Analfabetos-Analfatics-Analfanotas

May 26, 2017 | Autor: Juan Francisco Sans | Categoria: Oralidad, Brecha digital, ORALIDAD Y ESCRITURA, Analfabetismo, Solfeo, Analfabetismo musical
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Créditos República Bolivariana de Venezuela Ministerio del Poder Popular para la Educación Zona Educativa del Estado Lara Dirección General Sectorial de Educación del Estado Lara Fundación Conservatorio “Vicente Emilio Sojo” Directora Ejecutiva: Msc. Belkis Meléndez Directora de Administración: Lcda. Iris Santeliz Director Docente: Msc. Rodolfo Echegaray Centro de Investigación y Documentación (CID) Responsables de línea: Msc. Claudia Aristizábal Prof. Oswaldo Rodríguez

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Presentación Universalia/Músicas.

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Analfabetos - analfatics - analfanotas. Juan Francisco Sans

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Responsables de esta edición:

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Lenguaje musical y contextualidad. Luis Motta

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A fuego de Gaita y son Tambó. Jonathan Caro

Mg. Irene Zerpa Diseño y Diagramación: Kevin Alvarez Depósito Legal: Lf. Ppi201402LA4460 ISSN: 2343-6425 Barquisimeto, Edo.Lara - Venezuela 2016

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¿Por qué la música? una lectura acerca de la importacia de la música en el desarrollo del argumento político en “Delito por bailar el chachachá” de Guillermo Cabrera Infante.

Natalí Herrera La forma en proceso. Williams Montesinos

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Jóvenes Investigadores: Comenzando a pensar la música

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Percepción de los docentes en el uso de las tecnologías de información y comunicación para la enseñanza musical: hacia un cambio en la Fundación Conservatorio “Vicente Emilio Sojo”

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FUNDACIÓN CONSERVATORIO VICENTE EMILIO SOJO

Didáctica de los imaginarios sonoros en la obra de Flor Roffé de Estévez. Sergio Figalllo

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Marìa Antonieta Camacaro Tecnologias de información y comunicación para el aprendizaje musical del conservatorio “Vicente Emilio Sojo”

Alvaro Niño

In Memoriam La Candelaria, lugar de la memoria.

Analfabetos - analfatics - analfanotas Reflexiones en voz alta para la recuperación de la sindéresis epistemológica en la musicología.

Musicología e Investigación Musical Juan Francisco Sans

Es Licenciado en Artes, Magister en Musicología Latinoamericana y Doctor en Humanidades egresado de la Universidad Central de Venezuela. Profesor ejecutante de piano de la Escuela de Música Juan Manuel Olivares y Maestro compositor del Conservatorio Nacional de Música Juan José Landaeta. Ha recibido diversos premios en su país por sus composiciones, editadas y grabadas por diversas agrupaciones orquestales y solistas en Venezuela y el exterior. Como director, pianista, organista y flautista dulce ha actuado en diversos países de América y Europa. También ha grabado numerosos discos en calidad de pianista y compositor. Sus trabajos musicológicos han sido publicados en libros y revistas especializadas, y han obtenido reconocimientos en premios internacionales de Chile y Cuba. Es editor general de la colección seriada de partituras Clásicos de la literatura pianística venezolana, con 11 volúmenes publicados de música para piano de autores venezolanos, y la integral de la obra sinfónica del maestro Juan Bautista Plaza, con 10 volúmenes publicados. Se ha desempeñado como presidente de la Fundación Vicente Emilio Sojo, director del Coro Sinfónico Nacional de Costa Rica, director general del Centro Nacional de la Música de Costa Rica, director de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, entre otros cargos. Actualmente es subdirector académico de la Escuela Nacional de Cine.

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as disciplinas académicas nacen en lugares específicos y en momentos históricos dados, se desarrollan, se establecen en el seno de las sociedades, llegan a un período de auge, y eventualmente se transforman o desaparecen, dando paso a nuevos cuerpos de conocimiento. En la universidad medieval y renacentista se enseñaron las siete artes liberales: gramática, dialéctica, retórica (el trivium), la aritmética, geometría, astronomía y música (el quadrivium). Disciplinas hoy muy consolidadas como la medicina, o la arquitectura, no tenían cabida en esa universidad, bien porque eran consideradas artes serviles (que usaban las manos), o porque no se habían desarrollado aún como disciplinas autónomas. La química se origina a partir del trabajo de los alquimistas medievales, la astronomía moderna deja de ser astrología gracias al telescopio de Galileo, la lingüística es la transformación de la filología clásica comienzos del siglo XX, la historia moderna se le debe al método documental establecido por Von Ranke durante el siglo XIX, la psicología adquiere estatuto científico a comienzos del siglo XX con las investigaciones de Freud y Skinner, la informática después de la Segunda Guerra Mundial con Turing. Hay disciplinas que han cambiado de nombre, como la noble y vieja retórica greco-latina, que hoy llamamos derecho, o publicidad y mercadeo. Las disciplinas académicas no constituyen por tanto algo estable, inamovible y permanente en la historia, sino muy por el contrario, están sujetas a condicionamientos internos y externos que las obligan a mutar, determinando así su evolución y transformación. La musicología como disciplina nace del impulso dado durante el siglo XVIII por cronistas como Charles Burney, y se establece a mediados del siglo XIX como ciencia de la música gracias a Friedrich Chrysander y Guido Adler, con múltiples subramas que irán adquiriendo paulatinamente vida propia. Así, a comienzos del siglo XX tendremos el surgimiento de la musicología comparada de Curt Sachs, que derivará al mediar la centuria en la etnomusicología de Jaap Kunst. En las últimas dos décadas del siglo XX nace la musicología popular, a manos de investigadores como Phillip Tag y Juan Pablo González. En tiempos recientes se ha empezado a hablar cada vez más de investigación musical como parte de la investigación artística. Sin embargo, la musicología como tal sigue siendo una suerte de ciencia madre que, en términos generales, cobija a todas las demás. Cabría por tanto preguntarse entonces si a estas alturas de la vida resulta pertinente seguirla llamando así, musicología a secas, o si efectivamente se requeriría utilizar un apelativo diferente. 7

Me refiero muy particularmente al cambio reciente operado en muchos lugares de musicología por investigación musical. Tal sustitución tiene sin duda implicaciones ideológicas sustantivas, pues investigación musical parece evadir, bordear, evitar ex profeso, los apelativos a la musicología o la etnomusicología, y las implicaciones del uso de estos términos. Con esto no ignoro en lo absoluto que los términos musicología y la etnomusicología tengan de por sí sus propios problemas, bastante agudos por cierto. Las a menudo agrias discusiones entre musicología histórica, musicología sistemática, etnomusicología y musicología popular, su lucha por la delimitación de campos y fronteras, por recursos financieros, por espacios de poder en las instituciones académicas, con sus propios departamentos, revistas y congresos científicos, ha levantado desde sus orígenes polémicas y suspicacias relativas a cuáles serían los intereses ocultos detrás de la disciplina madre. Sus métodos, teorías, prescripciones y prospectivas han sido señaladas -en ocasiones con razón-de etnocentristas, algo que sin duda genera gran animadversión entre quienes desean incursionar en la investigación musical sin comprometerse necesariamente con un programa marcado de antemano.

El término musicología genera una desconfianza natural en aquellas sociedades donde aún no se ha adoptado un programa más o menos consensuado de investigación musical. Decidirse entre investigación musical y musicología constituye por tanto una elección teórica, sujeta inevitablemente a debate. Ambos términos están cargados de ideología, de preferencias, de inclusiones y exclusiones, y nada nos exime de poner en cuestión las bases epistemológicas sobre las cuales se fundan ambas concepciones. La ciencia no es neutra, y toda elección de disciplina, teoría o método, implica de hecho una inescapable elección ideológica. Precisamente por eso, no veo mayor ventaja en hablar de investigación histórica en vez de historia, de investigación económica en vez de economía, de investigación física en vez de física, de investigación arquitectónica en vez de arquitectura, o de investigación musical en vez de musicología. Ello no nos releva de enfrentar los problemas epistemológicos ni ideológicos inherentes, ni varía para nada el quid del asunto: es un cambio a nivel nominal, que deja los problemas sustanciales intactos.

Oralidad y escritura en la investigación musical

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ara comprender cuál es el problema de fondo en este asunto, deberíamos retrotraernos al momento en el cual se dividen las aguas de la musicología a finales del siglo XIX, producto de la necesidad de dar respuesta a una serie de requerimientos que la disciplina original no contemplaba entre sus planes: el estudio de la oralidad musical. Se trataba de una abrumadora cantidad de música que superaba con creces cualquier cotejo con la producción musical escrita existente, que la musicología, tal como estuvo concebida en sus inicios, no podía ignorar supinamente sin un severo cargo moral. En una época en la que la oralidad no constituía en lo absoluto tema de estudio para la academia, la musicología hubo forzosamente de hacerle un lugar a través de la denominada musicología comparada primero, y la etnomusicología después. Contribuyeron sin duda para ello las incipientes formas de registro sonoro de las cuales ya se disponía, como el cilindro de Edison. Quizá debido a la falta de estudios generales sobre las características de las culturas orales y escritas -desarrolladas en tiempos relativamente recientes- la diferencia entre musicología y etnomusicología se estableció con base en criterios falsables, marcados por el etnocentrismo rampante que imperaba en la época: mientras la musicología estudiaba la música “occidental”, la de “nosotros”, la etnomusicología se ocupaba de la música de “los otros”, la “exótica”, “primitiva”, “no occidental”.

Pero esta división se fundamenta sobre supuestos írritos: lo exótico es un término relacional que depende siempre del lugar de la enunciación (lo que es exótico para uno, no lo es para otro, y viceversa); y algo puede considerarse primitivo sólo en comparación con otra cosa más evolucionada de la misma clase, por lo que en modo alguno se trata de un absoluto. A esto se suma que los límites de ambas disciplinas excluían de manera taxativa toda aquella música masiva, comercial y mediática, que durante el siglo XX se multiplicó de manera exponencial a través del registro sonoro, la industria del entretenimiento, los medios de comunicación audiovisual y las tecnologías, que además consumía y disfrutaba un porcentaje gigantesco de la población mundial, y no ya el cada vez más pequeño porcentaje amantes de la música clásica o los cultores-fruidores del folklore. Pocas voces sensatas se alzaron contra el evidente desaguisado de tal división disciplinaria, producto más de la carencia de teorías adecuadas para comprender el problema de fondo que de expresa mala voluntad. Samuel Claro Valdés(1998, 2) decía al respecto que “desde hace algunos años se perfila un acercamiento entre ambas tendencias, como lo anunciara ya en 1935 Charles Seeger, al decir que ‘cualquier distinción entre musicología histórica versus musicología comparada – o etnomusicología, como se le denomina actualmente- debe considerarse ficticia’.”

Charles Burney (1726-1814)

Compositor, Historiador de música Profesor de música y organista, fue el autor de una historia completa de la música modernamente concebida 8

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La división de la musicología en musicología “propiamente dicha” y etnomusicología, y luego en musicología popular, obedece de hecho a problemas epistemológicos de base, a prejuicios, a concepciones equivocadas de los fenómenos que se estudian. Aunque parezca una verdad de Perogrullo, pareciera hoy más que nunca necesario aclarar, definir, determinar, precisar, que la musicología estudia la música. El panorama se complicó necesariamente a partir de los años 80 del siglo pasado, cuando la investigación musical comenzó a ocuparse de toda una serie de problemas antes ignorados. En una disciplina que por más de un siglo había funcionado sobre supuestos claramente definidos, donde las fronteras parecían indubitables, se socavaron de pronto las bases que sostenían la confianza epistémica, e hizo eclosión la llamada musicología crítica o nueva musicología. Comenzaron a tomarse en cuenta una miríada de temas que la perspectiva de la ventana epistémica utilizada hasta entonces no permitía ver: el poder, la vida cotidiana, la cultura, los estudios de género, la división mente-cuerpo, la ideología, la performance, la identidad, las minorías, los estudios coloniales, lo popular, la nueva retórica, el postmodernismo, los estudios del discurso, etc., y sus relaciones con la música, adquirieron de pronto un protagonismo nunca antes visto. La música comenzó entonces a tomarse no tanto como el objeto central de la investigación, sino como una vía para comprender aspectos más complejos de la sociedad. Se invirtió así la ecuación de una forma dramática y sorprendente. La música ya no como fin, sino como medio. A pesar de todo lo dicho, el término musicología parecería seguir siendo útil en la medida en que la música constituye su centro de interés. No tendría pues sentido seguir multiplicando las acepciones y recurrir a categorías diferentes en creciente número, sino resemantizar el concepto original, a partir de las posibilidades que ofrecen las nuevas alternativas y propuestas epistemológicas. No será la primera vez que ocurre con una disciplina en la historia del conocimiento, y tal parece en mi opinión, la solución más sensata a este respecto. Precisamente por ello, en otros trabajos (Sans 2001) he insistido en tratar de precisar las debilidades epistemológicas fundamentales de la musicología, y de su alterego la etnomusicología, a fin de comprender el problema de raíz, y avanzar hacia una disciplina unificada que permita concebir el campo del conocimiento de la música como uno solo, y no como dos o más disciplinas que se diferencian más por los prejuicios que por su objeto de estudio, que es siempre la música. Aquí incluiríamos también a la musicología popular, fruto precisamente del cambio paradigmático operado en los años ochenta, y de la incapacidad de la musicología y de la etnomusicología -tal como estaban concebidas para entonces- de dar respuestas plausibles a las exigencias del nuevo paradigma. Si bien en los últimos tiempos las posiciones teóricas irreductibles han ido cediendo ante las necesidades prácticas -como lo dice Claro Valdés, sobre todo en una región geográfica como Latinoamérica, donde estas diferencias carecen por completo de sentido- resulta muy difícil superar los prejuicios acumulados por décadas de prácticas profesionales atenidas a una manera de ver el mundo, y, por encima de todo, ir contra la institucionalidad ya establecida, conformada a partir de las disciplinas originarias.

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El problema del estudio de las culturas orales y escritas, y de la relación entre ambas, es que suelen concebirse como condiciones irreconciliables hasta cierto punto, y a esta lógica distorsionada obedece la oposición disciplinaria musicología-etnomusicología. En realidad, se trata más bien de un continuo en cuyos extremos se encuentran, por un lado, lo que Walter Ong (1994, 20) llama la “oralidad primaria”, y por el otro, la cultura escrita o alfabetizada. Pero los casos “puros” no pertenecen del mundo real. Las culturas orales primarias, que jamás han tenido contacto con la escritura, prácticamente no existen en la actualidad, y sólo se encuentran en pequeños grupos humanos totalmente aislados. Así mismo, no existen sociedades absolutamente alfabetizadas, y el porcentaje de analfabetos en ciertos países que se suponen alfabetizados, puede ser en ocasiones bastante más grande de lo que generalmente se piensa. Eso sin mencionar el llamado “analfabetismo funcional”, muy extendido en las sociedades letradas. El propio Ong (1994, 20) consideró además la existencia de una “oralidad secundaria”, que se superpone a las culturas escritas a partir del uso de los medios radioeléctricos de difusión masiva, especialmente a través del teléfono, la radio, la televisión y el cine, que apelan a la oralidad como forma fundamental de comunicación.

Frances Densmore graba la voz de un jefe de los pies negros en el Instituto Smithsoniano (1916)

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Las culturas escritas y orales configuran formas de conocer el mundo, estados de conciencia. Una cultura oral pura difícilmente podrá hacerse idea de cómo funciona una sociedad basada en la escritura, de cómo esta tecnología condiciona el pensamiento, la expresión verbal, la conducta humana, los afectos, la comunicación, la creación. Pero lo contrario también es cierto: quien ha aprendido a leer y a escribir difícilmente puede dejar de hacerlo, ha olvidado cómo piensa y siente quien no lee ni escribe, cómo se maneja en el mundo, cómo resuelve sus problemas, cómo crea nuevos conocimientos, se halla huérfano sin la escritura.

Los estudios recientes sobre la oralidad y la escritura han tenido profundas implicaciones en la sociología, la lingüística, la filosofía, la comunicación, la psicología, la educación, la publicidad o la antropología. Pero lamentablemente no han permeado en grado suficiente en la musicología y sus disciplinas correlativas. Esto puede deberse a que la dicotomía entre musicología y etnomusicologíase estableció en un período muy temprano, previo al interés de la ciencia por la oralidad, con una línea de demarcación tan fuerte y decisiva, que las hizo inconmensurables al inicio. No obstante, los avances en este campo del conocimiento nos permiten augurar que la musicología, más pronto que tarde, podrá recuperar en algún momento la sindéresis epistemológica que nunca ha debido perder.

Sin embargo, encontramos una diferencia fundamental entre ambos mundos: la cultura oral puede subsistir perfectamente sin la cultura escrita, como lo ha demostrado la existencia misma de la humanidad por milenios sin escritura; pero una cultura escrita difícilmente puede prescindir de su sustrato oral. Esto ha permitido revalorizar la oralidad como un estadio esencialmente humano, primigenio y fundamental, de inmensa importancia para comprender las potencialidades cognitivas del hombre. El desarrollo de la inteligencia, la memoria, las habilidades mentales y expresivas, la competencia lingüística, no dependen de si se pertenece o no a una cultura ágrafa. “Cultura oral” deja así de tener la connotación socialmente negativa que a menudo se le ha atribuido, para definir más bien un estado de conciencia social, a la par de la “cultura escrita”.

A menudo, lo que llamamos actualmente investigación musical se relaciona directamente con problemas vinculados a la oralidad musical, centrados en los contextos de investigación y el uso de la tecnología como recurso para la fijación del conocimiento, su socialización y proyección en culturas predominantemente orales. No encontramos allí asuntos que nos remitan a problemas clásicos de la musicología histórica: partituras, edición musical, transcripción de música antigua, análisis musical, historia de la música, obras “maestras”, compositores, ejecutantes (instrumentistas, directores, bandas, orquestas sinfónicas, coros y conjuntos de cámara). Pero si bien mucha de esta investigación se refiere a culturas musicales orales, habría que advertir que ello no ocurre en el marco de culturas ágrafas. Por el contrario, la mayoría de los proyectos que vemos actualmente en el programa de la investigación musical están insertos en comunidades altamente escolarizadas (incluso hasta el nivel universitario), y de hecho aprovechan en gran medida la institucionalidad educativa existente para apoyarse. Por eso no resulta coherente aplicar aquí el programa de la etnomusicología tradicional, también cuestionado por el paradigma de la postmodernidad (Pelinski 2000),que funciona en el marco dicotómico musicología-etnomusicología, concebido con base en el supuesto de la existencia de culturas escritas y orales “puras”.

Al respecto, Pattanayak (1998, 145) asegura que “las teorías que proclaman la superioridad de la cultura escrita sobre la oralidad, antes que las diferencias entre ambas, tienen un efecto descalificador respecto de los 800 millones de individuos del mundo que no saben leer ni escribir y que, en consecuencia, son catalogados como ciudadanos de segunda clase.” Oralidad y escritura no constituyen por tanto modos antagónicos de concebir el mundo, sino formas diferentes de conocerlo: “la oralidad y la cultura escrita, han sido enfrentadas y contrapuestas una con la otra, pero se puede ver que siguen estando entrelazadas en nuestra sociedad. Desde luego, es un error considerarlas mutuamente excluyentes”(Havelock 1998, 25). De este modo, si partimos del supuesto de que la música es una sola, independientemente de su modalidad oral o escrita, pues debería pensarse muy seriamente en si la existencia de dos disciplinas para estudiar el mismo fenómeno conserva aún algún fundamento epistemológico.

A este respecto, cabe destacar que los estudios recientes sobre oralidad y escritura nos muestran un panorama mucho más complejo, descartando la maniquea y estereotipada oposición entre ambas. Paul Zumthor establece al menos cuatro tipologías abstractas posibles para describirlo: la oralidad primaria, sin contacto alguno con la escritura (que como ya dijimos, es un estadio prácticamente inexistente en el mundo de hoy); la oralidad inserta en el mundo de la escritura, ya sea mixta (en las masas analfabetas del llamado “tercer mundo”), ya sea como oralidad que se recompone a partir de la escritura (la llamaré “habla culterana”, la de los discursos, ponencias, sermones o actuaciones teatrales); y la oralidad mecánicamente mediatizada, la ya mentada “oralidad secundaria” de Ong (Zumthor 1991, 37). Muchas de las prácticas musicales orales son desarrolladas por personas perfectamente alfabetizadas. Por eso insisto en hablar de “oralidad musical”, “prácticas musicales orales”, o “culturas musicales orales”, y no de “cultura oral” a secas y de modo general, que puede resultar un desaguisado teórico. Conozco notables músicos alfabetizados, pero analfabetas musicales. Llamémoslos, a falta de un mejor término, analfanotas. Hete aquí que tenemos entonces un doble nivel de alfabetización, del cual poco o nunca se habla: la lecto-escritura del lenguaje natural (verbal), y la lecto-escritura musical (que presupone el dominio previo de la primera). Paul Zumthor. (1915-1995)

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Los tres niveles de

alfabetización

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unque parezca exagerado, los prejuicios contra el analfanotismo son prácticamente los mismos con respecto al analfabetismo, asociados “con la pobreza, la desnutrición, la falta de educación y las medidas sanitarias, mientras que la cultura escrita suele equipararse con el crecimiento de la productividad, el cuidado infantil y el avance de la civilización” (Pattanayak 1998, 145). Por lo general, el complejo psicológico de no leer ni escribir música se manifiesta en excelentes músicos con expresiones muy extrañas: “yo toco tal instrumento (o canto), pero no sé de música.” ¿Cómo es eso? ¿Saber música implica forzosamente leer y escribir música? ¿Acaso no basta con cantar y tocar un instrumento? Otro peor: “no soy músico porque toco de oído”. Me pregunto ¿no deberían tocar “de oído” todos los músicos del mundo, incluso los que leen partituras? ¿No es esa la condición esencial de tocar música: “de oído”? Dudo seriamente que un analfabeta diga que no sabe español por su condición de no saber leerlo ni escribirlo. Para ello basta hablarlo. Se trata, en fin, de competencias muy diferentes: hablar, leer y escribir no son lo mismo, y cada una tiene profundas implicaciones en los procesos cognitivos y en las relaciones sociales que se establecen a partir de cada uno de estos modos de comunicación. Por otra parte, puede sonar paradójico, pero el dominar la lecto-escritura musical no implica necesariamente ser músico, en el sentido que esta expresión tiene para el común de las personas, cual es tocar un instrumento, cantar o componer. Muchos musicólogos o críticos musicales prestigiosos son avezados lectores de música, pero no tienen una práctica instrumental, vocal o compositiva consuetudinaria (aunque seguramente la ejercieron en sus años de formación, ya olvidados). En las escuelas y conservatorios de música tradicionales, donde el solfeo ocupa un puesto central como parte de la educación musical inicial, se da muy a menudo el caso de personas que estudian la materia por años (asignatura central en la educación escolarizada musical), pero nunca acceden a ingresar en la clase de canto o de instrumento por problemas de cupo en esas cátedras (el sistema educativo suele ser tan abstruso como para permitir tal desacierto…). Esas personas se entrenaron en la lecto-escritura musical, pero no son considerados músicos en el sentido ordinario del término, porque no tocan, ni cantan, ni componen.

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Por el contrario, se da el asombroso caso de orquestas de niños o jóvenes que pueden llegar a tocar una compleja obra del repertorio sinfónico clásico (Beethoven, Tchaikowsky, Mahler o Shoshtakovich), sin leer la partitura, (pese a mantenerla siempre puesta en el atril como “decorado”), aprendida por métodos orales de repetición, fijación del texto y memoria. Este mismo método se ha aplicado con inmenso éxito a estudiantes de piano o de violín, a los cuales se les enseña un difícil concierto nota a nota, acorde a acorde, gesto a gesto, frase a frase, sin que el estudiante sepa leer una sola nota del pentagrama, por simple repetición y refuerzo de la memoria muscular y musical, hasta llegar a tocarlo con la sinfónica. Estas metodologías postergan la lectura musical para cuando el estudiante sienta verdadero interés o necesidad por aprenderla, haciendo que se concentre únicamente en la performance de la obra, lo que resulta sumamente eficaz para el logro de resultados musicalmente sorprendentes. No obstante, esto se hace a un costo de esfuerzo, tiempo y dinero muy grande, y no falta quien critique severamente el aspecto absolutamente memorístico de esta educación, sin criterio alguno por parte del estudiante, quien se limita a repetir acrítica e indiscriminadamente lo que su instructor le enseña. Son pues, analfanotas ejecutando o repitiendo al caletre, música escrita, digerida a priori por otro que sí sabe leer. Pero no por ello dejan de ser músicos. No se trata pues de un problema menor. Habría que aclarar que ni el analfabetismo ni el analfanotismo son condiciones absolutas, y que –aquí también- los encontramos en una amplia gama de matices. En general, las personas vivimos inmersas en un mundo alfabetizado. Incluso a un iletrado le resulta muy difícil sustraerse de ese mundo de manera absoluta, porque nos hallamos irremisiblemente atrapados en la hegemonía que la escritura impone a la mente y a la sociedad. Un analfanota-alfabetizado puede no leer pentagrama, pero lee cifrado. Puede no leer cifrado, pero lee tablatura. Puede no leer nada, pero maneja el metalenguaje que le permite entenderse con sus pares (vamos por Fa, tócalo a 3, haz “cu-rru-chá, curru-cha”, bordonea, toca “kin-kin-pa-kin-kin”, etc.), lo que implica cierto grado de literalidad, o sea, de sustitución de significados por signos y significantes.

Pero si en nuestro mundo letrado resulta moralmente imposible argüir a favor de mantener a una persona en el analfabetismo, so pena de ser acusado de violar derechos humanos elementales como la educación, no estoy tan seguro de que esto sea así en el campo musical. El problema es que alfanotizar a una persona no es algo indiscutiblemente conveniente. A pesar de ello, la necesidad de enseñar a leer y escribir música se presenta como una condición sine qua non del proceso educativo musical, al igual que la alfabetización en la educación general. Lo que sucede es que la música es una práctica artística. Y las prácticas artísticas orales, incluyendo las musicales, tienen sus propias formas cognitivas, de expresión, de creación, y la intromisión de la cultura letrada en ellas puede producir efectos contraproducentes, perniciosos e indeseados. Por ejemplo, la improvisación -una actividad omnipresente en la música folklórica, el jazz, el rock, la salsa, y en general, en todos los géneros donde reina la oralidad musicalresulta incompatible con la cultura musical escrita, y de hecho, el aprendizaje de la lecto-escritura musical puede inhibirla totalmente, como corroboraron en su momento con respecto a la improvisación oral de los bardos yugoslavos investigadores como Albert Lord o Milman Parry.

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Los efectos del aprendizaje de la escritura en los procesos cognitivos han sido muy estudiados en las culturas orales, pero en la oralidad musical tenemos muy poca investigación a este respecto. Se trata pues de un aspecto especialmente delicado que habría que tener en cuenta a la hora de formular proyectos que intervienen los procesos educativos musicales en las comunidades, especialmente cuando se entrometen en los procesos naturales de transmisión propios de la oralidad. Sería maravilloso trabajar en pro de una estructuración de esos procesos orales, de reforzarlos, de comprenderlos, de buscar vías donde la expresión siga sin las ataduras de la escritura, pero descifrando el sistema cognitivo que lo sustenta. He hablado del doble nivel de alfabetización para referirme, por un lado, a la alfabetización propiamente dicha, y por el otro a la alfanotización, y cómo esta última depende de la primera para poder existir. Sin embargo, en nuestra época esta fórmula no es tan simple como pudo haber sido quizá un siglo atrás. En los tiempos que corren comprobamos la existencia de un tercer nivel de alfabetización, que corresponde al manejo de lo que llamamos las Tecnologías de Información y Comunicación, las TIC. Existe un porcentaje inmenso de la población mundial que no maneja las TIC en lo absoluto, o lo hace de manera muy precaria, bien porque no tienen acceso a ellas por razones económicas, porque no son “nativos digitales”, porque pertenecen a grupos etarios renuentes a usar esas tecnologías, o porque simplemente no han tenido el interés o la necesidad de incursionar en estos medios. Es lo que usualmente se conoce como la “brecha digital”, el analfabetismo de las TIC, que para seguir con la lógica discursiva con la que vengo, llamaré analfatics. Al igual que ocurre con la escritura y la oralidad, el mundo digital, y en especial la Internet, configura la mente de las personas, su acción social y su concepción del mundo (Carr 2013). Como quizá ocurrió con la introducción de la tecnología de la escritura en las culturas orales antiguas (como Sumeria o Grecia antigua) y la paulatina adaptación de la sociedad a este nuevo modo de pensamiento, todos podemos tener en nuestros días la experiencia, sea personal o vicaria, de que quienes usan las TIC sienten, piensan y conciben el mundo de una manera muy diferente a quienes no las usan. La misma forma como se establece la comunicación a través de las TIC’s (correo electrónico, Whatsapp, Google, Youtube, Skype, Facebook, Twitter) es de tal complejidad que obliga a redefinir muchos conceptos que hemos manejado hasta ahora. Lo que no resulta tan evidente es la dialéctica que se establece entre la cultura de las TIC, y la cultura escrita y la oral. Muchos de los contenidos que se manejan en las TIC suelen tener un fuerte componente oral (videos, animaciones, grabaciones, etc.), pero también la Internet ha potenciado los hipertextos, una forma muy diferente de leer a la acostumbrada en la escritura manual o impresa. Si bien dijimos que la alfabetización no implica la alfanotización, todo parece indicar que la alfanotización no puede existir sin una alfabetización previa. También pareciera que el manejo de las TIC implica necesariamente una alfabetización previa. Sin embargo, las relaciones entre las TIC y la alfanotización son mucho más complejas que entre éstas y la alfabetización que le sirve de sustrato. Existen cuando menos cuatro combinaciones posibles a simple vista:

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. Analfanotizado y analfatic (se carece por completo de las capacidades de lecto-escritura musical y del manejo de las TIC, aunque la persona puede estar o no alfabetizada). . Alfanotizado y analfatic (se sabe leer y escribir música, pero no se manejan las TIC: el caso de los compositores de la vieja guardia, renuentes a usar las computadoras para la práctica de su oficio). . Analfanotizado y alfatic (quizá el caso de la mayoría de la población con acceso a las TIC: no se sabe leer ni escribir música, pero manejalas TIC). . Alfatic y alfanotizado (quizá el menos común de todos: se lee y se escribe música, a la par que se manejan las TIC).

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Por supuesto, éste último caso implica un triple nivel de alfabetización: alfabetizado, alfanotizado, alfatics. Sería bueno aclarar que la alfanotización a través de las TIC no se limita únicamente al manejo de programas de notación musical por computadora, que quizá sería el referente más inmediato. Muchos programas de computación como los secuenciadores o los editores de imagen y sonido, requieren de habilidades especiales en el campo de la música, de leer gráficos, aunque no sean partituras, y han creado una nueva forma de comprender la alfanotización musical, antes impensable con las herramientas disponibles en lápiz y papel. Esta reflexión sobre la alfabetización musical y tecnológica resulta relevante en virtud de la mención incesante que a menudo se hace sobre la tecnología como un factor fundamental de desarrollo de la investigación. Las máquinas permiten al hombre procesar ingentes cantidades de datos, “ver” y “oír” cosas que serían impensables con los sentidos ordinarios con los que lo proveyó la naturaleza. Así, las posibilidades que abre la tecnología para profundizar en aspectos ignotos de la música, han permitido un tipo investigación experimental hasta ahora desconocido en la música, al punto de que hoy se habla de una “musicología empírica”, a pesar de las connotaciones positivistas del término (Clarke y Cook 2004). Tal como ocurrió con el telescopio en tiempos de Galilei, o con el microscopio de Pasteur, hoy la tecnología nos permite mirar más allá de lo superficial o accesible a simple vista en la música, captar fenómenos inaccesibles por los medios comunes, abordar el procesamiento de datos en cantidades inimaginables hace un par de décadas atrás, brindarnos prótesis que nos alargan los sentidos. Desde programas de reconocimiento de ondas sonoras para la búsqueda en Internet (como Shazam), el análisis musical a gran escala de inmensos contingentes de partituras o de archivos sonoros, la estadística musical (como Humdrum), la graficación y modelización a través de software especializado, la utilización de la inteligencia artificial, el procesamiento automático de datos, etc, son herramientas disponibles actualmente para los investigadores. La utilización de programas especializados puede resultar intimidante para mucha gente, que prefiere plantear métodos y herramientas apegados a lo tradicional. No obstante, la utilización de tecnologías ampliamente extendidas en vastos sectores de la población, sobre todo en las ciudades, como el correo electrónico, las listas de correos, Twitter, Facebook, Instagram, por hablar de redes sociales muy conocidas, resulta increíblemente útil para realizar trabajo etnográfico a gran escala, con resultados comprobables, y de gran poder hermenéutico, incluso a nivel cualitativo. Incluso auscultar la opinión pública sobre aspectos de interés común parece ser hoy accesible a todo el mundo a través de programas de encuestas informáticas, que se manejan de manera muy eficiente a través de las redes y permiten acceder de manera sencilla a muchas personas.

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CONCLUSIONES

C

He abordado en este trabajo tres grandes problemas: 1) las implicaciones pragmáticas, teóricas e ideológicas de decidirse entre los términos investigación musical y musicología; 2) la oralidad y la escritura en música como problema de investigación; y 3) los tres niveles de alfabetización vinculados a la música y sus implicaciones epistemológicas. Si bien simpatizo con la idea de una disciplina unificada bajo el nombre de musicología, no ignoro los inconvenientes y aprehensiones que ello puede suscitar entre quienes desean incursionar en estas lides. Pero no se puede iniciar un proceso de esta naturaleza sin considerar las bases epistemológicas que sustentan el trabajo, e ignorando las consecuencias que ello tendrá a futuro. Con respecto a la oralidad y la escritura, he comentado que se trata de un problema abordado con la mayor acuciosidad en las últimas décadas por muchas disciplinas. No obstante, la separación histórica entre musicología y etnomusicología, basada precisamente en el fundamento escrito y oral de cada una, ha establecido en la música una visión maniquea que impide aprovechar muchos de estos avances científicos. Como se ve, el primer problema está íntimamente vinculado con este segundo. Por último, y a partir de algunas teorías de la oralidad y la escritura formuladas fuera del ámbito de lo musical, he podido identificar al menos tres niveles de alfabetización en la investigación musical, y las complejas relaciones que se establecen entre ellos. Esto pone en evidencia las contradicciones en el cuerpo de conocimientos, y la necesidad de recuperar lo que he llamado la “sindéresis epistemológica” de la musicología.

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