Amar demaiado

June 30, 2017 | Autor: M. Cragnolini | Categoria: Philosophy of Love
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Artículo publicado en Psicoanálisis y el hospital , Buenos Aires, Año 11, Nro 22, verano 2002, pp. 122-126, ISSN 0328-0969.

Amar demasiado: hacia una “pérdida” de sí

Mónica B. Cragnolini

¿Cuándo se “ama demasiado”? ¿Cuándo se excede la “medida” del amor? ¿Con qué vara se efectúan esas mediciones, quién puede aportar los datos para evaluar una “justa medida” del amar? Y además: ¿qué “medidas” y “reglas” soportará Eros? Tal vez no exista lo “sin medida” (en tanto toda “medida” es una ficción de ordenamiento, una “guía” del terreno, simples coordenadas en el mapa de lo que es), pero sí, quizás, existe lo “incalculable”, en tanto lo “no-dominable”, lo que se escurre de las posibilidades de predicción, de las medidas de aseguramiento -y aferramiento- de lo real. Eso que se escurre desafía a la lógica de la subjetividad moderna, lógica signada por la concepción del sujeto como fundamento constituyente de lo real (en el modo de la objetualidad, de lo “puesto frente a”), y “dueño” de sí desde la idea de libertad. La libertad se ejerce hacia la “interioridad” como "propiedad de sí" (de los propios actos en la identidad) y hacia la “exterioridad” como propiedad de las cosas y del mundo (ese mismo mundo constituido como objeto). La “identidad” supone la posibilidad de saberse poseedor de

sus propios atributos: el hombre es

conciente de la diversidad de sus estados de ánimo, de sus afecciones y pasiones, pero puede remitirlos a un cierto fondo sustancial. El "dueño" de ese mundo interior (tanto desde el punto de vista cognoscitivo -ya que la representación como modo de conocimiento supone el “traer a sí” aquello que se representa- como desde el punto de vista volitivo) es, a la vez, el "dueñopropietario" en el mundo de la exterioridad. Todo esto señala un operar de una lógica de la apropiación, que actúa por identificación y remisión a sí.

En la Carta a D’Alembert sobre los espectáculos Rousseau hace referencia, en una nota, a la representación de una tragedia en la que uno de los personajes era el diablo. Cuando el actor (el re-presentante) entró en escena, se encontró con que ya estaba en la misma, como si el demonio hubiese sentido celos de quien quería imitarlo, generándose de esa manera el espanto, y la huída de todos los actores, con el consiguiente fin de la representación. El doble, la disrupción en la presencia de quien se considera “reunido a sí” hace patente que la lógica de la identificación ya está siempre quebrada. El doble ya está allí, antes de que entremos a la escena.1 Fin de la representación como teatro de la conciencia que se cree “dueña” de sí y de lo otro, operando por identificación y homologación. El amor pareciera ser una de las fuerzas que hace patente la posibilidad de ese quiebre de la conciencia, de esa ruptura de los espejos identificatorios. Sin embargo, una y otra vez, se intenta hacerlo retornar al camino de la identidad en las metáforas de “el otro que me completa”, “la otra parte de mí”; y al curso de la “normalización” en la conversión de ese maremoto, como señala Musil, en “delgados arroyuelos que van y vienen entre dos personas”.2 Aquí hago referencia al diablo -supuestamente el “original” frente al “doble” (el representante)- como doble, para indicar la ruptura de la conciencia en la representacióm. J. Derrida, en “Especular-sobre Freud”, en La tarjeta postal de Sócrates a Freud y más allá, trad. H. Sylva, México, Siglo XXI, 2001, en las pp. 258 ss. comenta esta nota de Rousseau para señalar de qué manera la aparición del “original” no reduce los efectos del doble, sino que los multiplica. 2R. Musil, El hombre sin atributos, trad. J.M.Sáenz, Barcelona, Seix Barral, 1988, Tomo IV, p. 531. Cito aquí todo el fragmento, que he citado en más de un artículo, y que a medida que itero, me parece, cada vez, más maravilloso: “... se me ocurrió que el sentido de estos sueños es (y podría ser que significara el último recuerdo de ello) que nuestro ardoroso deseo no pide que hagamos un solo ser de dos, sino, al contrario, que huyamos de nuestra prisión, de nuestra unidad, que nos convirtamos, en la unión, en dos, o mejor, en doce, mil, una multitud incontable: que nos escabullamos de nosotros mismos como en sueños, que bebamos la vida hervida a cien grados, que nos secuestremos a nosotros mismos o como queramos decirlo, pues no puedo expresarlo bien; entonces el mundo contiene tanta ternura como actividad; no es una nube de opio sino más bien una embriaguez de sangre, un orgasmo de combate; y el único error que pudiéramos cometer sería desaprender la voluptuosidad de lo extraño y figurarnos que hacemos una gran cosa al dividir el maremoto del amor en “delgados arroyuelos que van y vienen entre dos personas”. Para el tema dea amor en Musil remito a mi artículo “Extrañas amistades. Una perspectiva nietzscheana de la philía desde la idea de constitución de la subjetividad como Zwischen”, en Líneas de Fuga. Gaceta Nietzscheana de creación, Barcelona, número 8, Año 4, Primavera de 1999, pp. 10-19. 1

La iconografía de las más diversas épocas nos presenta a Eros como aoîkos, sin casa, sin hogar y seguridad, errante, in-quietum –tal vez sin meta-, casi siempre desnudo, sin propiedad alguna, alado (contrafigura de toda subjetividad fundada en sí misma). Tal vez sea Eros quien hace más evidente el “riesgo” de la otredad : la incertidumbre de la desaparición de todo dominio de sí, de la pérdida de control y de “medida”. Destino de errancia en un mundo en el que ningún lugar puede constituirse en casa definitiva, en seguridad. Menos aún, el amado. Muchas veces me pregunto, pensando en términos de la subjetividad moderna,

hasta dónde llegará la prepotencia del sujeto, de esa voluntad de

aseguramiento de lo real, que supone voluntad de aferramiento de lo que puede ser apropiado, y de aniquilación de aquello que se resiste.

Me lo

pregunto en un mundo atravesado por los combates más crueles y violentos en defensa de las supuestas identidades y prerrogativas, pero también signado por las luchas más sutiles y aparentemente más “asépticas”, hechas en nombre de una supuesta “razón” libre de intereses. Y siento que es la experiencia del amor la que quiebra con esas voluntades de apropiación, en la medida en que irrumpe desafiando a toda voluntad de dominio y de identificación. Cuando se ama, el respeto al otro genera una “dolorosa” des-posesión: creyendo que iba a ser de alguien y que alguien iba a ser para mí al amar, descubro que, aún en la más fáctica de las posesiones, en aquella en la que los cuerpos se creen “dueños” uno del otro, nunca soy para el otro, ni el otro es para mí, que si hay algo que no puedo justamente con quien más amo es “poseerlo”, y menos que nunca, cuando lo/me posee/o. Ese riesgo, el otro, no se deja apropiar. Desafía y rehúye todo intento de captura (a una figura de sí, a una idea, a un modo de ser), se evade siempre entre los márgenes de los pensamientos. Hace estallar toda “medida interpretativa”, desbarata ideas y predicciones en cada acontecimiento, “pone fin” –como el diablo de la anécdota- a la representación.

El otro aparece con la marca de la fragilidad, de la extrañeza que implica respeto pero también incertidumbre. Es imposible “aferrar”3 o capturar lo frágil: hay que ampararlo, darle “morada provisoria”, a lo sumo, “reparo”. Para que siga siendo “extraño”, para que no pueda ser reducido a ninguna figura de lo conocido, de lo sabido, de lo dominable, en definitiva. Ese otro, el amado, hace patente la radical “gratuidad” de toda relación (encuentro, acontecimiento, composición provisoria) y con ello, la radical “ingratitud” de la misma. Nada me debe y nada le debo, porque “nada” damos. “Nos” damos. Y al dar-nos, damos lo que “no tenemos”: des-apropiación de sí que pone en jaque al sujeto propietario, con sus prerrogativas de dominio de lo que acontece, de calculabilidad, de medida aseguradora. Amores delirantes, se dice a veces. Pero ¿qué amor no lo sería? ¿Qué amor no se saldría del surco (lira, de allí de-lirium) de las normas, qué amor no se expandiría más allá del curso de las habitualidades?

Surcos-cursos que

signan los caminos de la seguridad y lo instituido. El amor instituye destituyendo lo instituido: amenaza confortabilidades y verdades, desbarata modos de vida y certezas, lleva, por fuera del surco, a la zona del riesgo y del quizás, a la zona del temblor y la oscilación. Allí, en el temblor, se ampara la fragilidad. Allí se tejen las historias de los encuentros y desencuentros, de las posibilidades y las imposibilidades. “Entre” del amor oscilante que elude las certezas. Tal vez nos hemos acostumbrado tanto a tratarnos unos a otros como sujetos “propietarios” de deberes y derechos, que ya no distinguimos cuánto de nuestras prácticas y sentimientos se configuran en ese espacio de producción de subjetividad. Nunca se ha hablado tanto del amor en términos de deuda y devolución, y de las experiencias amorosas como “capitalización”. Lógicas de la inversión que mantienen la estructura del mundo del mercado, y que transforman las relaciones humanas en asuntos de “negocios”. Según la “lógica El “gran aferrador”, el concepto, no puede obrar más que por identificación, por reducción a sí de las diferencias. 3

del mercado” (lógica de la inversión, de la conservación, de la deuda y del usufructo)4, el amor es un “intercambio” entre sujetos propietarios. Los sujetos propietarios son la expresión acabada del sujeto moderno en ese ámbito de manifestación de la libertad “exteriorizada” u objetivada que es el mundo del mercado. Como “propietarios”, esperamos “reciprocidad”: que nos amen y nos “den” tanto como amamos y damos –o más-, que nos “reconozcan” y “conserven”.

Y

además,

“invertimos”

a

futuro:

“capitalizaremos”

la

experiencia, más allá de los “resultados” de la misma. Para amar de esta manera, es necesario considerarse como un sujeto portador de identidad, y considerar al otro como un “igual”: una cierta lógica del “espejo” domina en este modelo de relación. Pero el amor patentiza que el otro irrumpe rompiendo todo espejo, quebrando toda seguridad de la imagen y de la identidad, des-identificándonos, destruyendo los supuestos espejamientos de la yoidad. Cuando el Zarathustra nietzscheano desciende de su montaña para hablar del ultrahombre (ese modo de ser diferente del hombre habido hasta ahora),

los últimos hombres, los habitantes del mercado, los pequeños

propietarios, parpadean: ¿para qué quieren al ultrahombre, si ellos han inventado la felicidad? Han dejado las tierras en donde vivir se tornaba demasiado duro, buscando calor: también se ama al vecino por esta necesidad de calor. El último hombre tiene un “pequeño” placer para el día y un “pequeño”placer para la noche , y “todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio”.5 Pero Zarathustra ama a los que “no se conservan” ya que “lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso”. El ultrahombre nietzscheano es

J. Derrida, en Politiques de l’amitié, Paris, Galilée, 1994, señala estos caracteres propios de la lógica del último hombre, frente a la comunidad de los ultrahombres. También en Dar (el) tiempo. I La moneda falsa, trad. C. de Peretti, Barcelona, Paidós, 1995 se hace referencia a la necesidad de la reciprocidad en esta lógica, por oposición a la idea de don. 5 F. Nietzsche, Así habló Zarathustra, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, vs. edcs., “Prólogo”, #5. 4

la figura de la no-conservación de sí: “da lo que no tiene”, porque la suya es un "alma que se prodiga", que no quiere conservar nada de sí. Por ello, excede toda idea de deuda ("cumple más de lo que promete") y de intercambio ("no quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada"). A ese modo de ser del hombre, a esa esperanza del “rayo” del ultrahombre, Zarathustra le repite una y otra su vez su amor: “Yo amo...” El amor hacia quien no se conserva es el amor a lo “sin medida”, es “demasiado amor” para el hombre que juzga todo según reglas de propiedad y reciprocidad.

Desbarata, desajusta, desmonta, deconstruye la lógica de la

identidad, quiebra la posibilidad de la “inversión” en el otro, y de la posesión del otro. El “demasiado amor” es ese “maremoto” de que habla Musil: ninguna reconstitución de sí en el otro, ninguna identificación, sino riesgo, incertidumbre, y ... quizás.6 En este sentido, desde esta lógica diferente a la del mundo del mercado (lógica del derroche, tal vez), nunca se ama demasiado, porque el amor pone en crisis toda medición que remita a una identidad “que se excede” amando. Por ello, este distinto modo de amar implica una constante “pérdida de sí”, del propio dominio y de los propios atributos. Como señala Nietzsche, amamos la vida no porque estemos habituados a vivir , sino porque estamos habituados a amar. Y quien está habituado a amar, como aquel músico que ama el movimiento lento,7 no podrá menos que repetir (aún sin quererlo y sin saberlo), una y otra vez, instaurando diferencia en cada instante, el gesto del amar.

6

El “quizás”(Vielleicht) es tal vez la tonalidad del pensar nietzscheano como “filosofía de la tensión” que impide toda dogmatización de su pensamiento. Para este tema, remito a mi artículo “"Filosofía nietzscheana de la tensión: la re-sistencia del pensar", en Contrastes. Revista Interdisciplinar de Filosofía, Vol V (2000), Universidad de Málaga, España, pp. 225-240. 7 F. Nietzsche, Humano demasiado humano I, # 397, trad. A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1996, Vol I, p. 204: “Ninguna detención en el amor. A un músico amante del tempo lento, las mismas piezas le saldrán cada vez más lentas. Así en ningún amor hay detención”.

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