\"Caritas in veritate\": Lectura crítica

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«CARITAS IN VERITATE»: LECTURA CRÍTICA José Andrés-Gallego

1. De qué hablamos a) Doctrina social de la Iglesia: historia de este nombre Querría, antes de nada, recordar los supuestos de las tareas de Aedos. Desde el principio, nos propusimos evitar la mera apologética —o, si se prefiere, la glosa—, de los textos pontificios que han dado en denominarse doctrina social de la Iglesia. Nadie espere, por tanto, que las contribuciones que intente cada cual llevar a cabo en este libro sean algo tan importante y justo como alegrarse de que Benedicto XVI nos recuerde de tanto en tanto que la justicia es un rubro fundamental en la vida humana. Se trata —en nuestro caso— de algo distinto y que ahora diré (claro está que con la intención de recordármelo a mí mismo y preguntarme si voy por buen camino, siquiera sea en este soliloquio): lo que intentamos es mediar (entre su saber —el de Benedicto— y los demás saberes que —lo veremos— se relacionan con sus respectivos quehaceres). Dejo la explicación para después porque ya he consignado unas palabras que quizás conviene aclarar. Me refiero a que lo que da vida a Aedos y que es, en rigor, su fin estriba en esa realidad a la que damos nombre de doctrina social de la iglesia. Se trata de una titulación histórica, y eso es lo que querría subrayar para advertir sus límites y, en cierto modo, no sólo sus carencias, sino también el hecho de que pueda constituir (y da lugar a ello de hecho) un formidable equívoco. Se llama así al corpus de documentos pontificios que inauguró León XIII con la encíclica Rerum novarum en 1891 y, por analogía, los textos propiamente magisteriales de otros obispos de la Iglesia donde se habla, como asunto principal, de la justicia distributiva en cualquiera de sus aspectos.

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En la acepción más amplia, lo constituiría también el desarrollo teológico que hacen otras personas —la mayoría, teólogos— para ahondar en esa doctrina. Esto último ya plantea otro problema y es incluso posible que haya lector que lo adivine: el de si nuestra propia contribución es doctrina social de la Iglesia. Lo plantea José Ramón Villar en su contribución a este volumen. El asunto no es fácil; por ahora, me conformo con decir que es en la Iglesia —si es que estamos en ella—donde se da esta reflexión (la mía, igual que la de los demás autores de este libro). Y nada más. Si hace al caso, ya volveremos sobre esa cuestión. — Irrumpe la palabra socialismo. De momento, el mero hecho de incluir por analogía los demás documentos episcopales invita de inmediato —por lo menos a quienes estudiaron en su día los textos de la enseñanza secundaria de la mayoría de los países católicos— a incluir, sin lugar a dudas, a Von Ketteler, el obispo alemán, y, en consecuencia ganar más de treinta años para la causa del punto de partida de la doctrina social de la Iglesia. Von Ketteler vivió a mediados del siglo xix. ¿Por qué Von Ketteler? En realidad, no habría razón alguna para considerar las propuestas de Ketteler en pro de la justicia más atinadas ni avanzadas que las que hacían por los mismos años varios obispos irlandeses, claro es que en relación con la injusticia a que vivían sometidos los campesinos de la isla 1, y tanto o menos con las propuestas que había hecho el sabio sacerdote catalán Jaime Balmes en los años inmediatamente anteriores a 1848 2. Pero es que la razón de que llamase la atención el obispo alemán —hasta el punto de convertirse con el tiempo en referencia obligada de los manuales escolares de historia en todo el Occidente católico— no radicó en la novedad de sus doctrinas, sino en la relación de sus clamores con el temor que había cundido ante la aparición del socialismo como amenaza perentoria. Y el socialismo se había oído, en 1848, en las calles de la ciudades alemanas mucho más que en las irlandesas y que en las españolas. 1 Es útil al respecto lo que dice B. Conway, «Catholic sociology in Ireland in comparative perspective», American Sociologist 42/1 (2011) 34-55. 2 Cf. M. Arboleya Martínez, Los orígenes de un movimiento social: Balmes, precursor de Ketterler (Luis Gili, Barcelona 1912).

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En la cultura occidental, 1848 se convirtió, de esa manera, en un hito de importancia capital; el eco europeo de la obra del español Donoso Cortés y del italiano Ventura di Ráulica no tienen otra explicación más relevante que ésa (aunque, obviamente, se deba a más razones, incluida la calidad de sus obras 3); el miedo al socialismo (entendido generalmente como anarquismo) cundió entre las gentes de orden, incluidas las que velaban por el orden establecido a que contribuía la religión cristiana por doquier —en la correspondiente confesión, incluida la católica— y eso se unió, además, en Alemania, al primer gran intento de imponer la unidad política en un pueblo fragmentado en aquellos días en diversos estados de muy distinta envergadura; los más de ellos, gobernados, además, de un modo que rechazaban muchos como resto de lo que había sido el absolutismo de antaño. El movimiento unificador cuajó en la reunión, en Francfort, de 831 representantes de los distintos territorios e intereses. No consiguieron lo que muchos deseaban —la unificación de Alemania, incluida Austria y con una constitución liberal (que llegaron a elaborar sin embargo)—; las divisiones de los propios parlamentarios y la situación revolucionaria de buena parte del país no propiciaban una tarea así. La multitud acabaría incluso el 18 de septiembre con la vida del príncipe Félix von Lichnowsky y la del general Hans Adolf von Auerswald. Y eso impulsó a Von Ketteler a pronunciar en la Asamblea, el día 21, un memorable discurso, que —temáticamente—se relacionaría con el ciclo de homilías sobre los problemas candentes de la Alemania de esos días, que predicó en la catedral de Maguncia entre el 19 de noviembre y el 21 de diciembre y que marcaron el punto de partida de su consagración a la cuestión social 4. 3 Lo traté en «Ventura, Donoso, Balmes», en Gioacchino Ventura e il pensiero politico d’ispirazione cristiana dell’Ottocento. Atti del Seminario Internazionale, Erice, 6-9 ottobre 1988 (Leo S. Olschki, Florencia 1991) 253-264. Versión castellana: «Ventura, Donoso, Balmes»: Hispania Sacra 42 (1990) 493-502, accesible desde joseandresgallego.com/ contenido_02.htm. Sobre la evolución inmediatamente anterior, ya en el siglo xviii, «La distinta evolución de la doctrina sobre la propiedad y el trabajo», en Religión y sociedad en España (siglos XIX y XX) (Casa de Velázquez, Madrid 2002) 265-282, accesible desde joseandresgallego.com/contenido_02.htm. Adelanto que seré especialmente sobrio en las referencias bibliográficas, sobre todo cuando se trate de cuestiones acerca de las cuales uno mismo ha intentado justificar en otros lugares las afirmaciones que se hagan. Cuando se dé esta última circunstancia, remitiré a esos escritos anteriores y, a ser posible, al lugar de Internet donde se pueden consultar. 4 Remito únicamente a la recopilación The social teachings of Wilhelm Emmanuel von Ketterler, bishop of Mainz (1811-1877) (University Press of America, Washington 1981).

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— Se empieza a hablar de la cuestión social Hacía ya años que se había acuñado la denominación cuestión social, precisamente, para referirse al problema que irrumpía con semejante fuerza en Occidente; se empleaba en Francia en 1833 5, en España en 1839 6. Pero fue en el 48 cuando empezó a tomar aliento y propagarse 7. En inglés, no la hallamos hasta 1879 8. Pero ustedes comprenden que una noticia como ésa sólo puede tomarse como confesión de ignorancia; siempre será posible —eternamente— hallar un texto previo (incluso muy anterior). Sería incluso verosímil que lo hubiera; porque en 1826 sí se hablaba en el Reino Unido de la Catholic Question 9 cuando se valoraba la posibilidad de reconocer plenitud de derechos a los católicos, en tanto que Irish question se nos resiste a aparecer hasta los aledaños de 1882 10, y eso a pesar de que se empleaba en Francia hacia 1860 11. Es significativo que el opúsculo titulado en francés La question irlandaise par un anglais —John Brigth—, fecha 1867 12, correspondiera en realidad a The petition presented by Mr. Bright to the House of Commons, relating to Ireland and the Fenians, with all that took place in Parliament in reference to it (1867 también 13). Hace pensar —como Sobre la recepción de ese aspecto de Von Ketteler en el mundo de habla española, cf. M. A. Rendón – G. M. Gómez de Ketteler, «Obispo de los obreros». Discurso leído en el Real Academia Hispano Americana de Ciencias y Artes (Impr. Salvador Repeto, Cádiz 1961, 52 p.); Ketteler y la organización social en Alemania (Impr. de Henrich y Cª, Barcelona s.d., X + 292 p.). 5 J. Lechevalier, Quetion sociale de la réforme industrielle, considéré comme problème fondamental de la politique positive (La Réforme Industrielle, París 1833, 76 p.). 6 La primera obra española en cuyo título aparece —que yo sepa— es de A. Flórez Estrada, La cuestión social, o sea origen, latitud y efectos de derecho de propiedad (Don Miguel de Burgos, Madrid 1839, 22 p.). 7 En España, tras la obra cit. de 1839, no vuelvo a hallarla hasta 1856, en J. Jacas y Cuadras, La cuestión social presente: Estudios sobre los males que afligen a la humanidad y sus remedios ( Joaquín Bosch y Compañía, Barcelona 1856, 76 p.). 8 W. Greenleaf Eliot, A practical discussion of the great social question of the day (H. J. Hewitt, Nueva York 1879, 26 p.). 9 R. Therry, A letter to the Right Hon. George Canning, on the present state of the Catholic question ( J. Ridgeway, Londres 1827, 64 p.). 10 D. Bennett King, The Irish question (C. Scribner’s Sons, Nueva York 1882, XV + 471 p.). 11 J. de Paris, La question irlandaise (E. Dentu, París 1860, 32 p.). 12 C. Douniol, París, 47 p. 13 E. Truelove, Londres, 23 p..

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pura hipótesis— que el recurso a esa forma idiomática (cuestión) había tomado mayor fuerza en el mundo latino, en cuyas lenguas la palabra correspondiente no tenía el matiz de pregunta tan acentuado como en la question inglesa (o, dicho a la inversa, en las lenguas romances, el término cuestión —latino al cabo— tomó más fácilmente la acepción de asunto gravemente problemático que se le dio en el siglo xix). No parece que sea obstáculo el hecho de que, en Inglaterra, se hablara muy temprano de the Catholic question (vimos que ya se hablaba en 1826); pudo tener que ver con la idea de que, en el fondo, los ingleses católicos eran fieles a una autoridad justamente latina, la del obispo de Roma, y se empleó, en consecuencia, un préstamo léxico de la lengua de Roma. De hecho fue a raíz de otro acontecimiento latino —los sucesos acaecidos en los Estados Pontificios (que fue donde empezó en realidad la revolución europea de 1848)— cuando comenzó a extenderse la expresión la cuestión romana, que no tardaría en enlazar con el problema que implicó la reivindicación de la unidad política de Italia a costa de esos mismos Estados (los que constituían la jurisdicción temporal del obispo de Roma). El diputado y militar asturiano Evaristo San Miguel hablaba justamente de La cuestión romana, en castellano, en 1849 14 y, en 1859, el escritor francés Edmond About en La question romaine 15 en francés, que se tradujo ese mismo año al inglés 16, y en 1860 el traductor del abate Jean-Hippolyte Michon, Proyecto de solución de la cuestión romana, que se hizo público en España en esa fecha como folletín de Las Novedades 17, dos años antes de que circulara el anónimo con la Opinión de un teólogo rancio acerca del poder temporal de los papas y sobre el resultado de la presente crisis europea llamada cuestión romana 18. — Y se propuso, en consecuencia, la doctrina social que se consideró adecuada a la cuestión social (sólo que ya existía una economía política cristiana, llamada así precisamente) 14

Impr. de la calle de la Ballesta, Madrid, 22 p. Meline, Bruselas, III + 306 p. 16 The Roman Question (W. Jeffs, Londres 1859, 305 p.). 17 Impr. de Las Novedades, Madrid, 24 p.. 18 Luis Palacios, Madrid, 1862. 15

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Pues bien, fue a ese problema histórico concreto que se invocaba de esa forma —la cuestión social—, al que vendría a dar respuesta, con el tiempo, la doctrina social de la Iglesia. Sólo que esa denominación es tardía y, antes, se le llamó de otra manera. Basta hojear los dos volúmenes de la Économie politique chrétienne, de Villeneuve—Bargemont (1834) —subtitulada Ou recherches sur la nature et les causes du paupérisme, en France et en Europe, et sur les moyens de le soulager et de le prévenir 19— y, mejor aún, los otros dos que él mismo consagró, siete años después, a la Histoire de l’économie politique (1841 20). Realidad esta última tan notable —la de que la respuesta católica a la cuestión social surgiera de la economía política (saber que ya se había formalizado y llamado de esa manera mucho antes de que se empleara la expresión cuestión social)— que obliga a preguntarse si, en rigor, la doctrina social cristiana no es —con denominación global o sin ella— una realidad muy anterior. El subtítulo de la primera obra mencionada de Villeneuve—Bargemont era una clara réplica al de la obra de Adam Smith: si al británico le habían preocupado «la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones», el francés advertía que había que atender «la naturaleza y las causas del pauperismo». Lo cual requeriría plantearse en esta última perspectiva el papel que jugaron o dejaron de jugar los católicos en la recepción de la economía política como saber «conceptualizado» y la coherencia o incoherencia de aquéllos con su propia fe. Asunto cuyo alcance sólo podemos insinuar ahora, con el recuerdo de que su data nos sitúa en 1615, fecha de la publicación del Traicté de l’oéconomie politique 21, del francés Antoine de Montchrestien. De momento sigamos con la expresión doctrina social. En inglés, no sé que se empleara (pero he de subrayar precisamente eso: que no lo sé) hasta 1943, por más que apareciera en un contexto —el de la exégesis bíblica— que invita a suponer que ya corría de una forma más general y —también— más directamente orientada a la actualidad de esos días. Me refiero a Biblical politics: Studies in Christian Social Doctrine, de Alexander Miller 22. Es probable que comenzase a 19

París, Paulin Libraire-Éditeur. Guillaumin Librairie-Éditeur. 21 Conozco la ed. crítica de F. Billacois (Librairie Droz, Bruselas 1999, 452 págs), parcialmente accesible desde books.google.es. 22 Studien Christian Movement Press, Londres, 76 p. 20

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tomar fuerza —por doquier— a raíz de la Rerum novarum (1891); en Francia se empleaba en el entorno de 1894 al menos 23 y en España no penetró —por lo que uno sabe— hasta el siglo xx. Sería equívoco considerar que se refiere a la doctrina social de la iglesia el mexicano Catecismo de la doctrina social: breve explicación de los principales derechos y obligaciones del hombre en sociedad, escrito en forma de diálogo entre un cura y un alcalde (1833 24). Pero es revelador —ya veremos por qué— que se llamara a eso, justamente, doctrina social. b) La relevancia de considerar teología moral la doctrina social Me detengo en la historia del nombre porque —a mi juicio— es importante tener en cuenta su carácter estrictamente histórico; contribuye de forma, creo, decisiva a explicar que, en los propios sucesores de Pedro, persistiera el afán de responder con ella —la doctrina social— a problemas de dimensión universal ciertamente, pero siempre concretos, fuera el empuje del comunismo o el del corporativismo en los días de Pío XI, fuera la explotación del «tercer mundo»º —otra denominación puramente histórica (y poco afortunada quizás)— en los días de Juan XXIII y de Pablo VI. — La progresiva (y, por ello, también retrospectiva) ampliación temática de la doctrina social de la Iglesia. Ya verán por qué es importante ese hecho (el de que se tratara de respuestas a problemas concretos, por relevantes que fueran, y no un desenvolvimiento sistemático de un corpus doctrinal). Supuso, por lo pronto, que la historia de la doctrina social consistió en un proceso de ampliación temática que no terminaría —a mi entender— sino con los escritos de Juan Pablo II, concretamente con Centesimus annus (1991), allí donde advertía que eran complementarias las encíclicas Libertas —también de León XIII (1888)— y Rerum novarum (1891); equivalía a decir que no hay justicia si no hay libertad, ni liber23 «Lettre pastorale de... au clergé et aux fidèles... sur la Doctrine sociale de Notre Seigneur Jésus-Christ avez Mandement pour la Carëme de 1894» (Impr. de T. Vergé, Pamiers 1894, 21 p.). 24 Impr. de José Unbe y Alcalde, México, 56 p.

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tad si no hay justicia, y, en consecuencia, uno tenía que deducir que, en adelante, la doctrina social había de abarcar ambos rubros 25). Ahora bien, abarcar ambos rubros —y como sendas caras de una misma realidad—, era tanto como situarse en el plano de una antropología completa que es, al cabo, lo que subyace en la teología moral. Sólo que llegar a ese punto no sólo suponía rehacer la historia de la ahora Teología moral con el afán de preguntarse si los asuntos contemplados por los sucesores de Pedro, en esa paulatina ampliación de la doctrina social, contaban con pronunciamientos episcopales anteriores a 1848 y textos pontificios anteriores también a la Rerum novarum (1891). Y, así, se comenzó a andar hacia atrás (en cosa de erudición; ya se comprende): se recordó que el propio Pío IX había estado en la idea de introducir el problema obrero en el Concilio Vaticano I 26; lo habría impedido, en todo caso, la entrada de los soldados de Vittorio Emmanuele en Roma y la suspensión consiguiente del propio concilio (1870), que nunca se reanudó. Pero, aceptado eso, no había razón para excluir de la historia de esa doctrina las preocupaciones de los obispos irlandeses —netamente anteriores— por las condiciones de vida y de trabajo de los campesinos de la isla hacia 1848, aunque no lo llamaran, en su tiempo, Doctrina social. Pero es que había que dar un paso atrás más largo aún e incluir asimismo los debates que suscitó, inmediatamente antes, en los años treinta del xix, la sugerencia de que la doctrina sobre la usura tal vez había que aplicarla a las nuevas formas de inversión financiera —las 25 Lo planteé en La doctrina social de la Iglesia. Hacia una nueva síntesis. Conferencias pronunciadas en el Curso de Formación Humana desarrollado en el Seminario de Valencia, Moncada, 24 de mayo de 1997, 29 p., accesible desde joseandresgallego.com/ contenido_06.htm, y en «Recapitulación centenaria», en F. Fernández Rodríguez (coord.), Estudios sobre la encíclica «Centesimus annus» (AEDOS-Unión Editorial, Madrid 1992) 33-78. En la perspectiva de la aplicación de la doctrina, «Cien años (y algo más) de catolicismo social en España», en A. Pazos (dir.), Un siglo de catolicismo social en Europa, 1891-1991 (Eunsa, Pamplona, 1993) 1-92; «La búsqueda de la justicia en Andalucía: dieciocho siglos olvidados», en La doctrina social de la Iglesia. En el I Centenario de la encíclica «Rerum novarum» (Seminario Diocesano, Jaén 1993) 83-136, y, en relacion con ello, «El non profit hispánico: la historia», en G. Vittadini – M. Barea (dirs.), La economía del non profit, libre expresión de la sociedad civil (Encuentro, Madrid 1999) 41-64; también en Communio XX (1999) 504-521, accesible desde joseandresgallego.com/contenido_01.htm. 26 Me lo advierte G. Diéguez.

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sociedades anónimas entre ellas— que tuvieron su primer agosto en esa época, cuando la construcción de la red ferroviaria —entre otras cosas— exigió una acumulación de capital que transformó las actividades bancarias de forma irreversible. Me refiero a la discusión que provocó primero en el seno del Santo Oficio (1830) y, luego, en un público amplio y en diversos países, el tratado sobre Le usure del abate italiano Marco Mastrofini (1831 27), que se traduciría al castellano en 1859 28 y provocaría en España alguna réplica sonora 29. Tampoco había nacido nada de eso como Doctrina social de la Iglesia, ni a manera de fruto de ella —de la que nadie hablaba aún—; era ahora —a posteriori— cuando se concluía que aquellos contendientes habían respondido a esa misma preocupación. Que es exactamente lo mismo que veíamos al referirnos a la obra coetánea de Villeneuve—Bargemont (1834), de la que hemos ahora de advertir que no era el único ni el primero, sino que formó parte de lo que algunos consideran una escuela católica de teoría económica que habría levantado cabeza en Francia en 1834 y en Irlanda en 1837 30 y ahora sabemos que en Italia en 1831 y tendríamos que preguntarnos si en Bélgica en 1830, en la preocupación por la justicia —y no sólo por la libertad— que se manifestó en el bien o mal llamado “catolicismo liberal”. En cuyo caso habría que reconsiderar —como adelantábamos— la respuesta que recibió, entre los católicos, el conjunto de reflexiones cuyo epicentro vinieron a ser Adam Smith y Malthus (y las que ya se 27 Vincenzo Poggioli, Roma, XX + 368 p. Entre las réplicas, las Osservazioni pacifiche sopra di un’opera intitolata Le usure, stampata nell’anno 1831 (Tipografia Mrini, Roma 1834, 135 p.). 28 Tratado de la usura en tres libros por el abate M. Mastrofini y traducido del original italiano por el presbítero D. M. J. de Ibargüengoitia (Librería Religiosa, Barcelona 1859, 407 p.). 29 B. del Corral, Examen crítico del tratado de la usura escrito por el abate Marco Mastrofini, (Impr. y libreía de Gervasio Santos, Palencia 1861, 154 p.). De la pertinacia, con todo, del problema, intenté dar cuenta en «Sobre el problema de la usura en la España de 1900», en Homenaje a Justo García Morales: miscelánea de estudios con motivo de su jubilación (Ministerio de Cultura, Madrid 1987) 693-704, accesible desde joseandresgallego.com/contenido_02.htm. 30 Es lo que se desprende del estudio más detallado que conozco de la obra de Villeneuve-Bargemont y demás arbitristas católicos —franceses e irlandeses— de los años treinta del siglo xix a quienes se refieren A. Almodovar – P. Teixeira, «“Catholic in its faith, Catholic in its manner of conceiving science”: French Catholic political economy in the 1830’s»: The European Journal of the History of Economic Though 19/2 (2012) 197-225.

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hacían bastante antes de que surgieran las principales obras de estos dos arbitristas, léanse —por ejemplo— los textos de Zubiaur, el jesuita Calatayud y Uría Nafarrondo sobre la usura, por limitarme a España y al propio siglo xviii en que nacieron los dos prohombres que menciono 31). En realidad, ¿no había razón para retroceder aún más —unos cuantos siglos incluso— y contar igualmente como una parte de ese corpus (el de lo que —en su día— nadie había llamado doctrina social) con los escritos de Pío V sobre las exigencias que imponía a los españoles el dominio de América —concretamente en relación con los indígenas— y los que comenzaban a brotar simultáneamente —ya entrado el siglo xvi— de la pluma del obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas? Al cabo, todo el enorme corpus constituido por la obra de Economía y economistas españoles anteriores (y, en parte, posteriores) a 1830, con particular atención a los escolásticos del Quinientos, ¿no había respondido a preguntas semejantes a las que suscitaron las obras de Smith y Malthus doscientos años después y a las que provocó el socialismo y la cuestión social más tarde 32? ¿Qué decir del deslizamiento «de la misericordia a la justicia social en la economía del trabajo» en la obra de fray Juan de Robles 33? ¿Y de los «desafíos microeconómicos a la ética» que ofrecen los «escritos del dominico Francisco de Vitoria» 34?

31 Moral y economía en el siglo XVIII. Antología de textos sobre la usura: Zubiaur, Calatayud, los Cinco Gremios Mayores y Uría Nafarrondo. Estudio preliminar, notas y ed. de J. M. Barrenechea (Gobierno Vasco, Vitoria 1995, CiV + 578 p.). 32 Cf. E. Fuentes Quintana (dir.), Economía y economistas españoles, 9 vols. (Galaxia Gutenberg, Barcelona 1999-2004), especialmente el primer volumen (en lo que atañe al siglo xvi). Casi directamente relacionadas con nuestra pregunta, las tesis doctorales de J. J. Franch Menéu, Justicia y economía en Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Tomás de Mercado. Proyecciones y paralelismos actuales en Friedrich A. Hayek: una interpretación y aproximación, (Universidad San Pablo-CEU, Madrid 2004) y L. Gómez Rivas, La Escuela de Salamanca, Hugo Grocio y el liberalismo económico en Gran Bretaña (Universidad Complutense. Departamento de Historia e Instituciones Económicas, Madrid 2004). 33 J. A. Maravall, «De la misericordia a la justicia social en la economía del trabajo: la obra de fray Juan de Robles»: Moneda y Crédito 148 (1979). 34 Empleo el título de R. González Fabre, «Desafíos microeconómicos a la ética. Una mirada desde Francisco de Vitoria»: Revista Portuguesa de Filosofia 65/1-4 (2009) 377-402.

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¿No concernía a lo mismo «el orden social según la doctrina de santo Tomás de Aquino» 35? No faltaría estudioso de la «patrística», en suma, que elaboraría el consiguiente compendio —más que regular de volumen— de la Doctrina social en los Padres de la Iglesia 36. A la postre, llegaría a concluirse que, si no «la cuestión social», era obvia la presencia de una doctrina social en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Bastaba leer la carta de san Pablo donde dice que «quien no trabaja no coma». — Al fin, teología moral... ¿social? La evidencia que todo eso suponía se podía emplear —si hacía al caso— cuando se oía decir que «la Iglesia llega siempre tarde al tren de la historia» (una metáfora histórica también, es obvio, que, en realidad, se refería a un hecho muy anterior a la invención del ferrocarril). Lo que importaba más era, no obstante, que ésa era la verdad y punto: que el nombre doctrina social nació al rebufo de la cuestión social, pero que «cuestión» y «doctrinas» sociales cristianas había desde que Jesucristo arremetió contra los ricos, aunque fuese a costa de los camellos. Dicho de otra manera: la ampliación del contenido de la doctrina social ha implicado, a la larga, toda la historia humana como historia económica (y, por lo mismo, como historia de la economía política) y el lector hallará, precisamente, esa idea de fondo en las contribuciones que hacen a este volumen Agustín González Enciso —sobre la historia económica— y Dalmacio Negro sobre sus aspectos historicopolíticos. Sólo que todo eso no sólo induce a reconsiderar toda la historia económica y la política como historia dotada de un sentido que nos trasciende, sino que obliga a reconsiderar —si no el nombre («doctrina social de la Iglesia»)— sí desde luego su «estatuto». Hay que decir que este salto cualitativo coincidió —y, pese a coincidir, no puede considerarse «coincidencia»— con la culminación del desenvolvimiento temático de la doctrina social. Quien llegó a ella fue también Juan Pablo II cuando señaló que el «lugar» de la doctrina 35 Estudiada por el canónigo exiliado J. M. Gallegos Rocafull, El orden social según la doctrina de Santo Tomás de Aquino (Ediciones Fax, Madrid 1935). 36 Pienso ante todo en la recopilación de R. Sierra Bravo, Doctrina social y económica de los padres de la Iglesia. Colección general de documentos y textos (Compi, Madrid 1967).

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social de la Iglesia era (es), sencillamente, la teología moral y, de ese modo, cerró —sobre el papel, al menos— los primeros cien años de la historia de esa doctrina. En ellos, el lugar de la doctrina social no había sido la teología sistemática, sino la situación histórica concreta que —distinta en cada ocasión— se pretendía iluminar. Por eso, me atrevería a decir que no hay plena conciencia de la importancia que supuso la advertencia de Juan Pablo II sobre lo que luego se llamaría el estatuto epistemológico de la doctrina social de la Iglesia. En pleno siglo xx, la inclusión de esa doctrina social en los planes de formación de los eclesiásticos —y no digamos los seglares— persistía en la precaria condición de una asignatura pendiente. La publicación de la Rerum novarum en 1891 había despertado esa atención en no pocos obispos. Pero se dieron cuenta de inmediato de que carecían de textos concebidos para estudiarla —y hasta de una definición y el desarrollo imprescindible— y no faltaron quienes lo resolvieron con la inclusión de una asignatura que se llamó Sociología las más de las veces. Es significativo que el obispo de la aragonesa Jaca —el leonés Antolín López Peláez— se inclinara por llamarla Agricultura: «Quiero —llegó a decir, de manera harto significativa— que mis curas rurales sepan sembrar patatas y enseñar a sembrarlas a sus feligreses» 37. En eso — tan enormemente pragmático (en el mejor de los sentidos)— quedaba la doctrina social si se aplicaba en los medios rurales. Y es obvio que, también en ellos, era necesario aplicarla. No extrañará, por tanto, que, al acabar el siglo xx, cuando señaló Juan Pablo II la condición teológica de la doctrina social, la hallara reducida, en muchos seminarios, a un remedo de asignatura, que solía quedar en unas pocas horas de clase (supeditadas, además, a las necesidades de las asignaturas que se consideraban propiamente teológicas). Cuando no daba tiempo a completar programas de materias principales, se recurría —como una posibilidad entre otras— a invadir el tiempo asignado a la doctrina social. La advertencia de Juan Pablo II provocó, por lo tanto, el revuelo que hacía falta para acabar con esa situación. Y no tardó en abrir camino a la idea de que la teología moral enseñada hasta entonces había de completarse con la Teología moral social. Ni tardaron tam37 Esta frase y lo que llegué a saber sobre las cátedras, en mi Pensamiento y acción social de la Iglesia en España (Espasa Calpe, Madrid 1984) 359-360, accesible desde joseandresgallego.com/contenido_02.htm.

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poco en surgir los primeros manuales con que se pretendía colmar esa laguna. En lo que sé, la expresión ya apuntaba antes, por ejemplo en la Brève syhthèse de théologie morale sociale, de Francisque Cimitier 38, y los Éléments de théologie morale sociale, de R. Lortal 39. Del francés pasó al castellano —posiblemente— por mera traducción, como demuestra el título del Ensayo de teología del desarrollo, comentado íntegramente bajo forma de un compendio de moral social cristiana, seguido de un índice analítico, con el que el canónigo Jean-Marie Aubert acompañó la edición de la encíclica Populorum progressio, publicados conjuntamente con el título La Iglesia ante el desarrollo humano, en 1968 en francés y en 1970 40 en castellano. Pero, en nuestra lengua, irrumpió plenamente con la publicación de Centesimus annus (1991): así en La moral social y el Concilio Vaticano II: génesis, instancias y cristalizaciones de la teología moral social postvaticana, del teólogo Javier Querejazu 41 y, ya como manual estricto, en la Moral social, económica y política, que formó el tomo III de la Teología moral del sacerdote Aurelio Fernández (publicado ese mismo año, 1993 42). Y no bastó. Se consiguió, es verdad, que, como asignatura independiente de algunos casos, como parte de la teología moral en otros, la teología de la Moral social se hiciera un hueco. Pero, en la práctica, era poco lo que se había avanzado. Con todos los respetos, seguía siendo un parche que remendaba el tubular. Y retuvo su estatus de añadido del que podía prescindirse cuando era necesario que se prescindiera de algo. Si acaso, esa relegación se suavizó. 2. Crítica A mi juicio —expuesto en las conversaciones mantenidas en los dos años largos que nos ha llevado gestar este conjunto de monografías—, la razón principal estriba en que todo lo moral es social y, en consecuencia, es toda la teología moral la que se ha de reelaborar —en 38

Desclée, París 1945. Impr. de Aubanel Aîné, Aviñón 1946. 40 Mensajero, Bilbao 1970. 41 Eset, Vitoria 1993. 42 Conozco la 2.ª ed., Aldecoa, Burgos 1996. 39

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la medida en que haga falta únicamente, claro es—; no basta con sumar un nuevo rubro a los viejos programas ni unas páginas más a los volúmenes clásicos. Esa reelaboración pasa —a mi juicio (y entre otras cosas)— por reconsiderar también lo social. a) La importancia de haber retrocedido de lo común a lo social No estaría de más preguntarse, en efecto, si no será oportuno preferir el adjetivo común o los derivados que hagan al caso (comunitario...) para eludir una acepción de lo social que, en puridad, fue consecuencia —probablemente un anglicismo— de la difusión de porción de obras capitales nacidas en el Enlightenment británico, especialmente el escocés. En el latín que llegaría al siglo xx, societas quería decir, principalmente, asociación y solía emplearse para denominar las asociaciones concretas en que cristalizaba formalmente —de modo permanente y, con frecuencia, jurídico— un grupo de personas que compartían un fin. Lo que hoy llamamos sociedad en el sentido a que responde el saber sociológico se expresaba generalmente con la palabra communitas. Y hay que plantearse, creo, si esa mutación léxica ha propiciado que se reduzca lo social a lo que atañe a la dinámica entre individuo y grupo (claro está que en cuanto personas). De ser así, el asunto sería más grave. La diferencia se aprecia claramente sin más que preguntarse si a una comunidad de religiosos o a la familia como comunidad le cuadra la palabra sociedad como estricto sinónimo. Y no tengan cuidado en aplicarlo —muy al contrario: pruébenlo— a la Compañía de Jesús, que, como saben, en cuanto compañía, es precisamente, societas. Por mucho que pesara en san Ignacio el símil militar y la equivocidad de la palabra que correspondería en latín clásico a compañía (quizá manipulus), no deja de ser revelador —¿providencial?— que Pablo III la tradujera por societas, en la acepción —probablemente— de acción de acompañar, y no de sociedad ni asociación (si interpreto debidamente lo que se dice en la bula Regiminis militantis ecclesia, de 27 de septiembre de 1540, en la que, ciertamente, no se prescinde del carácter de milicia de Jesucristo que quiso darle san Ignacio 43). 43 El texto literal, en Monumenta historica Societatis Iesu: Constitutiones, I (Instituto Histórico, Roma 1934) 24-32.

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Esa última advertencia —la de que sea mejor hablar de lo común en vez de lo social— aconseja siquiera preguntarse si no habrá que empezar a pensar en ponerlo en práctica al distinguir —como se distinguió cuando hablamos de ello en las reuniones de Aedos— tres dimensiones principales de la relación interpersonal en que surge el hecho moral. Tres y no dos, vamos a ver por qué. — Teología moral, ¿social? ¿o personal, sexual y comunitaria? En efecto, cuando expresé el temor de que no se resolviera el problema con añadir social a la expresión teología moral, y eso porque todo lo humano es social (interrelacional en rigor), se habló concretamente de que seguía en pie la conveniencia de distinguir (i) la relación entre alma y cuerpo, (ii) la relación entre mujeres y hombres y, al cabo, (iii) la que distingue persona y sociedad. Lo que no se arguyó —creo— fue que conviniera mantener, además, la distinción entre teología moral sin adjetivo y teología moral social. En todo caso, habría que entender que es preciso distinguir no dos, sino tres grandes ámbitos en que todo lo teológico moral es, a un tiempo, personal e interrelacional: lo personal, lo sexual, y lo comunitario. Son los tres items que corresponderían a aquella observación: la teología moral personal concerniría al trato de que me doy a mí mismo; la teología moral sexual, a las relaciones de género, y la teología moral comunitaria, a lo relativo a la comunidad como tal (y, por tanto, a todos los demás). Mantener el nombre clásico —teología moral— sólo para los temas clásicos sería acaso reductivo. Y lo sería, además, para ambas partes resultantes; induce a minusvalorar las repercusiones de lo personal y de lo sexual en la comunidad y las de lo común en lo sexual y lo personal. Lo que subyace en eso no es, en realidad, sino el concepto de personas. Y en eso, tiene más importancia aún la reducción que implica la decisión de mantener a ultranza el hilemorfismo socrático en la antropología cristiana e insistir en la distinción entre alma y cuerpo (como, en verdad, hace el propio Benedicto XVI en Caritas in veritate (n.76) donde habla del hombre como «uno en cuerpo y alma», «corpore et anima unus»— y remite a la constitución conciliar Gaudium et spes (n.14).

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— ¿Cuerpo y alma? Lo reitera, además cuando advierte que «no hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo [animae corporisque]». Ciertamente, otra cosa es —sobre la que tendremos que volver— que el traductor español se tome, además, la licencia de distinguir entre alma y psique donde el obispo de Roma habla de anima y de animus. Me refiero a la frase inmediatamente anterior, allí donde se dice que hace sufrir «el vacío en que el alma [anima] se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique [corporis animique]» (n.76). Pero ahora importa lo primero: resulta extraña —para este historiador— la renuencia de no pocos antropólogos, filósofos y teólogos de tradición cristiana —latina especialmente— a abordar la reflexión que requiere y —a mi juicio— reclama el cambio de lo que podríamos llamar trialismo antropológico presocrático —particularmente palmario en Homero y enteramente semejante al bíblico (como que el origen de ambos era probablemente común; remitía a la antropología compartida por la mayoría de los pueblos semíticos, que tan influyentes fueron en el origen de la cultura griega de la primera hora), el cambio —digo— del trialismo presocrático al dualismo socrático. No olvido desde luego que el judaísmo palestino de los tiempos de Jesucristo llevaba siglos de influencia helenística. Pero ese reiteradísimo argumento también requiere acribia. Basta sin duda para considerar superada —por más que cunda aún entre personas de mediana cultura (o tan solo iniciada en esos temas)— lo que podemos llamar vulgata de Harnack, en la que suele plantearse de un modo harto simplista la tesis del sabio alemán de finales del siglo xix sobre la helenización del cristianismo originario 44. Puede también que el propio Harnack deba considerarse superado. Pero, de ahí a pensar que está todo resuelto, hay un abismo. Si de lo que se trata es de desarrollar la antropología filosófica en clave cristiana, rechazar sin más el regreso —o la recuperación (o, simplemente, la consideración)— de la antropología bíblica sería una respuesta —a mi entender— equívoca. Con Harnack o sin él, algo tan decisivo como el 44 Remito únicamente a la traducción catalana del propio A. von Harnack, L’essència del cristianisme, intr. de J. Castanyé (Facultat de Teologia de Catalunya, Barcelona 2011).

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concepto de persona no se reduce ya a que sea o no pertinente afirmar hechos generales —y un tanto esencialistas— como cuando se habla de helenismo y de judaísmo sin más y se cavila sobre su hibridación. Hay que descender al detalle. Y el detalle que arroja el análisis filológico de los conceptos basilares de la antropología bíblica (incluida la neotestamentaria) no permite acogerse al nihil innovetur como seguro a todo riesgo. No hay mayor riesgo que la parálisis del miedo. La cuestión es ya vieja; pero merecería la pena hacer balance de lo que ha provocado en los muy largos dos milenios en que ha informado el pensamiento cristiano occidental (y aún lo informa, incluso entre la gente más culta). He intentado esbozarlo en otro lugar y a ello remito 45, no sin aconsejar que lean —sobre ello— lo que propone Antonio Martín Puerta en este libro, al referirse a la necesidad y a los orígenes del humanismo cristiano como humanismo trascendental. b) El coste histórico de reducir a la persona a alma y cuerpo Me atrevo, sin embargo, a resumir algunos de los puntos principales de mi valoración, bien entendido —y subrayado— que la historia del concepto de persona es mucho más rica y compleja y requeriría un sinfín de matices que no caben aquí y que, además, el orden que le doy es puramente lógico; no es el orden histórico en que ocurrió realmente: —Persona es palabra latina, como es bien sabido. También se ha repetido muchas veces que era la forma de denominar la máscara que se ponían los actores de teatro al cambiar de papel (y conforme, claro es, al papel que correspondía y al gesto que requería ese papel). Es sinónimo —en esa acepción— del prósopon griego. De hecho, prósopon se empleaba ya con la acepción —precisamente— de persona en el griego koiné (común) de la época de Jesucristo. (Lo hizo, entre otros, san Pablo, sólo que empleó esa raíz como verbo; no como sustantivo). 45 En «Sobre el concepto de persona en la Gran Recesión», accesible desde joseandresgallego.com/contenido_08.htm. En una amplísima bibliografía, la mejor síntesis enciclopédica que conozco es la de M. Fuhrmann – B. Th. Kible – G. Scherer – W. Schild – M. Scherner, voz «Person», en J. Ritter – K. Gründer (dir.), Hsitorisches Wörterbuch der Philosophie, VII (Schawabe & Co Ag Verlag, Basilea 1989) 269-283 [Fuhrmann], 283-300 [Kible], 300-319 [Scherer], 319-335 [Schield], 335-338 [Scherner]).

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—La primera definición, digamos, difundida fue, sin embargo, la que dieron a la palabra persona los juristas romanos. Ahora bien, la persona de la que hablaban Gayo y sus seguidores —sobre todo del siglo II en adelante— era la consideración jurídica que correspondía al varón libre que había alcanzado la plenitud del desarrollo racional. No eran persona ni las mujeres ni los niños que no tuvieran uso de razón, ni los varones incapacitados ni los siervos. Mucho menos, los embriones o los fetos 46. —En el fondo, el concepto jurídico romano de persona no logró, por lo tanto, ir más allá del ideal aristotélico del ser humano libre en condiciones de ejercer la autoridad; concepto que también excluía a cuantos acabamos de ver 47. Tertuliano, en el siglo ii, ya advirtió, no obstante, que, en la perspectiva cristiana, eran personas todos los humanos, mujeres, niños, fetos incluidos 48. Es mérito, por tanto, de un cristiano (concretamente, ese cristiano) y no mera asunción de un concepto jurídico que, en realidad, servía de muy poco. —Así se entiende la renuencia del obispo de Hipona y otros sabios (cristianos asimismo) a emplear ese término —persona— al referirse a Dios como uno y trino. Prefirió hablar del Padre, del Hijo y del Santo Espíritu como de relaciones sustanciales 49. —Eso tiene que ver con el hecho de que lo que preocupó seguidamente, a la hora de definir a la persona —a los cristianos cultos— fue justamente eso: su valor para explicar la Trinidad que es Dios, y no se elaboró una antropología sobre esa base 50. —Y el caso era que el concepto de persona —expresado con un término muy distinto (el hebreo nǽfæš)— era y es un concepto 46

Remito nuevamente a los libros ya mencionados de Bucci y Modrzejewski. Cf. las evidencia y las implicaciones de ese hecho en H. Marín, La antropología de Aristóteles como filosofía de la cultura (Eunsa, Pamplona 1993). 48 Lo recuerda, entre muchos, M. Moreno Villa, voz «Persona», en Íd. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo (San Pablo, Madrid 1997) 896, que se basa probablemente en A. Milano, Persona in teologia. Alle origini del significato di persona nel cristianesimo antico (Delhoniane, Nápoles 1984). También, G. Tejerina Arias, voz «Personalismo cristiano», en ibíd., 937. Una visión pormenorizada, en D. Wilhite, Tertulian the African. An anthropological reading of Tertullian’s context and identities (Walter de Gruyter, Berlín 2007). 49 Cf. R. Boigelot, «Le mot “personne” dans les écrits trinitaires de Saint Augustin»: Nouvelle Revue de Théologie 57 (1930) 5-16. 50 Cf. F. Cayré, «La noción de “persona” en el hombre y en Dios según san Agustín»: Revista Agustiniana de Espiritualidad. 5 (1964) 5-11. 47

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reiterado hasta la saciedad en el Antiguo Testamento. Reiterado pero no definido (como la mayoría de los demás conceptos bíblicos); quizá por eso —y por la helenización de la mayoría de los cristianos de los primeros siglos— relegado y abandonado, sin más que traducirlo —y reducirlo así— al griego psique (identificado, a su vez, con el anima del latín y, con ello, entendido como el romance alma, y no como persona). —En la intuición agustiniana de la Trinidad como realidad formada por tres relaciones sustanciales que se sostienen mutuamente como unidad —en plenitud en los tres casos y en cada uno de ellos—, latía —a mi entender— la posibilidad de comprender mejor la antropología bíblica, trinitaria también, y de relacionarla además con aquello en lo que consiste ser imagen de Dios, siquiera sea como quien es creado del mismo modo —a imagen y semejanza— que se hace —continua, eternamente— el propio Dios 51. Pero la cristianización —y la imposición— del hilemorfismo antropológico de tradición socrática había cerrado ese camino y nadie logró abrirlo en muchos siglos 52. —El problema está ya en santo Tomás, en el siglo xiii, allí donde concluye que la naturaleza de cada creatura humana es su modo de actuar con su forma, o sea con su alma, que entiende como la forma del cuerpo, como había dicho Aristóteles porción de siglos antes 53 y, como consecuencia de ello, afirma que la forma humana es específica —la propia de la especie— y, con ello, replantea la cuestión de una manera sumamente atrevida y, a la larga, cargada de posibles desarrollos, acertados o equívocos. • Uno de los más llamativos estriba en concluir que, en cada persona (humana), hay una segunda naturaleza, que es la suya propia, la que lo hace individuo, y que es la propia del cuerpo 54. De ahí que sea la única creatura racional que ac51 Sobre lo primero, M. Beuchot, «¿Podemos pensar la persona humana como subsistente relacional?”: Analogía Filosófica 25/1 (2011) 179-182, y los estudios reunidos en Path 10/1 (2011) 5-108. 52 Cf. Adalbert-Gauthier, L’homme, image de Dieu: Essai d’une anthropologie chrétienne dans l’Église des cinq premiers siècles (Desclée, París 1987). 53 Cf. M. Rodríguez Donis, «La naturaleza humana en Aristóteles»: Fragmentos de Filosofía 9 (2011) 119-146. 54 Cf. STh. I-II q.63 a.1, y las referencias a ello de F. Carpintero, La ley natural. Historia de un concepto controvertido (Encuentro, Madrid 2008) 68-82.

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túa no sólo en congruencia con su especie, sino también en congruencia con su carácter de individuo 55, que es el que, de él —de cada hombre y cada mujer—, es corporal. • Se desprende, por tanto, que, al distinguir —como distinguió Aquinas— entre su actuar racional —que sería (según lo dicho) el que corresponde a su especie— y sus actos personales 56, vino a situar estos últimos en lo que implica el cuerpo. —En santo Tomás, por lo tanto, lo personal no implica —aún (o sea en el paso que digo)— lo sobrenatural, sino la condición doblemente natural (naturale dupliciter 57) de todo ser humano. Según él, somos (específicamente) racionales e, individualmente, personales. • Queda fuera de la definición (hasta ese punto; se comprende) la dimensión beatífica, que propondrá como algo añadido por Dios gratuitamente a esa doble naturaleza (como si no fuese —también— gratuita esa doble naturaleza 58). • Cayetano tirará por la calle de en medio, un cuarto de milenio después, y hablará del doble fin del ser humano, el natural y el sobrenatural 59; dualidad que, en rigor, ya estaba en Duns Scotto y en los nominalistas. —Santo Tomás no dio ese paso y, lejos de ello, se dio cuenta de que, de ser así las cosas —lo radical de la individuación de cada ser humano como distinto de lo que da la especie—, cada persona es distinta y, por tanto, son distintos sus fines. • «Tal como es cada uno —tradujo a Aristóteles—, tal será su fin» 60. • Cosa fundamental porque implica afirmar que la ley natural 55

Así, Sum. gen., § 2869. Así en Sum. gen., § 2874. 57 STh. I-II q.51 a.1. 58 Sobre todo esto, B. Bisceglia, «In natura humana Deus Pater impressit Verbum»: Dio Padre nel commento di San Tommaso al Vangelo di San Giovanni Indagine dottrinale e verifica analitica: analisi estatistica e lessicografia (Pontificia Università Gregoriana, Roma 2006); E. Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios: Tomás de Aquino ante sus fuentes (Eunsa, Pamplona 2005). 59 Remito al estudio clásico de J. Alfaro, Lo natural y lo sobrenatural. Estudio histórico de santo Tomás hasta Cayetano (1274-1534) (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1952). 60 Com. Eth. § 379. 56

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no es la misma para todos los seres humanos y que, además, si la naturaleza cambia, la ley natural cambia 61. —Ahorro la conocida explicación de la medida en que los planteamientos del doble fin pudieron dar lugar a un dualismo (sobre todo, moral). He intentado estudiarlo y he llegado a concluir que no es posible asegurar su gravedad —como se insiste desde que lo examinó De Lubac— sin valorar antes —y al menos— la posible eficacia de la mediación que supuso introducir el dualismo dicho en la filosofía del derecho, la teoría política, el método científico —sobre todo, en lo experimental— y —luego (en un orden lógico)— en la ascética y en la mística (distinción que —ella misma— se entendería de forma dualística, como una sucesión de estados, si no como las dos vías distintas, que, en puridad, no son 62). —Al cabo, no fue lo menos grave que, en esos mismos días —el siglo xvi y el comienzo del xvii— se consumara la concepción de la ley natural como esencia inmutable. Con esto último, se había dado la vuelta por completo al concepto de persona, y no sólo porque se hubiera abandonado el hebreo de nǽfæš —que no llegó jamás a sustanciarse (que yo sepa) en el mundo cristiano—, sino porque se había olvidado la conclusión capital de santo Tomás que acabamos de ver, la de que, si la naturaleza cambia, la ley natural cambia. Se reducía está última a puro esencialismo. c) La relegación filosófica del amor ante el conocimiento y la existencia Me atrevo a preguntarme si no tiene que ver con ese asunto una de las aportaciones principales de Benedicto XVI en Caritas in veritate, que es la advertencia de que, sin donación, no se alcanza la justicia. Tal como lo plantea, se diría que deja lejos el llamado asistencialismo, el denostado paternalismo del que se titulara catolicismo social a comienzos del siglo xx, la mismísima beneficencia y, al cabo, la dinámica limosnera que ya preocupaba a los propios apóstoles (si es que se puede reducir a eso —cosa de la que dudo— la institución de la tarea del diácono en 61 Sobre este aspecto capital y, en concreto, en santo Tomás, la obra cit. de F. Carpintero. 62 Esbocé un primer avance «Sobre las raíces católicas de la descristianización» Rocinante 1 (2004) 13-56, accesible desde joseandresgallego.com/contenido_06.htm.

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los días en que se instituyó 63). Del planteamiento de Benedicto XVI, no se deduce que el orden económico ha de pasar por el tamiz de la caridad, sino que —poco o mucho— todo orden económico —incluso el más injusto que haya existido (realmente) en la historia— implica donación, siquiera sea en la forma de reciprocidad fraterna, de que habla el obispo de Roma (n.38). Y eso es fundamental porque no suele contemplarse en la teoría económica. Tampoco en la nacida o reforzada con la crisis de 2007— 2008, por más que, coincidiendo con esta última, se ha acentuado la preocupación por incluir precisamente lo segundo —la reciprocidad— y se ha llegado a advertir que no la contempla satisfactoriamente ni la teoría neoclásica, ni los modelos basados en las preferencias sociales, y que se abre camino una teoría (económica) del altruismo 64. La existencia real de la donación en todo orden económico supone, por lo tanto, reconsiderar esa misma teoría (e, insoslayablemente, la política, que está implícita en ello). Eso es lo que plantea —y su enorme dificultad— Rafael Gómez Pérez. Y a eso se dirige, en definitiva, la contribución de Rafael Rubio de Urquía a este libro. — El replanteamiento insoslayable de la teoría económica y de la teoría política. En suma, hay que reconsiderar la teoría política y la teoría económica sobre la base de una antropológica común a ambos saberes. Y no es indistinta cualquier antropología ni, por lo mismo, cabe llegar a un melting pot. A lo que hay que llegar es a que nuestra antropología sea capaz de albergar a todos, incluidos aquellos que no piensan como nosotros (con tal que quieran convivir 65). 63 Me parece que mantiene su interés el ángulo filológico desde el que lo aborda M. Guerra Gómez, Diáconos helénicos y bíblicos.Estudio de los términos diakoos, neoteros, neaniskos, oi etta etc., en los documentos del mundo helénico, judío y de las comunidades cristianas de tiempo apostólico (Aldecoa, Burgos 1962). 64 Cf. J. C. Cox, Private goods, public goods and common pools with «Homo reciprocans» («Paper» basado en la Presidential Address delivered at the Southern Economic Association’s 81st Annual Meeting, November 21, 2011), cf. en http://excen. gsu.edu/workingpapers/GSU_EXCEN_WP_2012-06.pdf. 65 No me parece en absoluto ajeno a nuestro planteamiento, por ello, no digo la antropología filosófica, sino la antropología cultural, ni desdeñables, por lo mismo, intentos como los que se llevan a cabo en el monográfico presentado por F. Cabrera M., «Sobre las etnografías del capitalismo»: Maguaré 25/1 (2011), No deja de ser singular

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El dualismo socrático convertido en verdadero compuesto de alma y cuerpo por quienes no acabaron de entender a Descartes tiene que ver, probablemente, con la propia naturaleza de la filosofía primera, que es un razonamiento sobre el ser y favorece, de esa forma —como razonamiento y como metafísico—, la relegación —cuando no el olvido— del carácter constitutivamente amoroso de la realidad. — Desarrollos y límites de la antropología trascendental. Cosa que llama la atención, por otro lado, en una tradición filosófica que cuajó, hace ya siglos, en los trascendentales y en la consecuente convertibilidad de ser, verdadero y bueno 66. Me fijo en estos tres conceptos capitales porque, en la tradición filosófica realista, la convertibilidad de ser y conocer en amar aparece, como deducción y elemento secundario —una suerte de consecuencia y no de equivalencia estricta— a la hora de la verdad. No se presta toda la atención que requiere el hecho de que, cuando se razona sobre el ser, es lógico que su carácter donal sea deducción. Subrayo las palabras que ayudan a advertir que ese orden deductivo sólo es tal (precisamente deductivo); no es el orden real (o, por lo menos, haría falta demostrarlo tomando la convertibilidad de amar como punto de partida). Precisamente por el papel que desempeña en la historia de Aedos la persona de Leonardo Polo —y por la dimensión de sus planteamientos—, me pregunto si esa carencia no explica —únicamente en parte, desde luego— su percepción del ser humano como ser dual y el propio hecho de que encuentre dualidades por doquier, al razonar —precisa y naturalmente razonar, o sea conocer— sobre ese ser que somos 67. —y un buen punto de partida— la advertencia de C. L. Spash, Ecological economics and philosophy of science. Ontology, epistemology, methodology and ideology (Institut für Regional- und Uweltwirtschaft, Viena 2012) contra el relativismo multiepistemológico en que ha pretendido apoyarse la economía ecológica. El problema es que, precisamente, al esbozar un primer cuadro de principios a aceptar por todos incluye algunos que no todos aceptamos. 66 Remito a las obras sucesivas de E. Gil Sáenz, La teoría de los trascendentales en Tomás de Aquino. Evolución de sus precedentes y elementos de novedad (Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2007); J. A. Aertsen, La filosofía medieval y los trascendentales. Un estudio sobre Tomás de Aquino (Eunsa, Pamplona 2003). 67 Me refiero, naturalmente, a su Antropología trascendental, 2 vols. (Eunsa, Pamplona 3 2010); a la colección de estudios de R. Corazón et al., La antropología trascendental de Leonardo Polo. II Conversaciones (AEDOS-Unión Editorial, Madrid 2009). Y, además, J. A. García González, Escritos sobre la antropología trascendental de Leonardo Polo (Delta, San Sebastián 2008). Sobre el asunto concreto que indico, J. Mario Posada, Lo distintivo del amar. Glosa libre al planteamiento antropológico de Leonardo Polo (Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2007).

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Difícilmente podremos llegar a teorías políticas y económicas que incluyan lo amoroso como constitutivo de todo lo existente —sea político o económico, sea como fuere— si la filosofía de los trascendentales no sólo queda en metafísica —como antaño—, sino que se detiene en (la añadienza capital que supone) una antropología trascendental en la que, sin embargo, se mantenga la prioridad del conocimiento de la existencia y, por lo mismo, la de la existencia del conocimiento y, al llegar desde ahí al carácter o condición de ser donal de toda mujer y todo hombre, no permita rehacer ese camino de tal suerte que sea esa condición amorosa lo que explique a su vez al puro ser existencial como quien se conoce y reconoce (todo y a todos los demás, incluido Dios). Es decir: hay que recorrer el camino al revés, para verificar si es posible llevarlo a cabo. Hay una sólida base, a mi juicio, en el capítulo de este libro que dedica Juan José Pérez—Soba a la primacía de la caridad. Y asimismo la hay en el de Ramón Aldana, donde, además, se vinculan los replanteamientos de algunos metafísicos —en el sentido que indicamos— y su relación con la insistencia de Benedicto XVI en lo que expuso, previamente a esta encíclica, en Deus caritas est. — La recuperación del dualismo entre lo natural y lo sobrenatural. En aquellos caminos de que hablábamos —el que parte de razonar sobre la condición existencial de ser persona humana y el que pone el principio en su carácter amoroso—, nos toparemos desde luego con la constancia de que, de hecho, no es así (digo que no es lo mismo —en ninguna mujer ni en hombre alguno— amar, conocer y existir). Pero también comprenderemos que habremos tropezado nuevamente con el misterio del mal y, en concreto, con el desquiciamiento a que nos vemos abocados de resultas de haber optado por discernir por cuenta propia entre el mal y el bien y, en consecuencia, por el deseo de ser dioses y, además, conseguirlo o rechazarlo (con un rechazo que, sin embargo, nos desquicia). Se comprende que aludo al simbolismo bíblico del relato del pecado original. Pero me apresuro a añadir que sigue sin aclararse de forma satisfactoria (a mi juicio). No se explica la asimetría entre un árbol que mantiene vivo (en todos los sentidos, incluso el físico) a quien come de su fruto y otro árbol que da el discernimiento y cuyo fruto no debía comerse.

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La muerte, en suma, ¿se planteó como castigo por la pura desobediencia o la conlleva el discernimiento? Quede aquí la cuestión, dado que no entra en ella Benedicto XVI (y que requeriría muchas más páginas). Basta tenerlo en cuenta, porque se relaciona —a mi entender— con lo que sigue. — Lo natural humano, ¿como el desquiciamiento? ¿o lo natural como lo sobrenatural de ser persona? Polo, en efecto, subraya expresamente que su planteamiento no es teológico, sino filosófico (salvo que se hable de una teología natural 68. Pero —lo quiera o no— su afirmación de que el hombre es un ser dual, cuya dualidad consiste, no obstante, en que puede pero no debe vivir naturalmente —esto es: conforme a la naturaleza humana—, sino en el orden del Origen (o sea Dios) tiene íntima relación con la añeja distinción entre lo natural y lo sobrenatural, que dio lugar —de Duns Scotto en adelante y, sobre todo, en Cayetano y Suárez— a afirmar la existencia de dos fines distintos —uno natural y otro sobrenatural— en todo ser humano. Y eso —a mi juicio (que importaría un bledo si no tuviese la cadena de advertencias que no empezó, pero sí hizo sonora Henri de Lubac)— no es de recibo 69, no se puede escamotear. Para relacionarlo con lo anterior, sólo sugeriré la hipótesis de que comer del fruto que permite discernir por cuenta propia es lo natural, en tanto que el fruto de la vida (que es Dios, según la Biblia) es sobrenatural 70. Fíjense ahora que la referencia a ese problema antropológico subyace desde luego en todo lo que atañe a la doctrina social desde el momento en que intentamos hacer lo que procede, que es apoyarla en una verdadera antropología. 68 Tengo delante —y leído— el estudio de E. Moros, «Dios como ser. Sobre un nuevo estilo de teología natural»: Studia Poliana 14 (2012) 145-174. En realidad, todo ese volumen de Studia Poliana, ed. por Á. L. González, es un monográfico sobre «El acceso a Dios» y atañe, por lo tanto, a lo que planteamos. 69 Debo remitir nuevamente a «Sobre las raíces católicas de la descristianización», a.c. 70 Es suficiente enunciarlo —pienso— para marcar las enormes distancias que nos separan del dualismo católico al que se refiere, por ejemplo, J. A. Alfaro Piña, «Concepción dualista del ser humano en el catolicismo: el caso particular de la sexualidad: una crítica desde el conductismo radical»: Wimb lu 7/1 (2012) 9-42, donde se pone de manifiesto, no obstante, que precisamente ese dualismo conduce al desquiciamiento al asumirlo para replicar a él.

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— El dualismo, también en Cáritas in veritate Pero es que, en el caso del texto titulado Caritas in veritate, la pertinencia aún es más clara porque se alude en él expresamente a esa dualidad, allí donde se dice que «la verdad es luz que da sentido y valor a la caridad» y que «esa luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad», percibiendo su significado de «entrega, acogida y comunión» (§ 3), y otra vez cuando advierte que la vocación cristiana al desarrollo «abarca tanto el plano natural como el sobrenatural» (n.18) y que se trata de que sirvamos «la fraternidad natural y sobrenatural» (n.73). Esa alusión sorprende especialmente en un escrito que aparece firmado por la misma persona —Benedicto XVI— que se llamaba Joseph Ratzinger y ponía el mayor empeño en superar precisamente el dualismo a que dio lugar la doctrina del doble fin. Pero ahí está —en la encíclica— y no cabe escamotearla. Hay, sí, que examinarla. Y no me duelen prendas al decir, de un lado, que la mera mención de esa dualidad puede prestarse a equívoco —y eso a pesar de que, en ninguno de esos tres párrafos, se habla del acto personal que es la persona (ni, por tanto, de que sea dual)— y, de otro lado, las dudas se disipan cuando se lee, más adelante, que el ser humano tiene «una naturaleza destinada a trascenderse en una vida sobrenatural» (n.29), o sea a vivir en el orden del Origen, hubiera dicho Polo (y habría concluido, de esa forma, que el fin es solo uno; que lo otro es desquiciamiento, y el desquiciamiento no puede ser un fin, y que, por tanto, ciertamente, lo natural humano es lo que se suele llamar sobrenatural, que consiste, eso sí, en trascenderse a sí mismo). No se resuelve la cuestión con aducir que es otra prueba de que ese documento ha sido redactado por varias manos. Eso es lo que sucede con casi todas las encíclicas y demás documentos mayores del Magisterio por antonomasia que radica en la Iglesia. Y lo que aleja por sistema cualquier duda es que esos documentos van firmados por el obispo de Roma y, desde 1865, publicados generalmente en letra impresa en lo que viene a ser el Boletín oficial de la Sede de Pedro que son las Acta Apostolicae Sedis.

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d) La aclaración ¿está en la idea de Dios (y en la insólita forma en que somos hijos suyos)? En realidad, la aclaración se puede deducir del mismo documento de que hablamos, Caritas in veritate (y de todos los documentos de la doctrina social cristiana y de la Teología moral) con palabras mucho más reiteradas que las alusiones que hemos visto a la famosa distinción. Hablo de la reiteración con que insiste la encíclica (n.2, 11, 53, 78) en que no es posible lograr un orden justo —ni político, ni económico, ni de género alguno— sin contar con Dios. Tan reiterada afirmación podría reducirse a exhortación devocional o limosnera, asistencialista o benefactora —et coeteris paribus— si no fuese porque hemos visto que uno de los pilares principales de la doctrina que se expone en Caritas in veritate es la advertencia de que la donación no es propiamente un añadido deseable o incluso necesario para que un orden económico concreto sea justo —siquiera un poco justo, lo más justo posible—, sino que se halla ya —la donación— en todo orden económico, por injusto que sea, y eso, sencillamente, porque, sin donación —poca, mucha o poquísima—, no puede existir orden (ni económico, ni político, ni de género alguno). Y, si es así y además aceptamos que, de hecho, convivimos —aunque perteneciéramos a la comunidad real que fuese más injusta—, habrá que deducir que siempre hay donación, incluso en esa comunidad injustísima 71. — El paradójico fracaso del siglo xx Esto es: la mera existencia de mujeres y hombres que se sigue del hecho obvio de que no asesinamos a todos los que nacen (dado que no nos hemos extinguido hasta el día de hoy), pone de manifiesto no sólo que la donación forma parte de todo orden, sino que, hoy mismo, de hecho y realmente, hay donación —poca, mucha o poquísima— en todas las comunidades de mujeres y hombres que existen, como lo hubo en todas las que existieron y lo habrá en cuantas lleguen a existir. Si no, no existirían. 71 Otra forma de ver el problema, en J. C. Scannone, «La trascendencia como intrínsicamente constitutiva de ética y política»: Open insight III/1 (2012) 113-127.

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Y eso resulta que nos remite a Dios forzosamente. Nos remite forzosamente —otra vez, lo queramos conscientemente o no— si entendemos por Dios la realidad —en el sentido más estricto (en rigor, la única realidad propiamente dicha)— en que existir, conocer y amar —enumerado en cualquier orden, de manera por completo indistinta—, son verdaderamente lo mismo. Lo cual, por cierto, sólo es posible si se trata de un puro acto, sin potencia que valga ni especificación de ningún género. A eso se puede replicar —con toda razón— que implica creer que existe Dios y que topamos con el ámbito de la más claramente exigible de las libertades humanas —la religiosa— y no cabe, por tanto, imponer un orden político o económico sobre una base así. Lo que ocurre es que no hablamos de imponer, sino de convencer —y eso, sin otro afán que el de intentarlo— por medio de las palabras y los hechos. Y, para eso, basta con remitirse al siglo XX como el momento histórico concreto —de palabras y de hechos— en que el daño que se hicieron unos hombres a otros metió la humanidad en la fase más sangrienta de la historia de cuantas se conocen cabalmente. Lo cual no se debe entender —a mi juicio— como una suerte de canonización de la historia anterior. Muy al contrario, la hipótesis plausible —también a mi entender— es que fueron vientos de antaño los que trajeron esas tempestades y que lo que ahora importa —por lo menos a quien suscribe— no es el juicio que merezca la historia —y que no pienso hacer en ningún caso—, sino el hecho —eso sí, histórico— de que eso haya sucedido precisamente cuando se proyectó sobre la realidad la convicción de tantos optimistas de que la razón natural (o sea la humana) bastaba para lograr el orden justo. Dicho de otra manera, se trata simplemente de afirmar que el fracaso del siglo xx (y lo que sigue) en lograr el orden más justo sin más que recurrir a la razón humana es la prueba mejor de que esa opción sirve tan sólo para dejarnos como un ser arrojado en la existencia, abocado al desquiciamiento. — Omitiré la gracia, pero no cabe omitir la filiación. Para avanzar desde ese punto, haría falta entrar en el concepto de gracia y no es preciso añadir nada sobre él a lo que se recoge en Caritas in veritate allí donde se lee que la caridad es gracia que se origina en el amor que brota del Padre por el Hijo en el Espíritu (n.5).

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Ahí, la teología natural no ha podido llegar, ni acaso pueda sin echar mano de lo que se sabe por fe. ¿Cabría acercarse un tanto si la reflexión filosófica optara —en ese punto al menos— por la vía fenomenológica y contemplara la vida cristiana como la realidad histórica concreta que es? En todo caso, no soy yo quien advierte que, sin la previa convicción de que uno mismo es hijo de Dios —y que lo es por Dios Hijo, o sea Jesucristo—, no hay manera de comprender lo que Polo ha entendido y expuesto. Viene a decirlo el propio Polo y aún añade que «la ruptura de la filiación priva de sentido a la existencia, la ahueca, la socava» 72. e) Lo negativo de la secularización en la historia 73 En efecto, que el asunto no es baladí, lo prueba especialmente el capítulo de este libro que firma López Moratalla, y eso porque, en él, aflora claramente una antropología filosófica propiamente dicha, visiblemente próxima a la de Polo. Nos interesa especialmente, además, porque implica la relación que, de hecho, hay entre filosofía y saberes experimentales y ciencias duras. De paso, he de decir que no he llegado nunca a hallar la explicación por la que, en la Iglesia, se rechaza la licitud de la inseminación humana artificial. Lo acepto porque me da la gana y tengo fe (gracias a Dios) y algo me dice que es que debe de ser así y que, además, es importante. Pero, por eso mismo, me gustaría hallar la explicación. Y no la encuentro. (Por eso mismo volveré sobre ello.) Pero parto de la base de que la explicación no es biológica, sino antropológica. Y eso supone no sólo esta última parcela de la filosofía más estricta, sino la propia filosofía de la ciencia. Que, de otra parte, no me parece que pueda ser ajena a la “doctrina social”. — De vivir rectamente como si Dios no existiera al «desencantamiento» científico del mundo 72

«La persona humana como relación en el orden del origen»: Miscelánea Poliana 30 (2010) 18, reed. en Studia Poliana 14 (2012) 21-36. 73 Evoco el lugar donde he apuntado las raíces históricas del problema a que aludo en este epígrafe: Lo positivo de la secularización en la historia, disponible desde joseandresgallego. com/contenido_06.htm.

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Tampoco lo es el saber histórico, ya lo sé, y tendré que aplicarme el cuento 74. Pero ahora me refiero a todo tipo de saberes y querría explicar por qué —a mi juicio— de ese carácter interrelacional —también— de todo lo dicho (biología, demás ciencias experimentales y duras, antropología filosófica, filosofía de la ciencia, doctrina social o teología moral —como gusten— y, además, la dogmática y lo que ustedes quieran añadir)— se sigue algo tan importante —y perogrullesco (lo sé igualmente, pero también sé mucho del olvido en que está) como esto: difícilmente apuraremos las posibilidades de que las cosas vayan —por lo menos— algo mejor, si no avanzamos más aún y no sólo relacionamos la antropología con el método científico, sino que lo llevamos a cabo porque tiene que ver —íntimamente— con la libertad y con la justicia. Verán; para empezar, hay dos aspectos que están relacionados entre sí y que vale la pena subrayar en este orden de cosas: uno es la dimensión temporal y espacial en que vivimos y su relación con la libertad (que dejamos de ser —un día (el de la tentación de la serpiente)— para pasar a disfrutarla tan sólo) y otro es el asunto grave del «desencantamiento del mundo», del que hablaba Max Weber con expresión, sin duda, felicísima. Empezaré por este último para partir de una propuesta que, a lo mejor, es eficaz. Recordarán que el dualismo de que hablamos —entre el fin natural y el sobrenatural— entroncó sin dificultad a comienzos del siglo xviii con una frase que hizo famosa Grocio, pero que había propuesto mucho antes —por los años de 1300— un anacoreta de Rimini que respondía por Gregorio 75. Me refiero, claro, a aquella conseja de que se ha de vivir de forma virtuosa —y serlo, por lo tanto, en todos los quehaceres y ocasiones (entiendo que incluidos los económicos y políticos)— como si Dios no existiera. No es cosa de destripar ahora esa frase, sino relacionarla con la pura y sola experiencia del siglo xx (y lo que sigue) a que acabo de 74 Lo intenté plantear en «La caridad como actor histórico», en R. Pellitero (ed.), Vivir el amor (Rialp, Madrid 2007) 149-160, del que hay versión disponible desde joseandresgallego.com/contenido_06.htm. 75 La frase concreta del de Rímini, en L. Pereña – V. Abril (eds.), De Legibus (II 1-12). De lege naturali (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1974) 80. La reproduje en «Recapitulación centenaria», a.c., 33-78, y en «Sobre las raíces católicas de la descristianización”, cit. supra, que dije accesible desde joseandresgallego. com/contenido_06.htm.

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referirme, como aquel siglo en que se avanzó decididamente por el camino de conseguir el orden como si no existiera Dios. Lo que ahora me pregunto es si esa misma experiencia —puro hecho— no aconsejaría probar a buscar un orden más justo como si Dios, efectivamente, existiera (y ahora leo, en el capítulo de Emilio Martínez Albesa) que Benedicto XVI se me ha adelantado, también en decir eso, Dios sea bendito). Lo digo porque, que yo sepa, la creencia en que Dios es amoroso, la comparten los musulmanes; pero, como confunden —o, simplemente, consideran— la trinidad del Dios de que hablan los cristianos como un politeísmo —un triteísmo (tetraísmo según algunos de ellos que incluyen a María la Virgen)—, no es fácil que deduzcan lo que nosotros deducimos (tal vez, y en parte, porque son muchos los cristianos —incluidos muchos católicos— que no lo deducen tampoco). En cuanto a los judíos, coinciden en ese punto, sobretodo, los que siguen a Oseas el profeta —conscientemente o no—; pero, en su historia, hubo un momento ya lejano —la llamada Mishná—, en los dos primeros siglos de nuestra era, en que sus principales cercenaron el camino que se seguía en las comunidades palestinas —probablemente entre otras— en las cuales se abría paso la consideración de que son hipóstasis —de Yhwh— su Palabra y su Aliento 76. No faltan entre ellos, además, quienes rechazan de manera explícita que Yhwh sea amor o, simplemente, bondadoso, amoroso 77. Solamente por eso —y nada más—, entiendo que es del Dios de los cristianos como amar, existir y conocer en un único acto, de quien habla Benedicto XVI cuando reitera que, sin Dios, no hay manera de alcanzar la justicia. Lo que ocurre es que, si la razón por la cual es posible que haya un orden más justo implica que uno cuente con Dios, no procede tan sólo pretenderlo como si Dios existiera, sino que se ha de resolver el problema de que el mundo se haya desencantado. Y eso, claro es, por necesidad nos aboca a la filosofía de la ciencia y, al cabo, al puro y duro método científico. 76 Trabajo, desde hace años, en el judaísmo palestino coetáneo a Jesucristo. Algo —muy poco— he adelantado en los estudios a los que hay acceso desde www.joseandresgallego. com/YOlvidoIndice.htm. 77 Me impresionó, en ese sentido, el rechazo de la contraposición de Yhwh a Jesucristo, precisamente por la inclinación amorosa de este, por parte de H. Bloom, Jesús y Yahvé. Los nombres divinos (Taurus, Madrid 2006).

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— La correspondencia entre saber y quehacer, y su relación con el «trabajo» (y los intelectuales) Por la filosofía de la ciencia —reorientada y reconsiderada a partir de esa idea—, vislumbraríamos acaso la profunda razón por la que la clasificación de las llamadas «Ciencias del Espíritu» que propuso el agnóstico Dilthey se corresponde de manera sorprendente con la taxonomía de las virtudes (que son hábitos amorosos; no lo olviden) que propuso el santo dominico que atendía por Tomás siete siglos antes 78. Y, de lograrlo, acaso se seguiría algo o mucho de esto y más: 1. De esa correspondencia, por lo pronto, no sería difícil deducir consecuencias sustanciales sobre la íntima relación entre saber y quehacer (el saber como «ciencia del espíritu» y el quehacer como lo que es posible cuando el saber se hace hábito personal). 2. Y, en consecuencia, entenderíamos mejor —acaso— en qué medida es cierto que «todos somos pastores» —como clamó Lutero, por lo demás de acuerdo con la viejísima doctrina (de la primera hora) del sacerdocio universal de los cristianos (y de las cristianas, claro es)—; comprenderíamos que, dos siglos después, el luterano Hegel llamase, a ese «pastoreo» concreto, simplemente trabajo. 3. Lo relacionarían fácilmente con la existencia de unos cuantos católicos —no muchos—, del siglo xix en adelante, en que el trabajo es santo y, en consecuencia, todo quehacer lo es (con la condición, por supuesto, de que uno se desempeñe «como si Dios existiera»). 4. Y hasta descubrirían que el sustantivo «intelectual» se empleaba en la lengua española como denominación adecuada a la «persona consagrada al estudio», y eso ochenta años antes de que Zola clamara (en francés) que «Yo acuso» y diera lugar a que reverdeciese en la lengua española y que naciera en otras muchas el sustantivo correspondiente al adjetivo «intelectual». Quizás no queda clara la relación entre los cuatro pasos. Pues bien, en realidad, con esto último, lo que he intentado expresar es que —tal vez— entenderíamos mejor la importancia de que haya intelectuales 78 El detalle de la comparación concreta en J. Choza, La realización del hombre en la cultura (Rialp, Madrid 1990).

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que prediquen —y encarnen (realmente)— los tres pasos primeros; gente, en suma, que no se limite a recuperar —como es preciso hacer— la unidad del saber, sino que advierta su íntima relación con el quehacer y, en definitiva, con el trabajo como algo (santo) que aúna justa e insoslayablemente saber y quehacer. De esa forma, trabajar «como si Dios existiera» acaso daría un fruto algo mayor, en el afán de conseguir un orden más justo, que si lo reducimos a (algo tan importante como) una praxis devocional. No es tan sólo la devoción, sino que el trabajo, el quehacer y el saber no sólo se remiten al existir, sino a su «naturaleza» amorosa. f ) ¿Hacia una filosofía dialógica, por fin? Apunto únicamente que Rafael Alvira lo plantea de otra manera en las páginas que se incluyen en este libro y paso a explicar eso último, la «naturaleza amorosa». Pero, antes, no soy capaz de guardar silencio sobre una lectura de la que he disfrutado ya escrito este capítulo. Me refiero a la propuesta de una aproximación dialógica a los trascendentales, tal como nos acaban de descubrir que proponía Jesús Arellano 79. La cercanía y la diferencia respecto a la antropología trascendental de Polo son nítidas y de gran importancia. No hay que olvidar que Arellano dio a conocer su pensamiento, más de una vez —incluso de forma continuada durante los años 1970-1972, creo— ante Polo y que eso complicará el futuro —ya por sí mismo complicado— de quienes investiguen las fuentes de la antropología trascendental. Lo que ahora interesa no es eso sin embargo. Lo que interesa es que la aproximación que Arellano llama «dialógica» a los modos trascendentales le lleva a concluir que, ciertamente, todos ellos son «convertibles», pero sin prioridad que valga a favor de ninguno de ellos (ni siquiera del «ser»). Y eso es fundamental para recuperar la unidad originaria entre existir, amar y conocer. Ahora resulta que el punto de partida puede ser –por qué no- el de Descartes (al que Polo consagró uno de sus primeros estudios, enjundioso por cierto, al tiem79 Cf. en particular el estudio final de J. M.ª Prieto Soler, «Sobre la filosofía escrita y no escrita de Jesús Arellano», en Íd. – F. Fernández Rodríguez – J. Arana CañedoArgüelles (coords.), Semilla de verdad: Vida y obra de Jesús Arellano (Fundación de Cultura Andaluza y Asociación de La Rábida, Sevilla 2012) esp. 353-397.

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po que sumamente crítico con su voluntarismo 80); Descartes atinó al deducir que «pienso, luego existo», según Arellano, si es que quiso decir —atención- que el punto de partida (además, absoluto) del conocer es mi propia conciencia de encontrarme existiendo (hic et nunc, no mañana ni ayer ni en teoría)— y que ése es el futuro de la filosofía primera (que Descartes frustró al dar un paso más y establecer que desconfiaba de cuanto no se le ofreciese como evidente 81). Confieso que me tranquiliza leer que, en Arellano, gran parte del enorme entrelazamiento de la aproximación a los trascendentales en conjunto y por separado (bien entendido que toda aproximación a uno de ellos implica, asume y despliega –“deplica”, prefiere decir en romance que se diría de Florencia en vez corellano- todos los demás), ese entrelazamiento, digo, se entiende –sin que parezca proponérselo el filósofopor medio de procesos triádicos y no dualistas como en la antropología de Polo, sea -en Jesús Arellano- la antropología que distingue entre cuerpo, alma y espíritu; sea la trivalencia de la escisión interna de los trascendentales; sean las tres modalidades de cada modo trascendental: aspecto, actitud, acción; sean los tres momentos noéticos de la intelección del ser de lo ente; sean los tres momentos ontológicos de entidad, esencia y ser; sea el orden, la estructura y el proceso como la triple perspectiva de lo trascendental; sea el trialismo de las ciencias categoriales (historia, pegagogía, psicología); sea el del máximo modo trascendental (esse, liberatio, amor), que —mire usted por dónde— es justamente aquello en lo que –dice- estriba nuestra semejanza con Dios. Al llegar a este punto, ya ha quedado advertido que aquella triple forma de relación trascendental que implica, asume y «deplica» no sólo afecta –constitutivamente- al cognostente (en dialecto corellano, el pensamiento «transcensivo») y también a lo conocido (lo «transcenso»), sino que lo hace de tal modo que se alcanza una dimensión “transcensoria”, que afecta solidariamente a los dos, en un mismo proceso, totalmente unitario y constitutivo; proceso que, en consecuencia, hace que lo «transcenso» sea también, digamos, constitutivamente «triádico» 82. 80 L. Polo, Evidencia y realidad en Descartes (Rialp, Madrid 1963; 32007 rev., Eunsa, Pamplona). 81 Cf. la tesis de M. A. Balibrea Cárceles, El argumento ontológico de Descartes. Análisis de la crítica de Leonardo Polo a la prueba cartesiana (Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2000). 82 Facilita la comprensión de todo esto la lectura de las notas tomadas en un curso

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Por otro camino, de manera bastante más sencilla (quizá sin la ponderación deseable), lo dejó dicho Edith Stein en 1936, al afirmar que las cosas materiales son trinitarias en el conocimiento (que ellas mismas hacen posible), y eso porque mi conocer es donación que me llena y doy 83. La antropología dualista de Polo puede inducir a equívoco hasta el punto de que alguien -que no la entienda bien- llegue a afirmar lo que Polo no diría jamás ni por asomo, así le aspen: que la creación es obra del Dios uno y no del Dios trino. Sería algo así como resucitar a Gregorio de Rímini y concluir que el mundo es bueno aun si —per impossibilia— no existiera Dios, sólo que como trinitario. El mundo sería bueno con tal que Dios fuera uno. Hay que volver a Ricardo de San Víctor, está claro. Si echo a volar el deseo embridado —y un tanto la intuición—, ese otro modo que enlaza al Aquinate con Edith Stein y a esta con Arellano (lejos de Aquinas ya) acaso nos sitúa en la vía que pudiera llevarnos a lo mejor que propuso Panikkar, cuando decía que hemos de conocer por medio del cuerpo, de la razón y del espíritu para acercarnos a un conocimiento cabal de la realidad —Realidad, con mayúscula, en sus escritos, como en los de Arellano cuando concierne a Dios— porque la Realidad —explica Panikkar— consiste en Dios, los hombres y el mundo y no como parcelas separadas, ni siquiera complementarias, sino radicalmente respectivas entre sí, entre las tres, de manera que una no es real sin la otra. No se me ocurriría decir que no puede ser real sin la otra —andando como anda Dios por medio (y por arriba y por abajo y por todo lo demás)—; digo exclusivamente que no son reales la una sin la otra. Incluso para esto, la distinción de Arellano entre el trascedental ser y el trascendental real es luminosa, sin dar al olvido que es una distinción entre dos modos «convertibles». En suma, Dios «se hace» radicalmente respectivo al crear lo noDios y, además, nos recuerda –según la Biblia- que es inmutable. Cómo de doctorado de 2001-2002 impartido por Arellano, «Orden, proceso y estructura trascendental», transcritas y redactadas por P. Burguete – J. Villalobos y publicadas en Semilla de verdad..., o.c., 495-512. 83 Cf. E. Stein, Ser finito y ser eterno. Ensayo de una ascensión al sentido del ser (Fondo de Cultura Económica, México 1994). En otra perspectiva, H. U. von Balthasar, Teodramática. V: El último acto (Encuentro, Madrid 1997) 363-472 (en particular el cap. «Tercera parte: El mundo en Dios»).

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atar esa mosca por el rabo, tiene que ver —quizá— con la advertencia de Arellano de que buscar a Dios como ser, sólo lo puedo pretender en el orden trascendental finito, cuyo ápice consiste en que «soy yo». Y resulta que el esse de Dios supera totalmente el ser que soy yo; es un más allá ontológico y –también- un más allá metafísico; es –entiendo- meta-metafísico. Por tanto, su propia «lógica» lo es. No en vano hablamos del «yo soy» que es, en sí mismo, el logos que funda toda lógica (y toda palabra; por tanto, incluida la palabra yhwh, un presente progresivo en primera persona que no se puede traducir en nuestra lengua si no es simplificándolo –muchísimo por cierto- en «yo soy» 84). A Panikkar, eso le lleva a una idea de Dios y de la Trinidad que no es de este lugar, pero que nos ayuda a comprender que el reduccionismo que hay en el hecho de concebir la historia como mero progreso biológico homogéneo y lineal (y ciego!) es mayor incluso de lo que se podía pensar 85. La Encarnación es, sin duda, el hecho (real) que constituye el reto (en Panikkar, en Arellano y en todos y cada uno de los demás seres humanos); un reto cuya clave no sólo implica que se trata de un «yo soy» (yhwh) que es amor y que, por ello, la máxima aproximación del 84 Cf. S. Amsler, voz «‫תית‬...» y E. Jenni, voz «‫תןתי‬...», en ÍD. – C. Westermann, Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento, I (Cristiandad, Madrid 1978) col. 672-684 y 968-976 respectivamente; D. N. Freedman – M. O’Connor, “‫תןתי‬...”, en G. J. BOTTERWECK – H. RINGGREN, Theological dictionary of the Old Testament, V (W. B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids 1986) 500-521; voz “‫”הוהי‬, en L. KOEHLER – W. BAUMGARTNER: The Hebrew and Aramaic lexicon of the Old Testament (E.J. Brill, Leiden 1994) 394-395; T. FRETHEIM, «Yahweh», en W. A. VANGEMEREN, (dir.), New International Dictionary of Old Testament. Theology & Exegesis, IV (Zondervan Publishing House, Grand Rapids 1997) 1.295-1.300. En los estudios que ya no son prioritariamente filológicos, sino exegéticos —filología incluida—, marcan con claridad el proceso interpretativo —inacabado hoy por hoy— M.-J. Lagrange: «El et Jahve»: Revue Biblique 12 (1903) 362-386; P. A. Vaccari, «Jahveh e i nomi divini nelle religioni semitiche»: Biblica 17 (1936) 1-10; L.-B. Guérard des Lauriers, «Le mystère du nom de Dieu»: Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 29 (1940) 59-83; E. DHORME, «Le nom du Dieu d’Israel»: Revue d’Histoire des Religions 141 (1952) 5-18. Un paso más allá, la bibliografía que podemos llamar especulativa sobre el nombre de Yhwh —incluso con base filológica— que conozco no se plantea siquiera el problema indicado del principio de (no) contradicción, sin que por ello deje de ser valiosa. Reduciéndola al máximo, remito a J. Alonso Díaz, «La experiencia religiosa del éxodo y su teologización en la revelación del nombre de Yahvé»: Sal Terrae (1969) 3-17, y a L. Clavell, El nombre propio de Dios según santo Tomás de Aquino (Universidad de Navarra, Pamplona 1980). 85 Me refiero ante todo a lo que aborda en De la mística. Experiencia plena de Vida (Herder, Barcelona 2005), a partir de La Trinidad, una experiencia humana primordial (Siruela, Madrid 21998) y La plenitud del hombre (Siruela, Madrid 1999), obviada desde luego la consideración de su obra que se propone —quizá desacertadamente— en «Il cristianesimo e le altre religione: Il dibattito sul dialogo interreligioso»: La Civiltà Cattolica 1 (1996) 107-120, esp. 110-113.

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conocedor que «yo soy» sólo puede ser amorosa, sino que pone en jaque definitivamente el valor de la lógica de tradición aristótelica para entender una dinámica —no sólo la divina, sino también la humana— basada en la existencia y la verdad como donación amorosa precisamente. Una lógica así sólo puede resultar apofática (a los ojos del ciego que guía a otros ciegos y confunde la omnipotencia y la libertad con la nuda potestas, coactiva si es necesario 86, y no comprende que Dios es ilimitadamente omnipotente-para-ser-la-donación-amorosa-que-es; no es omnipotente sin más, incluso si —per impossibilia— no fuera amor). Y aún me atrevo a añadir que “ilimitadamente” quiere decir, es obvio, que, por encima del logos no está siquiera el principio de (no) contradicción, como nos habían enseñado en otro añejo (y venerable) sistema filosófico, según el cual lo único para lo que Dios no es omnipotente es para no ser Dios. Les invito a pensar –únicamente a preguntarse- si no fue justo ese principio —el de (no) contradicción— el que llegó a quebrar en aquellos tres días que mediaron entre su muerte y su resurrección 87. 3. Varias acotaciones principales (unas, pendientes; otras, no) a) ¿Cabe pensar en algo semejante a un «agnosticismo cristiano»? Es probable que haya quien dude de que agnóstico alguno se anime a una propuesta semejante a la de vivir “como si Dios existiera”. Pues bien, se equivoca de medio a medio. Recordaré tan sólo a dos personas —filósofos los dos— que lo han propuesto de manera distinta desde una posición —la suya— que muchos consideran «metodológicamente agnóstica» (Habermas) cuando no, simplemente, «agnóstica» (Gaos). Me refiero a sus respectivas propuestas de asumir las conclusiones de los creyentes «como si Dios existiera» (así interpreto a Habermas) y de entender la realidad como si lo sobrenatural fuese lo natural del ser humano (en tal sentido, José Gaos). 86

Sobre el alcance de esa deformación en la tradición teológica judeocristiana, J. DE GARAY, El nacimiento de la libertad. Precedentes de la libertad moderna (Thémata, Sevilla 2006). 87 Recuerden, al llegar a este punto, a H. U. von Balthasar, claro es que en la Teología de los tres días. El misterio pascual (Encuentro, Madrid 2000).

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— La inclusión de lo religioso en la «circularidad reflexiva» ¿es la inclusión de lo amoroso como requisito de la justicia? El filósofo alemán viene a decirlo cuando repite —y lo hace hasta la saciedad— que la justicia no se alcanza con el único medio de la razón natural. Hace falta algo más, dice, y considera que justo eso que falta es lo que puede conseguirse si, en la «circularidad reflexiva» de que habla como de panacea, se cuenta con el discurso religioso 88. No llega a deducir que es que lo que falta es amar —digo que falta en la incompleta justicia que se consigue si se pretende únicamente por medio de la razón natural—; pero parece obvio que es eso lo que se puede deducir (y deducirlo, además, de la propia insistencia de Habermas) y, por lo tanto, que el «reencantamiento del mundo» no estriba en atribuir a Dios todo lo que un científico no entiende (que fue lo que llevó al «desencantamiento» a medida que avanzaba la ciencia y, en vez de darnos cuenta de que todos y cada uno de los descubrimientos amplían la dimensión de la ignorancia de la que somos conscientes, se llegó a concluir que Dios era un purso recurso de quien se hacía preguntas y no sabía responderse); el «reencantamiento del mundo» estriba, creo, en contar con Dios como aquél en quien amar, conocer y existir es lo mismo. Sin saberlo quizás, Habermas hace a Dios necesario de forma mucho más convincente que la mayoría de los que nos decimos «cristianos» 89. Eso nos lleva nuevamente al texto que nos centra —Caritas in veritate— porque, sin mencionar al filósofo y compatriota, Benedicto XVI habla, precisamente, de ese algo más que es necesario para que el orden sea justo (n.77). Uno desearía, si acaso, que hiciese referencia asimismo a la «caricia» humana; porque, de esa manera, nos daría a entender que ha leído al filósofo que propone —que uno sepa— la alternativa que veíamos, la de enfocar la solución sobre la base de que lo sobrenatural es lo natural en el ser humano.

88 Me detuve en la valoración de su propuesta, si no recuerdo mal, en «Una reflexión final sobre todo lo dicho», accesible desde joseandresgallego.com/contenido_08.htm. Cf. el monográfico introd. por B. REVER, «Vertus et limites de la démocratie délibérative»: Archives de Philosophie. Recherches et documentation 74/2 (2011) 219-317. 89 Cf., con todo, las conclusiones de N. BERGGREN – C. BJØRNSKOV, Does religiosity promote property rights and the rule of law? (Aarhus University. Department of Economics and Business, 2012).

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— La caricia humana como posibilidad de que el espíritu sea para la carne y no al revés. Me refiero ahora a José Gaos, y al precioso ciclo de conferencias de 1945 que ha recogido Agustín Serrano de Haro en un volumen que la presencia de esas páginas bastaría para hacer memorable 90. Gaos llega a esa conclusión —la que concierne a lo sobrenatural— sin más recurso que observar cómo acarician los animales (aquellos animales que acarician) y cómo lo hace cualquier hombre o cualquier mujer y llega a concluir que, ciertamente, cualquier hombre y cualquier mujer puede acariciar como un animal que acaricia, pero que sólo un ser humano puede acariciar (y lo hace) de tal modo que toda su intención sea la de lograr el bien del otro (siquiera sea nada menos que el bien de sentirse querido). No hace al caso argüir que a saber si uno cree obrar de forma altruista —totalmente altruista— y, en realidad, busca su propio bien. Y no hace al caso no sólo porque eso troca en equívoco la idea misma de «intención», sino porque se trata de una «eventualidad» que va de suyo. Digo que va de suyo porque no hay «amor sin esperanza», y eso por bien y hermosamente que acertase a expresarlo el gran Raimundo Lanas en la jota en que se afirma justo eso (que “el querer sin esperanza / es el más lindo querer”). Tomar por egoísmo la esperanza y la ganancia propia en bien en que redunda el bien que hacemos a otro u otra sólo se entiende en quien ignora el carácter relacional (constitutivamente relacional) de la persona —toda persona— y hay que advertir, si acaso, que aquí se ve de nuevo la diferencia que hay entre lo social y lo común y el equívoco que supone persistir en esa deficiente traducción de Aristóteles que hace del hombre un «animal social». Con todos los condicionamientos subconscientes que pueda haber, sólo un hombre o una mujer es capaz de acariciar a otra persona con el deseo consciente de hacerle el bien a cambio de nada, y eso hasta el punto de que, si, al hacerlo, descubre que, en verdad, busca su propio bien, sólo un hombre o una mujer puede ser quien lo advierta y, de inmediato, J. Ortega y Gasset y otros en A. SERRANO DE HARO (ed.), Cuerpo vivido (Encuentro, Madrid 2010) esp. 53-85. En realidad, forma parte de las conferencias que el propio Gaos reunió en La mano y el tiempo (Institució Alfons el Magnánim, Valencia 1998); pero no es indistinto valorar sobre todo las dos que se refieren a «La caricia», que son las recogidas en el volumen editado por Serrano de Haro. 90

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haga eso que se llama «rectificar la intención». Aunque tampoco así llegue a lograrlo. Lo singular —incluso insólito (porque uno no lo espera)— es la inmediata consecuencia que Gaos dedujo de ese hecho: se preguntó, en concreto, si, cuando un ser humano actúa así, no sucede que su espíritu es para el cuerpo y no el cuerpo para el espíritu. Empleo, claro está, sus expresiones y, después de haber dicho lo que dije de la antropología bíblica, habría que preguntarse si, cuando dice «espíritu» apunta Gaos a aquello que, en la Biblia, se entiende por “espíritu” o a aquello que se entiende por alma, o a lo uno y lo otro como lo «inmaterial». Importa más, con todo, tomar conciencia de que llama «cuerpo» a la «carne», o sea al cuerpo vivo, y ello porque aclara aún mejor —y de manera más difícil— la diferencia entre caricia humana —concebida de esa manera— y caricia animal. También los animales son de carne. No hace falta decir que Gaos recurre concretamente a lo sexual en ese análisis, seguramente porque es en la caricia sexual dónde se pone contra las tablas —por decirlo de esta manera (de la forma más nítida)— la posibilidad de acariciar con la intención de desear el bien del otro o de la otra. Y el ejemplo resiste bien los razonamientos que siguen. También en la relación sexual —no en vano llamada carnal—, se percibe la diferencia entre una caricia y otra, y eso hasta tal extremo que Gaos llega a concluir que, entre un hombre y una mujer, la unión carnal es, ante todo, «psíquica». Solo que, al tiempo, también permite ver con mayor lucidez hasta qué punto cualquier mujer y cualquier hombre pueden acariciar de modo semejante a como lo hacen los animales que acarician. Y eso es fundamental porque permite a Gaos llamar a lo uno natural y, a lo otro, sobrenatural. Se apresura a aclarar que lo que cree distinguir de ese modo (y en efecto distingue, a mi entender) es una sobrenaturaleza exclusivamente inmanente (o sea que está en el propio hombre o en la propia mujer que acaricia de esa manera); pero esa salvedad no puede ser más oportuna ni acertada: permite ver con claridad —también— que es inmanente a todo ser humano la posibilidad de comportarse de una manera natural, aproximada a la de un animal —si se prefiere, a la de otro animal distinto del humano—, y en él está así mismo la

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sobrenaturaleza que le permite actuar de ese otro modo, en definitiva como persona. Precisamente la inmanencia de uno y otro carácter como matiz fundamental de toda acción humana es lo que obliga a deducir que, en ese caso, lo que Gaos llama sobrenatural es lo natural en la persona humana y que, cuando alguien prescinde de aquella dimensión y actúa «naturalmente» como actúan los demás animales, el ser humano no hace sino probar la hiel de optar por cuenta propia entre el bien y el mal y, de esa forma, arriesgarse al error (o rechazar el bien expresamente). Ahora, den aún otro paso y recuerden que, en Caritas in veritate, se advierte otro hecho insólito, y es que la vida espiritual forma parte del desarrollo que se intenta lograr con las actividades propiamente económicas (n.76, 79). Y verán lo que cabe deducir. Pero les adelanto que les será más fácil comprenderlo si deducen primero que el hecho de que cualquier mujer y cualquier hombre pueda acariciar de esas dos maneras y que uno parta de la base de que la caricia, digamos, «altruista» es mejor que la otra, quiere decir, precisamente, que todo ser humano puede «mejorar» (y «ser mejorado») y que, de ser así, ya se ve que se trata de una mejora interrelacional —una vez más— y que, si queda (y, ciertamente, queda, siquiera sea como larva de un enriquecimiento habitual, o sea de un hábito valioso), toda mujer y todo hombre pueden crecer y, al tiempo, son libres de crecer y de menguar y que, a su crecimiento interrelacional, se le puede llamar desarrollo y emplear esta última palabra, además, en la misma acepción en que la emplea un economista o un político. b) El desarrollo económico como desarrollo integral Esto es: ya no se trata de afirmar que el concepto económico de desarrollo se corresponde exactamente con el de crecimiento de que hablan los maestros de mística o ascética cuando mencionan la vida espiritual, sino que, en ambos casos, es la persona entera la que crece y se desarrolla y, por tanto, ni el asceta ni el místico —si se pudiesen separar ambas vertientes (contra las conclusiones de Arintero 91)— pueden tomarse la licencia de renunciar a lo económico, ni a preguntarse 91 Cf. la obra fundamental, a mi juicio, de F. M. REQUENA, Espiritualidad española de los años veinte. Juan G. Arintero y la revista Vida sobrenatural (1921-1928) (Eunsa, Pamplona 1999).

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siquiera si no iría mucho mejor a todos en el caso de que los economistas y los políticos y la gente más culta no desdeñaran la mística como un asunto marginal ni se negaran a practicar la ascética (empezando, claro es, por ellos mismos). Ironías aparte, el asunto es fundamental y lo es, en primer lugar, por las razones por las que insiste Benedicto XVI en esa idea con la conseja de que lo que hay que procurar es el desarrollo integral de todas las personas (hasta el extremo de que es eso lo que aparece ya en el título de la encíclica: el desarrollo humano en la caridad y en la verdad), y eso porque, de lo contrario, no sólo el crecimiento deja de ser integral, sino que cabe la posibilidad de que haya decrecimiento (n.11, 17-18, 23 etc.). — Las consecuencias de concebir de esa manera el desarrollo Eso tiene varias consecuencias de primer orden que exigirían otras tantas explicaciones. La primera consecuencia está dicha: si el desarrollo del que se habla en economía, debe tener en cuenta el desarrollo integral de las personas, hay que preguntarse si es que eso implica que el empresario, el accionista y el empleado han de añadir elementos complementarios a su gestión para que aquello que producen y ofrecen a quienes lo consumen no sea nocivo. En el fondo, eso es lo que, en el argot económico y empresarial, lleva el nombre de «responsabilidad social de la empresa» 92, del que trata el capítulo de Jaime Urcelay. Pero lo que es dudoso es que eso sea un añadido altruista y no la pura toma de conciencia de que ofrecer cualquier bien a otra persona —bien material y mercantil— repercute en la persona como tal, o sea en su integridad y, en consecuencia, más que tomar en cuenta el desarrollo integral de las personas —cosa que solo se podría reclamar de los estadistas que conciben lo que requiere el desarrollo universal—, quiere decir que todo es espiritual; que, por lo mismo, todo lo espiritual es económico y, por lo tanto, todo es justamente económico. 92 Aunque no es exactamente lo mismo, es un buen punto de partida el planteamiento de J. BOEDDELING, Corporate social responsability. A perspective from Weberian economic sociology (Universität Witten, Herdecke 2012). Con la misma salvedad, es útil el estado de la cuestión de H. G. HERNÁNDEZ PALMA, «La gestión empresarial, un enfoque del siglo XX, desde las teorías administrativas científica, funcional, burocrática y de relaciones humanas»: Escenarios 9/1 (2011) 38-51.

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Recurro al adjetivo espiritual con el intento cierto de evocar lo que se dice en Caritas in veritate sobre la vida espiritual. Pero igual podría decir que es carnal todo bien que es tal para alguien, que todo lo carnal es económico y, por lo tanto, que todo es económico justamente. Recuerden la conclusión de José Gaos sobre la unión carnal como unión psíquica. O eso, o no es suficiente entender por economía el arte de producir y distribuir recursos escasos —por acudir a una fórmula clásica a la hora de definirla— y hace falta encontrar lo que hace que algo sea económico en el sentido usual de esa palabra. — Historia (utilitaria) de la palabra economía. Vamos a ello por tanto: ¿Qué es lo definitorio de lo que llamamos economía? Una vez más la historia del lenguaje arroja algo de luz. La raíz que nos ha llegado en la palabra oikonomía se empleaba, en realidad, en la Grecia clásica, para hablar de la administración y del gobierno de todo tipo de recursos que eran propios de una familia, de una casa o, si acaso —por extensión—, de cualquier comunidad. Y eso explica que no la rehuyeran los teólogos cristianos de la primera hora, al hablar de la economía de la gracia o de la Santísima Trinidad económica 93. Recuperada sin dificultad por los humanistas, aparece precisamente en la reedición de obras clásicas como la Aristotelis & Xenophontis oeconomica, de Jacques Louis d’Estrebay (1549 94), por citar solamente un caso. Mantuvo esa acepción incluso cuando se aproximaba a lo que se daría el nombre de económico en sentido restringido (y equívoco por tanto) ya en pleno siglo xviii. De 1638, data Le traict françois, en guerre & marchandise, passant de l’une mer à l’autre par la transnavigation des rivières royales, ayans leurs emboucheures dans les mers du Levant, du Ponant et du Nort. Facilité recogneuë par le 93

No es de la primera hora, sino que resume todas las horas —y se refiere de continuo a la «économie» en ese orden de cosas— A. MICHEL, «Trinité», en A. VACANT y otros (dirs.), Dictionnaire de théologie catholique, XV/2 (Librairie Letouzey et Ané, París 1947) 1.545-1.865. 94 Vascosanum, París, 42 ff.

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travail & oeconomie des terres à brusler, & du vray charbon de terre pour la forge: inexpuisables le long des valées & marests inondés par les rivières ausdites transnavigations..., de Charles de Lamberville 95, donde advirtió del peligro de declive que corría la marina francesa —y muchas cosas más— si no ponía cuidado en conservar los bosques 96. Y de 1650, El filósofo, obra póstuma del sacerdote hispano Cosme Gómez de Tejada de los Reyes, cuyo subtítulo enlaza directamente con el griego aristotélico: Ocupación de nobles y discretos contra... la ociosidad, sobre los libros de cielo y mundo, meteoros, paruos naturales, ethica, economía, política de Aristóteles, y Esfera de Sacro Bosco 97. Pero la equivocidad —sólo para nosotros— ya palpita en la Economia del cittadino in villa del Sig. Vincenzo Tanara, el arbitrista boloñés, de la que hubo reedición —que es la que conozco— en 1651 98. Y lo mismo sucede con la Oeconomie générale de la campagne, ou Nouvelle maison rustique, del francés Louis de Leger (1700 99), que se traduciría al castellano hacia 1720 como Economía general de la casa de campo, cuya primera parte trata del sitio, y fábrica conveniente a la casa de campo, y la segunda, de las aves domésticas, y animales que en ella se crían para la vtilidad, y del comercio de sus frutos y esquilmos de sus ganados, mediante la economía 100. Antes, se habían publicado en castellano las Obras médico chirúrgicas de Madama Fouquet —Marie de Maupeou Fouquet, vizcondesa de Vaux—, escritas y publicadas, en parte —y en francés— durante el siglo XVII, y se les había dado el subtítulo de Economía de la salud del cuerpo humano, ahora de médicos, cirujanos y botica (1748 101). Entre los propios españoles, puede verse lo mismo en la Economía o Regla de la vida humana, de Manuel de Junco y Pimentel, que la subtituló Obra escrita en lengua china, trasladada al inglés y al francés, 95 El ejemplar que se conserva en la Biblioteca de la Sorbona, en París, no conserva la indicación de lugar ni impresor, sí que la fecha (que, sin embargo, está quizás equivocada), y tiene 144 págs. 96 Cf. J. U. NEF, The Rise of the British Coal Industry (G. Routledge, Londres 1932) 161-162 y 259. 97 D. García y Morrás, Madrid, 140 ff. 98 F. Moueta, Roma, 571 p. En otro lugar, leo 1653. Cf. A. SALTINI, Storia delle scienze agrarie (Edagricole, Boonia 1984) 501-517. 99 C. de Sercy, París. 100 J. de Ariztia, Madrid, 552 p. 101 A. del Riego, Valladolid, 2 vols.

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y traducida al español por el citado (1755 102), señor que era de la villa de Castrillo de las Piedras y miembro de la Real Academia GeográficoHistórica de Caballeros de Valladolid. En inglés, economy mantuvo la acepción originaria —y, concretamente, la teológica— hasta el mismo siglo xviii con fuerza suficiente como para ilustrar las Inquiries concerning the state and oeconomy of the Angelical worlds, de John Reynolds (1723 103), que eran pura angelología. De 1751, data aún The oeconomy of human life, el conjunto de consejos morales que firmaba el librero Robert Dodsley —acaso un pseudónimo en este caso—, obra que se anunciaba translated from an Indian manuscript written by the ancient Bramin to which is perfixed an account of the manner in which the said manuscript was discovered in a letter from an English gentleman now residing in China... 104. Pero, unos meses antes, se había publicado The country housewife’s family companion, del agrarista —y farmer— William Ellis, subtitulado: Or profitable directions for whatever relates to the management and good economy of the domestic concerns of a country life (1750 105), donde volvía la acepción habitual del griego clásico de que hablábamos al principio. Haría falta más de un tercio de siglo, en fin, para que el arbitrista vascongado Valentín de Foronda redactara las ya citadas cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía—política, y sobre las leyes criminales (1789 106). La acepción renovada había nacido así: como économie politique, expresión empleada por el francés Antoine de Montchrestien en 1615, en el llamado —justamente— y ya citado Traité de l’économie politique. Pero se había difundido mediado el siglo xviii desde Nápoles —entre otras cosas, con la creación de la cátedra de Economia política que ocupó Antonio Genovesi en 1754—, hasta adquirir el rango de expresión de un saber nuevo en la obra del empresario ennoblecido Pierre Samuel du Pont de Nemours (De l’origine et de progrès d’une science nouvelle, 1768; Abregé des principes d’économie politique, 1772) 107. 102 Impr. de Música de Eugenio Bieco, Madrid, 96 p. (accesible desde books.google.es). Hay copia manuscrita en la Biblioteca Nacional de Madrid, mss/11009. 103 J. Clark, Londres, XIV + 315 p.; accesibles parcialmente desde books.google.es. 104 Armagh, W. Dickie, 54 p. 105 J. Hodges, X + 379 p. Hay reed. de Devon (Prospect Books, Londres 2000). 106 Tomo I: Imprenta de Manuel González, Madrid, 256 p.. El t. II apareció en 1794, 228 p. 107 Para conocer los hitos principales, sigue siendo útil la obra de J. KELLS INGRAM, Historia de la economía política trad. del inglés por M. de Unamuno (La España Moderna, Madrid 1910).

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El término inglés economics no se consagraría sino con la obra de Julian Monson Sullivan que llamó justamente así, Economics, or The science of wealth (1877 108); aunque la National economic league ya funcionase en los Estados Unidos en la década anterior, los años sesenta del siglo xix 109, al rebufo de la Reconstrucción, tras la guerra secesionista. Economía como traducción romance de economics, o sea sin apellido, se impondría en ese último cuarto de esa centuria. Es significativo que el que se considera primer hito de la historia económica española, lo titulara aún Manuel Colmeiro Historia de la economía política en 1863 110; expresión que seguía empleándose muy entrado el siglo xx en el mundo hispano 111. c) La clave (de todo eso) ¿está en que toda acción es económica, cultural y política al tiempo? En último término, ¿se trata de un saber especialmente unido —y, por lo mismo, dependiente de ello— a la existencia del dinero y todos los problemas que ha planteado esa, digamos, institución a lo largo de la historia? Si fuera así, no tendría sentido asegurar que ha habido, en la propia historia, sistemas económicos de intercambios, ni serían de recibo expresiones —y realidades— usuales como el pago en especie o que una parte importante de la investigación propiamente económica de multitud de facultades o departamentos titulados precisamente de economía (of economics), en tantísimas universidades del mundo, se orientase como en efecto se orientaba del siglo xx en adelante al estudio de la función del bienestar en los comportamientos económicos o al de la pura «felicidad» como elemento insoslayable, ni lo sería el propio hecho de que — en la época que hemos dicho— la naciente y pujante neurociencia diera lugar a un saber neuroeconómico (Neuroeconomics) que no apuntaba a los aspectos mensurables —en consecuencia, o por lo mismo, cuantificables y susceptibles de expresarse en las fórmulas matemáticas e incorporarG. P. Putnam’s Sons, Nueva York, XVII + 343 p. De ellos debe datar el opúsculo Questions and proposals on the national reconstruction problems of the United States, submitted by members of National Council of National Economic League (The League, Boston 1860). 110 Cipriano López, Madrid, 2 vols. Hay reed. —entre otras— Madrid, Fundación Banco Exterior, 1988. 111 Cf., por ejemplo, J. de la Riva-Agüero, Informe sobre textos escolares de historia del Perú y de economía política, presentado a la Dirección de exámenes y estudios del Ministerio de Instrucción (Librería e Imprenta Gil, Lima 1935). 108 109

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se de ese modo al análisis económico convencional (el que partía de la base de que todo aserto concerniente a la economía solo debe admitirse como tal si se expresa de forma gráficamente matemática)—, sino que interesaban —dijo las Neuroeconomics— en la medida, sobre todo, en que explicaban el fenómeno psíquico llamado emoción y sus repercusiones en el orden de cosas a que nos referimos 112. Sería largo —y lo sería desproporcionadamente— poner de manifiesto las contradicciones que surgen cuando se pretende acotar lo económico a un tipo de recursos concretos, no digo ya a aquellos en que tercia el dinero, sino a cuantos atañen a los intercambios sin más (pues todo se intercambia, felizmente), o lo que concierne al mercado (que es expresión multívoca)…—; en último término, todos esos problemas se diluyen —únicamente en el sentido de que quedan en un lugar que no se presta a equívocos y en el que, por lo tanto, se puede trabajar— si aquella reelaboración de la teoría económica de que hablábamos al principio parte de que todo lo humano es económico (y político y cultural simultáneamente). En toda acción humana, en efecto, —Entran en juego las capacidades y querencias concretas —los hábitos que invitan a conseguir el bien que considera tal aquel que actúa—, o sea la cultura en el sentido que le hemos dado al expresarla en ciertos casos como paradigma y en otros como cosmovisión (Weltanschauung 113). Urbano Ferrer se extiende en ello y en su relación con la ética y la naturaleza en el capítulo con el que contribuye a este volumen. —Se pretende, por tanto, un bien. Y eso es ser económico, o sea distribuir o producir recursos que son bienes. —Sólo que todo lo que se distribuye y produce se comparte (toda acción personal se engarza, en realidad, en una red de acciones prácticamente ilimitada) y eso lo hace política en la acepción más noble de ese término 114. 112 Aunque puede orientarse en el mismo sentido —que es, al cabo, el de la manipulación del prójimo—, me parece de interés la relación entre caracterología y bienestar (y renta) a que se refieren S. Schurer – J. Yong, Personality, well-being and the marginal utility of income. What can we leardn from random coefficient models? (Victoria University of Wellington, Victoria 2012): researcharchive.vuw.ac.nz, sobre datos de Australia. 113 Sobre la implicación entre cultura y economía (sólo que entendida esta última de forma clásica), N. Nunn, Culture and the historical process, en http://d.repec.org/ n?u=RePEc:nbr:nberwo:17869&r=his. 114 He intentado explicarlo en Caritas in veritate. Ensayo de reordenación, accesible

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El asunto es tan importante —a mi entender— que, en función de las posibilidades que se apuntan en Caritas in veritate y, en general, en la teología moral que diremos comunitaria, vale la pena proponer un orden temático de las consecuencias que se siguen de ello. Por lo demás, no es el único ni el mejor seguramente; el lector hallará una buena alternativa —en parte, de los mismos asuntos, con distintos conceptos— en el capítulo firmado or Miguel Martínez Robles, en este mismo libro. — Primero: desarrollo y crecimiento en valor (o sea enriquecimiento) En tal sentido, lo primero que se impone es mejorar cuanto sea posible el concepto de desarrollo sobre la base desde luego de que se trata de una dinámica integral. Es necesaria esa definición porque, en varias de las realidades que acabamos de mencionar —sea el dinero, sea la vida espiritual— se interpone en nuestro camino, sin remedio, el valor. Y sería valioso —y, por lo tanto, posible objeto de intercambio (económico, ¿por qué no?, gratuito o pagado)— todo aquello que realmente nos acrece, o sea nos desarrolla. Eso no solo implica, sin embargo, un concepto cabal de desarrollo, sino una axiología. No sé si alguien pensaba que aludía al valor (dinerario) de los bienes que se intercambian en los mercados. Y claro está que también me refiero a eso. Solo que ese valor no es sino una de tantas formas en que se manifiesta lo valioso en nuestra vida. Y consideramos valioso todo lo que, adquirido, nos enriquece. Ya se ve que, aquí, enriquecer es un nuevo sinónimo de crecer y desarrollar. Pero ayuda a entender mejor la consabida diferencia entre ser y tener y, por lo tanto, entre ser más o tener más. — Segundo: la diferencia entre tener y ser, como elogio del artificio (que implica tener más para ser más y, por lo tanto, propiedad) Que eso está en la mente de Benedicto XVI, basta para indicarlo la referencia que hace en la encíclica a la necesidad de «orientar adecuadamente el deseo» (n.19) y quede claro que parte uno de la base de desde joseandresgallego.com/contenido_06.htm.

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que esa educación se da de hecho (incluso cuando resulta errónea y es, consecuentemente, una mala educación). Por tanto, es libre. Se da de hecho y no se agota tampoco en las instituciones educativas, ni siquiera en las diversísimas formas en que todos influimos en los demás y somos influidos por ellos y, en tal sentido, educados; sino que abarca también la educación del deseo que uno se da o pretende darse a sí mismo. De ese modo recobra su mejor acepción el uso que se hace, en el mundo económico, de la palabra bienes. Deseamos el bien únicamente. Pero deseamos nuestro bien (aun el caso de que lo deseemos para otros) y, por tanto, requiere libertad para usar de las cosas que constituyen nuestros bienes, aunque sea como instrumentos para obtener bienes mayores. No es otra cosa lo que se recuerda desde hace siglos cuando se reconoce el derecho que tiene todo el mundo —todas y cada una de las personas— a usar los bienes existentes como manera de ser libres. Bien entendido que, ahí, la libertad se presenta de dos maneras diferentes —y asimismo clásicas—: el bien, como lo verdadero que es, me libera (me hace ser más) y he de ser libre para usar los bienes que existen como medios para ser más o lograr otros (y, en consecuencia, necesito tenerlos, apropiarme de ellos cuando llegue a hacer falta que se vinculen permanentemente a mí mismo). Y eso remite —ahora sí (o sea hoy y ahora)— al dinero, que se presenta, de esa forma, como instrumento necesario para lograr determinados artificios que no acaben en tener más, sino que nos aboquen a ser más. Esto último es importante y puede pasar desapercibido (sobre todo, para quienes persistan en la idea de concebir lo natural como una esencia inmutable y no descubran que la naturaleza humana —esto es: la manera de ser del hombre— no sólo implica crecimiento —en el ser; esto es: ser más—, sino la posibilidad de conseguirlo por medio de la creación y del uso de artificios 115).

115 En perspectiva kantiana, J. R. ÁLVAREZ, «Criaturas de la naturaleza y criadores de cultura. De vuelta con la naturaleza humana»: Scripta Philosophiae Naturalis 1 (2012) 12-27.

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— Tercero: ¿dinero o capital? Antes, nos referíamos a la antigua insistencia en la condena de la usura y cómo, sin embargo, quedó en segundo plano cuando se abrieron paso las nuevas formas de acumulación de capital que exigieron determinados bienes apenas comenzado el siglo xix (el tendido ferroviario, como ejemplo especialmente nítido). Ahora debo aclarar que la lucha contra la usura siguió terne hasta el siglo xx 116; pero se relegó considerar usura el interés que se cobraba por invertir dinero (como se había hecho hasta entrado el siglo anterior). No rehuyamos la pregunta: ¿fue acertado (moralmente certero dado que la pregunta era —es— moral) olvidar el supuesto aristotélico de que el dinero (como la cosa que es) no puede generar producto alguno (ni por lo tanto está justificado el interés)? Hemos dicho que la acumulación de capital (y, por tanto, la de dinero) es necesaria a veces para lograr determinados artificios que, por medio de tener más, nos permitan ser más 117. Pero, de ser de así — como creo que lo es—, lo es para todos y cada uno de las mujeres y los hombres y, en consecuencia, mi derecho a tener más para ser más no sólo exigirá que sea así —que tenga más para ser más—, sino que habrá de hacerse realidad de tal modo que todos los demás puedan ejercer su propio derecho a usar libremente de los bienes que existen para que —también ellos— puedan ser más. Puedo aducir que su deseo de ser más —y de serlo a su modo y voluntad— acaso no requiera tener más. Pero saldré de dudas —y no me engañaré— si aplico la medida universal de desear —a todos— lo que deseo para mí, o —lo que es lo mismo— si amo al prójimo como me amo a mí. Mientras no lo consiga, estaré en deuda (realmente). Y que eso augure que moriré como deudor no significa sino que debe ser una actitud que llegue a tamizar todas y cada una de mis acciones, mientras sea capaz de llevarlas a cabo. 116

Tendría que volver a remitir a «Sobre el problema de la usura en la España de 1900»,

a.c. 117

Con la cautela que aconseja la ignorancia, me atrevo a sugerir que podría haber cierto fondo común con lo que estudian J. VILLACÍS, «El modelo de determinación de la renta, el interés y el dinero en Germán Bernácer (1916)»: Ekonomiaz: Revista vasca de economía 79 (2012) 316-343, y S. ALMENAR, «Sociedad y felicidad. El pensamiento económico de G. Bernácer»: Historia Social 4 (1989) 53-79.

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d) Un apunte sobre la crisis del año 2007-2008 (y siguientes) y sobre nuestra condición de legatarios No hace falta advertir que todo eso arroja luz sobre lo sucedido a finales del siglo xx y comienzos del siglo xxi con la creación de otros instrumentos del mismo tipo que no se diseñaron, sin embargo, para construir artificios que lleven a ser más, sino para generar más dinero, o sea, simplemente, tener más (sea o no a costa de otros; aunque claro está que es más grave —muchísimo más grave— si es a costa de otros, como ocurrió, en efecto, en la ocasión a que nos referimos). En realidad el crecimiento que aboca a tener más ¿puede dejar de ser, alguna vez, a costa de otros? Cabe aducir sin duda (ya se adujo) que se trataba de idear instrumentos financieros que permitieran una refinanciación sine die, en algunos casos, y, en otros, un encadenamiento de subrogaciones y créditos —que terminaba por ocultar completamente el punto de partida— y que podían ser ésas, otras formas de producir —en el sentido más estricto— nuevos medios de pago que permitieran la producción y la distribución de nuevos bienes. Pero eso (si no fuera, además, por los engaños y las ocultaciones a que se recurrió) habría bastado para poner de manifiesto el peso decisivo que le corresponde al deseo y a la función orientadora en el deseo —para bien o para mal (y propio y ajeno)— de toda acción humana. Dicho de otra manera: la realidad concreta —esa que acabo de decir— era (y es) la que suscitaba (y suscita) nuevamente la pregunta moral: ¿Qué tengo que hacer (como consumidor, como empresario —que consume—, como financiero —que no deja de consumir— o como gobernante —que también es consumidor—…)? ¿Puedo alentar la difusión de instrumentos de crédito que facilitan desde luego el consumo y, al tiempo, ponen en peligro (grave) la posibilidad de hallar un puesto de trabajo (del que comen) en aquellos que no consumen esos bienes (porque no pueden o no quieren)? ¿Puedo arriesgar no sólo mi dinero, sino el mantenimiento digno de otros (el digno y, si se tercia, hasta el mantenimiento indigno, en niveles de pura subsistencia? Y que nadie señale lo relativo del concepto —dignidad— porque —de nuevo— no tiene más que desear que los demás puedan ser dignos —si quieren— como uno mismo lo es.

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No hablemos ya del disparate que supone afrontar esa situación no sólo sobre la base de restringir el crédito, sino sobre la de salvar prioritariamente la inversión de los inversores (que es lo que late al cabo en las medidas adoptadas desde el año 2008 para restaurar la solvencia de los propios establecimientos bancarios en que se había gestado la crisis), y no ya el disparate sino la injusticia flagrante de que las inyecciones dinerarias corrieran por cuenta de todos y cada uno de los contribuyentes, y que los gestores de las ocultaciones y los engaños quedasen impunes. Eso es ya clamoroso. En el otoño de 2011, el preso más antiguo de España era un delincuente que sumaba más de treinta años de cárcel por delitos menores, desde 1976 118. Y menos mal que los teóricos justicieros se preocupaban de que no prescribieran los delitos de lesa humanidad..., en los que, sin embargo, no incluían las causas de la crisis económica 119. Vivir para ver. Bien entendido que, ahí —digo en lo de la impunidad de aquellos otros—, la responsabilidad exigible abarca a todos: no tan sólo a los financieros, sino también a los gobernantes (en la medida en que se propició desde más de un Gobierno —el que fuere en cada país— la concesión de créditos cuya devolución era improbable 120); concierne desde luego a los financieros, a los gobernantes y —también— a quienes aceptaron la oferta de lo que no necesitaban (si es que, en efecto, no les hacía falta). 118 Cf. V. DOMINGO: «¿Es justo que el preso más antiguo de España sea un infractor condenado por delitos menores?»: Criminología y Justicia 1 (2011) 32-33. 119 A título de ejemplo, X. OÑATIVIA – L. CICCIONI, «Psicología y delitos de lesa humanidad. Dispositivos de acompañamiento activo: un soporte posible desde la psicología en los juicios por lesa humanidad»: Revista de Psicología (La Plata) 11 (2010) 213-231. 120 Este rubro de responsabilidad no puede considerarse desconocido; pero no goza de la fama del que atañe a los financieros. Sobre el papel de los gobernantes norteamericanos en el punto de partida de la espiral crediticia, remito a los datos reunidos en «A mortgage fable»: The Wall Street journal (22-9-2008) A22. Comprendo que la etiología de la crisis es mucho más compleja (y que la bibliografía es tan desigual como inmensa). Por insuficiente que sea, me atrevo a remitir —por su larga perspectiva histórica (sobre gran parte del siglo XX)— a M. Barratt Brown, «Keynes and the 2008-9 crisis»: Obets. Revista de ciencias sociales V/1 (2010) 13-20. Sobre la combinación de factores técnicos, G. SURÁNYI, «The global crisis. Domestic financing, Asian economies, bond market development», Case Network E-Briefs, n.7 (2012). Sobre los efectos en la economía doméstica europea y asiática, B. BIDANI y otros, Subjective perceptions of the impact of the global economic crisis in Europe and Central Asia: The household perspective (The World Bank. Europe and Central Asia Region. Poversty reduction and economic management Unit, 2012).

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Con razón habla Rubén Manso, en este libro, de la importancia del concepto (jurídico, cuidado) de responsabilidad limitada como algo a reconsiderar. Con visión de toda la historia, el lector de estas páginas hallará otro dictamen importante en el capítulo de Miguel Alfonso Martínez Echevarría; quizá pueda ligarse a lo que digo por su referencia a la nuda realidad, de una parte, y, de otra, por la relación que establece entre esas actitudes que ha mostrado la crisis y la mentalidad tecnicista como una suerte de neutralidad moral que permite hacer todo lo que es posible llevar a cabo y le interesa a uno. Sólo que, al llegar a este punto, más vale hacer justicia y reconocer que el asunto moral que anida en todo eso alcanza a muchos más — que a los financieros y los políticos y los consumidores de lo crítico— si se aborda desde el punto de vista en lo que plantea José Antonio García—Durán en relación con el envejecimiento de la población europea (y, especialmente, la de España e Italia, países ambos católicos). A estas alturas, no hace falta argüir sobre la relación histórica que hay entre hedonismo y consumismo. Sólo que esa cuestión ayuda a señalar un aspecto que apenas hemos apuntado, y es que la acción y, por lo tanto, el encadenamiento de las acciones de una persona y, por lo mismo y sobre todo, la trama de decisiones y de acciones y resultados y vuelta a comenzar —y en tantos puntos como personas hay— ponen de manifiesto el carácter temporal, histórico y, simultáneamente, por ello, sucesivo y acumulativo (para bien o para mal) de todo lo dicho, y eso —creo entender— es lo que ha planteado Aquilino Polaino en el capítulo que firma en este libro, centrado en los aspectos intergeneracionales que implica. Es el fluir de la historia como realidad de la que hay que responder (en lo que toca a cada cual, claro está). No hay sino que aplicar el cuento anterior y concluir que los que vengan tendrán derecho a usar, con libertad, de los bienes que existan, y eso para ser más. Y mi proximidad (projimidad) a ellos se distingue de la del prójimo de hoy sólo porque la de este es espacial y aquélla, temporal. Mi solidaridad con ellos me obliga, por lo tanto, a procurar que puedan tener más por si quieren ser más y en medir el alcance de esto último con el rasero con que mido mi propio deseo.

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e) La dinámica entre solidaridad y subsidiaridad No puedo detenerme en un hecho fundamental que desarrolla en este libro Gabriel Galdón, y es que todo lo que se acaba de decir —y su hipotética versión contraria— implica la comunicación como elemento constitutivo de lo humano y que eso abarca el propio oficio de comunicar. Bien entendido que todos somos comunicadores y receptores. Si vale ahora la pena advertir que —además— hay algunas personas que se dedican a ello como tarea profesional —así, los periodistas— es más bien para recoger la advertencia de que no cabe comprenderlo y afrontarlo como un quehacer que —de tan profesional que es— se trataría de algo técnico y únicamente técnico. Ni hablar. De eso nada. También ese quehacer implica una antropología que conciba lo personal como algo abierto a un crecimiento integral (y esto último, precisamente desde el punto de vista personalista, en el sentido filosófico de esta última palabra). Lean lo que escribe Pedro Barrajón, en este mismo libro, sobre el desarrollo integral y la técnica (incluida la comunicación). A lo que debo ir ahora es, no obstante, a que, en último término, todo lo que se acaba de decir afecta a una cuestión de principios que concierne no sólo a la salida de la crisis que estalló al acabar el año 2007 y comenzar el 2008, sino a todo comportamiento económico. Esto es (por lo dicho): a todo comportamiento humano. Si hubiera espacio, valdría la pena intentar el entronque de lo que sigue con lo que plantea Gonzalo Diéguez en este mismo libro acerca de la relación —digamos— orgánica entre empresa, crédito, consumo, sindicatos et coeteris paribus; porque acaso daría a mis notas una trama institucional que mostraría mejor sus consecuencias y —también— la viabilidad de posibles soluciones. Me refiero al hecho de que la interacción de financieros, gobernantes, consumidores y todos los demás en la ocasión que comentamos no es, en realidad, sino reflejo de un elemento constitutivo principal de todo ser humano, y es que toda mujer y todo hombre —y toda criatura, sin excepción— son receptores del efecto de las acciones y los actos de todo y todos los demás, sin excepción también. Y eso es así no sólo al definir la realidad concreta sobre la que puedo actuar realmente —con mis capacidades igualmente concretas y reales—, sino que afecta a esa misma capacidad de cada cual, aquella en que consisto como persona individual (carnal).

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Y eso es de enorme importancia porque da una dimensión radicalmente solidaria a aquella equivalencia entre existir, conocer y amar. Justamente, porque se trata de la convertibilidad de lo que llamamos trascendentales, troca en vicio o virtud el hábito que me hace capaz de tomar decisiones concretas que redundan en otros como daños o beneficios. Y eso —aparentemente tan obvio— quiere decir que no sólo afecta a los llamados hábitos morales, sino a los intelectuales, que, al constituir la realidad —y generarla de una forma o de otra—, contribuyen a provocar —nuevamente— la pregunta moral: ¿qué debo hacer, si eso es así? — ¿Es solidaria toda acción (para bien o para mal)? En la medida en que los efectos de mis acciones dependan de las acciones de otros, mi responsabilidad menguará. Y aún la reduce más la imposibilidad de conocer esos efectos —de las acciones de otros— e incluso la acción misma por la que alguien pueda optar, sabiendo o sin saber que la repercusión será mutua. Pero no disminuye la calidad de solidaria que tiene toda acción. La tiene hasta el extremo y de manera tan palmaria que muchos de los fines que me propongo cuando actúo requieren o aconsejan el concurso —previo e intencional— de los demás; por lo pronto, de aquellos que comprenden la comunidad de que forma parte uno mismo. El problema comienza cuando constato que uno de esos fines concretos —y ocurre en casi todos— concierne a más de una comunidad de las que formo parte y que, además, esas comunidades no siempre se articulan de manera piramidal. Puede que mi familia viva en una ciudad —toda ella—; pero puede que no. Lo mismo puede ocurrir con la comunidad empresarial —distinta a su vez de la profesional— a que uno se dedique. Y pensemos en el sinfín de las demás actividades que llevo a cabo en compañía o sea en comunidad. Eso nos mete de hoz y coz en otro punto principal en Caritas in veritate, que es la dinámica entre solidaridad y subsidiaridad, que se invoca en varias ocasiones, hasta el punto de constituir una de las constantes de la encíclica (n.47-48, 57-58, 60, 67). Nos mete en ello de hoz y coz y nos deja claro, de paso, que no se trata de una simple alternativa, sino de una combinación, y que esa combinación no se resuelve en porcentajes, ni desde luego en fifty-fifty.

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— La necesidad de hacer distinciones (y concretamente axiológicas) en el principio de subsidiaridad. En la conversación que publicamos tras Diez años de reflexión sobre el nacionalismo, el estado, la nación, la soberanía y lo hispánico (2008 121), José María Méndez daba un paso adelante en la definición de lo que se ha dado en llamar el principio de subsidiaridad y que, frecuentemente, se ha aducido para esferas concretas (sea la relación entre persona individual y estado, ciudad o, simplemente, gobernantes —que es lo que planteó León XIII en la Rerum novarum (1891)—, sea la relación entre cada estado y una comunidad interestatal, que es como se planteó en la Unión Europea). El lector hallará una explicación más enjundiosa del desarrollo histórico del concepto en el capítulo de este libro que ha aportado Gregorio Guitián. En aquel otro libro, José María Méndez advirtió que hay valores que se logran mejor conforme a ese principio, pero hay otros —tan legendarios y legítimos como los anteriores— que se logran mejor cuanto más amplia —mayor, en suma— es la comunidad que los pretende (y bastará acudir a aquellos ámbitos —concretamente, de valores— a que se refería: el valor religioso se consigue mejor si quien decide finalmente es la persona individual; los estéticos se alcanzan cabalmente en la menor de las comunidades posibles —y él hablaba de la familia—; los fines éticos, en cambio, y más aún los económicos piden a gritos decisiones tomadas, en la comunidad mayor). Con lo cual queda enzarzado en todo ello otro problema que plantea el texto de Benedicto XVI y que, en contraste con el que acabamos de ver, ha suscitado multitud de manifestaciones de perplejidad cuando no de enojo. Y me refiero, lo adivinan, a la afirmación de que es necesaria una «autoridad mundial» (n.67); una afirmación que, por cierto, no indignó de tal modo cuando la hizo Juan XXIII en Pacem in terris (1963), y valdría la pena preguntarse por qué (claro está que en otra ocasión). Ahora veremos si la coincidencia de esos dos asuntos —el de la dinámica entre solidaridad y subsidiaridad y el de la autoridad mundial— se reduce a casualidad, o si se trata de un roce tangencial, o si por el contrario se hallan completamente entrelazados. 121 Tirant lo Blanch, Valencia, 805 p., especialmente desde la 773 (o sea el cap. «La revolución [pendiente] de la soberanía implica la redefinición [pendiente] de la subsidiaridad [y, seguidamente, aplicarla]»).

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Empecemos por advertir que la axiología que propone José María Méndez choca, de entrada, con algunos de los conceptos que hemos empleado aquí (por lo pronto, el de economía, incluso el de cultura). En la estela de Scheler, distingue entre valores (i) religiosos, (ii) estéticos, (iii) éticos y (iv) económicos y les reconoce, además, ese orden de excelencia 122. Lo cual plantea dos problemas si se confronta con lo que hemos dicho hasta ahora: uno es que se distingue nuevamente lo económico de lo demás, lejos de suponerse que toda acción humana es económica, en cuanto que genera o distribuye recursos, sean del género que fuere (y ahora, además, resulta que sabemos que esos recursos —netamente económicos— pueden ser religiosos, estéticos, éticos o —redundantemente— económicos). Hay que advertir, por tanto, que una cosa es que toda acción lo sea en cuanto que, con ella, persigo un bien concreto y otra cosa es que esa acción y ese bien tengan valor, precisamente, para conseguir otro bien. Espero que se vea más claramente más adelante. Por contra, no sólo implica considerar la vida espiritual como algo que acrece a todo hombre y toda mujer —y es propio, por lo tanto, de su desarrollo integral—, sino que la sitúa como prioritaria, en la medida en que es religiosa, estética, ética y económica. Mas, paralelamente, la pirámide de comunidades que emplea como base —para deducir si es la mayor o la menor la que tiene prioridad en orden a conseguir el fin (familia, municipio, región, nación, continente, mundo) no es más que una de las pirámides que entrarían en juego para lograr un fin concreto. Ya hemos dicho que una misma persona suele pertenecer a comunidades distintas que no se relacionan entre sí, ni de forma piramidal ni por tener el mismo fin y que sus acciones, por tanto, tendrían consecuencias —mayores o menores— en todas ellas (y de las cuatro maneras dichas en términos axiológicos). Y no es cosa de defender la que empieza por la familia y termina en la humanidad por el hecho de que se trata del orden natural. No se puede olvidar que lo natural en el ser humano es que se valga de artificios para lograr sus fines. Eso además de que no está tan claro que la co122

La relación de lo que sigue con el amor, precisamente en Scheler, en L. Rodríguez Duplá, «La esencia y las formas del amor según Max Scheler», Anuario Filosófico 45/1 (2012) 69-96. Me llama la atención el replanteamiento de J. Buganza Torio, «Relectura rosminiana de la axiología de Max Scheler»: Rivista Rosminiana di Filosofia e di Cultura 106/1 (2012) 13-42.

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munidad profesional o laboral, por ejemplo, sea menos natural que el municipio en el que uno, ciertamente, no sólo vive, sin embargo, sino que, estrictamente, lo que hace es (algo tan natural como) con-vivir. — La compleja heterogeneidad de nuestro modo de ser interrelacionales No creo, sin embargo, que diera un paso en falso José María Méndez al proponer lo que propuso. Lo que creo es que se han de conjugar más factores para aclarar esa dinámica que él plantea como una relación entre lo que podríamos llamar grandes familias de valores (la religiosa, la estética, la ética y la económica) y las comunidades en que se toman decisiones a fin de conseguir lo que es valioso. Y es más que verosímil que la solución no sea nítida. En realidad, la implicación de fines será el primer obstáculo. Dos personas pueden colaborar en una misma acción —en realidad, decidir y actuar mutuamente en función de la acción del otro— con fines, sin embargo, diferentes. Y, de la misma forma, hay fines estrictamente intencionales — como el de conseguir el bien común o el de convivir— que se desgranan en acciones distintas y, además, diferentes (en el sentido de que difieren en múltiples aspectos). Y, aparte, sigue en pie la interacción entre las distintas acciones de las diferentes personas (que se da aunque no se pretenda). La propia reiteración con que Benedicto XVI torna a advertir la necesidad de que, en esto o aquello, se conjugue la solidaridad con la subsidiaridad ilustra claramente lo que digo; la solidaridad exige erradicar el hambre y, cara a ese fin, no hay subsidiaridad que valga. Pero, si se da un paso más y se reparten alimentos o se invierte en su producción in situ, ni lo uno ni lo otro se debe hacer sin tener en cuenta las peculiaridades culturales —éticas, estéticas, religiosas— de las personas a las que se pretende ayudar (y eso hasta el punto de que ha de procurarse el concurso de las personas ayudadas en la propia gestión de esas ayudas). De lo contrario, intentaríamos lograr únicamente un valor económico —el de distribuir unos recursos— y, lejos de lograrlo, acaso dañaríamos valores éticos, estéticos o religiosos, si es que no todos ellos.

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Exigencia —la de contar con el concurso de las personas ayudadas en la propia distribución de las ayudas— que —lo sabemos— puede servir de máscara a la corrupción y al cohecho, que se nos presentan, por tanto, como razones suficientes para constituirse en fines —lo es el de evitarlo que suceda así— que requieren acaso acciones complementarias o, sin más, acciones distintas, que —a su vez— plantearán de otra manera la dinámica inevitable (y deseable) entre subsidiaridad y solidaridad 123. f ) La relación entre el eje axiológico y el «eje comunitario» (y la diferencia entre la unión carnal —como acción humana— y la acción humana «bioética» como «trabajo») ¿No tiene, entonces, solución? Fácil, no. Pero necesaria, sí. Por dejar desbrozado el terreno, aunque sea tan sólo lo imprescindible para que pueda abrirse —acaso— una vereda y ver de entrar por ella, podría ayudarnos la adecuación de los conceptos que hemos empleado como ámbitos implicados en toda acción (cultura, economía y política) con las familias de valores que propone José María Méndez, o sea tener en cuenta que (i) el fin de la cultura es dotar a cada persona de la mayor capacidad para decidir libremente y, en ese caso, (ii) es éticamente valioso —conforme a las palabras que emplea el propio Méndez— todo lo que me hace capaz de ser más libre o, mejor (iii), de ser libre en decisiones más complejas —de creciente complejidad— para lograr el bien (de manera que, con el bien, [iv] reaparece el concepto de crecimiento y, por tanto, el de desarrollo integral y se percibe que ese desarrollo consiste —en lo que atañe a mi cultura— en mejorarla y enriquecerla [v] con la adquisición de todo hábito que suponga aumentar mi concreta capacidad, la de cada uno como quien es y como es, pero, precisamente, [vi] para hacer el bien). Y eso (vii) prima, obviamente, la subsidiaridad, habida cuenta, sin embargo, de que esa misma acción —toda acción— (viii) es interrelacional y, por lo mismo, ella misma me relaciona con los demás y repercute en su bien respectivo, o sea (ix) es solidaria (inevitable y felizmente). 123 Sobre la realidad de la relación entre ayuda y corrupción en África entre 1996 y 2010, S. A. Asongu, On the effect of foreign aid on corruption (MPRA, Múnich 2012).

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No digo ya (x) que repercuta en su capacidad (que es la de su cultura y es, ciertamente, tan digna de consideración como la mía), sino que me refiero (xi) al bien concreto que pretendo con esa acción y que ahora se me presenta —en virtud de nuestra forma interrelacional de ser— como (xii) un bien común o, si se quiere, como un bien personal que repercute en los demás y, según cómo lo haga, es o no es un bien realmente común y, si lo es, lo es en una medida o lo es en otra. Por fin, todo eso implica deducir que, si todas mis acciones, aun las más egoístas —en la medida en que soy capaz de decidir únicamente en función de mis propios intereses—, graban o aumentan el bien común no sólo por tratarse justamente de un bien, sino porque toda acción mía es interrelacional —y eso quiere decir comunitaria—, eso es lo mismo que decir (xiii) convivida: se hace realidad en mi convivencia con los demás, y, para asegurar eso otro —la convivencia— (xiv), alguien ha de ejercer la autoridad. Por eso, no me parece disparatada en absoluto la posibilidad de que el bien común consista, al cabo, en el bien —con tal que sea eso, precisamente: bien (real e indiscutible)— que se consigue de vivir en común (que es a lo que creo que apunta, entre otras cosas, la contribución de Juan de Dios Larrú a este volumen). Que sea —claro es— bien real y concreto es —me parece entender— lo que preocupa a Montserrat Herrero en las páginas que consagra a ese tema. En realidad, todos ejercemos autoridad y todos obedecemos a la autoridad. Ahora quiero advertir, sin embargo, que, por todo lo dicho, lo que resulta más valioso es (xv) convivir (con Dios y con todo y todos). Y, sin embargo, (xvi) la convivencia es un valor que no se puede reducir a religión, estética, ética o economía, sino que afecta todos esos ámbitos y cuantos puedan distinguirse. Carece de sentido, por tanto, preguntarse sobre el tipo de valor (religioso, estético, ético o económico) que se consigue con una acción concreta. Una cosa es la intención y otra los resultados. Uno puede hacer algo —en teoría— para obtener únicamente provecho económico, sin interés religioso, estético ni aun ético alguno. De hecho, con esa acción concreta, ganará o perderá —insoslayablemente— valor religioso, valor estético, valor ético y valor económico. Sea cual fuere el fin de tal acción, pondrá en juego todos los ámbitos que se indican y repercutirá —sin duda— en la mengua o el incremento del valor que se logre en todos los órdenes —los cuatro mencionados y más que hu-

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biere—, y eso, por ello, tanto en el orden personal como en el orden comunitario, de un lado, y en el religioso, en el estético, en el ético y en el económico, de otro. Ahora bien, esas dos dimensiones (la personal-comunitaria y la axiológica) no están ahí como vertientes que se dan mutuamente la espalda; están íntimamente relacionadas. Lo expresó Méndez en la pirámide que ilustraba su tesis. La dimensión personal—comunitaria es la que él graduaba de la familia al mundo, acaso con demasiada concreción (únicamente porque podía inducir a equívoco y entenderse como la pirámide social por antonomasia.) La pirámide laboral, por ejemplo, obedece a las mismas reglas en relación con los valores. Basta leer los capítulos de Domènec Melé y Antonio Argandoña en relación con el quehacer empresarial concretamente. A la luz de una teoría de la acción (humana, claro está) que se vea como amorosa —o amiga—, todas las cosas cambian. Por eso, no cambiarían las cosas, creo, si el planteamiento de Méndez se formulara de este modo: la calidad del valor logrado es mayor cuanto menos depende de la comunidad (y eso, a pesar de que redunda, sin falta, en beneficio de toda ella), sea del tipo que fuere la comunidad en cuestión. Otra cosa es que toda comunidad se inscriba en una pirámide social y que todas las pirámides sociales tengan un mismo punto de partida, quizá sin excepción: la existencia de seres humanos. Esta nueva perogrullada hace al caso porque, como eso es así, hay una acción humana —el acto conyugal, carnal, sexual (como ustedes quieran llamarlo)— en la raíz de la existencia de toda comunidad y, por lo mismo, de todas las pirámides sociales. Todo ser humano, precisamente para serlo, ha de ser pro-creado. Recuérdese que Hegel dio el nombre de trabajo a toda acción humana por su carácter de modificadora de la realidad. Pues bien, hay una —por lo pronto— que no merece propiamente ese nombre, por más que, ciertamente, modifique la realidad. La labor de la acción carnal (en su más noble forma intencional) debe ser una mutua donación —quizás, una completa donación— abierta a la vida, o sea a la donación, a su vez, de la condición de viviente humano. Dicho así, puede pensarse que es el cénit (humano) de la identidad entre existir, conocer y amar y que completa la observación de Gaos —o, al menos, da otro paso adelante— sobre la caricia humana como prueba

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de la capacidad de todo hombre y mujer de transcenderse a sí mismo y, de ese modo, revelar su capacidad —atención a esta forma de expresarlo— sobrenatural. Ahora relean a esta posible luz las páginas de Rafael del Río sobre la apertura a la vida (sobre todo, en la condición sexuada de los seres humanos) y el desarrollo entendido de manera integral y pregúntense si es posible que se aproxime —un poco— lo que digo a la respuesta que buscaba de una mejor explicación de las razones por las que la procreación humana sólo tiene sentido en la unión conyugal. No dijo que eso lo explique todo (o suficientemente); únicamente me pregunto si irán por ahí las cosas. Amorosa puede ser toda acción humana y, por tanto, donal. Hasta la más prosaica. Pero, en la unión carnal, la acción no sólo es mutuamente amorosa y donal, sino que llega al límite en sus tres relaciones: la relación sustancial que acaso es el varón, la relación sustancial que es tal vez la mujer y la relación en que consiste la acción misma y que lo es de tal modo que, si hay fecundación, se convierte en (i) relación permanente, (ii) viva y (iii) en condiciones de “crecer integralmente” hasta el extremo de constituirse en relación sustancial de otra unión carnal semejante. La diferencia con la acción que conlleva la fecundación in vitro es obvia: puede ser esta igualmente amorosa y fecunda. Pero se queda en el nivel del trabajo. No hay una donación mutua de la totalidad de sí mismo. Sólo que, para afirmar esto último —que una fecundación in vitro (que puede implicar, sin duda, un sacrificio mutuo, o sea en la mujer y en el varón) no es lo mismo que la fecundación artificial de una hembra de cualquier especie animal (excluida la humana)—, acaso haría falta una valoración de la prolongación de la caricia sexual, realmente sobrenatural (en el sentido de que, con ella, la persona humana se trasciende a sí misma —y al cónyuge al que acaricia— y aboca a una acción unitiva que lo abarca enteramente, hasta el límite). Eso sí, es una donación asimétrica y es un pago asimétrico. Quizá no sea acertado afirmar que el varón, en ese acto, posee a la mujer y que ella se le entrega enteramente. La entrega es mutua. Lo que ocurre, generalmente, es que ella arriesga más y él se hace cargo del riesgo, precisamente como carga. A cambio, para ella, que arriesga más, el pago —lo que gana— es mayor (y suele serlo, además, en casi todos los órdenes).

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Ahora adviertan la cercanía de ese acto carnal —en ambos, mujer y hombre— a la opción entre el árbol de la vida y el árbol del discernimiento entre el bien y el mal (y, por tanto, entre lo mejor y lo peor) con que comienza el relato del Génesis; porque, si lo advierten, acaso vean ahí un motivo más para que la procreación requiera esa acción mutua, la unión carnal. No hay más que contrastarlo dando también un paso más allá —de la fecundación artificial— y planteándose la posibilidad de manipular los genes para lograr la eugenesia. En este otro caso, uno —o los dos— come del árbol del discernimiento por cuenta propia; no se limita a desear que el hijo sea óptimo, sino que lo trabaja o hace que otros lo trabajen para lograr —en lo posible— que sea óptimo como él mismo —el progenitor— entiende que ha de ser un hijo óptimo. O sea discierne. Y deja ver —quizá— que el puro acto carnal abierto a la vida es una de las formas de optar por alimentarse del árbol de la vida, entendido como fiarse de Dios exactamente en la medida en que lo hizo Abraham (cuya importancia histórica viene —a mi juicio de ahí—: de haber recuperado la oferta originaria del propio Dios, al aceptar la orden de sacrificar a su hijo, contra todo discernimiento) y, por eso, los judíos de los tiempos de Jesucristo decían que ésa había sido la segunda noche más importante de la historia. Para ellos, fue de noche (por lo menos, la concepción de Isaac por Sara 124). Claro es que esa importancia no deja de ser histórica por el hecho de que lo sucedido no tuviera nunca lugar y sea un relato simbólico el sacrificio de Isaac. No sé ni me preocupa si lo es (por lo menos, a los efectos de argüir lo que sigue). Lo que digo es que se entiende así y que, probablemente porque lo entendían así, en los días de la vida mortal de Jesucristo, se creía —entre los judíos de Palestina— que ésa —la de la aceptación (y frustración feliz) del sacrificio de Isaac— había sido la segunda noche más importante de la historia 125. La interrupción voluntaria del embarazo, cae por su peso, claro está, tanto si opta uno por alimentarse del árbol de la vida como si prefiere discernir entre el bien y el mal por cuenta propia. En una relación eminentemente donal, invocar el derecho a disponer del propio 124

Lo expliqué en el apunte que puede leerse en http://hdl.handle.net/10261/20033. Lo intenté explicar brevemente en La cuarta noche más importante de la historia (Navidad de 2008), accesible desde joseandresgallego.com/contenido_08.htm. 125

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cuerpo sólo podría plantearse, si acaso, como opción por discernir por cuenta propia entre el bien y el mal. Pero no habría forma de convertir en bien el mal de matar a un hijo. Sería, estrictamente, el negativo del relato abrahmico 126. Por eso mismo, no me detengo ni un instante en una cuarta opción bioética, que es la posibilidad de engendrar —o procrear probeta en mano— hermanos medicina para curar al hijo ya nacido. Es obvio que, antes, habrá de ofrecerse uno o una como padre o madre medicina (aunque sea lo último que uno haga en esta vida). g) Más sobre las relaciones entre el eje axiológico y el eje comunitario Volvamos ahora a la relación entre el eje axiológico y el eje comunitario sobre la base de que este último parte siempre de la unión carnal entre un varón y una mujer pero se diversifica en las más diferentes pirámides sociales (la geográfica que mencionaba Méndez, la profesional —que comparte ese origen (la procreación de los futuros profesionales)—, la de las amistades —de la que se puede decir lo mismo— y todas las que quepa recordar). Únicamente añadiré que la relación paternofilial no suele terminar con el parto y que el acto carnal procreador suele redondear —o agrandar— la comunidad que se halla en la base de todas las pirámides sociales. Me refiero —ya lo suponen— a la familia como unidad que permanece, mucho más acá de aquel acto carnal y de todos los actos carnales que sigan, con procreación o sin ella. Pero me apresuro a advertir que esa prolongación —en cuanto cúmulo de acciones (las de la familia como familia)— ya se sitúa —a mi entender— en el ámbito del trabajo que modifica la realidad. Es el trabajo —eso sí— donal por antonomasia, y ello porque, desde el momento que sigue al parto (y, luego, durante años) lo que se hace con ese hijo es introducirlo en la comunidad a base de inculcarle todo lo imprescindible para que sea capaz de convivir y de sobrevivir, o sea de optar a su vez por el árbol de la vida o el del discernimiento por cuenta propia y, en este último caso, enseñarle a elegir el bien. 126 Cf. la perspectiva —basada en el concepo de «diversidad funcional»— de M. S. Arnau Ripollés, «Del aborto “eugenésico” al aborto “post-parto”. Reflexiones desde una filosofía de la paz en clave feminista y de diversidad funcional»: Dilemata 9 (2012) 193-223.

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Y eso que se le inculca no son sino hábitos, y no sólo morales; intelectuales, tanto o más. En concreto, se trata de los hábitos que corresponden —exactamente— a la cultura de esa comunidad concreta (primero, la familiar; luego, las otras). — Primero: la relación con Dios, ¿como algo solidario? A partir de ahí, la dinámica entre el eje axiológico y el eje comunitario remite a tantos campos, que no podemos recorrerlos (ni avistar apenas), pero sí dejar apuntados, siquiera sea los pocos que surgen de inmediato y casi a vuelapluma: Mi relación con Dios —el valor máximo a lograr— repercute en todos y en todo (para bien o para mal) y es lo mejor que puedo darles, dice el obispo de Roma; pero puedo relacionarme con Dios —y de la mejor manera posible (en mí)— sin que se entere nadie. Sólo que, entonces, tendré que preguntarme por qué le oyó decir Mateo18,20 que, «donde hay dos o tres que se han reunido en mi nombre, allí estoy, en medio de ellos» (aparte de que habrá que encajar, en lo que sigue, la realidad —y la necesidad— del derecho canónico, que ha examinado en este libro Javier Otaduy). — Segundo: si interesa el valor estético (y ya lo creo que interesa) y repercute en los demás, acaso es ésa la razón por la que existe el canon (respectivo a cada comunidad, claro es) La belleza que sea capaz de crear podrá ser disfrutada por todos, por más que sea un poeta solitario. Si expreso esa belleza, es que hablo a alguien, incluso en el supuesto de que sepa que no me escucha nadie. Y eso porque lo haré como si fueran a escucharme y, en tal caso, estamos ante el canon y su razón de ser, que es interrelacional en último término y propia de lo que hemos llamado cultura compartida, o sea hábitos (estéticos ahora) comunes. Como expresión que es, el valor estético se comparte sólo si se comparten los criterios de percepción de la belleza que son imprescindibles para coincidir en la apreciación. En el fondo, es otro modo de entenderse (o sea comunicarse, interrelacionarse). Otra cosa es averiguar cómo nacen esos criterios e incluso definirlos claramente. La dificultad —evidente y sabida— de justificar

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cualquier canon estético habla elocuentemente de que no es —por lo general— fruto de razonamientos estrictos y propiamente intencionales. No suele ser siquiera una elaboración consciente. Por tanto, cuando hablo de la necesidad del canon no digo que haya que construirlo, ni definirlo siquiera; quiero decir únicamente que, como es imprescindible, existe, sin más; se forma, surge y punto. La contribución de Javier Barraca a este libro muestra, por lo demás, hasta qué extremo contar con la belleza y con su naturaleza amorosa en relación —también— con el desarrollo es algo que no se puede obviar bajo ningún concepto. En el fondo, late un problema capital, que estriba en argüir por qué, en efecto, el valor estético se sitúa por encima del ético. ¿Tal vez se relaciona con el carácter poético de la verdad 127? — Tercero: si la naturaleza cambia, ¿no cambiará la ley natural? De la ética, en cambio, ya no puedo decir lo mismo; en eso, los demás tienen claro que ganan o que pierden con mi acción según lo que pretenda conseguir cada cual, comparta o no mis criterios éticos. Sólo que, por todo ello, será su bien concreto —y, por lo tanto, a su manera (a su hechura)— el que puede exigírseme si convivo con ellos. Y la ley natural, ¿no se sitúa por encima del bien concreto entendido a su manera, la del otro o los otros? Si la naturaleza cambia, ¿cómo no va a cambiar la ley natural?, se preguntaba Aquinas; lo dijimos. Por otro lado, no olvidemos que el origen de toda acción moral no está en que exista una ley a obedecer (la Ley de Dios, la ley natural, entendidos ambos conceptos en perspectiva —tan frecuente— de legalismo moral o de simple y puro moralismo); el origen de toda acción moral está en la realidad, y eso porque es nuestra respectiva apertura a percibir la realidad tal como es —sin engañarse, sin engañarnos a nosotros mismos— lo que permite a todo ser humano —tarde o temprano y claro es que con capacidad máxima de error— descubrir que esa realidad concreta que percibe es de una forma —también concreta— y no de otra y que es entonces —cuando percibo cómo y cuál 127 Sobre esto último, M. Naro, «La natura poetica della verità: Questioni radicali nella scrittura letteraria di J. H. Newman»: Ricerche Teologiche 22/2 (2011) 259-288..

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es la realidad— cuando me surge la pregunta Si esto es así, ¿qué debo hacer? (sólo que —atención— la primera opción estriba entre buscar respuesta en el árbol de la vida o en el del fruto que induce a discernir por cuenta propia). Para los tiempos que nos ha tocado vivir —por fortuna—, me parece fundamental recuperar ese sentido realista del origen de la moral (como la pregunta concreta que me hago ante lo real concreto) y subrayar que no es una pregunta de humanistas, ni tampoco del saber o conjunto de saberes que llamamos humanidades, sino que tiene que ver con todo saber humano, incluidas desde luego las ciencias llamadas experimentales y las mismísimas ciencias duras. — Cuarto: la relación proporcional entre valor solidario y acción personal De lo demás —lo que llamamos económico—, queda explicar por qué se trata, al cabo, del valor que supone, en sí, el propio hecho de dar un (mejor) orden a los recursos. Orden, en el sentido más amplio, o sea en todos los sentidos. Pero lo perfilaremos mejor aún —me parece— si observamos que la gradación que conjuga y combina los valores con los actores, según acabamos de abocetar, tiene que ver una vez más con la donación de que hablábamos al principio. El valor que consigo, en efecto, se acerca más a la gratuidad en la medida en que es mayor (más elevado). Es sorprendente, pero así es; aquello que puedo abordar por mí mismo y solo —con Dios y (acaso) otro u otros dos (según Mateo18,20)— es justamente lo mejor —también— para todos y para todo lo demás. En consecuencia, si la donación de que habla Benedicto XVI tiene que ver con la reciprocidad fraterna de que habla asimismo según vimos, mi aportación será más generosa —daré más de lo que reciba (salvo de Dios)— cuanto más valioso sea lo que consigo para mí y para los demás. Ese hecho ¿tiene que ver precisamente con que Dios me lo pague (realmente)? Y, en ese caso, ¿puedo decir que los grados siguientes de valor —los estéticos y los éticos— se calibran del mismo modo, o

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sea que gano más cuanto más donal y más mía —personal— es mi acción 128? Esto es: ¿doy más cuando recibo menos de los demás, salvo de Dios, que es quien, al cabo, me lo paga? Principalmente (i) por sí mismo; además, (ii) porque ahí radica lo bello de mi acción; (iii) porque me enriquece el bien que hago a los prójimos —y, al tiempo, se lo hago (como ellos quieren, si es posible)— y (iv) porque a todos —como comunidad— nos acrecienta lo aparentemente anodino del puro ordenamiento de los recursos. ¿O es esto último lo que tiene que ver especialmente con la dimensión temporal de que hablábamos antes? Me refiero al hecho de que seamos legatarios de un conjunto (ordenado, en parte bien y, en parte, mal) de bienes. — Quinto: la gratuidad de lo religioso Lo que está claro —al parecer— es que es por eso por lo que, en la circularidad reflexiva, lo religioso puede ser lo que dé ese algo más que falta a la razón natural para lograr un orden más justo (al menos, aceptablemente justo). Sólo que, en ese caso, lo religioso ha de ser gratuito, sin más. Ha de ser gratuito incluso en el estatuto epistemológico en que se emplaza —y, por lo tanto, en lo político que atañe a la justicia—; estatuto que habrá de ser el de aquello que se propone como puramente relacional y, por tanto, en el más riguroso respeto a la conciencia de todos y cada uno de los demás. Y, de otra parte, no puede ser lo único. Quiero decir que, incluso en el supuesto de que un santo consiga que, para él, todo quehacer sea religioso (valioso como tal), conseguirá —de facto, logra— lo estético, lo ético y lo económico. Primum vivere. Para alabar a Dios, he de vivir. Pero que lo consiga no quiere decir que —con lo religioso— lo pretenda. La gratuidad de lo religioso a que acabamos de llegar —por la vía axiológica— coincide plenamente con la principal consecuencia de la relación entre omnipotencia de Dios y el hecho de que Dios sea 128 Esto y lo que sigue podrían relacionarse con lo que plantean M. Crespo («El amor como motivo ético en la fenomenología de Edmund Husserl») y P. Fernández Beites («Razón afectiva y valores. Más allá del subjetivismo y el objetivismo»), ambos en Anuario Filosófico 45/1 (2012) 15-32 y 33-67 respectivamente.

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amor; consecuencia que estriba en que se trata de una omnipotencia ejercida para amar, por tanto para darse (hasta vaciarse y recibir el ser —amor— del otro que se vacía en él —en ella, la persona trinitaria—). Al perder de vista ese rasgo capital de la economía trinitaria —llamada así entre los teólogos rancios—, a la propia Trinidad la reducimos a poder (omnímodo, además) y, ante todo, económico 129 (y, a los cristianos, en voluntarios predispuestos a heredar una condición tan notable). — Sexto: libertad, responsabilidad, coacción Por lo mismo, (i) a los demás les interesa dejarme en libertad si ven que me propongo hacer el bien. El principio de subsidiaridad, de esa forma, resultará —paradójicamente— más solidario en los efectos (y, en ese caso, tendría razón Antonio Pancorbo al sustentar lo que sustenta en las páginas de este libro). Pero (ii) tendrán que intervenir —los demás (o sus poderhabientes)— si ven que lo hago mal o que hago el mal hasta el extremo de que coarto la posibilidad de que todos y cada uno de ellos —sin excepción— usen libremente de los bienes que necesitan para ser más (al menos, como deseo serlo yo). Y, ahora, asómense, si quieren, al enorme problema de conjugar la libertad con la responsabilidad. Eso en lo que concierne a los demás respecto a mí. En lo que a mí me atañe respecto a los demás, lo mejor que podré hacer es procurar lo más valioso (pero a sabiendas de que conseguiré también lo menos, o sea lo económico, además de lo estético y lo ético). Por tanto, y justo porque todo eso significa que no hay equivalencia entre valores y fines de una acción, sino que toda acción es o no es valiosa en los cuatro aspectos, cualquiera que sea su fin, tiene sentido —y no tan sólo ascético, sino constitutivo de la realidad— rectificar la intención, o sea el propio fin: dirigir todo (i) a Dios; (ii) a embellecer la realidad concreta en que estoy inserto; (iii) a hacer el bien y (iv) a ordenar los recursos de forma que se puedan producir y distribuir mejor. 129

Esta segunda parte es la que subyace, entiendo, en G. Agamben, Il regno e la gloria. Per una genealogia teologica dell’economia del governo (Neri Pozza, Vicenza 2007), como pone de manifiesto J. Roggero, «La gloria y la vida eterna: El laboratorio teológico de Giorgio Aganbem»: Instantes y Azares. Escrituras nietzscheanas 9 (2011) 277-287, que sigue la reed. hecha en Bollati Boringhieri, Turín 2009.

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Al cabo, todo fin es relacional. Y eso da luz para entender el doble sentido con que hemos visto usado el término economía y sus derivados.

— Séptimo: la economía como resto (o sea como prueba de que no se agota el valor en lo religioso, lo estético y lo ético) Cuando decimos que toda acción es económica y que eso se refiere a la distribución y producción de los recursos —cualesquiera que sean—, se comprende que puede haberlos religiosos (o sea que nos sirvan para relacionarnos con Dios), estéticos (a fin de embellecer la realidad), éticos (a fin de responder a su pregunta principal —la de la realidad concreta—, qué hacer) y, en sentido restringido, económicos en la medida en que —además de relacionarnos con Dios, embellecer la realidad y responder qué hemos de hacer ante ella— redundan en el bien de cualquier otro aspecto de la vida propia o ajena; el primero de todos, que sigan existiendo los recursos precisos, que se acrecienten y se ordenen de manera que se puedan distribuir. El hecho de obtener carbón, por ejemplo, no se agota en lo religioso, lo estético y lo ético de lograrlo. Pero no por eso las acciones que conducen a obtener carbón son ajenas al carácter donal que hay en todo lo humano (y aquí, la reflexión de Félix Muñoz y María Isabel Encinar sobre el lugar de la caridad cristiana en la acción económica). Puede que ni el calor ni la energía que se obtenga con el calor sean religiosos, ni estéticos, ni éticos, pero de ellos depende —acaso— la posibilidad de que logremos —mejor y más— lo religioso, lo estético y lo ético. h) La necesidad de la autoridad en todos los niveles de las pirámides «sociales», incluida la mundial (o sea Francisco de Vitoria o Quinientos años en balde) Y es en toda esa dinámica, creo, en la que se sitúa la necesidad de una autoridad mundial, a la que se refiere el lúcido estudio de José Luis Basan que se incluye en este volumen: esa necesidad —me atrevo a añadir— se sitúa en la dinámica entre subsidiaridad y solidaridad como sendos principios que se embridan mutuamente de manera que se acomode el bien de cada cual con el de la entera familia humana y

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concretamente, en el resto de lo que no se agota en religión, belleza y ética. Dicho de otra manera: la demanda de una autoridad mundial —en este caso— no se debe identificar con lo que no la ha identificado quien la propone; otra cosa es que lo haga en otro momento. Mientras tanto, la necesidad de una autoridad mundial no tiene que ver con el fortalecimiento del estado. Ni con su debilitamiento. O, mejor, se verá si la autoridad mundial, entendida de la manera que hemos dicho (y si es que es la acertada), requiere la reforma del estado, que acaso sea aumento en unos casos y empequeñecimiento en otros. Y eso responde —creo— a algo que ha dicho más de uno de los participantes en las reuniones de Aedos que han dado como fruto este libro, y es que tenemos el estado que requiere este orden económico (el que llevó a la crisis económica), y no porque suceda que el estado sea un epifenómeno de la economía, sino porque la economía y el estado lo gobiernan personas que generan las estructuras respectivas para dar eficacia a sus acciones y, al cabo, son tal para cual 130. Bien entendido —por eso mismo— que el problema es más hondo y que no sólo debe haber una autoridad mundial, sino que la debe haber familiar, municipal, nacional; en su caso, continental (por recordar los grados que aduce Méndez) y en todas las demás comunidades —del orden y del nivel piramidal que sean— en las que actúo y, en todas y cada una de ellas, la subsidiaridad y la solidaridad han de embridarse mutuamente, y ambas tienen valor, religioso, estético, ético y económico, y ambas tienen que ver —íntimamente— con nuestro carácter interrelacional. En otras palabras, la subsidiaridad no es sólo una defensa frente a los demás, que serían los titulares de la beneficencia en que consistiría la solidaridad (que quedarían reducidos, así, a sendos tipos de lastre de mi interrelacionalidad constitutiva); no se quedan en eso, sino que son, en rigor, un aspecto (capital) de nuestra manera de ser interrelacionales precisamente. Por tanto, prima la convivencia, que no es que sea exigible, sino que es lo que, de hecho, se da y, por tanto, lo que debe ser ordenado 130 Otro planteamiento, en V. Camino Beldarrain, «Tecnología y globalización económica»: Araucaria. Revista iberoamericana de filosofía, política y humanidades 27 (2012) 101-119.

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en todos los niveles y lo que requiere, en definitiva, que intervenga la autoridad. Esto es: no puedo dejar la solidaridad al albur de la conciencia de cada cual, como si, a mi conciencia, le competiera la solidaridad como obligación y la subsidiaridad como derecho. Eso es insostenible y arbitrario (a mi juicio). En realidad, sólo cabe que lo sostenga aquel que tiene más (o defiende a quien tiene más); habría que aceptar —de ser así las cosas— que quienes tienen menos plantearan la solidaridad como derecho y la subsidiaridad como penosa obligación. Lo que he de procurar es que la autoridad tutele ambas cosas y, por lo tanto, que se ejerza de suerte que no pierda de vista —todo aquel que la ejerza, a cualquier nivel— que es representativa y participativa y que eso y su función prioritaria —la de la autoridad (fomentar la convivencia)— implican que lo suyo se aproxima a una suerte de acción ordenadora de la autogestión comunitaria, de manera que, en esa autogestión, se logre (realmente) la mejor convivencia posible. Es obvio que empleo esa palabra —autogestión—, aquí, de manera voluntaria que es mínimamente provocadora. Lo hago para intentar, justamente, que perdamos el miedo a las palabras que, en realidad, responden a interpretaciones muy distintas, con tal que no sean engañosas. Una economía como la que se describe en Caritas in veritate es, lisa y llanamente, una economía de comunión y, a partir de eso, el miedo a la autogestión pasa a segundo plano. Si quieren, hablamos de cooperación integral y santas pascuas 131. Por otra parte, Santiago García Echevarría plantea lo que digo, en este mismo libro, en una perspectiva propiamente empresarial que es, digamos, más ortodoxa, y no porque la mía no lo sea, sino porque la suya acierta a integrar conceptualmente iniciativa y cooperación y —algo fundamental— desarrollo integral y competitividad. Remite, sin necesidad de advertirlo, a quienes distinguen entre la peligrosa competitividad y la competitividad que es, simplemente, necesaria 132. 131 Una visión actualista, en J. L. Monzón Campos, «Las cooperativas, ante la globalización: Magnitudes, actividades y tendencias»: Ekonomiaz. Revista vasca de economía 79 (2012) 12-29, accesible desde Internet. Sobre los aspectos legales del ordenamiento español correspondiente, G. Diéguez, «Para un cambio de objetivos en la política laboral»: Revista Española de Derecho del Trabajo 153 (2012). 132 Sobre ello, C. Hay, «The “dangerous obsession” with cost competitiviness... and the not so dangerous obsession with competitiviness»: Cambridge Journal of Economics 2 (2012) 463-480.

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Y lo mismo sucede con la aportación de Jaime Ballesteros, donde lo que se ofrece como amoroso y propio de un desarrollo integral es el propio concepto de bien común, hasta el punto de que, por eso, es, en realidad, el bien de la comunión. Todo eso es fundamental —a mi entender— para quienes estiman que es agua de borrajas concebir el bien común como el que se consigue de vivir en común, sin concretarlo más. Basta advertir que se trata de conseguir —al vivir en común— el mayor bien (real) y que esto último dependerá de su valor (que será todo lo subjetivo que se quiera, pero que refluirá, a la postre, en aquella gradación que lleva de lo económico a lo ético, de lo ético a los estético y de lo bello a lo religioso); será el valor (real) del bien común que se consiga lo que dé la medida y la calidad de lo conseguido. Por otro lado, no hay que pensar que todo eso supone que, en el caso de la autoridad mundial, la especial preocupación por lo menos valioso —lo económico— supondrá que —siquiera sea en este último rubro— conllevará una potestas omnímoda. Al contrario: si son las cosas como se acaba de decir, la acción de cualquier persona que no se lleva a cabo, además, con intención de ejercer la autoridad, sino para lograr lo religioso, lo estético, lo ético o lo económico, también será eficaz en el orden político y, en consecuencia, será una forma —a lo mejor, la verdadera forma— de intervenir en el propio ejercicio de la autoridad. Piensen, pongo por caso, en la capacidad subversiva del arte 133. Por lo demás, que sea necesaria —concebida de esa manera— la autoridad mundial, lo exige claramente —más aún— un mundo que se perfila —y ya es— de tal modo que (i) se da por globalizado en lo económico, con la conciencia plena de que (ii) eso implica comunicación asimismo global y, por lo tanto, (iii) relación y, por lo mismo, (iv) capacidad real de todos y cada uno de los miembros de la familia humana (o sea cultura) y, por lo mismo, (v) coexistencia (universal) que hay que lograr (vi) que sea convivencia en el mejor y más concreto sentido de la palabra. Dicho de otra manera: hace falta una autoridad mundial, sin duda, que (i) no caiga en la tentación de pretender soberanía y, por tanto, no sólo sea (ii) representativa, sino (iii) participativa (entre otras cosas, por133 En perspectiva nietzscheana, D. G. Steimberg, «Práctica policial y arte político. Rancière, la división de lo sensible y la eficacia estética»: Instantes y Azares. Escrituras nietzscheanas 9 (2011) 127-139.

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que quien o quienes ejerzan esa autoridad —como cualquier otro nivel o grado de autoridad— no se hallan fuera de la comunidad que es la familia humana, sino que forman parte de ella, como el alcalde, de la comunidad municipal o el pater familias —y la mater familias— en la suya). Al cabo, si la autoridad mundial se requiere —ante todo; es decir: más— para lograr —mejor— lo menos valioso, que es lo que no es valor religioso, ni valor estético, ni valor ético y, sin embargo, vale (e incluso es necesario) para que se consigan esos otros valores, habrá que valorar que, en su ejercicio, la convivencia sea sinónimo de la paz. Pero eso es justamente —y me sonroja tener que remitirme al catón— lo que propuso Francisco de Vitoria en pleno siglo XVI, cuando lo sucedido en Inglaterra con Enrique VIII y lo ocurrido en el Perú en la plaza de Cajamarca, le llevaron a elaborar un derecho de gentes que, al cabo, fuese un orden (de verdadera autoridad para la paz) nada menos que universal. O sea lo mismo que Benedicto en 2009. Lo advirtió ya uno de los principales discípulos que seguía formando Vitoria casi medio milenio después, Luciano Pereña, en su última lección magisterial —claro está que formal únicamente— y, como es lógico, no le hizo caso nadie (que tuviese auctoritas y potestas suficientes para darle eficacia 134). Tampoco hicieron caso a Pablo VI en 1963 ni se lo harían a Benedicto en 2009. Mucho menos van a hacérmelo a mí. 4. Sobre las diferencias entre la versión oficial de la encíclica y la traducción oficiosa española No me arriesgaré, por lo tanto, a entrar en esas lides y me conformaré con la letra pequeña, y eso —entre otras cosas— porque la mala comprensión de la propuesta de una autoridad mundial tiene que ver con un hecho que, en ese caso, no ha ocurrido, pero que ha sucedido 134 Me refiero al Manifiesto de la Escuela de Salamanca: «Reto y esperanza de la paz». Última lección del catedrático Dr. L. Pereña Vicente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología León XIII (Universidad Pontificia de Salamanca y Fundación Pablo VI, Madrid 1992), diez años después de haber propuesto «Una empresa científica al servicio de la paz: violencia y guerra justa. Escuela Española de la Paz, Programa de investigación (1979-1984)»: Anuario Jurídico Escurialense 15 (1983) 391-398 (más, claro está, el larguísimo rastro de su obra).

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tantas veces —y que siembra hasta tal extremo el texto castellano de Caritas in veritate— que me parece necesario advertirlo. Verán ustedes que algunos de los autores de este libro han acudido a la versión oficial de la encíclica para asegurarse de si se hallan en ella los conceptos que son fundamentales para su respectivo estudio y, en más de un caso, se han encontrado con que la traducción española difiere de la versión latina hasta el punto de cambiar el significado. Cambiar el significado no quiere decir empeorarlo, mucho menos contradecirlo. Quiere decir únicamente que no se dice lo mismo en los dos lugares. El hecho es comprensible; la versión oficial de documentos de este rango es la que se publica en las Acta Apostolicae Sedis y está escrita en latín. Pero es probable que, en la mayoría de los casos —o en todos o en algunos—, el documento original haya sido elaborado en alguna de las lenguas de Benedicto XVI y sus asesores y, en el caso de una encíclica como la Caritas in veritate, es verosímil que no haya sido redactado en una, sino en varias, y que, al final, se le haya dado la unidad que requiere. Que esa unidad final haya sido directamente la latina, la materna de quien la firma (el alemán en este caso) o la que predomina en la curia romana (el italiano), es cosa que no podemos ni siquiera intuir. Puede ser, además, que sus asesores hayan optado finalmente por el inglés o por el francés. (No creo, en cambio, verosímil que hayan acudido a alguna otra lengua y me atrevo a adelantar la conclusión —innecesaria, ya lo sé— de que, sin duda, no le han dado unidad al texto —en primer lugar— en español). Pero es obvio que los últimos casos (que la unidad final no se le dé en latín directamente) haría fácilmente explicable —y comprensible— que las traducciones oficiosas al resto de las lenguas se hubiera hecho sobre esa otra versión final, sea alemana, sea italiana o escrita en un idioma distinto del latín (francés o inglés, previsiblemente), en vez de traducir directamente la versión oficial, que es justamente la latina. Hasta aquí, todo queda en asunto de ordinaria administración y de buena gestión de los recursos, que son escasos. El asunto se convierte en problema cuando se observa —si es que ocurre— que eso ha supuesto un cambio de conceptos que tienen importancia. Y eso es lo que nos ha ocurrido a algunos de los autores de este libro.

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Lo que sigue es, tan sólo, la evidencia de que es así. No se espere un estudio filológico de la encíclica y su traducción española, para el que no estoy capacitado ni considero necesario. Lo que hace falta es que se tome conciencia del problema; se mida su importancia y se resuelva si procede. *** Primero, incluiré una muestra de las principales inadecuaciones que observo en los primeros números de la encíclica, resaltadas en negrita:

Acta Apostolicae Sedis

Versión española de vatican.va

[…] […] Pondus personali necessitudini cum Deo proximoque eadem praebet: non modo est principium parvarum necessitudinum, videlicet amicorum, familiae, parvorum coetuum,

[…] […] Ella [la caridad] da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las microrelaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino

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verum etiam grandium necessitudinum, scilicet socialium necessitudinum, oeconomicarum, politicarum. […].

también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. […]

[…] Veritas conquirenda, invenienda faciendaque in caritatis oeconomia est, at caritas e converso sub veritatis lumine est intellegenda, aestimanda et agenda. Hoc modo non solum caritati occurrimus, quae veritate illuminatur, sed veritati accipiendae subvenimus, eiusdem vim demonstrantes confirmandi atque in cotidiana sociali vita suadendi. Quod hodie haud parvi ponderis est […].

[…] Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy […].

Eo quod cum veritate caritas nectitur, veluti germanae humanitatis manifestatio atque inter hominum necessitudines, etiam quod ad publicam vitam attinet […]Sine veritate caritas in animi affectionem labitur. […] [amor] […] Ipse affectionibus fortuitisque subiectorum opinationibus involvitur, quod est verbum ultra modum adhibitum, ut vel contrarium significet. […]

Por esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en las relaciones humanas, también las de carácter público. […] Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. […] el amor […] Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. […]

[…] Veritas ex opinionibus subiectivisque perceptionibus

[…] La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones

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P.III. Las ciencias humanas: camino profundo de renovación

cum detrahat homines, efficit ut ipsi culturales historicasque conditiones praetergrediantur atque de aestimandis ponderibus substantiisque rerum conveniant. […] In hodierno sociali culturalique ambitu, ubi lata ad verum rerum adiunctis accommodandum exstat inclinatio, eo quod caritas in veritate tenetur, id ad intellegendum hoc ducit: doctrinae christianae adhaesio non modo est utile quiddam, verum etiam necessarium, ut bona societas atque verus integerque hominum progressus efficiantur. Christianum nomen caritatis absque veritate facile haberi potest bonarum affectionum supplementum, quae socialem convictum iuvant, sed sunt parvi momenti. Hac quidem ratione Deo non est in mundo locus. Sine veritate in angustum locum expertemque necessitudinum detruditur caritas. Ex propositis atque processibus de universalis latitudinis humano progressu efficiendo seiungitur, in cognitionum operositatumque dialogo.

y de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. […] En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.

[…] Ad Dei amorem destinati, homines caritatis obiectum sunt facti, qui ipsi vocantur ut instrumenta fiant gratiae, ut Dei caritatem effundant iique caritatis retia texant.

[…] Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.

«Caritas in veritate»: lectura crítica

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Huic caritatis permutationi, quae accipitur et donatur, Ecclesiae socialis respondet doctrina. […] Fidei simulque rationis veritas est, cum uterque ambitus cognitivus distinguatur simulque operetur. Progressus, socialis prosperitas, congrua gravium quaestionum socialium oeconomicarumque solutio, quibus humanitas conflictatur, hac indigent veritate. […] Sine veritate, sine fiducia et in verum amore, abest conscientia socialisque responsalitas, atque socialis actio in privata commoda recidit necnon in dominandi proposita, consecutionibus exstantibus societatem dissipantibus, eo magis in societate quadam, quae universaliter conglobatur, in difficilibus condicionibus, quae nunc sunt.

La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. […] Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad. […] Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales.

«Caritas in veritate» principium est in quo tota socialis Ecclesiae doctrina sistit, principium scilicet quod formam induit, quae in normis moralem actionem moderantibus operatur. Harum duas nominatim memorare volumus, quae peculiarem in modum officio suggeruntur societatem amplificandi, quae ad globalizationem vertitur, videlicet iustitiam et bonum commune.

«Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. Deseo volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.

[…] Caritas iustitiam praetergreditur, quia amare est donare,

[…] La caridad va más allá de la justicia, porque amar es

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P.III. Las ciencias humanas: camino profundo de renovación

meum alii ministrare; sed istud non sine iustitia fit, quae alii tribuendum curat quod «ad eum» spectat, quod, ratione habita ipsius essendi et operandi, ad eum pertinet. […] Iustitia prima est via caritatis vel, ad Decessoris Nostri Pauli VI effatum, «minima ipsius mensura», pars quidem necessaria illius amoris «in opere et veritate» (1 Io 3, 18), de qua re monet apostolus Ioannes. Ex una parte caritas iustitiam secum fert: agnitionem scilicet et legitimorum iurium singulorum populorumque tuitionem. Dat ipsa operam ut hominis civitas ad ius iustitiamque constituatur. Ex altera, caritas iustitiam praetergreditur eamque donationis veniaeque ratione complet. Hominis civitas non solum iurium officiorumque vinculis provehitur, sed magis atque prae omnibus rebus gratuitatis, misericordiae communionisque vinculis. Usque etiam in humanis necessitudinibus Dei amorem ostendit caritas, vim theologicam salutaremque cunctis iustitiae officiis in terrarum orbe ipsa praebet.

dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. […] La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima», parte integrante de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo.

En la muestra que acaba aquí, me limito a subrayar los cambios que me parecen principales en lo que debe ser, estrictamente, una traducción. Es obvio que unos tienen más importancia que otros. También lo es que, en varios casos, se trata de sustituciones que implican conceptos con distinto matiz que los que aparecen en la versión oficial.

«Caritas in veritate»: lectura crítica

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Las necessitudines latinas se diferencian de las relationes en que, en la acepción de vínculo, suele conllevar un matiz de parentesco o amistad que no se da en la relación castellana, mucho menos si los pequeños vínculos entre los seres humanos se presentan como micro-relaciones y los grandes como macro. Traducir el latín conditiones por determinaciones implica, en nuestra lengua, un matiz diferenciador capital. Y lo mismo sucede con las perfectiones del punto 4 al traducirlas por sensaciones. Las doctrinae christianae no son, de ningún modo, los valores cristianos. Desarrollo no es lo mismo que progressus. Estar destinati ad Dei amorem tampoco equivale a ser destinatarios del amor de Dios. Respeto y tuitio no son lo mismo, ni lo es vis y valor. La primera diferencia que señalo en el punto 3 es, simplemente, una redacción netamente distinta. Y lo mismo en la última diferencia de ese mismo párrafo. Etcétera. *** Vayamos ahora a la segunda muestra. En este caso, la elección es aleatoria, en el sentido de que no se ha buscado para hacer este análisis, sino que ha sucedido lo que he dicho al principio: el empleo de determinados conceptos importantes para mi modestísima aportación me ha obligado a tratar un tanto de la comunidad política, de la autoridad y del poder (en el sentido de potestas) y el resultado ha sido este: Acta Apostolicae Sedis […] 24. […] Opus ad bona gignenda efficiebatur magnam partem intra confines nationales et nummariae collocationes intra angustos limites circumferebantur potius in exteris nationibus, ita ut normae politicae plurium Civitatum possent adhuc determinare prioritates oeconomiae,

www.vatican.va en español […] 24. […] La actividad productiva tenía lugar predominantemente en los ámbitos nacionales y las inversiones financieras circulaban de forma bastante limitada con el extranjero, de manera que la política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades de la economía y, de algún modo,

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et, quodam modo, viam dirigere instrumentis, quae tunc temporis praesto erant. Hanc ob causam Litterae encyclicae Populorum progressio centrale munus, quamvis non unicum, «publicis auctoritatibus» tribuebant.

gobernar su curso con los instrumentos que tenía a su disposición. Por este motivo, la Populorum progressio asignó un papel central, aunque no exclusivo, a los «poderes públicos».

Aetate nostra, Civitas versatur in condicione limitationes oppetendi, quas eius dominatui interponit novus contextus oeconomicus—commercialis et nummarius internationalis, qui distinguitur quoque increbrescente mobilitate capitalium nummariorum atque instrumentorum materialium et immaterialium productionis. Hic novus contextus politicam Civitatum potestatem mutavit.

En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico—comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de los estados.

Adhibita quoque hodie admonitione quae nobis provenit ex hodierna angustia oeconomica, cuius vi publicae potestates Civitatis immediate promptas se praebent ad emendandos errores et disfunctiones, verior videtur esse innovata existimatio muneris et potestatis earum, quae iterum sapienter considerandae sunt et aestimandae, ita ut possint, per novas quoque methodos exercitii, provocationibus occurrere hodiernae aetatis. Per munus publicarum potestatum meliore ratione perpensum, praesentire licet novos

Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis económica actual, en la que los poderes públicos del Estado se ven llamados directamente a corregir errores y disfunciones, parece más realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es previsible que se for-

«Caritas in veritate»: lectura crítica

illos corroborari modos participandi rem politicam nationalem et internationalem quae peraguntur per actionem Institutionum in civili societate operantium; ad hunc sensum quod attinet, optandum est ut attentio et participatio rei publicae ex parte civium validiore augeantur animo.

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talezcan las nuevas formas de participación en la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de desear que haya mayor atención y participación en la res publica por parte de los ciudadanos. […]

Le alivia a uno comprobar que, con la traducción al español, lo único ocurrido —probablemente— es que se han limitado a verter a la lengua de los hispanos la traducción italiana, en vez de traducir directamente la versión oficial —la que vale, al cabo—, seguramente porque está redactada en latín y es más difícil. Los traductores españoles han dado —acaso— un voto de confianza a los italianos. Deduzco eso de la comparación de las versiones que recojo en el segundo cuadro adjunto —del mismo punto 24 que acabo de tomar como ejemplo— y esa misma comparación me permite afirmar —como mera hipótesis— que, aunque la relación sea más estrecha entre la traducción hispana y la italiana, forman un mismo texto originario con la versión francesa y con la inglesa. Dicen lo mismo y en el mismo orden. La latina, no (y es natural —en parte— porque requeriría neologismos… que, en puridad, se introdujeron ya hace mucho y acabaron con su carácter de hipotética lengua muerta). El problema radica en la mayor riqueza de matices que, a mi entender, hay en la versión alemana (que, mire usted por dónde, es la lengua materna de Benedicto XVI); versión en la que, no obstante, tampoco se distingue entre civitas y Staat, por ejemplo. Sí, en cambio, entre Macht (poder, potestas) y Gewalt (autoridad). Vean, si no, el cuadro que sigue. Pero, por si lo hacen y quieren matar dos pájaros de un tiro, permítanme proponer como hipótesis —pura y únicamente hipótesis— lo que podría haber sido el proceso —lingüístico— de redacción del punto 24 de la encíclica:

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Las primeras redacciones debieron ser la alemana y la latina. No es posible concluir sobre el orden. Benedicto XVI domina el latín —tengo constancia de ello— como para hablarlo y construir con soltura una síntesis compleja que dé lugar a un párrafo como el que examinamos. Cabe, por tanto, Que se redactara en latín; Que fuera en alemán; Que, en el mismo punto 24, hubiera frases escritas originariamente en alemán y otras que pudieron ser redactadas en cualquier otro idioma (latín, inglés, francés, italiano…), salvo —entre los que examino— en español. El primer párrafo (24[a]) no fue escrito originariamente en alemán, sino en otra u otras lenguas (y en todo o en parte) y, si es la versión inglesa la más cercana a la latina, es verosímil que se redactara, concretamente, en inglés; El segundo párrafo (24b) tal vez fue redactado originariamente en alemán (quizá en su totalidad, aunque no se puede afirmar); El tercero (24c) respondería a la misma hipótesis que el primero; pero, de haber una redacción única inicial diferente de la latina, sería —acaso italiana o francesa. En los tres casos, las versiones inglesa, francesa e italiana se habrían elaborado como se ha dicho: de forma que la construcción gramatical fuera la misma. Y eso es difícil de lograr si no se da el propósito expreso de conseguirlo. La traducción española se hizo directa y fielmente —pero con buen estilo literario— de la italiana. Descarto la posibilidad de que sucediera al revés. Si hubiese sido así, donde he dicho italiana —en las cuatro conclusiones precedentes—, tendría que poner española. Pero me juran y perjuran que, para redactar borradores de documentos pontificios de semejante envergadura y con destino urbi et orbe, no se acude jamás a un teólogo hispano (y no me cabe duda de que sus razones habrá). Uno tiene las suyas propias —digo razones para entender esa omisión— y una de ellas radica —a mi juicio— en el prurito «laico» que abunda en la filosofía hispana. Me refiero al afán de algunos filósofos católicos que insisten demasiado —tal vez— en que lo suyo no es la teología, me temo que por temor a los sambenitos. Ya he apuntado aquí un ejemplo concreto. La filosofía de Leonardo Polo no se puede entender —ni acaso suscribir— si no se tiene en cuenta su

«Caritas in veritate»: lectura crítica

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convicción de que todo hombre y toda mujer son hijos de Dios por vía de injerto en Dios Hijo. Con pruritos como el que digo se abona el argumento de quienes ni siquiera se plantean la posibilidad de que se haya reanudado la creatividad filosófico-teológica que culminó en Francisco Suárez. En cuanto a los defectos de la traducción española de la encíclica de la que hablamos, habría ahora que seguir con el resto del documento, antes de apresurarse a concluir cosa alguna. Mientras aguardamos que alguien se anime a ello, pondré la columnata prometida y cada cual podrá sacar sus propias consecuencias:

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Versión oficial (latina)

Versión oficiosa española

Versión oficiosa alemana

24. […] Opus ad bona gignenda efficiebatur magnam partem intra confines nationales et nummariae collocationes intra angustos limites circumferebantur potius in exteris nationibus, ita ut normae politicae plurium Civitatum possent adhuc determinare prioritates oeconomiae, et, quodam modo, viam dirigere instrumentis, quae tunc temporis praesto erant. Hanc ob causam Litterae encyclicae Populorum progressio centrale munus, quamvis unicum, «publicis auctoritatibus»tribuebant.

24. […] La actividad productiva tenía lugar predominantemente en los ámbitos nacionales y las inversiones financieras circulaban de forma bastante limitada con el extranjero, de manera que la política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades de la economía y, de algún modo, gobernar su curso con los instrumentos que tenía a su disposición. Por este motivo, la Populorum progressio asignó un papel central, aunque no exclusivo, a los «poderes públicos».

24. […] Die produktive Tätigkeit geschah vornehmlich innerhalb der nationalen Grenzen, und die finanziellen Investitionen hatten eine eher begrenzte Zirkulation im Ausland, so daß die Politik vieler Staaten noch die Prioritäten der Wirtschaft festsetzen und mit den ihr noch zur Verfügung stehenden Mitteln deren Fortgang in gewisser Weise regeln konnte. Aus diesem Grund schrieb Populorum progressio der «staatlichen Gewalt» eine zentrale, wenn auch nicht ausschließliche Aufgabe zu.

Aetate nostra, Civitas versatur in condicione limitationes oppetendi, quas eius dominatui interponit novus contextus oeconomicus-commercialis et nummarius internationalis, qui distinguitur quoque increbrescente mobilitate capitalium nummariorum atque instrumentorum materialium et immaterialium productionis. Hic novus contextus politicam Civitatum potestatem mutavit.

En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de los estados.

In unserer Zeit sieht sich der Staat mit der Situation konfrontiert, sich mit den Beschränkungen auseinandersetzen zu müssen, die der neue internationale ökonom isch-kommer z iel le und finanzielle Kontext seiner Souveränität in den Weg legt — ein Kontext, der sich auch durch eine zunehmende Mobilität des Finanzkapitals und der materiellen wie nicht materiellen Produktionsmittel auszeichnet. Dieser neue Kontext hat die politische Macht der Staaten verändert.

Adhibita quoque hodie admonitione quae nobis provenit ex hodierna angustia oeconomica, cuius vi publicae potestates Civitatis immediate promptas se praebent ad emendandos errores et disfunctiones, verior videtur esse innovata existimatio muneris et potestatis earum, quae iterum

Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis económica actual, en la que los poderes públicos del Estado se ven llamados directamente a corregir errores y disfunciones, parece más realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser sabiamen-

Heute — auch unter dem Eindruck der Lektion, die uns die augenblickliche Wirtschaftskrise erteilt, in der die staatliche Gewalt unmittelbar damit beschäftigt ist, Irrtümer und Mißwirtschaft zu korrigieren — scheint eine neue Wertbestimmung der

«Caritas in veritate»: lectura crítica

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Versión oficiosa italiana

Versión oficiosa inglesa

Versión oficiosa franceso

24. […] L’attività produttiva avveniva prevalentemente all’interno dei confini nazionali e gli investimenti finanziari avevano una circolazione piuttosto limitata all’estero, sicché la politica di molti Stati poteva ancora fissare le priorità dell’economia e, in qualche modo, governarne l’andamento con gli strumenti di cui ancora disponeva. Per questo motivo la Populorum progressio assegnava un compito centrale, anche se non esclusivo, ai «poteri pubblici».

24. […] Production took place predominantly within national boundaries, and financial investments had somewhat limited circulation outside the country, so that the politics of many States could still determine the priorities of the economy and to some degree govern its performance using the instruments at their disposal. Hence Populorum Progressio assigned a central, albeit not exclusive, role to «public authorities».

24. […] L’activité de production s’inscrivait principalement à l’intérieur des frontières nationales et les investissements financiers avaient une dimension plutôt limitée à l’étranger, si bien que la politique de nombreux États pouvait encore fixer les priorités de l’économie et, d’une certaine façon, en orienter le fonctionnement avec les instruments dont elle disposait. Pour cette raison, l’encyclique Populorum progressio assignait un rôle central, toutefois de façon non exclusive, aux «pouvoirs publics».

Nella nostra epoca, lo Stato si trova nella situazione di dover far fronte alle limitazioni che alla sua sovranità frappone il nuovo contesto economicocommerciale e finanziario internazionale, contraddistinto anche da una crescente mobilità dei capitali finanziari e dei mezzi di produzione materiali ed immateriali. Questo nuovo contesto ha modificato il potere politico degli Stati.

In our own day, the State finds itself having to address the limitations to its sovereignty imposed by the new context of international trade and finance, which is characterized by increasing mobility both of financial capital and means of production, material and immaterial. This new context has altered the political power of States.

A notre époque, l’État se trouve dans la situation de devoir faire face aux limites que pose à sa souveraineté le nouveau contexte commercial et financier international, marqué par une mobilité croissante des capitaux financiers et des moyens de production matériels et immatériels. Ce nouveau contexte a modifié le pouvoir politique des États.

Oggi, facendo anche tesoro della lezione che ci viene dalla crisi economica in atto che vede i pubblici poteri dello Stato impegnati direttamente a correggere errori e disfunzioni, sembra più realistica una rinnovata valutazione del loro ruolo e del loro potere, che vanno saggiamente

Today, as we take to heart the lessons of the current economic crisis, which sees the State’s public authorities directly involved in correcting errors and malfunctions, it seems more realistic to re-evaluate their role and their powers, which need to be prudently reviewed and remodelled

Aujourd’hui, fort des leçons données par l’actuelle crise économique où les pouvoirs publics de l’État sont directement impliqués dans la correction des erreurs et des dysfonctionnements, une évaluation nouvelle de leur rôle et de leur pouvoir semble plus réaliste; ceux—ci

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sapienter considerandae sunt et aestimandae, ita ut possint, per novas quoque methodos exercitii, provocationibus occurrere hodiernae aetatis. Per munus publicarum potestatum meliore ratione perpensum, praesentire licet novos illos corroborari modos participandi rem politicam nationalem et internationalem quae peraguntur per actionem Institutionum in civili societate operantium; ad hunc sensum quod attinet, optandum est ut attentio et participatio rei publicae ex parte civium validiore augeantur animo.

te reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación en la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de desear que haya mayor atención y participación en la res publica por parte de los ciudadanos.

Rolle und der Macht der Staaten realistischer; beides muß klug neu bedacht und abgeschätzt werden, so daß die Staaten wieder imstande sind — auch durch neue Modalitäten der Ausübung —, sich den Herausforderungen der heutigen Welt zu stellen. Mit einer besser ausgewogenen Rolle der staatlichen Gewalt kann man davon ausgehen, daß sich jene neuen Formen der Teilnahme an der nationalen und internationalen Politik stärken, die sich durch die Tätigkeit der in der Zivilgesellschaft arbeitenden Organisationen verwirklichen. Es ist wünschenswert, daß in dieser Richtung eine tiefer empfundene Aufmerksamkeit und Anteilnahme der Bürger an der Res publica wachse.

«Caritas in veritate»: lectura crítica riconsiderati e rivalutati in modo che siano in grado, anche attraverso nuove modalità di esercizio, di far fronte alle sfide del mondo odierno. Con un meglio calibrato ruolo dei pubblici poteri, è prevedibile che si rafforzino quelle nuove forme di partecipazione alla politica nazionale e internazionale che si realizzano attraverso l’azione delle Organizzazioni operanti nella società civile; in tale direzione è auspicabile che crescano un’attenzione e una partecipazione più sentite alla res publica da parte dei cittadini.

so as to enable them, perhaps through new forms of engagement, to address the challenges of today’s world. Once the role of public authorities has been more clearly defined, one could foresee an increase in the new forms of political participation, nationally and internationally, that have come about through the activity of organizations operating in civil society; in this way it is to be hoped that the citizens’ interest and participation in the res publica will become more deeply rooted

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doivent être sagement reconsidérés et repensés pour qu’ils soient en mesure, y compris à travers de nouvelles modalités d’exercice, de faire face aux défis du monde contemporain. A partir d’un rôle mieux ajusté des pouvoirs publics, on peut espérer que se renforceront les nouvelles formes de participation à la politique nationale et internationale qui voient le jour à travers l’action des organisations opérant dans la société civile. En ce sens, il est souhaitable que grandissent de la part des citoyens une attention et une participation plus larges à la res publica.

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La pérdida de la distinción entre auctoritas y potestas no es cosa baladí. La confusión entre civitas y estado, tampoco, por más que sea común. Sin duda, eso plantea un problema, y es el de que exijamos, en la encíclica, una precisión conceptual que no hace falta. Y es así, ciertamente, si se considera que se trata de un texto exhortativo; al cabo, apologético (cuidado: en el sentido prístino de ese término, el que atañe a la difusión de la doctrina como impulso para la acción de cada cual). Pero pocos laboratorios como Aedos pueden poner a prueba esa intención. En Aedos, ya lo hemos dicho, no se pretende comentar y glosar los textos magisteriales, sino confrontarlos con los diferentes saberes y sacar consecuencias (en ambas direcciones: de la doctrina para que ilumine el saber y del saber para que brinde a la doctrina posibilidades —y hasta necesidades— de desarrollo). Sin ese paso intermedio, el nexo entre doctrina y acción es mucho menos fértil de lo que —suponemos— podría ser. En el fondo, alarga aquella relación entre saber y quehacer, o, para ser más precisos, la fecunda. Ahora bien, esa confrontación, ya lo creo que exige la mayor precisión conceptual. En este mismo libro, hallarán pruebas. No sabemos ahora si los cambios introducidos en los textos magisteriales o los conceptos empleados en ellos son los que llevan, en algún caso destacable, a un verdadero diálogo de sordos, como el que enfrenta —por ejemplo— las concepciones económicas liberales —y las estatistas— con la doctrina social de la Iglesia. Y uno no puede concluir sin más (mentiría si lo achacase todo —o la parte principal— al laico que aplica a su saber la doctrina social) que es la visión del laico la que carece de los conceptos adecuados. Acaso son más las ocasiones en que el problema está en el texto doctrinal, sea en la traducción, sea en el original. A los casos que advierten algunos de los autores de este libro en la propia encíclica Caritas in veritate, bastaría sumar los que aducen otros —en este mismo libro— en relación con el Catecismo de la doctrina social de la Iglesia. Pero probarlo obligaría a extenderme fuera de los propósitos de esta nota, que ya es larga.

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