TRATADO DE SEMIÓTICA CAÓTICA

June 4, 2017 | Autor: Mirko Lampis | Categoria: Semiotics, Semiótica, Semiotica
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MIRKO LAMPIS

TRATADO DE SEMIÓTICA CAÓTICA

Sevilla, 2016

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Colección: Alfar Universidad, 210. Serie Lingüística y Semiótica. Reseñadores: Francisco Linares Alés (Universidad de Granada) Miroslav Valeš (Universidad Técnica de Liberec)

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Mirko Lampis. © Ediciones Alfar S. A. Pol. La Chaparrilla, 34-36. 41016 SEVILLA www.edicionesalfar.es / [email protected] ISBN: 978-84-7898-669-9. Dep. Leg.: SE 524-2016. Imprime: Impreso en España- Printed in Spain.

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ÍNDICE

Introducción .......................................................................................... 9 1. Encuentro en el tren ........................................................................ 11 2. Una ameba, una hormiga y una rana hablan de su tierra ........... 21 3. De hombres y monos ....................................................................... 35 4. ¡Hay que destruir la selva! .............................................................. 51 5. ¿Conoce usted aquel país donde las máquinas son inteligentes y los humanos estúpidos? .......................................... 73 6. Cuando el miedo hace temblar los signos, cuando los signos hacen temblar de miedo ................................................ 87 7. El trolebús que significaba la chica con el abrigo verde .............. 105 8. ¡Usted no sabe con quién habla! ..................................................... 125 9. El Genio Maligno .............................................................................. 135 9.1. La semiótica de la cultura: hacia una modelización sistémica de los procesos semiósicos ..................................... 136 9.2. Muros que definen, que separan, que se derrumban ........... 157 9.3. Del texto a la cultura. Apuntes sobre el pensamiento sistémico aplicado a los estudios culturales .......................... 164 9.4. El malestar de la cultura .......................................................... 177 10. Aforismos semióticos ...................................................................... 189 Nota final: acerca del caos .................................................................... 193 Bibliografía ............................................................................................ 213

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INTRODUCCIÓN Tratándose de cosas no evidentes, los dioses tienen certeza respecto de los mortales, pero a nosotros, en cuanto que hombres, solo nos es dado conjeturar. Alcmeón de Crotona, VI-V siglo a.C. Si uno no espera lo inesperado, no lo encontrará, pues es difícil de escudriñar y de alcanzar. Heráclito de Éfeso, VI-V siglo a.C. Efímeros como el humo se echan a volar, arrebatados, convencidos tan solo de aquello que cada uno se encontró en su vagar de un lado a otro. Empédocles, V siglo a.C.

¿Por qué un tratado de semiótica caótica? A pesar de la absoluta legitimidad de la pregunta en este contexto, dado el título, dados los epígrafes que a estas palabras preceden, no intentaré formular una respuesta. No ahora por lo menos. No mientras siga ignorando, así como ignoro, qué clase de respuesta se podría, y aun se debería, formular. ¿Por qué un tratado de semiótica caótica? ¿Y por qué no? Bromas aparte, creo que, a fin de comprender en qué sentido y con qué propósito propongo hablar de la caoticidad como característica —¿intrínseca?, ¿contingente?— de los procesos e historias semiósicos, es antes preciso tratar una serie de cuestiones relativas al conocimiento (cap. 1 y 2), la especificidad humana (cap. 3, 4 y 5), la emotividad (cap. 6), el significado (cap. 7), el principio de autoridad (cap. 8) y la organización de la cultura (cap. 9). Solo entonces, al finalizar nuestra conversación, podremos volver al caos. Para poder comprender este libro —comprender lo que dice y comprender, sobre todo, por qué fue escrito— sería conveniente, además, según creo, leer también otro texto, un pequeño tratado de semiótica sistémica que terminé de escribir —en la medida en que un texto de ese tipo se puede dar por terminado— hará unos dos años y que con-

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seguí publicar a finales de 2013. Como también es verdad que, a fin de entender aquel libro —entender lo que dice y entender, sobre todo, por qué fue escrito— no vendría mal la colaboración de este otro que tiene usted en sus manos. Sin importar mucho el orden —o las intenciones— con que se aborden las dos lecturas. Si es que se abordan. Lo único que puedo decir es que estos textos fueron concebidos como obras independientes, con su propia fisonomía y su propia razón expositiva —voluntad o capricho del autor, si se quiere— pero fueron concebidos al mismo tiempo, acerca de las mismas cuestiones y a partir de los mismos presupuestos. Se complementan (entre sí y con un tercer tratado que está en mi lista de textos por venir: el Tratado de semiótica escéptica). Ya se sabe: los libros existen únicamente en la medida en que los editores y el público les permiten existir. Por ello empecé esta introducción con apenas quince páginas de texto escritas, un esbozo de plan de trabajo y un sinfín de ideas por concretar. Como recordatorio. Aquel Tratado de semiótica sistémica y este Tratado de semiótica caótica persiguen instaurar, cada uno a su manera, la misma conversación. Al primero ya no tengo nada que añadir. En el segundo seguiré trabajando a la espera de comprobar qué nos depara la suerte.

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1. ENCUENTRO EN EL TREN

El profesor Daniel Drummond, tras finalizar una exitosa gira de conferencias dedicadas al tema del procesamiento cognitivo de los datos perceptuales, toma asiento en su plaza reservada del tren de las diez y cuarto que sale de Siracusa con destino Catania. Ha llegado el momento de volver a casa. En el compartimento, aparte del profesor Drummond, hay un único pasajero: un señor mayor envuelto en un elegante traje gris de impecable corte italiano que, sin embargo, dormita apaciblemente. Mejor así —se dice el professor Drummond—, esperamos que no se despierte antes de llegar a Catania. Al profesor le gusta el silencio —especialmente, como a muchos profesores, el silencio de los otros—, no quiere, además, que nadie le moleste a la hora de honrar esa vieja costumbre suya, adquirida en juventud, de leer algún texto relacionado con la cultura y la historia de las tierras que visita. El tren arranca. El profesor Drummond levanta la vista de su libro y mira de soslayo tanto la estación que primero se desliza y luego se pierde en el horizonte como a su adormilado compañero de viaje. Nada interesante en el diáfano paisaje sículo, nada interesante en las enmarañadas arrugas del rostro dormido. El profesor vuelve a la página abandonada y busca el punto en el que había interrumpido el flujo de la lectura. Una frase dicha en voz alta, de repente, hace que se sobresalte. Su compañero de viaje ahora le está mirando con dos ojos bien despiertos, sin tiempo, y con una sonrisa, como quien dice, levemente burlona. Vuelve a hablar y, efectivamente, más que hablar, grita. Es mayor, es posible que ya no oiga bien. —Disculpe —dice el profesor Drummond—, pero no hablo su idioma. —¿Es usted inglés? —No... soy de Boston... —Entiendo... norteamericano. Por ello no está leyendo al joven Platón en griego.

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El profesor no sabe muy bien cómo interpretar este último comentario: —Desafortunadamente, ni hablo su idioma, ni leo en griego antiguo, le dice cortésmente al viejo, pero no creo que mi ignorancia dependa del hecho de que sea norteamericano... le aseguro que hay muchos compatriotas míos que entienden perfectamente el griego. Permita que me presente. Soy el profesor Daniel Drummond, de la Universidad de Richmond. —Mucho gusto, profesor Drummond de la Universidad de Richmond. ¿Puedo preguntarle qué texto del joven Platón está usted leyendo con tanto interés? —Sí... claro.... ahora estoy con uno de los diálogos menores: el Gorgias... Los ojitos del viejo dieron como un respingo, y su sonrisa burlona, como quien dice, se acentuó: —Cuando se dice la casualidad... ¿Casualidad? El profesor Drummond no entiende y empieza a desconfiar de la cordura de su interlocutor... —Y dígame: ¿le está gustando el diálogo? Este viejo ni se presenta ni contesta, concluye el profesor Drummond. Solo pregunta.... O encuentro el modo de callarlo o el viaje se me hará eterno... —Bueno, la verdad es que me deja bastante indiferente... ya le dije, es uno de los diálogos menores... —Sí, entiendo, el joven Platón nunca fue muy sensato. Esta frase confirmó las sospechas del profesor Drummond: a su compañero de viaje debía de habérsele extraviado algún tornillo... ¿Qué hacer entonces? ¿Volver a la lectura sin añadir nada más? A lo mejor el viejo no insistiría y, con algo de suerte, se quedaría dormido otra vez. Pero fue entonces cuando el viejo dijo: —Permita que yo también me presente: Gorgias de Leontini, para servirle. En efecto, piensa el profesor Drummond, este viejo no está bien de la azotea... Luego cree comprender y, casi inexplicablemente, se echa a reír. —Pues... sí que es una casualidad. Usted se llama Gorgias como el diálogo que estoy leyendo... vaya... Le confieso que por un momento 12

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casi llegué a pensar... y le pido disculpas por semejante disparate... pero pensé que lo que quería usted decir es que es realmente Gorgias de Leontini, el filósofo del que habla Platón... —Así es, en efecto. Ese mismo. El Gorgias del que escribe Platón soy yo. El profesor Drummond ya no sonríe: —Bueno... es... interesante... sin duda... pero ahora, si me permite, volvería a mi lectura... —Pero dígame, ¿usted cree que Sócrates fue de verdad así como lo describe su discípulo? —Bueno... no tengo una opinión... —Debería tenerla. Es una cuestión capital. Deje que le diga una cosa. Yo conocí a Sócrates en Atenas. Con él discutí muchas veces. Y en nada se parece a la representación que de él dio el joven Platón... En efecto, casi todo lo que usted y sus contemporáneos piensan saber sobre Sócrates es una pura invención de Platón y de sus discípulos. Hágase un favor. El imaginativo Platón no es una lectura seria. ¿Ha leído usted el poema de Empédocles titulado Del conocimiento? Esa sí que es una excelente obra de filosofía. —Bueno, no soy ningún experto... pero mucho me temo que de Empédocles tan solo se conservan unos cuantos fragmentos. —Una pena, amigo mío, una pena. El tiempo y el azar construyen la fortuna del hombre. Un filósofo tan corriente y tan poco importante como Platón se toma en estos extraños tiempos demasiado en serio cuando excelentes filósofos contemporáneos suyos no han dejado memoria alguna de sí. Yo también podría quejarme, ¿sabe? Toda mi fama reducida a lo que de mí se inventa en un dialogucho sin ton ni son... ¿Pero sabe usted lo que más me incordia? ¿Lo que más me duele? Desaparecidas mis obras y con ellas mi filosofía, devoradas por el tiempo y por la parcialidad de los que deciden y perpetúan lo oficial y lo sagrado, mis palabras, la única idea que de mí aún perdura se presenta como un mero juego conceptual, una facecia retórica, vana palabrería... es para ponerse muy triste, amigo mío, no crea usted. El profesor Drummond ya no sabe qué decir o hacer. El viejo sigue impertérrito. —Ya... vana palabrería... Nada existe... Si algo existiera, no podría ser conocido... Si algo pudiera ser conocido, no podría ser comunicado... Un serio 13

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programa epistemológico, le digo, luego rigurosamente desarrollado, explicado punto por punto hasta sus últimas consecuencias... pero nada de esto queda, nada de esto importa. Ya ganaron y se impusieron los idealistas de pacotilla y los burdos y prepotentes realistas... Usted también, ¿verdad? Lo leo en sus ojos. ¿A qué gremio pertenece? ¿En qué falacia se reconoce? Tocado en su pundonor profesional, el profesor Drummond finalmente reacciona: —Creo que ya es suficiente, señor. Si está usted de verdad convencido de que es Gorgias de Leontini, un filósofo griego muerto desde hará unos quince siglos, no seré yo quien le diga que es esto un disparate. Pero no puedo consentir que un desconocido como usted me tache de partidario de no sé qué falacia... Por favor, ¡seamos serios! El aforismo de Gorgias, eso de que nada existe, etcétera, etcétera, no tiene ningún sentido y, si la obra de ese filósofo de veras se fundamentaba en tales principios, entonces no le puede sorprender ni a un niño el hecho de que ya no queden textos de Gorgias en circulación. En la cara del viejo volvió a aparecer la sonrisa burlona de antes: —Nada existe... si algo existiera, sería incognoscible... si algo fuera cognoscible, no sería comunicable... Esta vez también el profesor Drummond sonríe: —Usted es griego, ¿verdad? —Nací en Leontino, cerca de Siracusa, pero entonces la bella Sikelia era griega. —¿Y podría usted decirme, si no es demasiada molestia, por qué viaja en este tren? —Imagino que por el mismo motivo que usted. Voy a Catania. —¿Viaje de negocios? —Más bien de nostalgia. Cogeré un avión desde Catania hasta Atenas. Hace mucho que no me desespero por la decadencia de la que antaño fue la más hermosa ciudad del mundo. —Por lo visto, para ser alguien que defiende que nada existe, el príncipe de los nihilistas, cree usted en la existencia de bastantes cosas. Este tren que le lleva a Catania existe. Existe el avión que le llevará a Atenas. Existen, desde luego, las mismas ciudades llamadas Catania y Atenas. ¿O podría usted negarme esto? —Imagino que no. 14

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—Podríamos, además, razonar por absurdo. Digamos que, efectivamente, ni este tren ni ese avión, ni Catania ni Atenas existen. Son sueños, quimeras, puras invenciones de nuestras mentes, o quizá el astuto engaño de algún genio maligno. No obstante, usted sabe muy bien lo que son... usted les atribuye determinadas características y es en virtud de tales características que los reconoce y nombra: su forma, sus partes, su función, su lugar en el mundo, su funcionamiento, su historia... Ergo, usted conoce estas nociones, aun cuando, absurdamente, no remitan a ningún existente, a ningún realia... ¿o me equivoco? —Supongo que no, que no se equivoca... —Pero admitamos incluso que usted nada conoce, que nada le llega del mundo exterior a través de sus sentidos y que nada nace de su propia imaginación... Aun así, ¿acaso no acaba usted de decirme, ¡de comunicarme!, y además en un perfecto inglés, que tiene nostalgia de Atenas? —Sí, eso le dije... —Quod erat demonstrandum... ¿No debemos concluir, entonces, que usted, al hablar conmigo, me comunica algo? ¿Que lo que me comunica tiene que ver con nociones que usted seguramente conoce? ¿Que finalmente dichas nociones tienen que ver con entidades dotadas de cierta existencia corpórea, entidades que usted conoce precisamente a través de la captación de su propia corporeidad, la corporeidad de usted, en interacción con ellas? —Concluir eso... claro que podríamos concluirlo. ¡Pero cuán equivocados estaríamos! —Usted, querido señor mío, se está contradiciendo. —¿Cree usted? También le hablé del pasado de Leontini y de Atenas. ¿Acaso tiene el pasado alguna existencia corpórea con la cual interactuar? El profesor Drummond se concede un leve suspiro: —La noción de pasado, así como, por otra parte, la de futuro o la de tiempo, es una noción abstracta inferida a partir del cambio y de las transformaciones regulares de los córpora, y objetivada luego en el uso lingüístico. Me parece a mí que ha tenido usted hoy mala suerte: la cognición y la percepción son mi especialidad... —Al contrario, entonces, ¡yo diría que hoy mi suerte es excelente! No todos los días puede uno hablar con un experto... ¡en realidad! Pero 15

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dígame: cuando yo sostengo que viajo en tren, que esta tarde cogeré un avión y que me desplazaré desde Catania hasta Atenas, ciudad que mucho ha cambiado con el paso del tiempo, ¿cómo puede usted entenderme con tanta facilidad? —Le entiendo porque reconozco las palabras que usted emplea y porque conozco su significado; es decir, porque en mi cerebro existen representaciones adecuadas de esos realia, objetos, acciones y relaciones que también usted conoce y con los que ambos relacionamos nuestras palabras. —¿Y si yo, en lugar de hablarle en su idioma, empleara el griego antiguo? —Por mi experiencia del mundo, seguramente me daría cuenta de que usted me está hablando, así como me di cuenta cuando usted se dirigió a mí por primera vez, pero obviamente no reconocería las palabras y por lo tanto no sabría a qué aspectos del mundo usted se refiere... porque usted, al hablarme, desde luego que le está dando un contenido específico a  lo que dice; a  menos que, obviamente, no me esté gastando alguna broma, o a menos que no esté usted loco, caso en el que podría estar articulando sonidos sin sentido... —¿Y si de verdad estuviera loco? A lo mejor estoy articulando sonidos que para mí no tienen ningún sentido y por casualidad estos sonidos se corresponden con palabras que usted comprende perfectamente... ¿Entonces se podría decir que usted entiende lo que digo? —Se trataría, sin duda, de una casualidad enorme... pero mire, en serio, si queremos que esta conversación se desarrolle correctamente tenemos que dejar bien claro que deberíamos evitar todo tipo de subterfugio discursivo... ya conoce usted muy bien la fama que tenía y que sigue teniendo Gorgias de Leontini: la de un filósofo capaz de emplear su habilidad retórica y su imaginación para defender cualquier tesis, hasta la más sorprendente... o la más absurda. Pero no crea usted que desde los tiempos de Gorgias los razonamientos sofísticos han desaparecido de la reflexión filosófica o científica. En mi campo profesional, sin ir más lejos, he oído y leído de todo. ¡Si hasta yo de vez en cuando los empleo! Experimentos mentales, así se llaman ahora. Genios malignos que nos engañan con una realidad ficticia, sueños tan reales que ya no se pueden distinguir de la realidad, cerebros en bañeras que ignoran que ya no tienen cuerpo, mundos virtuales, zombis, habitaciones 16

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chinas, tierras gemelas y un larguísimo etcétera... así no se llega a ninguna parte. —¿Qué sugiere entonces? —En primer lugar, y creo que ya Aristóteles llegó a señalarlo en su metafísica, no se puede dudar de la existencia de lo real porque, simplemente, hay algo ahí fuera que nos estimula. Es cierto que sin seres capaces de sentir no habría sensación, pero también es cierto que algo debe interaccionar con los seres para provocar el hecho de que sientan... al fin y al cabo, no flotamos en el vacío. Estará usted de acuerdo con que, si alguien le da un puñetazo, el dolor que usted siente es una directa consecuencia del golpe que acaba de recibir... Pues bien, este algo que estimula nuestras interfaces perceptivas y que modifica la estructura de nuestro organismo es lo que llamamos “la realidad”. En segundo lugar, disponemos de una excelente teoría evolutiva que nos explica por qué las cosas son así como son. Desde las primeras células, hace miles de millones de años, los seres vivos hemos venido evolucionando bajo el empuje conjunto de la variabilidad genética y de la presión selectiva del ambiente. Lisa y llanamente, un ser vivo que no tuviera representaciones cognitivas de esos aspectos del mundo físico relevantes para su supervivencia y para la supervivencia de la especie desaparecería del mapa evolutivo. Por todo ello, podemos concluir que existe seguramente un mundo físico al que nos hemos adaptado evolutivamente y que exploramos cognitivamente. Limitándonos al caso concreto de la percepción del hombre, y sin tener en cuenta variaciones perceptivas secundarias o posibles trastornos cognitivos, ¿quién podría dudar de la existencia de lo sólido y de lo líquido? ¿De la luz y de la tiniebla? ¿Del calor y del frío? ¿Del hambre y de la sed? ¿De lo vivo y de lo inerte? Y no sé si debo seguir... —Así que es esta su explicación de la realidad: algo que sentimos existir independientemente de nosotros, fuera de nosotros, un mundo preexistente al que nos adaptamos y que nos representamos. Una explicación interesante... —Ya sé que existen otras... por cierto, si las explicaciones existen, queda con ello refutado el aserto gorgiano de que nada existe, ¿no le parece?... Y en cuanto a las demás explicaciones, ¿no me vendrá usted a decir ahora que son los dioses los que garantizan la verdad de nuestro conocimiento del mundo? ¿O que el conocimiento objetivo es imposi17

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ble porque cada cual crea subjetivamente su propia realidad? ¿O que todo conocimiento depende de un acuerdo arbitrario estipulado entre los sujetos cognoscentes? La que acabo de darle es en verdad la única explicación científicamente posible, válida y consistente. —Aun así, permítame intentar demostrarle la veracidad de lo que usted llama el aforismo gorgiano... —¿Está usted seguro de quererla demostrar? Si el aforismo fuera cierto, entonces el aforismo mismo no existiría, o no sería cognoscible, o no sería comunicable... —Por favor, profesor, ¿acaso no dicen los modernos académicos que no hay que confundir el dominio de lo explicado con el dominio de la explicación? Pero deme una oportunidad... ¿está dispuesto a escuchar mis razones? —Estoy deseando escucharlas... Siga. —Bien. Para empezar, debe saber que lo que usted llama aforismo era, como ya le comenté, un programa filosófico digno de la más alta consideración, un programa que luego mis enemigos consiguieron trivializar y desvirtuar. El primer aserto es, como usted sabe, el de que nada existe. Era este el lema introductorio de una extensa obra titulada De la realidad: una obra muy compleja y polémica, lo admito, pues estaba dirigida contra los filósofos realistas... una obra en la que defendía con ahínco la inexistencia de esa famosa realidad externa, objetiva, independiente, esa realidad a la que nosotros deberíamos amoldarnos, como usted dice, evolutiva y cognitivamente. Lo que sostenía era, pues, que nada existe... en los términos en que los realistas conciben lo existente. Nada existe de por sí. —Lo que equivale a decir que es usted, en el fondo, un filósofo kantiano. —¿Kantiano, mi querido profesor? Hablando con cierto rigor lógico y cronológico, ¿no le parece que sería más correcto decir que fue Kant quien razonaba, en parte, de forma gorgiana? Pero olvídese de Kant y de sus intuiciones, esquemas y categorías apriorísticas. Aquí no se trata de distinguir entre la cosa en sí, incognoscible, y el fenómeno tal y como lo experimentamos, o categorizamos... porque, lisa y llanamente, la cosa en sí no existe, no tiene ninguna dimensión ontológica independiente. —Ya le dije que sostener esto es negar la evidencia... 18

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—¡La evidencia! Las explicaciones existen, dijo usted antes bromeando... y bien, ¡yo le digo ahora que solo las explicaciones existen! Y que solo existe la evidencia de la explicación como modo de ser en el mundo. Usted separa la realidad objetiva de la observación del sujeto: este observa y explica una realidad externa e independiente de lo que él hace. Y yo le contesto que solo existen las coherencias de la observación. Por ello los realistas jamás han podido ni podrán establecer los límites precisos del sujeto cognoscente y de la realidad conocida. ¡Tales límites solo son puestos por los sujetos en virtud de una explicación! —¿Está usted diciendo que la realidad es creada por las explicaciones del sujeto cognoscente? —No. Estoy diciendo que cuanto existe (objetos y sujetos) surge y se diferencia en la acción de conocer y que cualquier límite explícito en lo existente se pone en virtud de una descripción o explicación: o sea, de una reformulación, en otro dominio de acción, de lo que surge en la acción de conocer... algo que por lo visto solo los animales humanos acostumbramos hacer... De ahí, los demás asertos de mi programa, a los que dediqué otros dos extensos tratados: Del conocimiento y Del lenguaje. Nada existe con esa existencia fuerte que pretenden mis adversarios. Pero, aun cuando ellos tuvieran razón, ¿qué puede importarnos? El sujeto solo existe en la realidad que conoce, en la realidad en que puede actuar. Porque él mismo es esa realidad. Y aunque, de una manera que nadie jamás acertó a describir, fuese posible ir más allá de la propia experiencia y conocer lo incognoscible, ¿cómo expresarlo? El lenguaje es una actividad que surge de la actividad de conocer y que acaba organizándola. ¿Cómo poder entonces emplearlo para describir o explicar algo que está fuera del modus cognoscitivo en el que nos realizamos? —Tengo la impresión de que está usted confundiendo las cosas, perdiéndose en un fantasmagórico principio antrópico... —¡Al contrario! La realidad que defienden los realistas es de lo más confuso, irreal y quimérico que se pueda imaginar... y aún más grave: tiene consecuencias perniciosísimas en el campo de la ética humana. El hombre que domina a la naturaleza y a los demás hombres por derecho natural, porque existe una verdad objetiva, objetivamente comprobable, que justifica sus actos... cuando la única verdad y la única 19

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justificación es la que producen los actos mismos y las explicaciones de los actos... Y le aseguro ahora que nada me satisfaría más que poder seguir conversando con usted, estimado profesor, para darle todas las aclaraciones y todos los detalles que usted precise, pero si mira fuera de la ventanilla hacia esa realidad que tanto le gusta, podrá usted comprobar que ya estamos llegando a Catania. El tiempo vuela, cuando se conversa placenteramente. ¿No es así? —Es usted un tipo peculiar, ¿sabe? —¡Eso espero! Y por favor, deje de dudar de que yo sea quien digo ser, ni se crea las mentiras que a lo largo de la historia se contaron sobre mi filosofía. Nada existe; si algo existiera, sería incognoscible... si fuera cognoscible, sería incomunicable... Los asertos hay que contextualizarlos. Nada existe de por sí, independientemente de lo que lo rodea, sostiene, identifica: los objetos emergen de un fondo en virtud de una actividad. Aunque algo existiese de por sí, no sería cognoscible per se, pues todo lo conocido es conocido por alguien a partir de su actividad: nada deja huellas en el ser; es el ser el que da forma a las huellas. Aunque algo fuera cognoscible per se, no sería comunicable fuera de los arbitrios, los azares y las aproximaciones del lenguaje: hace falta una colectividad que conversa para crear un mundo. Nota: ¿Qué pasaría si este personaje se encontrara con este otro? Es un recurso narrativo bastante común. Aquí se ha jugado con la posibilidad de que un cognitivista representacionalista encuentre y converse con alguien que enseña que el conocimiento nunca es objetivo, que la realidad no existe ni se representa, sino que se vive —se conoce— según una relación específica para cada ser vivo —cada sujeto cognoscente— y que la objetividad solo puede nacer al conversar en el lenguaje. Nuestro Gorgias tiene naturalmente muy poco que ver con lo que se nos enseña en los cursos de historia de la filosofía. Las célebres afirmaciones gorgianas, “el ser no es; si fuera, no sería cognoscible; si fuera cognoscible, no sería comunicable”, tal y como nos han sido transmitidas por el filósofo escéptico Sexto Empírico (Contra los lógicos I, 65-87), constituyen verosímilmente una refutación de los asertos fundamentales de la filosofía del ser de la escuela de Elea (Parménides, Zenón, Meliso). Las ideas que defiende nuestro anacrónico Gorgias son, en cambio, una libre interpretación-adaptación-reformulación de los argumentos que el biólogo Humberto Maturana expone en su libro La realidad: ¿objetiva o construida? II Fundamentos biológicos del conocimiento (Maturana 1996).

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