A propósito de Hécuba

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A propósito de Hécuba On Hecuba in the Iliad

Resumen El llanto, el duelo, la pena constituyen un tributo y un homenaje, así como un reconocimiento de la singularidad de un muerto. En la Ilíada, Aquiles y las mujeres honran a sus muertos con su pena desmesurada. Ahora bien, el duelo extremo motiva asimismo un deseo aberrante de venganza, deseo que resulta incompatible con las actitudes políticas y la paz de la ciudad. Palabras clave: Ilíada, lamento, mujeres, venganza, ciudad.

Abstract Tears, mourning and sorrow pay tribute and recognize the singularity of a certain dead. In the Iliad, Achilles and the women honor the dead by the enormity of their own pain. Nevertheless, the extreme mourning generates an aberrant desire of revenge, which is actually incompatible with the political attitudes and the peace of the city. Key words: Iliad, mourning, women, revenge, city.

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Empezaré haciendo referencia a una de esas combinaciones de palabras especialmente logradas que los estudiosos llaman «fórmulas». Las «fórmulas» homéricas no son meras herramientas útiles en la composición oral improvisada del aedo, sino que son justo eso que hemos dicho, a saber: combinaciones de palabras perfectas como las que solo un gran poeta es capaz de hacer; solo el dicente experto, el maestro en el decir (y este justamente es el poeta) sabe que la noche es tenebrosa, los montes son sombríos, el mar es el mar muy resonante, la higuera es esa que el viento azota.1 Me refiero a la expresión formular tò gàr géras estì thanónton, algo así como: «esto [el tò es anafórico] es, en efecto, la parte de [que corresponde a] los muertos» (Il. 12.344, 357, 16.75, 456, Od. 24.190). Como es sabido, el géras es la parte que corresponde a alguien en un reparto que reconoce el mérito, el valor y la contribución especial de cada uno. El géras constituye el reconocimiento de la calidad individual por parte del colectivo que reparte; por eso: el premio, el regalo de honor, el privilegio concedido. Por lo que atañe a la fórmula géras thanónton, esta puede referirse a uno u otro aspecto del ritual funerario, desde el lavar el cadáver hasta el erigir el túmulo y la estela, así como el celebrar un banquete, pero también, o quizá en primer lugar, la expresión se refiere al llanto de los familiares y los amigos próximos. El llanto por los muertos es, en efecto, la «parte» que les toca: su brillo, su reconocimiento, su privilegio, su homenaje. Aquiles reúne a sus compañeros, los mirmidones, para que vayan con los carros a llorar una vez más a Patroclo muerto antes de concluir por fin las acciones fúnebres (se entiende: dando tres vueltas en torno al féretro), y justo entonces aparece la frase formular: «Pues esto [el llorar: góos] es el géras de los muertos» (23.9). Y continúa: «Cuando ya quedemos satisfechos del lamento funesto, soltaremos los caballos y cenaremos todos aquí mismo» (10). El góos es el llanto, o bien el lamento como una forma estilizada del llanto, el cual puede incluir un discurso en el que se habla de y con el muerto (esa conversación imposible) de tal manera que sale a la luz el detalle de sus cualidades distintivas. No siempre se trata de un llanto ritual, o sea, 1

Autor, 2016.

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de llanto en el contexto de una ocasión formal que exige determinados patrones de conducta, como son, en efecto, los ritos funerarios, sino que también puede tratarse de un lamento espontáneo. En tanto que expresan reconocimiento, llanto y lamento son la respuesta que merece la muerte del muerto que a uno le importa. Las lágrimas honran, aprecian, rinden homenaje. Pues bien, el dar brillo a la muerte y el ensalzar los muertos es lo que pasa en toda la Ilíada. Ahí están los obituarios y las notas necrológicas de los muertos menores, los cuales, por eso mismo, no son tan menores ni tan oscuros ni tan insignificantes, pues el poema no pasa de largo ante sus muertes, sino que les dedica un momento de reconocimiento, se detiene para rendir tributo a su singularidad (los muertos no son muertos cualesquiera, son muertos singulares). Ahí están también las detalladas descripciones de los diversos modos de muerte: cuando Euforbo es asesinado, el poema presta atención a su pelo, y dice que sus rizos, adornados con oro y plata, quedaron empapados de sangre; el cabello es la juventud de Euforbo, su preciosa belleza, su plenitud, su vitalidad (17.51-60). O bien cuando alguien muere, el canto se detiene en el recuerdo de los padres que se quedarán sin nada, la mujer viuda, el hijo que ya no podrá llamar papá a ese guerrero que no volverá nunca. El poema presta atención a la singularidad de una pérdida concreta. No hay muerte en general, sino muerte en cada caso única. En segundo lugar, expresar el dolor es un intento de dar figura a lo que de suyo no la tiene: el dolor es esencialmente inarticulado, confuso, informe; el dolor es paralizante: no te abandona nunca, no se puede olvidar, no se puede borrar. Por eso las palabras que mejor combinan con pénthos son átletos: que no se puede soportar ni sobrellevar; y álastos: inolvidable, siempre está presente, nunca te abandona. El góos es alíastos: no cede, no desaparece, no puede mitigarse; es kryerós: frío, escalofriante, te congela (ahí está Níobe, petrificada de dolor en las montañas: 24.614617). Esta es la naturaleza del dolor: el escaparse siempre a todo intento de decirlo, el inhibir todo discurso, todo decir, toda palabra. El dolor nos deja sin palabras. El intensísimo dolor por la muerte de Patroclo deja a Antíloco sin habla, incapaz de parar de llorar (17.695-700; esto es quizá lo que modifica el epitáphios lógos de la pólis, que resulta ser algo así como un lógos de lo álogon por antonomasia). El riquísimo vocabulario homérico del quejido, el lamento, el gemido, el llanto, el sollozo, la pena

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y el duelo insiste en que el dolor borra la figura y conduce a la abyección: el doliente se revuelca por el polvo, como Aquiles, o en el estiércol, como Príamo. Por mor del dolor y la expresión del dolor uno pierde la compostura. Quien llora y así da relevancia a la pérdida de un muerto muy íntimo, singular y único, lo que hace es mesarse los cabellos, arañarse las mejillas hasta hacerse sangre, golpearse el pecho, alzar las manos, gritar, sollozar. El dolor, que de suyo no tiene expresión, se expresa – formalmente, ritualmente–, en algo así como una mímica de la muerte; por eso la automutilación y la autodestrucción (Antíloco sujeta las manos de Aquiles para que no se mate). Es verdad (y aquí es donde nos aproximamos a la figura de Hécuba) que hasta ahora nada indica que todo esto (el llanto, el duelo, el lamento) sea una cosa exclusiva de mujeres. Príamo expresa un góos personal por su hijo muerto (22.416-428). Y ya hemos visto que Aquiles llama a sus compañeros masculinos los mirmidones para llorar a Patroclo y hartarse del lamento como condición para dedicarse por fin a la comida. Y sin embargo, esta impresión de mezcla de géneros tal vez sea solo una impresión, y el hecho de que Príamo llore a su hijo, que Aquiles y los mirmidones lloren como lo hacen, tan intensamente y a lo grande, quizá no sea realmente un argumento a favor de la indiscriminación homérica en cuanto al llanto de los muertos se refiere, de tal manera que estos ejemplos sirviesen de apoyo para formular ciertas tesis sobre los hombres y las mujeres en Grecia. No decimos que no haya indiscriminación, solamente que el argumento quizá no sea tan patente como podría parecer a primera vista, sino que podría tratarse más bien de algo específico de la substancia misma de la Ilíada. En cualquier caso, son sobre todo mujeres las que ejecutan esos gestos de dolor extremo que dan reconocimiento al muerto. Briseida se lacera el pecho y el suave cuello y el bello rostro (19.284-5). Tetis profiere ese grito de dolor desesperado específicamente femenino que no sabemos muy bien cómo traducir (kokúo es gritar de modo estridente). Las nereides se golpean el pecho. Aquiles (pero esto es algo excepcional que corresponde a lo excepcional de su figura) se desploma y derrama polvo sobre su cabeza, se desfigura el bello rostro y podría haberse matado allí mismo si no se lo impidiesen. Es la excepcionalidad del muerto lo que brilla no exclusivamente, pero sí de manera más espléndida, más terrible y más grandiosa, en las lágrimas y en los gestos de las mujeres.

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Cuando Hécuba, quien –recordemos– aparece por primera vez en la Ilíada en calidad de madre que ofrece alimento a su hijo, cuyo cuidado y solicitud materna, perfectamente materna, podríamos decir, constituye, sin embargo, una tentación que no el hijo, sino el gran guerrero que es Héctor tiene que evitar a toda costa, pues ahí se juega su excelencia masculina: en el ser un buen guerrero, el más excelente defensor de Troya; cuando Hécuba –decimos– se ve enfrentada a la posibilidad de perder a su hijo predilecto, lo que hace no es simplemente lamentar anticipadamente la pérdida de quien habría sido su soporte en la vejez; lo que sobre todo le duele es más bien que, si Héctor muriese así, en las manos de un furioso Aquiles, entonces ella misma no podría cumplir nunca lo que se supone que es el último servicio, el último cuidado materno2: Hécuba se ha soltado el pliegue del vestido y alza un pecho. En esta postura suplica a su hijo que no se enfrente con Aquiles, concluyendo su súplica de la siguiente manera: «Y ya no yo a ti te lloraré en el lecho, retoño mío, al que yo misma parí, ni tampoco la esposa [te llorará]» (22.86-88). Lo que atormenta a Hécuba es el no poder cumplir con sus obligaciones maternales hacia el hijo muerto de la manera prescrita: sosteniendo la cabeza del muerto entre sus manos y lamentando el haberlo perdido. Llorar al hijo muerto, que no está con ella sino que lo tiene Aquiles, es justo lo que Hécuba hará muy poco después. A pesar de las súplicas paternas Héctor ha hecho frente a Aquiles y ha muerto haciendo frente a Aquiles. Es entonces cuando entre las mujeres troyanas Hécuba empezó el hadinòs góos (22.430), el lamento «espeso» en el sentido de muy frecuente, muy continuo, muy abundante o vehemente. Aquí tenemos ya algo más ritual, aunque no se trata propiamente de un lamento fúnebre, pues el cadáver no está presente sino que lo tiene el asesino. Lo que sí aparece es un verbo del vocabulario técnico del lamento ritual, ese dar comienzo o liderar o dirigir (exárkhein). Se supone que al lamento de Hécuba responderá un grupo de mujeres troyanas. Hay una estilización, si bien no estamos todavía ante ese lógos más o menos impersonal de la pólis, sino que sigue tratándose de un góos completamente personal expresado por las mujeres vinculadas con el muerto. Y si el góos por los 2

También Príamo enuncia un lamento similar, pero ahí la madre que lo ha parido parece tener de nuevo prominencia: 22.427-428.

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muertos es dominantemente (aunque no exclusivamente) femenino es porque las mujeres son las que más se duelen y las que mejor se duelen: ellas son las expertas en dolerse, las maestras del dolor; y no es que lo sean por naturaleza, sino más bien porque es su papel, su competencia específica; eso es lo que se espera de ellas, de la misma manera que de los varones se espera fuerza, entereza y virilidad, cualidades que no se tienen sin más por el mero hecho de ser varón (ahí está Paris Alejandro), al contrario: uno tiene que conquistarlas comportándose en cada caso de una determinada manera, estando en cada caso a la altura de ese estándar de nobleza específicamente masculino. Y si las mujeres son las que más y mejor se duelen es porque ellas ven al muerto en su singularidad, porque son las más capaces de verlo de la manera más particular y singular posible. Nunca meramente como un guerrero entre otros; no como un ciudadano en general, sino siempre como el esposo irremplazable, el hermano único, el padre, el hijo insubstituible. Se espera que las mujeres lloren. Otra cosa es que este llanto personal, predominante, pero no exclusivamente femenino, tenga que ser contenido o resituado en el nuevo contexto político, que haya que desligarlo del espacio de la pólis. Y esto por lo que diremos a continuación.

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Hemos visto que tanto Aquiles como Hécuba aparecen en la Ilíada llorando de esa precisa manera que hemos comentado a sus muertos más íntimos, en un caso el amigo irremplazable, en el otro el hijo insubstituible. Las lágrimas dominan la escena cuando Aquiles reaparece en el canto 18 (ya lo habíamos visto llorar nada más empezar el poema, pero entonces las lágrimas eran de rabia más que de pena). En el caso de Hécuba, después de esa primera aparición como madre perfecta en el canto 6 ya solo aparece tres veces más, y siempre en conexión con la muerte de Héctor. Pues bien, este dolor tan intenso, tan violento, tan imposible de olvidar, de borrar, de consolar, y que por eso mismo tan bien expresa el apego, el auténtico-no-fingido-apego que uno tenía con su muerto, por un lado da la medida de lo importante que era ese muerto para uno, pero, por otro, impide algo así como la serenidad para ver las cosas como son, así

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como la constitución de lo que podríamos llamar las actitudes «políticas». Explicaremos esto. Cuando Hécuba descubre que Príamo está dispuesto a emprender ese osadísimo viaje al campamento de los aqueos –de noche, solo, él, un pobre anciano– para rogarle a Aquiles –el odioso Aquiles– que devuelva el cadáver de Héctor a cambio de rescates, ese cadáver que ahora mutila sin descanso día tras día, dice dos cosas que merecen atención. En un discurso cuyo propósito es conseguir que Príamo renuncie a esa empresa, Hécuba aplica a Aquiles un adjetivo que generalmente se refiere a las bestias: pájaros, perros o peces. Aquiles, dice Hécuba, es un omestés: un comedor de carne cruda (24.207). Pero esto no es todo. Aquiles no solo es un omestés, sino también un ápistos, o sea: no es de fiar, pero no en el sentido en que Odiseo no es de fiar (porque sabe mucho y quizá te esté engañando para lograr sus fines), sino más bien en el mismo sentido en que una fiera no es nunca de fiar, puede saltar en cualquier momento, no controla su fuerza, no respeta nada. El adjetivo pistós se refiere habitualmente en Homero no solo a los compañeros que son de fiar, uno confía plenamente en ellos, sino también a los juramentos que pactan partes entre las cuales, en principio, hay razones para esperar todo lo contrario de una relación de confianza (del enemigo esperamos que nos engañe y nos traicione, no le tenemos confianza). Los juramentos, los hórkia, son los acuerdos, los tratados, los pactos, los compromisos (cf. las synthesíai te kaì horkíai que recuerda Néstor: 2.337); los hórkia pistá son los pactos de los que me fío, que merecen y exigen confianza (2.124, 3.73, 256, etcétera). Hécuba no está diciendo nada sin sentido, aun cuando luego resulte que las cosas no salen como ella cree (Aquiles sí mostrará «compasión» y «respeto»). No, en la medida en que la vuelta de Aquiles ha implicado, y todos han podido verlo, el haber quedado ya desligado de todo y el haber roto ya con todo, también con los pactos y los juramentos, no solo en relación con el colectivo de aqueos al que pertenece, sino en general desvinculado de las normas que regulan la conducta bélica, por ejemplo el perdonar la vida al vencido, o el negociar con el enemigo la devolución del cadáver para los funerales. Aquiles mismo se lo dice a un Héctor que, sabiéndose ya perdido, quiere negociar qué pasará con su cadáver cuando Aquiles lo mate. Y lo que dice es ni más ni menos que: los leones y los

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hombres, los lobos y los carneros, no hacen pactos ni llegan a acuerdos (22.262-264). También Apolo se queja de la desmedida de Aquiles constatando la pérdida de esas cualidades por las que uno observa determinadas normas de conducta (24.39-45); no es posible confiar en él ni esperar que se comprometa, pero, insistamos, no en el sentido odiseico (en la Odisea esto casi es un elogio, aunque de suyo sea un reproche3), sino, como hemos dicho, en el sentido en que los animales salvajes no son de fiar; uno no hace pactos con ellos; sería absurdo pactar con las fieras la observancia de ciertos límites o reglas de conducta. Ahora bien, del mismo modo que por su lamento grandioso y desmedido Aquiles se ponía en esa posición que, sobre todo, es propia de las mujeres, lo que está haciendo ahora, a saber, perpetuar in infinitum su deseo de venganza arrastrando el cadáver de Héctor en torno al túmulo de su muerto, es ciertamente algo que lo aproxima a la naturaleza, espacio en el que ni se cierran acuerdos ni se encuentran soluciones políticas. No en vano Aquiles y Hécuba son las dos únicas figuras en cuya voz la Ilíada pone un deseo que en sí mismo constituye la expresión más elocuente de un odio salvaje y bestial: el deseo de comerse crudos la carne o el hígado del enemigo (22.347, 24.212-214). Comerse las entrañas crudas constituye una expresión de la bestialidad extrema; eso es lo que hacen los leones con los ciervos que cazan en los montes, pero no los hombres con sus enemigos. La expresión tiene una función reprobatoria, sirve para denunciar una conducta aberrante: Zeus le dice a Hera que su ira podría curarse únicamente si devorase crudos a los troyanos (4.35-36). Y esto, naturalmente, es un reproche. Estamos, pues, ante algo abominable: el deseo de venganza, sangre y asesinato; pero, en cualquier caso, deseo que nace del dolor por haber perdido lo que definitivamente se ha perdido. El deseo de venganza extremo es el envés del dolor extremo. Se trata en todo caso de la no solución, de la ausencia de forma, de final, de salida. Por un lado, la venganza permanente no es una solución, sino justamente eso, una venganza que no encuentra nunca pausa ni salida (por eso el dar vueltas sin cesar en torno a la tumba); por otro, preocuparse por un muerto, apenarse por lo irremediablemente perdido, es ciertamente un empeño grandioso, soberbio y sublime, pero también estúpido: el muerto no vol-

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Autor, 2014.

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verá nunca a la vida, por más que lo lloremos; no surge ninguna praxis para los que lloran; no se gana nada llorando4. El dolor no tiene salida, es un bucle sin salida: insoportable, inagotable, interminable. Es algo tan intenso que nos absorbe por entero, hace que perdamos posibilidades. Esto es lo que se ve en la conversación entre Hécuba y Príamo antes de que este emprenda su viaje. Si uno es capaz tan solo de odiar y buscar venganza por lo que ha sufrido, como, tú, Hécuba pareces ser capaz tan solo de odiar encarnizadamente a Aquiles, entonces sería imposible conseguir algo beneficioso para el conjunto de la gente, imposible traer a Héctor para que Troya entera lo llore. Es preciso suavizar o relativizar de alguna manera estos deseos desmedidos para que ocurra lo que, sin embargo, todos quieren que ocurra, también Hécuba: recuperar el cadáver, celebrar los ritos fúnebres, y que Héctor, aunque ya sea solamente un cadáver (pero es que el cadáver no es cualquier cosa: ahí está el horror del proemio de la Ilíada), retorne a Troya5. En cualquier caso –y esto es importante, por eso son las mujeres importantes, por eso Aquiles es único– llorar intensamente y no encontrar ningún consuelo, dolerse hasta el punto de imitar la muerte con los gestos, esto es hacer justicia al muerto, esto es honrar el carácter único de lo perdido, es hacer presente lo impenetrable y lo incompensable de la muerte. Lo que hacen Aquiles, Hécuba y las mujeres en la Ilíada (cubrirse de polvo, lacerarse las mejillas, mesarse los cabellos), esto es reconocimiento de verdad, no son emociones de baratija, no es amor de mercadillo ni pena de mercadillo. Por más que, como hemos dicho, esto tan intenso hace que nos enredemos en bucles y nos perdamos posibilidades. Llegamos así a la última escena en la que Hécuba interviene: los funerales de Héctor. En estos ritos fúnebres los hombres quedan en un segundo plano, y son las mujeres, las mujeres de la vida de Héctor, las que, en la exposición del cadáver, expresan su intenso dolor por la pérdida del muerto. En los funerales de Héctor intervienen aedos profesionales. Estos cantan una 4

Hécuba misma dirá que vengarse de Héctor no le servido de nada a Aquiles, pues no ha conseguido que Patroclo resucite: 24.755-756. 5 De hecho, el que Patroclo haya sido en cierta manera substituido en sus funciones ya da el tono de la conversación con Príamo: hemos aceptado la pérdida, aunque sigamos llorándola; tenemos que estar más allá del dolor, que, con todo, sigue doliéndonos.

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canción de pena (stonóessan aoidén: 24.721), un canto fúnebre, un thrênos que, suponemos, no es exactamente personal, pues son profesionales y no están emparentados con el muerto (la Ilíada no da ningún contenido a este canto fúnebre). A los aedos responde un coro de mujeres que gritan o gimen o sollozan (elemento antifonal). Después, las mujeres cuyo parentesco con el muerto es más cercano expresan cada una su propio lamento, ese góos del que ya hemos hablado, y al que también responde en cada caso un coro de mujeres. Lamento personal y mujeres conectan entre sí. El lamento es personal por lo mismo que es femenino. No en vano las que lloran a Héctor son esas mismas figuras que, en el momento en que este tuvo que cumplir una misión en la ciudad, por el mero hecho de entrar en contacto con él, lo ponían en el papel de hijo, cuñado y esposo, es decir: el encuentro con las mujeres lo situó en un plexo de relaciones familiares-personales. Son estas mismas figuras ligadas a Héctor por los vínculos más estrechos, los vínculos de sangre, las que lamentan su muerte una y otra vez y lo recuerdan de la manera más particular y singularizada posible. Andrómaca ha perdido no solo un esposo sino todo, pues Héctor lo es todo para ella, todas las relaciones familiares que le quedan (eres mi padre y mi madre y mi hermano, y tú eres mi esposo floreciente: 6.429-430). Lo específico del lamento de Hécuba es que ella, naturalmente, llora en Héctor al hijo que ha perdido y que era único, superior a todos los otros (y son muchos); pero, a la vez, sus lamentos previos contenían algo más: Hécuba elogiaba a Héctor (el elogio forma parte del lamento fúnebre) justamente por haber hecho eso que ella le pedía que no hiciese, a saber, permanecer firme ante el monstruoso Aquiles; lo elogiaba por no haberse ablandado, por no haberse acobardado, por no haber huido (24.214-2166). Lo interesante es que la madre misma reconozca el valor no solo del hijo, sino del guerrero, pues la madre es ciertamente una figura en cierto modo incompatible con la empresa heroica. Ya hemos aludido al rechazo de Héctor de los cuidados de su madre en el canto 6; y podríamos recordar aquí también a Píndaro (P. 4.184-187), que sobre la expedición de los argonautas comenta que lo que esos jóvenes tan espléndidos han hecho es justo lo contrario de lo que hace la mayoría, a saber, quedarse en casa «junto a la madre», conformarse con una vida exclusivamente privada, la 6

Cf. también las palabras de elogio en el lamento de 22.430-436: Héctor como soporte y ayuda, brillo para los troyanos y las troyanas.

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vida desperdiciada y desconocida, la vida de quien no ha logrado nada.Lo que hacen los argonautas –salir al exterior desconocido, aventurarse en un mar lleno de peligros– contiene en cambio la posibilidad de desplegar el talento y alcanzar eso que siempre deben esforzarse por alcanzar los mortales: algo digno de admiración, una hazaña, un logro brillante. Por eso es grande Hécuba en su elogio, pues Héctor no deja de ser para ella el más valioso de sus hijos, y lo ha perdido (Héctor, tú: para mi ánimo con mucho el más querido de todos los hijos: 24.748). Así termina la Ilíada: con las mujeres que lloran la muerte del único Héctor.

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Supongamos que ya no queremos o ya no podemos demostrar esa unión visceral con el ser único que lleva a Andrómaca a decir: mejor sería para mí el hundirse en la tierra en carencia de ti, pues ya no habrá ningún consuelo una vez que hayas muerto (6.410-411). Supongamos que ya no podemos expresar ese reconocimiento; que sencillamente no somos ya capaces, o que ya no nos interesa, o bien ya hemos llorado todo lo que se podía llorar, y el lamento –el poema– ha terminado. ¿Qué pasa entonces? ¿Qué pasa si aguantamos lo que no se puede aguantar, si soportamos eso que por su misma naturaleza resulta insoportable? No podemos solo llorar, dice Odiseo; los hombres tienen comer, todos tenemos que comer, tenemos que seguir adelante (19.221-233). ¿Acaso sería posible vivir sin olvidar a los muertos, sin relativizar las penas, sin asumir y aguantar las cosas que nos pasan? ¿Seguiríamos vivos si no tuviésemos más órganos que un corazón que se rompe de la pena?7 Lo que Aquiles hace en la Ilíada (y por eso es tan único y tan bello) es decir: no puedo vivir después de una pena tan grande. Soportar es justo lo que Aquiles no hace; por eso la venganza, por eso la honra continua de un único muerto. Aquiles no se olvida de su muerto (no va a recomponer su vida sin Patroclo). Y esto es de nuevo homenaje a lo irreductible, tributo 7

Desde el punto de vista del gastér, Patroclo es un muerto más: el estómago hace que lo olvidemos todo y lo pasemos por alto todo, por eso el decir griego lo conecta con la nivelación y la pérdida de irreductibilidad.

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a lo singular, así como eso que lo aproxima a las figuras femeninas: esas grandes memoriosas, esas venganzas maternas que nunca olvidan. Esto es lo que pasa en la Ilíada, pero quizá ya no en la Odisea, poema en el que ya se hace oír la pregunta por cómo es posible vivir después de haber muerto; cómo es la vida de esos retornantes que tal vez estén un poco más muertos que los héroes de la Ilíada. En la Odisea lo inmediato del dolor que provocan los intensos recuerdos de las muchas penas se supera mediante los phármaka que Helena vierte en las copas de los que no pueden parar de llorar (4.220-226). Las drogas de Helena intervienen justamente para suprimir esto inmediato, y que así, olvidando, relativizando, resulte posible no solo dolerse por las penas, sino también hacer algo con ellas. ¿Hacer qué? Decirlas, contar la historia sin llorar, sin que se arruine la fiesta. Esto es lo que se gana con la capacidad que los dolientes desmedidos de la Ilíada no tienen: que el dolor no nos paralice ni nos mate, que no interfiera en los proyectos de uno. Porque congela las lágrimas en sus ojos, Odiseo lleva a buen puerto su plan de castigo. Porque controla la rabia que ladra en su corazón, consigue que todo salga más o menos bien. Porque es capaz de tener un corazón de hierro puede poner a prueba, es decir, conocer en profundidad algo que antes se tenía, pero no había de ello conocimiento explícito. Para llevar a cabo ciertas cosas uno no puede permitirse tener corazón. La resistencia, el aliento que aguanta y la fortaleza de espíritu moderan lo desmesurado y limitan lo ilimitado del dolor de Hécuba, del dolor Aquiles, abriendo así la posibilidad de una solución a la violencia sin solución, que es, en efecto, la reacción inmediata ante la pérdida de un familiar o un amigo íntimo. La capacidad de soportar y aguantar8 la dice en griego la palabra tlemosýne. Al dolor sin límite ni medida se opone la tlemosýne, que pone límite y medida. Un fragmento de Arquíloco (13 West) exhorta a poner fin al «dolor femenino», el dolor propio de las mujeres y que expresan mejor que nadie las mujeres, soportando o aguantando o sobrellevando. La tlemosýne es el único phármakon, el único remedio para los males sin remedio de los hombres. Y esto es necesario, pues mientras los ciudadanos lloran no disfrutan de las fiestas.

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En el encuentro con Aquiles son centrales tanto la capacidad de soportar el dolor como el coraje que esto exige (24.505, 519); ambas cosas en la semántica del verbo tláo.

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En la limitación del dolor y la pena está en juego la capacidad de limitar lo informe y encontrar una figura, es decir, está en juego el conocimiento, la claridad, la visión. Un médico no puede operar si se le nublan los ojos de la pena. Un poeta no puede permitirse morir subyugado de amor si quiere decir cómo es y en qué consiste la potencia subyugante del amor. Y sin embargo, esta actitud que, ciertamente, es distinta de la que hemos visto a propósito de Aquiles y de Hécuba, ocurre a costa de la pérdida de algo: la irreductibilidad, la singularidad; es posible al precio de limitar aquello que decíamos que constituía la parte de los muertos (el llorar y la pena eran reconocimiento). Nos encontramos ante una paradoja: por un lado, llorar es una vergüenza, pues implica debilidad, falta de coraje, de fortaleza, además de referirse a las consecuencias de no otra cosa que eso mismo que queríamos llevar adelante, por ejemplo la guerra de Troya, por lo que el llanto sería también hipocresía. Pero no llorar también es una vergüenza, ¿pues cómo no vamos a llorar tantas y tamañas desgracias? Me avergüenzo si lloro, me avergüenzo si no lloro, dice Agamenón en la tragedia. Al dolor descontrolado se opone la tlemosýne como a la venganza se opone la justicia. Y si las mujeres eran las maestras en expresar el dolor personal por sus esposos y sus hijos; si Hécuba era esa figura no solo femenina, sino también troyana, es decir, lo que desde el punto de vista posterior será lo bárbaro-oriental, entonces parece evidente que constituir un espacio en el que sea posible llegar a acuerdos y pactar soluciones no violentas, por ejemplo ateniéndose a una regla que se aplique siempre en casos de asesinato, requiere que la pólis no excluya ni suprima, pero sí limite tanto la presencia femenina como las expresiones de dolor típicamente femeninas, lo cual implica a la vez que se limita el brillo irreductible y la importancia singular del familiar muerto a cambio de un proyecto de igualdad ciudadana (si el dolor era reconocimiento de la irreductibilidad, moderar el dolor significa aplanar en cierto modo la irreductibilidad). Ahí están las leyes atribuidas a Solón: el lamento por los parientes próximos del muerto se confina al interior de la casa; la prótesis que en la Ilíada era pública es ahora un asunto puramente privado. Y cuanto más se avance en la constitución de un espacio político, tanto más se diferenciarán los espacios de género, por lo que, recortando las lamentaciones femeninas, Solón estaría recortando algo mucho más grave, a saber, la importancia de las vinculaciones particulares (la pertenencia a un linaje y una estirpe determinada) en el espacio común o político. Y ahí está tam-

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bién la manera como la pólis de Pericles realiza su tributo a los muertos. No es Pericles quien, dolido personalmente por haber perdido a este o aquel hombre en particular, pronuncia un elogio fúnebre. Es la pólis misma la que reconoce y rinde tributo a esos hombres que no son ya básicamente este o el otro individuo singular, el pariente, el hijo y el hermano, sino que son los ciudadanos muertos de la propia pólis. Vemos así cómo se conectan las dos cosas: la obliteración de la venganza de sangre que reclamaban tanto Aquiles como Hécuba en la Ilíada y la limitación de la presencia de las mujeres en el marco de la nueva comunidad política, de manera que, si de lo que se trata no es ya de la muerte de un familiar que tiene que ser vengado, sino de un miembro muerto de la pólis, entonces será la pólis misma la que fije una reparación por su muerte, no la familia. Y si se trata no de un miembro de la familia, sino de un ciudadano de la pólis, entonces la encargada oficial de llorarlo (o quizá: no-llorarlo) no será la familia –no serán las mujeres de la familia– sino la pólis: serán los hombres de la pólis los que hagan el elogio y despidan serenamente al muerto9.

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Este artículo se basa en una conferencia pronunciada en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid el 23 de noviembre 2016.

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