TERRITORIOS POPULARES URBANOS COMO ESPACIOS COMUNITARIOS

May 22, 2017 | Autor: A. Torres Carrillo | Categoria: Urbanismo, Estudios Urbanos, Territórios Comunitários
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TERRITORIOS POPULARES URBANOS COMO ESPACIOS COMUNITARIOS Alfonso Torres Carrillo1 ________________________________________________________________

INTRODUCCIÓN En la construcción histórica de las ciudades latinoamericanas, han ocupado un papel primordial, los asentamientos populares, llámense barriadas, pueblos jóvenes, invasiones, favelas, villas miseria, colonias populares, etc. Como lo han señalado Matos (1984 y 2011) y Franco (1991) para la ciudad de Lima y Torres (1993 y 2007) para Bogotá, estos territorios populares y sus habitantes, no solo constituyen la mayor parte de la ciudad edificada, sino que conforman buena parte de la llamada economía informal, de las bases políticas de los partidos y movimientos políticos, de las multitudes que se movilizan en las protestas y de la cultura popular que se gesta en las ciudad.

Para efectos de este capítulo, pretendo destacar una dimensión no suficientemente explorada y es cómo estos territorios populares también pueden ser interpretados como expresión de una ancestral, y a la vez nueva, forma de espacialidad intermedia, o más bien diferente, a la privada y a la pública, a la cual denominaré “espacialidad comunitarias”. Las categorías de espacio privado y espacio público, asumen en la actualidad una connotación normativa, asociada al uso y a la accesibilidad de las personas a los lugares en la ciudad (Páramo, 2007, p. 87) y a sus características espaciales. De este modo, los espacios privados “son aquellos donde el acceso es limitado y hay reglas claras orientadas por un interés particular”; en los espacios públicos, “en donde el interés es de tipo colectivo, las reglas son más flexibles en

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Es Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México, Magíster en Historia por la Universidad Nacional de Colombia, especialista en Sociología Política por la Universidad Santo Tomás y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional. En la actualidad es profesor titular del departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional. Ha sido profesor invitado y conferencista en diferentes universidades de Colombia y América Latina; ha sido investigador asociado de la maestría de gestión urbana de la UPC. Trabaja y publica en torno a las siguientes temáticas: movimientos sociales, participación local, organizaciones populares, educación popular y sobre producción de conocimiento en prácticas de transformación social. Dirección electrónica: [email protected]

cuanto al tipo de comportamientos permitidos y, por consiguiente, el acceso es más abierto, en el sentido de que más personas pueden acceder a este tipo de lugares” (Páramo, 2007, p. 87).

Con respecto a las características espaciales, el espacio público está constituido por lo estructural y duradero de una ciudad. La normatividad colombiana es contundente, al respecto: “Espacio público es el conjunto de inmuebles públicos y los elementos arquitectónicos y naturales de los inmuebles privados destinados por su naturaleza, por su uso o afectación, a la satisfacción de necesidades urbanas colectivas que trascienden, por lo tanto, los límites de los intereses privados de los habitantes” (Ley 9 de 1989 y Decreto 1504/98 Artículo 2). Son bienes de uso público aquellos inmuebles de dominio público cuyo uso pertenece a todos los habitantes de un territorio, como el de calles, plazas, fuentes y caminos y en general todos los inmuebles públicos destinados al uso o disfrute colectivo.

En ese sentido, la noción de espacio público urbano incluye la totalidad de lugares y elementos de la ciudad, de propiedad colectiva o privada, que albergan el cotidiano transcurrir de la vida colectiva ya que enlazan y entretejen el ámbito propio de la arquitectura con su dimensión urbana, posibilitando la vida ciudadana en la medida en que son ellos los lugares de expresión y apropiación social por excelencia. El espacio público comprende, entre otros, los siguientes aspectos: 1) Los bienes de uso público, es decir, aquellos inmuebles de dominio público cuyo uso pertenece a todos los habitantes del territorio nacional, destinados al uso o disfrute colectivo (vías, plazas, parques, etc.);

2) Los elementos arquitectónicos, espaciales y naturales de los

inmuebles de propiedad privada que por su naturaleza, uso o afectación satisfacen necesidades de uso público (antejardines, fachadas y cubiertas).

La

investigación realizada por Pablo Páramo como tesis doctoral (2007) sobre la

manera como los habitantes de la ciudad de Bogotá perciben y experimentan los lugares públicos, evidencia que aunque los espacios que destacan tienden a estar cerca de su lugar de vivienda, están referidos a parques, centros comerciales, museos, plazas, vías y sistemas de transporte en los que concurre gente de diferentes zonas de la ciudad. Los diez lugares más destacados (Páramo, 2007: 111 y 112) fueron el Parque Timiza, el Planetario Distrital, las ciclorrutas, la Biblioteca Virgilio Barco, el

Museo del Oro, el Parque Lourdes, la Plaza España, el Museo de los Niños, el Parque de Usaquén y la Avenida Caracas.

Este inventario, me permite retomar la hipótesis de que el mundo cercano de lo barrial y de las zonas urbano populares locales, es significado por los habitantes no como “espacio público” en general, sino como un lugar que sin ser privado, representa una experiencia y un interés de tipo comunitario, como lo argumentaré en el este capítulo. Para ello, inicio aclarando lo que entiendo por territorios populares, para luego detenernos en la experiencia histórica y cultural de los barrios y las zonas populares de la ciudad de Bogotá, en una perspectiva latinoamericana, a partir de mediados del siglo XX, para finalmente, caracterizar y valorar el potencial emancipador de lo que entendemos por espacios comunitarios.

El corpus de información histórica, a partir del cual construyo mi argumentación proviene de los estados del arte y de dos investigaciones académicas ya publicadas (Torres, 1993 y 2007) y de la lectura de otros trabajos de colegas de diferentes países de América Latina, que visibilizan y destacan la importancia de los territorios populares urbanos en la conformación de las ciudades y de la democracia en nuestro continente.

LOS TERRITORIOS POPULARES URBANOS En los últimos años, los referentes “territorio” y “territorialidad” han venido cobrando importancia tanto en el lenguaje académico como institucional; son empleados tanto por investigadores, como por las autoridades y los actores políticos y sociales alternativos. Sin embargo, no siempre son definidos y mucho menos conceptualizados. Dado que en este capítulo posicionaremos la categoría de “territorios populares urbanos”, haremos una reflexión inicial con respecto al concepto de territorio, apoyado en los aportes de la geografía cultural y de la antropología (García, 1976 y Giménez, 2005). La relevancia del concepto está asociada a la comprensión de las identidades sociales, a los sentidos de pertenencia local y regional y a las prácticas colectivas que despliegan las poblaciones en los espacios que habitan; así mismo, al análisis de problemáticas como el desarraigo generado por las migraciones y el desplazamiento forzoso.

Desde la perspectiva antropológica, el estudio de cualquier realidad sociocultural, nos remite a su territorialidad. De entrada, García (1976) nos advierte que la relación entre colectivos humanos y su espacio siempre está mediada por los sistemas semánticos que conforman el lenguaje y este supone siempre una idea, una representación o concepción del mismo. Por ello, tanto los colectivos humanos como sus investigadores, nunca hemos tenido ni tendremos una relación objetiva con el espacio. En consecuencia, define el territorio humano: “un espacio socializado y culturizado, de manera tal que su significado sociocultural incide en el campo semántico de la espacialidad y que tiene, en relación con cualquiera de las unidades constitutivas del grupo social, propio o ajeno, un sentido de exclusividad, propio o ajeno” (García, 1976: 29).

Para Giménez (2005: 9), el territorio es el espacio apropiado por un grupo social para asegurar su reproducción y la satisfacción de sus necesidades vitales, que pueden ser materiales o simbólicas. En esta perspectiva, el espacio sería la materia prima a partir de la cual se construye el territorio y la historia humana sería la apropiación progresiva del espacio terrestre por parte de los grupos humanos en función de sus necesidades económicas, sociales y políticas. En consecuencia, el proceso de apropiación sería entonces consustancial al territorio y estaría marcado y atravesado por conflictos, los cuales nos permiten explicar de qué manera un territorio es producido, regulado y protegido en interés de los diferentes grupos sociales. Es decir, la territorialidad es indisociable de las relaciones de poder: el espacio, como recurso escaso y el territorio como bien social construido, son objeto de disputa permanente dentro de coordenadas de poder en diferentes escalas: local, regional nacional, internacional y global (Giménez, 2005: 9 y 10). Así, el territorio no solo nos remite a una realidad espacial y sociocultural, sino también política.

A partir de estos dos enfoques complementarios, podemos afirmar que el análisis de un territorio humano exige la comprensión de varias dimensiones. En primer lugar la población, el colectivo humano sujeto de la apropiación territorial, que desde su prefiguración y configuración está en interacción con otros colectivos; por ejemplo, los ocupantes de un terreno baldío, en su calidad de campesinos migrantes y arrendatarios, son de antemano sectores sociales que ocupan un lugar subalterno en la estructura social de la ciudad y en el proceso de conformarse como pobladores, se

relacionan con otros actores (propietarios del terreno, habitantes de barrios vecinos, autoridades, partidos políticos, iglesias, etc.). Por eso, la población, más que desde indicadores de magnitud, densidad y distribución, deben ser abordados desde los criterios de historicidad, articulación y conflictividad que la constituyen (Zemelman. 1997: 23)

En segundo lugar, es importante considerar las representaciones y las percepciones sobre el espacio, habida cuenta que estamos frente a una realidad construida intersubjetivamente desde los imaginarios, las creencias y las concepciones de los colectivos humanos que los ocupan. No olvidemos que el espacio sobre el que se construye el territorio no es una realidad abstracta, geométrica, sino un espacio cualitativamente poblado y demarcado; por ello, asumimos la categoría de hábitat para referirnos no tanto a las dimensiones objetivas del espacio apropiado como a su significatividad: no es el medio físico el que determina la disposición territorial, sino que la comprensión de ésta es la que nos permite comprender cuales aspectos del medio han influido.

En tercer lugar, lo territorial es de naturaleza multiescalar. Puede ser construido y aprehendido en diferentes escalas geográficas. El nivel más elemental sería la casa habitación, sea una mansión, una finca, un apartamento o una choza; es el territorio más íntimo e inmediato, el refugio de nuestro cuerpo. El siguiente nivel sería el de los “territorios próximos” que de algún modo prolongan el hogar: la aldea campesina, el barrio, el pueblo; es el nivel local, de alta significación afectiva y social. Después vendrían los lugares intermedios entre lo local y el “vasto mundo”, en unos casos la gran ciudad o la región; se trata de realidades geográficas más vastas, de la que las personas pueden reconocer que pertenecen, pero cuyos contornos difícilmente son conocidos y apropiados prácticamente (¿Quién puede decir que conoce toda la ciudad donde vive?). El siguiente nivel es el del Estado nación, del país del cual se pertenece o vive; al igual que los demás, también se percibe y valora como territorio simbólico. También podemos reconocer territorios supranacionales que

pueden tener sentido

para algunas poblaciones del planeta, así no haya una apropiación de hecho, como es el caso de América Latina o la Unión Europea. Paradójicamente, el proceso llamado de globalización, si bien se le asocia a la “desterritorialización”, constituye una nueva apropiación del espacio planetario por parte de poderosos actores económicos como

las empresas transnacionales; por tanto genera una territorialidad propia representada en redes cuyos nodos serían las ciudades globalizadas (Giménez, 2005: 12 y 13).

Hecho este recorrido en torno al concepto de territorio, podemos aproximarnos al de territorios populares urbanos. Este haría referencia, para el caso de América Latina al conjunto de espacios apropiados por los pobladores de asentamientos urbanos populares, tanto en sus procesos de ocupación y construcción de sus viviendas y de la infraestructura material y social, como en sus dinámicas asociativas y de lucha en torno a la defensa de dichos espacios y obras colectivas y en la demanda de mejoramiento de su calidad de vida, la defensa de sus identidades y la ampliación de espacios de participación.

Aunque el territorio popular urbano por excelencia es el barrio, existen múltiples espacios del mismo y de la ciudad que podemos considerar como tales, de acuerdo a los diferentes contextos históricos y nacionales; entre otros tenemos: 1) los terrenos previos a ser ocupados que ya son objeto de representación, cuando se les visita, se planea su invasión o su adquisición, se les imagina ocupados por las viviendas y espacios comunes; 2) la calle y la esquina son espacios que van siendo apropiados por niños, niñas, jóvenes y otros actores como las barras de hinchas de futbol, como lugares de encuentro, diversión y disputa territorial; 3) las cuadras y las vecindades, lugares que por la proximidad de las viviendas y habitaciones mantienen ciertas relaciones de ayuda y frecuentación (Gravano, 2005: 99); 4) los potreros sin ocupar dentro o junto a los asentamientos, que de hecho se convierten en campos deportivos y de recreación, así como refugio de vagos y delincuentes; 5) las zonas de uso comunal – cuando las hay como parques, zonas verdes, bibliotecas y salones comunales, que son apropiados por diferentes poblaciones del barrio de diversas maneras (reuniones, fiestas, capacitación, ensayo y presentación de grupos artísticos; 5) territorios suprabarriales como cuencas de ríos o zonas montañosas que atraviesan o bordean los asentamientos y que se convierten de interés y defensa común por parte de los pobladores en ciertas coyunturas de amenaza de invasión ilegal o destrucción.

Los territorios populares son, a la vez, resultado de la acción colectiva de los pobladores y lugar de la constitución de los sectores populares urbanos como sujeto social, lo cual pasa por la emergencia de identidades colectivas, así como de nuevas subjetividades y

prácticas socioculturales. En la construcción de estos territorios y sujetos populares urbanos,

interactúan

dialécticamente

diferentes

dimensiones

que

moldean

su

singularidad en cada ciudad y periodo histórico; confluyen condiciones políticas y sociales estructuradas, procesos generados por la propia experiencia de lucha cotidiana y organizada, y dimensiones subjetivas instituyentes, tales como:El contexto estructural histórico social. En éste existen conflictos, tensiones o condicionamientos estructurales en torno al cual emerge la necesidad de apropiación, defensa y consolidación de un espacio a través de la acción colectiva; estos factores estructurales condicionan, mas no determinan la producción de los territorios.

La percepción, representación y elaboración de dichos factores y conflictos estructurales por parte de los pobladores, como necesidades, demandas, intereses o derechos, desde sus referentes valorativos, cognitivos e ideológicos (“marcos interpretativos”); es desde esta interpretación, que los pobladores deciden o no ocupar un espacio, defenderlo y actuar colectivamente en consecuencia.

La construcción de vínculos de solidaridad entre los actores que dan una base comunitaria territorial a las luchas cotidianas a los movimientos, así como de unas dinámicas organizacionales que estructuran la acción colectivaLa formación – siempre abierta y conflictiva - de identidades y solidaridades que garantizan la unidad y continuidad de los territorios, así como de las organizaciones y luchas territoriales; los sentidos de pertenecía social, cultural y territorial y los vínculos informales y formales que se van tejiendo en los territorios a su vez se activan y fortalecen en las coyunturas de lucha .

Las formas y modalidades de movilización colectiva que hacen visible el movimiento; es decir un conjunto de repertorios de protesta y estrategias de acción que garantizan la visibilización, movilización e interacción del movimiento frente al conjunto social.

Las condiciones y coyunturas políticas, sociales y culturales que actúan como estructura de oportunidades para su acción.

LA EMERGENCIA DE LOS SECTORES Y TERRITORIOS POPULARES EN LAS CIUDADES DE AMÉRICA LATINA Es un hecho conocido, la existencia de barrios pobres y agremiaciones en las ciudades coloniales (Hoberman y Socolov, 1993), los tumultos y revueltas de la plebe urbana de los siglos XVIII y XIX (Aroom y Ortoll, 1994), así como las luchas de los inquilinos y el nacimiento de barrios “obreros” en algunas ciudades de la región desde comienzos del siglo XX (Archila, 1980; Davis, 1999). Sin embargo, existe consenso en reconocer que fue en el contexto del acelerado crecimiento demográfico iniciado desde mediados del siglo XX cuando se introdujeron cambios cualitativos en el carácter de los actores populares citadinos, de sus organizaciones y de sus formas de movilización, expresado como un incontrolable “multitud aluvial” (Romero, 1976) o como “desborde popular” (Matos, 1985).

Como lo señala Romero (1976: 322), en las primeras décadas del siglo XX se produjo en casi todo el continente, con diferente intensidad según cada país, una explosión demográfica y social, que se expresó principalmente en el éxodo rural que trasladó hacia las ciudades grandes volúmenes de población. Desde la cuarta década del siglo XX, la presencia histórica de los pobladores populares fue inocultable. Desde sus resistencias cotidianas, sus procesos asociativos y sus protestas no sólo fueron invadiendo las periferias de las ciudades latinoamericanas, ampliando una y otra vez su perímetro urbano y sus modos de entender y vivir lo citadino.

Este crecimiento económico localizado en las grandes ciudades, sumado a la disminución de los índices de mortalidad y a la oleada migratoria de las zonas rurales, llevó a que América Latina dejara de ser una región rural para convertirse en urbana. Hasta 1940 la población de la mayoría de países de la región vivía en el campo; en las décadas siguientes la tendencia se invirtió hasta tal punto que en 1996, de cada 4 habitantes de la región, 3 era citadino. Las ciudades capitales, al concentrar el crecimiento industrial (y con ellos el comercio y los servicios) también fueron las que más absorbieron la oleada de inmigrantes; por ello, entre 1940 y 1960 las metrópolis latinoamericanas alcanzaron sus mayores tasas de crecimiento de su historia; en la década de los cuarenta Caracas creció en un 7.6% anual y Sao Paulo en un 7.2%; en la siguiente década, México y Lima aumentaron su población a un 5% anual y Bogotá en un 7.2% (Gilbert, 1997).

La mayor parte de los nuevos citadinos eran campesinos que huían de la pobreza y las malas condiciones de la vida rural, cuando no de la violencia política y económica. Así por ejemplo, Lima

en 1956 poseía 1.200.000 habitantes, de los cuales 460.000 eran

inmigrantes (Tovar, 1995:119); en Colombia, Bogotá también fue la ciudad que más inmigrantes recibió; de sus 660.000 habitantes en 1951, el 56% de ellos había nacido fuera de ella y para 1964, su cantidad total llegó a 850.433 (Torres, 1993: 45). Por otro lado, durante la década del cuarenta, 612.000 personas migraron hacia la Ciudad de México y aunque se dio una desaceleración de la tasa de urbanización, en los años cincuenta la migración hacia la urbe fue de 800.000 personas y durante los sesenta unas 2.800.000 personas llegaron a la capital mexicana; para 1970 la Ciudad de México poseía ya 8.875.800 habitantes (Ward, 1991). Se iniciaba un proceso simultáneo de “colonización urbana” en las grandes ciudades latinoamericanas, protagonizado por millones de inmigrantes que buscaban el progreso personal y familiar que las urbes brindaban a otros sectores. En su mayoría eran jóvenes que llegaban con sus cónyuges e hijos, y que recibían algún apoyo inicial de paisanos ya radicados en la urbe (Gilbert, 1997). Pese a la expansión industrial, ésta nunca alcanzó las tasas de crecimiento demográfico y la mayoría de los inmigrantes no pudo vincularse como obreros; tuvieron que hacerlo en la construcción, en los servicios o en pequeñas empresas manufactureras; los que no accedieron al empleo tuvieron que ingeniarse diversas estrategias para obtener ingresos en lo que hoy llamamos economía informal.

De este modo, en un contexto de precariedad e inestabilidad laboral, la búsqueda de un terreno donde construir una vivienda y un hábitat dignos se convirtió en proyecto y experiencia comunes de los nuevos inmigrantes en los primeros años de su vida citadina. Así, su experiencia de lucha compartida por conseguir suelo urbano donde ir construyendo progresivamente sus casas y la infraestructura de servicios básicos del asentamiento, fue configurando unos lazos de sociabilidad y un sentido de pertenencia común como pobladores populares. En la mayoría de los casos el escenario donde aconteció esa búsqueda y en donde se materializaron sus logros fueron los asentamientos populares, llámense barriadas, colonias, poblaciones, pueblos nuevos o favelas.

EL PROCESO HISTÓRICO DE LA TERRITORIALIDAD POPULAR EN BOGOTÁ Santafé de Bogotá, al igual que las otras ciudades nacidas con la conquista española, en sus orígenes era un espacio de dominio; legitimaba el poder de los conquistadores frente a la Corona, a la vez que simbolizaba el nuevo orden colonial. El centro y eje de la organización espacial de la ciudad y en torno a la cual se formaron sus primeros barrios, fue la Plaza Mayor. La vida de estos barrios giraba en torno a sus respectivas iglesias, las cuales no solo les dieron su nombre, sino también buena parte de su identidad. El barrio colonial se identifica con la parroquia, la cual poseía funciones religiosas pero también civiles y políticas: los bautizos, las bodas, y las defunciones eran inscritos en los libros parroquiales; además la Iglesia regía algunas asociaciones civiles (cofradías, gremios) y el tiempo de sus moradores (misas, celebraciones religiosas, año litúrgico).

Al finalizar la Colonia, la población bogotana era en su mayoría mestiza (55%); el grupo blanco constituía el 38% de la población, los negros el 5% y los indios solo el 3%. La ciudad tenía 21.464 habitantes en el año 1800 y desde 1774 las autoridades los habían conformado en 8 barrios, cada uno con un alcalde menor que controlaba a los cada vez más numerosos pobres e indóciles habitantes; barrios como Santa Bárbara, San Victorino, las Aguas y Las Nieves eran de mestizos e indios. Paulatinamente, artesanos, tenderos,

aguateros,

lavanderas,

deshollinadores,

carpinteros,

sastres

y

otros

trabajadores fueron invadiendo la ciudad a lo largo del primer siglo de vida republicana.

A lo largo del siglo

XIX

la ciudad quintuplicó su población, aunque su extensión casi no

avanzó más allá de los límites coloniales. Como puede suponerse, los viejos barrios coloniales –otra vez convertidos en parroquias– se saturaron; fueron surgiendo otros como Egipto, Las Cruces, Chapinero, y a fines de siglo, San Diego y San Cristóbal. Así, silenciosamente, la ciudad fue siendo conquistada por los pobres y sus barriadas, sus inquilinatos, sus chicherías, sus oficios, sus fiestas, sus devociones, sus asociaciones mutuarias y sus protestas. En 1905 la población era de solo 100.000 habitantes y el área construida era de 320 hectáreas; la estructura urbana y el ambiente social muy poco habían cambiado: ricos, pobres, industrias, comercios y fiestas convivían en una densa y pequeña área; solo algunas pequeñas industrias surgidas a fines del siglo

XIX

se habían

establecido en las periferias del nororiente, sur y occidente, posibilitando el surgimiento de caseríos dispersos en sus alrededores.

En el período comprendido entre la década del veinte y mediados de siglo, se produjo la transición entre la antigua aldea colonial y la ciudad metropolitana actual. A partir de los veinte, al igual que el resto del país, su capital va protagonizar un crecimiento en varios aspectos, favorecido por el impacto de la dinamización económica generada por el pago de la indemnización de Panamá, el crecimiento industrial y la bonanza cafetera. La población vivió un acelerado crecimiento: de 143.994 habitantes en 1918 pasó a 330.312 en 1938 y a 715.250 en 19512. Dicho incremento poblacional estuvo asociado primordialmente a la migración, más que al crecimiento vegetativo; en 1922 solo uno de cada tres habitantes de la capital había nacido en ella.

Como era de esperarse, los problemas por insuficiencia de estructura urbana se hicieron evidentes; el déficit de vivienda y la escasez de servicios públicos se convirtieron en problema social y político. Para 1928 se calculaba un promedio de 14 personas por casa quedando en evidencia el hacinamiento en los asentamientos más pobres; desde fines de la primera década estos van a ser llamados "Barrios Obreros" (como La Perseverancia y Ricaurte) y que en 1930 ocupaban el 61.4% del área construida. Es también por esta época, cuando las autoridades empiezan a tomar medidas para afrontar el crecimiento urbano y sus consecuencias sociales; desde mediados de los 20 se solicitaron empréstitos y se hicieron contratos con empresas extranjeras para iniciar urbanizaciones y mejorar los servicios públicos de la ciudad. Es una etapa de "aprendizaje" del Municipio que va a tener como momento clave el año 1951, cuando por primera vez se decreta un "Plan Piloto para la ciudad". Las tres décadas comprendidas entre 1920 y 1948 son vitales para la explicación de la actual configuración espacial de la ciudad, pero también para entender la conformación de los sectores populares que la construyeron.

Con el aluvión migratorio de campesinos incrementado desde los años cincuenta por la Violencia política, el conflicto por el derecho a la ciudad adquirió dimensiones inusitadas. Bogotá, capital administrativa y polo industrial, fue la ciudad que más inmigrantes recibió y que por ende, más creció demográfica y espacialmente. La ciudad pasó en 1951 a tener 660.000 habitantes y a ocupar 2.600 hectáreas; para ese año el 56% de los habitantes de Bogotá había nacido fuera de ella y para 1964, la cantidad total de inmigrantes llegó a los 850.433. Se inició así un proceso de "colonización urbana" simultáneo al que otros 2

La información demográfica y estadística sobre Bogotá, contenida en este artículo es tomada de mi libro: La ciudad en la sombra. Barrio y luchas urbanas en Bogotá 1950 – 1977, Bogotá, CINEP, 1993

campesinos desplazados llevaban a cabo en lejanas zonas de frontera agrícola como Arauca, Caquetá y Putumayo. Miles de campesinos arriban a la ciudad, extendiendo la mancha urbana hacia las montañas de suroriente y nororiente, así como a las zonas bajas de suroccidente y el noroccidente.

La mayoría de campesinos que migraron a la urbe con la esperanza de paz y progreso familiar, no lograron vincularse directamente a la producción capitalista como obreros; la ilusión de una industrialización pujante y de una proletarización generalizada pronto se esfumó. Los nuevos pobladores tuvieron que ocuparse en servicios y oficios varios, en la construcción o en pequeñas empresas manufactureras y comerciales; otros, tuvieron que hacerle frente a la desocupación inventándose infinidad de estrategias para sobrevivir, en la llamada economía informal. De este modo, los barrios populares surgidos desde los años cincuenta y no los espacios laborales, se fueron convirtiendo en el principal escenario de la lucha cotidiana de millones de pobladores por obtener unas condiciones de vida dignas y el reconocimiento de su ciudadanía social.

En muchos casos, la resolución de sus necesidades solo pasó por el esfuerzo familiar o la convergencia de acciones puntuales de los vecinos de una calle o de un joven asentamiento (traer el agua de la pila o de la quebrada, "bajar la luz" de un poste cercano, construir el alcantarillado), sin necesidad de conformar un espacio organizativo permanente. Cuando el carácter o la magnitud de los problemas sobrepasaba la capacidad de los mecanismos tradicionales de solidaridad, generaron formas asociativas más estables como las Juntas de Mejoras y los Comités de Barrio, que centralizaban el trabajo comunitario y la relación con las instituciones "externas". Tal tendencia comunal – actualización de prácticas campesinas ante nuevas circunstancias– se vivió con mayor intensidad en la primera fase de los barrios populares capitalinos, más aún cuando se trataba de invasiones organizadas de terrenos o de asentamientos enfrentados a situaciones críticas como intentos de desalojo o catástrofes naturales.

En el contexto del Frente Nacional, el Gobierno buscó controlar estas formas organizativas, al crear las Juntas de Acción Comunal en 1958; en Bogotá tuvieron especial impulso, convirtiéndose a lo largo de las dos décadas siguientes en la única forma asociativa barrial reconocida por las autoridades y en el único vínculo de los pobladores con el Estado para la consecución de sus demandas. Así, al comenzar la

década de los ochenta existen más de mil JAC con más de medio millón de afiliados. Dichas JAC, aunque han jugado un papel protagónico en la fase inicial de los barrios como aglutinadoras de los esfuerzos colectivos y mediadoras de la consecución de los servicios básicos, se convirtieron en pieza clave la relación clientelista con los partidos políticos tradicionales y con el Estado. Sus dirigentes locales, en su afán de mantener las ventajas de su posición, se fueron convirtiendo en "pragmáticos" consecutores de ayudas (auxilios, donaciones, partidas) más que en promotores de la organización barrial. En la medida en que el barrio consolida su infraestructura física, la JAC pierde peso y los afiliados tienden a desentenderse de su funcionamiento.

Para la década del setenta, no solo habían nacido nuevos barrios, sino que los surgidos con anterioridad se habían consolidado, aumentado su densidad poblacional y estrechado su relación con el tejido urbano mayor; se configuraron “mega barrios” como Bosa, Kennedy o Gran Britalia que agrupaban varios asentamientos y decenas de miles de personas. Estas circunstancias, dieron lugar a nuevos actores locales (escolares, jóvenes, madres de familia, inquilinos, tenderos) y a nuevas demandas: parques, canchas deportivas, salacunas, escuelas, vías, transporte, etc. La convulsionada coyuntura política marcada por la irrupción de nuevos grupos de izquierda, la agitación universitaria, la politización del magisterio y de algunos sectores de la iglesia, llevó a que muchos activistas (partidarios o no) hicieran presencia entre estos sectores populares. La lucha contra la Avenida de los Cerros (191-1974), los paros zonales por transporte y el Paro Cívico de 1977 son ejemplo de esta nueva experiencia de protesta social desde los barrios (Medina, 1984).

Para 1977, Bogotá era ya una urbe con tres millones y medio de habitantes y ocupa una extensión de 30.886 hectáreas. Sin embargo, el crecimiento no se detenía aunque a un ritmo menor con respecto a los años previos; durante la siguiente década, la proliferación de asentamientos populares se concentró en algunas zonas (Ciudad Bolívar, BosaSoacha y Suba), las cuales fueron también escenarios privilegiados de la aparición de nuevas formas de organización barrial y de estrategias inéditas para presionar sus demandas. Junto a los barrios piratas, surgieron algunas invasiones de hecho y urbanizaciones por iniciativa de cooperativas y asociaciones de “destechados” y viviendistas; en algunas de estas se han podido experimentar formas de participación popular y comunitaria más avanzadas, tanto en el diseño y la construcción, como en la

organización posterior de sus habitantes del barrio; es el caso de los barrios impulsados por el ex sacerdote Saturnino Sepúlveda a través de sus Empresas Comunitarias (Ciudad Hunza, Los Comuneros, Manuela Beltrán, entre otros) y de las organizaciones de viviendistas nucleadas en torno a Fedevivienda.

A lo largo de los ochenta también van a aumentar organizaciones barriales independientes de las JAC (y la mayoría de las veces en conflicto con ellas) en torno a actividades productivas, reivindicativas y culturales como el teatro, la comunicación o la educación popular; las más relevantes han sido las de mujeres que se asociaron para cuidar a los niños en edad preescolar. En algunos barrios, el trabajo parroquial o pastoral de algunas comunidades religiosas desembocó en Grupos Juveniles o en Comunidades Eclesiales de Base comprometidos con acciones de promoción comunitaria y organización popular. Estas nuevas experiencias asociativas –algunas impulsadas o apoyadas por organizaciones no gubernamentales (ONG)–, favorecieron la organización de base, la educación de sus miembros y ampliaron las formas de gestionar sus necesidades y demandas (Torres, 2007).

A la par del agotamiento de la modalidad clientelista de gestión de demandas barriales, fue creciendo el número de acciones de protesta: marchas dentro de los barrios, hacia oficinas públicas o hacia la Plaza de Bolívar, bloqueo de vías, toma de oficinas y paros cívicos, se hicieron frecuentes en el acontecer citadino. A las demandas por servicios públicos y sociales, se sumaban nuevos temas como la seguridad, la defensa ambiental y el respeto a derechos humanos. Cuando la demanda o el problema era suprabarrial, se generaron coordinaciones provisionales o estables para presionar a las autoridades y para fortalecer la organización autónoma; surgieron así algunas coordinaciones y redes zonales o temáticas, en torno a la demanda o mejora de un servicio público, al trabajo cultural, la educación de adultos o a la atención de los niños.

Desde mediados de los años ochenta, en el contexto de la "apertura democrática" y de la descentralización, pero más aún, luego de la promulgación de la nueva Carta Constitucional, el Estado empezó a impulsar la "participación ciudadana" en el manejo de asuntos como la salud, la educación, la atención a la niñez y a la juventud; también favoreció la creación de asociaciones locales y la confederación distrital de Juntas de Acción Comunal, cada vez más debilitadas por la prohibición de los auxilios de

concejales, diputados y parlamentarios y por la orientación del presupuesto hacia las localidades más que a los barrios. Estas organizaciones impulsadas desde arriba, así involucren a población de base en acciones para resolver sus necesidades, viven una tensión permanente entre la autonomía y la dependencia frente a políticas y recursos estatales, aunque en algunos casos se han generado conflictos en torno a problemas específicos o frente a la orientación de las políticas sociales.

La puesta en marcha de la Carta Política de 1991 y de la descentralización administrativa del Distrito Capital, en particular, la elección de Juntas Administradoras Locales (JAL) desde 1992, ha desplazado parcialmente el escenario de las demandas urbanas de los barrios a la localidades. A pesar de sus limitadas funciones, tanto líderes y organizaciones ligadas al clientelismo como aquellos provenientes de las experiencias autónomas y críticas surgidas en los ochenta, han buscado participar electoralmente, o en los Encuentros Ciudadanos para incidir en la formulación de los Planes de Desarrollo Local y en espacios como los Consejos Locales de Cultura (Torres, 2007).

Sin embargo, la apatía generalizada (por falta de información o interés) de los pobladores y la reproducción de los vicios clientelistas en las JAL, la presencia de ediles independientes a los partidos tradicionales sea aún marginal. Un fenómeno interesante en la primera década del siglo

XXI

ha sido el paulatino aumento de ediles

provenientes de procesos comunitarios o cívicos locales, así como de agrupaciones de izquierda; sin embargo, ello no ha significado un cambio significativo de las lógicas políticas tradicionales, predominantes en las JAL, como quedó en evidencia durante la administración de Samuel Moreno.

Para fines de la última década del siglo XX, uno de cada cinco colombianos vivían en la capital. Al comenzar el nuevo milenio, la población de Bogotá supera los ocho millones de habitantes, de los cuales, más del 65% vive en barrios construidos por sus pobladores; el éxodo campesino hacia Bogotá continúa, ahora impulsado por la nueva ola de violencia; miles de desplazados llegan silenciosamente, a las periferias urbanas, al igual que sus antecesores de los años cincuenta, en busca de refugio y de progreso, recreando las estrategias para producir su hábitat.

Al comenzar el nuevo milenio, asistimos a la emergencia de nuevas formas de acción colectiva a escala supralocal, con el surgimiento de movimientos y redes que actúan en grandes territorios de la ciudad. Algunas surgen en defensa de un territorio amenazado por la voracidad de las empresas privadas, por la imposición de intereses particulares en detrimento del bienestar colectivo, para enfrentar problemas como la criminalización y violencia contra los jóvenes o por el desgreño de las autoridades para poner hacer cumplir las normatividades. Un ejemplo es el de los procesos Asamblea Sur y Territorio Sur en defensa de la cuenca del Río Tunjuelo que atraviesa 6 localidades y en el que participan decenas de grupos y organizaciones comunitarias; vale la pena resaltar que estas dinámicas asociativas y de acción colectiva, reivindican el territorio como categoría central de la representación de sus demandas e identidad. Hoy, continúan naciendo nuevos barrios en la periferia, que tienden a repetir –con nuevos actores– los libretos estrenados desde los cincuenta y acogiendo el acumulado de formas organizativas conformadas en las décadas previas; se consolidan los asentamientos surgidos previamente; crece la población juvenil que reclama espacios propios y respeto a su identidad; en algunas zonas la violencia hace presencia en la forma de milicias populares, grupos de autodefensa y bandas armadas; las ONG, instituciones gubernamentales y fundaciones filantrópicas compiten por adoptar y controlar territorios populares donde ejercer su influencia y justificar sus presupuestos; los investigadores seguimos tratando de entender lo que pasa en este escenario complejo de la ciudad y de los barrios.

EL BARRIO COMO TERRITORIO POPULAR URBANO POR EXCELENCIA Hecho el anterior recorrido histórico por la conformación de los territorios populares en las urbes latinoamericanas y particularmente en Bogotá, podemos asegurar que han sido los barrios populares, los lugares por excelencia en torno a los cuales la mayoría de los habitantes de las ciudades, construye sus vínculos sociales más significativos y elabora sus representaciones sobre sí mismos y sobre los demás; es el territorio, donde configuran sus solidaridades e identidades básicas, así como sus relaciones con el mundo de la ciudad.

En las teorías sociales contemporáneas sobre lo urbano, los barrios han sido revalorados en su dimensión territorial, social, política y cultural (Gravano, 2005). Más que un espacio de residencia, consumo y reproducción de fuerza de trabajo, como fue valorado por cierto marxismo ortodoxo, los barrios son un escenario de construcción y resistencia social, de sociabilidad y de experiencias asociativas y de lucha de gran significación para comprender a los sectores populares citadinos. Para autores como Mayol (1999: 10) “el barrio es un dispositivo práctico, cuya función es asegurar una solución de continuidad entre lo más íntimo (el espacio privado de la vivienda) y lo más desconocido (el conjunto de la ciudad o hasta por extensión, el mundo)… el barrio es el término medio de una dialéctica existencial (en el nivel personal) y social (en el nivel de colectivo de usuarios), entre el dentro y el fuera”.

Sin lugar a dudas, para el caso de los pobladores urbanos de las ciudades de América Latina, dicho lugar ha sido su territorio, los barrios populares. La historia de los asentamientos populares de las ciudades de la región es la historia de la incorporación de los inmigrantes a la vida urbana, de su lucha por el derecho a la ciudad y de su constitución como referente de sentido de pertenencia principal de sus habitantes; en un contexto de escasa, precaria e inestable vinculación con el mundo laboral, su identidad social no ha estado marcado tanto por su calidad de trabajadores como sí la de pobladores o vecinos de un barrio o sector de la ciudad (Torres, 2007).

Refugio de inmigrantes, espacio donde se desarrollan diferentes estrategias de sobrevivencia y resistencia a los embates del desempleo, la pobreza y la exclusión, el barrio es también el lugar donde se establecen relaciones personales más intensas y duraderas, difíciles de lograr en el mundo del trabajo. En la fase fundacional de los barrios se recrean relaciones de compadrazgo y el paisanaje, en la casa se recibe a los familiares recién llegados del campo y se realizan bazares donde se preparan productos de las regiones de origen. Varios estudios (Mattos, 1988; Lommitz, 1974) han ilustrado los estrechos nexos entre los primeras generaciones de inmigrantes en los asentamientos como estrategias se sobrevivencia y articulación social.

Estos vínculos de vecindad, compadrazgo, amistad y afinidad cultural y generacional van formando una malla de relaciones que pueden leerse como redes sociales. “Las redes sociales son formas de interacción, intercambio y reciprocidad que están

orientadas

a satisfacer ciertas necesidades de los grupos, sean afectivas,

comunitarias, políticas, culturales, etc.” (Bolos 2000, 37). Las Organizaciones Populares y las luchas urbanas están sostenidas por estas redes informales que facilitan o limitan su actuación. La acción colectiva se inserta en las redes previas y las amplía; “crea vínculos donde no los había, agrega comportamientos al repertorio de la acción colectiva, transforma valores, crea o modifica imaginarios” (Espinoza, 1999, p. 213).

Como se señaló, el barrio es también un espacio donde los pobladores populares constituyen identidades sociales. En primer lugar, el barrio mismo es referente de identidad, en la medida que sus pobladores al construirlo, habitarlo y -muchas vecesdefenderlo como territorio, generan lazos de pertenencia, que les permite distinguirse frente a otros colectivos sociales de la ciudad. En segundo lugar, los barrios en su conjunto son un espacio donde se construyen diferentes identidades colectivas, que expresan la fragmentación y diferencias culturales propias de la vida urbana contemporánea.

En cuanto la primera perspectiva, en la medida en que los asentamientos se vuelven el contenido y el escenario de buena parte de las luchas compartidas por sus habitantes por el derecho a la ciudad y de construcción de redes sociales, también contribuyen a ir moldeando una nueva identidad socioterritorial como "clase popular" y como pobladores barriales (Villasante, 1994); “al pasar o a ocupar los sitios y construir su casa propia y una infraestructura común, estos grupos populares disgregados, se autoreconocen ahora mutuamente en el acto y proyecto común de asentamiento en la ciudad, pasando a constituirse como clase poblacional” (Illanes, 1993).

Pero si bien la identidad barrial se alimenta de la experiencia compartida en la ocupación, producción y uso de un espacio, ésta no se agota en lo territorial. Es ante todo, un referente simbólico: el barrio popular como construcción colectiva, teje una trama de relaciones comunitarias que identifica a un número de habitantes venidos de muchos lugares y con historias familiares diversas, construyendo un nuevo "nosotros" en torno al nuevo espacio y la historia compartidos. “En el barrio se da la construcción de una nueva identidad cultural, de una cultura urbana popular: modos de aglutinación de creencias y comportamientos, modos de resentir los problemas colectivos. Toma

forma en el barrio una cultura cívica que incluye modos particulares de lealtad a sus líderes, de respeto a la autoridad y de desconfianza hacia los de afuera. Una cultura fuertemente marcada y moldeada por las mujeres, ya que ellas hacen el barrio con sus manos en muchos casos, y con sus sentimientos… (Martín Barbero, 1991, p. 8).

Para Patricia Safa la identidad vecinal además de experiencia intersubjetiva es arena social donde se definen los diferentes actores que luchan y se organizan por la apropiación del territorio. “Las identidades vecinales además de ser una construcción social y cultural y un espacio de relaciones, es una arena de conflicto” (Safa, 1998, p. 158). Reconocer al barrio como referente de identificación sociocultural de sus habitantes, no significa que sea una "comunidad" homogénea como lo suponen algunos estudios. Dado que los asentamientos populares, no constituyen un universo cerrado, ni son ajenos al conjunto de procesos que afectan la vida de la ciudad, expresan diferencias de diversa índole. La fragmentación social y generacional, la pluralidad de ofertas religiosas y de consumo cultural, origina diferentes referentes identitarios. Los casos más evidentes son los de las mujeres y los jóvenes.

El momento fundacional del asentamiento (con unos límites espaciales y temporales muy precisos) y su recreación en la memoria colectiva, demarca quiénes son del nuevo barrio y quiénes no. Existen numerosos casos en que distintas oleadas de ocupación de un mismo fraccionamiento urbano, da origen a diferentes barrios, así sean considerados desde fuera como uno solo; se empieza hablar de "primero" y segundo sector"" o de "la parte alta" y "la parte baja", de la zona vieja y de la nueva. A la larga, los protagonistas de la nueva colonización terminan por crear su propia Junta de Acción Comunal e incluso por darle un nuevo nombre "para evitar confusiones".

Un asentamiento o urbanización se convierten en barrio, en la medida en que es escenario y contenido de la experiencia compartida de sus pobladores por identificar necesidades comunes, de elaborarlas como intereses colectivos y desplegar acciones conjuntas (organizadas o no) para su conquista, a través de lo cual forman un tejido social y un universo simbólico que les permite irse reconociendo como "vecinos" y relacionarse distintivamente con otros citadinos. Construyendo su barrio, sus habitantes construyen su propia identidad.

Esta conquista de identidad y sentido de pertenencia basado en lo territorial, se expresa en el poder de dar nombre a sus asentamientos3. Los barrios coloniales y surgidos a lo largo del siglo xix y aún algunos de este siglo, están marcados por la identidad religiosa, son parroquias algunos ejemplos son San Diego, Santa Bárbara, San Victorno, San Cristóbal, San Vicente o Claret, llegando a ser paradigmáticos Villa Javier y Minuto de Dios en los cuales la misma iglesia fue el urbanizador; en los barrios surgidos por iniciativa estatal en la coyuntura posterior al centenario de la independencia y al cuarto centenario de la fundación de Bogotá, los nombres impuestos exaltan la identidad republicana: Colombia, Centenario, 20 de julio, 7 de agosto, 12 de octubre, Simón Bolívar, Atanasio Girardot, Restrepo, Olaya Herrera, etc.

En aquellos barrios surgidos en el contexto del éxodo rural y la esperanza de progreso en la ciudad (salvo cuando se deriva del nombre de la Hacienda que ocuparon o del nombre dado previamente por el urbanizador), sus habitantes los bautizan con la esperanza y el optimismo de su nueva vida: La Victoria, La Gloria, La Belleza, Bello Horizonte, El Progreso, El Triunfo, Los Libertadores, el Oasis etc.; en otros casos el departamento o municipio de origen; Boyacá, Quindío, Santa Marta, Cartagenita. En las últimas décadas aparecen las imágenes de los personajes y acontecimientos que los medios destacan o aquellos de cuyo nombre se puede obtener alguna ventaja: Pastranita, Virgilio Barco, Less Walessa, Las Malvinas, Juan Pablo II. En asentamientos surgidos por iniciativa o apoyo de organizaciones independientes o de izquierda, su nombre exalta personalidades o acontecimientos que simbolizan su posición alternativa: Policarpa Salavarrieta, Manuela Beltrán, Salvador Allende, Camilo Torres, Julio Rincón, La Gaitana o Corinto.

Esta relación entre apropiación territorial e identidad colectiva asume visos de mayor intensidad cuando ha sido el resultado de una invasión previamente organizada y en barrios que deben ejercer resistencia a intentos de desalojo y o de afectación del espacio construido. Más que el valor comercial, entran en juego la memoria, las seguridades, los proyectos y las utopías construidas; recordemos la lucha de barrios como Policarpa y Bosque Calderón o de los barrios orientales contra la construcción de la Avenida de los Cerros o el rechazo a espacios ideados por otros, rehaciéndolos a su modo fue el caso de urbanizaciones estatales como Muzú, Guacamayas y Bachué. 3

Los siguientes párrafos son retomados del artículo “Identidades barriales y subjetividades colectivas en Bogotá” publicado en la Revista Folios # 10, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, páginas 20 a34

En fin, los barrios populares son una síntesis de la forma específica como sus habitantes, al construir su hábitat, se apropian, decantan, recrean y contribuyen a construir unos territorios, unas economías, unas culturas y unas políticas urbanas. Los territorios y las identidades barriales pasa así, a ser una clave epistemológica para comprender y transformar la ciudad en clave comunitaria, puesto que “es la apropiación – y producción– de la ciudad por parte de grupos sociales específicos, lo que produce el sentido del barrio y la identidad” (Lee, 1994).

TERRITORIOS POPULARES Y CONSTRUCCIÓN DE LO COMUNITARIO De este modo, el barrio, al igual que otros territorios populares, se ha convertido para sus habitantes, en “espacio comunitario”, tanto en el sentido material como sociocultural y ético del término. En el primer sentido, como lo hemos descrito, “la acción ciudadana ha sustituido o complementado la acción del Estado en la construcción, mejoramiento y mantenimiento del espacio público. Muchas comunidades han construido con su propio esfuerzo espacios para la recreación infantil y han logrado dar terminación y dotación a los espacios públicos de sus barrios y veredas, como parte de su gestión para elevar el nivel de su calidad de vida. El trabajo colectivo permite embellecer los espacios inmediatos a la vivienda y dar sentido a la vida en común.” (Saldarriaga, 1996, p. 23)

En el segundo sentido, el barrio es mediador entre la vida privada de la casa y la vida pública de la ciudad, diluyendo sus límites; al poseer una escala peatonal, de encuentros, relaciones y comunicaciones cara a cara, la vida doméstica se prolonga a la cuadra, al vecindario, a las esquinas y parques; también es el lugar de los vínculos, amistades y lealtades duraderas (vecindades, compadrazgos) o efímeras (“parches”, combos) así como un referente de compromiso y responsabilidad de sus habitantes con el territorio que han construido conjuntamente, así como con las visiones de futuro que comparten frente al mismo como colectivo; cuando a un grupo, una organización o una acción se auto definen “comunitarios” se está insistiendo en que su base vincular y su orientación obedecen a estos valores y criterios comunitarios.

Esta vindicación de lo comunitario como perspectiva para comprender los territorios populares toma distancia – con la imagen generalizada de ver a los barrios como “comunidades”, entendidas como grupo homogéneos que comparten espacios y costumbres comunes. Un territorio popular no es una unidad social en la que conviven armoniosamente sus habitantes y que comparten uniformes ideas, valores y propósitos. Como todo colectivo social, en los sectores populares coexiste una pluralidad de grupos humanos, con intereses diferentes y muchas veces contrapuestos, por lo cual la conflictividad interna y hacia otros sectores sociales es constitutiva de su historicidad.

El sentido de lo comunitario que propongo está asociado a otras perspectivas interpretativas que provienen, por un lado, de la conceptualización que asumió la palabra “comunidad” en los inicios del pensamiento sociológico (Tönnies) y en sus despliegues contemporáneos como comunidades emocionales (Maffesoli; 1990), y como “comunidades de futuro” (Torres, 2002); por otro, en la pervivencia de las nociones tradicionales como el bien común y lo comunal (Duvignaud, 1990); finalmente, de los debates filosóficos contemporáneos que desde la ética y la política reivindica lo comunitario (Marinas, 2006).

En el contexto europeo de expansión del capitalismo y la consecuente disolución de otras formas de relación social “no capitalistas”, el joven sociólogo alemán Ferdinand Tönnies (1887, 1931) escribe el libro Comunidad y sociedad. El socialismo y el comunismo como formas de vida social” (1979), en el que introdujo el empleo de la noción de comunidad (en alemán, gemeinschaft) como modo de relación social típica diferente y en tensión con la de “sociedad” (en alemán, gesellschaft), forma de relación, propia de la modernidad capitalista.

Lo comunitario se refiere a un tipo de vínculo basado en nexos subjetivos fuertes como los sentimientos, la proximidad territorial, las creencias y las tradiciones comunes; en términos de Robert Nisbet (1996: 71): “todas las formas de relación caracterizadas por un alto grado de intimidad personal, profundidad emocional, compromiso moral, cohesión social y continuidad en el tiempo”. Es el caso de los vínculos de parentesco, de vecindad y de amistad, donde lo colectivo sobre lo individual y lo íntimo frente a lo público. Por su parte, la expresión “gesellschaft” (traducido también como asociación, en el sentido de empresa comercial) es considerada como un tipo de relación social

contractual caracterizado por un alto grado de individualidad, impersonalidad y procedente del mero interés; la esencia de la gesellschaft es la racionalidad y el cálculo estratégico, por eso la empresa económica y la trama de normas e instituciones del Estado moderno son los mejores ejemplo de "sociedad".

La diferencia fundamental entre comunidad y asociación se sintetiza en que en aquella los seres humanos “permanecen esencialmente unidos a pesar de todos los factores disociadores”, mientras en ésta, “están esencialmente separados a pesar de todos los factores unificadores” (Nisbet 1996: 106). Pero dado su carácter de tipos ideales, para Tönnies lo comunitario y lo societario no son inherentes a una época o colectivo social determinado; en consecuencia, vínculos comunitarios y societarios tampoco son excluyentes empíricamente; “su relación es intrincada, compleja, precaria a veces, pero no incomprensible” (Giner y Flaquer, 1979; 13), históricamente se entrecruzan, combinan o se generan mutuamente; por ejemplo, una

empresa (prototipo de

asociación), puede promover entre sus empleados un sentido de pertenencia y un “espíritu de familia” como estrategia para maximizar su productividad; los integrantes de una familia (prototipo de comunidad), pueden formar una empresa y relacionarse como socios.

Como lo han demostrado diferentes estudios (Janssen, 1984 y Torres, 1993), en las fases fundacionales de los territorios populares, frente a condiciones adversas y el reconocimiento de necesidades comunes, se activan valores y procesos de ayuda mutua y vínculos de solidaridad basados en la vecindad y en otros referentes como el origen campesino o indígena de sus habitantes. En ciudades como Lima en Perú y El Alto en Bolivia se reactivan formas de vida y prácticas comunitarias como la minga, cuyas raíces se remontan a los ayllus andinos prehispánicos (Matos, 1991 y 2011; Zibechi, 2006); en Bogotá, la práctica campesina del convite se recrea en las jornadas de ayuda mutua y de obras comunales. Al establecerse un nuevo asentamiento, también se va formando una malla de relaciones y lealtades (tejido social) que se constituye en una fortaleza colectiva y en una defensa frente a las fuerzas centrífugas de la vida urbana o de los efectos disociadores de su situación de pobreza y exclusión social.

Por otra parte, para el sociólogo francés Michel Mafesolli (1990), en las sociedades “postmodernas” de masas se evidencia el declive del individuo y han activado nuevos vínculos y sociabilidades intensas pero efímeras, que denomina –actualizando una categoría weberiana - como “comunidades emocionales”. Es el caso de personas que se identifican y establecen vínculos en torno al gusto compartido por un género musical, la admiración a un artista o la simpatía con un equipo de futbol y que se expresa en eventos como un concierto o un partido de fútbol; en estos casos se activan sensibilidades y emociones efímeras pero intensa, insospechadas en otros espacios de la vida rutinaria signada por el anonimato, el individualismo o la soledad. Para nombrar este nuevo modo de “estar juntos” en el que predominan la experiencia y los sentimientos compartidos, el autor lo nombra como nuevo tribalismo.

No pretendo trasladar mecánicamente estas categorías del contexto de una sociedad postindustrial europea al contexto de las ciudades latinoamericanas, como lo han hecho algunos autores que nombran como “tribus urbanas” a las diferentes expresiones de las culturas juveniles, a las que además, les atribuyen rasgos de desterritorialidad y subordinación total a

la cultura globalizada hegemónica. Sin

embargo, como lo evidencian algunos estudios recientes (Rivera y Salcedo, 2009; Perea, 2009; Natera, 2009), en nuestros centros urbanos, estas formas de agrupamiento e identidad urbanas en torno a consumos y prácticas culturales se arraigan territorialmente; es el caso de los territorialidad de las barras futboleras, de los punkeros y raperos en ciudades como Buenos Aires, Bogotá y Ciudad de México. Así, los territorios populares no son solo espacios donde hacen presencia estas prácticas culturales, sino lugares donde se recrean y proveen de contenidos y sentidos localizados.

Junto a las comunidades basadas en vínculos tradicionales y postmodernas, una tercera manera en que hace presencia lo comunitario en los territorios populares urbanos, es la emergencia de procesos asociativos y de acción colectiva que reivindican la comunidad y lo comunitario como valores e ideales de vida hacia las que apuntan. Nos estamos refiriendo a comunidades intencionales que “surgen por la decisión de un grupo con el propósito deliberado de reorganizar su convivencia de acuerdo a normas y valores idealmente elaborados, en base a credos o a nuevos marcos sociales de referencia” (Calero 1984: 14). Estas redes intencionales, se

articulan al previo tejido social, fortaleciéndolo y proveen de nuevos sentidos comunitarios proyectados al futuro; a la vez, "afirman un substrato de identidad emocionalmente compartido, donde se rechazan jerarquías rígidas, se elaboran proyectos frente al mercado y el estado y se rechazan el tecnocratismo y el neoliberalismo" (Brunner 1992: 57).

Además de la presencia renovada de instituciones indígenas y campesinas comunitarias en la formación y desarrollo de los territorios populares indígenas, la fuerte presencia de referentes comunitarios en el discurso de los pobladores populares urbanos también recibe ecos de las nociones medievales de lo comunal, que llegaron a América por vía de la invasión ibérica y que se visibilizaron en los diferentes movimientos comuneros que conmovieron varias veces el orden colonial. Las comunas eran desde el siglo XII asociaciones de solidaridad bajo juramento que establecían habitantes de los incipientes centros urbanos para salvaguardarse del poder de los señores feudales (Duvignaud, 1990, p. 43); dicho sentido comunal de pertenencia y de resistencia a los poderes externos se activaba en ciertas coyunturas adversas como lo testimonian el levantamiento de los comuneros de Castilla en el siglo XVI y de la Comuna de París en el XIX.

Para terminar, reivindicamos la potencia de lo comunitario como sentido ético de la política, reivindicado por algunos pensadores contemporáneos. En efecto, a partir de una crítica a los comunitarismo fundamentalistas basados en la reivindicación de supuestas raíces telúricas y frente al envilecimiento y vaciamiento de la política predominante subordinada a la racionalidad del mercado y al cálculo estratégico, el filósofo español José Miguel Marinas (2006) valora lo comunitario como una forma de reconsiderar la política desde la ética, “como el poder creador de valores y procedimientos que implica una visión no fundamentalista de lo político” (13).

El supuesto de comunidad, no es la de un conjunto cerrado de individuos que comparten algo en común (bienes, rasgos culturales, territorio o sangre), sino una forma de vida de sujetos singulares y autónomos, que participan voluntariamente de un compromiso mutuo, un don (munus4), del que se hacen solidariamente responsables. 4

Retomando el aporte de Espósito (2003), el mencionado autor destaca que en la expresión latina communitas el sufijo munus, don, remite a una ausencia, a una obligación o deuda compartida y no a la posesión de algo en común.

La communitas remite a lo inaugural, sabe que el munus no es apropiable por poder alguno, más bien hace que las posiciones y las afinidades circulen, obliguen a la revisión continua, precisamente para no solidificar ni la pertenencia ni la exclusión (Marinas, 2006, p. 37). Dicha cultura comunitaria es la base de una democracia sólida, más que de la existencia de buenos ciudadanos o normas e instituciones democráticas.

En este sentido, la generación y continuidad, siempre abierta y renovada de valores, vínculos y compromisos comunitarios entre los habitantes de los territorios populares, no solo garantiza la pervivencia de modos de vida en común o la defensa de intereses sociales compartidos frente a las amenazas disociadoras de la lógica de acumulación y dominación capitalista, sino la existencia de espacios comunitarios democráticos, los cuales, a su vez avalen una política pública democrática.

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III,

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