus encantos naturales, llegó a dejarle una sensación de bienestar y contento. Se intensificó -debería decirse- el apego cabal a su amada. No es improbable que en aquellos momentos de remembranzas y reflexiones volviera además el pensamiento hacia su cariñosa hermana Antonia, que de la familia toda era la más preocupada por el buen nombre del Libertador. Ella en efecto, hacía años, según lo indiqué ya, le había escrito una amonestación, fundada en varios comentarios calumniosos sobre su mancebía con Manuelita. Era natural que desde Caracas ni siquiera sospechara lo que ésta alcanzó a ser. Y la contestación que le mandó Bolívar fue muy enfática, defendiendo la pureza, desinterés y gran valor de tales relaciones. Pero que no se había equivocado en cuantas cosas le dijo a su hermana lo comprobó en Potosí y Chuquisaca, ciudades en las que cobró plenitud la revelación de las causas por las cuales se había entregado con fervor a esa extraordinaria mujer. Y la corroboración siguió manteniéndose firme y renovada a través de múltiples experiencias, hasta sus días postreros. Por eso se hace conveniente dar

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a conocer en esta oportunidad los términos de la referida respuesta. Nada es más persuasivo que sentir la imagen de Manuelita a través del aliento mismo de la confidencia íntima de Simón Bolívar. Estas son sus expresiones: Cuartel General de Pasto, a enero 9 de 1823.- Mí querida Antonia: (Confidencial) Recibí con infinita satisfacción tu apreciable del 6 de noviembre del 22, que motiva mi conciencia. Además, me halaga el que tanto te preocupes por mí; créeme que me siento muy contento de saberme aún inquirido por tal preocupación, además de calmar tu curiosidad.- La pregunta que me haces la contesto así: Esta señora no dará más un motivo para habladurías, pues no se lo merece. Su mayor pecado ha sido el fervor que, como patriota, ha desbordado en las atenciones para conmigo. Bien sé que me obligo a mí mismo al intentar separar mis sentimientos de mis actos; pero ¿qué hago con esta loca emoción que me incita a verla de nuevo? Aceptarla en mi destino parece ser la respuesta ineludible; pues ella en su afán de servicio, se muestra como una noble amiga de alma muy superior: culta, desprovista de toda intención de ambición, de un temperamento viril, además de femenina.- Ella abandonó su hogar para brindarnos a la causa, y a ti y a mí, querida hermana, todo lo que su genio tiene en aras del bien común. Enérgica cuando se lo requiere, se desdobla en infantil ternura cuando su noble corazón se lo pide; orgullosa, porque le viene de sangre, yo la he aceptado por la comprensión nuestra y su hábil descaro de imponerme su amor. Tú dirás que me he excedido en este retrato; pero, en honor a la verdad, no cabe más que apreciar.- Para calmar tu preocupación te diré que esta señora no empaña mis virtudes; pues lejos de toda pretensión, mis generales la respetan como si fuera mi esposa, y en los círculos sociales su presencia hace con su señorío el respeto que merecemos.- Las miserables habladurías que han llegado como noticia, me han lastimado profundamente por la delicadeza y finura de tu espíritu, y porque sé de tu celo con que quieres a tu hermano y deseas mi bien.- Yo diría que nunca antes me he sentido tan seguro de mí mismo como ahora, que

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Idem.

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confidencialmente te hago esta declaración; Simón se encuentra enamorado! ¿Qué te parece? No es un jolgorio; ¡es Manuela la bella! -Dispensa mi efusividad. Pronto tendrás más noticias mías, sé que deseas mi felicidad. La tengo ahora.- Tu afectísimo hermano, Bolívar.39

Tres años y más habían transcurrido desde la fecha de esta carta. La heroína quiteña no había pues variado. Ni tampoco, desde luego, el juicio de su amante. Se veía que estaban unidos a través de la claridad de sus conciencias, de sus vehementes apetencias sensoriales y de la parte más indefinible y sensitiva de sus vidas. Por eso se reclamaban mutuamente desde las distancias. Ella lo hacía con más insistencia y con un corazón que temblaba de sinceridad, por lo tan femenina que era para sus congojas sentimentales. Él, a su vez, lo hacía entre pausas que en ocasiones se dilataban algún tiempo, pero en cambio estaba seguro de que sus afanes daban resultado más eficaz en aquella alma que sufrió desolaciones y orfandades, y que había renunciado hasta a su marido. Con todo, casi en ningún sitio, ni siquiera a lo largo de sus marchas, parecía que la olvidaba completamente. Al extremo de que la había habituado también a la periodicidad de su correspondencia. No de otro modo se comprende el tono querelloso de la carta de Manuelita a que hice referencia en páginas anteriores, y que le fue dirigida al Libertador cuando ella se creyó preterida o suplantada por los comentados lances eróticos de éste. Las palabras con que le respondió, y que las reproduje en el debido momento, consiguieron, cierto es, apaciguarla un poco. Se resignó así a esperar su anunciado regreso. Pero pasaron varias semanas y comprendió que era vano seguir aguardándolo. Tomó entonces la decisión de comunicarle que viajaba a juntársele de inmediato. Y efectivamente cabalgó hacia Lima con Jonatás y Nathán, compañeras en esos tragos rigurosos, y con el edecán, los arrieros y la breve tropa que Antonio José de Sucre puso a órdenes de la impaciente coronela. Fue con ese grupo tramontando la cordillera, hasta desviarse a la costa para hacer rumbo por los puertos y dar finalmente en El Callao. De ese modo, en días del mes de mayo de 1826, estuvo otra vez en los brazos del hombre que amaba. Es decir

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bajo el alero, ya familiar, de la quinta de La Magdalena. Recomenzó así su relación activa. Manuelita volvió a trabajar con afán, en sus bien conocidos asuntos. Incluido el de averiguar y precisar las cosas que podían estar confabulándose contra el renombre y la tranquilidad del general. Haya o no querido éste, la sutileza de sus percepciones la convirtió, una vez más, en su escudo. A decir verdad, aquel celo consiguió en efecto impacientarle en algunas ocasiones. Como es lo corriente. Pero sin perturbar su unión. Bastante se habían ya compenetrado. Tanto fue así, que cuando se incomodaba el uno o el otro, por cualquier circunstancia, no corrían sino minutos para que se ofrecieran, generosamente de parte y parte, las reconciliaciones. Desde luego hay que admitir que, por el genio de cada uno, y por sus personalidades tan marcadas y subyugantes, no cabía entre ellos la paz mediocre en que se afirma el común de los hogares. La de ellos era como la milagrosa convivencia de dos relámpagos. Precisamente en esta nueva oportunidad les ocurrió un hecho íntimo tremendamente explosivo. Él estaba ya en la cama, esperándola. Ella, despojada igualmente de sus ropas, levantó la sábana para pegársele con amor. Pero la ansiedad se le mudó en violencia en un instante, porque descubrió, de súbito, un arete de filigrana junto a la almohada. Se había desprendido de quién sabe qué batalladora secreta de horas recientes. Manuelita tiró lejos la joya maldita, y entre medias exclamaciones de ira desenfrenada se lanzó a rasguñar a Bolívar en la cara y en el pecho desnudo, y a morderle en una oreja. Hasta mancharse ambos de sangre. Al comienzo él intentó protestar y defenderse ¡Carajo! ¡Ser tan infernal! Luego prefirió soportar mansamente la agresividad de esa repentina y jamás imaginada tigresa. Alcanzó a ver un rojo delator y cruel en la blancura de los dientes diminutos de su atacante, y sintió un odio instantáneo hacia ella. Luego la observó cómo se incorporaba y, todavía jadeante, se vestía: también le escuchó la iracunda amenaza de que no permitiría que ninguna "perra" usara su cama. En seguida, sin darle tiempo para nada, advirtió que buscó la puerta de la alcoba.

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El grande hombre se palpó entonces, a solas, el rostro y el pecho lastimados, y gritó varias veces, con enorme desconcierto, a su mayordomo José Palacios. Acudió éste con la humilde acuciosidad de siempre, y casi se puso a creer que su jefe había sido víctima de algún atentado. Le lavó con agua y loción los rasguños y la mordedura. En medio de esos apuros iba oyéndole la confidencia. Estaba -le decía Bolívar a Palacios- arrepentido de la infidelidad que había acabado de cometer contra su amada. Quería obtener su perdón, pese a la atroz ofensa que había sufrido. Y se empeñó efectivamente en ello. Le mandó notas de ruego, una tras otra, en intervalos cada vez más cortos. Hasta que la hermosa mujer se conmovió y regresó a la pieza. Se le aproximó un tanto indecisa, le tomó la cabeza con dulzura, y acariciándosela comenzó a curarle las heridas. Las huellas eran como para no desaparecer pronto. El héroe, por lo mismo, se vio precisado a no mostrarse ni ante sus oficiales durante algunos días. En el "Diario de Bucaramanga", sobre la veracidad de algunas de cuyas páginas hay posiciones divergentes de pocos historiadores, el general Perú de Lacroix reprodujo algunas confesiones muy espontáneas del Libertador en torno de su Manuela, y también en redor de ese privado y doloroso incidente. Al cual lo consideró, como cualquiera de nosotros, una prueba de la desmesura del amor que ella le tenía. Ahí en Bucaramanga le dijo Bolívar al mencionado oficial: Sepa usted que nunca conocí a Manuela. En verdad, nunca terminé de conocerla. ¡Ella es tan, tan sorprendente!.- Ella estuvo muy cerca, y yo la alejaba; pero cuando la necesitaba siempre estaba allí. Cobijó todos mis temores. No, no hay mejor mujer.- Esta me domó. Sí ¡ella supo cómo! La amo.- Mi amable loca. Sus avezadas ideas de gloria. Siempre protegiéndome, intrigando a mi favor y de la causa, algunas veces con ardor, otras con energía.- Tengo esta cicatriz en la oreja.- Ella encontró un arete de filigrana debajo de las sábanas, y fue un verdadero infierno. Me atacó como un ocelote (mamífero carnívoro americano)… se levantó pálida, sudorosa, con la boca ensangrentada y mirándome me dijo: ¡ninguna, oiga bien esto señor, que para eso tiene oídos: ninguna perra va a volver a dormir con usted en mi cama!.... regresó debido a mis ruegos. Le

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escribí diez cartas. Todo en dos semanas fue un deliquio de amor maravilloso bajo los cuidados de la fierecilla.- Fue, es y sigue siendo amor de fugas. ¿No ve? Ya me voy nuevamente. ¡Vaya usted a saber! Nunca hubo en Manuela nada contrario a mi bienestar. Solo ella. Sí, mujer excepcional. Arraigó en mi corazón y para siempre...Nuestras almas siempre fueron indómitas como para permitirnos la tranquilidad de dos esposos. Nuestras relaciones fueron cada vez más profundas.

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CAPÍTULO XXII Destierro de Manuela y azares del norte Después de aquella gran tormenta de celos, que ya jamás se repitió, vivieron ambos en un notorio entendimiento, hasta la terminación de la estada del Libertador en Lima. Que por desventura, para la heroína, no se prolongó sino por pocos meses. Se había en realidad insistido en llamarle de los países del norte. Él, lo sabemos, exigido por el cumplimiento de su destino, y convencido de que no debía gobernar sin un enfrentamiento directo a los asuntos, aceptaba renovar sus colosales galopes de un extremo al otro, desafiando la desolación de los caminos, bajo soles, aguaceros y penumbras. O soportando pacientes, duros, hostigantes desplazamientos a tranco de mula, por páramos y despeñaderos. O rompiendo a pecho de animal las redes vegetales de la selva. O atravesando ríos convulsos en medio de las peores inclemencias. Porque el propósito indeclinable era llegar a la escena misma de los acontecimientos. En esta ocasión quería, además, avanzar hasta su Caracas nativa, estar en la casa paterna de nuevo, recibir el amor de sus hermanos, contemplar los ojos ansiosos de la gente humilde que servía a la familia, incluidas sus antiguas esclavas. Cuando Manuelita le escuchó la confesión de todos estos deseos volvió a sentir, conmovida, el aliento de humana ternura que salía de lo oculto del alma de ese su invencible guerrero.

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Naturalmente, antes de abandonar la ciudad dio instrucciones precisas a los generales que tenían funciones oficiales o el mando de los cuerpos militares. Organizó con prolijidad la marcha de los principales asuntos de la vida pública. Y puso -cómo no hacerloespecial cuidado en proveer a su compañera de amparo, comodidades y autoridad, allí en donde la dejaba para una larga residencia, no calculada todavía: esto es, en la quinta de La Magdalena. Preferida por ambos. Y finalmente cabalgó hacia El Callao. Ahí se embarcó para Guayaquil el 4 de setiembre de 1826, en un bergantín de guerra. Le acompañaban sus personas de mayor confianza: el secretario, general José Gabriel Pérez, el médico, doctor Moore, el mayordomo, José Palacios, y el capellán de sus fuerzas, entre algunos edecanes y oficiales. Ese fue su adiós definitivo al Perú. Igual que lo había sido el de Bolivia. Por desgracia su alejamiento permitió descubrir que había estado alimentándose, en forma clandestina, un movimiento de repudio a las normas que él hizo adoptar para el gobierno de la nación. En verdad ni Bolívar ni su amada consiguieron siquiera sospechar el origen de los hechos dramáticos que se desencadenaron a los cuatro meses de la partida. Y en desafío frontal a cuyas consecuencias ella se vio tentada a intervenir, con riesgo de sí misma. Este pasaje de su vida es parte evidente de una historia bien conocida. En lo que en cambio no se ha reparado es en la inspiración doble de la que aquellos procedieron. Había de un lado el plan de alentar el descontento del pueblo peruano por la dilatada permanencia de fuerzas traídas de los países norteños, cuyos costos iban resultando extenuantes para su economía. Se hablaba de los sacrificios a que se habían visto obligados, con la leva de sus campesinos, con la requisa de animales y alimentos, con la imposición de tributos. En las entrañas de tales increpaciones ardía la mala fe, pues que con malvada intención se desconocían los beneficios de la libertad alcanzada para todos, gracias a la titánica voluntad de Bolívar y sus hombres. De otro lado había las tentaculares influencias llegadas de la propia Colombia, y que las concebía la facción

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santanderista, dispuesta, siempre a debilitar, con acciones taimadas, la autoridad del héroe caraqueño. Así fue en realidad: desde Bogotá se proyectó el rechazo de la llamada constitución boliviana. Quizá había argumentos lúcidos contra los principios de la presidencia vitalicia y el senado hereditario, pero no se echaban de ver las circunstancias climatéricas que apenas estaban quedando atrás, la ordenación republicana todavía incipiente, las codicias caudillescas, desaforadas, que de pronto se trocaron en conatos de traición y de crimen. Nada de eso se le escapaba al genio perspicaz de Bolívar, cuyos propósitos, meditados para esa etapa inicial, tendían al indispensable fortalecimiento de los poderes. Nuestra América, si se quiere observar atentamente, sigue enfrentada a las difíciles experiencias de una penosa maduración en el campo de la vida pública. Ciento setenta años han corrido desde el pensamiento conductor bolivarista, y hasta ahora nuestras democracias, de las que con mucha retórica gallardeamos, siguen cargadas de los peores vicios: sus cínicas mañas politiqueras, su permanente y fraudulenta confabulación contra las capacidades auténticas, su sometimiento a la victoria pertinaz de las medianías, reclutadas y defendidas belicosamente por el tipo moderno del clan o la tribu, que es el partido político. Aprovechando pues ese doble manadero de estímulos, se produjo el movimiento contra las normas establecidas por Bolívar. Se trató de una rebelión militar, que estalló el 26 de enero de 1827 en la tercera división de Colombia, y que fue provocada por el comandante neogranadino José Bustamante. Los insurrectos llegaban a dos mil cuatrocientos. Los hicieron proclamar que desconocían la autoridad de Bolívar y dejaban sin valor la constitución dictada por él. Apresaron a varios de sus jefes militares. Entre ellos al general Tomás Heres, a quien suplantó el general peruano Manuel Lorenzo Vidaurre, que las había dado de leal al Libertador. Los oficiales depuestos fueron obligados a salir del Perú. Esta inesperada sublevación agitó profundamente el ánimo de Manuelita. Sin perder tiempo vistió su uniforme de coronela. Se ciñó

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la espada y cargó su pistola. Ordenó que la acompañaran dos soldados. Y con ellos se dirigió a los cuarteles de los regimientos a los que suponía no comprometidos todavía con el movimiento. Habló con sus oficiales, y de algún modo también con la tropa, sobre la necesidad de someter a Vidaurre, Bustamante y Santacruz. Pero solo consiguió la respuesta de que se encontraban examinando las circunstancias para asumir una posición. La indecisión para ella era -según lo manifestóuno de los rostros de la cobardía. Avanzó hasta el asiento militar de los rebeldes. Desafió a la guardia y penetró en el patio en su caballo. Alguien salió a enfrentarla. Manifestó entonces que deseaba visitar al general detenido, Tomás Heres. Vio por fin que todo afán era inútil y se reunió con sus dos soldados, que la aguardaban afuera, para volver a La Magdalena. Al día siguiente, mientras concertaba con su oficialidad los pasos inmediatos, una escolta de los insurgentes llegó hasta esa casa y la tomó prisionera. Fue conducida al monasterio de Las Nazarenas, a la medianoche del 7 de febrero de 1827. Pero se daba modos de salirse de su celda, para buscar enlaces que le ayudaran a sobornar a la gente de los cuarteles. Parece que hizo circular algún dinero en esos empeños. Las monjas se disgustaron finalmente por las violaciones de esa dama al encierro que se le había impuesto. Colocaron un centinela de vista frente a su celda. Y permitieron que las noticias llegaran a oídos del general Vidaurre, quien guardaba antipatías irrevocables a la compañera de Bolívar. Todo eso fue más que suficiente para obligarla a embarcarse hacia Guayaquil en el plazo de veinticuatro horas. Sobre este respecto formuló una declaración escrita con las siguientes palabras: El cónsul Armero y Manuela Sáenz no han dejado de seducir, prometer y aun gastar, la segunda, cantidades muy crecidas. Con noticias exactas que tuve de cuanto se imaginaba Armero y por esa mujer, cuya escandalosa correspondencia tanto ha insultado el honor y la moral pública, le hice llamar a las cuatro de la tarde y le dije: usted se embarca dentro de las veinticuatro horas. Si no lo hubiese verificado en ese tiempo, la encerraré en Casas- Matas.

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Obsérvese que usaba las expresiones ultrajantes de "esa mujer, cuya escandalosa correspondencia tanto ha insultado el honor y moral pública", para sin duda aludir, malignamente, a los amores que la unían a Bolívar. Aun después, en momentos desapacibles, y en otro país extranjero, Manuelita soportó la arremetida de un lenguaje como ese, que le hería en la parte más viva de sus sentimientos y de su integridad. Y, lo que es aun peor, en su propia nación hubo también, a su tiempo, un famoso personaje político, maldecido por sus oprobiosas contradicciones, que la zahirió con el mismo brutal estilo. Aparte el tremendo disgusto que sufrió, ella se dio cuenta de que la amenaza de Vidaurre no podía ser más cierta. No tenía pues otra alternativa que abandonar el Perú. Se apresuró en volver a La Magdalena. Dispuso de inmediato las diligencias necesarias para el viaje. Hizo embalar bajo su personal vigilancia los innumerables documentos del archivo del Libertador. Encargó a sus esclavas Jonatás y Nathán la preparación de baúles y equipajes. Y así estuvieron nuevamente listas las tres mujeres para aventurarse en el aire de presagios insondables de la peregrinación y las distancias. Debió de haber sido en el mismo mes de febrero, quizá hacia su última semana, cuando Manuelita, en El Callao, subió a bordo del "Bluecher". Tenía que desembarcar en el puerto de Guayaquil. Se le ofrecieron las comodidades indispensables. Fue alternando sobre todo con sus negras. Les confesaba la indignación de ese súbito destierro. A través de sus habituales percepciones, los razonamientos que desenvolvía le llevaban a señalar a Santander entre los impulsores indirectos de los hechos de Lima. Y había que ver la vehemencia con que le condenaba. Pero en nada de lo que decía se mostraban contradicciones, errores o excesos de imaginación. Hacía pues bien en sentar esa laya de sospechas, y en descargar sus anatemas contra aquel personaje. Y eso que aún no sabía que ninguno en Bogotá se entusiasmó tanto como él con las noticias del golpe. Había ordenado, en efecto, que se organizara en la ciudad una marcha popular con música y discursos, y él mismo la encabezó. Luego, desde su

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presidencia interina de gobierno, decretó el ascenso de grado militar en favor del principal complotado, comandante de ejército José Bustamante. Bolívar se enteró de estos hechos en la actual Colombia. Su conjetura inmediata se enderezó también hacia las repetidas quiebras de lealtad de Santander, para imputarle el origen de lo acaecido. A su paisano José Antonio Páez, más puro que el político anterior, aunque de similares ánimos levantiscos y codiciosos, le dijo sobre aquel: "este hombre ha soplado la discordia", de Venezuela al Perú. Pocas semanas después, otros informes y nuevas atisbaduras propias sobre el comportamiento de Santander le llevaron a dirigirle una admonición terminante. La de estas palabras del 16 de marzo de 1827: "No me escriba más, porque no quiero responderle ni darle el título de amigo”. No lo era ya, ni volvería a serlo jamás. El general Tomas Heres, víctima del golpe limeño, fue a su vez sacando verdaderas las sospechas personales que tempranamente había concebido, y que coincidían con las que se han expuesto. Le tocó, asimismo, la orden de extrañamiento de territorio peruano, dictada por el gobierno de los insurrectos. Arribó a Guayaquil, y desde allí hizo conocer al Libertador, indirectamente, a través de alguna declaración oficial, que Manuelita trató de visitarle en el cuartel sublevado -convertido en su prisión-, y que fue drásticamente rechazada. Y que, poco después, también .ella sufrió cautiverio y expulsión del país. El héroe por cierto se conmovió, aunque sin sorprenderse. Porque de sobra conocía a su hazañosa coronela. Pero el testimonio de Heres podía ser corroborado, o acaso lo fue, por el grupo de desterrados que viajaron con ella desde El Callao. Con una excepción, indudablemente: la del general José María Córdoba. Combatiente fogueado en batallas decisivas, con su arrojo contribuyó a las victorias de los departamentos del sur. Lamentablemente, sin razón ninguna, se creía disminuido por la presencia de una mujer -Manuela- entre la mortal reciedumbre de las armas: allí en la desolación cordillerana de Junín y Ayacucho. Se fastidiaba, además, con el hecho de que

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mantuviera enredado en amores y cuidados al propio Bolívar. Y en cambio se complacía en hacerla notar, cuando podía, su desafecto. Se había embarcado con sus compañeros de infortunio, entre ellos precisamente Manuelita, en El Callao. Adoptaba por eso arrogancias premeditadas cuando la sentía cerca. Personaje indeclinable en su engreimiento, caminaba por la nave sin mirar siquiera a la joven. Y de veras parecía tener algo del perfil heroico que se graba en los medallones consagratorios. Pero, como quiera que hubiera sido, la testarudez de tales petulancias no conseguía cegarle frente a la belleza ni las maneras aristocráticas o resueltas, según los casos, de la excepcional quiteña. Ésta, a su vez, iba descubriendo no únicamente los desdenes de Córdoba, sino también, con instinto superior, el odio que él escondía, pese a que era aún incipiente, contra la personalidad del Libertador. Manuelita lo advertía, lo guardaba en sus adentros, y más tarde halló la oportunidad de comunicar a su amante incrédulo el presagio de la traición de ese hombre. Que en efecto llegó después de dos años. El trayecto fue resultando largo, especialmente para los que estaban envueltos en este juego de antipatías, cuya intensidad, en vez de mermar, cobró cotidianamente más fuerza. Hasta cuando llegó a una tempestuosa confrontación verbal entre Córdoba y la quiteña. Fue él quien la inició, al dirigirle alguna alusión sarcástica. Y ella, que hubiera sido capaz de responderle con una buena bofetada, prefirió humillarlo con expresiones de efecto irritante, por la ironía y el desprecio. Se trabó así una discusión que solo pudo ser cortada por la intervención tinosa de uno o dos de los otros oficiales. El general Francisco Giraldo, que iba a bordo, ha dejado testimonio de la agriedad de estos incidentes. Pero la negra Jonatás usaba la magia, tan suya, de poner alivio en el ánimo de su señora ridiculizando, con remedos fieles e hilarantes, las actitudes del oficial neogranadino. Esto a solas, en su camarote. Llegó por fin la hora del arribo a Guayaquil. Las tres mujeres hicieron bajar sus baúles, y con resolución caminaron hacia la hospedería más digna del puerto. El ambiente no les era ya

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desconocido. Establecieron pronto contacto con la guarnición, al parecer comandada por el general Juan José Flores. Éste dispuso las medidas necesarias para el viaje seguro de Manuelita y sus dos esclavas hacia la ciudad de Quito. Y tras tantos sinsabores y fatigas, emprendieron nuevamente la marcha, en caballos y en mulas, por entre selvas, breñales, páramos y hondones callados y desérticos. Correos de tropa urgentes, adiestrados en las cabalgatas de la costa a la sierra, tomaron una apreciable delantera a la gran amazona, para dar aviso de su llegada al cohermano de ella: el futuro general José María Sáenz. De modo que éste y su mujer, Josefa Salvador, tuvieron tiempo de arreglarle habitación en la casa que poseían en el antiguo centro urbano. Diciéndolo con mayor detalle, en la esquina de las calles García Moreno y Rocafuerte de ahora. O sea en el lado frontero del Arco de la Reina. Igualmente fueron instaladas allí sus inseparables negras, que sabían cumplir los oficios domésticos con el mismo espíritu de servicio y amor que los de sargentos de la guapa coronela. Tan cargada de cansancio y contrariedades se hallaba Manuelita, y tan espontáneas fueron las demostraciones de hospitalidad y cariño de estos familiares, a quienes ella se sentía también unida por una disposición fraterna, que les prometió dejarse estar en paz en la ciudad por tiempo indefinido. Amaba a Quito calladamente, sin alardes fatuos, que son más bien un velo de debilidad y mancillez del sentimiento. Era propiamente en la intimidad de sus conversaciones, y de sus cartas donde hallaban modos de transpirar las ternezas quiteñas de está mujer uncida al rigor de largas y desapacibles ausencias. Había, sin embargo, una razón indesconocible que podía perturbar aquella promesa de entregarse largamente a las delicias de su permanencia en el país nativo: la voz de llamada de Bolívar. Él andaba entonces por Colombia. Había estado en tierras ecuatorianas siete meses atrás: en días de septiembre del 26. Una semana se había detenido en Guayaquil. Y, rodeado de sus colaboradores cercanos, venidos con él desde el Perú, había emprendido luego el galope a Quito. Entraron en ella en la mañana

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soleada del 28 de ese mes. Pero ya no encontró el ambiente sosegado de otrora. Porque entre los mandos militares, y en hogares, y reuniones públicas, se comentaba todavía sobre el desorden sangriento que había acabado de sacudir a la ciudad. Se trató de una asonada de soldados. El general Flores había conseguido debelarla con el sacrificio de treinta vidas. Parece que sería excesivo vincularla con la rebelión limeña, pero las dos mostraban visible parentesco, por las comunes insatisfacciones de la tropa y por la influencia movediza de los agitadores políticos, que aludían a manifiestos deseos dictatoriales de aquel a quien debían precisamente la liberación de sus naciones. Ambos centros de convulsión, igualmente, mostraban en derredor densos grupos de pobladores dolidos y medio despechados por el agravamiento de sus penurias. Pues en realidad venía a ser duro, sofocante, el sostenimiento de los cuarteles en las principales, ciudades de las nuevas repúblicas. Los mismos jefes militares de éstas seguían transmitiendo, hasta años después, dichos clamores de extenuación económica a su siempre vehemente conductor. Como es claro, Bolívar quiso oír las querellas de labios del propio pueblo de Quito, y así lo hizo. Tras ello se determinó a disponer que uno de sus hombres más fieles, capaces y prolijos, su secretario en la paz y las campañas general José Gabriel Pérez, asumiese las responsabilidades de gobierno de este país. Le prescribió entonces un despliegue de empeños tenaces para muchas cosas: solucionar el atraso de la hacienda pública, introducir reformas en el sistema de impuestos, activar la industria agrícola, robustecer el comercio, mejorar los caminos, suprimir un número de empleos, sin perjuicio de la prestación de servicios estatales. Bueno es que, cuantas veces sean necesarias, se mire sagazmente este aspecto de las preocupaciones del Libertador, que entraron con la misma preponderancia que las heroicas en la composición de su genio omnilateral. Lo que ordenó en Quito se contempló también en los planes de acción dictados en otras capitales. El gran demiurgo criollo formó pueblos que aún llevan dentro de sí el soplo de sus decisiones y esperanzas.

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El 5 de octubre se había alejado de la ciudad de su amada coronela, rumbo a Bogotá. Se había ido por cierto con el desalentador convencimiento de que estaban multiplicándose los enconos de sus adversarios y de que consecuentemente corrían peligro de disolverse su autoridad civil y el poder que dimanaba de su integridad moral, de su estela gloriosa, buen freno para las ambiciones caudillescas de sus propios subordinados. A eso obedeció el que su edecán O'Leary recibiera de él la orden de adelantársele en el recorrido, de pulsar cuidadosamente la situación de cada lugar y de enviarle informes, criterios e insinuaciones de labor y de probables resoluciones políticas, en el paso hacia las capitales del norte. Si bien se observa, el héroe estaba entrando ya, de modo fatal, en la ruta áspera de sus desventuras. Ellas irían aumentando y enfureciéndose paulatinamente, sin tregua. Hasta aplastarlo contra el sepulcro Si poquísimo antes saboreó los efectos inconfundibles, únicos, de su inigualada grandeza, que le hacían contemplarse a sí mismo como un "alfarero de repúblicas", ahora palpaba sus desengaños y confesaba reconocerse "como un simple majadero". De sus lecturas clásicas se le venía a la memoria el mito de Sísifo, porque creía verse fielmente representado en la figura de aquel coloso que se desesperaba en vano por empujar un pedazo de roca hasta la cima. La inutilidad de sus esfuerzos supremos frente a la resistencia española y al torbellino de ingratitudes, rencores, envidias, deslealtades, calumnias, tergiversaciones de sus pensamientos y de sus intenciones, desatado en el propio medio de las milicias y círculos políticos que él creía le seguían siendo solidarios, fue quebrantándole la voluntad y la salud, ya tan disminuida. Su marcha, por eso, no volvió a ser nunca como la del relámpago. Demoraba días y días trotando en sus caballos y sus mulas. Su cuerpo se negaba a recuperar la antigua fortaleza. El héroe atribuía su estado a la resaca de aquellas funestas reacciones de los adversarios criollos. Y hasta en la hora extrema de la agonía continuaba diciendo que no era la enfermedad, sino el

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General Daniel Florencio O'Leary, Op. cit., volumen III, p. 30

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comportamiento amargo de sus conciudadanos; lo que le estaba llevando fuera de este mundo. Desde luego, las desgracias que alcanzaba a ventear en el movimiento de retorno a la capital santafecina y al suelo natal le eran anunciadas también, de algún modo, a través de las verificaciones personales que hacía Daniel O'Leary a lo largo de su misión. Porque, en verdad, a su edecán la experiencia se le iba tornando tan desoladora que se decidió a escribirle una carta desde Bogotá, el 15 de julio de 1826, aconsejándole nada menos que la renuncia de la Presidencia. Ello traerá ventajas a la república, le afirmaba. Pero, además, le invitaba a pensar en el sostenimiento del brillo de su grandeza, de su perennidad histórica. Invocaba un hecho de los griegos de otro tiempo -el de las figuras ejemplares amadas por el Libertador-. La gloria de V. E., le insinuaba, requiere que su renuncia sea efectiva y que sea aceptada por el congreso, aunque él no lo quiera. Los atenienses se cansaron de oír llamar a Arístides el Justo.40

Y con notoria clarividencia le advertía -lo cual era llover sobre mojado-: "Olvidamos con más facilidad un beneficio que una injuria". El efecto fue el previsible: el 6 de febrero de 1827 mandó Bolívar a los congresistas su renuncia de la presidencia de Colombia. El resultado fue también el previsible: no se la aceptaron. Pero la oposición, difícil ya de ser amansada, se encolerizó en las hojas de la prensa, responsabilizándole de males y errores. Se debe insistir en que la gravitación de la sugerencia de O'Leary, del alejamiento del poder, halló en el propio Bolívar antecedentes que la favorecían. Pero que, a la vez, como era frecuente en él, estimulaban en su interior una inmediata actitud de contrarresto. De modo que, meditando sobre su errante cabalgadura, se puso a

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Vicente Lecuna, Op. cit.

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concebir la decisión de fortalecerse en el mando. Que no era otra cosa que fortalecerse en el cumplimiento de una predestinación superior. Entre tantos episodios, lo que experimentó en Quito, por ejemplo, si bien contribuyó a prenderle el convencimiento de que se le aproximaban peores desencantos y reveses, no dejó de servirle al mismo tiempo para acicatearle el amor a los más inesperados desafíos. Y, por fortuna, en medio de aquellos movimientos revueltos del ánimo, no le faltaba la voz alentadora de su Manuelita. Porque las palabras de sus cartas le traían efectivamente la compañía que reclamaban sus horas de melancólica percepción de abandonos y soledades. La más reciente la había sido enviada desde Lima, antes de la conjura militar en su contra. En ella le confesaba la heroína, entre bromas y acentos de seriedad, que su ausencia le tenía dando vueltas en derredor de la idea -que no la amedrentaba- de quitarse la vida. El amante le respondió desde Ibarra el 8 de octubre de 1826 (no el 6 como aparece en la carta, por error de Bolívar), con estas expresiones: Mi encantadora Manuela: Tu carta del 12 de septiembre me ha encantado: todo es amor en ti. Yo también me ocupo de esta ardiente fiebre que nos devora como a dos niños. Yo, viejo, sufro el mal que ya debía haber olvidado. Tú sola me tienes en este estado. Tú me pides que te diga que no quiero a nadie. ¡Oh, no! A nadie amo; a nadie amaré. El altar que tú habitas no será profanado por otro ídolo ni otra imagen, aunque fuera la de Dios mismo. Tú me has hecho idólatra de la humanidad hermosa, o de Manuela. Créeme: te amo y te amaré sola y no más. ¡No te mates! Vive para mí, y para ti; vive para que consueles a los infelices y a tu amante que suspira por verte. Estoy tan cansado del viaje y de todas las quejas de tu tierra que no tengo tiempo para escribirte con letras chiquiticas y cartas grandotas como tú quieres. Pero en recompensa, si no rezo estoy todo el día y la noche entera haciendo meditaciones eternas sobre tus gracias y sobre lo que te amo, sobre mi vuelta y lo que harás y lo que haré cuando nos veamos otra vez. No puedo más con la mano. No sé escribir- Bolívar. 41

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Esta epístola es de su propio puño. Es decir, pertenece al grupo menor de las suyas, que en su gran mayoría fueron dictadas. A su compañera invariablemente, y a pocos colaboradores en casos especiales, se las dirigía autógrafas. De ahí su alusión que "no puedo más con la mano". Lo de confesarse "viejo" no era quizá, en ciertos aspectos, una exageración. Se hallaba apenas en los cuarenta y tres años, pero la carga tormentosa de sus preocupaciones, la porfía de sus esfuerzos y el escondido martilleo de su peligrosa enfermedad le habían ido acelerando el desgaste de la existencia. Él debió de haberlo sentido así, pues repetía constantemente aquello de su otoñabundez, para expresarlo con, un nombre derivado de algún vocablo hermoso de Pablo Neruda. La "fiebre" de la pasión amorosa, desde luego, no se le extinguía. Y se había ido concentrando únicamente en la relación con su Manuelita. A quien ahincadamente la echaba de menos, desde cualquier punto y en cualquier circunstancia de su agitado nomadismo de guerrero de la libertad y fundador de un mundo nuevo. ¿En qué entonces venía a parar su renovado intento de escapar a lo brazos voluptuosos y seguros de su obstinada compañera? A propósito de ella, dos excelencias contiene esta carta, que sin duda la convierten no sólo en pieza antológica, sino en una de las mejores muestras del talento de Bolívar para dicho género: el estilo tan directamente persuasivo de su lenguaje, dominado con soltura, y la singular aptitud de revelar como en dos espejos que se complementan la imagen de él y de Manuela. Desde el lugar en que escribió esa misiva -la ciudad ecuatoriana de Ibarra- todavía tuvo que hacer un largo camino en el rumbo norteño que llevaba. Iba con desacostumbrado desgano. En los días postreros de noviembre se acercó a su destino. Aún no había enviado la renuncia de su presidencia. Se detuvo en Fontibón, para un acto preparado por el intendente del departamento. Este personaje, de mentalidad un tanto hirsuta pero penetrada de las solapadas influencias antibolivaristas, hizo girar las aspas de su ostentosa elocuencia para alabar al héroe con impertinentes equívocos, como los de llamarle "restaurador del orden legal y constitucional". El Libertador creyó advertir el sentido

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malicioso que podía haber en ello, y le detuvo en seco, imponiéndole silencio en la mitad del discurso. Inmediatamente le dio las espaldas. Esto produjo, no desconcierto, sino más bien una especie de ruin empavorecimiento. El hecho ha sido descrito por un enemigo a muerte de Bolívar: Florentino González, en sus "Memorias". Aunque no sin añadir una revelación de igual interés. Juzgándola digna de ser conocida, la tomo de las páginas biográficas de Alfonso Rumazo González, que la reproducen en los términos siguientes: Santander temió que al ser recibido en el palacio y entregarle el mando repitiese Bolívar la misma respuesta de Fontibón. Resuelto a no tolerar tal ofensa, lo aguardó con la resolución decidida de repeler con firmeza el ultraje, si se le hacía, y para estar prevenido contra todas las eventualidades, un gran número de patriotas asistimos a la ceremonia con nuestras pistolas cargadas. Más tarde he sabido por Santander mismo que estaba resuelto a correr todos los azares, hasta el de desconocer a Bolívar.

Éste entró en Bogotá el 14 de noviembre de 1826. Llovía. La ciudad tenía un aspecto compungido bajó esa laya de aguaceros agresivos e interminables que dispersan a los transeúntes de plazas y de calles, y que entenebrecen los ánimos y el entorno. El presidente encargado -hostil y rencoroso en sus adentros- salió no obstante a recibirlo. Era su obligación. Pero en las vecindades del Palacio había gente a quien parecía no espantar la lluvia, y cuya consigna, bajo paga del santanderismo, era la de exhibir carteles con una leyenda provocadora, como para herir tangencialmente al héroe, celebrado en otras llegadas con el máximo frenesí: la leyenda de ¡Viva la Constitución! que equivalía a una declaración de hastío por los poderes del Libertador. Fácil se hace notar que el avieso "hombre de las leyes" se empeñaba ya en que sus partidarios se fueran acostumbrando a la idea de afilar los puñales para que expiara su grandeza la figura más deslumbrante de nuestros pueblos. Allí en la capital colombiana se le fue agudizando, además, la contrariedad de la ausencia de su Manuela la bella. Se le reproducía la

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imagen de sus atractivos, del aire inconfundible de sus maneras, de la entereza de su voluntad, de su corazón fiel, pese a todas las veleidades del destino de los dos. Él seguía echándola de menos por esos rasgos de su naturaleza excepcional: resuelta y apasionada, incapaz de quedarse cautiva entre los hierros de una ética preponderantemente racional. Hay quienes ni ahora, casi doscientos años después, quieren librarla de aquellas culpas del corazón y del ideal superior. ¡Como si ella, imperativamente risueña, aun más allá de la vida, estuviera reclamándoles disimulo piadoso o perdón! Pero la conciencia del deber y de la falta en las relaciones íntimas que mantenían, bajo su atrevido amancebamiento, era no solo antigua, sino constante, entre los dos. La habían venido en efecto renovando, como para hacer mortificante las lastimaduras de ambos en largo tiempo. En una ocasión el héroe le insinuó que "huyera de los males" de su descompuesta relación marital. En otra, le formuló esta observación: "En lo futuro tú estarás sola aunque al lado de tu marido. Yo estaré solo en medio del mundo". De las dos veces en que hizo estas indicaciones he dejado ya constancia. En una tercera, motivado por el supuesto amago de Manuelita de irse al país de Thorne, la increpó con mucha vehemencia: "Con que tú no me contestas claramente sobre tu terrible viaje, a Londres??? !!!". Y esa increpación no lo era todo, pues de pronto seguía a ella el reclamo ansioso, desesperado, de su presencia, y de los insustituibles y febriles gozos de la plenitud de su cuerpo: Tú quieres verme, siquiera con los ojos. Yo también quiero verte, y reverte y tocarte y sentirte, y saborearte y unirte a mí por todos los contactos. ¿A qué tú no quieres tanto como yo? Pues bien, esta es la más pura y la más cordial verdad. Aprende a amar y no te vayas ni aun con Dios mismo.

Y atrás de aquella realidad, pasados ya algunos años del abandono marital cometido por Manuelita, el infatigable cornudo, pobre de él, había continuado con su asedio epistolar, viendo de recuperarla. Para comprobarlo es bueno recordar que ella mandó una carta al Libertador, entonces en viaje al departamento del sur, junto con

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la copia de otra, que había acabado de dirigir a James Thorne. La contestación del general, despachada a la quinta de Bogotá, donde ya residía la quiteña, celebró el talento y la ironía de que había dado nuevas muestras magistrales. Y en verdad esa página epistolar ayuda a descubrir la real capacidad de escritora que ella poseía. Qué semejantes andaban, héroe y heroína, en arrojo, altivez, voluptuosidades, fortaleza de ánimo, desprendimiento e inteligencia. Vale la pena que aquí se la transcriba, completa: Señor James Thorne.- No, no, no, no más, hombre, por Dios. ¿Por qué hacerme usted escribir faltando a mi resolución? Vamos, ¿qué adelanta usted, sino hacerme pasar por el dolor de decir a usted mil veces no? Señor: usted es excelente, es inimitable, jamás diré otra cosa sino lo que es usted; pero, mi amigo, dejar a usted por el General Bolívar es algo; dejar a otro marido sin las cualidades de usted sería nada.- ¿Y usted cree que yo, después de ser la querida de este General por siete años y con la seguridad de poseer su corazón, prefiriera ser la mujer del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo o de la Santísima Trinidad? Si algo siento es que no haya sido usted mejor, para haberlo dejado. Yo sé muy bien que nada puede unirme a él bajo los auspicios de lo que usted llama honor. ¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi marido? ¡Ah! yo no vivo de las preocupaciones sociales, inventadas para atormentarse mutuamente.- Déjeme usted, mi querido inglés. Hagamos otra cosa: en el cielo nos volveremos a casar, pero en la tierra no. ¿Cree usted malo este convenio? Entonces diría yo que era usted muy descontento. En la patria celestial pasaremos una vida angélica y toda espiritual (pues como hombre usted es pesado); allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (en amores, digo, pues en lo demás, ¿quiénes más hábiles para el comercio y la marina?). El amor les acomoda sin placeres, la conversación sin gracia y el caminar despacio, el saludar con reverencia, el levantarse y sentarse con cuidado, la chanza sin risa; estas son formalidades divinas, pero yo, miserable mortal, que me río de mí misma, de

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General Daniel Florencio O'Leary, Op. cit., volumen III, p. 339.

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usted y de estas seriedades inglesas, etc. ¡qué mal me iría en el cielo! Tan mal como si fuera a vivir a Inglaterra o Constantinopla, pues los ingleses me deben el concepto de tiranos con las mujeres, aunque no lo fue usted conmigo, pero sí más celoso que un portugués. Eso no lo quiero yo. ¿No tengo buen gusto?.- Basta de chanzas, formalmente y sin reírme, con toda la seriedad, verdad y pureza de una inglesa, digo que no me juntaré más con usted. Usted anglicano y yo atea, es el más fuerte impedimento religioso, el que estoy amando a otro y no a usted es el mayor y más fuerte. ¿No ve usted con qué formalidad pienso?.- Su invariable amiga.Manuela.42

En su carta de envío de esta copia a Bolívar le aclaraba, aunque por éste saberlo ni era necesario, que su marido era católico y ella "jamás atea", y que únicamente "el deseo de estar separada de él le hacía hablar así". Transcurría entonces el año de 1829. Por eso Manuelita se refiere a los siete años de predilecciones amorosas con que la distinguía su glorioso general. Pero no se olvide lo que dejé indicado: que un trienio antes, entre fines de noviembre del 26, en que llegó a Bogotá, dio este respuesta a otra epístola de Manuelita, que ha servido precisamente para conectarla en estas páginas con el invaluable documento cuya reproducción se acaba de leer. Bastante lejos se hallaban el uno del otro en aquel noviembre, pues la bella amazona, según los episodios que se han venido aquí evocando, no había salido aún de Lima. Semana y media se tomó el Libertador en su relativo descanso bogotano. Pidió luego al congreso facultades extraordinarias, e hizo rumbo a Venezuela. Iba a poner bajo su autoridad al centauro de los llanos José Antonio Páez, erigido por voluntad propia en jefe supremo de la república, cuyo desmembramiento de la unión bolivariana se había intentado. Asumió el héroe el comando de las tropas alineadas de antemano por el general Rafael Urdaneta. Fue provocando rápidos avances hasta aproximarse a la capital. Pero la situación se mudó de pronto. Con un lenguaje de advertencias en que relampagueaba, con imperio mayor que nunca, la conciencia segura de su genio y de todo

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lo que le debía la nación, consiguió trocar la rebeldía de Páez en una entusiasta decisión de obediencia y apoyo. Así conjuró todo brote de autonomía política y probables desórdenes militares. Le pareció entonces, ya vigorizado su poder, que era la hora adecuada para llevar a efecto la recomendación de su fiel edecán Daniel O'Leary: remitió, por eso, su dimisión presidencial al parlamento de Colombia. Era el 6 de febrero de 1827. Naturalmente, según se lo anotó antes, ella no fue aceptada. El optimismo llenó de nuevo su alma. Quiso a la vez recobrar la salud. Amparado por el calor familiar, y como si su instinto le hiciera sentir que aquella sería su última permanencia en la ciudad nativa, se estuvo allí más de medio año. En los días finales de julio del 27 emprendió el camino de regreso a Santa Fe de Bogotá. En el trayecto ordenó a un par de oficiales adelantarse con disposiciones dirigidas a los dignatarios del congreso, a fin de que lo tuvieran reunido en la fecha y horas probables de su entrada. Porque deseaba aceptar legalmente, las funciones de presidente de las naciones colombianas que, con la devolución de su renuncia, le habían sido otra vez confiadas. Acordada la realización de la ceremonia, marchó directamente hacia el lugar de ella. Vistiendo el uniforme que le sirvió en su largo recorrido, se le vio desmontarse de su jadeante cabalgadura en la puerta misma de la céntrica iglesia de Santo Domingo, en que los parlamentarios sesionaban y lo aguardaban; avanzar entre los emotivos saludos de ellos con el porte airoso de siempre; prestar su promesa tras una breve alocución, y salir del lugar rodeado de legisladores y de su estado mayor. Pero afuera, en medio del frío aire bogotano, apenas si había unos pocos viandantes, los de rutina. Quizá los mezquinos trajines del vicepresidente Francisco de Paula Santander habían logrado que se le escamotearan el aplauso de los ciudadanos y las habituales manifestaciones populares. Bolívar sintió en lo hondo de su intimidad el desolador contraste de tal actitud con las apoteosis de otrora. Se dirigió al Palacio, y en él se estableció durante pocos días. Pues que, a través de precisas y directas indicaciones personales, ordenó que se le arreglaran los aposentos de

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la quinta en que deseaba quedarse a vivir. Ésta le había sido obsequiada por el gobierno en 1820. Estaba en un hermoso altozano de bosques, entre las laderas de dos cerros que dominan la ciudad: el Monserrate y el Guadalupe. Ya allí concibió el proyecto de rodearse de una amable atmósfera de hogar, que tanto apetecía por su condición de hombre sensible, pese a los zarandeos de sus campañas guerreras. O sin duda por esto mismo. Desde luego el anhelo exigía que se le uniera la otra mitad de sus esquivos remansos familiares: es decir, su bella compañera. De ahí la necesidad que experimentó de escribirla cuanto antes. Le remitió en efecto la carta siguiente, que la copio con exactitud del documento original, de su puño y letra: El yelo de mis años se reanima con tus bondades y gracias. Tu amor da una vida que está espirando. Yo no puedo estar sin ti, no puedo privarme voluntariamente de mi Manuela. No tengo tanta fuerza como tú para no verte apenas basta una inmensa distancia. Te veo aunque lejos de ti. Ven, ven, ven luego tuyo de alma.

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CAPÍTULO XXIII Halagos de su tierra y nueva despedida Hacia esos días Manuelita radicaba en Quito. Medio año se había estado ya aquí. Algún tiempo destinaba a selectas reuniones sociales que la mujer del medio hermano -José María Sáenz- promovía en su casa y en las de amigos de figuración que les frecuentaban. Su ambiente placía a la expansiva huésped porque así trataba a admiradores suyos y del Libertador. Otras horas, en buscado contraste de personas, las ocupaba en bajar hasta los hondones populares, de los barrios pobres, para indagar los rasgos de la situación general, y de las reacciones consecuentes, entre pegujaleros, artesanos, escribientes y mercadantes. La imagen de Manuelita, en uniforme de coronela, y su incitante inclinación comunicativa, les despertaba complacencia. Aún más, afán de romper la vieja costra de rutinaria mudez que les caracterizaba. De ese modo ella recogía elementos con los que redondear observaciones útiles que hacía circular entre los colaboradores de Bolívar, y que también se las transmitía a éste en la relación epistolar que mantenían. El hombre con el cual conversaba a menudo, sobre la realidad quiteña que ella palpaba, era el general José Gabriel Pérez. Siempre lo veía dispuesto a oírla y atenderla. Pese a su aire circunspecto, cuya severidad se había acentuado con las funciones de gobierno que había recibido, jamás depuso ni el respeto ni la afectuosa amistad que le ofreció desde cuando tuvo que traspasarle las responsabilidades de custodia del archivo privado del héroe.

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Entre los halagos íntimos de este reencuentro con Quito se contaban sus salidas a caballo, en compañía de Jonatás y Nathán, hacia el anillo de colinas que ciñen amorosamente a la ciudad, o hacia la pradería de los límites urbanos del norte y del sur. La reclusión monástica que vivió, la degustación de sus obligadas soledades, sus constantes lecturas, sus ansiosos paseos de la niñez y de la nubilidad: todo eso llegó a estimular para siempre la predisposición sensitiva que se escondía en ella. Indudablemente, también el deseo nostálgico de sus contemplaciones. La ruta que por cierto preponderaba en el plan de sus enternecedores vagabundeos era la de la hacienda familiar de Cataguango. En ésta hallaba invariablemente una atmósfera acogedora. Porque era parte de su mundo. Además de que, desde septiembre de 1826, había adquirido por completo los derechos de dominio de ese lugar, gracias a créditos sucesorios que le venían a través de la línea materna. Así quedaba claro que ni el enfriamiento no disimulado de los afectos de su tía Ignacia, quien le desaprobaba que hubiera abandonado a James Thorne con notorios alardes de infidelidad, ni las codicias propias que también le achicaban el corazón, fueron capaces de servirle en algo para resistirse a las diligencias ordenadas por Manuelita desde Lima, a fin de que los jueces remataran la propiedad en su favor. La historia del asunto, gracias a los documentos que se han conservado, puede remembrarse en pocas líneas. Conózcasela siquiera así, en forma apretada. La hacienda de Cataguango, de doscientas treinta hectáreas, y próxima al poblado de Amaguaña, había sido poseída por el doctor Mateo Aizpuru, abuelo de la heroína. La heredó su hijo el cura Domingo, de cuyas manos pasó a la hermana de él, la tan nombrada tía Ignacia. Ésta a su vez había contraído la obligación de pagar la suma de diez mil pesos a la heredera ilegítima de su difunta hermana Joaquina: esto es, a Manuela. Pero siempre estuvo dilatando

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Jorge Villalba F. S.J., Epistolario de Manuela Sáenz, Quito, Banco Central del Ecuador, pp. 133-134.

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el hacerlo, al amparo de las ausencias y del desprendimiento que fueron propios del modo de llevar ésta su vida. Con todo, un día llegó en que debió ajustar sus cuentas. Acosada por los reclamos de la joven -que acaso tenían el respaldo moral de sus amores con el Libertador-, y prevenida por las correspondientes instancias judiciales, Ignacia Aizpuru se allanó al mandato de dimitir bienes. Disponía de algunos inmuebles, pero cedió Cataguango para la pública subasta. La remató en diez mil pesos (valor de la obligación incumplida) el general Juan José Flores. Lo hacía cumpliendo indicaciones precisas de la pareja, que todavía se hallaba en la capital peruana. De ese modo el dominio de la hacienda fue transferido a Manuelita. Actuó en el proceso un antiguo amigo suyo: el comerciante Pedro Sanz. Él, además, con la debida representación legal de la nueva propietaria, tomó posesión del inmueble en una ceremonia bastante formal, pero sobre todo antañonamente pintoresca. Al extremo de que conviene que se la haga constar aquí mediante la reproducción exacta del documento recogido en el Epistolario de Manuela Sáenz, del doctor Jorge Villalba F. S. J., y que reposa en el Archivo de la Hacienda de Cataguango: El alguacil de Quito y Pedro Sanz fueron a Cataguango. En presencia del escribano, del mayordomo y gañanes, el alguacil tomó de la mano a don Pedro Sanz y le introdujo en la casa de la hacienda y en sus potreros, terrenos y todo cuanto contiene la mensura y tasación della, en la cual le dio posesión actual, real, corporal, sin perjuicio de tercero que mejor derecho tenga. La cual tomó en nombre de dicha señora Sáenz. Y en señal de una verdadera posesión, abrió y cerró todas las puertas de su casería, saliendo y entrando a sus viviendas, arrancó hierbas, tiró terrones, e hizo cuanto se acostumbra en la solemnidad y ceremonias de iguales actos. En cuya posesión quieta y pacífica lo amparó dicho alguacil en nombre de la República...- José Antonio Miño, Alguacil de la ciudad de Quito.43

Y bien, Manuelita se entregó con deleitable obstinación a ir a Cataguango, y a permanecer allí varios días seguidos. Casi seis meses

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antes, o sea desde el acto posesorio cumplido, por Pedro Sanz, la hacienda había sido tomada en arriendo por un hermano de éste. Que la desocupó a pedido de su propietaria. Porque ella quería no solamente disfrutarla a plenitud, sino trabajarla como medio de vivir de su rendimiento agrícola y pecuario. Los dineros de ella y de Bolívar, que sumaron cuatro mil pesos, contribuyeron desde hacía algún tiempo a mejorarla. Esto es, a permitir que se la pusiera en la apreciable condición que la encontró, y en la que de veras sirvió también el ojo vigilante de la tía viuda, doña Ignacia. Había en esas dilatadas hectáreas abundante maíz. Buenos sembríos de papas. Áreas espaciosas en que amarilleaba el trigo tembloroso y se erguían con artístico encanto las parvas de cebada. Decenas de limoneros y manzanos, rodeados del exacto equilibrio de aromas de los jardines. Pastos suficientes para el sostenimiento de más de doscientas cabezas de ganado vacuno y de cuatrocientas ovejas. Y por cierto, cuidando amorosamente sementeras, árboles de fruta y animales, un buen grupo de gañanes, huertanos y pastores. La heroína dejaba lejos sus fatigas, su coraje de guerrera, sus resquemores políticos, su propensión de amazona a quien reclaman los caminos, y se halagaba llevando una vida virgiliana. Toda ella matizada de gozos elementales, campesinos. Reconocía por sus silbos puntuales a la nerviosa multitud de las aves madrugadoras. Metida en su poncho y en sus botas iba al establo poblado de mugidos, bajo el cielo puro y frío de las horas de ordeño. Mezclaba a veces sus manos con las manos de las mujeres de servicio en esa diligente labor. Recorría sembraduras y pastizales. Atendía a su ganado. La predilección dulce por las bestizuelas le venía de los años de infancia, mientras apacentaba su propia orfandad en los interiores del convento de la Concepción Hasta el momento en que le doblegó la muerte, en medio de un paisaje desértico, no quiso arrancarse de la compañía de algunos de sus animales domésticos. Aparte de esos afanes, y con parejo sentido de satisfacción, estaban los de la cocina, en que capitaneaba a sus bulliciosas esclavas.

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Y estaban también, naturalmente, los esmeros por mantener la elegancia y la belleza de la propiedad, que hasta ahora conserva la luminosa vastedad de su patio dé entrada, sus corredores amplios, con pilares de madera sobre bases de piedra labrada, sus espaciosas habitaciones, su glorieta sombreada y ceñida de flores, sus árboles enormes de cortezas rugosas, su piscina de aguas claras y frescas, y aun el sitio, lamentablemente vulnerado por la mano adversaria de los tiempos, en que se hacía trabajar al horno y al molino, tristemente desaparecidos. Pero es bueno que se advierta, que ni toda la suma de aquellas actividades conseguía sacrificar en Manuelita la cotidiana inclinación a los libros. Tampoco sus taciturnas contemplaciones de las montañas lejanas; ni lo concentrado de sus reflexiones. Ni, por su lado, la costumbre de reunir a la humilde gente de la hacienda, fuera de sus ocupaciones y sudores, para conversar y bromear con sencillez, o para rasguear la guitarra y hacerles entonar las canciones de su región, que parecían no otra cosa que un gimoteo monocorde de frustraciones y melancolías. Alma rica de atributos era la de esa irrepetible mujer. Cuando estaba en vena de confidencias con su negra Jonatás, le decía que ambicionaba tener como retiro de sus años venideros aquel rincón de Cataguango. No alcanzaba entonces a imaginar siquiera que la tiranía de Vicente Rocafuerte habría de arrancarle brutalmente la posibilidad de ese legítimo sueño. Así, entre todos esos menesteres urbanos y campestres, cívicos y personales, había pasado en la ciudad de Quito hasta cuando le pusieron en las manos la carta de llamada anhelante de su general. Más o menos en las últimas semanas de 1827. Su texto original quedó reproducido ya en páginas anteriores: Manuelita se conocía bien a sí misma. Sabía que, a la hora de las horas, no le importaban los renunciamientos de sus intereses y de su tranquilidad, ni la dimensión de las duras proezas que demandaba el trasladarse a cualquier punto distante del que le reclamase su amado. No vaciló pues en preparar su viaje a Bogotá. Que lo hizo en seguida, en compañía de un coronel Demarquet, concuñado de José María Sáenz. De sus dos fieles esclavas, adheridas como pocos a su

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destino. Y, en esta vez, también de la india Fernanda, cocinera cuyos platos añoraba Bolívar, y a la cual él le había dado el apodo irónico de Fernanda VII. La marcha fue difícil. Se hizo más lenta por la frecuencia de las lluvias, que había convertido en barrizales algunos de los caminos. Se refugiaban en taperas infelices, en tambos solitarios y en ruinosas posadas de aldea. Demoraron aproximadamente un mes y medio en llegar a la capital colombiana. El Libertador había enviado una comisión de oficiales a recibirlos en las vecindades. Había, además, ordenado que a ella la condujeran a la quinta de Portocarrero. Esa era la denominación del bucólico lugar que el gobierno obsequió al héroe para su morada. Ahí la esperaba éste. Por eso en cuanto la divisó, sin que necesitara ni que le anunciaran, descendió hasta el portón que daba a la calle para ayudarla a desmontar, besarla acariciando sus cabellos, y dirigirla a los aposentos. Este reencuentro se producía casi al año y medio. Manuelita lo miraba con cierto escondido desconsuelo, porque advertía que había empeorado su aspecto. Estaba algo más envejecido. Flaco. Los ojos un tanto apagados aunque siempre penetrantes y expresivos cerca de ella. No obstante esa callada primera impresión, fueron ambos de pieza en pieza entre bromas y palabras de mutuos ardores sentimentales. Era evidente que la casa quedó de pronto como iluminada por la presencia de la seductora quiteña. Había comenzado a realizarse el impetuoso, irrefrenable deseo del amante. Y, claro, en esta ocasión no únicamente se repetían, alcoba adentro, los juegos eróticos de la pareja. Con el frenesí de las manos masculinas que se iban sobre las desnudeces espléndidas de aquella mujer, palpándolas, apretándolas, gozándolas, parte por parte. Con el voluptuoso ardor de ésta, que se manifestaba en quejidos de ansiedad al sentirse apetecida, acariciada sin descanso y tomada al fin como una fruta que se abre ante los acosos potentes del varón. Pero no solamente volvían a ofrecerse, decía, estas insofocables vehemencias de la sensualidad de ambos, porque ahora Bolívar ambicionaba establecer para los dos un completo y largo disfrute hogareño. Con sus comunes y reales características.

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Se le había confirmado en el ejercicio de la presidencia. Había vuelto de Venezuela con la tranquilidad que le daba el reconocimiento de su autoridad única y plena. El cuerpo de oficiales superiores y las tropas le habían declarado una adhesión incontrastable. En suma, los medios parecían los adecuados para que intentara el goce de aquella vida familiar que hasta entonces -cuarenta y cinco años de edad- le había sido esquiva. Y para que, asimismo, se empeñara en hacer sancionar las normas constitucionales concebidas por él para Bolivia, y aplicables desde luego, según su convencimiento tenaz, a las demás naciones a quienes redimió de los hierros monárquicos de España. Creía pues que había llegado el momento de acabar con la fatalidad del caos, de la anarquía, de las escisiones partidarias, de los desafueros caudillescos. El momento de ir adiestrando a los pueblos, con principios de solidez y permanencia gubernamentales, en el aprovechamiento ordenado y responsable de la emancipación. De ahí nació su iniciativa, extremadamente optimista, de reunir la célebre Convención de Ocaña, con diputados de los países que él hacía identificar con el nombre único de Colombia. Desde hacía cuatro meses estaba entregado a una labor intensa de organización de aquel cónclave parlamentario. Dictaba instrucciones insistentes y minuciosas a varios secretarios, para despacharlas premiosamente a sus subalternos inmediatos en la administración de los nuevos Estados. Aspiraba a que los ciudadanos eligieran a representantes competentes, con capacidad de comprender y aprobar sus postulados constitucionales, entre los que se establecía un Presidente vitalicio con derecho a elegir el sucesor. Su fe le nublaba un tanto la visión de las probables consecuencias. Daba realmente la impresión de que desestimaba el alcance de los forcejeos antagónicos de Santander y sus aparceros. Manuelita lo encontró metido de lleno en tales diligencias. Se puso a colaborar en ellas, bien que sin renunciar a su hábito de juzgar, entre intuiciones y pronunciamientos escépticos, sobre el sesgo del comportamiento de ciertos políticos y el carácter final de los efectos de una reunión tan heteróclita. El general disentía

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de algunos de esos comentarios, con expresiones que aludían afectuosamente a la fuerza del amor de su compañera como origen del supuesto exceso de inquietudes que la atormentaban. En medio de aquella atmósfera de trabajos de Estado, cumplidos en la misma quinta que les servía de morada, en cierto momento tuvo que verse, además, en la precisión de rogarle que siguiera recogiendo cuidadosamente muchos documentos oficiales y personales, para incorporarlos a su archivo. La fiel coronela había llevado hasta Bogotá, en las arrias de su equipaje, la abundante papelería escrita cuya custodia mantenía desde hacía varios años. De modo que no halló dificultad en extremar las obligaciones de su conservación y ordenamiento. Decir que aquella dedicación tenaz a las exigencias de la vida pública anulaba los propósitos de un bienestar íntimo -antes siempre aplazado-, sería desmentir lo que afirmé sobre el anhelo de Bolívar en Bogotá, y para el cual había llegado precisamente su encantadora compañera. Los dos resolvieron pues defender también el tiempo destinado a las relaciones de hogar. La quinta se prestaba para ello con su ambiente excepcional. Un lujo discreto, presidido por el gusto delicado de ambos, prevalecía en las salas. La alcoba, arreglada con sabiduría de lo acogedor, les invitaba a los amores, los reposos y las lecturas. En la pieza de entrada, quizá la de tertulias informales, entre muebles de estilo añejo se había colocado, con un leve asiento, un gracioso clavicordio europeo que él había comprado para Manuelita. Esa fue una de las sorpresas cariñosas con que le dio la bienvenida. Sabía que su amada aprendió en uno de los monasterios quiteños a tocar el órgano antiguo del coro, desprendiéndole suaves melodías. Cuando lo hacía revelaba alguna seguridad sobre el teclado y el aleteo comunicativo de su sensibilidad. Ese pasatiempo alternaba con el de los libros, y también con el de sonar alguna vez las castañuelas, acompañando el movimiento de un par de danzas sevillanas. Esta habilidad de la seductora guerrera se mantuvo casi en secreto. El jardín era, por su parte, escenario de motivos asimismo placientes. Contaba con una piscina en que, en mañanas de buen sol, y

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de eventuales descansos, la pareja se bañaba en la mayor intimidad. Ambos amaban por igual su entorno de árboles, con aromas de resinas y de plantas. Y ambos también bajaban, con cierta frecuencia y parecido entusiasmo, a una caballeriza largamente extendida al costado izquierdo de la casa, para cuidar personalmente de sus animales. Las salidas al centro urbano eran más constantes. Tomaban juntos el senderuelo que zigzagueaba por el prolongado recuesto. Los cascos de sus potros tamborileaban luego, acompasadamente, en las angostas calles empedradas. Había pasantes que les saludaban con admirativo respeto. Los ojos se les iban a algunos tras la figura seductora de la gran amazona. Pero no faltaban, ciertamente, las mujeres santurronas que murmuraban al verla cabalgar con uniforme de coronela. Para ellas era un escándalo. La imagen de Manuelita se extendió pronto por toda la ciudad. La llamaban con el sobrenombre de la forastera, y se inventaban cuentos de lo más diversos en torno de lo que hacía en la quinta y en el gobierno. El ambiente era aun menos tolerante, en el juicio de los hábitos de las personas, que los de las demás capitales de la América meridional. Seguros de la limpidez de su atracción amorosa, y más aún de la ejemplar conducción de sus destinos superiores, los dos desdeñaban sin alardes cualquier actitud de hipócrita aversión. Sus amigos, ajenos al avieso comportamiento de esa laya de gente, buscaban en cambio frecuentarlos en la quinta con toda delicadeza, respeto y fervor admirativo. Se tiene que reconocer, repasando varios hechos significativos, que el Libertador como su compañera consiguieron el disfrute de la atmósfera familiar que con visible vehemencia ambicionaban. Lamentablemente lo que pareció que por fin sería duradero, no lo fue de veras. Es conocido que los rigores de la vocación de gloria han conspirado siempre contra la paz interior y los goces sencillos de la existencia. Lo que ocurrió entonces volvió a demostrar esta verdad por enésima vez. Y fue que la presencia de Bolívar tuvo que ser reclamada con urgencia desde Venezuela. El general José Antonio Páez le pidió, en efecto, asumir la defensa del

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país contra una inminente invasión de fuerzas españolas, desembarcadas ya en el archipiélago antillano. Transcurrían los días de febrero de 1828. Menos de dos meses había permanecido viva la lumbre familiar que trataron conjuntamente de salvar ambos amantes. Sobre todo después de un viaje tan duro y agonioso de la bella quiteña. Pero no hubo otra alternativa que la de una nueva separación. Le tocaba al héroe la fatalidad de reemprender sus marchas bélicas. Enemigas implacables del calor de su techo propio, de su salud, de los límites normales de una vida de sosiego. Que en esta ocasión resultaron, para colmo, inútiles. Pues que abortó la pretendida invasión antes de que él y sus milicias llegaran a territorio venezolano. Y a última hora esas mismas circunstancias le indujeron a tomar el rumbo, no de Bogotá, sino de Bucaramanga, población norteña que se halla entre la capital y Ocaña. Había estado pensando, según lo confesó, que desde allí podía observar mejor las incidencias de la Convención que iba a reunirse en ese segundo lugar. Pocas veces se había sentido más pendiente de los resultados de su acción política. Un oscuro presagio, que no lo expresaba, maduraba en sus interioridades. Por desgracia no hubo en su inquietud ningún error. Pues que pronto comenzó a comprobar que las admiraciones, los afectos y las fidelidades en que su ilusión sé sustentaba tendían a desmoronarse sin remedio, provocándole una cadena de insalvables desventuras. Y, como corolario, el trágico desenlace de su destino de grandeza. Al mismo tiempo Manuelita, que por ruegos de él se quedó aguardándolo en la quinta de Bogotá, sorbía una por una las noticias acedas que le llegaban. Las incertidumbres y las inclinaciones agoreras fueron así ocupando, en su pecho, el lugar de los antiguos ánimos y esperanzas.

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CAPÍTULO XXIV Fusilamiento del Trabuco y otros hechos

Aparte, claro, según se advirtió, los momentos frecuentes de taciturno pesimismo y de azoramiento ante la adversidad de las incidencias políticas, el tiempo de permanencia en la quinta bogotana le resultó de algún modo deleitable a la fascinante forastera. El par de esclavas, que por cierto allí, querellosas, echaban de menos los calores de su Chota nativo, le hacían cariñosa compañía. Como aliviándola de la pesadumbre que le motivó la ausencia de Simón Bolívar. Que en esta ocasión iba a comprender todo un cuatrimestre. También la india Fernanda -la "Fernanda VII", tocaya del rey español- le ofrecía sus cuidados y halagos. Se esforzaba en prepararle platos criollos y golosinas. Igual que cuando estaba el general, a quien quería verle pronto de vuelta, para el paladeo de sus viandas. En el lugar independiente en que hasta ahora se levanta la cocina se ven todavía los aparejos y utensilios propios para sus labores: el pilón de piedra para moler el maíz, las tinajas redondas para el agua fresca y la chicha, un garabato de madera suspendido en el aire, para secar la carne, un fogón alimentado por leña, y al fondo, en el centro, con su figura característica y amable, toda de ladrillo, el horno para el aromoso pan de cada día.

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Había mañanas en que Manuelita no bajaba al centro de la ciudad, y entonces trotaba con Jonatás y Nathán por el campo circunvecino, entre pastos y arboladas, hasta detenerse en las lindes urbanas del lado opuesto. A veces, además, se reunían con los trabajadores humildes de la propiedad en horas de la atardecida, para oír a algunos de ellos interpretar melancólicos bambucos, cantándolos, ejecutándolos en rústicos instrumentos, o a lo menos silbándolos, según los pocos acentos que se les quedaron en la memoria. Y contagiada de la emoción pura de esa gente, en manifestación totalmente espontánea, la negra Jonatás se entregaba a sus habilidades mímicas con el humor que acostumbraba: inagotable, expansivo, eficaz para desfruncir el ceño de las agriedades y las congojas. Pero no se las juzgue, a las dóciles esclavas y peor a su ama, dilapidadoras del tiempo. Eso no ocurría ni en las raras etapas de sosiego. Basta recordar que los interiores de la quinta -para citar un caso- fueron mejorando al conjuro del gusto selecto de la joven, y sobre todo bajo el influjo de su inteligente culto a la gloria de Bolívar. Porque no le faltaban ocasiones y maneras de ir clarificando dicha consagración histórica entre adepto y aun entre escépticos, o entre apocados antagonistas del héroe. En lo que concierne a la propiedad de la colina bogotana, resulta útil recorrerla ahora. Y si se lo hace con algún cuidado se descubrirá que el ambiente del lugar, incluidos los sitios de acceso, ha sido mantenido con apego a determinados detalles de otrora. De ahí que no sea difícil activar la imaginación para representarse la vida que ahí llevaron el Libertador y su hermosa quiteña, entre la aproximación ocasional de amigos y subordinados: Cuando se transpone el portón exterior, hay que andar una vía en suave declive cuyo pavimento de piedras de río y de hueso data del siglo dieciocho, igual que los pisos de ladrillo de las habitaciones. Se abre paso el caminito entre árboles de más de ciento setenta años, y por espacios floridos. Al fondo se yergue la casa de un piso, con su techo de teja, sus ventanas, sus barandillas y pilares de madera cuidadosamente labrados. En el costado derecho, cuando se entra por

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la puerta principal, está el pequeño salón en que eran recibidos los contertulios de confianza. En el centro de él hay una mesa taraceada, que siempre estuvo allí con su fino vaso de flores frescas y pluricolores. En unos cuantos sillones antiguos, dispuestos para las pláticas, parece que aún se sintieran las sombras humanas de la época, obstinadas en persistir como las cosas. Hay un rincón de mucha luz natural en que reposa el tocador de Manuelita. La superficie del espejo, límpida y fiel para captar las imágenes, ha perdido irremediablemente el fulgor de la gracia de aquella que fue su dueña. Pero, como haciendo pareja con ese mueble, se halla en la misma pieza otro que también proyecta el indefinible atractivo de tiempos que pasaron. Y conmueve su testimonio callado, desoladoramente callado, mortalmente callado. Es el clavicordio que le obsequió Simon Bolívar, y cuyas teclas fueron melódicamente acariciadas por ella, con esas manos que quizá fueron en realidad "las más bellas del mundo". El pequeño mueble era a la vez piano, costurero y tocador. Cómo debieron de contentar a las mujeres esos risueños inventos de otra edad. Hay algo más ahí mismo. En ese salón primero. Algo que está cargado de memorias, en la pared en la que por fin descansa: es el sable de caballería del Libertador. Inmovilizado en lo alto tras tantas agitaciones y agonías valerosas. Él se lo obsequió a Manuel Urjueta y Bisais en Santa Marta, cuando ya hacía camino al sitio ajeno y distante en que no consiguió salir victorioso de su batalla con la muerte. Cualquiera que hoy se entregué a las contemplaciones numerosas de una divagación por los interiores de esta morada de aire virgiliano irá encontrando lámparas, cristales y objetos destinados a recepciones elegantes; decoraciones apropiadas para la sala de visitas y el comedor; muebles de alcoba, mesas de escribir, y hasta una para el juego de naipes; reliquias de combate; vestuarios del héroe; retratos de él y de Manuelita; obras de arte. Señales reveladoras, en suma, de la atmósfera de la quinta en que convivieron por temporadas, y no largamente como ellos querían. Enunciar siquiera todo lo que todavía puede verse, en estos días, sería trocar la magia de la evocación en un oficio prosaico

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de inventariador. Pero hay cosas que por su expresividad viva se resisten a desprenderse de la pluma. Como el tapiz simbólico de los ríos Orinoco y Magdalena, que lleva una rama de laurel rodeando a una frase de Bolívar: "ser libre o morir". O como la urna de vidrio en que se exhibe un quetzal embalsamado, que se le envió desde Guatemala para representar la aleccionadora verdad de que aquella ave se resuelve a dejar de existir cuando cae en cautiverio, O como un retrato de la heroína quiteña que se le pintó al óleo durante la juventud, y que muestra, más que ningún otro, esos encantos personales que arrebataron de amor y de voluptuosidad a su inmortal compañero. O como el documento que cuelga de una de las paredes del dormitorio del Libertador, igual que el aludido retrato, y que, escrito con desafortunada redacción por uno de los compradores de joyas de Manuelita, prueba el estado de pobreza a que fue reducida después del deceso de Bolívar. Dice su texto: Recibo del señor Rafael Irasi del Lozano doscientos pes último resto de la cantidad de mil, en M del fueron vendidos unos zarcilios en brillantes, por mano del señor Huro.- Bogotá julio 27 de 1831.Son 1.000 po. Manuela Sáenz.

Su nombre lleva una rúbrica en espiral. O, por fin, como el arcón de buen tamaño que guardaba los documentos del general, custodiados por ella. Desde luego, en armonía con las presencias tangibles que acaban de ser aludidas, completan la memoria de aquel lugar y su gente los testimonios dejados por visitantes de la misma época. Uno muy elocuente es el que sigue, de Próspero Pereira Gamba y cuyo texto, por su especial condición de fidedigno, debe ser transcrito con todas sus letras: Nos recibió (a él y su esposa) una de las damas mas hermosas que

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Alfonso Rumazo González, Op. cit., pp. 157-158.

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recuerde haber visto en ese tiempo: de rostro color perla, ligeramente ovalado; de facciones salientes, todas bellas; ojos arrebatadores, donosísimo seno y amplia cabellera, suelta y húmeda, como empapada en reciente baño, la cual ondulaba sobre la rica, odorante, vaporosa bata que cubría sus bien repartidas formas. Con un acento halagador y suavísimo, dio gracias a Petrona por el regalo de costumbre, y a mí me invitó a caminar por el jardín fronterizo a las habitaciones y por el bosquecillo de uno de los costados, convidándome luego con el refrescante guarrús y las sabrosas confituras que se usaban entonces. Esa maga era, en aquella época galante, la animación de los pensiles y huertos de la Quinta de Bolívar.44

A través de estas palabras es muy fácil descubrir la intensidad con que impresionaba Manuelita Sáenz en el alma de los que tuvieron la fortuna de conocerla. Sus manos, al ponerse a describirla, se mudaban irresistiblemente en manos enamoradas. Y su contemplación de los tentadores encantos que ella poseía no alcanzaba a mantenerse ajena a los naturales impulsos de la sensualidad. Quién habrá que niegue que la espontánea coincidencia de emociones y pareceres de los que la miraron, y trataron, está demostrando a plenitud del carácter excepcional de la belleza y la personalidad que le pertenecieron. Otros testimonios reveladores fueron los del químico francés Juan Bautista Boussingault, que ya he incorporado en algún pasaje de esta obra. Él la vio por primera vez en Bogotá, precisamente en el tiempo de estas referencias. Y hace otras puntualizaciones interesantes, como las que siguen: No confesaba su edad. Cuando la conocí, representaba veintinueve a treinta años; estaba en todo el esplendor de su belleza nada regular; linda mujer, gordita, ojos oscuros, mirada indecisa, tez rosada de fondo blanco, cabellos negros... A veces una gran señora, a veces una ñapanga.

Con este colombianismo estaba aludiendo sin duda a la cálida llaneza con que se desenvolvía entre la gente del pueblo, incluida la tropa emancipadora. "Poseía un encanto secreto para hacerse adorar".

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El autor de estas impresiones la visitó en la quinta de Bolívar como en la casa que habitó después en el viejo centro de la ciudad. Manuelita estaba en sus treinta y tres años recién cumplidos. De modo que Boussingault acertaba casi en los cálculos que hacía sobre su edad. La historia del paso de la gran quiteña por dicha quinta, y desde luego la animada y fiel evocación del lugar, llevan también a dirigir la atención hacia otro vertedero testimonial: el de las anécdotas. O sea el de la relación de hechos curiosos y significativos que ocurrieron dentro de tales rincones. Uno destaca entre todos, por las consecuencias que promovió y por la certeza con que descubre, una vez más, el belicoso y justiciero temperamento de la joven. Es el de la pena capital que simbólicamente impuso al "Trabuco", sobrenombre de Francisco de Paula Santander. Corría quizá el segundo trimestre de 1828. El tejemaneje de aquel y sus adeptos para echar a perder el proyecto constitucional bolivarista, en la convención de Ocaña, había continuado notoriamente. En Santa Fe de Bogotá habían desplegado sordas maniobras para conseguir que los diputados de la ciudad fueran, todos, de su grupo. Así pretendían afianzar la actividad de su rebeldía frente al pensamiento del Libertador. El cual, aparte de un evidente disgusto, se sintió envuelto en grave preocupación. Se lo advierte en las cartas que despachó a sus amigos desde Bucaramanga. Y, claro, las circunstancias de esta realidad fueron, de otro lado, exasperando a Manuelita. Hasta el punto de que se le ocurrió preparar una sorpresiva recepción en la quinta. Su propósito real solo llegó a ser conocido en el círculo de mayor confianza, de oficiales y servidores. Con la colaboración de algunos de estos últimos hizo en efecto, a puerta cerrada, un feo muñeco de trapo, algodón y paja. Lo amarró luego por el cuello y la parte inferior en el recio tronco de un pino que se erguía en el jardín. Enfrente, exactamente, de las entradas de vidrio de las alcobas de la morada. Sobre la deforme cabeza colocó una tabla en la que había pintado esta leyenda: "Francisco de Paula Santander muere por traidor". Los invitados no se dieron cuenta de la presencia del monigote sino poco después. Vale decir a la hora justamente

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prevista por la autora de la iniciativa. Mientras tanto, desprevenidos, se hallaban ocupando la sala principal. Había allí varios oficiales superiores del Batallón "Granaderos", acantonado en la ciudad, una decena de militares de menor jerarquía, funcionarios, y quién sabe cuántas personas más. El ambiente se había animado. Saludaban. Conversaban. Admiraban la figura distinguida y airosa de la anfitriona quiteña. Ella atendía, en un punto y en otro, hasta el momento en que creyó oportuno ofrecer el brindis. Aclaró entonces que había querido congregarlos para augurar éxito al héroe ausente, empeñado en la salvación de la república. Y que era deber de todos detener la acción disolvente de ciertos ciudadanos que conspiraban contra dicho afán en forma solapada. A poco pidió a los invitados salir con ella, hacia el jardín, para regocijarse con una broma que no tenía más sentido que el de una simbólica reprobación. La siguieron, en efecto. Y pudieron inmediatamente observar a cuatro soldados bien, alineados, con su fusil en alto. Se hallaban frente a la grotesca figura de trapo que representaba a Santander. Pero de pronto, y antes de que se repusieran de su sorpresa, alcanzaron a notar que se separaba de su propio grupo el jefe del "Granaderos". Callado y marcialmente avanzó éste, en realidad, hasta el sitio en que aguardaban los fusileros. Y, como lo había convenido con Manuelita, con rigurosa voz de mando les ordenó apuntar las armas y descargarlas contra las entrañas del muñeco. Hubo risas y hasta aplausos. Solamente un general miró lo que sucedía con gesto de silenciosa repulsión. Era el granadino José Maria Córdoba. Que no se resistió a despedirse casi en seguida. Es decir, entre los primeros. Se fue solo hacia el cuartel, rumiando conjeturas, argucias y maneras tendenciosas de sacar provecho de ello. Por eso, un día después envió carta a Bolívar, para relatarle el hecho, interpretándolo con saña, y naturalmente imputándoselo a los caprichos de la coronela de Quito.

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Vicente Lecuna, Op. cit,

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Las reacciones que obtuvo de aquel debieron de haberle dejado satisfecho, y con más ganas de continuar en el desahogo de sus egoísmos y antipatías personales. Pero, para el que sabe mirar con serenidad, y desde esta lejanía en el tiempo, el comportamiento del Libertador se reveló maleficiado de prisas y confusión. Pues que decidió separar de sus funciones al comandante del "Granaderos", atribuyéndole indisciplina grave. Y por otra parte -qué desconsuelo- no se ahorró frases de acrimonia inusual, por lo duras y desdeñosas, juzgando a su nobilísima amante en la contestación que dio a Córdoba. Resulta indispensable reproducirla aquí, ya que también esas manifestaciones tienen que entrar en el desciframiento de almas y de vidas: Mí querido general: - Sabe usted que yo le conozco a usted, por lo que no puedo sentirme de lo que usted me dice. Ciertamente conozco también, y más que nadie, las locuras que hacen mis amigos. Por esta carta verá usted que no los mimo. Yo pienso suspender al comandante de "Granaderos" y mandarlo fuera del Cuerpo a servir a otra parte, él solo es culpable, pues lo demás tiene excusa legal, quiero decir que no es un crimen público, pero sí enormemente torpe y miserable.- En cuanto a la amable loca, ¿qué quiere usted que yo le diga? Usted la conoce de tiempo atrás; luego que pase este suceso pienso hacer el más determinado esfuerzo para hacerla marchar a su país o donde quiera. Mas diré que no se ha metido nunca sino en rogar, pero no ha sido oída sino en el asunto de C. Alvarado.- Yo le contaré a usted y verá usted que tenía razón; usted, mi querido Córdoba, no tiene que decirme nada que yo no sepa, tanto con respecto al suceso desgraciado de estos locos como con respecto a la prueba de amistad que usted me da. Yo no soy débil ni temo que me digan la verdad: usted tiene más que razón; tiene una y mil veces razón; por lo tanto, debo agradecer el aviso que mucho debe haber costado a usted decírmelo, más por delicadeza que por temor de molestarme, pues yo tengo demasiada fuerza para rehusar ver el horror, de mi pena. Rompa usted esta carta, que no quiero que se quede existente este miserable documento de miseria y tontería.- Soy de usted afectísimo amigo y de corazón, Bolívar.45

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El general Córdoba no rompió la carta. Carecía de la lealtad y la decencia que demandaba el cumplimiento de esa recomendación. El "miserable documento", según lo calificó su autor, ha quedado por ello para el juicio de la posteridad. También, como se está viendo, para la vertiente humana con la cual tienen que animarse las páginas de una biografía. Los claroscuros del genio más representativo de Hispanoamérica, perceptibles en aquellas líneas, sacan verdadero el convencimiento del joven Goethe de que vivir en la verdad es ser bueno y malo, como la naturaleza. Pero las contradicciones sentimentales que entonces descubrió en torno de Manuelita se explican no solo por la dual naturaleza del hombre, sino también por dos antecedentes precisos: el conocimiento directo de la propensión murmurante y fiscalizadora de Córdoba y el extremado escrúpulo con que vigilaba los resultados de la Convención. Lo segundo se mostró de modo expreso en las comunicaciones que envió en esos mismos días a Juan José Flores, con órdenes de aplazar la batalla contra los peruanos, ya en despliegues militares para invadir al Ecuador. Quería que primeramente se superara la situación delicada y confusa de la aludida asamblea, a la que temía como de efectos zahareños por los ajetreos políticos de los santanderistas. Una cosa sí está bastante clara. La de que la heroína quiteña le aventajaba en la transparencia de su sentimiento y en la percepción del carácter de las personas como de su comportamiento futuro. Y ello pese a la grandeza impar de Bolívar. Antes del simulacro punitivo tan justiciero que organizó en los jardines de la quinta, le escribió una carta en la que parecía estar tomando cuerpo aquella intención. Se halla fechada en marzo de 1828, y contiene frases acerca del levantamiento del general Padilla -valiente colaborador de antes-, como de sus sospechas lúcidas sobre la complicidad de Santander. De adehala, una insinuación precisa de hacerles purgar ese crimen: en correo pasado nada dije a usted sobre Cartagena, por no hablar a usted de cosas desagradables, ahora lo hago felicitándole, porque la cosa no fue como la deseaban. Esto más ha hecho Santander, no creyendo lo demás bastante; es para que le fusilemos.- Dios quiera

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que mueran todos estos malvados que se llaman Paula; Padilla, Páez, pues de este último siempre espero algo. Sería el gran día de Colombia el día que estos viles muriesen.

En la parte final le hacía esta confidencia propia -ella que nunca se quejaba de algún, mal suyo-: Hace cinco días que estoy en cama con fiebre, que creí tabardillo, pero ha cedido y solo tengo ya poca calentura, pero mucho dolor de garganta y apenas puede escribir su Manuela.

Probablemente en días casi inmediatos, en cuanto se sintió recuperada, concibió el plan burlesco aunque simbólico de la ejecución en efigie del vicepresidente colombiano: el enconoso Trabuco. El pino que usó para eso ya no está en pie. Pero se conserva su enorme tronco, extendido horizontalmente sobre dos pedestales de piedra y cemento, en el mismo lugar en que se levantaba. (Yo conservo como reliquia un trozo pequeño de ese árbol que me fue obsequiado recientemente de modo espontáneo y directo). Manuelita siguió escribiendo a su general, todavía en Bucaramanga. Y este respondiendo a sus cartas. Ninguno de los dos tocó el tema del monigote fusilado. La determinación de él, anunciada a Córdoba, de separarla, de su lado para siempre, no pasó de ser un simple decir o acaso una muestra subitánea de disgusto. Por amor y destino continuó pues el lazo que los unía. Desde luego con frutos de valor incalculable para Bolívar, en medio de las desventuras que soportó en esa etapa final de su existencia. Además, el sentido clarividente de la hermosa mujer halló ocasiones de manifestarse nuevamente. Así, la persuasión que la poseía de que en aquel alto oficial neogranadino se escondía un futuro traidor, y cuya simple conjetura se la rechazaba su compañero con la máxima incredulidad, halló fiel cumplimiento. En efecto, en octubre de 1829, no obstante sus repetidas adhesiones al mando bolivarista, y sus recientes colaboraciones militares y civiles, se lanzó a promover una rebelión en Antioquia en la que se proclamó "comandante en jefe del ejército de la libertad". Aseguraba al pueblo y a su tropa, casi toda reclutada, que estaba poniendo fin al despotismo. El Libertador envió a Daniel O'Leary con novecientos hombres, para

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someterlo. En El Santuario, villorrio cercano a Medellín, éste le instó en vano a que capitulara. Tuvieron entonces que enfrentarse sus fuerzas durante un par de horas. Vencido al fin el combatiente rebelde, y manchado en la propia sangre de sus heridas, se metió en una casa del lugar. Hasta allí fue perseguido por el inglés Ruperto Hand, que lo exterminó a punta de espada. Así, como un león acorralado, se acabó aquella figura de héroe que nunca conoció el miedo. Había llegado apenas a los treinta años de edad. La clarividencia de Manuelita se volvería a probar en el caso tormentoso de Santander. Desde hacía tiempo, según cabe recordar, entreveía la acción clandestina de éste en las sediciones que se armaron en el Perú, en Venezuela y en Colombia. La carta que reproduje anteriormente no vino sino a mostrar la insistencia de tales imputaciones. Bolívar no desatendió en esta vez las frases con que le alertaba. Se lo advierte en la acentuación de su intranquilidad frente al destino de la asamblea de Ocaña. Y quizá hasta en el juicio que formuló posteriormente, pero en el mismo año, sobre las responsabilidades indirectas de su opositor en la sublevación del general Padilla. Por cierto las atisbaduras de nuevas conjuraciones, cuya inmediatez volvió más elocuente la perspicacia de la coronela y amante, fueron estableciendo con mayor claridad la conducta adversaria de Santander. Al punto de que ya le resultó difícil ocultar su mano culpable. El primer escenario en que dejó descubrir la tozudez de su rencorosa oposición fue precisamente el de la ciudad de Ocaña. Con los diputados que llevó desde Bogotá pudo controlar las decisiones del cónclave parlamentario reunido por el propio Libertador. La intención no se limitaba únicamente al rechazo de las reformas constitucionales, pues que buscaba poner fin a la autoridad de éste, aun a través de la ejecución de un crimen. Hay ahora constancia de eso. El general no se movía de Bucaramanga. Desde ahí dictaba instrucciones a sus partidarios. Aguardaba la fecha en que debía instalarse la Convención para, en caso necesario, extremar los arbitrios. Entre los que contemplaba hasta el de su presencia activa en

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las sesiones. De esa posibilidad nació tal vez la propuesta de un diputado de que se le invitara a juntárseles. Por supuesto ella fue sofocada de inmediato por la reacción terminante y admonitiva de Santander, que no quería que sus aspiraciones cayeran derrotadas. Dijo de prisa, desde su asiento, que eso jamás convenía a nadie, porque aquel "hombre es de una personalidad enceguecedora e hipnótica". "Ningún hombre viviente puede ponerse frente a frente con Bolívar". Como se ve, en el empeño desesperado de cerrarle el camino se le escapaba la confesión de su deslumbrado convencimiento de la potencia espiritual de aquel genio incontrastable. El 2 de abril de 1828 comenzó a laborar esa asamblea de Ocaña. Deliberaciones extensas. Antagónicas. Difíciles. Se las suspendía unos días para reiniciarlas con renovado esfuerzo. Ni bolivaristas ni santanderistas deponían sus posiciones. La espera del héroe se fue haciendo larga. La amada distante le compensaba de preocupaciones y melancolías con cartas de toda índole. Aunque semejantes entre sí por la intensidad sentimental y el inconfundible aire de encanto con que las vivificaba. El 3 del indicado mes su destinatario le escribió una muy expresiva, contestando a tres de ellas, y cuyas frases interesan aquí por ser definidoras de las excelencias epistolares de Manuelita, y a la vez por atestiguar la inalterabilidad amorosa de su autor. Le decía: Recibí, mi buena Manuela, tres cartas que me han llenado de mil afectos: cada una tiene su mérito y su gracia particular... Una de tus cartas está muy tierna y me penetra de ternura, la otra me divirtió mucho por tu buen humor y la tercera me satisface de las injurias pasadas y no merecidas. A todo voy a contestar con una palabra más elocuente que tu Eloísa, tu modelo. Me voy para Bogotá. Ya no voy a Venezuela. Tampoco pienso en pasar a Cartagena y probablemente nos veremos muy pronto. ¿Qué tal? ¿no te gusta? Pues, amiga, así soy yo que te ama de toda su alma.

El retorno, que él suponía y deseaba temprano, se fue demorando. Debió quedarse en Bucaramanga casi tres meses. En los que el general Perú de Lacroix se complació en observarle y tratarle de cerca, para ir

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registrando hábitos, reacciones y confidencias del Libertador en su famoso Diario. A más de las referencias que de éste he ido tomando, conviene que recoja en seguida algunas otras de interés. Como las que tienen que ver con sus lecturas de Homero y Voltaire, mientras se hamaqueaba; con su placer en el juego de las cartas y su propensión a irritarse si no acertaba a ganar: ¡carajos!; con su aseo escrupuloso y cuidado personal; con su persistente entrega a los trabajos propios de la nación; con su juicio admirativo, no divulgado por temor a cualquier tergiversación política, sobre Napoleón Bonaparte, cuyas memorias de Santa Elena alababa, e igual que sus facultades de "primer capitán del mundo": de "hombre de Estado", de "filósofo y sabio". Y, por fin, la referencia a las depresiones anímicas que el Libertador no podía disimular, y que eran consecuencia de su desmedro físico, y de sus decepciones y desesperanzas. Esa íntima condición le fue apegando al culto religioso. A su misa cotidiana en la iglesia de la población, próxima a su morada. La verdad fue que el tiempo de los choques dialécticos y del pugilato de las pasiones políticas siguió corriendo en la Convención con resultados nada alentadores para el sector de los bolivaristas. El fracaso de éstos se hizo inminente. El proyecto de constitución que defendían iba a ser desechado en forma terminante. En esas circunstancias no les quedó más alternativa que la muy usual de abandonar la sala y dejar sin quórum a la sesión. De ello dio cuenta a Bolívar el general y diputado Pedro Briceño Méndez el 9 de junio de 1828, escribiéndole de Ocaña a Bucaramanga. Puesto que se había alejado toda esperanza de obtener algo bueno de las reuniones, le decía, sus adeptos no hallaron otro camino que el de salirse de ellas. Y si otro hombre inteligente y leal, Daniel O'Leary, le había aconsejado poco antes -recuérdeselo- que depusiera absolutamente el mando, en esta vez, por el contrario, Briceño se sentía impulsado a requerirle que lo mantuviera con la máxima resolución. Era necesario que se apresurase a elaborar una proclama enérgica y un decreto de asunción de todas las facultades de gobierno para salvar a la república. La

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situación mostraba, en efecto, un semblante amenazador. Al extremo de que este alto oficial pidió a Francisco Montúfar, representante del Chimborazo en la Convención, que se trasladara inmediatamente a Bucaramanga con aquel mensaje y con claros detalles -de acuerdo a lo que le aseguraba al Libertador- "sobre lo que hemos sabido de un proyectado asesinato". Había comenzado pues a urdirse una tentativa cierta de acabar con su vida. Los modos de hacerlo se discutían en los encuentros a puerta cerrada de las tropillas politiqueras de Santander. Ya no desfallecerían en su empeño. Había solamente que elegir el lugar y la hora precisos para ejecutarlo. De ahí la premiosa admonición del general de Bolívar. Que él, desde luego, no vaciló en atendérsela. Pero las preocupaciones de sus colaboradores fueron más allá. Porque algunos hicieron contacto acelerado con autoridades que tenían capacidad de tomar decisiones. Y el resultado compareció casi inmediatamente. En efecto, apenas cuatro días después de la carta de Briceño, esto es el 13 de junio, el Intendente de Cundinamarca reunió una Junta popular que exigió al Libertador el ejércicio del mando supremo, y su pronto regreso a la capital. El acta en que se le entregaban las facultades extraordinarias fue promoviendo la adhesión fácil de asambleas similares, que se convocaron en un buen número de ciudades y villas de Colombia. El héroe, mudado así en dictador, entró en Bogotá el 24 de junio de aquel año. Dos meses después expidió el decreto con el que se revistió formalmente de ese carácter y. suprimió las funciones de vicepresidente de la república. Quedaba Santander fuera de la órbita del gobierno. A cambio de aquella dignidad, y sin duda para tenerlo lejos, le designó embajador en los Estados Unidos. Aceptó su adversario el nombramiento, pero dio largas a la salida del país. Él sabía por qué. Bolívar, que era todo menos desconfiado, no advirtió que estaba arriesgando de ese modo su propia seguridad personal. Los hechos lo demostraron en seguida. El orden en que se presentaron debe naturalmente partir del amoroso reencuentro del héroe y su Manuela. Ella lo recibió en la

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quinta. Pero allí, en verdad, solo se estuvieron pocos días. La virgiliana morada se la reservó para algunos de sus fines de semana, o para determinadas reuniones con amigos y con visitantes de afuera. El Libertador se instaló en el Palacio de San Carlos, sede del gobierno. A su compañera no le dio sitio allí mismo. La tolvanera de contrariedades y de intrigas que apenas había amainado, y la ojeriza que en medio de la común santurronería de la ciudad despertaba aquella conviviente inseparable, que montaba a la jineta y vestía de coronela, le aconsejaron sin duda adoptar esa actitud. Manuelita lo comprendió y le manifestó su pesaroso acuerdo. Surgió así el interés en conseguir una casa apropiada para ella. Pero próxima al Palacio. El afán de algunos de atender de inmediato al jefe supremo de la nación, a quien además profesaban una gratitud consciente, determinó que pronto le fuera entregada una de las mejores residencias del centro urbano. Se la puede ver todavía, por el celo con que se la ha preservado. Es realmente hermosa. En su fachada hay una leyenda, escrita en grandes caracteres, que dice: Casa de Manuelita Sáenz. Está situada en la calle de San Carlos, casi en frente del Palacio. Apenas a sesenta pasos de éste, hacia abajo. O sea en dirección a la plaza mayor, que ahora lleva el nombre de Bolívar. Es una construcción de dos pisos, de encantador estilo colonial. Tiene cubierta de teja, con alero y canal frontero de desagüe. Está signada con el número 618. Actualmente funcionan, en la planta baja, una librería y almacenes de artesanía. La entrada conserva su viejo portón de madera con armellas y candado. En los altos, casi ocupando toda la anchura de la fachada, se extiende un balcón volado con barandillas de hierro. Hay dos o tres balcones más, a sus lados. Igualmente saledizos. Y en el extremo de esta parte frontal, cuando se baja por la calle de San Carlos, se ve aún colgar un farolito de esa época, que alumbraba por las noches con la llama de un mechero. Volteando por fin la esquina, y situándose en la acera lateral de la morada, se observa un pequeño parque, en cuyo centro se yergue la estatua del humanista José Rufino Cuervo. A la que sirve de fondo, unos cuantos metros más allá, la añejísima iglesia de San Ignacio.

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Los interiores de la propiedad, en justa armonía con sus detalles de afuera, debieron de haber placido a su ocupante. Patio espacioso. Tazón de piedra con un surtidor de agua cristalina. Claros corredores en los dos pisos. En el de arriba, pasamanos y barandas de madera, y, naturalmente, las habitaciones. Desde las cuales ella alcanzaba a distinguir las personas que se movían hacia el Palacio. Aunque ni le era necesario ni perdía en eso su tiempo. Pues que aquel se constituyó en el lugar de sus trajines cotidianos. En realidad la medida que adoptaron, de vivir los dos amantes en residencias distintas, no consiguió alejarlos. Aun la separación de lecho fue cosa más bien aparente. Manuelita acudía en las horas del día a desempeñar labores en las salas de gobierno, bajo indicaciones expresas del Libertador, o de acuerdo con lo que se le aconsejaba por los edecanes y más personal de confianza. Tenía el tino suficiente para no excederse en sus atribuciones. Pese a las relaciones íntimas, propias de la condición marital que mantenía, la joven seguía guardando un delicado respeto a la grandeza del Libertador. El tú de éste y el usted de aquella jamás desaparecieron de su trato. La frecuentación nocturna a la alcoba del Palacio no había por cierto venido a menos. Manuelita subía en el momento convenido por la breve cuesta adoquinada que se extendía desde su morada hasta allí. A veces vistiendo elegantes abrigos. A veces, sus capas de coronela. Las visitas se prolongaban entre atenciones al amado, conversaciones y lecturas. O no terminaban sino cuando clareaba la mañana siguiente. Es decir, después de haber convertido la cama de su general en campo ardiente de gozosas batallas corporales. Los guardias del Palacio estaban ya acostumbrados a someterse, con docilidad afable y callada, a todos los horarios de sus entradas y salidas. Pero esa asiduidad de la incomparable e insustituible compañera no solo alivió a Bolívar de sus desazones secretas, que se iban multiplicando, sino que además le resultó decisiva para conservar su propia existencia.

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CAPÍTULO XXV En Bogotá salva a su amado La frecuentación de Manuela Sáenz al Palacio de Gobierno fue pues útil al Libertador en grado inimaginable. No en otro lugar que en sus salas recibió ella visitas que, en efecto, le sirvieron para enterarse a tiempo de los avances del complot de los antibolivaristas. Con buen sentido se ponía a examinar suposiciones, advertencias, confesiones no del todo precisas sobre ciertas reuniones clandestinas y comentarios que de éstas se escapaban, y aun sospechas de que se estaban dando pasos concretos para cometer en breve plazo el magnicidio. Y desde luego, ya a solas con el héroe, le hablaba con alarma e impaciencia de las delaciones que le habían llegado así, oficiosamente. Él se mostraba siempre renuente a reconocerles valor. Acaso hasta hubo veces en que se molestó al defender su incredulidad. Porque tales denuncias no pasaban de ser, para él, sino intrigas vulgares de gente aprovechadora y falsaria. Y, claro, en alguna ocasión esta actitud impertérrita llegó a exasperar también a su vehemente protectora. A eso tuvo que deberse necesariamente el que ella tomara por su cuenta, ocultándosela a Bolívar y a todos, la decisión de sacarlo a tiempo, pero de manera bochornosa, de una fiesta en que iba a caer asesinado. Sin el temple que reveló entonces, como en circunstancias anteriores de naturaleza distinta, los homicidas no hubieran visto

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frustrarse su intento. El general asistió a un baile de mucha solemnidad que se ofrecía en su honor en el teatro del Coliseo el 10 de agosto de 1828. El ambiente bastante escogido, la condición social de los invitados, las atenciones respetuosas con que le lisonjeaba el grupo de los anfitriones (que simulaban ser adherentes al carácter supremo de su autoridad), le mantuvieron en verdad desprevenido del golpe mortal que se le había preparado, y que estaba pronto a consumarse. Manuelita se hallaba resuelta a presentarse allí, venciéndolo todo, antes de la hora convenida por los conjurados y los verdugos, y cuyos datos los conoció en el Palacio, a través de uno de los soplones del grupo. Y en efecto así procedió. Llegó a la puerta del edificio vistiendo un traje miserable y medio desgarrado, como de hambrona de la calle. Traía el cabello en total desorden. Algunos mechones tapaban la parte superior de su rostro pintarrajeado. Se volvía pues arduo identificarla. Los guardias le cerraron el paso. Y con ahínco mayor un par de comisionados de los organizadores del macabro festejo. Pero ella les hizo notar quién era. Quiso convencerles de que acudió a la invitación disfrazada para dar un toque de buen humor a la reunión. Hubo vacilaciones, y hasta resistencia en los dos civiles, que la dama desbarató con ademanes imperativos y su habitual desenfreno. Se le vio entrar así, intempestivamente, en el gran salón. Creó de pronto la imagen de una mujer infeliz, histérica y borracha. Mas cuando dejó escuchar el timbre de su voz diciendo entre gesticulaciones y movimientos aparentemente cómicos y aspaventeros que había ido a recuperar a su compañero, Bolívar fue el primero en reconocerla. Hubo algunos que también pronunciaron, sorprendidos, el nombre de ella. El héroe caminó precipitadamente hacia ese endriago totalmente identificado ya, y le exigió abandonar de inmediato el lugar. Se le advertía bastante irritado. Y a la vez confundido. Era que se sentía, pese a la firme conciencia de su propia grandeza, como si alguien muy cercano a él hubiera querido humillarlo públicamente. Lo peor fue la testarudez de Manuelita, que así transformada se negaba a salir de allí sin la compañía del Libertador. En esos aprietos él no encontró otra alternativa que la de marcharse enseguida, expresando apenas a su

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invitante principal una palabra de cortesía. Los edecanes se fueron atrás con la misma prisa. La hábil protagonista del episodio hizo lo mismo, pero caminó sola hacia su casa. Llevaba dentro de sí, desde luego, la certidumbre de haber evitado el crimen. Y eso realmente era así, porque su coraje y su ingenio fueron capaces de impedir que las puñaladas previstas para la medianoche sacrificaran al grande hombre. Los detalles del atentado, aunque explicablemente imprecisos, fueron transmitidos poco después por individuos que quizá se arrepintieron de haberse mezclado en su organización. El héroe, al fin convencido de la índole de las cosas, no demoró en escribir a su amada una nota de invitación al Palacio. Estaba con la vehemencia de ofrecerle sus excusas y su reconocimiento cariñoso. Por desgracia el odio de los conjurados no terminó con ese fracaso. Pues que estaban resueltos a cometer el crimen para entregar el poder a su inspirador y líder, siempre oculto en la penumbra de los disimulos. Pero tampoco iba Manuela a cejar en los empeños de guardiana de su general. Por eso lo de la noche del 10 de agosto de 1828 vino a trocarse en el preludio de otra hazaña mucho mayor con que preservó la existencia de él. Solo debieron transcurrir poquísimas semanas para que en efecto afrontara ese nuevo desafío. El que resultó tan memorable, que por lo común se lo halla descrito en las evocaciones de la época heroica del continente. El biógrafo, por supuesto, necesita desdeñar el sinnúmero de escorias engañosas de las páginas de segunda mano, para dar con la joya de los rigurosamente auténtico. Esto es, con el testimonio de real valor histórico. Además, ha de usar el difícil tacto de eliminar la fronda del detalle de poca significación, en busca de lo sustantivo. Creyéndolo así, se pretende reconstruir aquel ingente episodio en las líneas que siguen, fundadas en palabras de testigos y en la confesión epistolar de la propia heroína.

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Luis Vargas Tejada, Diario de Bucaramanga, en el tomo V del Resumen de la Historia de Venezuela por Rafael María Baralt.

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La determinación de llevar el afán conspirativo hasta los extremos de eliminar a Bolívar la asumieron el 29 de agosto de 1828 Florentino González, Juan Azuero, Agustín Horment, Wenceslao Zulaibar y Benito Santamaría. Era esa precisamente la fecha en que aquel expidió un decreto supremo organizando su gobierno. Tres propósitos aparecían como cardinales: desconocer su autoridad, entregar el mando a Santander, por su condición de vicepresidente (que de veras ya no la tenía), y declarar vigente la constitución política de 1811. Los pasos iniciales consistieron en crear un consejo revolucionario de siete personas, resueltas a destruir la dictadura o perecer, y en multiplicar los adeptos a su causa mediante juntas secretas, presididas por cada uno de tales consejeros. El 4 de setiembre llamaron a unírseles a un venezolano de antecedentes criminosos: el comandante Pedro Carujo. Bien mirado lo que este maleante era, se podría ahora decir que merecía que le cambiaran ese nombre con el de Don Carajo: seguramente más apropiado. Constituido el clan directivo, este celebró su primera reunión el 15 del aludido mes, con veinte personas más. Fue en casa de Luis Vargas Tejada, un poeta de temperamento inflamado, que echaba chispas cuando hablaba de sus rivales. Se había apresurado a escribir una estrofa con la que recibirles, y que encerraba una incitación a acabar con la vida de Bolívar. Es esta: Si a BOLÍVAR la letra con que empieza y aquella con que acaba le quitamos, OLIVA, de paz símbolo, hallamos. Esto quiere decir que la cabeza del tirano, y los pies, cortar debemos si una perfecta paz apetecemos.46 Esta sextina entusiasmó a los asistentes. Pronto circuló de boca en boca, entre un buen número de asociados. El proselitismo táctico había ido surtiendo efecto. Ya se contaban más de doscientas personas en las sociedades comprometidas. Florentino González, cuya acción se

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debía principalmente a resentimientos íntimos que desde antiguo profesaba al Libertador, se prestó para hablar con Francisco de Paula Santander. Pues que se necesitaba su aprobación de los puntos del plan sedicioso. Especialmente de aquel de suceder al "tirano", a quien se iba a sacarle de su jefatura mediante prisión o muerte. Su respuesta fue de estudiada esquivez. La que exactamente correspondía a un político ladino, y codicioso. Se expresó condenando "los crímenes" de Bolívar contra Colombia, y responsabilizándole de haber destruido la libertad. Aconsejó formar sociedades republicanas que no afrontaran "los azares de un movimiento a mano armada", porque era "prematuro" confiar en el convencimiento del pueblo sobre "los pérfidos designios del general Bolívar". Y pidió esperar que él -Santander- se ausentara del país para que nadie creyera que "la revolución era obra de sus intrigas". Se ve que entreabría así la puerta al golpe mortal sin dar su propio bulto. Pues temía la reacción de los militares y del sector civil que respaldaba a la autoridad bolivariana. Además, se descubre que no quería correr riesgos personales ni públicos, y garantizar a la vez su opción al ejercicio del poder. Pero González y los demás complotados consideraron necesario seguir adelante sin dilaciones, que ocasionaran sospechas y consecuencias fatales. A tal punto que estuvieron a un paso de asesinar a Bolívar en la noche del 20, en el pueblo de Soacha. Muy cerca de Bogotá. Puesto que andaban vigilándole, se habían dado cuenta de que se dirigió a ese lugar "sin más acompañamiento que un ayudante y un amigo suyo". Cabe aclarar que les fue obligado detener su acto homicida en la hora casi precisa de cometerlo, no porque les parecieran adversas las circunstancias, sino porque Santander les mandó decir que había que pensar en las consecuencias anarquizantes de ese derramamiento de sangre. Que convenía aguardar un clima político más propicio para ello. Desde luego, él como cómplice de lo que se fraguaba se mantenía siempre callado frente al gobierno. Hermética y siniestramente callado. No se produjo pues el crimen en Soacha. Pero tampoco quedó

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eliminada su posibilidad. Esto significa que solo se lo aplazó. Y, efectivamente, se debe recordar que aun se resolvió acelerar las diligencias para realizarlo. Pronto hubo muchos otros civiles dentro de la confabulación, y también militares independientes. Por eso, lo que luego se precipitó no fue sino una derivación lógica de todo ello: la adhesión subrepticia, pero irrenunciable, del comandante y los oficiales de la brigada de artillería. El movimiento de exterminio del Libertador se vio entonces suficientemente armado y preparado. Nada había que esperar. Apenas si estaba pendiente la fijación de la fecha, que debía ser inminente. Y lo fue. A las cinco y media de la tarde del 25 de setiembre, el jefe del estado mayor -que era de los suyos- les comunicó haber recibido orden de procesar a un capitán a quien alguien le escuchó la noticia de que estaba a punto de reventar la revolución. Se agudizó de ese modo la impaciencia de los conjurados. Advirtieron que la demora significaba delación y cárcel o muerte. Una hora y media más tarde comenzaron a congregarse en la casa del poeta Luis Vargas Tejada. Eran muchos. Llegaban a ciento cincuenta. A las diez y media de la noche se les dio orden de encaminarse rápida y discretamente al cuartel de artillería. Los jefes de éste los esperaban para entregarles las armas necesarias. Pero, como ocurre en una infinidad de veces, como ocurre siempre, la casi totalidad de ellos fueron a meterse en sus casas. Ya llegaría el instante de presentarse, sin sobresaltos ni peligros, a reclamar los frutos inmerecidos de la victoria. Era por demás reveladora semejante actitud. Solo cinco llegaron al cuartel. Todos los otros no pasaban de ser -digámoslo con el calificativo que les corresponde: unos maricones. Fueron por eso los artilleros, y en el mismo número de los desertores, los que salieron a las calles de Bogotá, para respaldar a los pocos dirigentes civiles que se quedaron a conducir el levantamiento. Se adoptó una primera decisión: tomar el Palacio de Gobierno y sorprender allí al Libertador para victimarlo. Sonaban en ese instante las campanadas de las doce de la noche. Agustín Horment comandaba a diez ciudadanos. El coronel de los Carajos -bautizado como Pedro Carujo

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daba órdenes a dieciséis soldados. Avanzaron todos ellos hasta las puertas del edificio oficial. Sorprendieron a la guardia. Tres centinelas murieron a manos de Horment. El coronel -ni para qué nombrarlo nuevamente- y sus individuos de tropa desarmaron al personal de Bolívar, de más de treinta hombres, y se situaron al frente del Palacio. Los elementos civiles, armados también de fusiles, pistolas y puñales, marcharon resueltamente por los interiores, profiriendo gritos y rompiendo puertas. Al subteniente Andrés Ibarra, que fue el primero en aparecer, empuñado de su espada, le rompieron la mano de un golpe violento. Se precipitaron en seguida hacia el dormitorio del Libertador, seguros de arrancarle la vida. La habitación estaba cerrada. Entre empujones, patadas y disparos vencieron la entrada. El héroe no se hallaba ya ahí. Les recibió una mujer con gesto de la máxima impavidez. No apartaba de ellos su mirada de firmeza y desafío. Así lo han declarado después los mismos atacantes. Esa era Manuelita Sáenz. A las preguntas bruscas, desaforadas, con que la acosaban, ella respondía en forma rotunda que el General estaba en alguna otra parte del edificio, sesionando. Los agresores dudaban. De pronto, al advertir que la ventana se mantenía abierta, sintieron la natural sospecha de que había huido. Pero la quiteña se inventaba razones para defenderse de la presión inquisidora. Su intención sagaz era la de retenerlos un buen tiempo. Aunque con eso seguía exponiendo su propia existencia. Lo sabía bien al verlos descontrolados y maldicientes por la exasperación que les poseía. Los de afuera, que atribuían la demora a los actos de la segura consumación del homicidio, se llenaron de anticipada satisfacción. Y coincidiendo todos en ese convencimiento se pusieron a felicitarse entre sí, y luego a dar gritos descomunales de "¡viva la libertad!", "¡ha muerto el tirano!". Los de adentro en cambio imaginaron que sus compañeros, al mando del inefable matasiete señor coronel Carujo, habían aprehendido y asesinado al Libertador, justamente cuando pretendía escapar.

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El alboroto, por cierto, no se quedó reducido a los límites del sitio en el que se alzaba el Palacio. Porque en ese momento se producía también, según lo habían acordado, el asalto de los artilleros al batallón "Vargas", fiel a las autoridades. Largo fue el tiroteo, que se fue extendiendo además a otras partes de la ciudad, por la dispersión, siempre con fuego enconado; de las tropas de la artillería. Los soldados del "Vargas" intercambiaron también disparos con los asaltantes del Palacio. El levantamiento no alcanzó a ser dominado sino a las dos de la mañana. Los pobladores fueron estremecidos por el pánico. Se encerraron lo mejor que pudieron en sus propias casas. Bolívar, tras la fuga desde la habitación, que fue concebida y apoyada por la intrépida Manuela, permaneció en un penoso ocultamiento basta el instante de presentarse a recibir los honores de victoria de las fuerzas leales. Hubo testigos de oídas del lance heroico de su Manuelita para salvarle la vida, mediante sus decisiones inteligentes y rápidas. Sobre todo, la de arriesgarse ella personalmente para detener a los asesinos. Uno de aquellos testigos ha asegurado que se la atropelló rudamente al romper la puerta de la habitación, con puntas de puñales y puntapiés, mientras ella se defendía tratándoles de criminales, y cobardes. Y, finalmente, que él mismo comprobó que durante largo tiempo no se le desapareció una lastimadura que los agresores le habían dejado en la frente. Pero el mejor documento, por lo espontáneo y fidedigno, es el de la propia protagonista de ese episodio memorable. Lo escribió por solicitación epistolar del edecán O'Leary, en Paita, veintidós años después del atentado. No hay en sus líneas ni sombra de alardes de vanidad y fanfarronería que, por lo vulgares, hubieran venido a resultar profundamente ajenos a la legitimidad de su, grandeza personal. Se podría hasta asegurar que las fue trazando a la pata la llana, como que no quería que los cuidados formales o los, retoques desfiguraran el carácter puro y cristalino de su confesión. Por lo mismo aquí conviene hacer, sin glosas ni anotaciones perturbadoras, una escrupulosa trascripción de sus partes principales:

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Me pide usted le diga lo que presencié el 25 de setiembre del año 28 en la casa del Gobierno Bogotano. A más quiero decirle lo que ocurrió días antes. Una noche estando yo en dicha casa me llamó una criada mía diciéndome que una señora con suma precisión me llamaba en la puerta de la calle, salí dejando al Libertador en cama algo resfriado Esta señora que me llamaba me dijo que tenía que hacerme ciertas revelaciones nacidas de afecto al Libertador pero que en recompensa exigía que no sonase su nombre, yo la hice entrar, la dejé en el comedor y le indiqué al general. Él me dijo que estando enfermo no podía salir a recibirla, no podía hacerla entrar a su cama, y que yo la oyese y que a más ella no era la que proponía. Le di a la señora estas disculpas, la señora me dijo entonces que había una conspiración, nada menos que contra su vida, que habían muchas tentativas, y que solo la dilataban hasta encontrar, un tiro certero…". "Que el jefe de esta maquinación era el general Santander, aunque no asistía a las reuniones, y solo sabía el estado de cosas por sus agentes. . .". "Que el general Córdoba sabía algo pero no el todo, pues sus amigos lo iban reduciendo poco a poco... "El Libertador apenas oyó nombrar al general Córdoba se exaltó, llamó al Edecán de servicio y le, dijo: "Ferguson vaya usted a oír a esa Señora". Este volvió diciéndole lo que yo le había dicho, y con más precisión que yo; el general dijo "dígale usted a esa mujer que se vaya, y que es una infamia el tomar el nombre de un general valiente como el general Córdoba". "El 25 a las 6 me mandó llamar el Libertador. Contesté que estaba con dolor a la cara, repitió otro recado diciendo que mi enfermedad era menos grave que la suya y que fuese a verlo; como las calles estaban mojadas me puse sobre mis zapatos zapato doble (estos le sirvieron en la huida porque las botas las habían sacado para limpiar). Cuando entré estaba en baño tibio, me dijo que iba a haber una revolución, le dije: "pueden haber no solo una hasta diez, pues usted da muy buena acogida a los avisos". "No tengas cuidado, me dijo, ya no habrá nada". Me hizo que le leyera durante el baño, de que se acostó se durmió profundamente sin más precaución que su espada y pistolas. Sin más guardia que la de costumbre... "Serían las 12 de la noche cuando latieron mucho dos perros del Libertador y a más se oyó algún ruido extraño que debe haber sido al chocar con los centinelas pero sin armas de fuego por evitar ruidos. Desperté al Libertador, y lo primero que hizo fue tomar su espada

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y una pistola y tratar de abrir la puerta; lo contuve y le hice vestir, lo que verificó con mucha serenidad y prontitud. Me dijo: bravo, vaya pues ya estoy vestido, y ahora ¿qué hacemos? hacernos fuertes. Volvió a querer abrir la puerta y lo detuve. Entonces se me ocurrió lo que le había oído al mismo General un día. ¿Usted no le dijo a don Pepe Paris que esta ventana era muy buena para un lance de estos? Dices bien, me dijo, y fue a la ventana; yo impedí el que se botase porque pasaban gentes y lo verificó cuando no hubo gente y porque ya estaban forzando la puerta. Yo fui a encontrarme con ellos, y darle tiempo que se vaya, pero no tuve tiempo para verlo saltar ni para cerrar la ventana. De que me vieron me agarraron y me preguntaron "dónde está Bolívar". Les dije que en el Consejo, que fue lo primero que se me ocurrió; registraron la pieza con tenacidad, pasaron a la segunda y viendo la ventana abierta, exclamaban: huyó se ha salvado. Yo les decía: no señores, no ha huido está en el Consejo, -y ¿por qué está abierta la ventana?- Yo la acabo de abrir porque deseaba saber que ruido había; unos me creían y otros no. Pasaron al otro cuarto, tocaron la cama caliente y más se desconsolaron por más que yo les decía que yo estaba acostada esperando que saliese del Consejo para darle un baño. Me llevaban a que les enseñe el Consejo…" "yo les dije que sabía que había esa reunión que la llamaban Consejo, a las que asistía todas las noches el Libertador, pero que yo no conocía el lugar. Con esto se enfadaron mucho y me llevan con ellos hasta que encontré a Ibarra herido, y él de que me vio me dijo ¿con que han muerto al Libertador?" No, Ibarra, el Libertador vive". Conozco que ambos estuvimos imprudentes; me puse a vendarlo con un pañuelo de mi cara; entonces Sulaibar me tomó por la mano a hacerme nuevas preguntas, no adelantando nada me condujeron a las piezas de donde me habían sacado y yo me lleve al herido y lo puse en la cama del general; dejaron centinelas en las puertas y ventanas y se fueron al oír pasos de bota errada; me asomé a la ventana y pasaba el coronel Ferguson que venía a carrera de la casa donde estaba curándose de la garganta; me vio con la luna que era mucha, me preguntó por el Libertador y yo le dije que no sabía de él, ni podía decirle más por los centinelas, pero le previne que no entrara, que lo matarían; me dijo que moriría llenando su deber; a poco oí un tiro ese fue el pistoletazo que le tiró Carujo y a más un sablazo en el fin de la frente y el cráneo a poco se oyeron unas voces en la

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calle y los centinelas se fueron, y yo tras ellos a ver al doctor Mur para Andresito. El doctor salía de su cuarto y lo iban a tirar pero su asistente dijo: no maten al doctor, y ellos dijeron no hay que matar sacerdotes. Fui a llamar al cuarto de don Fernando Bolívar que estaba enfermo, lo saqué y lo llevé a la calle a meter el cuerpo de Ferguson, pues lo creía yo vivo; lo pusimos en el cuarto de José (Palacios) (que estaba de gravedad enfermo, si no muere porque él se habría puesto al peligro), subí arriba a ver a los demás cuando llegaron los generales Urdaneta, Herrán, el coronel Martel y otros a preguntar por el General…'' "... por no ver curar a Ibarra me fui hasta la plaza y ahí encontré al Libertador, a caballo, hablando con Santander y Padilla, entre mucha tropa que vivaba al Libertador. Cuando regresó a la casa me dijo: "Tú eres la Libertadora del Libertador". "Se cambió ropa y quiso dormir algo pero no pudo porque cada rato me preguntaba algo sobre lo ocurrido y decía no me digas más; yo callaba, volvía a preguntar, y en esta alternativa amaneció. Yo tenía una gran fiebre, y no sé mas que por lo que me han contado". "Lo que sí no podré dejar en silencio fue que el Consejo había sentenciado a muerte a todo el que entró en Palacio y así es que aceptó Sulaibar, Horman y Asuerito que confesaron con valor como héroes de esa conspiración, los demás todos negaron y por eso dispusieron presentármelos a mí a que yo diga si los había visto; por esto el Libertador se puso furioso. "Esta señora, dijo, jamás será el instrumento de muerte ni la delatora de desgraciados". Dije también que don Florentino González me había salvado mi vida diciendo no hay que matar mujeres pero no fue él el que lo dijo sino Horman al tiempo de entrar que hicieron un tiro. Entraron con puñal en mano, y con un cuero guarnecido de pistolas al pecho, puñal traían todos, pistolas también pero más creo que tenían. Sulaibar y Horman entraron con farol grande, con algunos artilleros de los reemplazos del Perú. Estos señores no entraron tan serenos pues no repararon ni en una pistola que yo puse sobre una cómoda ni en la espada que estaba arrimada, a más en el sofá del cuarto había una fuerza de pliegos cerrados y no los vieron. Cuando ya se fueron los escondí debajo la estera.- El

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General Daniel Florencio O'Leary, Op. cit., volumen III, capítulo de la Conjuración de 25 de Setiembre, pp. 333-338

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Libertador se fue con una pistola y con el sable que no sé quién le había regalado de Europa, al tiempo que cayó pasaba su repostero y lo acompañó. El general se quedó en el río y lo mandó a éste a saber cómo andaban los cuarteles; con el aviso salió y fue para el de "Vargas". "No se puede decir más que la Providencia salvó al Libertador, pues nunca estuvo más solo. "Paita, a 10 de agosto de 1850. Manuela Sáenz".47

La reflexión final de Manuelita tiene que ser completada afirmando que ella fue precisamente el agente único de esa determinación providencial de impedir la muerte de Bolívar. Seguramente hubo expresiones efusivas de gratitud que salieron del pecho de él en ese trance de los más oscuros de su existencia, y que la gran quiteña calla en gesto de superior modestia. Porque nada puede compararse a la generosidad de exponer la vida propia para salvar la ajena. Eso más deberían aprender a valorar los que han regateado el reconocimiento de honor que dio aquella mujer a su país y al resto de la América bolivariana. El que no la asesinaran entonces fue un golpe de fortuna. Pudo haber encontrado el trágico desenlace de aquel noble coronel Ferguson que corrió hacia la muerte para cumplir su deber de edecán del Libertador. Ni dos minutos pasaron desde la advertencia de peligro que le hizo Manuelita, entre los centinelas de la habitación, hasta que recibió la bala mortal del crudo coronel Pedro Requetecarujo. Cuando se visita en estos días el Palacio de Gobierno se logra concebir mejor algunas imágenes de la historiada noche setembrina. El frente del edificio mira a la calle de San Carlos, o Calle Real, según la denominación de otros años. Como se dijo ya, se halla muy cerca de la plaza principal, y a pocos pasos de la casa que ocupó la célebre "forastera". Actualmente funciona ahí la Cancillería. A la derecha del vestíbulo, cuando se entra, las primeras piezas, comunicadas por puerta interior de una sola hoja de madera espesa, corresponden a la espaciosa antecámara y el dormitorio de Bolívar. Aquella puerta es la que defendió su amante para permitirle la fuga. El arreglo de las dos salas revela que los que en nuestros días se ocuparon de ello han tenido

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un gustoso sentido de acercamiento al pasado. Desde luego muchos de los objetos presentes estuvieron realmente en los sitios de otrora, o pertenecieron al general y su bella coronela. Queriéndolo ó no, los mantenedores crearon la impresión de que los ambientes del Libertador estuvieron casi siempre invadidos por la figura magnética de Manuela. De las cosas que hoy se ven allí atraen su silla de montar, forrada de terciopelo carmesí y provista de guardapolvos de cuero en los costados; su tocador con un cristal fidelísimo -como para no traicionar los encantos de quien lo poseía-; un sillón de Bolívar, de asiento algo cóncavo de vaqueta, que también lo usaba su compañera cuando leía para los dos en horas tempranas de la noche, junto a la cama. Precisamente en ese rincón del segundo aposento, a un lado del lecho, está la ventana que le señaló Manuelita, apresurada, para incitarlo a que huyera de sus verdugos. Se trata propiamente de un balcón de doble cristalera de vidrios pequeños, con un barandal de hierro menos que mediano. De éste al piso hay una altura de dos metros cincuenta centímetros, aproximadamente. Por ahí se descolgó el héroe, o dio un salto felino. Las botas de lluvia de su compañera, que él se las había ya calzado, amortiguaron todo ruido. Los persecutores no alcanzaban a verlo desde el sitio en que se encontraban. Cayó pues sobre la carrera Sexta, llamada también calle de San Felipe, y por ella corrió con su casual colaborador, el repostero aludido por Manuelita, la distancia probable de unas seis esquinas. Esto es, hasta llegar al riachuelo de San Agustín, bajo cuyo puente, y con las piernas metidas en el agua se refugió durante casi dos horas. Actualmente han desaparecido el puente y su arroyo. Para ser buscado por oficiales del batallón "Vargas", y luego llevado entre exclamaciones de triunfo -que él apagó ahincadamente-, sirvió el providencial enlace de su repostero. Los demás detalles están expuestos en la invaluable carta testimonial de Manuela Sáenz, que he acabado de reproducir.

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Ciertamente, Simón Bolívar salió vivo del atentado. Pero no ileso, ni en lo físico ni en lo moral. Escapar bajo el frío cortante de la medianoche bogotana, y soportar durante dos horas las dentelladas del agua montañera del riacho de San Agustín, agravaron las mortificaciones de la tuberculosis que padecía y que iban agotándole la existencia. E igualmente, con la misma funesta eficacia, aquellas manifestaciones del odio político alcanzaron a ocasionar la ruina deplorable de su ánimo. Sentía que los estragos de la afrenta sufrida eran la más absurda respuesta a los servicios con que colmó a los pueblos que libertó, organizó e impulsó hacia el desarrollo. Los sacrificios de toda índole experimentados sin descanso en los tantos años de sus campañas y de su acción civilizadora, se le desconocían pues de golpe. Y en actitud adversaria a toda razón, esto es en vez de pagárselos, se los habían querido cobrar al precio de su propia sangre. Estaba en verdad herido por la enfermedad y el peor de los desengaños. El médico le aconsejó instalarse nuevamente en la quinta de las lomas. Hacia allá se fue en efecto con su Manuelita. Aunque era difícil que recuperara la salud y la paz perdidas. Tenía, además, que soportar la etapa amarga, que él y ella se afanaban piadosamente en evitar, de los juicios a los responsables de los crímenes. Hubo catorce fusilamientos. Pudo haber habido muchos más. El general Francisco de Paula Santander, que parecía que debía correr la misma suerte, sufrió degradación y destierro. El país ya no era para el Libertador lo que fue antes. Quizá tampoco lo eran los otros nacidos de su espada, con inclusión de Venezuela. Era natural, entonces, que le poseyeran dudas sobre la consistencia de su obra, y sobre su gloria misma. Le atormentaba la sensación de que el resto de su existencia, ya exiguo, era algo que le había quedado sobrando, por lo inútil. Su compañera estaba también desalentada. Pero buscaba motivos de esperanza y de futuros denuedos para conjurar aquel aire de desfallecimientos. 48

Cornelio Hispano, Historia secreta de Bolívar, capítulo 'Las amadas de Bolívar".

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Aspiración sin duda inútil. Pues, pese a su afán, persistía realmente el carácter desconsolador de las últimas circunstancias cuando visitó a Bolívar, allí en la quinta, el diplomático Le Moyne. Lo atestiguan bien estas líneas suyas: Llegamos a la quinta y nos recibió doña Manuela Sáenz. Nos dijo que aun cuando el héroe estaba muy enfermo y, además, se había purgado esa mañana, anunciaría nuestra visita. Pocos momentos después apareció un hombre de cara muy larga y amarilla, de apariencia mezquina, con un gorro de algodón, envuelto en su bata, con sus piernas nadando en un ancho pantalón de franela. A las primeras palabras que le dirigimos respecto de su salud: "¡Ay! -nos respondió, señalándonos sus brazos enflaquecidos-, no son las leyes de la naturaleza las que me han puesto en este estado, sino las penas que me roen el corazón. Mis conciudadanos, que no pudieron matarme a puñaladas, tratan ahora de asesinarme moralmente con sus ingratitudes y calumnias. Cuando yo deje de existir, esos demagogos se devoraran entre sí, como lo hacen los lobos, y el edificio que construí con esfuerzos sobrehumanos se desmoronará entre el fango de las revoluciones.48

El visionario columbraba pues, mentalmente, un horizonte de funestidades bastante real. Sin embargo, en lo hondo de sí mismo, seguía aún percibiendo fuerzas que acaso se resistían a renunciar a otros fulgores. A otras hazañas. Porque de veras él era como el ave del mito, que sabría levantarse una vez más de las propias cenizas en que acababan de contemplarlo.

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CAPÍTULO XXVI Muerte de Bolívar y ofensas a Manuela Cuesta en verdad admitir que un hombre en la condición de enfermedad, quebrantamiento físico y despechos radicales, como era la que Bolívar soportaba a finales del año veintiocho, pudiera todavía acometer esfuerzos agobiadores, que ni en posesión de una energía completa se atrevería el ser común a ejecutar. Y se hace igualmente difícil suponer que el hacedor de un mundo políticamente libre, un demiurgo inapaciguable, que había probado capacidad y esfuerzos tremendos en dicha creación, lograra sobreponerse al desconsuelo mortal de ver su obra amenazada por el torbellino de ambiciones disgregadoras y anarquizantes de un grupo de enemigos, y tuviera aún voluntad para defenderla tenazmente con ideas y acciones. La gente que le acompañaba en su quinta bogotana, o que se acercaba a visitarle, y las personas que de oídas conocían el estado corporal y anímico del General, estaban convencidas de que él apuraba ya -en reservada melancolía- los últimos momentos de su existencia. Y de que seguramente toda su grandeza -vehemencias superiores de combatiente, de ideólogo, de organizador, de conductor republicanose le iba convirtiendo en pasado individual irremediable. Muchos estaban pendientes de su extinción. Unos la adivinaban con desazón íntima. Otros la miraban con indefinible expectación, como si les

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tentara el nudo de sorpresas que parece acompañar a las mutaciones del poder. Y otros, los que abominaban de la grandeza de Bolívar y de su omnipresencia deslumbradora, la deseaban con ansia. O casi con las fatigas intolerables de una espera que seguía prolongándose. Pero si las sospechas y los presagios tendían a resultar ineluctablemente verdaderos, por la evidente proximidad de la declinación vital del héroe, no dejaba de haber, por otro lado, fallas de agudeza intuitiva y de inteligencia en esa obstinación de creerlo hundido al fin en la fatalidad de un vencimiento definitivo. Pues que eso todavía no era cierto. Claro que el semblante de las cosas había cambiado en la quinta. Parecía que el General había perdido algo del ritmo impaciente que caracterizaba a su estilo de obrar. Tomaba además precauciones, insólitas antes, para que no empeorara su salud. Se cuidaba de los vientos fríos que bajaban a la casa desde las montañas. Renegaba de su malestar y de sus toses, especialmente en las amanecidas. Por otra parte, combatía con alguna frecuencia su deficiente función intestinal. Se le notaba que había contraído el hábito de hablar un poco de lado, para que no se le percibiera el mal aliento. Y quién sabe si también por el escrúpulo que pudo nacerle de su afección pulmonar. Aunque no se le advertía una preocupación obsesiva por los avances y los letales riesgos de ella. Pero en lo que su interés no había cedido un punto era en el arreglo personal ni en el uso, acaso hasta exagerado, de lociones tras el baño de cada día. En cuanto al consabido acoso carnal a su compañera, éste debió de haber venido a menos, como secuela de todo lo que se hallaba padeciendo. Naturalmente, Manuelita, pese a la potencia voluptuosa de sus seductores treinta y tres años, y a "su voz afónica que seguía siendo buena para las penumbras del amor", según la poética insinuación de Gabriel García Márquez, procuró en forma callada resignarse a esa obligada moderación en los retozos íntimos de alcoba. Su convivencia con Bolívar tuvo que en ese tiempo demandarle atenciones adicionales, de carácter diferente. Y aun, por pedido de él, una dedicación particular a ciertos asuntos públicos. Sobre todo, a los que se derivaron del fallido asesinato septembrino. Un hecho delicado

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lo demuestra: el cumplimiento del destierro que se impuso, por decreto del Libertador, al ladino y atroz "hombre de las leyes": Francisco de Paula Santander. A Manuelita se le confió la vigencia de su correcta ejecución. Conviene que se conozcan algunos fragmentos del informe que le envió Genaro Bontebrun el 19 de noviembre de 1828, desde la población de Guaduas. Mientras aquel hacía camino, con el prisionero, al Castillo de Bocachica. Ayer, tarde, a las cinco y media de ella -le dice- llegué a esta, solo con la novedad de traer al hombre algo enfermo. El portador de este, que es el comandante Sornoza, entregará a usted un pliego que tal vez podrá ser interesante. Puedo asegurar a usted que él (Santander) va muy abatido; no quiere ver a nadie y dice que nunca volverá a Colombia. Yo procuro tratarle lo mejor que puedo para inspirarle confianza. Mañana seguiremos a Honda, y pasado mañana nos embarcamos; llevo un diario exacto de cuanto me sucede, y apunto todo lo que le oigo decir; le suplico tenga la bondad de recomendarme a la memoria de mi adorado Libertador. P.D. ... hace una hora que el hombre se ha acostado con calentura, y le he hecho tomar una taza de amapola.

Es sabido que en el Castillo se le tuvo al desterrado algo como siete meses, y que después se le permitió navegar hacia Europa. Y lo es también la impresión de resentimiento inextirpable que mantuvo hacia la heroína quiteña. Aguardó por eso la hora de una revancha de naturaleza similar. Que se la evocará en su justa ocasión. El Libertador, lastimado y todo por las afrentas sufridas, no quería renunciar todavía al uso pleno de sus atribuciones, ni desentenderse del destino de sus naciones, apellidadas ahora bolivarianas. La aspiración de tenerlas congregadas en una sola familia para los empeños y las esperanzas comunes, sin abdicación de la estructura de autonomía de cada una de ellas, seguía en pie. Desde su centro bogotano de gobierno se afanaba en irradiar los principios legales de aquella intención solidaria. Pero cada vez se resistía más al candor de creer que las circunstancias la volvían real, o de algún modo hacedera. El sentimiento caudillista de los militares que le

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acompañaron en sus campañas, y a quienes dio la oportunidad de conducir a los países emancipados, forcejeaba por alcanzar una concentración de mandos personales absolutos, y ponía a crujir la unidad buscada por el héroe. Páez en Venezuela, Flores en el Ecuador, La Mar en el Perú, y desde luego los santanderistas en Colombia, daban de coces al intento integracionista de su jefe. Y él, que sin presentirlo se hallaba ya en las vecindades de su muerte, alcanzaría, no obstante, a saborear las amarguras del trizamiento de aquel propósito supremo. Que hasta ahora, pese al tejemaneje de tantas alianzas, desvergonzadamente retóricas, sigue llamándose simplemente con el nombre de "sueños de Bolívar". El Departamento del Sur era el que más azorado le mantenía. Porque el general Juan José Flores parecía, entre los hombres de gobierno de las repúblicas que había creado, el único que porfiaba en cargarle de alarmas, con informes desalentadores y con intrigas. Sus cartas eran por cierto de empalagosa sumisión al Libertador. Y, cosa menos rara quizá que en el mundo político de ahora, bastante bien escritas. Se ve en ellas pulcritud de la frase, precisión en el desenvolvimiento de las ideas, facultades persuasivas, invocaciones de la historia y de las letras clásicas. ¿Las redactaba alguien por él? En nuestros días, de invalidez intelectual de los que se encaraman en los apostaderos del poder público, eso resulta lo usual. Pero en el caso de Flores, aun en los papeles de su correspondencia íntima, y acaso más espontánea, se descubre al poseedor de habilidades para el manejo de la expresión escrita. De manera que Bolívar, poco tolerante con las muestras de cualquier pretenciosa insulsez, había advertido en aquel general a una persona que se dejaba escuchar fácilmente a través de las epístolas, y con quien era posible dialogar a la distancia. Una de las alarmas en que Flores ponía mayor ahínco estaba relacionada con la probable invasión de fuerzas peruanas a las 49

Correspondencia del Libertador con el general Juan José Flores, 1825-1830, Quito, Banco Central del Ecuador, 1977, p. 202.

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provincias australes del Ecuador. A lo largo de casi un año le escribió sobre ello al Libertador. Éste, desde luego, no se resistía a creerle porque recordaba claramente la bellaquería militar que se cometió en Lima contra su autoridad y el instrumento constitucional que concibió para normar la vida de nuestros pueblos. A lo que sí se resistía era a precipitar las acciones armadas para detener el zarpazo a territorio ecuatoriano. No se olvide que los ánimos zahareños de los diputados de la Convención de Ocaña, que le tuvieron prolongadamente en vilo, le obligaron a pedir al jefe de Quito que aplazara todo proyecto bélico contra el pretenso invasor. En los meses posteriores siguió aconsejándole prudencia, no solo porque ambicionaba la paz entre los Estados, sino además porque estaba persuadido de que había que evitar los azares de un revés militar. Pero Flores se obstinaba en las vehemencias de su desafío. Al extremo de que obtuvo la orden de Bolívar para aprestarse a la contienda. Y, aún más, enardeció en éste, de nuevo, la disposición heroica y el sentido de responsabilidad que presidía en su agoniosa carrera. Se le vio despreciar, efectivamente, las causas de su notorio abatimiento físico y de su lesionada fortaleza moral, pues que decidió marchar hacia el sur. Demostraba así que le sobraban alientos para irse a tempestear con sus soldados en el horizonte mortal de los próximos combates. Sin embargo, la voz incitadora del antiguo guerreador de sus filas republicanas no lograría en esta vez, por desgracia, otra cosa que apresurarle las vísperas dolorosas de su desenlace. O que acortar, para precisarlo mejor, el término de su estelar existencia. La evidencia de lo eficaces que resultaron las solicitaciones de Flores en el ánimo de su general se refleja en las últimas cartas de respuesta a aquellas. Eso aconteció hacia 1828. El 7 de marzo redactó en estilo terminante sus indicaciones: Además, deben decirle (al Mariscal Antonio José de Sucre) que están prontos a cooperar con él contra nuestros ingratos vecinos.

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Idem, pp. 251-252

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Desde luego le asegurarán que a la primera noticia de hostilidad por una u otra parte, yo marcharé al sur.- Ya con el Perú no debemos guardar consideraciones; son pérfidos y traidores.49

El 3 de julio reafirmaba su resolución: "no me ha dejado la menor duda de que ya es preciso combatir para defendernos de esa nación malhechora". Y aun aconsejaba a su vehemente subalterno formar una gran fuerza, "aunque sea de milicianos", pues que se debía buscar un triunfo completo, avanzando por la sierra "hasta Lima". En enero de 1829, leal con el coraje de tales determinaciones, inició por fin su cabalgata a Quito, con tres mil quinientos soldados. Estaba resuelto, según una epístola de ese mes escrita en Popayán, durante el fragoso trayecto, a emprender la campaña contra el país enemigo en los días de abril, "cuando cesen las aguas". Pero ocurrieron los hechos de manera distinta. Porque el mariscal Sucre, conocedor de que se había precipitado antes el movimiento invasor de los peruanos, se apresuró a tomar el comando de las tropas que había Flores levantado oportunamente, y con éste -desvelado gestor de los preparativos de la defensa nacional, y compañero de veras heroico en sus nuevas acciones- se vio precisado a enfrentar al ejército enemigo en la llanura de Tarqui. Esto es, a pocos kilómetros de la ciudad, de Cuenca. Su victoria, lograda el 27 de febrero de 1829, fue una demostración de estrategia y valor. Por cierto no se quedó Bolívar a medio camino en sus empeños. Advertido de que el Perú se resistía a renunciar a la ocupación militar de Guayaquil, pese a las cláusulas del reciente tratado de paz y límites, quiso personalmente obligarlos a ello. Y hacia el puerto ecuatoriano condujo a sus hombres, como le anunció a Flores en carta dirigida desde Rumipamba, en Quito, el 1 de abril de ese año: "Pronto me tendrá Ud. a caballo y en estado de combatir".50 No hubo necesidad de que empleara sus armas. Pero con las difíciles jornadas que había cumplido estaba dando la última prueba de su coraje y su vocación de gloria. Manuelita Sáenz, por su parte, había recibido cartas del héroe e informes de oficiales a lo largo de estos episodios. El juicio qué ella se

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había formado sobre el General invasor -José de la Mar-, refiriéndose a quien Bolívar aseguraba que "nunca se ha visto un fatuo más necio mandando un pueblo", coincidía con el significado despectivo de estas palabras. E iguales eran los pensamientos condenatorios que ambos destinaron a ciertas autoridades y círculos de influencias del Perú. Desde luego en ella estuvieron tan sinceramente arraigadas estas maneras de juzgarlos, que las reiteró en sus tristísimas soledades de Paita. Finalmente se debe precisar que en Guayaquil el Libertador sufrió la reactivación de su enfermedad. Pero él seguía soportándola estoicamente. Es probable que hasta entonces no la creyera de veras letal. Constantemente decía que se sentía mejor. Sacaba alientos de no se sabe dónde. Aunque una y otra vez era seguro que se estaba engañando. Por eso su regreso a Bogotá parece, mirándolo desde ahora, algo como el arranque en el camino de la propia muerte. Recorría la tierra serraniega de su "Manuela la bella", y los ojos se le iluminaban tiernamente, entre nostalgias y presentimientos. Pues que una certidumbre sí le cabía en el pecho: la de que se alejaba para siempre de esas ciudades, esos pueblos y esos campos. Cabalgaba sin prisas. Callado. Concentradamente callado. En los parajes en que desmontaba con sus tropas, el personal más allegado a él se extrañaba de observar cómo habían ido declinando su movilidad, su comunicación directa con un grupo y otro de los que le acompañaban, su disposición para la palabra deleitable o reflexiva. Aquel espíritu lacio contribuía naturalmente a que se notara en forma acentuada su envejecimiento prematuro. Gabriel García Márquez ha dado una impresión muy visual del estado en que Bolívar retornaba de aquellos episodios del sur, con esta frase: "la gloria se le había salido del cuerpo". En el largo trayecto a la capital colombiana sufrió un violento vómito de sangre, que manchó su cabalgadura, estropeó el color de su

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Idem., p. 276

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poncho y le ensució de salpicaduras el rostro y las manos. Hubo necesidad de hacer un alto en el camino. Los que le rodeaban preferían no aventurar comentarios. Estaban dispuestos únicamente a esperar sus órdenes. Sabían que no toleraba que ni se le compadeciera ni se le creyera débil para afrontar por sí mismo sus contratiempos. Pero en los adentros de ellos había no solo preocupación, sino el común convencimiento de que un mal secreto estaba consumiéndole. Algunos -los de percepción más aguda- no vacilaron en suponer que el héroe estaba hético, palabra entonces usual para designar al tuberculoso. En el resto de la marcha dio muestras de que no había perdido el hábito de sobreponerse a la adversidad con renovada grandeza. Aseguró sentirse completamente bien. Atribuyó lo ocurrido a un desarreglo pasajero, y, claro, continuó dictando sus órdenes con la presteza que le era ordinaria. Aún más, en los momentos propicios, estimulaba en forma animada las relaciones coloquiales que siempre esperaban sus edecanes. Para ellos todo eso, aun conociendo como conocían el temple de su General, parecía cosa difícil de creer. Sin embargo, en horas de soledad, cuando se detenían en alguna posada lugareña con las bestias quebradas de fatiga, y mientras se hamaqueaba como combatiendo el malestar de sus fiebres pertinaces, no conseguía salvarse de una corriente de ideas sombrías. Íntimamente le devoraba el pesimismo. Entreveía la agudización del repudio a su política. Tanto afán agonioso de crear patrias libres no le servía sino para quedarse, personalmente, sin ninguna. Su salud y sus energías -en la impenetrable mudez de estas cavilaciones debía por fin aceptarlotampoco le respondían para seguir mandando, orientando, corrigiendo vicios e ineptitudes, desganas y desalientos, y por cierto extirpando la servidumbre a todo género de barbarie y de retraso. Antes de que hubiera completado su marcha de regreso, desde Popayán, el 5 de diciembre de 1829, le escribió a Juan José Flores estas reveladoras palabras: Yo estoy no solamente cansado del gobierno, sino hostigado de él; por consiguiente haré todo lo que sea posible para separarme del mando... Probablemente será el general Sucre mi sucesor, y

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también es probable que lo sostengamos entre todos; por mi parte, ofrezco hacerlo con alma y corazón.51

En Antonio José de Sucre volcaba pues toda su confianza. Lo cual era demostración de una lúcida manera de juzgar a sus hombres. Y de querer frenar drásticamente la desbocada y desleal ambición de los otros jefes militares de la independencia: el propio Flores, Santander, Páez, entre los principales. Pero también era -cómo hubiera podido él ni sospecharlo- encender en dos o tres de los oficiales de mentalidad más bronca un pugnaz deseo de ir hasta el crimen para eliminar a aquella gran figura. Bolívar guardaba fresca la impresión de los desahogos de inquina y rencor con que, tendenciosamente, había tratado de encanallar Flores a su mariscal. Y también recordaba con precisión la actitud terminante que adoptó para imponerle silencio. No había corrido mucho tiempo de eso. Porque en efecto las cosas acaecieron en 1828, poco antes de la victoria de Tarqui. Las cartas que le dirigía el ambicioso mulato de Puerto Cabello, desde su jefatura militar de la capital ecuatoriana, venían transpirando intrigas y ruines interpretaciones sobre el comportamiento cívico y militar de Sucre. No hay sino leer las infamias contenidas en la epístola que Flores envió al Libertador el 6 de octubre, de aquel año, para descubrir su condición de embustero y el alcance tenebroso de sus odios. Desde luego, como había que esperar, la determinación que estimuló en Bolívar fue, no la de hacer siquiera alusión a tales injurias, sino precisamente la de reemplazarle en la Jefatura de Quito con la preclara víctima de sus agravios. Pero, por cierto, mortificado por aquellos antecedentes, y poniendo un sentido de dignidad y decencia sobre inspiraciones de todo orden, el mariscal se resistió tercamente a la aceptación de esas funciones. Realmente no faltaban motivos de pesadumbre en esa porfía de recordar y meditar que poseía a su espíritu cogitabundo. La declaración de su deseo de ceder el poder a Sucre, dirigida al autor de las cartas difamatorias, resultaba entonces una manera muy consciente de aliviarse de las lastimaduras que estas le ocasionaron, y de renovar

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a la vez con inteligencia su intención de repudiar la conducta de Flores. Para éste, sin duda, ello habrá tenido el efecto de un aguijón iracundo. Lo malo fue que el tiempo dictó sus acostumbradas sorpresas, que consiguieron trastornar por completo los designios de Bolívar. Ni él ni sus allegados se hubieran atrevido entonces a vislumbrarlas. Y así, esquivo a nuevos presagios amargos, y sin permitirse dubitaciones en el propósito de abandonar el mando, fue entrando en Santa Fe de Bogotá. Hacia comienzos de 1830. Manuelita, al salir a darle el vehemente encuentro en las inmediaciones de la quinta, tuvo ante todo que disimular la impresión desalentadora que le causó el aspecto de su amado. Se le agolparon nuevamente en la memoria las imágenes de las circunstancias íntimas en que a ella se le agrió el ánimo al oírle repetir que se veía y se sentía viejo. En esta vez, de bulto, creía hallar la razón de aquella manía que tanto había condenado. Le rodeó de inmediato de todo lo que él solía apetecer para su descanso. En la noche no le faltaron el baño tibio y las lecturas. Un par de días después le asistió en el deseo de reunir allí mismo en el retiro de la quinta al personal de sus edecanes y secretarios, a quienes les trasmitió la determinación de alejarse del gobierno. Y de salir del país. Había pues que encaminarlo todo, con tacto y reserva. De modo que se hizo necesario tomar los cuidados y las pausas que la gravedad del hecho aconsejaba. Fueron pasando las semanas. Mientras tanto la rivalidad política no se daba tregua. Buscaba zaherirlo con pasquines, carteles, leyendas murales, manifestaciones callejeras. Un grupo de estudiantes, alucinado por la febril oposición santanderista, penetró vociferando en las salas de la Corte Suprema, y exigió a sus ministros la instauración de un juicio contra Bolívar. En los mismos días una marea de gente iracunda, espoleada por la misma laya de enemigos, llenó las calles centrales dando gritos de abajo la tiranía. Y en un muro de la plaza principal, algunos bellacos, con inspiración de verdugos que acechan, habían escrito: "Ni se va ni se muere". Solamente se podía esperar que intentaran nuevamente descargar contra él sus armas homicidas.

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Cuando por fin advirtió que se cumplieron las instrucciones que dio a sus colaboradores, designó como presidente interino al general Domingo Caycedo, y presentó su renuncia ante el congreso nacional. No se satisfizo con solo eso, pues que prefirió abandonar de inmediato el palacio y la quinta. En un carruaje privado se dirigió a la residencia que aquel militar amigo le había cedido en las afueras de la ciudad, a orillas del río Fucha. Quería esperar allí, en soledad, el desenlace de las deliberaciones de los diputados. Había de antemano insinuado que se considerara el nombre de Joaquín Mosquera para reemplazarle en forma legal. Esto era con los votos de ellos. Y. así realmente ocurrió, pero ultrajándole paradójicamente, según se cree, con la resaca de un doble desengaño. Pues que él no esperaba que se produjera una fácil unanimidad en aceptarle su dimisión. Ni que tampoco Mosquera, un delicado payanés con cuya veneración contaba, se hubiera mostrado tan dispuesto a tomar su lugar. Como en compensación de la ingratitud que estas resoluciones acaso entrañaban, los congresistas proclamaron a Bolívar Primer Ciudadano de Colombia, y le reconocieron una pensión vitalicia de treinta mil pesos anuales. Que él, pobre como estaba, se negó a recibir. Era mejor pensar -se decía- que los miles de kilómetros que había galopado, en caballos cerreros o del campo y en mulas recias; que las contiendas de pólvora, lanzas y espadas que empaparon de sangre heroica las rugosidades de la tierra de América, bajo su grito de arremetida; que los esfuerzos de su inteligencia soplando un nuevo aliento en los pueblos que había redimido; que las sensaciones de grandeza y de gloria que ellos prendieron durante años en la avidez de su alma; que las rosas virginales de jóvenes seductoras que se abrieron de pasión al fulgor de su paso: que todo ello se había desvanecido de pronto, como en un veloz espejismo. Llena de certezas se le podía ofrecer en medio de su congoja, a él que era tan magnífico lector, la filosofía del Eclesiastés sobre las mudanzas y vanidades que componen la historia de los hombres. Y el pensamiento amargo de las coplas de Jorge Manrique cuando este pregunta qué se hicieron el

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esplendor, la fama, la belleza de otro tiempo, o en dónde al fin los escondió la muerte, que todo lo traspasa de claro. Y el desolador convencimiento de Góngora, el fraile cordobés, al asegurar en sus versos que todo se resuelve en humo, en sombra, en nada. Porque cuando a un carácter superior le llegan los instantes de percibir la desventura tantálica de sus empeños, como ocurría entonces con Bolívar, es inevitable que se le acreciente también el golpe de la angustia a través de una descarnada capacidad de reflexión. Fueron pocos sus días en Funza. Pero le resultaron imborrables por la aciaga eficacia de sus impresiones. El fiel mayordomo José Palacios, invariablemente humilde a pesar del uso elegante y cuidadoso de sus perpetuos trajes civiles, y uno de sus edecanes más cercanos le hicieron compañía. El primero de ellos tuvo que socorrerlo en otro inesperado vómito de sangre, sosteniéndole la cabeza y luego lavando de rodillas el piso. El Libertador experimentaba en verdad una sensación de irremediable derrota, frente a la que ni siquiera le servían sus naturales arrestos de héroe. Le invadía una necesidad de silencio y de lecturas. Le costaba romper su mudez. A momentos se movía por los espacios fríos de aquella casa retirada con inviolable taciturnidad. Y con gesto siempre digno. Porque su aire de grandeza espontánea no se había deteriorado. Casi no recibía visitas. Las había voluntariamente suprimido. En cambio aguardaba de manera constante la presencia de su Manuela. Ella venía a ser de pronto el hálito de calor y animación de ese recinto de soledades en que su mente navegaba. Hasta parecía que en algunas mañanas el General estaba pendiente del eco inconfundible de los ejes del coche y de los cascos de los caballos que lo halaban y que golpeaban acompasadamente las piedras de la calzada. Los encuentros de los dos tenían ya otro carácter. El insofocable amante de hacía poco advertía que nadie había en el mundo que le comprendiera como su compañera, ni que se le juntara tan cabalmente en aquel laberinto de desgracias y decepciones. Para ella no constituían motivos de alejamiento ni la enfermedad de Bolívar ni las opacidades del revés

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político que estaba sufriendo. Al contrario, las tomaba como un estímulo para acercarse a aliviarlo de sus estragos. En ningún otro momento de la existencia de ambos habían alcanzado a revelarse como entonces las facultades de enternecimiento que les poseía, y que acaso fueron estorbadas antes por la belicosidad y las gravedades de los duros destinos que les tocó sobrellevar. Se debería asegurar que aquellos días trágicos de Funza permiten ver la identificación íntima de estas dos personalidades superiores, convocadas al mismo tiempo para una ejemplar historia de hazañas y fracasos. Todavía no mediaban los días de mayo de aquel año de 1830 cuando arrias y equipajes quedaron listos para la marcha desde la quinta de Bogotá, a la que había regresado el General únicamente con el propósito de dar remate a los arreglos de su despedida. Volvía a dejar bajo el cuidado de Manuela el tesoro invaluable de centenares de documentos. E igualmente, la observación de los episodios políticos posteriores, para sus testimonios epistolares. Aunque no sin advertirla de mantenerse cautelosamente apartada de ellos, pues no se le pasaba el recuerdo de los desbordes temperamentales de su "amable loca". Por fin, en una mañana gris, característicamente bogotana, en que el cielo anubado afligía a la ciudad con la testarudez de una fría llovizna, los vecinos, y el pueblo, que se iba amontonando espontáneamente a lo largo del recorrido, le vieron marchar sobre su cabalgadura envuelto en capote militar. Llevaba en su mano un pañuelo con el que cubrirse la boca de los soplos repentinos del aire. Iba en la mitad de otros oficiales, y seguido de un buen grupo de jinetes civiles. Entre los cuales se hallaban representantes diplomáticos europeos y de los Estados Unidos. Uno de aquellos, el británico, impresionado por la imagen de ruina física del héroe, escribió a su gobierno: "El tiempo que le queda le alcanzará a duras penas para llegar a la tumba". Poco se equivocaba. A Manuelita, que naturalmente era de los que presidían la marcha, le atormentaba una certidumbre similar sobre el descaecimiento inevitable de su amado. Sin embargo, todavía esperaba una resurrección de las energías que en él eran tan únicas, y cuya virtud

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consistía en no consumirse ni a través de los peores padecimientos. Por eso no cesaba de esconder deseos de atraerlo hacia la cumbre perdida, como lo demostró en el resto exiguo de aquel año. Con la actitud de ella fue coincidiendo la de algunos de los colaboradores más fieles de Bolívar. En cambio el santanderismo y sus turbas de paletos y de jóvenes irrazonables se enardecían de contento al suponerlo liquidado para siempre. Y ello les incitaba a multiplicar el desprecio con que torpemente juzgaban al inimitable coloso. Habían llegado al extremo de ultrajarle con el apodo de Longaniza, no propiamente por su acentuada delgadez, sino porque con ese nombre era conocido un pobre diablo medio idiota, que callejeaba por la ciudad usando gorra y trapos galoneados de militar. Y, aún más, días antes de la despedida de Bogotá, algún canalla de esa plebe revuelta y agresiva le lanzó al pecho una porción de majada de vaca, cuyos secos residuos le saltaron al rostro. No fueron pues circunstancias de otro carácter las que rodearon al grande hombre cuando le tocó la hora de partirse de la capital que había emancipado. En el sitio denominado Las Cuatro Esquinas, extramuros de la urbe, se detuvieron todos para darle sus adioses. La última en hacerlo, mientras los demás ya se alejaban, fue Manuelita. Se abrazaron como en la noche de la víspera, con promesas mutuas de unirse nuevamente. El Libertador espoleó su caballo. Pero se detuvo a pocos metros, para volverse a mirar a su compañera. Ella no se había movido del lugar. Intercambiaron breves ademanes de despedida. Y la imagen de sus manos, dibujándose en aquel aire taciturno, cargado de confusos presagios, fue lo último que cada uno recogió del otro en la historia solidaria de sus vidas. Les parecía que no volverían a verse nunca más. Y eso aconteció de veras. La marcha de Bolívar y de su escolta de altos oficiales y edecanes apuntaba hacia la costa colombiana. Fueron pasando por villas y poblachos, que antes se agitaron de fervor pero que ahora apenas pestañeaban de lejana curiosidad. En el caluroso puerto de Honda hubo una banda pueblerina que festejó su entrada. Y a la cual

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ni siquiera presto él atención, entre las fatigas del viaje y las molestias de la fiebre, que ya casi no lo abandonaba. Había dado en usar únicamente sus cubiertos personales, de oro y con la inicial de su nombre. No obstante esta prolijidad, debida quizá a algún escrúpulo consciente, fácil de suponer, hay que recordar que en pocas ocasiones se había sentido más molesto, humillado y abatido que cuando en la aldea de Soledad, en donde se reponía de una crisis de su enfermedad, recibió la noticia de que el dueño de la casa que había habitado en Cartagena -un judío de apellido Kingsigseller- había ordenado quemar la cama, el colchón y las finas sábanas que usó mientras fue su huésped, por temor al contagio de la tisis que padecía. Al marino que se lo contó no le quitaba los ojos de encima, como que estuviera bebiéndole las palabras una por una. Molestias y desconsuelos de laya semejante no le faltaron en el rumbo quebradizo que fue cumpliendo con el propósito de desterrarse a las Antillas, o a los países de Europa que tenía metidos en la memoria desde su juventud. Pero nada le hirió con fuerza más dolorosa que la noticia que le dio en Cartagena el general Mariano Montilla, sobre el crimen brutal de que fue víctima el mariscal Antonio José de Sucre. Con esta muerte sorpresiva le privaban del único heredero de su gloria y de su poder político. Ni siquiera habían alcanzado a darse la despedida en el día en que Bolívar tomó el camino del destierro. Porque el mariscal llegó tarde a Bogotá, y lleno de consternación le escribió una carta en cuyas expresiones se percibe el temblor presagioso de una separación fatal y definitiva: Cuándo he ido a casa de usted para acompañarle ya se había marchado. Adiós, mi general; reciba usted por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de usted.

A Sucre lo asesinaron con minuciosa premeditación en el camino de Popayán a Quito. Había desoído el consejo de viajar en barco desde Buenaventura. Hasta la víspera del atentado hubo un amigo que quiso hacerle desistir de continuar su travesía por entre la

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funestidad de la montaña. Pero le acicateaba la prisa de llegar oportunamente a celebrar su onomástico en el hogar quiteño, en medio de la esposa y una hija de pocos meses. El último paraje por el que le vieron pasar fue el de Ventaquemada. Luego se internó con sus siete acompañantes en el bosque de Berruecos, sur de Colombia. Y mientras obligaba a su mula a escalar el repecho de una loma, tres balas de fusil, disparadas desde un sitio preciso de la enramada, le acertaron en la cabeza, el cuello y el tronco, y le tumbaron sobre el fango. Una lluvia empecinada entenebrecía la escena, abominable por donde se la juzgue. Aparte de la inspiración del grupo santanderista, beneficiario de ese crimen, sus salpicaduras de sangre han dejado manchadas, en el marco de la historia, las manos sospechosas de los generales José María Obando y Juan José Flores. El hecho se cometió el 4 de junio de 1830. Cinco días después, en la capital colombiana, desconocedora aún de aquello, se organizó una fiesta popular para la celebración de Corpus. Se había levantado, entre los motivos de regocijo, y en el centro mismo de la plaza principal, un castillo de fuegos artificiales. En su frente se mostraban dos figuras caricaturescas que iban a ser quemadas y que representaban a Bolívar y Manuelita. Dos guardias armados protegían el arreglo. Pero no demoró ésta en conocerlo. Y con el genio enardecido que le era propio en esa especie de circunstancias se preparó para desbaratar la ofensa. En efecto, respaldada por sus dos esclavas en traje militar, que para eso casos se transformaban en un par de marimachos de tropa, se lanzó a caballo, con disparos al aire, hacia el lugar en que los soldados cumplían su vigilancia. Se abrió paso entre ellos y en pocos segundos consiguió destruir los símbolos infamantes del artificio pirotécnico. El susto dispersó a transeúntes y curiosos. Y el escándalo cundió pronto por las calles del contorno. Probablemente casi nadie desconocía que el intento de agravio procedía de los aparceros políticos de Santander. Y que el Presidente Joaquín Mosquera -el grandísimo pendejo, como le llamaba Bolívar- se había hecho en repetidas ocasiones, en vejámenes de naturaleza parecida, el de la vista gorda. No por hostigar a la pareja insigne, sino por

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comodidad propia. Por cierto, se debe aclarar que en la fecha precisa de aquella airada reacción de la heroína quiteña estuvo encargado de la función ejecutiva el vicepresidente, general Domingo Caycedo. Eso lo afirma muy concretamente el periódico bogotano La Aurora, al condenar la visita de exculpación cortés de aquel, a Manuelita, en la misma noche del asalto. En verdad era notorio el fogueo de la prensa antibolivarista, que quería abatir para siempre al depuesto conductor de la nación colombiana. Por ello el aludido semanario injurió a su compañera y vehemente defensora, con ocasión del incidente del castillo pirotécnico de la plaza mayor. Efectivamente pueden leerse en sus páginas dominicales de la misma semana de Corpus estas expresiones, entre otras, destinadas a Manuelita Sáenz: Una mujer descocada, que ha seguido siempre los pasos del general Bolívar se presenta todos los días en traje que no corresponde a su sexo, y del propio modo hace salir a sus criadas insultando al decoro y haciendo alarde de despreciar las leyes y la moral. Esa mujer cuya presencia sola forma el proceso de la conducta de Bolívar, ha extendido su insolencia hasta el extremo de salir el día 9 del presente a vejar al mismo gobierno y a todo el pueblo de Bogotá. En traje de hombre se presentó en la plaza pública con dos o tres soldados (en realidad eran sus dos esclavas)... y atropelló las guardias que custodiaban el castillo destinado para los fuegos de la víspera del Corpus; y rastrilló una pistola que llevaba, declamando contra el gobierno, contra la libertad y contra el pueblo.

También se pueden leer los reclamos a las autoridades por no haber "aprehendido a la culpable como debieron haberlo hecho en cumplimiento de sus deberes". Y, desde luego, la incriminación al vicepresidente Caycedo por haber pasado "personalmente, con mengua de su dignidad y carácter público, a la habitación de aquella forastera a sosegarla y satisfacerla". 52 53

La Aurora, Bogotá, 20 de junio de 1830, Imprenta de Andrés Roderick. Vicente Lecuna, op. cit.

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Manuela, que en ese tipo de circunstancias de agresividad no daba paz a su mano, respondió como debía al columnista de La Aurora. Estas fueron algunas de sus palabras, publicadas en el mismo hebdomadario: Poderosos motivos tengo para creer que la parte sensata del pueblo de Bogotá no me acusa, y bajo este principio contesto, no para calmar pasiones ajenas, ni para desahogar yo las mías, pero sí para someterme a las leyes, únicos jueces competentes de quien no ha cometido más que imprudencias, por haber sido un millón de veces a ellas provocada, todos saben que he sido insultada, calumniada y atacada. -Confieso que no soy tolerante; pero añado al mismo tiempo que he sido demasiado sufrida. Pueden calificar de crimen mi exaltación, pueden vituperarme; sacien, pues, su sed, mas no han conseguido desesperarme; mi quietud descansa en la tranquilidad de mi conciencia y no en la malignidad de mis enemigos, en la de los enemigos de S. E. el Libertador yo les digo: que todo pueden hacer, pueden disponer alevosamente de mi existencia, menos hacerme retrogadar ni una línea en el respeto, amistad y gratitud al general Bolívar; y los que suponen ser esto un delito, no hacen sino demostrar la pobreza de su alma, y yo la firmeza de mi genio, protestando que jamás me harán vacilar, ni temer.52

Y, en verdad, nadie la hizo nunca vacilar ni temer. Por encima de ese cruce de correspondencias en La Aurora, por sobre el insidioso agravio y la defensa rotunda se ve, esto sí, surgir nítidamente la figura de la inteligente quiteña. Siempre lúcida, digna y valerosa. En uno de los días del mes anterior -el de mayo, de la partida-, el General le había escrito una carta entrañada de amor que contiene la siguiente advertencia, convertida en auténtica premonición del atorbellinado episodio que tuvo ella que experimentar, y cuya descripción acabo de hacer. Bolívar conocía bien el temperamento de su compañera: Mi amor: tengo el gusto de decirte que voy muy bien y lleno de pena por tu aflicción y la mía por nuestra separación. Amor mío: mucho te amo, pero más te amaré si tienes ahora más que nunca

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mucho juicio. Cuidado con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos, perdiéndote tú. Soy siempre tu más fiel amante: Bolívar.53

No quería desconsolarla con noticias reales sobre su tormentoso itinerario. O, quizás, los contratiempos debidos a su estado de salud no se habían revelado todavía tan duros como llegaron a serlo. Por eso le decía que "iba muy bien". Si algo hubo verdadero, como preludio evidente de su cercano fin, eso fueron sus recaídas en Cartagena, en Turbaco en Soledad y en las horas interminables de su navegación por la costa colombiana. Pero las noticias de lo que estaba ocurriendo no eran del todo claras en Bogotá. Allí sus adeptos seguían creyendo en la posibilidad del retorno de Bolívar a la presidencia de la república. Y tomaban decisiones para, facilitarle el camino. Hasta que el general Rafael Urdaneta, en un rapto de acciones de rebeldía heroica, en que se había también comprometido Manuelita, echó del mando a Joaquín Mosquera y Domingo Caycedo. Y asumió el poder con la intención de traspasárselo en seguida al Libertador. Una comisión le visitó para eso en Cartagena, hacia setiembre de 1830. Pero la respuesta dada por él fue negativa. Se rehusaba a ir a la jefatura del Estado por ese camino. A través de una facción, política. Temía promover desórdenes populares. Además, por primera vez aseguraba que su ciclo estaba ya completo, y que se hallaba vecina la hora de rendir sus "cuentas terribles" a Dios. Sentía pues que estaba exhausta la fuente de su energía para las labores que amaba. Y algo más aún: se descubría radicalmente desencantado. Lo prueban estas líneas de su carta a Urdaneta, firmada el 18 de setiembre: "No tengo Patria a quien hacer el sacrificio de mi existencia".- "América solo sirve para emigrar de ella". La intrépida coronela de Quito veía de ese modo malograrse la suma de hechos bolivaristas, incluido el pronunciamiento militar de Urdaneta, en que había intervenido. Más de una vez lo hizo como inspiradora o conductora de aquellos. Como bien se lo sabe, le 54

El Cachaco, Bogotá, número 40, 15 de diciembre de 1838, y El Lucero de Calamar Mompox, número 1, 7 de marzo de 1834.

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sobraban condiciones cívicas y guerreras. Acaso el soplo sedicioso lo comenzó personalmente la heroína con la fijación de unas leyendas proselitistas en las paredes de la ciudad, según lo describió el Ministro del Interior Vicente Azuero en una petición de investigaciones que dirigió, el 9 de julio de 1830, a la alcaldía municipal primera de la capital. Sus términos son útiles por lo reveladores: El excelentísimo señor presidente de la república ha recibido diferentes avisos de que la señora Manuela Sáenz ha estado turbando la tranquilidad pública con repetidos actos escandalosos, que sus criados han fijado pasquines en las calles, que ha tratado de seducir con regalos a los soldados de la guardia del palacio, y que ha incurrido en otros atentados que son demasiado públicos. Y deseando tomar la providencia correspondiente en el cumplimiento de sus deberes me manda prevenir a usted, como lo verifico; que inmediatamente proceda en ejercicio de su ministerio a practicar las informaciones convenientes, dándome cuenta de ellas luego que estén concluidas.54

Cuidado con lo que haces, recordemos que se lo advirtió a tiempo el Libertador. Pero ella era proclive a las tentaciones de la temeridad, y se le salía por los poros la voluntad de servir a la gloria de su ser amado. No había pues pensado descansar hasta verlo otra vez en el disfrute de su apogeo, obedecido por el haz de sus naciones emancipadas. Por eso sus desafíos a las autoridades colombianas. Y los golpes de calumnias, de repudio, de persecución, de aislamiento que tuvo que soportar. Los recursos dimanados de su grado en el ejército y de su condición insigne de días recientes, pese a odios y sobresaltos, le permitían mantenerse modestamente en Bogotá, y luego en el sitio de un confinamiento fugaz. Fue de ese modo como el despliegue de sus agitaciones culminó en el recio combate de los rebeldes de Urdaneta con las tropas del gobierno. Manuelita, naturalmente, estuvo en la línea de fuego y saboreó las complacencias de una victoria que la creyó destinada al retorno político de su compañero. De ahí el pasmo que le produjeron las noticias últimas sobre éste y sus reacciones.

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Con todo, defendiendo la ya vacilante esperanza, se determinó a pedir al coronel Luis Perú de Lacroix, antiguo edecán del Libertador, a quien este profesaba todavía la más consciente de las admiraciones, que se le aproximase e indagase sobre su real situación. Eso ocurrió en días de diciembre. Cabalgó largamente. Llegó al puerto de Santa Marta, siguiendo el itinerario que a su paso le indicaban los conocedores de la suerte de Bolívar. Al parecer de acabamiento irremediable. De dicha ciudad hizo camino a la hacienda La Florida, en San Pedro Alejandrino, de propiedad del funcionario español don Joaquín de Mier. A distancia de ocho kilómetros, apenas. Hasta ahí había sido conducido el héroe en un carruaje, bajándolo del barco en que había sufrido el peor agravamiento de su enfermedad. El hospitalario emigrante peninsular le estaba brindando no un rincón de reposo y recuperación -ya desventuradamente imposibles-, sino más bien un paraje tranquilo, de muchos árboles y aire balsámico, en el cual pusiera término a su agoniosa existencia. Tenía junto a él a un joven médico francés, Alexandre Prosper Reverend, que le atendió en las últimas semanas, certeramente convencido -como se pudo comprobar en la oportunidad de la autopsia- de que los pulmones del paciente se hallaban totalmente afectados. Dormía poco. Le martirizaban la fiebre, la alucinación; la tos, la fatiga, el hipo imparable de los tísicos. Perdió aceleradamente el peso. El doctor Reverend lo alzó en sus brazos, como si hubiera sido un muchacho de setenta libras, para cambiarlo de sitio en la habitación. Aquel hazañoso titán, lisonjeado a través de innumerables victorias y de multitudinarias manifestaciones de veneración, se veía sorpresivamente perdido en el laberinto sin salidas de su propia muerte. En tales condiciones reconoció la necesidad de recibir al cura lugareño y su grupo de indiecitos acólitos para el sacramento de la extremaunción. Redactó luego su última proclama cívica y las mandas de su postrera voluntad, que fueron leídas entre las pausas impuestas por la emoción y el sollozo de militares y civiles que le rodeaban. Expiró a la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830. Había vivido

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apenas cuarenta y siete años. El general Perú de Lacroix alcanzó a llegar a tiempo. Pero se apartó del enfermo un día antes de su muerte. Regresó a Santa Marta, y desde allí escribió a Manuelita el 18 del mismo mes una carta de indisputable valor testimonial, que tiene que ser transcrita en forma completa. Sus expresiones permiten advertir, a la vez, el sometimiento respetuoso con el que acostumbraba tratar a la digna compañera del Libertador. Son las que siguen: A mi señora doña Manuela Sáenz.- Mi respetada y desgraciada señora: -He prometido escribir a usted y hablarle con verdad. Voy a cumplir con este encargo y empezar por darle la más fatal noticia. Llegué a Santa María el día 12, y al mismo momento me fui para la hacienda de San Pedro, donde se hallaba el Libertador. Su Excelencia estaba ya en un estado cruel y peligroso de enfermedad, pues desde el día 10 había hecho su testamento y dado una proclama a los pueblos, en la que se está despidiendo para el sepulcro. Permanecí en San Pedro hasta el día 16, que me marché para esta ciudad, dejando a S. E. en estado de agonía que hacía llorar a todos los amigos que lo rodeaban. A su lado estaban los generales Montilla, Silva, Portocarrero, Carreño, Infante y yo, y los coroneles Cruz Paredes, Wilson, capitán Ibarra, teniente Fernando Bolívar, y algunos otros amigos. Sí, mi desgraciada señora: el grande hombre estaba para quitar esta tierra de la ingratitud y pasar a la mansión de los muertos a tomar asiento en el templo de la posteridad y de la inmortalidad al lado de los héroes que más han figurado en esta tierra de miseria. Lo repito a usted, con el sentimiento del más vivo dolor, con el corazón lleno de amargura y de heridas, dejé al Libertador el día 16 en los brazos de la muerte: en una agonía tranquila, pero que no podía durar mucho. Por momentos estoy aguardando la fatal noticia, y mientras tanto, lleno de agitación, de tristeza, lloro ya la muerte del Padre

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Jorge Villalba F.S.J., Op. cit., p. 185.

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de la Patria, del infeliz y grande Bolívar, matado por la perversidad y por la ingratitud de los que todo lo debían, que todo habían recibido de su generosidad.- Tal es la triste y fatal noticia que me veo en la dura necesidad de dar a usted. Ojalá el cielo, más justo que los hombres, echase una ojeada sobre la pobre Colombia, viese la necesidad que hay de devolverle a Bolívar e hiciese el milagro de sacarle del sepulcro en que casi lo he dejado.- Permítame usted, mi respetada señora, de llorar con usted la pérdida inmensa que ya habremos hecho, y habrá sufrido toda la República, y prepárese usted a recibir la última y fatal noticia.- Soy de usted admirador y apasionado amigo, y también su atento servidor, q.s.p.b. (que sus pies besa). L. Peroux de Lacroix.55

Manuelita se alteró profundamente. Emprendió de inmediato su marcha a la hacienda de San Pedro Alejandrino. Suponía, en brava lucha interior, que alcanzaría a socorrer como siempre a su amado. Pero en Guaduas recibió "la última y fatal noticia" a que había aludido Lacroix. Ya todo esfuerzo le resultaba entonces inútil. Pasó unos días en el lugar, vencida por una contrariedad insondable. Ni la disposición amistosa de la gente de allí consiguió mudar su ánimo de real desamparo. Azotada por la decepción final a que le habían conducido sus afanes, por la atmósfera parda y rencorosa que le habían creado sus enemigos, por el progresivo deterioro de sus medios de subsistencia, y a la postre por la desaparición mortal de la persona que era la única razón de su destino, decidió regresar provisionalmente a su casa de forastera en Bogotá. De modo que seguramente fue cosa inventada por Boussingault lo de su intento de suicidarse mediante la mordedura de una serpiente venenosa. Aquel dramático gesto cleopatrino, si bien se ve, no alcanza a condecir con la naturalidad, tan pura y evidente, de sus reacciones. Esto no significa que el hecho del envenenamiento no se produjera. Al contrario, lo hubo. Y por eso se debe admitir que Boussingault pudo observar sus efectos en el mismo pueblo de Guadúas, como él lo describe. Pero en cambio las averiguaciones obligan, con igual necesidad, a puntualizar que la causa y el tiempo que le correspondieron no coinciden con esa especie fantástica de un

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conato de suicidio. La prueba se la halla en una carta bastante posterior de la heroína, dirigida al general Flores desde su destierro en Jamaica. Más adelante se la conocerá. Su regreso a Bogotá agravó, según ella lo presentía, el complicado sesgo de sus pesares. El desate cominero de ciertas familias que siempre maldijeron de su amancebamiento, de su falta de recato en montar a la jineta y en trajes marciales, o de la pólvora que reventaba en las calles contra los granujas que no respetaban al Libertador, parecía hacer una calculada alianza con los embustes de sedición en que se le envolvía ante las autoridades. Porque hay que saber que se precipitaron cambios políticos tras el fallecimiento del héroe, sobre cuya memoria se descargaban las frases insultantes: de "genio del mal, tea de la anarquía, opresor de la patria". El general Urdaneta no consiguió mantenerse en el gobierno sino hasta mayo de 1831. Le sucedió el execrable trastornador de los principios bolivaristas José María Obando, que ejerció su autoridad hasta el año siguiente. Lo hizo con el carácter de interinidad que le confirió una convención nacional, hasta elegir, esta misma, presidente de la república a Francisco de Paula Santander. Se le había exculpado de todos los cargos que se derivaron del atentado setembrino. Se le devolvió su dignidad militar. Y se le encaramó así, con toda su vanidad, en la cresta del poder. No se olvide que fue el rival más ladino y contumaz de Bolívar, y además el odiador perpetuo de la libertadora quiteña, a quien no perdonaba las prevenciones que se tomaron para el destierro que acababa de sufrir. No demoró por eso en ordenar que se le espiara, vigilara, incomodara y levantaran expedientes para perjudicarla. Y por esos arbitrios, después de la purga sangrienta de oficiales antisantanderistas que promovieron una subversión en julio de 1833, llegó a sindicársela gratuitamente de complicidad, para obligarla a salir de Colombia. A la verdad su vida bogotana se le había hecho imposible. Para defenderse del hambre fue vendiendo sus joyas y objetos de valor. Y naturalmente desde las primeras dificultades económicas volvió

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también los ojos a su Quito nativo. Escribió repetidas veces al presidente de la república ecuatoriana, general Juan José Flores, en cuya lealtad al culto de Bolívar, y a la amistad con ella misma desde los ásperos días de la independencia, se obstinaba en creer. Esas cartas iban cargadas de los ruegos de que la representara en el reclamo de los dineros que le adeudaban, desde hacía años, por el arriendo de su hacienda de Cataguango. Pero el tiempo fue pasando, con el consiguiente recrudecimiento de las angustias de la pobre forastera, y nunca recibió respuesta. Se le ocurría atribuir la razón de tales silencios a disposiciones del gobierno colombiano para que se interfiriera su correspondencia. Pues que de Santander y de la acuciosidad de sus pesquisas, soplones y funcionarios se podía esperar no solamente eso. Sin embargo, tampoco se debe desdeñar la conjetura de que Flores se hizo el sordo, por indolencia y por el dudoso sentido de nobleza de algunas de sus actitudes. Recuérdese que los rasgos de éstas se mostraron repudiables en sus últimas relaciones con Sucre. En fin, lo que en esta ocasión había de muy evidente eran los aprietos económicos que soportaba Manuelita cuando le llegó la pena del destierro. Sus ahorros, limitados, provenían de las ventas más recientes, incluidas las de una parte del menaje hogareño. Aquellos, por cierto, habrían de servirle en la temporada inicial de su nueva desventura, según lo tenía supuesto con inobjetable agudeza. Era marzo de 1834. Y promediaba la tarde de uno de los últimos días en el momento en que, de manera brusca, desoyendo las protestas de las negras que vivían con la insigne quiteña, penetraron en su casa el alcalde ordinario de Bogotá y un alguacil. Llevaban consigo el documento oficial para aprehenderla. Varios hombres de tropa se quedaron afuera, aguardándolos. Alineados en la acera. Ella había estado reposando, con ropas ligeras; en un butacón de la alcoba. Pero se incorporó, con el genio de cólera ya prevenido, en cuanto escuchó los gritos de sus criadas. De modo que en el instante en que los bultos de las autoridades ocuparon el espacio de la entrada, y se atrevieron a dirigirle alguna frase conminatoria, Manuelita empuñó su pistola y

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juró que mataría a cualquiera de los dos que la tocara. Acobardados, y con un "perdón, señora", se alejaron. Pero volvieron después de algunas horas. Y el atropello en esta vez se consumó dentro de un ambiente de mayor violencia. Toda una escolta armada irrumpió en su habitación y la obligó a entregarse La condujeron entonces a la cárcel de mujeres "El Divorcio". Sus negras también fueron metidas en un calabozo. Parecía que, de la pura indignación, echaban espuma por la boca. En el curso de esos ajetreos había caído la noche. Al otro día, cuando ya había gente en las calles, al pie de los hoscos paredones se organizó la marcha hacia el exilio. Dos mulas aguantaban el peso de las maletas y del arcón que contenía los documentos de Bolívar, guardados celosamente por Manuelita. Nadie, pesé a las afanosas presiones para quitárselos y hacerlos desaparecer, pudo desprenderlos de su custodia. Las esclavas montaban en sus bestias de campaña. La heroína, (quizá con el ánimo de privarla de su arrogancia en el caballo y de disminuirla ante la contemplación de los curiosos), había sido acomodada en una silla de manos, para transportarla hasta las aledañas residencias de Funza. Esto es -recordémoslo- en un coche unipersonal con varas de madera que sirven para que lo carguen unos cuatro hombres. Pero desde dicho lugar, según instrucciones dictadas por el propio gobernante santafecino, tenía que cabalgar con sus compañeras y una porción de soldadesca armada hasta las inmediaciones de Cartagena. Parece que el destino le hubiera estado fijando el rumbo que hizo por última vez su "muerto inmortal". Hasta la indicada ciudad, a lo menos. Desde allí tenía que completar un itinerario extranjero hacia el norte. Precisamente el que deseó de veras su General, aunque sin conseguirlo. Y que ahora, en cambio, Manuelita estaba obligada a hacerlo por orden de su enemigo. Pues que los agentes de Santander debían abandonarla en Kingston. Es decir en la capital antillana en la que Bolívar, refugiado en años de juventud, tras una de sus derrotas, padeció la mayor de las pobrezas y un intento de homicidio, pero en donde también, afortunadamente, lanzó su genial profecía de la Carta

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de Jamaica y dio nuevo aliento a sus sueños, ardores y decisiones de libertar a nuestros pueblos. La desterrada llegó al mencionado puerto en una semana de abril de 1834. Eso es lo seguro. Porque el 3 de aquel mes el comisionado Hilario López escribió a Santander, desde Cartagena, las siguientes palabras: "En el primer buque que salga para Jamaica se irá doña Manuela Sáenz; y si no, la echaré a Chagres en el correo" (Esto es, con desconsideración y más, al lejano distrito de Panamá, en una embarcación de carga). Entraba así la heroína en el anillo de incertidumbres y desgracias de los desterrados.

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CAPITULO XXVII El tirano le cierra las puertas de su país Aflictiva fue sin duda la permanencia de Manuelita en la ciudad de Kingston. Habría podido dejarla con los nervios deshechos si el carácter de ella no se hubiera curtido lo suficiente a lo largo de esfuerzos, desafíos y desengaños. Desde los primeros días le acosó una doble sensación: de la infinitud desértica del mar, próxima a sus ojos, y del aislamiento personal dentro de una población que le resultaba completamente extraña. Y el efecto fue el de que, más allá de su habitual coraje, viera agravarse poco a poco la lastimadura doliente de esa condena. Su caso trae a la memoria lo que en alguna ocasión afirmó el pensador madrileño Ortega y Gasset, para dar a entender que la medida de la grandeza de un alma se revela por la cantidad de soledad que puede resistir. Pues que en realidad lleva hacia ese juicio la contemplación de la peripecia de nuestra heroína en la capital de Jamaica. Los retraimientos a que se vio obligada por los desajustes íntimos con el medio, aparte de la mutilación de su vida misma por la muerte del General amado, permiten, a no dudarlo, tener una idea de las dimensiones excepcionales de su genio. Se movía melancólicamente, aunque sin desesperarse, en el ambiente de Kingston, desconocido y perturbador del ánimo y la sensibilidad para el común de los forasteros. Los cuales arriban llevando dentro de sí atributos distintos, propios del marco natural de su origen, de sus antecedentes raciales y de su lengua.

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La isla, colonizada por España hacía más de doscientos años, luego convertida en soporte de millares de africanos, que llegaban cruelmente trincados por el hierro de la esclavitud, y finalmente asaltada e invadida por navegantes y aventureros ingleses del siglo diecisiete, seguía siendo en la época de Manuelita un país de destino alborotado. Lleno de contrastes. La manumisión, que al fin dio término a la brutal posesión del hombre por el hombre, no se había cumplido todavía. La casi totalidad de los pobladores era de negros y mulatos. Había una porción de asiáticos, buscadores de lo que nunca su codicia consiguió hallar. Otro haz humano era el de la marinería corsaria de la Gran Bretaña, que perseguía a los barcos de la corona española para desvalijarlos, y que contrabandeaba en los puertos que podía. En el de Kingston había constituido un centro de sus desplazamientos tentaculares. Allí, además, se habían establecido algunos grupos de explotadores blancos, continuadores de la inicial aventura inglesa, para enriquecerse con la producción arrancada al suelo mediante el copioso sudor de los esclavos. La libertadora quiteña no había escogido ese lugar para su extrañamiento de Colombia. Él le desplacía en el fondo de su corazón, pese a que sabía que Bolívar conjuntó ahí auxilios para reemprender sus campañas de la independencia. Ante todo, no estaba segura de triunfar de su azarosa situación económica. Había llevado -eso era cierto- los ahorros de la venta reciente de sus cosas de valor. Pero eso no iba a alcanzarle sino para su instalación en una casa modesta y para probar los modos de obtener ingresos con las delicadas industrias de su propia mano. La cual era experta, hay que repetirlo, en costuras, bordados, dulces y bocaditos de una tentadora pastelería. Pensó antes ni de llegar, en tales posibilidades, pues se le ofrecían menos inconsistentes con la compañía de su par de negras. Sin embargo, no ponía en ello lo real de sus deseos, sino en la necesidad de preparar sin demoras el regreso a Quito. En su lejana ciudad tenía asuntos de dinero largamente desatendidos, que reclamaban la presencia de ella. Y, mucho más que esto, se hallaba ya sintiendo con fuerte imperio el

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llamado afectivo de sus campos y de su gente. La disposición terruñera de Manuelita, no obstante el encadenamiento de sus ausencias, o seguramente a causa de ello mismo, se presentaba con el signo de la mayor de las evidencias. De manera que con callarla, o guardarla solo para las confidencias personales, no intentaba arrancarla del mundo de sus sentimientos. Esta perseverante actitud se muestra con rasgos que conmueven y aleccionan para el que se da cuenta que aquel amor del rincón propio cobró vida contra las desoladoras experiencias que constituían el pasado de la hermosa mujer. Y entre las que se han evocado el tormentoso amancebamiento de sus progenitores; su condición de criatura expósita; sus vacíos familiares; su enclaustramiento conventual; su repulsión temprana a las brusquedades sociales y políticas del padre: en fin, la plena y persistente hostilidad del medio en que tuvo que desenvolverse. Todo ello significa que ni las circunstancias sombrías que fueron templando la personalidad de Manuelita alcanzaron a extinguir el ánimo cariñoso y la vocación de heroísmo con que se apegó realmente a su país. Por lo mismo se hace fácil advertir que su intención de retorno patrio, desde Kingston, obedecía también a motivos de una nostalgia sincera hacia lo suyo, que había sido largamente desoída por las tiránicas exigencias de su destino histórico. E igualmente se vuelve claro que ello pasó a ser uno de los antecedentes de la carta que entonces escribió a Juan José Flores. Aunque todavía no se lo mencionara. A él le consideró, por lo pronto, la persona útil para asegurar el pago del dinero que se le debía en Quito. Recordaba que dicho general intervino en su favor para que se le confirmara el dominio sobre la hacienda de Cataguango, en alguna ocasión en que se lo requirió Bolívar. Que en otra vez se convirtió, por efecto de cierta eventualidad privada, en recadero entre su héroe amado y ella. Que, además, había prometido tanta lealtad al Libertador que hasta se confesó resuelto a producir el abandono de su esposa y de sus hijos con tal de acompañarlo en un ya insinuado alejamiento de América. Que, por otro lado, porfiaba en los deseos de

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verle ostentar una corona real, como prueba de gratitud popular a la suprema brillantez de su obra. Y que, en fin, estaba todavía fresca la impresión de su muerte en San Pedro Alejandrino. Ya un punto, ya otro, ya algunos a un tiempo, se le venían a la memoria mientras conversaba con Jonatás y Nathán, o reflexionaba a sus solas, sobre la necesidad de comunicarse epistolarmente con Flores. Como efectivamente lo hizo en repetidas veces desde Bogotá. Y persistía en hacerlo desde el arribo a Jamaica. Suponía que no había razones más valederas que las de sus aludidos recuerdos para mantenerse crédula respecto a la fidelidad de ese amigo. Pero dicho convencimiento llegó a trocársele en una obstinación tan ingenua como vana, durante largo tiempo. Pues que sus resultados fueron los de un fatal desengaño. La carta misma de Kingston ni siquiera le fue contestada, a pesar de que su destinatario sí la recibió. Se lo puede comprobar ahora, hojeando precisamente el archivo de Flores. En las líneas de aquella no le pedía Manuelita únicamente la recuperación de su dinero, sino que le daba noticias sobre el origen de su destierro, no sin comentar el fondo de las reacciones cobardes de quien se lo impuso. Algunos detalles de lo que en ese documento expuso sirven para iluminar hechos significativos dentro de la composición de su biografía. De ahí la conveniencia de su reproducción, siquiera fragmentaria. Como la que sigue: Kingston, Jamaica, 6 de Mayo, 1834.- Espero que ésta llegue a manos de usted, por ser de esta isla, pues de Bogotá escribí a usted muchas sin tener la más pequeña contestación. Ya se ve, mi mala letra es conocida, y dirigida a usted sería peor; creerían que decían algo de política; se habrán desengañado. ¿Qué tengo que hacer yo en política? -Yo amé al Libertador; muerto, lo venero y por esto estoy desterrada por Santander. Crea usted, mi amigo, que le protesto con mi carácter franco que soy inocente..." Dicen también que mi casa era el punto de reunión de todos los descontentos. General, crea

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Idem., pp. 96-97.

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usted que yo no vivía en la Sabana a que hubiesen estos cabido..." "Sobre que tuve parte en el Santuario, señor, es una tamaña calumnia; yo estuve en Guaduas, tres días de Bogotá, y la acción esa fue en Funza, cerca de la capital; y a más, picada por una culebra venenosa, dos veces; sí hubiese estado buena, quién sabe si monto en mi caballo y me voy de cuenta de genio y no más; pues usted no ignora que nada puede hacer una pobre mujer como yo; pero Santander no piensa así; me da un valor imaginario, dice que soy capaz de todo, y se engaña miserablemente; lo que yo soy es, con un formidable carácter, amiga de mis amigos y enemiga de mis enemigos, y de nadie con la fuerza que de este ingrato hombre. Pero ahora que se tenga duro: existe en mi poder su correspondencia particular al Libertador y yo estoy haciendo buen uso de ella. Mucho trabajo me costó salvar todos los papeles el año del 30 y esta es una propiedad mía, mía ..." "Usted sabe mi modo de conducirme y esta marcha llevaré hasta el sepulcro, por más que me haya zaherido la calumnia. El tiempo me justificará.- Ya he molestado a usted con mis quejas, ahora vamos a otra cosa más molesta. Lo poco que poseo de mi madre, señor, se lo debo al anhelo que usted tomó en el cobro..." "salí de Quito el año 27 dejando arrendada mi hacienda en 600 pesos"... "Señor, en todo este tiempo no he visto medio..." "...ya que usted me ve sola en esta isla y abandonada de mi familia, creo que la compasión, nuestra antigua amistad, hará que usted disculpe el llamar su atención con mis simplezas; pero, señor, usted puede comisionar a cualquier persona, y ser servido.. 56

Vale la pena que se observe la forma natural en que va revelando su genio altivo, irónico y batallador, buen espanto para el más vituperable de sus enemigos hasta entonces: el general Santander. También apréciese su convencimiento firme de que el tiempo tendría que justificarla, por sobre la confabulación mañosa de sus calumniadores: insignificantes homúnculos frente al ojo de la historia. Asimismo repárese en la fidelidad a su amado, inspiración de sus actos, cuyos papeles salvó de los dolosos afanes de las autoridades bogotanas que pretendían arrebatárselos. Y particularmente véase que ella en realidad sufrió, hasta por dos veces, la mordedura de una culebra venenosa en Guaduas, que la puso en las condiciones de padecimiento mortal en que aseguró haberla encontrado Juan Bautista

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Boussingault. Pero no deje de notarse, simultáneamente, que ello acaeció durante los días del pronunciamiento militar contra Santander. Esto es, dos años y siete meses después del fallecimiento del Libertador: en julio de 1833. De ese modo se podrá desmentir en forma terminante la afirmación de aquel científico francés, contenida en sus "Memorias", de que el percance sufrido por Manuelita fue consecuencia de su propio intento de suicidio, al recibir la abrumadora noticia de la extinción de su compañero. Ahora bien, en cuanto al destino mismo de la carta, es preciso que se juzguen los porqués del silencio que hizo Flores en torno del pedido de su autora. El más visible y preponderante parece el de una reacción que no era rara en el General, y que moralmente le empequeñece: su sospechoso ejercicio de la gratitud y la lealtad. Ya se le había sin duda encallecido la sensibilidad frente a la memoria de Bolívar y a las muestras amistosas de la heroína de Quito. Los otros podían haber estado determinados, aunque en un plano anejo y circunstancial, por los acontecimientos que en ese tiempo zarandeaban la vida pública del caudillo voraz, y que aquella no los conocía. Juan José Flores no se halló en verdad libre de tropiezos desde cuando aceleró la constitución autonómica del Estado ecuatoriano, para precipitarse a conducirlo. Al contrario, se le veía moverse en medio de un torbellino de rivalidades, de enconosas insatisfacciones, de mancillas en los principios y la conducta, de ambiciones y audacias. Porque con ese desventurado carácter se inauguró la historia republicana del Ecuador. Y ella ha continuado más o menos igual hasta ahora, como si tal maldición se hubiera negado a desaparecer. El primer, cuartelazo se dio precisamente cuando Flores tenía apenas siete meses en el poder. Diciembre de 1830. Pero, hombre políticamente afortunado en medio de los estragos que su presencia provocaba, ni siquiera alcanzó a caerse del todo de la silla presidencial. Porque un contragolpe, originado en la misma fuerza militar, desconoció al subsiguiente día el anterior pronunciamiento. Así, casi por arte de birlibirloque, logró enderezarse. Y sostenerse sin

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trepidaciones colectivas mayores ni desafueros de gobierno muy descarados. Hasta 1833. En ese año preciso, a mediados de mayo, un buen número de jóvenes de ideas nacionalistas, o de credo antifloreano, rodeó al estudioso británico Francisco Hall para fundar, bajo sus estímulos intelectuales, una sociedad democrática: El Quiteño Libre. Al mismo tiempo, con ardor cívico y una fiel vocación a los desafíos, algunos de ellos se esforzaron en publicar un periódico homónimo, bajo la dirección de Pedro Moncayo. Y bien se puede asegurar hoy que nada conmovió el ambiente de entonces como la desacostumbrada rotundidad con que se pusieron a acusar al jefe de Estado, de inepcia para el ejercicio de sus funciones, de atropellos a la ley, de aprovechamiento inverecundo de los fondos públicos, de abusos contra la gente del campo. Las incriminaciones, voceadas sin asomo de cobardía, fueron creando simpatizantes de la belicosa agrupación en muchos sectores del país. Pero, en la misma medida, fueron levantando el impulso vindicativo del caudillo, en cuyo interior resoplaban las iras habituales del soldado. No estaba él para tolerar largamente esa mortificación. Ni para permitir que se intentara producir el desmoronamiento del régimen. Su instinto de peleador y el consejo de sus adláteres le hacían probar arbitrios de prensa y condenables estratagemas para defenderse. Creaba hojas periodísticas oficiales. Conseguía columnas privadas para su exaltación y el pugnaz denuesto a sus opositores. Pues que en verdad el relieve de algunos de ellos le preocupaba. Aparte de Hall y de Moncayo, era indudable la proyección ciudadana de dos figuras: la del general José María Sáenz -cohermano de Manuelita, ex compañero de armas y antiguo colaborador del propio Flores-, y la del político guayaquileño Vicente Rocafuerte. Los pardos hombres de pluma que él agavilló en favor de su causa negaban que se estuviera preparando la perpetuación presidencial a que insistentemente se referían los redactores de El Quiteño Libre. Pero lo hacían con todo cinismo, a sabiendas de que una de las oscuras estratagemas del gobernante consistía precisamente en confabular a los congresistas para que le otorgaran el ejercicio de

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las facultades extraordinarias. Mediante ellas aspiraba a debelar la acción de sus rivales y a vigorizarse en el mando sin las limitaciones de la ley. No pararon por eso las diligencias de sus partidarios y abyectos servidores sino cuando, el 14 de setiembre de 1833, el voto mayoritario de los diputados le concedió el derecho a los abusos de autoridad que estaba esperando. Entre aquellos no figuró Rocafuerte, a pesar de que representaba a Pichincha. Había sido él un pertinaz ausente del país. Había rehusado en días de juventud participar, alegando causas que disimulaban mal su esquivez, en la conflagración generosa de los patriotas de Quito, en 1809. No era -lo diré de un modo que a nadie contraríe- un personaje querendón de la capital ni de sus cantones. Pero allí se estaba, posesionado de una representación en que el servicio a la provincia contaba menos que el individual intento de dispararse hacia otras posiciones. El rostro de la historia política, en esto, no ha variado en más de ciento sesenta años. Porque la misma ralea de prácticas audaces y tramposas persiste, hasta ahora, tan emperrada como la peor de las sarnas. Por cierto, pese a esta anotación clarificante, es asunto de honradez exaltar dos gestos enaltecedores de Rocafuerte, que muestran su inicial abominación de las tácticas floreanas en la absorción del poder. Aquellos destacan en medio de la conducta de fariseismo, de volubilidades, de contradicciones, de convivencia y pugilato que caracterizó a sus relaciones con el general venezolano durante una década entera. El primero de sus, gestos fue el de la comunión de rebeldía con los ideólogos de El Quiteño Libre. El otro consistió en el repudio a la docilidad con que el congreso otorgó facultades extraordinarias, al jefe del Estado, respondiendo a una propuesta oficial. Esa impugnación estuvo contenida en un pliego de frases exasperadas, pues que él por inasistencia a la correspondiente sesión parlamentaria, no pudo hacer oír su condenación. Los términos del

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Idem., p. 45 Correspondencia del Libertador con el general Juan José Flores. Op. cit., pp. 284-285.

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escrito de Vicente Rocafuerte guardan todavía el metal vibrante de su insofocable protesta, con alusión precisa a sus compañeros diputados y al ministro García del Río: ministro malvado, godo hipócrita que, a pretexto de una conspiración imaginaria, había arrancado a un congreso corrompido, compuesto de clérigos aspirantes, de empleados serviles, de monopolistas interesados en el agiotaje, la concesión de facultades extraordinarias.57

Con armársele de ellas, al gobernante le quedaba franco el camino para la consumación de sus revanchas. O sea para hacer reventar la pólvora mortal y multiplicar los castigos, que consistían en el encarcelamiento, la vejación, el destierro y la imposición vandálica del silencio. Rocafuerte salió desterrado, previa la destitución con que le sancionaron los propios compañeros de diputación, irritados evidentemente por las ofensas que disparara en su contra. Flores, que, se carteaba con él en un plano de conocida amistad, al verlo entre los opositores saboreó las amarguras de la más abrupta indignación, y lo sacó del país. Tiempo y razones tuvo el general para releer sin duda una de las últimas epístolas que recibió de Bolívar, y cuyas advertencias sobre el legislador guayaquileño le estaban resultando proféticas. Estas fueron sus expresiones: Barranquilla, el 9 de noviembre de 1830 (un mes y ocho días antes de su muerte).- Advertiré a usted que Rocafuerte ha debido partir para ese país, y que este hombre lleva las ideas más siniestras contra Ud. y contra mis amigos. Es capaz de todo y tiene los medios para ello. Es un ideático, que habiendo sido el mejor amigo mío en nuestra tierna juventud y habiéndome admirado hasta que entré en Guayaquil, se ha hecho furioso enemigo mío, por los mismos delitos que Ud. ha cometido: haberle hecho guerra a La Mar y no ser de Guayaquil, con las demás añadiduras de opinión y otras cosas. Es el federalista más rabioso que se conoce en el mando antimilitar encarnizado y algo de "mato". Si ese caballero pone los pies en Guayaquil, tendrá Ud. mucho que sufrir, y lo demás, Dios lo sabe. Vendrá La Mar, Olmedo los idolatra y no ama

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más que a él.. 58

Le hacía también relación, en el mismo documento, de varios acontecimientos de Colombia, y terminaba con unas palabras de advertencia que Flores desoyó: "rompa esta carta luego que la haya leído". Es decir, le exigía la lealtad con que decentemente se debe corresponder a la reserva de materias confidenciales. No la hubo y quedó, en fin, el documento para la posteridad. Pero lo bueno es que, si ahora se ordenan en un plan descriptivo las puntualizaciones que allí fue haciendo el Libertador, se puede tener un interesante retrato psicológico de Vicente Rocafuerte. Solía entonces tener aquel hombre ideas muy duras, no solo contra personajes a quienes miraba mal, quizá por su poder mismo y su preponderancia, sino aun contra los amigos de éstos. Les destinaba así la salpicadura ácida de su desprecio, que se multiplicaba en el más numeroso de los efectos. En dicha propensión era "capaz de todo", ya que no carecía de recursos -los de la imaginación rápida y el influjo, y en varios momentos, los del mando-. Dentro de esta temible capacidad estaba, comprobadamente, hasta el dictar la muerte del opositor. Era también un "ideático", o alma de irrazonables obstinaciones, pues llegaba al extremo de trocar sus sentimientos amistosos en reacciones de incontrolable rencor, por causa de alguna pasajera circunstancia, o por impulsos subjetivos. Se había constituido, en medio del tiempo azaroso en que vivía, no en el sereno defensor de un adecuado sistema de organización administrativa, sino en un "rabioso federalista". Lo que, situando su caso en el ámbito nacional, significaba poseer la naturaleza del intemperante partidario de ofensas regionalistas, para quien un individuo se hacía acreedor a su repudio solamente por "no ser de Guayaquil". Aunque se hubiera tratado de uno de los mayores

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Carlos Landázuri Camacho, Epistolario de Vicente Rocafuerte, Estudio y selección, Quito, Banco Central del Ecuador, volumen 1, p. 75.

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genios de la humanidad (Bolívar). Hay más: una razón de fervor político momentáneo le llevaba, en forma desaprensiva, a quitar valor a hechos de relieve de años anteriores, que se habían incorporado ya a lo perdurable de la historia. Y, por fin, era evidente que le enajenaba, desde hacía décadas, el afecto de un conterráneo, suyo que había dado pruebas similares de guayaquileñismo agudo, en cierta medida constrictor de pensamientos y actitudes: José Joaquín Olmedo. Los detalles de la imagen precedente, quiérase malentenderlos o no, son el trasunto fiel de lo que expresó Bolívar en su carta. Y, a fuerza de varios episodios registrados en la memoria patria, cuyo eje fue Rocafuerte, tendrán que ser admitidos con su clara condición de verdaderos. Pronto evocaré aquí algunos eventos probatorios de ello, una de cuyas consecuencias fue la de estragar injustamente la suerte de Manuelita Sáenz. Pero lo oportuno en este momento es precisar que la observación del Libertador acerca de que los dos fueron inmejorables amigos en su "tierna juventud" se refiere a los días de París de 1803 en que se conocieron y se trataron, mientras ambos se hallaban en sus veinte años de edad. E igualmente oportuno es recordar que el afecto de Rocafuerte por Bolívar se transformó de repente en violento rencor. Para desvanecer cualquier duda no hay sino transcribir algunas de las imputaciones que contiene una comunicación oficial que personalmente escribió a Juan de Dios Cañedo, Ministro de Relaciones de México, desde la ciudad de Londres. El documento está fechado el 18 de setiembre de 1828, y tiene estas absurdas afirmaciones: …el General Bolívar aspira a coronarse, y que puede entrar en los cálculos de su hipócrita ambición el plan de vender los intereses republicanos de la América, como ha vendido ya los de Colombia... Bolívar se ha quitado la máscara del patriotismo, y es capaz de todo, en el delirio de su ambición bien puede ofrecer a la España el auxilio de Colombia para realizar esta maquiavélica transacción, si le aseguran de rey o de jefe absoluto vitalicio de Colombia.59

No sé si en toda la vida independiente del Ecuador, fruto del esfuerzo de ese titán generoso, haya habido en el país otra persona que

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hubiese ensayado descargar contra su benefactor juicios tan llenos de aversión. Pero en el ánimo del general Juan José Flores no estaba el hacer que Rocafuerte respondiera a la culpa de aquellos ultrajes, sino el defenderse a sí mismo tras conocer sus impulsos. Así, aprovechando sin demoras las facultades especiales con que le favorecieron sus áulicos y muchos de los monigotes del congreso, amaestrados en decir siempre sí al gobierno, se apresuró a ordenar el destierro de aquel enemigo y de otros ciudadanos. Ninguno de ellos, y seguramente ni el centellante autócrata, contaron desde luego con lo que se había estado gestando en Guayaquil: una subversión armada. Que se presentó como réplica vehemente a los poderes extraordinarios de Flores, a muy pocos días de la decisión legislativa: el 12 de octubre de 1833. Rocafuerte no solo se salvó del exilio, sino que halló la oportunidad de incorporarse al pronunciamiento militar, y aun de convertirse en su cabecilla. Las consecuencias inmediatas no podían serle, por cierto, afortunadas. Porque no era fácil desafiar a un hombre recio, apegado al frenesí de los combates y a la voluptuosidad de la sangre derramada, y que alguna vez hasta había visto desplomarse, malherido por las balas enemigas, al animal sobre el que estaba dando su batalla. El coraje que le singularizaba, las experiencias de soldado en las que se había curtido, y por fin la decisión de salir a defender sus privilegios y vanidades de autoridad suprema, le impelieron a la organización acelerada de sus tropas y a la marcha sobre Guayaquil. Venció a los rebeldes. Algunos de ellos, siempre en redor de Rocafuerte, se refugiaron en una fragata, y fueron a dar en la isleta de Puná, de gente escasa, pobre y desamparada. El líder se fue luego a Lima a buscar apoyo -esas cosas se hacían, a impulsos de ambiciones descontroladas- y a traer consigo -eso sí no se hacía ni a través de la imaginación- una imprenta para ponerla a sudar tinta en la soledad de aquel poblacho medio bárbaro, con hojas periodísticas contra Flores. Sin embargo, la belicosidad tuvo que acabarse el 18 de junio de 1834, tras una orden

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dictada por éste para que se capturase a su rival. Dos días después se lo encerró en un cuartel de Guayaquil. Había grupos gobiernistas que clamaban para que se le fusilara. Pero hubo también una voz ardorosa, tenaz, influyente, para que se le redimiera de castigos. Fue la voz de su paisano del alma, de su personalidad gemela: José Joaquín Olmedo. A la postre menudearon las conversaciones. Y, como en verdad faltaban pocas semanas para la terminación del período presidencial floreano, la intuición y la habilidad, de los dos protagonistas de aquellos encontronazos les inclinaron a pactar. A desenvolver un diálogo de ventajas mutuas, de tomas y dacas. Flores le entregaba el mando. Rocafuerte le confiaba el destino de las fuerzas armadas. Quién sabe si hasta definieron bien su futuro. Efectivamente, completado el nuevo tiempo de gobierno -esto es, el del político guayaquileño, en 1839-, el cuidadoso cedente, es decir Flores, tendría las seguridades de recuperarlo, con la promesa de colocar al otro desde ese año en la gobernación de Guayaquil. El convenio, listo para hacérselo público no dejaba transparentar, por supuesto, los puntos de ese enigmático intercambio de voluntades. Que llegó a incluir, al irse trenzando todos los acuerdos, hasta una relación de compadrazgo entre ambos. En las cartas que Rocafuerte dirigió a Flores puede el lector encontrar unos muy rendidos saludos "a mi comadre doña Merceditas", esposa del segundo. Desde luego no faltó en este caso, ocho años después de la alianza, la fatalidad de su ruptura. Y entonces ocurrió lo que con tanta expresividad ha advertido la sabiduría popular como práctica harto infalible: que "enojados los compadres se dicen las verdades". Propiamente, para precisarlo de algún modo, este trueque de dignidades, este notorio peloteo de poderes e influencias, comenzó el 25 de julio de 1834, cuando Flores nombró a Rocafuerte "jefe superior". Esa condición pasó a ser la de "jefe supremo" pocas semanas más tarde, por la decisión de una asamblea de padres de familia de la ciudad. En seguida vino lo que él mismo estaba

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esperando, y de cuya complacida reacción dan prueba estas palabras, en que la adjetivación se muestra desproporcionada por el exceso de su entusiasmo individual: Los guayaquileños, electrizados y desesperados de la paz, resolvieron sacar de su retiro al general Flores y lo nombraron, en una junta popular, Comandante en Jefe del Ejército del Guayas.

Se había dado así el primer paso hacia una de las peores hecatombes del país: la de la masacre de Miñarica, ocurrida el 16 de enero de 1835, en un sitio aledaño a la ciudad de Ambato. Llamar a ese suceso con el nombre de guerra civil o de encuentro fratricida, pese al horror que entrañan estas voces, sería faltar a la objetividad del juicio. Porque consistió en una arremetida feroz, extremadamente sangrienta, de fuerzas potentes y sólidamente organizadas que comandaba el general Flores, contra una tropa interiorana de gente sin preparación militar, que había salido de campos y ciudades con el fervor límpido de restaurar el ejercicio de sus derechos. La responsabilidad de este hecho que ha condenado la historia nacional tocó, casi por igual, a los dos personajes que he venido mencionando: el jefe supremo y el jefe del ejército o ejecutor de la atroz victoria. Pero quienes más ardorosamente lo celebraron fueron el propio Rocafuerte y el poeta Olmedo. El primero hizo leer un bando oficial en las plazas exaltando "las glorias de Miñarica", organizó un desfile de ciudadanos por las calles de la urbe, precedido de trompetas y tambores marciales, y dispuso que las campanas de las iglesias fuesen tocadas simultáneamente a rebato. El júbilo y el orgullo no cabían en su pecho. Al pie de la cordillera, en cambio, cientos de familias enterraban a sus muertos con inconsolables manifestaciones de duelo. Por su parte, Olmedo confesaba que después, de diez años -los corridos desde el "Canto a Bolívar"- se le había despertado la musa heroica, como para inducirle a escribir versos de brío y 60

Vicente Rocafuerte, Op. cít., volumen 1, página 286.

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entonación semejantes a los de aquel: esta vez para perennizar la figura de Flores. Oportuno es que recuerde que Juan Montalvo, genial ensayista del mismo siglo, aludió a dicha oda afirmando lo que sigue: Calystenes dice que el mar de Panfilia se agachó para adorar a Alejandro. Olmedo quiere que el Chimborazo haga la propia demostración con un mosquito: "Rey de los Andes, la ardua frente inclina, -que pasa el Vencedor"-. Esta cláusula tan bien rompida conviniera a la grandeza de Bolívar, antes que al jefe hiperbólico que pasaba caballero en un chivo a destruir los huevos de grulla.

Se debe por fin anotar que la acerbidad de este desgraciado episodio se perpetuó en los efectos de odio que fue prendiendo en las partes contendientes, y más en los elementos de la fuerza triunfadora. Particularmente en su inspirador el jefe supremo. El centro al que se proyectó el rayo de exterminio y de abruptas condenaciones, verbales de Rocafuerte fue, naturalmente, el de sus adversarios armados, pero también el de los ideólogos y representantes del ejercicio constitucional del poder. Entre estos se contaban sus antiguos compañeros de El Quiteño Libre, y el ex vicepresidente y legítimo encargado de la función ejecutiva José Félix Valdivieso. El cual tuvo que tomar el camino colombiano de Popayán. Allí voceó, a través de la prensa, sus reclamos y acusaciones. El gobernante guayaquileño, jactándose de sus actos absolutamente dictatoriales, ordenó que "para calmar su rabia" le embargaran todas las haciendas que poseía. Y a Flores, con un contento sádico, le dijo entonces en una carta: "Imagínese como estará contra mí doña Catita", la esposa de Valdivieso. Un año después seguía hablando, y con las peores injurias, de la desesperada matrona de la capital: Catita Valdivieso nos está haciendo una guerra horrible; ella tiene furor uterino de plata y de revolución; y con tal de saciar su venganza y salir de sus trampas por medio del poder, es capaz de

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Idem., p. 147 y ss.

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vender su alma al diablo, y su cuerpo al primero que quiera servir sus ambiciosas aspiraciones.60

Desde luego, el ambiente de espanto establecido por la tiranía, como consecuencia de la masacre de Miñarica, tiene que verse sobre todo, aunque sea ligeramente, á través de las instrucciones que Rocafuerte dictó a su general Flores. Basten para ello estas pocas muestras: use "un rigor que toque en crueldad"; los oficiales rebeldes que vuelvan al territorio "serán fusilados"; "con pérfidos y malvados de esa clase no hay más transacción que la de mandarlos al otro mundo"; "aquí seguimos desterrando a los oficiales fugitivos de Miñarica que se van presentando"; "ayer sorprendimos en Taura al capitán Álava ... probablemente pasado mañana saldrá de este mundo por el gran viaje de la eternidad". "Como solo suspiro por la paz"61, se atrevía a decir en son de excusa. ¡Qué manera bárbara de suspirar por la paz! El general Juan José Flores le resultaba, ciertamente, el hombre apropiado para ejecutar sus determinaciones. Militar de rostro duro, de carácter frío como el acero, de manos emparentadas con el dolor que producen la pistola y el sable. A propósito de esta observación sobre él, he de reconocer que las memorias que acabo de esbozar están dejando de incluir un punto que constituyó el antecedente de esta cadena de calamidades, y el cual fue de responsabilidad específica de Flores. Pues éste ejercía entonces las funciones de presidente de la nación. Me refiero al baño de sangre con que estremeció a Quito el 20 de octubre de 1833, cuando sus escuadras de fusileros acribillaron sorpresivamente, bajo la oscuridad de la medianoche, a los jóvenes opositores de El Quiteño Libre. Entre los pocos que consiguieron escapar se halló el general José María Sáenz, cohermano de Manuelita. Que hizo rumbo a Colombia, no por la maldición de la derrota ni el estigma de la cobardía. Al contrario, le animaba el deseo de buscar los medios de organizar su propio movimiento antifloreano. Reunió en efecto doscientos hombres y los condujo, a través de la frontera, hacia su capital nativa. Iba guerreando, de norte a sur, con la decisión de poner freno a los abusos o morir. Eso le escucharon los que le seguían.

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Desventuradamente, fue víctima de una celada en la población de Pesillo, a poquísima distancia de Ibarra. Y allí mismo se le privó de la vida, quizá criminalmente, cuando ya habían cesado los fuegos del combate. Murió a las seis de la tarde del 21 de abril de 1834. Nada de esta trágica realidad había llegado a conocimiento de la heroína quiteña cuando escribió al general Flores su carta de Kingston, en el mes de mayo de ese año. Y demoró aún en ir enterándose de algunos de esos tenebrosos acontecimientos, a causa del aislamiento en que había caído. Además, ningún tipo de correspondencia epistolar aleteaba ya entre sus manos. Ni la respuesta que esperaba le llegó nunca. Obligada por eso concentró sus iniciativas, siempre firmes e inteligentes, en el establecimiento de las industrias caseras que dominaba. Acción humilde y conmovedoramente ejemplar era ésta frente a las que dieron carácter a su meteórica trayectoria americana. Pero no fue desafortunada. Porque mediante sus utilidades logró el sostenimiento de ella y las dos criadas, y pudo acumular ahorros para el regreso a Quito. La pareja de negras ensayaba los contactos que requería el negocio, y se movía en ayuda de una parte de las labores de la patrona, y en la atención misma de las ventas. Comúnmente lo que producían no alcanzaba a cubrir la demanda. Sobre todo por la presencia trashumante de la marinería extranjera, inquiridora de las novedades de la isla. Por supuesto, jamás se empañaron en estos trabajos la dignidad ni la espontánea altivez de la encantadora mujer. Además, era perceptible que poco a poco se extendía entre la gente el comentario sobre la impar naturaleza de su historia. Algunas familias buscaban la amistad con ella, pero no en un plano de intimidad, porque todos advertían la renuencia de Manuelita para ello. En verdad no le gustaba que la visitaran allí en esa residencia tan improvisada, como de persona que estaba a medio levantar el vuelo, según la conocida metáfora popular. Y así se le fueron un año y cinco meses en Kingston. Pues que en setiembre de 1835 se embarcó, por fin, con rumbo al Ecuador. Poco tiempo después, en la segunda semana de octubre, ya estaba visitando a Flores en su despacho de jefe militar de Guayaquil.

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Ese encuentro se debía a la necesidad de pedirle un salvoconducto para pasar a la capital. Obsérvese bien lo que le estaba ocurriendo. La extraordinaria quiteña, que dio pruebas de una vida brillante y hazañosa no superada en su época, ni en la de ahora; la límpida, digna y tutelar amante de Bolívar, proveedora de alientos generosos para que estas repúblicas se constituyeran, no podía entrar libremente en la suya. Precisamente ella, que merecía que las autoridades convocaran a su pueblo para ofrecerle manifestaciones de adhesión y gratitud, y a quien, por lo mismo, debían ampararla en su ansioso retorno a la ciudad nativa y a la heredad que tuvo que abandonar para asumir su destino heroico, advertía de pronto la terminante privación de sus derechos. Se la estaba imponiendo el uso de una autorización escrita para volver a su propia casa. Los motivos no requieren ningún desciframiento especial. Ante todo, véase el por qué de mi descripción de los comportamientos tiránicos de Rocafuerte. Quedaron reveladas, entre tantas cosas, su disposición adversaria frente al Libertador y sus amigos. A ello se debe agregar el recuerdo de su condición política de interlocutor del general Santander, a través de cartas e informes. Y solo así, en forma consecuente, será posible palpar de inmediato el influjo del odio santanderino contra Manuelita en las prevenciones de que ya se había armado el gobernante guayaquileño para la eventualidad de su regreso al país. La desterraría también, sin pensar dos veces. Sabemos ya cómo se complacía en el uso de esta medida contra sus enemigos, cuando no "los sacaba de este mundo". Por eso Juan José Flores, decidido en un primer momento a servir a la admirable quiteña, a quien había conocido desde 1822, creyó conveniente ayudarla con el salvoconducto y algunas indicaciones verbales para su mejor uso, durante la marcha. Él se entendería luego con Rocafuerte, según se lo expresó. Aún más, escribió en seguida una carta de recomendación a éste. Tranquila pues, y segura de sí misma, ya que no ocultaba 62

Jorge Villalba F. S.J., Op. cit., p. 99.

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ninguna enfadosa intención, la heroína se encaminó a sus tierras en compañía de las dos sombras cariñosas que jamás se le desprendían: Jonatás y Nathán. Pero en la primera ciudad de la sierra sufrió, de repente, un ramalazo de atropello y afrenta de la tiranía. Efectivamente, bebiéndose las distancias para llegar a tiempo, entró en Guaranda un edecán de Rocafuerte. Y con el mismo apresuramiento, pues que había caído ya la noche, buscó la casa del Corregidor, Antonio Robelli. Sin casi saludarlo le hizo conocer la orden presidencial de impedir que Manuelita continuara su viaje. El funcionario aquel obró en seguida, con los sobresaltos de quien sabía lo que era incumplir las disposiciones del insofocable autócrata. Se fue a la posada de la forastera. Llamó a sus puertas. Con nerviosa vehemencia le suplicó atenderle. Y tras conseguirlo le enteró de la conminación del gobierno, abusiva por donde se la mire, de volver a Guayaquil para abandonar el territorio patrio. De veras ignoraba Robelli el temple de la mujer con la que se veía obligado a enfrentarse. Por manera que lo conoció de golpe, mientras se enredaba en explicaciones, ademanes y disculpas. Vale decir que toda la leyenda de apariencia personal perturbadora para el sexo femenino, de magnetismo de pisaverde, con que Juan Montalvo evocó a este sujeto en El regenerador, si algún fundamento ello había tenido, debió en ese momento, en un minuto, írsele a los pies. Porque Manuelita -la de siempre en tales circunstancias- se llenó de cólera y, casi gritándole, como se merecía, le respondió que no haría caso de tamaña estupidez, y que le pidiera a quien servía de alcahuete del dictador que se volviera a Quito con ese recado suyo. Ni arrastrada -aseguró- sería sacada del país. Para ella no había sino dos cosas imperativas: la ley y el salvoconducto del jefe militar que había recibido. A la mañana siguiente, muy temprano, se vio precisado a mandarle la nota que reproduzco luego, con la comunicación del Ministro del Interior que ni siquiera consiguió entregársela personalmente: Corregimiento de Guaranda. Octubre 18 de 1835. A la señora Manuela Sáenz.- Por el oficio que a usted acompaño se hará cargo

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del orden que tengo para impedir a usted su marcha a la ciudad de Quito. Y ha de regresar del punto donde sea usted encontrada. En esta virtud sírvase venirse usted inmediatamente a este lugar en donde se halla un edecán de S. E. esperándole para comunicarle las órdenes que tiene. - Dios guarde a usted.- Antonio Robelli.62

Malhumorada, en grado mayor que lo estuvo en la noche de la víspera, acudió la bella coronela a la citación. No había conocido al oficial que hacía de edecán, y que ahí se le presentó con señales de respeto. Poco fue pues lo que habló con él. En cambio se dirigió hacia el corregidor para volver a enrostrarle las molestias que le habían producido las impertinencias del gobernador del Guayas, responsable de los primeros tropiezos, y desde luego las instrucciones presidenciales. Insistió en que el general Flores le había garantizado la seguridad de su paso a la capital. Convinieron finalmente en que ella mandaría una respuesta inmediata al ministro y que asimismo pondría a disposición de Robelli un mensajero expresamente contratado, para que llevara a Guayaquil la carta de consulta que él le prometía elevar, en seguida, al mencionado jefe militar. Esto último se cumplió en el curso de la mañana. Pero las palabras del desconcertado funcionario, medio suplicante y medio chismoso, probaban las vacilaciones de un hombre servil que no atinaba a equilibrar sus muestras de sumisión frente a dos amos que no estaban coincidiendo entonces en el dictado de sus voluntades. Mientras tanto Manuelita tornó a la posada guarandeña, en la que ya le esperaban con las bestias preparadas sus dos esclavas. Y pronto empezaron a galopar por el agreste camino que conduce a los helados declives del Chimborazo, con el ánimo de llegar a la ciudad de Riobamba. Como no encontraron sorpresas de ninguna clase, se detuvieron en la hacienda de Casaychig para un reposo necesario, y para desensillar y abrevar a sus animales, derrengados casi por la fatiga. Lamentablemente en ese lugar les dio alcance una partida de soldados del corregimiento de Guaranda, que con amenazas de fuego 63

Idem. pp. 105-106.

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las obligó a regresar por el mismo penoso camino. Flores no había prestado atención a la consulta de Robelli, y éste, naturalmente, se precipitó a recuperar el tiempo que en ello había perdido. No quería seguir atormentado por la preocupación de las demoras en el cumplimiento de la orden de Rocafuerte. Y, claro, a eso se debió el que otra vez desmontaran las tres viajeras en la posada de la que creyeron arrancarse para siempre. Se sentían realmente abrumadas por el despecho y el cansancio. Pero, pese a eso, en aquel mismo día -20 de octubre-, gestudo por el frío y la lluvia, Manuelita despachó su carta al ministro del interior. Así se desahogaba, y satisfacía su compromiso con la autoridad guarandeña, y probaba la utilidad de la alegación de sus derechos. El documento resultó invaluable dentro del conjunto de sus escritos epistolares, por el acento de ponderación de sus reflexiones sobre el sentido de las responsabilidades ética y cívica; por la punta de ironía, a la vez, contra el funcionario provincial del Guayas que la fastidió torpemente con el ánimo de halagar al jefe del Estado, y desde luego por la confesión patética de su situación en el país propio al que había vuelto, y en el que se le aborrascaba como nunca su destino de soledades. Si bien la carta estaba dirigida al ministro, coronel José Miguel González, un extranjero que también se atrevió a denostarla en una extensa comunicación a Flores, Manuelita no le trató en sus líneas sino como lo que era aquel, un simple intermediario del presidente, una mano de escribiente dócil de las palabras, ya olímpicas, ya infamantes, ya tormentosas de su jefe. Por eso inteligentemente le pidió, de entrada, que dijera "a su Excelencia lo que suscribo". Y en seguida puso estas expresiones, realmente admonitorias para un gobierno que andaba hallando pretextos para el despotismo en las peleas de partidos y facciones: Que me sorprende el Excelentísimo Señor con tomar una medida

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Idem., p. 106.

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tan alarmante a ambos partidos: los unos me considerarán enemiga, y los otros amiga; juro a la faz del mundo no ser ni uno ni otro. Señor: soy amiga de mis amigos de ambos partidos, siento las comunes desgracias.

La referencia zumbona a los desaguisados de la autoridad provincial guayaquileña se contiene en estos términos: En Guayaquil me manda el Gobernador desocupar el lugar dentro de veinticuatro horas, alegando no haber presentado mi pasaporte; cuando los niños de teta saben que esto vale la pena de cuatro pesos; a más que yo le entregué al Capitán del Puerto... 63

El que procedía así era uno de los colaboradores más cercanos de Rocafuerte: Vicente Ramón Roca. El "zambo" o "mulato Roca", como le llamaban todos a sus espaldas. Y al presidente mismo -gran incitador de las tropelías que se estaban cometiendo- le aleccionaba Manuelita con una irrefutable advertencia: "Un gobierno legal no es más que un agente de la Constitución". Pero él prestaba más oídos al gobernador, al corregidor (que hizo saltar las primeras chispas de la alarma), a la corte de aduladores, intrigantes y metemuertos que se afanaba en asegurar que "la Manuela", "la Libertadora de Colombia" -como hermosamente la identificaban los hombres de los cuarteleshabía llegado al país para "hacer la revolución" y "vengar la muerte de su hermano". Es fama que los tiranos son propensos al temor y que ven fantasmas amenazadores por todos lados. Algo de eso se descubre en el nuestro de entonces, no obstante su relieve de intelectual y de estadista tan indiscutible. Y cualquiera conseguiría percibirlo a través de las cartas que escribió sobre este asunto. Pero, como había que esperarlo, la gran quiteña embellecía su elocuencia tratando de conjurar la mentira atroz de los que intentaban "hacerle parecer criminal". Aunque de nada le sirvió eso, vale la pena recordar aquí lo que afirmaba: Una mujer desgraciada iba a visitar su suelo patrio, a ver amigos, y parientes, y a decirles un adiós, quizá para siempre; y a recoger lo poco que dejó al partir para Bogotá. A vender la hacienda que heredó de su madre, para retirarse a morir con sosiego en un país

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extranjero: ¿Y será posible que hasta eso se le prohíba? 64

Y tal ocurrió, en efecto, a pesar de lo que haya de pesadillesco en imaginarlo siquiera. A la verdad este hecho podría representársenos con el contorno de una tragedia clásica, en la que nuestra heroína fuera cobrando el perfil de una de aquellas figuras arrebatadoras o patéticas de los mitos de la antigüedad helénica. El responsable central de esta desgracia, que tuvo una larga consecuencia de renunciamientos y desolación en la existencia de Manuelita, fue por cierto Vicente Rocafuerte: este magistrado, con todo lo que tuvo de reformador y progresista, no podrá jamás, pero jamás de los jamases, ser exculpado de este acto de ceguera y barbarie. Para cometerlo no vaciló ni en decir, con la desaprensión de cualquier difamador, que él tenía un "conocimiento práctico del carácter, talentos, vicios, ambiciones y prostitución de Manuela Sáenz". Las cuatro cartas que dirigió a Flores en el mes de octubre de 1835, y la que envió el 10 de noviembre del mismo año a su otro "compadre", el despótico general Santander, son una buena demostración de la deplorable conducta de yerros y rigores que asumió frente a la más admirable personalidad femenina de la emancipación hispanoamericana. Destino de heroicidades y retraimientos, de gloria y desventuras el de aquella, en esta ocasión se la aventaba a un segundo destierro. Que tendría que sobrellevarlo en el desolado puerto peruano de Paita. Una mujer dos veces desterrada: no hay tiempos ni países en que se hayan registrado episodios de linaje semejante.

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CAPITULO XXVIII El polvo de Paita no pudo borrar su nombre La orden de abandonar el Ecuador no era solo inexorable, sino también premiosa. En horas se contaba el plazo que se le había dado a Manuelita. El pluripotente jefe de los ejércitos Juan José Flores, el "amadísimo general", según el tratamiento que recibía de Rocafuerte a través de una de sus últimas cartas, apenas alcanzaba a formular ante la gran quiteña los ruegos de su perdón, en prueba de una sospechosa debilidad para salvarla. El gobernador del Guayas, por su parte, gozosamente solidario con el presidente de la república, cumplía las disposiciones de éste con la puntualidad del verdugo. Bien vigilada -como se hace con un peligroso enemigo de la sociedad- la mandó hasta el primer barco antillano que acoderó por allí, y que iba con rumbo al sur. No se detuvo a examinar si eran aceptables o no las condiciones materiales para la viajera. Únicamente le movía el afán de apresurar su salida. En la historia de este país no hay sino un caso igualmente abrupto en la ejecución de una orden de destierro: el que soportó Juan Montalvo, ahí mismo en Guayaquil, por voluntad del déspota "Ignacio de los Palotes": es decir, del general Ignacio de Veintemilla. Fue así como se arrancó Manuelita de su tierra con el único consuelo de la compañía de sus esclavas. Sentía de nuevo el aire inconfundible de los mares. Un aire desatado y salobre, que quizá le

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devolvía hacia el pecho el impulso de las maldiciones, las quejas o los suspiros. La navegación se volvió lenta en medio de una opresiva incomodidad. Hasta que por fin aparecieron los trazos vagos de Paita. Pero, por desgracia, la contemplación de ese puerto pobre y adormilado no constituyó para ella una razón de alivio verdadero, sino más bien otro estímulo de incertidumbres y de zahareños presagios. Desembarcaron a la postre la desterrada y sus sirvientas, ayudadas por gente del oficio, con un pesado equipaje. Ahí estaba, entre esos bultos, el baúl con los documentos del héroe imperecedero, a quien amó con todas las vibraciones del alma y de los sentidos, y cuya muerte descargó sobre ella una viudez irreparable. Porque no de otro modo hay que nombrarla: viudez auténtica fue la suya, tras el enlace radical, de pasión, alientos y destinos, en que se confundió su vida con la de Bolívar. Siguiendo los pasos e indicaciones de su guía paiteño, un hombre aindiado de piel áspera y habla escasa, las tres mujeres atravesaron, la estrecha faja de la playa. Anduvieron luego un camino de polvo amarillento. Manuelita se detuvo para confesar a Jonatás y Nathán su primera decepcionante impresión sobre lo que estaba observando: un mar sin transparencia ni destellos, que movía tristemente los estandartes de un oleaje verdinegro; un cielo brumoso, que parecía responder con una negación rotunda a los empeños de la luz y del azul del espacio infinito; un ambiente de calma pesada y sofocante, turbado en ocasiones repentinamente, por un soplo de viento marinero que iba arremolinando a ese polvo medio arenoso de hosca amarillez; un horizonte interminable, en que las pocas casas del poblado no hacían sino acentuar el espectro de las soledades del desierto. No obstante, hay que aclarar que la condición porteña del lugar permitía que hubiera en él una media docena de posadas en las cuales albergar a gente de tránsito, a mercadantes, a conspiradores o refugiados políticos, a enfermos que buscaban su clima para convalecer de reumatismo, artritis o malaria. Y permitía asimismo que

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hubiera, en el barrio Maintope, una casa celestinesca para la práctica del "amor de los marineros que besan y se van", y en la cual no faltaban las usuales facilidades de tabacos y licores recios, de enronquecidos cantantes de trasnoche, de mujeres expertas en las muecas insinuantes del rostro, y las nalgas. Pero, con o sin esos sitios, el aldeorro no podía ocultar un aspecto general que desanimaba o compungía. Así lo percibieron Manuelita y sus criadas en el breve recorrido a la posada, la menos modesta sin duda. En ella se hospedaron algunos días. Esto es, hasta cuando lograron tomar en arriendo una casa que les ofrecía los elementos indispensables para convertirla en cobijo hogareño. Por qué tiempo, no lo sabían las tres. Ninguna de ellas imaginaba siquiera que para la exiliada llegaría a ser una permanencia sin retorno. De años y años. Hasta el punto en que allí, en ese mundo de abandono, de melancolía, de polvorienta desolación, de recogimiento obligado y olvido, se le apagaría la vida. Sin embargo, aquella confabulación de los males del desierto y de la fatalidad aldeana para el apocamiento de las significaciones personales fue incapaz de desdibujar el perfil de grandeza de nuestra heroína. Por eso es que, con cierta disposición metafórica, y tomándolas como expresiones simbólicas de toda esa anuladora realidad, se podría asegurar que las afrentas de la arena, de consistencia movediza y perecedera, y del polvo invasor, aliado de la muerte, infaltables en el ambiente de Paita, no pasaron de ser alardes impotentes para abatir el destello seductor de la celebridad de Manuelita. Efectivamente, lejos de toda gloria pregonera, aunque legítima, y de toda notoriedad mañosa, insolente y fraudulentamente ventajista, que no cesan de alternar en la agitación de las ciudades, la extraordinaria quiteña -afincada en aquel puerto oscuro- atrajo sin buscarlo la atención consagratoria de personalidades superiores de su época. Y ello ha continuado hasta ahora. Pues que todavía se visita el lugar para conocer el paisaje de la vida postrera de la hermosa desterrada, y para ver qué es lo que aún queda en pie de las cosas que compusieron su mundo. Y si eso no llega a ocurrir, por lo menos se

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indaga de lejos cómo fue el puerto, y cómo es la naturaleza en que este se enmarca, para evocar a Manuelita vadeando sus tristezas y soledades. Una prueba de lo primero, trascendente y cautivadora, fue la peregrinación de Pablo Neruda. Cumplida ciertamente por determinación neta e individual de él mismo. Corrían los meses de 1940. Subió a bordo del barco "Reina del mar", en el puerto chileno de Valparaíso. Se dirigía a México, atendiendo una invitación, para leer en el anfiteatro de la Ciudad Universitaria de la capital su "Canto a Bolívar". Poema celebrado por muchos de sus infinitos lectores. El viajero fue pues haciendo aquel rumbo, y "gastando su corazón errante" -como lo dice- a lo largo de las costas sudamericanas del Pacífico. Hasta la altura de Paita, en donde el capitán de la nave aceptó su ruego de echar anclas por algunas horas. Bajó entonces allí, frente al desierto, en esa "soledad arenosa". Y se puso a caminar, a interrogar, a orientarse entre la hurañía invencible de sus rincones, hoscos unos y melancólicos otros, por el carácter mismo del medio natural. Avanzaba e iba sintiendo en el aire -con el don de penetraciones misteriosas del creador literario- el vaho de la presencia voluptuosa de Manuelita. Pero su afán era el de respirar en los sitios propios en que transcurrió la existencia de ella. Tocar las piedras y maderas tocadas por sus manos. Buscar finalmente el cementerio del pueblo. Descubrir, mediante pasos inciertos que hacen y deshacen el rumbo de lo que no se conoce, la fosa de la libertadora apasionada. La tumba que se tragó sus encantos, y en que ahora se destruyen sus huesos. Daba así vueltas y vueltas, como estimulado por las ansiedades privativas de un deudo íntimo. Porque en realidad pertenecen a una sola familia los seres escogidos por el índice infalible de la grandeza. Aquel poeta genial, gracias a las impresiones recogidas en su recorrido solitario y tenaz, escribió los versos de La insepulta de Paita, destinados a Manuelita. Constituyen ellos no sólo una de las mejores creaciones de Pablo Neruda, sino algo de lo más hermoso entre las elegías de la lengua castellana. Si antes nadie lo ha dicho, era el

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momento de decirlo ahora. Pero, por lo que tienen de testimonio animado y de revelación del poder de seducción de nuestra heroína, exigen además un sitio entre las intimidades de esta biografía. No la desnaturalizan. La vivifican más bien, iluminando emotivamente la imagen de la apasionante criatura. Atendamos pues a la confesión del extraordinario poeta, a través de estas brevísimas partes, indiscutiblemente útiles: "En Paita preguntamos por ella, la Difunta: tocar, tocar la tierra de la bella Enamorada. No lo sabían. Detuve al niño, al hombre, al anciano, y no sabían dónde falleció Manuelita, cuál era su casa, ni dónde estaba ahora el polvo de sus huesos. Arriba iban los cerros amarillos secos como camellos, en un viaje en que nada se movía, en un viaje de muertos, ................... No encontrará el viajero a la dormida de Paita en esta cripta, ni rodeada por lanzas carcomidas, por inútil 65

Pablo Neruda, Cantos ceremoniales, poema "La insepulta de Paita".

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mármol en el huraño cementerio que contra polvo y mar guarda sus muertos, en este promontorio, no, no hay tumba para Manuelita ......................... ........................ Y ella está aquí, pero ya nadie puede reunir su belleza. Las piernas que anidaron el imperioso fuego del Húsar, del errante capitán del camino, las piernas que subieron al caballo en la selva y bajaron volando la escala de alabastro. Los brazos que abrazaron, sus dedos, sus mejillas, sus senos (dos morenas mitades de magnolia), el ave de su pelo (dos grandes alas negras), sus caderas de redondo pan ecuatoriano. Así, tal vez desnuda, paseas con el viento que sigue siendo ahora tu tempestuoso amante. Así existes ahora como entonces: materia, verdad, vida imposible de traducir a muerte. ¿Quién está besándola ahora? No es ella. No es él. No son ellos. Es el viento con la bandera. Tú fuiste la libertad, libertadora enamorada. Adiós, adiós, insepulta bravía, rosa roja, rosal hasta la muerte errante, adiós, forma callada por el polvo de Paita, corola destrozada por la arena y el viento".65

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Bien será que oportunamente busquen estas páginas el rastro de otros viandantes ilustres que pasaron por la casa de Manuelita en Paita. Pero por lo pronto es preciso evocarla en los momentos de actuar como una inmigrante desconocida. Llegada sin que los nativos supieran por qué ni de dónde. Pues en los comienzos de su estada era simplemente la forastera. La mujer bonita. La aristócrata extranjera dueña de dos esclavas. El trato con las familias del pequeño vecindario la fue descubriendo paulatinamente como era en realidad: remirada en su arreglo, airosa, segura de sí misma, pero cristalinamente sencilla y amable con los humildes. Se resistía, sin siquiera hacerlo notar, a dar noticias sobre su pasado glorioso. Las dos negras estaban advertidas de guardar igual discreción. Procedía así porque le parecía un imperativo de ética el no beneficiarse prosaicamente de sus anteriores servicios heroicos, convertidos ya, por desinterés supremo, en memoria sagrada. Jamás estuvieron en el orden de sus cosas, en el despliegue cotidiano de su comportamiento, la jactancia ni el vanidoso egotismo. La grandeza verdadera, que fue la suya, rehuye la ostentación de sí misma, porque eso es propio de la cursi alharaca de la presunción y la impostura. Pero los antecedentes personales, cuando a gente notable pertenecen, no consiguen ocultarse durante mucho tiempo, y por eso el perfil de la combatiente de la libertad, de la amada irrenunciable de Bolívar, de la quiteña expulsada de su país por los sobresaltos inexplicables del autócrata, fue revelándose a través de comentarios de otros refugiados ocasionales del Ecuador. Igualmente, por medio de palabras y actitudes de adhesión respetuosa de unos pocos generales de la independencia que se detenían en Paita a lo largo de alguna travesía marítima, o que demoraban allí por intereses menos circunstanciales. Y a toda esa corriente de informaciones y de juicios, cuyo efecto fue el de magnificarla en el corazón de los moradores, casi con los contornos de una leyenda, llegaron a unirse también las alusiones no escasas de las autoridades peruanas del lugar. De modo que no tardó en extenderse, por un rincón y otro del puerto, el hábito de llamarla con el nombre de Libertadora. También ella se acostumbró, naturalmente, a ese tratamiento.

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Lo que desde luego no alcanzaban a comprender los paiteños era la fatalidad de la pobreza a la que tuvo que someterse una mujer tan importante, a la cual el reconocimiento de los gobiernos debía haberle colmado de fortuna. El hecho mismo de estar junto a pobladores miserables, en un lugar en que la existencia parecía que solamente alcanzaba a bostezar entre la mudez, la arena y el polvo, se les volvía bastante raro. Iguales reflexiones hallaron también cabida en algunos de sus visitantes llegados de lejos. Uno de estos aun se atrevió a preguntárselo a la propia desterrada, y fue para recibir apenas una respuesta vaga, que le dejó descontento. Porque Manuelita no era proclive a la jeremiadas ni a esa laya de confidencias. Pero eso que a la gente de Paita se le ocurría conjeturar sobre la obligación de gratitud en que se encontraban los gobiernos era totalmente razonable. Lo menos que habría habido que esperar en favor de la heroína era una pensión vitalicia, decretada oficialmente en cualquiera de los países que ayudó a emancipar y organizar como colaboradora y compañera de Bolívar. Desgraciadamente no la hubo. Y conviene que se deje esto bien aclarado, pues el escritor limeño Ricardo Palma divaga sin fundamento cuando dice que el gobierno del Perú le había destinado una erogación de aquel carácter. Precisamente el pasmo de los moradores fue aumentando a medida que la vieron, unida a sus negras, adquiriendo aparejos de cocina y de costura con los cuales entregarse a un faenar que no admitía muchos descansos, para empapar en sudor los ingresos de cada día. Había muchachos de pata al suelo que rondaban la casa de la Libertadora para aspirar al menos el aroma que se desprendía del calor de las mieles y del pequeño horno de sus pastas y bizcochos. Y por, cierto, había regularmente gente de familia que aguardaba la hora consabida para la compra de lo que preparaban las tres mujeres. De otro lado, Jonatás y Nathán sabían en donde ofrecer los tejidos y bordados que salían de las manos adorables de su ama. Aún más, pasado algún tiempo, se daban ocasiones en que tal o cual persona pudiente de la población, y amiga de Manuelita, iba a saludarla y a

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consultarla -entre ruegos y disculpas- la posibilidad de contar con alguna de sus primorosas labores de aguja. Destino de aleccionadores contrastes fue realmente el suyo: la amazona de revólver y espada que había desafiado el riesgo de los combates y la rudeza de largas marchas a través de selvas, desfiladeros y pantanos; la batalladora de las más trascendentes causas cívicas; la figura femenina que hizo temblar a déspotas y asesinos: exactamente ella, la mujer de tantas vocaciones y facultades, había vuelto en el pueblo de Paita, a los cuarenta años de edad, al recogimiento de tipo conventual de su adolescencia quiteña. Y, como en éste, a las lecturas sosegadas y enriquecedoras, y a las labores de la dulcería y el bordado. Había algo bueno en la atmósfera de renunciamientos que presidía esta etapa de su vida: la reacción cariñosa de muchos de los lugareños. Procuraban estos atenderla respetuosamente, servirla en lo que estaba a su alcance, incitarla a participar eventualmente en sus actos colectivos, en, sus coloquios humildes. Ese acercamiento puro y amable tuvo entre sus efectos el de convertirla en madrina de frecuentes ceremonias bautismales. Se ha dicho que ello produjo la preferencia incontenible por el nombre de Simón, que se multiplicó entre los niños de Paita. En suma, según se comprenderá, el reino de las amistades de la Libertadora estaba allí sustentado por las almas simples de las familias que la rodearon, cuyo denominador común era la pobreza y el sentido de una honrada laboriosidad. La aproximación de personas de otra condición social, en grupo desde luego reducido, aunque de similar adhesión a ella, tampoco llegó a faltarle. Y precisamente gracias a estotra relación podía surtirse de noticias y comentarios sobre la política del Perú y del Ecuador. Además, conseguía por este mismo camino los contactos apropiados para recibir publicaciones periódicas de la ciudad de Lima, o para empeñarse en la compra de autores clásicos y pensadores de la Ilustración. Todos ellos seguían cautivando lo íntimo de sus predilecciones. De manera que es fácil darse cuenta de que en esta larga permanencia en Paita fue consiguiendo hacer frente, mediante hábitos de variado carácter, al

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hostigamiento de las estrecheces, de la tristeza del medio desértico, de la poquedad intelectual de los villorrios, y naturalmente de la soledad sustantiva que provenía de la ausencia de seres y de cosas que le eran queridos. En lo que tocaba a su destino de mujer ostensiblemente seductora, y a la ardiente entrega a los deleites sensuales del amor, que evoqué en otros capítulos, cabe asegurar que eso -encerrado en el exclusivo mundo de su amancebamiento con Bolívar- se acabó de manera definitiva por el fallecimiento del héroe. Es evidente que no solo la pasión profesada a su amante, sino también la nobleza de su personalidad, la soberbia de su comportamiento ético, el respeto consciente e invulnerable a la superioridad de sus propios valores, le hizo mantenerse en una línea de completa fidelidad a aquel hombre, en vida de él y después de su muerte. En consecuencia, las perversas suposiciones, con que se ha querido mancillar la dignidad de Manuelita, tomando como fundamento el abandono a un marido a quien ni siquiera conoció bien para poder elegirlo por sí misma, y su arrebatado concubinato con el Libertador, son una sucia impostura que debe ser borrada de las atestiguaciones biográficas e históricas en esa materia. Ni a los brazos del inglés James Thorne, su cónyuge, pensó en volver. Pese a su penosa soledad. Por eso desechó la idea, si es que la tuvo, de pasar de Paita a la capital peruana. Desde cuando se arrancó de su lado, hacía tres lustros, no habían casi variado las comodidades ni la aceptable posición social de que él disfrutaba. Obsérvese por cierto que tuvieron que correr siete años del exilio de Manuelita para que se restablecieran las relaciones entre los dos. Pero éstas se quedaron confinadas en un cruce amistoso de cartas, y nada más. Naturalmente por voluntad de ella. Pues sin duda se preguntaba qué obtendría de felicidad uniéndose de nuevo a un marido que andaba enredado en sucesivos enlaces adulterinos, cuyo fruto fueron varios descendientes. Engendrados en dos vientres distintos. Respecto al problema del adulterio -bueno es que insista en aclararlo- el primer responsable en cometerlo fue Thorne. Porque la linda quiteña, cuando

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abandonó a éste, ya había soportado las denuncias de que la irrespetaba con una escondida conducta de infidelidades. Este hecho, no desmentible, podría parecer un tanto extraño para el incrédulo, especialmente si se pone a meditar en el temperamento tardo y desabrido con que la propia Manuelita describió al "inglesito", en la irónica y admirable carta que le dirigió para señalar la razón de sus desajustes conyugales. Pero, más aún, si se detiene a reparar en las súplicas con que él la acosaba, tratando de que un día le complaciera y volviera a su casa de Lima. Por fin, hay otro punto que es oportuno tocar aquí. Es el de la actitud tacaña con que procedió Thorne. Pues la aludida reconciliación epistolar no le produjo ni el más leve propósito de socorrer a su esposa en el destierro de Paita. Jamás, en efecto, se han presentado testimonios veraces o documentos serios para probar que eso hubiera ocurrido. De manera que las referencias a envíos de ayudas mensuales de dinero se reducen a un puro cuento. La cicatería del acaudalado marido de la gran quiteña se demuestra con la resistencia a entregarle hasta una suma que le pertenecía legalmente: los ocho mil pesos que él recibió en Panamá de manos de Simón Sáenz, como dote matrimonial para su hija. De esto en cambio, sí hay prueba, que la concreto en seguida: Cuando James Thorne murió acuchillado -quién sabe realmente por qué razones-, en su hacienda peruana de Huayto, llegó la hora de abrir el testamento que había dejado. Y entonces, entre esas disposiciones de última voluntad, confiadas de antemano a un notario público, se hallaron las de que se debía reconocer a sus cuatro hijos ilegítimos como herederos de sus bienes. Conviene precisar aquí que, en forma taimada, con repulsivas muestras de gazmoñería, al nombrar a las mujeres con las que se había amancebado y a sus descendientes, evitaba usar los términos exactos de alusión a los lazos que

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Jorge Villalba F. S.J., Op. cit., p. 88.

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verdaderamente le unían con ellos. Pero lo que de cualquier modo estaba haciendo, mediante disimuladas expresiones sobres esos hechos, y el correspondiente reparto de su fortuna, era destituir desaprensivamente a Manuelita de la percepción de cualquier beneficio sucesorio. Por su parte ella, a quien ni le ocurría rebajarse a pensar en tales cosas, no se puso jamás a sospechar que el lejano marido estuviese urdiendo deslealtades secretas que a la postre la perjudicaron. Por eso se placía en hacerle conocer al general Flores que aquel le escribía cartas frecuentes desde su reconciliación amistosa. Es decir, desde el diálogo, de distancia a distancia, iniciado en el año 42. Su buena fe le volvía a veces dócil al engaño, a la simulación ajena. Era una mujer que en efecto se preocupaba por la suerte de todas las personas a las que creía merecedoras de su aprecio. De ahí provenía -esto era sabido- la generosidad de muchas de sus reacciones. Como la que tuvo, de íntima compasión, cuando recibió la noticia del brutal fallecimiento de Thorne, que ya he mencionado. Lo que vino después, para agravar los contrastes de sus condiciones éticas, fue la terquedad de éste en que se siguiera aplazando la entrega a Manuelita del dinero paterno. El albacea testamentario manifestaba no únicamente esa disposición de última voluntad del hombre a quien representaba, sino la decisión personal suya de probar la ilegalidad de esa “dádiva”, por público abandono de la señora Sáenz a su marido. En lo que concierne al aplazamiento de la devolución de la dote, léanse las propias palabras del albacea Manuel Escobar: 12 Item. declaro me comunicó mi instituyente, que le era deudor a su mujer doña Manuela Sáenz de la cantidad de ocho mil pesos, que le fueron entregados en la ciudad de Panamá por su suegro el señor don Simón Sáenz de Vergara y fue su voluntad que mientras se reunían fondos para el pago de la predicha cantidad se pagase a la señora acreedora el interés del seis por ciento anual a fin de que ayude a sus gastos en el Pueblo en donde resida. 66

Esto es, ni siquiera satisfizo su deuda mientras vivía él, ni dispuso su pago inmediato, o dentro de un plazo preciso, en las cláusulas del testamento. Al final, no le valió al abogado de Manuelita

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el probar plenamente, a través de un proceso judicial, "la extrema pobreza e insolvencia" de ella. Se quedó, de ese modo, despojada de la suma de dinero que le pertenecía, y que la hubiera redimido de la situación de penuria que sobrellevaba. ¡Y, sin embargo, hay todavía autores que afirman que el marido le enviaba puntualmente sus mesadas para el sostenimiento en el triste lugarejo del destierro! Si algún alivio tenían sus males, él le venía de la índole de la vivienda en que consiguió establecerse. No obstante ser de tipo modesto, llenaba ésta, medianamente, las necesidades sanitarias en que la ilustre forastera fue siempre exigente. Ante todo, pese a la escasez constante de agua por esos rincones, a ella no le faltaban casi las porciones que demandaban su baño cotidiano y los usos e industrias del hogar. Se la acarreaban probablemente desde fuera del pueblo. La construcción era de un solo piso, quizá de cielorrasos muy bajos para las condiciones climáticas. El techo, aunque sin aleros, era de doble inclinación. Había tres puertas frontales que daban acceso a una sala espaciosa, clareada por dos ventanas largas y algo como una celosía en el extremo superior derecho. A lo ancho de la fachada se extendía un portalito con un par de pilares de madera un poco irregulares y una baranda de tablas sencillas, ligeramente separadas entre sí. El dormitorio estaba en uno de los costados del fondo, y guardaba independencia respecto al sector de la cocina y de las habitaciones de las sirvientas. Que eran ya tres, con Juana Rosa, la hija que engendró Nathán en sus relaciones con un negro jamaicano, en la temporada larga de Kingston. La propiedad se hallaba ubicada cerca de la placeta central del villorrio. Esto es por el sector de la iglesia, la casa parroquial, las dos o tres oficinas de la administración pública, la escuelita y unos pocos consulados. Entre ellos, el ecuatoriano, que estuvo desempeñado durante el segundo gobierno del general Flores por el antiguo redactor de El

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Idem., p. 171.

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Quiteño Libre, y ex enemigo político suyo, Pedro Moncayo. Las actividades del puerto se dejaban sentir en un sitio y en otro de la dispersa población. Y por lo mismo, también, en aquel en que vivía Manuelita. No hay que olvidar que el ocasional movimiento naviero, procedente de varias partes del mundo, se debía a las posibilidades que ofrecía Paita para la pesca de ballenas y la compra de guano. Pero igualmente obedecía a la costumbre de tocar allí las embarcaciones que bordeaban las regiones sureñas de América. Y por cierto, aunque nada frecuentado, tampoco se echaba de menos en las orillas paiteñas algún retazo de playas para su saludable disfrute. La heroína de Quito, tan familiarizada con todo género de destrezas físicas y de sensaciones de libertad vivificante, no desamaba los momentos de beber los aires marinos y de hacerse envolver por el caricioso vaivén de las olas. En ocasiones buscaba aquellos parajes de agua oceánica y arena para aliviarse de contrariedades y decepciones. Véase si no, la manera culta, aunque espontánea y de buena lectora, con que aludía a dicho hábito, en carta a Flores de 1844, cuando contaba ya cuarenta y nueve años de edad: ahora estoy molesta con las cartas que he leído y voy a bañarme en el mar; puede ser que tenga la virtud del Leteo y me haga olvidar las molestias de la vida.67

Las autoridades peruanas acostumbraban visitarla en su casa. El gobernador de la provincia se entendía cordialmente con ella. El capitán del puerto simulaba apreciarla también, pero no se resistía a molestarla con desahogos nacionalistas de exacerbada peruanofilia. Manuelita juzgaba que el sujeto era un grandísimo "tonto". Y con ingenio, inagotable se burlaba de varios de sus argumentos, como el de que el Perú, fortalecido por la riqueza que le rendía la explotación de guano, conseguiría someter militarmente al Ecuador. Ella le hacía advertir la simpleza de tales convencimientos, pues que la economía ecuatoriana no se encontraba en situación de agonía, ni la del otro país,

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Idem., p. 121.

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con todo su capital excrementicio de los pájaros marinos, era realmente próspera. La prueba estaba en que la nación del sur debía ya cinco meses de sueldo, a los empleados de gobierno y a la oficialidad. Además, con dolorosa ironía se atrevía a asegurarle que un arma no es un arma si no hay el hombre verdadero que sepa empuñarla con valentía. Al parecer, el tema de una nueva confrontación bélica entre, los dos Estados -pasada la de Tarqui-, en que desembocaban los enfadosos diálogos con el capitán del puerto, no resultaba del todo andojadizo. Puesto que poco después Manuelita llegó a prevenir a Flores de los preparativos peruanos para intentar una invasión al Ecuador. Y naturalmente, con experiencia no solo de antigua coronela, sino de colaboradora sagaz del Libertador, decía confiar en el coraje de sus paisanos al mismo tiempo que desdeñaba la ostentación del poderío militar del Perú: El mejor cuerpo -le aseguraba- lo manda el Coronel Arrieta, y este no vale un caracol; yo lo conozco muy bien, pues cuando vinieron por Herselles tuve el cuartel al lado de mi casa y lo veía evolucionar. Todos son reclutísimos del Cuzco y por esos pueblos; solo la compañía de cazadores es buena; granaderos, regular; y lo demás basura; no saben ni girar y este es el cuerpo de toda esperanza del Sur. Estos peruanos no cuentan más que con el guano para vencer a todos; pero usted infaliblemente espérelos, pues si hay paces con Bolivia, irán a Guayaquil.68

También es probable que las reacciones personales de nuestra heroína cuando se tocaban estos puntos hubieran comenzado a promover algún recelo en las autoridades sobre cualquier activismo secreto de ella, en la conflictiva relación de las dos repúblicas. Y que las desconfianzas se hubieran agudizado por otras circunstancias más, como estas: las visitas que recibía de generales de la independencia, en tránsito por Paita o con temporal residencia en ese lugar. El interés extremado que tomaba en obtener periódicos políticos o libelos de aquel país. El afán de hacerse enviar desde Quito, ciudad rica en

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autores de versos burlescos y satíricos, algunas composiciones con las cuales responder públicamente a epigramas en cuyas líneas la gente de Lima ofendía al pueblo ecuatoriano. Los contactos, en fin, con personajes de la vida pública de su tierra que se aposentaban de cuando en cuando en ese puerto, y que invariablemente la buscaban en su morada. La consecuencia evidente de la suma de esos y otros hechos fue el velado control de que paulatinamente la rodearon. Alguna vez advirtió Manuelita el hurto oficial de su correspondencia. Y desde entonces -¡pobre desterrada, con un problema similar al que posteriormente experimentó su genial compatriota Juan Montalvo!pidió al presidente Juan José Flores que le enviase sus cartas a través de otras personas, y particularmente de su amigo íntimo el cónsul de los Estados Unidos. Pero no se crea que los funcionarios que así procedían, quizá con la suspicacia propia del carácter de sus obligaciones, se atrevieran a herirla mediante una conducta de directos descomedimientos o de irrespeto a su excelsa condición. Eso, por lo visto, no ocurrió nunca. Antes bien, procuraban dar atención a sus reclamos. Nos lo demuestra un incidente contado por la propia Manuela en alguna parte del abundante haz de sus cartas. Refiere, en efecto, que "un tal Inocencio Oballe Cánovas", "malvado" del cual carecía de información, se le apareció por segunda vez en la casa, una noche a las once, "muy ebrio" y agresivo, para manifestarle entre insultos que "la aborrecía por el Libertador". Ella había preferido refrenar su cólera y no contestarle. Pero le obligó en cambio a largarse de inmediato, por donde había entrado abusivamente. El hombre sabía que tenía que obedecer. Y salió, desquitándose a su modo, pues "le pegó a una vieja que estaba de visita y ella se defendió muy bien". A la mañana siguiente la desterrada lo denunció ante las autoridades lugareñas. Y éstas ordenaron en seguida que se lo aprehendiera y se "lo tuviera preso ocho días". Como el sujeto resultó ser, a más de "borracho de profesión", maestro de primeras letras, pregonador de bandos y escribano público de Paita, la denunciante se sintió realmente disgustada. Se encaminó por eso hacia el gobernador para "prevenirle que como vuelva a su casa a nuevos insultos, le tira un balazo". Eso

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por cierto no era un simple decir. De ahí que el tal Oballe, aleccionado por la advertencia de la primera autoridad, y sobre todo por la amenaza de la aguerrida mujer, deambuló en adelante, con sus borracheras y sus maldiciones, por sitios en los que ella no consiguiera verle ni las orejas. Manuelita, sencilla, solidaria, amable con la gente humilde del puerto, y cordial amiga de las personas de influjo que la rodeaban, cuidaba espontáneamente ante unos y otros, consciente de lo que ella realmente significaba, la superior dignidad de su imagen. Gracias a eso, y por modo no pensado, había visto avivarse el calor del apego sentimental que muchos la profesaban. Adicionalmente, de ese mismo culto de su propio prestigio le nacía también la preocupación de que los paisanos suyos que llegaban a Paita, bajo cualquier circunstancia, no cometieran actos que dañaran el buen nombre del Ecuador. La mayor parte de las veces, ciertamente, no necesitaba averiguar sobre el arribo de aquellos, ni que sus vecinos se afanaran en transmitirle las consecuentes noticias. Pues ella poseía algo como un encanto de gloria, por el cual los viajeros acudían fácilmente a saludarla, o a satisfacer curiosidades, o a requerirle orientación en los asuntos que habían motivado su tránsito por dicho lugar. Pruebas hay de que sirvió, con el corazón vuelto hacia su país, a connacionales suyos de la más varia condición. Manuelita daba así, según propia expresión de ella, "pasto a su alma". Hasta hubo un personaje de carácter bronco y difícil -el futuro dictador Gabriel García Moreno- que llegó desterrado a Paita en 1853, y que se sintió también cautivado por las bondades de la extraordinaria quiteña. Escribió sobre eso unas muy sinceras e inteligentes impresiones. No hay sino recordar,, en efecto, el contenido de las cartas en que celebraba la amistad que había logrado hacer con ella, ahí en ese pueblo en el que "montes, casas, habitantes, todo, es color de arena". No salgo -aclaraba- sino para hacer ejercicio y visitar a la excelente paisana Doña Manuela Sáenz, de quien soy amigo de toda confianza, de quien recibo cada día nuevas finezas.

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En los últimos días de diciembre de aquel año le tocó hasta experimentar inquietudes por el estado físico de la Libertadora -entonces en sus cincuenta y ocho de edad-: Ha caído enferma, aseguraba en alguna carta, con un fuerte catarro y calentura. Cualquier enfermedad me parece grave en esta buena señora, por su constitución excesivamente sanguínea y su extremada gordura. Muy expuesta la veo a un ataque cerebral.

No siempre, desde luego, sucedían las cosas en un plano de halago. Hubo algunas tormentosas. Así, recordándolo ahora, la conducta política tornadiza de cierto emigrado de su país, que le trajo irritación y sinsabores de los que prefería guardar escrupulosa memoria. Se jactaba de confesar que, igual que era amiga de sus amigos, sabía ser real enemiga de sus enemigos: es decir, aseguraba, las oportunidades de vindicarse de males y agravios ajenos le eran comúnmente bienvenidas. Pero, si se observan varios de los principales pasajes de su existencia, habrá que no tomar al pie de la letra tal afirmación. Pues lo justo es insistir en el mantenimiento de sus excepcionales dones de generosidad en horas en que podía ejercitar desquites y venganzas. Allí en Paita el que consiguió sublevarle el ánimo con la mudanza súbita de su comportamiento, tras haber sido sorprendido por Manuelita en flagrantes deslealtades al gobierno que presidía Flores, y a quien él servía, fue Pedro Moncayo. Hay testimonios epistolares de sus quejas por los daños que éste la irrogó en un campo en el cual ya se hallaba largamente afectada: el de los medios económicos. Parece que dicho notable hombre público y escritor, cuyas posiciones políticas se mostraban veleidosas, se valió del cargo consular que desempeñaba en Paita para provocar que los acreedores de su paisana la acosaran con el cobro apremiante de sus deudas. Qué ganas tuvo entonces, la ex combatiente de los ejércitos de la libertad, de ser hombre para propinarle personalmente "una reverenda paliza". Y, como era natural, no se reprimió en manifestar al mencionado gobernante su disconformidad con la indiferencia demostrada frente a las inconsecuencias de Moncayo. Estas fueron sus

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expresiones: "Pero qué es esto, señor. ¡Parece que usted estudia en buscar malvados para emplear!" "Qué rabia me hace usted tener: a veces quisiera que fuese mi hijo para regañarlo bien" (No hay que desorientarse sobre la edad de los dos: Flores era apenas cinco años menor que ella). También es bueno que se entienda con claridad que las vehemencias de Manuelita en sus denuncias, observaciones y alertas partían de una inspiración absolutamente cívica: el destino del país. Ningún interés subalterno, de beneficio individual o de enconos mezquinos, obraba pues en aquellas. Sus razonamientos y sus hechos lo probaban suficientemente. De puro enardecida con la suerte que duramente zarandeaba a la nación ecuatoriana, de la cual siete años antes le había echado Rocafuerte, y palpándose la bravura heroica que le llevó a tantas hazañas, llegó a decir el 9 de agosto de 1842: "yo soy capaz de asegurar que si yo hubiese estado en Quito años atrás, no habrían acontecido más de cuatro desgracias". No mentía. No estaba desmesurando la concepción de sus atributos ni haciendo alardes vanidosos. Conocemos bien su arrojo. Su aceptación de los sacrificios a que conduce la práctica de la grandeza. Su tenacidad en el aborrecimiento del crimen y la infamia como instrumentos del poder. Sus anhélitos generosos por el bien de los pueblos. Sus exaltaciones cívicas, motivadas tempranamente por los episodios sangrientos de Quito en el primer decenio del siglo al que pertenecía. Nada era más justo que aquella fe suya en las facultades que poseyó. De veras, pues, era capaz de despertar la voluntad de acción colectiva en un alto sentido: el de la vida como deber, según el precepto kantiano. El exilio con, el cual le castigó la ceguera de Vicente Rocafuerte frustró sin duda la segunda parte del destino superior a que Manuela estaba llamada, y atentó -no sabemos en qué medida- contra las posibilidades nacionales del Ecuador en la búsqueda de su rumbo.

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Idem., p. 107.

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Todo esto es innegable. Tanto que solo la terquedad mular del beocio y del heredero de perjuicios y servidumbres mentales se atreverá a no admitirlo. Pero la predisposición de nuestra heroína a las pruebas de valor y de labor más abnegadas vino, además, en ese largo período de Paita, a alimentarse de una corriente sentimental de añoranzas por la tierra que había perdido. Tengo patria y no la tengo. Tengo familia y amigos, y he dejado de tenerlos, debió de estarse diciendo a sus solas, en horas de melancolía insondable que sus criadas no se atrevían a perturbar. Porque, con movimientos del alma insólitos en una mujer, especialmente de esa época, sentíase constantemente atormentada por la ansiedad tantálica de recuperar el país para entregarse a servirlo. Ambicionaba ello con la misma intensidad inapaciguable con que deseaba aliviarse de la pérdida de su hogar y de sus campos. Al referirse ahora a esta voluntad y a este sentimiento tan verdaderos de Manuelita, es necesario precisar, con igual atención, que sí tuvo al menos una oportunidad cierta para volver al Ecuador. Fue la del otorgamiento, por el congreso nacional de 1837, de un salvoconducto con el cual establecerse en su ciudad nativa. Las diligencias partieron de Flores. Pero el tirano que la desterró seguía en el poder. Es decir no había desaparecido el puño del impedimento y del castigo para las tentativas patrióticas con las que soñaba. Por eso decidió -apréciese el extremo doloroso y ético de su conductarehusarse a emprender el anhelado regreso. Esta fue su confesión, en carta al mencionado general, de 18 de mayo del año 37: He sabido, mi querido amigo, que usted fue el más interesado a que se me de salvoconducto. Yo doy a usted, señor, las debidas gracias por esta nueva prueba de benevolencia y amistad. Por ahora no pienso ir al país; la pasada nunca bien expresada injusticia del señor Rocafuerte me hace recelar de lo futuro. ¿A qué atenerme pues, sabiendo su oposición?; no estoy yo deseosa de estrellarme con Rocas (se refería burlonamente a Rocafuerte y a Roca); si acaso vivo, y ellos no son vitalicios, volveré al país.- Nada hay de particular en este miserable puerto.69

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Las palabras de esta última frase, surgidas espontáneamente de su despecho de exiliada, ayudan a estimar las dimensiones de su sacrificio. Y aquellas están corroboradas por otra confesión de mucho después. Esta del 12 de junio de 1843: "ocho años en Paita entorpecen, envilecen y empobrecen". Revelaciones son, las dos, profundamente conmovedoras. Cómo podía esa luminosa criatura aquerenciarse en el ambiente oscuro de Paita, renunciando al cuenco amable de sus valles quiteños y a las esperanzas de recobrar en el Ecuador su vocación de hazañas y servicios. Cómo, si en una de sus cartas (a Roberto Ascázubi, 29 de octubre de 1853), que semejaban aletear a impulsos de una enternecedora nostalgia, expresó estar confundida en el alma de su tierra, a la cual llamaba llacta, con dulce apego a lo nativo. Cómo, si por añadidura, esas mismas letras llevaban en la firma el nombre que sigue: Manuela Sáenz de Quito. Pero la suerte le fue invariablemente adversa. Iba corriendo el tiempo y la cautivadora forastera se ahincaba más y más, sin remedio, en el polvoriento aldeorro. Su armoniosa belleza corporal, capaz de arrebatar los sentidos del que la contemplaba, y su admirable salud, antes fortalecida por el desafío a la crudeza de las marchas guerreras y a la hosquedad de la naturaleza americana, fueron sufriendo allí paulatinos quebrantos. La gordura desdibujó sus formas. El clima la hostigaba, y consumía su vitalidad, según lo insinuó ella alguna vez. No obstante se mantenía lejos de toda atención médica. Ni siquiera la buscó cuando empeoraron los padecimientos reumáticos que se le presentaron. Y, por fin, en las postrimerías de los años cincuenta una artrosis de cadera le produjo la parálisis de las piernas. La heroína, que quizá de modo secreto deseaba la muerte, estaba inexorablemente sucumbiendo. Su postración la obligó al uso de una silla de ruedas. Por lo menos para moverse en las habitaciones. El drama no se reducía a todo eso, infortunadamente. Porque, además, Manuelita no había dejado de soportar las molestias de la pobreza. En contraste tamaño con los que disfrutaban del dinero que poseía en Quito. La hacienda de Cataguango estaba, desde hacía

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tiempo, en manos de una compradora que se resistía a pagarle el valor de la adquisición. Habían ido venciéndose los plazos acordados, y no la enviaba un solo centavo.. No le importaba ni el hecho de que el precio pactado cubría apenas la mitad del que realmente correspondía a esa propiedad. Recuérdese que algo igual le aconteció en años anteriores: las pensiones de arrendamiento de Cataguango no le fueron canceladas por los cínicos timadores que largamente la ocuparon y explotaron. No hay que creer, por cierto, que los perjuicios que la irrogaban, de manera tan contumaz, procedían solo de dicho capital. Había efectivamente otras rentas que tampoco se las mandaron aquellos que, con abominable descaro, se amparaban en la distancia, y en el aislamiento casi completo de ella. Pero a tal extremo llegaban las desazones de su penuria, que en una de las cartas al general Flores decía que estaba casi tentada a terminarlo todo de un balazo. En otra, después de afanes inútiles, y de ruegos a ese supuesto amigo, declaró la decisión de contratar a un abogado que enjuiciara a los "pícaros" que no le pagaban, para que, una vez arrancados esos valores, se los guardara él en provecho propio. Ya no le cabía otro consuelo que el de hacerles expiar su desvergonzado latrocinio. En este punto se debe sentar una aclaración. Verdadera, por donde se la mire. La de que el guerrero venezolano de Puerto Cabello, general Juan José Flores, fue también responsable directo de la suerte desastrada que se descargó sobre Manuelita Sáenz. Ella, mujer de una superlativa intuición para penetrar en el anublado mundo espiritual de algunos colaboradores desleales de Bolívar, en los cuales él generosamente confiaba, se equivocó a su vez, con candor inesperado, en su estimación de Flores. Lo tenía por amigo. Lo trataba con afecto. Espontáneamente contribuía, desde el puerto peruano, a que afianzara su gobierno. Porque creía ver en la personalidad de él varios talentos y una auténtica reciedumbre de militar. En ese convencimiento coincidía con su amado, que en forma casi invariable le contó entre los oficiales dignos de todo su aprecio. Flores era ciertamente hábil en ganarse voluntades ajenas, y en desplegar, cuando lo juzgaba ventajoso para sí,

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la conducta de simulaciones y lisonjas de los falsarios. Solamente desistía de ésta cuando alcanzaba a advertir que no estaba respondiendo a sus desaforados intereses personales. Eso llegó a descubrirlo un poco tarde la misma heroína quiteña. Que se desengañó, sin duda, pero sin abdicar de las esperanzas que había puesto en el comportamiento de este contradictorio personaje. Sin embargo, el soportar la mudez testaruda, y cobardemente descomedida, que él destinó a las cartas que no cesaba de recibir de Manuelita, le puso a ésta en el caso de mencionarle con franqueza la razón de la que provenían sus silencios. Léanse las propias palabras de ella, descarnadas y exactamente reveladoras de su percepción "... no quiere usted escribirme". "Que podía usted necesitar de mí y de Paita?". La responsabilidad de Flores comenzó a dejarse notar en las horas aciagas del destierro que se la impuso. Dirigió, es verdad, una comunicación a Rocafuerte en defensa de su amiga y del valor del salvoconducto que como jefe de los ejércitos le entregó para su viaje a Quito. Pero tras los atropellos del autócrata, descritos en páginas anteriores, no insistió en su reclamo. Hubo gestos inmediatos de halago entre los dos, y la desventurada Manuelita hizo su oscuro rumbo a Paita. Para ir consumiéndose allá. El general Flores, tan agresivo y terco en sus acciones de mando, no se empeñó pues en salvarla, ni por gratitud al Libertador ni por adhesión afectiva a la heroína. Lo que vino después fue peor. Pues que la debilidad inicial se trocó en demostración pugnaz de actitudes canallescas. Solitaria, desarraigada del núcleo de parientes y amigos, hundida en un pueblo que ofrecía difícilmente posibilidades de comunicación con gente ecuatoriana, huérfana de todo apoyo, se vio obligada a relacionarse pronto, epistolarmente, con Flores. Su presunto amigo. Lo hizo con la certidumbre de hallar ayuda para cobrar el dinero que necesitaba y que no se lo mandaban sus deudores. Una intermediación eficaz le era suficiente. De manera que la de aquél, primero como jefe militar, y finalmente como presidente de la república, le hubiera sido útil en grado superior. Bastaba que dictase órdenes a jueces y autoridades

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menores, o que proyectase su influjo político y social, para que surtieran efecto legal las peticiones de la Libertadora. Así no se hubiera visto enfrentada a los problemas de una permanente indigencia. Pero ese sujeto omnipotente callaba siempre, con ruda insensibilidad. Le regateaba pues, a la pobre desterrada, hasta el tiempo mínimo de contestar siquiera las más premiosas de sus cartas. Ella, por el contrario, no desmayaba en transmitirle noticias de hechos que probablemente conspiraban contra la tranquilidad de su gobierno: amagos de penetración territorial del enemigo del sur, campañas malintencionadas de prensa, confabulaciones de opositores ecuatorianos que andaban por allá en demanda de apoyos diversos. Ni tampoco vacilaba en formularle comentarios y consejos, valiosos por el entendimiento claro de las cosas y la singular agudeza del juicio. Todo eso le servía sin duda a Flores, pero no se lo agradecía. La suya era la estrategia del hombre sin ética ni decencia, que rehuye a comprometerse en el reconocimiento de los favores recibidos. Bien se ve que no quería persuadirse de que Manuelita era la mujer más desinteresada. En realidad nunca claudicó pidiéndole a él, ni a ninguno de los tantos muérganos que en nuestros países escalan a la presidencia de la república, el otorgamiento de una granjería oficial, o la entrega de alguna función pública. Lo imperdonable en el caso del gobernante del Ecuador era que adoptaba dicha actitud a pesar de haber tenido ocasiones de apreciar quién en esencia era la gran quiteña. Estaba enterado de su fulgurante historia: de sus hazañas de amazona, de su coraje bélico, de su cultura y capacidad intelectual, de su antigua condición de compañera y colaboradora de Bolívar, de sus sacrificios de todo orden para obedecer a un destino superior. Nadie pues como él se hallaba en la obligación de invocar el derecho de aquella mujer a la gratitud popular y a los beneficios de una lúcida y honesta acción del Estado. Un momento de percepción inteligente de los deberes de gobernante podía haberle conducido a meditar en las maneras de corregir las injusticias cometidas contra la heroína de la independencia de estos países, salvándola de los males de

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la soledad y la miseria. Hay que asegurar que el caudillo militar venezolano, cuya voluntad incontrastable señoreaba en una república que no era la suya, y sí, en cambio, la de la desterrada insigne, tuvo que haber decretado en favor de ella un nombramiento diplomático o una pensión permanente para su holgado sostenimiento personal. Fórmulas, ambas, de una compensación modesta a los excepcionales atributos de la obra que había cumplido. Pero no lo hizo. Y quizá ni siquiera se le pasó por la cabeza, pues que andaba ocupado en dar gusto a las bellaquerías de sus esbirros y de sus aparceros en el tenebroso juego de la política. Es decir, ocurría entonces lo que ha ocurrido siempre. Y su comportamiento resultaba más condenable al desoír las repetidas solicitudes de Manuelita, que apuntaban únicamente a conseguir la cancelación de los créditos que había constituido en Quito. Semejante laya de reacciones, comprobadas a través de las epístolas que ella le dirigía, no admite la menor de las excusas. Pasaron los años, y a la pobre se le presentó la hora de ver desagotada la fuente de sus pequeños ingresos, fruto de las labores caseras que he mencionado. No supo entonces hacia dónde volver los ojos, e insistió en creer en su desleal amigo, pese al torpor y la sordera con que éste había seguido conduciéndose. No pensó en que ni los obsequios enviados desde Paita, mientras le fueron posibles esas manifestaciones de su habitual generosidad, llegaron a vencer la mezquina impavidez de aquel hombre. Por eso se determinó a escribirle otras cartas. Pero esta vez con el ruego de que le concediera un préstamo, suficientemente respaldado con la garantía de su capital no cobrado aún en la ciudad de Quito. Para ello Manuelita se molestó en extenderle el respectivo documento notarial. El presidente Flores pareció conmoverse, por fin. Le prometió en efecto el giro inmediato del dinero solicitado. Esto fue en enero de 1844. Ella, desde luego, se lo agradeció con fervor, y esperó confiadamente. Y continuó esperando. Y mantuvo su fe. Y le escribió una vez, y otra, y otra. Siempre con la porfía de su ruego. Corrieron ocho meses, pero jamás recibió el giro prometido. Estas actitudes canallescas son las que me han llevado a la afirmación terminante de que dicho general fue

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también responsable de las amarguras que le sobrevinieron a Manuelita Sáenz por el despótico extrañamiento que le impuso Vicente Rocafuerte. Hubo, en cambio, otro personaje que acertó a demostrarle la gratitud que le debía por las atenciones con que le favoreció durante un destierro sufrido también en Paita: fue su conterráneo Roberto Ascázubi. Éste no vaciló, a su retorno a Quito, en hacerse cargo del cobro del capital, de administrarlo correctamente, y de efectuar envíos periódicos de lo que se fue acumulando. Todo lo cumplió con éxito y puntualidad. Vale la pena leer la veintena de cartas recogidas por Luis Felipe Borja y publicadas en el Boletín de la Academia Nacional de Historia, número 68, volumen 26. Las escribió la desterrada a Roberto Ascázubi, de 1841 a 1859. El 13 de marzo de 1851 le decía: "en fin mis pobres asuntos son suyos y muy suyos y así manéjelos como cosa propia, muy seguro que tendrá mi aprobación y reconocimiento". La verdad fue que consiguió desembarazarse así de sus problemas. Tomó en seguida iniciativas para obtener rentas menos limitadas. Pero lo primero que acometió de modo positivo fue el recuperar la invaluable colección de cartas y documentos de su amado, el Libertador, que se había visto obligada a dejar en Bogotá. Desde la fecha de su exilio habían corrido catorce años. Ninguno de los dos autócratas a los cuales estuvo ligada su interminable desventura se hallaba ya en el poder. La heroína, que desde su opaco rincón había observado el tránsito fugaz y alharaquiento de tantos vanistorios de la vida pública ecuatoriana, destinados a la podredumbre y el olvido, mantenía en cambio intacta su celebridad. Es decir ajena a los menoscabos que el tiempo ocasiona. Parece que hubiera estado sostenida por una firmeza de condición estatuaria. Hasta el punto de que a ella le son también aplicables las palabras que el ensayista José Enrique Rodó escribió para Bolívar: "es ya del bronce frío y perenne, que ni crece, ni mengua, ni se muda". Atraídos precisamente por el resplandor de aquella celebridad fueron a buscar a Manuelita, en el polvoriento villorrio de Paita, personalidades cuyo renombre ha recogido también la historia.

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Transcurría entonces el decenio comprendido entre el 46 y el 56. Solamente uno de sus singulares visitantes estuvo a conocerla antes. Hacia 1845, más o menos. Mientras navegaba las aguas del Pacífico, captando imágenes, referencias e impresiones para sus páginas narrativas. Se trata del escritor estadounidense Herman Melville, que después de este viaje compuso una de las novelas más conocidas en el mundo entero: Moby-Dick. La publicó efectivamente en 1851, cargada del espíritu del mar y de ficción e historia. Ni la fama del autor ni la lectura de esa obra han sido derogadas hasta ahora. Los otros peregrinos llegaron a Paita en años posteriores. Ricardo Palma, el creador del género atrayente e ilustrativo de las Tradiciones, lo hizo en 1856. Dio en ese puerto como funcionario jurídico de un barco peruano. Y casi por azar llegó a casa de la heroína, que inmediatamente se convirtió para él en centro de gravitación halagüeña e irresistible. Amante del pasado. Autor poseído de curiosidad por hechos y personajes que desde el período colonial habían comunicado un aire de fascinación a nuestros pueblos. Compilador de anécdotas dignas de ser animadas con la vividez de una forma literaria desenvuelta y cautivadora. Experto depurador de leyendas que dimanan del fondo humano de lo histórico. Personalidad, en fin, predispuesta como pocas para que la mujer excepcional a cuya morada llegó, de ese modo no previsto, le inspirase unas páginas memorables, aparecidas en su obra de mayor significación: Tradiciones peruanas. Difícilmente se encontrarán rasgos más netos y expresivos del ambiente en que se había recogido Manuelita, de la apariencia de ella, de sus hábitos hospitalarios, de sus gustos intelectuales, de su altiva discreción, y hasta de ademanes imperceptibles que revelaban, al buen observador, el aire de su genio superior. De ahí la utilidad de hacerlos comparecer aquí con algún detalle. Palma no estaba en el caso, según lo hace notar, de creer como "el burdo marinero" que Paita se reducía

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Ricardo Palma, Tradiciones peruanas completas. Doña Manuela Sáenz La Libertadora, Ediciones Aguilar, 1957, pp. 132-135.

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al barrio escandaloso de Maintope. Por eso alguna tarde, en compañía de un joven francés, se puso a pasear sin rumbo por otras calles del puerto, que eran invariablemente, esto sí, "verdaderos arenales". De pronto, al llegar a las inmediaciones de la iglesia, le oyó preguntar a su amigo: "¿Quiere usted, don Ricardo, conocer lo mejorcito que hay en Paita?". Tras la contestación de anuencia inmediata, no demoraron en llegar a una casa de humilde parecer. Allí hicieron transmitir a su arrendataria el ruego de ser recibidos, previa la escrupulosa recomendación de una persona de confianza. Aquella dio su amable consentimiento. Y así Palma pudo esbozar esta descripción: Los muebles de la sala no desdecían en pobreza. Un ancho sillón de cuero con rodaje y manizuela, y vecino a este un escaño de roble con cojines forrados en lienzo; gran mesa cuadrada en el centro; una docena de silletas de estera, de las que algunas pedían inmediato reemplazo; en un extremo, tosco armario con platos y útiles de comedor, y en el opuesto una cómoda hamaca de Guayaquil.- En el sillón de ruedas, y con la majestad de una reina sobre su trono, estaba una anciana que me pareció representar sesenta años a lo sumo (no se equivocó en la tasación de la edad). Vestía pobremente, pero con aseo, y bien se adivinaba que ese cuerpo había usado en mejores tiempos gro, raso y terciopelo.- Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos, en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún le quedara, cara redonda y mano aristocrática.70

También creyó oportuno agregar estos otros detalles: hablaba con mucha distinción. Mostraba un aire de "cortesana naturalidad". El acento de su voz era de "mujer superior acostumbrada al mando y a hacer imperar su voluntad. Era un perfecto tipo de la mujer altiva. Su palabra era fácil, correcta y nada presuntuosa, dominando en ella la ironía". Estas observaciones perspicaces de Palma tienen que ser tomadas en cuenta por aquella laya de juzgadores desaprensivos de la heroína quiteña que la suponen amante simple, y a veces desdeñada, de Bolívar. Así aprenderán a estimar en ella y en este un mismo destino de solidaria grandeza.

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Prosigue el prosador peruano diciendo que le "agasajaba con dulces, hechos por ella misma en un braserito de hierro que hacía colocar cerca del sillón", Pues que estaba "tullida" desde varios años atrás. Pero, no obstante esa afabilidad, él nunca, en sus repetidas visitas, alcanzó a arrancarle respuesta a las hábiles averiguaciones que le formulaba sobre personajes de la independencia. De manera que las páginas de este trabajo de Ricardo Palma se muestran totalmente huérfanas de dichas impresiones. Ello me conduce a imaginar una dual posibilidad. La de que no estuvo en casa de Manuelita sino una vez, O la de que se le escapó algún desaguisado sobre el Libertador, que precisamente tuvo el efecto de prevenirla contra sus curiosidades, y aun de obligarla a no recibirlo otra vez. Esta conjetura no se muestra aventurada, sobre todo para el que ha leído las ardorosas incriminaciones que Montalvo dirigió a Ricardo Palma en El Regenerador por haber este cometido la infamia de endilgar a Bolívar los epítetos de "envenenador" y hombre "cruel". El otro visitante fue un europeo. De fama imborrable. Con una aureola de ideólogo muy culto, de revolucionario y de combatiente de la libertad en su patria y en pueblos distantes del vario mundo. Tenía la personalidad de un héroe romántico. Se llamó Giuseppe Garibaldi. Desterrado de su país, Italia, tras un transitorio fracaso político y guerrero, se vino para nuestra América. Se alineó en las fuerzas anticentralistas de Río Grande, en el Brasil. Peleó también, como si hubiera sido unitario de la Argentina, de la generación de los emigrados, contra la dictadura de Juan Manuel Rosas, el caudillo de las pampas que había clavado el cuchillo del gaucho en Buenos Aires, según la acre definición del gran Sarmiento. Navegó después hacia el norte. Y en su agitado itinerario llegó a desembarcar en Paita. Fue naturalmente a buscar a Manuelita. Se presentó en su casa precedido de un prestigio que ella ya apreciaba. Sus largos cabellos, medio encanecidos y revueltos, los traía cubiertos con un gorro semejante al de los cosacos, bordado y de rojo carmesí. Se lo había colocado con una notoria inclinación hacia la ceja derecha. Tenía los ojos de color

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azulado, y la barba abundante, que se le estaba emblanqueciendo igual que la cabeza. Era de figura airosa. Vestía una chaqueta militar y un pañuelo de seda que se anudaba sobre el pecho, a la manera de los reseros de las pampas. Héroe y heroína se saludaron con cariñosa espontaneidad, como dos personajes míticos de su siglo. Él quiso que la imagen de ese hecho se fijara en las páginas de sus Memorias autobiográficas, y escribió las líneas que se reproducen en seguida: En este puerto (el de Paita) estuvimos un día y nos hospedamos en casa de una generosa señora del país, la cual estaba en el lecho hacía algunos años, a consecuencia de un ataque de parálisis en las piernas. Parte de aquella jornada la pasé al lado de aquella señora, sentada en un sofá, pues aunque mejor de salud, tenía que estar recostada y sin hacer movimiento.- Doña Manuela Sáenz es la más simpática matrona que he conocido. Había sido muy amiga de Bolívar, lo que le hacía recordar los más minuciosos pormenores de la vida del gran Libertador de la América, cuya existencia estuvo enteramente consagrada a la emancipación de su patria, y cuyas virtudes no fueron bastante para librarle del veneno de la envidia y del jesuitismo que amargaron sus últimas horas. Es la eterna historia, la de Sócrates, de Jesucristo, de Colón! ¿Y el mundo ha de continuar siempre presa de estas miserables nulidades que lo engañan?.- Después de aquel día que llamaremos delicioso, comparado con las angustias del pasado, casi todo él dedicado a acompañar a la interesante inválida, dejé a ésta verdaderamente conmovida. A ambos se nos humedecieron los ojos, presintiendo sin duda que aquel sería para los dos el último.

Por fin, el otro visitante de relieve histórico, y a quien ya he invocado en un capítulo anterior, fue Simón Rodríguez. Él se encaminó a verla deliberadamente. Con una determinación muy propia de su carácter. Pues estaba sintiendo una ansiosa necesidad de conversar con Manuela. Una misma inclinación de memorias y de afectos al gran héroe de América les poseía. Además, solo se hallaban separados por una distancia de treinta kilómetros. Que para los dos, en otras circunstancias personales, hubiera resultado insignificante. Por aquello de que otrora conocieron bien lo que era galopar días y noches,

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entre soles y tempestades. Lamentablemente, para este tiempo del ambicionado rencuentro, el maestro de Bolívar era ya un anciano de aproximadamente ochenta y tres años, y la Libertadora, a su vez, había dejado de ser aquella intrépida amazona que escandalizaba a la sociedad por llevar pantalones, sable y pistola, y no cabalgar nunca a mujeriegas. En este último período, en efecto, según los testimonios que se acaban de transcribir, se hallaba inmovilizada por una parálisis. Antes de la memorable decisión de viajar hacia el hogar del exilio de su amiga, Simón Rodríguez había tenido una historia muy propia de su genio, con cambiantes e inesperadas iniciativas, con labores ejemplares, con desventuras y experiencias dramáticas. Había hecho un largo vagabundeo por el Ecuador. Estuvo en Guayaquil, en Latacunga, en Quito, en Ibarra. Cumplía en una ciudad su magisterio, tan único. En otra establecía fábricas de velas y jabones. En las siguientes se entregaba a la elaboración de pólvora y a la horticultura. En todas multiplicaba sus afanes sin dañar la pureza de la actividad con escorias de una vulgar codicia. Trabajaba para servir a los demás y, naturalmente, para ganarse el sustento. E iba así de un punto a otro. "Yo no quiero parecerme -decía- a los árboles que echan raíces en un lugar, sino al viento, al agua, al sol, a todo lo que marcha sin cesar". Fiel a ese ánimo, resolvió precisamente intentar su aventura postrera en tierras del Perú, y buscar por sobre todo a la desterrada quiteña. Viajó en compañía de un francés, el 27 de noviembre de 1853. La muerte iba ya encadenada a él como una sombra. La víspera escribió desde Guayaquil a su amigo el general José Trinidad Morán: "Mañana salgo embarcado como Noé en una balsa". Tomó, en efecto, el rumbo de El Callao, de donde pensaba pasar a otra población peruana. Por eso le aclaró: "Escríbame a Lambayeque, y si puede mándeme un socorro, porque estoy como las putas en cuaresma, con capital y sin réditos". La vejez no había estropeado su lenguaje picarescamente certero. En alguna página, anterior anoté que una mujer del Callao -Juana Barrientos- le ofreció la posibilidad de ser albergado en la aldehuela de Amotape, en las vecindades de Paita. Eso ocurrió entonces. Y desde

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ahí, casi en seguida, como sintiendo la premonición de que se le acortaban los plazos de su permanencia en el mundo, preparó su marcha hacia la casa de Manuela. Le proporcionaron la única montura más o menos aceptable de aquellos lugares: una mula medio magullada de orejas lacias. En ésta atravesó pesadamente el pequeño desierto. Averiguó luego direcciones, y por fin se bajó de la bestia. Sacudió el polvo de su sombrero y de su holgado chaquetón gris, notoriamente vejado por los años. Unos zapatos de doble suela, claveteados, volvían más rudos los golpes de sus pasos. Desde el exterior de la morada llamó por el nombre a su amiga, seguro de ser identificado por la voz. Y así realmente aconteció. Una de las negras le hizo entrar de inmediato. Ambos personajes, enfrentados de ese modo, sin anuncio, se saludaron con frases entrecortadas por su recíproca emoción. Luego se examinaron con ojos inquiridores, que nada lo disimulaban. Ella advertía en el genial preceptor toda la ceniza que suele echar sobre el hombre la ancianidad. Simón Rodríguez, a su vez, se resistía a aceptar aquella imagen de postración de la mujer que en otro tiempo cautivó a todos por su belleza, temeridad e inteligencia. La visita fue de largas horas. Se le agasajó al huésped no únicamente por la sorpresa grata de su llegada, sino también por su inminente partida, que se la creía definitiva, pues las condiciones del excepcional personaje hacían pensar que la capacidad de los retornos se le había ido colapsando irremediablemente. Las criadas cumplieron con diligencia las atenciones que les ordenaba Manuelita en aquel sentido. La conversación a la que se entregaron, sin reservas mentales ni sovoces, les tuvo animadamente unidos casi todo el día, desde la media mañana. Hubo, como era natural, un intercambio de confidencias, de comentarios, de remembranzas sobre la parábola heroica y amarga del Libertador, y por cierto de críticas coincidentes de ambos contra los bellacos que nunca faltan en el curso de los acontecimientos notables del hombre. Rodríguez no se ahorraba interjecciones ni palabras del más castizo y turbador desenfado. La hermosa mujer no se inmutaba con ello, y antes bien daba mayor

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expresividad a lo que oía con afirmaciones de graciosa y penetrante ironía. En algún momento aquel pensador vagabundo tocó, según había que esperarlo, el tema de su acabamiento personal, que lo percibía cercano, y para cuyo trance le socorrían desde hacía tiempo sus reflexiones estoicas. Por eso, como queriendo ofrecer un indicio de que el asunto estaba entre sus convencimientos más obvios, sacó del bolsillo de la chaqueta un pedazo de papel de cuaderno en el que se había adelantado a escribir las líneas de su epitafio. Y se las hizo leer a Manuela: "Pocos hombres habrá habido que hayan merecido menos el desprecio que yo, ni que hayan sentido más la ingratitud. Quédense mis huesos en paz". Terminada la tertulia, y antes de que su visitante se incorporase para salir, la desterrada quiso cambiarle lo funéreo de esas persuasiones, insinuándole que se mudara a Paita. Así podrían verse con cierta asiduidad, para complacerse en una amistosa compañía. A eso respondió Simón Rodríguez con una verdad estremecedoramente filosófica: Dos soledades, Manuela, no se hacen compañía. Por fin, cuando montó él en su mula para el regreso al pueblo vecino, la gran solitaria le hizo, desde el portalito de la casa, el último ademán de despedida. Dio vuelta, en seguida, a su sillón de ruedas, y entró en el vacío inmenso de la sala repitiendo para sí las desoladoras palabras del viajero. Pero no corrieron sino tres meses cuando llegó a suceder lo que se presentía. Efectivamente, desde Amotape arribó en burro un campesino, apenas conocido, con la noticia de que el anciano había recibido la extremaunción, para consumirse luego calladamente. Precisó con claridad la fecha: 28 de febrero de ese año de 1854. Desventuradamente -sin que ella misma lo hubiera podido ni imaginar-, la Libertadora le sobrevivió solo un tiempo corto. Porque su extinción fue repentina. Ocurrió el 23 de noviembre de 1856. Y todo se precipitó del modo siguiente, con la violencia del relámpago: entre la beodez errabunda de las olas llegó un día a Paita un barco de no sé dónde; entre la beodez de los deseos de un puñado de marineros, que saltaban presurosos a tierra, bajó alguien a quien se le partía de dolor

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la cabeza y se le revolvían las entrañas con un vómito persistente. Le consumía la fiebre. Las amígdalas le mortificaban como una llaga. Dos de sus compañeros, antes de correr, como todos, a beberse los tragos en el barrio de Maintope, y a bailar y fornicar con el puterío de ese sitio, le llevaron a una hospedería en demanda de atención. Avisaron al médico lugareño, y se fueron. Pero todo resultó inútil, pues murió casi en seguida. Lo peor fue que no se tomaron, al querer tratarlo, las providencias que requería su condición de apestado. Y el bacilo de la difteria que había llevado consigo se extendió en forma fulminante por la población. Una de las primeras personas en contraerlo, y en portarlo a su morada, fue Juana Rosa, la sirvienta más joven de Manuelita. Es decir la que acostumbraba ir a comprar lo necesario para el sustento cotidiano, y la que además ayudaba en el manejo de la mesa. El contagio al cual se vio expuesta la hermosa quiteña resultó, por lo mismo, inevitable. La negra esclava y su patrona fallecieron casi de inmediato, con apenas tres días de diferencia entre sus decesos. Este hecho aciago demuestra, con una lógica que conturba, que los riesgos de perder la vida en forma subitánea revisten igual gravedad en el campo de las hazañas heroicas como en medio de la mansedumbre del cobijo hogareño. Manuelita, la que escapó a las embestidas letales de las proezas y los enfrentamientos bélicos, tuvo que, caer vencida para la eternidad, al parecer paradójicamente, en la cama de una alcoba de pueblo. Por cierto, considerados su amor a las lecturas de escritores, historiadores y filósofos, de la antigüedad y modernos, y su inclinación postrera a los textos bíblicos, se debe creer que en su soledad reflexiva pudo haber advertido constantemente lo perecedero de la condición humana. Que, diciéndolo de algún modo, se resuelve en una sucesión de días que nos nutren y nos devoran, en una muertenvida, en una tumbaerranza. Estaba pues aguardando aquella hora precisa que nos mata, y que no es más que la culminación

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Alfonso Rumazo González, Op. cit., p. 201.

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de un acabamiento incesante. Sin embargo, el golpe final, tan súbito en el caso de Manuelita, dejó a ésta como desarmada. Sin deseos de reaccionar. Sin intentos de buscar un socorro médico. Porque no hizo sino hundirse en el lecho, triste, silenciosa, apagada. El quebrantamiento del cuerpo, la fiebre, la asfixia, cada vez mayor, fueron los tormentos de su angustiosa agonía. La rodeaban a prudente distancia un cura de Paita, llamado para los últimos sacramentos, y las dos inseparables esclavas, que habían enternecido de lágrimas sus pañuelos. No había nadie más, ni siquiera del vecindario. La noticia, desde luego, soplada de esquina en esquina llegó volando a todas las familias del pueblo. Se había entenebrecido de pronto la imagen luminosa de la mujer más admirable que habían visto sus ojos. De ese modo lo supo también un antiguo oficial del Libertador -general Antonio de la Guerra- que frecuentaba la casa de ella. En carta del 5 de diciembre de 1856 se lo comunicó a su esposa, con estas palabras: El 23 del pasado, a las seis de la tarde, dejó de existir nuestra amiga Doña Manuela Sáenz y tres días antes enterraron a su sirvienta Juana Rosa; ambas fallecieron de la abominable e infernal enfermedad de la garganta. 71

El centro sanitario de Paita mandó a la vivienda apestada, sin perdida de tiempo, a dos trabajadores que hacían labores improvisadas de preservación y enterramiento durante la siniestra emergencia. Entraron ambos en la habitación de la infortunada forastera cuando aún no habían cesado los desahogos de consternación del par de criadas. Se los podía ver protegidos de mandiles y guantes rústicos. Además, una especie de lienzos percudidos les cubría boca y nariz. Tomaron con desgano el pesado cadáver, envolviéndolo previamente en la misma sábana sobre que reposaba. Lo sacaron entonces a un carretón de madera, tirado por una mula miserable. Antes de llevárselo, pusieron en medio de la calle el colchón, la ropa de cama, las prendas de vestir, la silla de ruedas y un pequeño baúl de cuero, que fue lo que encontraron a mano en el interior de la pieza mortuoria. Todo eso lo

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sometieron al fuego. Con los ojos encendidos por el resplandor de las llamas, la greña sucia y los pelos saltados de una barba áspera y escasa, los dos hombres trataban de apresurar la quema, inadvertidos de que cometían uno de los peores actos de barbarie: en aquel baúl se consumían centenares de cartas de significación histórica. Las que escribió para "Manuela la bella", apasionadamente, el héroe que la hizo suya en la etapa más gloriosa de la emancipación de estos pueblos. Después de ejecutar la primera parte de su faena patética, aquellos rudos trabajadores se prepararon para la otra, de enterradores. Empujaron por eso a la mula cansada, y fueron avanzando al cementerio entre los crujidos de su carreta. Finalmente, cuando ya había caído la noche, depositaron los despojos de la heroína imperecedera en la fosa común de las víctimas de la peste. Pero no fue únicamente este hecho el que ocasionó la pérdida de su rastro en medio del mundo sellado de las tumbas. Porque el humilde camposanto, corridos los tiempos, fue llevado a otro lugar. Y con eso desapareció para siempre la posibilidad de dar con los restos de aquella semidiosa americana, cuyo destino de hazañas, labores e infortunios estaba reclamando la exaltación de esta nueva pluma enamorada.

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Neruda, Pablo, Canto General, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1976. Cantos ceremoniales, Buenos Aires, Editorial Losada, 1961. O'Leary, Daniel Florencio, General, Memorias, Narración, Caracas, Imprenta Nacional, Tres Volúmenes, 1952. Palma, Ricardo, Tradiciones peruanas completas, Madrid, 6ta. ed., Colección Aguilar, 1968. Perú de Lacroix, Luis, General, Diario de Bucaramanga, Enciclopedia de Venezuela, Barcelona, Editorial Andrés Bello, 1973. Rodó, José Enrique, Hombres de América; (Bolívar), Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1972. Rourke, Thomas, Bolívar, El hombre de la gloria, Buenos Aires, Editorial Claridad, 1942. Rumazo González, Alfonso, Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador, Quito, Edición de Muñoz Hermanos, 1984. Ugarte E., Juan Manuel, Lima y lo limeño, Lima, Editorial Universitaria, 1967. Vicente Rocafuerte, Epistolario, estudio y selección de Carlos Landázuri Camacho, Quito, Banco Central del Ecuador, dos volúmenes, 1988.

PUBLICACIONES PERIÓDICAS Archivo Nacional de Historia, Quito, Caja No. 5, Hijos Expósitos, 15, sexto mes, 1821. Boletín de la Academia Nacional de Historia, Quito, tomo 22, número 60, 1942. Boletín de la Academia Nacional de Historia, Quito, tomo 26, número 68, 1946. Boletín Histórico del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas del Ecuador, Quito, Ministerio de Defensa Nacional, números 10-20, varios años.

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El balcón de Manuelita en la apoteosis de Bolívar "La marcha era despaciosa. La muchedumbre tenía que abrirse para permitir que aquella siguiera avanzando. Había aristócratas criollos, hombres de poncho, indios de cotona, frailes y religiosas. Hasta los niños en brazos de sus madres podían contemplar a Bolívar... El corazón de Manuela Sáenz latía, frenético, en la hermosura de su pecho medio descubierto. Estaba ella en el centro de uno de los cinco balcones, de barandillas de hierro y madera, de la casa de María Manuela de la Peña, cuyos dos pisos se levantaban justamente en la esquina en donde se cruzan las calles Chile y Venezuela".

Monasterio de la Concepción "Aquí, convertida en hija expósita, se inició la historia de claustros de Manuelita, en la que, durante dieciocho años, los halagos escasos, los preceptos monásticos, las observaciones a veces agrias, las lecturas, el laboreo angélico de pastelería y bordaduras, fueron modelando una parte de su personalidad". Monasterio de Santa Catalina "Los rezos terminaban a las nueve de la noche. La campanilla de la abadesa introducía entonces, al monjerío, en el mundo insondable de los dormidos. Y se volcaba así sobre el convento un silencio que parecía infinito. Suyos eran la tiniebla y el frío". La hacienda de Cataguango "Ahí se halagaba Manuelita llevando una vida virgiliana. La propiedad conserva hasta ahora la luminosa vastedad de su patio de entrada, sus corredores amplios, con pilares de madera sobre bases de piedra labrada, sus espaciosas habitaciones, su glorieta sombreada y ceñida de flores, sus árboles enormes de cortezas rugosas, su piscina de aguas claras y frescas, y aun el sitio, lamentablemente vulnerado por la mano adversaria de los tiempos, en que se hacía trabajar al horno y al molino, tristemente desaparecidos". (ibíd) Un retrato bogotano de Manuelita "Corresponde a su llegada a la capital colombiana. Manuelita estaba en sus treinta y tres años recién cumplidos. El viajero francés Juan Bautista Boussingault, que la vio entonces por primera vez, la describió así: "No confesaba su edad. Cuando la conocí, representaba veintinueve a treinta años; estaba en todo el esplendor su belleza nada común: linda mujer, gordita, ojos oscuros, mirada indecisa, tez rosada de fondo blanco, cabellos negros... Poseía un encanto secreto para hacerse adorar". Testimonio fiel sobre Simón Bolívar "El mariscal Pablo Morillo, jefe de las fuerzas españolas, dirigió estas palabras a su rey Fernando VII, desde Venezuela: Nada puede compararse con la infatigable actividad de este caudillo. Su intrepidez y sus talentos le dan pleno derecho a ser cabeza de la

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revolución y de la guerra; pero se distingue también por su origen español y su educación... El solo es toda la revolución". El Precursor de la transformación del país "Eugenio Espejo se había entusiasmado con la lectura de los Enciclopedistas. Y por ese camino, advirtiendo las excelencias de dicho caudal filosófico revolucionario, en que se voceaba la necesidad de ser libres e iguales, se sintió empujado a convertirse en el conductor de un destino autonómico y republicano para nuestros pueblos". En la página anterior En las procesiones religiosas "de los cánticos de oración de la humilde muchedumbre se alzaban potentes, agudos, desgarradores, los acentos de las congojas íntimas y de las súplicas. El estímulo para ello radicaba sin duda en el sufrimiento popular enorme: de la olla escasa; de la vivienda en ruinas; del trabajo agobiador, entre hosquedades y prejuicios". Ernest Charton Los oficios de la indiada infeliz "Los forasteros venidos de Europa especificaban que en nuestras ciudades cordilleranas había dos clases de carga: la más pesada, que se reservaba a las mulas, y la corriente, que estaba destinada a los asnos y los indios. Pero tal era la resistencia de estos, que podían Ilevar de doce a dieciséis litros de agua en grandes vasijas de barro. Este servicio ominoso, que parecía convertirlos en parientes cercanos de mulos y jumentos, acababa por deformarles el tobillo derecho". Ernest Charton Cuartel Real de Lima, sitio del sacrificio de los patriotas "Entre sus muros fueron sacrificados Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez Quiroga, Juan Salinas, Juan Larrea, Pablo Arenas, Javier Ascázubi, el cura José Riofrío, Antonio Peña y Nicolás Aguilera. Estos nombres enlazan ahora los dos agostos históricos de nuestro país: el de la el de h amanecida augural de 1809 y el de la embestida popular, trágica y sangrienta, de 1810". En los desiertos de Paita "...se podría asegurar que las afrentas de la arena, de consistencia movediza y perecedera, y del polvo invasor, aliado de la muerte, infaltables en el ambiente de Paita, no pasaron de ser alardes impotentes para abatir el destello seductor de la celebridad de Manuelita, desterrada allí por Vicente Rocafuerte".

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