Dar la palabra, dar la vida - Walsh, Urondo, Conti

July 8, 2017 | Autor: Eduardo Pellejero | Categoria: Jean Paul Sartre, Literatura, Filosofía, Rodolfo Walsh, Dictadura Militar Argentina, Haroldo Conti
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Eduardo Pellejero

Dar la palabra, dar la vida1 Walsh, Urondo, Conti

La lucha de clases, que un historiador educado por Marx jamás pierde de vista, es una lucha por las cosas brutas y materiales, sin las cuales no existen las refinadas y espirituales. Pero en la lucha de clases esas cosas espirituales no pueden ser representadas como despojos atribuidos al vencedor. Ellas se manifiestan en esa lucha bajo la forma de la confianza, del coraje, del humor, de la astucia, de la firmeza, y actúan de lejos, desde el fondo de los tiempos. Ellas cuestionarán siempre cada victoria de los dominadores. Walter Benjamin

El fin de la experiencia de las vanguardias históricas, el fracaso de los principales intentos de establecer el socialismo como una alternativa efectiva al capitalismo reinante, y las numerosas derrotas sufridas por la resistencia política e intelectual en los últimos cincuenta años, cubrieron la noción de compromiso de una opacidad inusitada. No sólo no comprendemos hoy cómo alguien pudo haber exigido alguna vez del arte un compromiso con la emancipación de los hombres; nos es difícil comprender cómo algunos artistas pudieron dar sus vidas por eso.

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Traducción de un artículo publicado en portugués bajo el título: “Literatura e Liberdade (a procura da palavra justa).” In: Augusto Sarmento-Pantoja; Élcio Loureiro Cornelsen; Tânia Sarmento-Pantoja. (Org.). Literatura e Cinema de Resistência: novos olhares sobre a memória. Rio de Janeiro: Editora Oficina Raquel, 2013, v. 1, p. 105-122.

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Hubo, con todo, una época en la que el arte era considerada un momento particular de la búsqueda de una libertad sin determinación y no se comprendía fuera de ella. Evidentemente, no todos los que se pronunciaron sobre el tema coincidían en el modo de conquistar esa libertad y mucho menos en la forma por la cual el arte podía llegar a contribuir en esa empresa (de lo cual son paradigmáticas las polémicas entre Benjamin y Adorno, entre Bataille y Sartre). Pero la afirmación de la libertad era un imperativo para el arte, antes de cualquier programa (estético) y de cualquier proyecto (político) que los movimientos y los partidos pudiesen forjar para darle una forma concreta. Sin libertad, el arte carecía de sentido para ellos; sin arte, la libertad no podía ser afirmada con plenitud. Es eso, y no la prescripción de un género, de un tema o de una cartilla de estilo, que estaba en juego en los manifiestos más interesantes sobre el compromiso literario. 

Sea el caso de Sartre. El polvo levantado por las polémicas asociadas a la publicación de ¿Qué es la literatura? (de Bataille a Barthes y de Genette a Rancière) no puede ocultarnos lo esencial, que era la afirmación de un lazo constitutivo entre libertad y literatura2. Incluso si dirige críticas a la escritura automática y a las por él denominadas poéticas del fracaso, Sartre no contrapone ideológicamente realismo y modernismo, no pretende imponer un imperativo de forma y contenido a la literatura, sino desarrollar una dialéctica en la que la libertad aparezca como el principio, el medio y el fin de la escritura literaria. Tal es el sentido de la caracterización de la escritura como acción desveladora. Según Sartre, la escritura desvela el hombre para el hombre, tornando posible que la subjetividad sea recuperada como objetividad y que la objetividad sea aprendida como trama (inter)subjetiva del mundo3. Antes de las opciones de tema y de las experiencias 2

Ciertamente, no es lo mismo comprender la libertad como responsabilidad por el mundo, como reserva crítica o como experiencia interior, con todas las consecuencias que esas perspectivas implican para la escritura y la lógica del espacio literario. Con todo, si las polémicas fueron tan intensas y prolongadas, si los desentendimientos y las palabras cruzadas alcanzaron el tono que alcanzaron, es sin duda porque el objeto en cuestión era común – de hecho, era incomún, el objeto por excelencia (de la filosofía y de la literatura): se trataba de la libertad. De ahí el cuidado y la determinación en la búsqueda, muchas veces conflictiva, de la palabra justa sobre la cuestión.. 3 “Hablar es actuar: toda cosa que se nombra ya no es completamente la misma; ha perdido su inocencia. Si se nombra la conducta de un individuo, esta conducta queda de manifiesto ante él; este individuo se ve a sí mismo. Y, como al mismo tiempo se nombra esa conducta a todo lo demás, el individuo se sabe visto al mismo tiempo que se ve; su ademán furtivo, olvidado apenas hecho, comienza a existir enormemente, a

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con la forma, la literatura se propone que nadie pueda ignorar el mundo y considerarse inocente ante él, esto es, la literatura comprende entre sus fines que el hombre asuma su entera responsabilidad por el mundo. Independientemente de su objeto inmediato, de las historias que cuenta o de las palabras que agencia con propósitos estéticos específicos, cada libro apunta a una retomada total del mundo, proponiéndolo como tarea a la libertad del lector, esto es, como una totalidad esencialmente abierta, como una totalidad que – de la misma forma en que el libro – no vive sin ser animada por la adhesión, la indignación o la resistencia del lector (sin su compromiso). La literatura nos presenta el mundo, no como una totalidad cerrada, históricamente sobredeterminada, sino como un proceso, un devenir, siempre en juego: “por lo general, el mundo se manifiesta como el horizonte de nuestra situación, como la distancia infinita que nos separa de nosotros mismos, como la totalidad sintética del enunciado, como el conjunto indiferenciado de los obstáculos y los utensilios, pero jamás como una exigencia que se dirige a nuestra libertad. Así, la alegría estética procede a ese nivel de la conciencia en el que yo trato de recuperar e interiorizar lo que es el no-yo por excelencia, ya que transformo lo dado en imperativo y el hecho en valor: el mundo es mi tarea, es decir, que la función esencial y libremente consentida de mi libertad es precisamente hacer venir al ser, en un movimiento incondicionado, el objeto único y absoluto del universo” (Sartre, 1950, p. 50). No es secundario notar que el pathos propio de la experiencia estética es, según Sartre, no el placer, sino la alegría, esto es, un sentimiento intenso de nuestra libertad, de nuestra capacidad para agenciar y re-agenciar los signos y las cosas. Ciertamente, la literatura y la moral pertenecen a esferas diferentes, pero la dimensión estética de la literatura guarda una relación indisoluble (con todo, indeterminada) con los imperativos de la libertad: “quien escribe reconoce, por el hecho mismo de que se toma el trabajo de escribir, la libertad de sus lectores y ya que quien lee, por el solo hecho de abrir el libro, reconoce la libertad del escritor, la obra de arte, tómesela por donde se la tome, es un acto de confianza en la libertad de los hombres” (Sartre, 1950, p. 51). Lo propio de la literatura no es resolver los problemas políticos, ni contribuir para la organización de lo social, sino lanzar un apelo – a través de la dialéctica que la obra establece entre escritor y lector – para que los hombres asuman su libertad (que existir para todos; se integra en el espíritu objetivo, toma dimensiones nuevas, queda recuperado..” (Sartre, 1950, p. 33)

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puede ganar forma respondiendo a las cuestiones levantadas por la propia escritura, pero también siguiendo líneas de fuga en direcciones inconmensurables). 

En su indeterminación, en su ambigüedad (pero la ambigüedad puede ser una riqueza), la dialéctica sartreana nos permite, todavía hoy, pensar la relación entre estética y política, entre literatura y libertad, sin recaer en oposiciones maniqueas del tipo realismo/modernismo, compromiso/experimentación, popular/crítico, etc. Efectivamente, en cuanto suplemento político de la dimensión estética, los imperativos de la libertad no implican una limitación de la literatura. Por el contrario, en cuanto problema siempre en abierto, en cuanto solicitación y expectativa, las exigencias indefinidamente renovadas de la efectuación de la libertad fuerzan al escritor a descubrir (a inventar) nuevos artificios formales y lingüísticos, narrativos y metafóricos. La literatura de denuncia no posee un privilegio sobre la novela de formación o la poesía concreta (incluso si el propio Sartre haya vacilado en eso). Esto es muy importante, y da cuenta de la solidaridad de fondo entre movimientos literarios históricamente enfrentados (como fue el caso del existencialismo y el surrealismo). Como decía Cortázar, lo que caracteriza a la literatura contemporánea – más allá de las diferencias poéticas – es que todas reafirman que “el paraíso está acá abajo, aunque no coincidan en el dónde y en el cómo” (Cortázar, 1994, p. 101) (para unos y otros, el paraíso – y el infierno – sólo existen como correlato de nuestra libertad, en cuanto articulación de lo común y resignificación de la experiencia). Sólo desde esa perspectiva podemos llegar a comprender que las más diversas formas literarias hayan reclamado (y continúen a reclamar) una relación con la política, afirmándose en cuanto formas de intervención o de resistencia4. El suplemento político de la libertad es una condición de posibilidad del funcionamiento estético de la literatura; el funcionamiento estético de la literatura es condición de actualización del suplemento político de la libertad. Los escritores no siempre son conscientes de esa doble implicación – lo que explica que algunos se declaren comprometidos y otros se desliguen de cualquier forma

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Evidentemente, existen otras formas de dar cuenta de esa posibilidad; a modo de ejemplo, recordemos aquí la teoría de los agenciamientos colectivos de enunciación de Gilles Deleuze y la idea de una estética primera de Jacques Rancière..

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de compromiso. Pero lo que me interesa aquí es el efecto que esa rara conciencia tuvo sobre ciertos escritores, que supieron vivir esa imbricación hasta el extremo de no poder separar la experiencia estética de la libertad de su necesaria inscripción en la praxis social, doblando el compromiso en la experimentación literaria con el compromiso total en la lucha política. La cosa más fácil sería remitir esas actitudes a opciones personales, circunstancias históricas y acontecimientos refractarios al sentido. Sería más fácil para mí. Pero siento que existe algo más profundo, algo que justifica esas opciones, esos sacrificios que todavía hoy nos interpelan con toda su carga de dolor y de generosidad. Quiero decir: hay opciones, circunstancias y acontecimientos que asombran las ideas que nos hacemos de la literatura y la política, extremos de implicación mutua entre el arte y la resistencia que proyectan su sombra sobre nosotros – y yo no pretendo explicar todo, pero no puedo dejar de pensar en eso. 

El 17 de Junio de 1976, víctima de una operación de la policía y del ejército en Guaymallén (Mendoza), moría Francisco ‘Paco’ Urondo. Cercado, después de poner a salvo a su mujer y a su hija, se debatió hasta el final, incluso sabiéndose en desventaja; lo esperaban la tortura, la delación (no quería entregarse, no podía). Tenía apenas 46 años. Urondo conociera el marxismo y la teología de la liberación en los años sesenta, en un movimiento de politización que se extendería hasta el final de su vida. Su compromiso estuvo asociado a la participación en el proceso de radicalización revolucionaria de los intelectuales de clase media que tuvo lugar en Argentina en esa época; Urondo estuvo ligado al Movimiento Nacional (MaLeNa), apoyó el gobierno de Arturo Frondizi, y acabó por abrazar la lucha armada, primero junto de las FAR, y finalmente en Montoneros, organización en la cual asume diferentes posiciones y dirige el departamento de prensa. Sintiera – como escribirá Walsh – que ya no era suficiente escribir, y pasara – fiel en eso a las tesis de Marx – del arma de la crítica a la crítica de las armas (esto es, por las armas). El activismo político, en todo caso, no fue nunca en detrimento de la experimentación estética de Urondo, no implicó nunca el sacrificio de la forma poética en provecho de la exaltación ideológica ni una reducción de su escritura a la literatura

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de denuncia (incluso si la practicó de forma puntual y lúcida, como en el caso de los sobrevivientes de Trelew5). La libertad de sus (virtuales) lectores, que constituía el objeto último de su lucha, no podría haber colocado en causa su libertad como escritor sin introducir una paradoja que habría acabado tanto con su literatura como con el sentido de su militancia. Lector de Oliverio Girondo, contemporáneo de Juan Gelman (con quien supo compartir lecturas públicas, Urondo ejercitó una variedad de géneros, del cuento a la novela, y de la literatura testimonial al periodismo, pero sobre todo cultivó una poesía elusiva e intimista, dominada por un coloquialismo inquietante en el cual se mezclaban los vislumbres de lo cotidiano, del erotismo y de la revolución. Quien se aproxima de sus poemas vive una experiencia intensa de la literatura como postulación de la realidad, esto es, como agente de transformación (la poesía como hacedora de mundos), pero también como fin final (algo por lo cual vale la pena luchar). Esa complementariedad es síntoma de la perspectiva que Urondo tenía sobre la literatura, entre los devaneos de la imaginación y los imperativos de la política. Creía que es propio de la literatura sacudir el polvo de la realidad, descubrir caminos para la emancipación, incluso si, en tanto hombres, los escritores no siempre consiguen recorrerlos. Escribiera: “los compromisos con las palabras son los mismos que los compromisos con la gente” (Urondo, 1973). Y lo cierto es que, como señaló Gelman en palabras definitivas: “No existieron abismos entre su experiencia y poesía para Urondo. Luchó con y contra la posibilidad de la escritura. También luchó con y contra un sistema social que insistía en crear el sufrimiento, para que el mundo entrara en la historia de la alegría. Las dos luchas fueron una para él. Ambas lo escribieron y en ambas quedó escrito” (Gelman, s/d). No llegó a igualar su palabra a la plenitud del silencio (según una poética que su poesía siempre cortejó), pero su compromiso lo condujo cruelmente a morir en un rapto. Más tarde, tal como de su generación, de Urondo dijeron que buscó la muerto, pero Urondo no quería morir. “Si ustedes me permiten, prefiero seguir viviendo”, escribiera en 1963 (Urondo, 1967). La solemnidad de su muerte proyecta sobre él una imagen de manual de historia que no se ajusta al hombre y al poeta que era Urondo. Derrotados los proyectos históricos por los que dio su vida, su muerte no parece tener 5

Se trata de La patria fuzilada (1973). El libro publicado recopila los testimonios de tres sobrevivientes de los fusilamientos de Trelew – María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar. Los fusilamientos de Trelew consistieron en el asesinato de 16 miembros de diferentes organizaciones armadas peronistas y de izquierda, la mañana del 22 de Agosto de 1972.

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sentido (¿dónde estaba su sentido crítico? nos preguntamos), pero es necesario comprender que había algo profundamente arraigado en la conciencia poética y política de Urondo por lo que fue hasta el final (algo que apunta a la propia esencia de la literatura). “No podía vivir sin oponer su belleza a la injusticia, esto es, sin respetar el oficio que más amaba. Oyera el apelo de Rimbaud: ‘¡Muden de vida!’. Estaba convencido de que sólo de una vida nueva puede nacer la nueva poesía.” (Gelman, s/d) Aunque pueda parecer mentira (él lo entendía así), Urondo sentía culpa por todo lo que acontecía en el mundo. La libertad por la que luchó era un misterio para él 6, pero a ella se entregó entero. En Solicitada, un texto que forma parte de su último libro de poemas7, escribiera: “Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está” (Urondo apud Gelman, 1997, p. 11). 

Pocos meses después de la muerte de Urondo, Rodolfo Walsh escribía una sentida carta dirigida a su amigo y compañero de armas (y a través de él al resto de los intelectuales que militaban en la clandestinidad, e intempestivamente a nosotros, en la medida en que todavía nos colocamos las mismas cuestiones). Entre la palabra íntima y la denuncia de la situación insostenible que atravesaba el país, Walsh se preguntaba por el sentido de la muerte (y de la vida) de Urondo, por el significado del escritor comprometido, del profundo lazo que ata la literatura a las aventuras de la emancipación. No sabía (no podía saber) que la misma pregunta sería colocada meses después en relación a sí: desaparecido desde el 25 de Marzo de 1977, poco después de enviar por correo los primeros ejemplares de otra carta que quedaría en la historia, denunciando el gobierno de hecho que detentaba el poder en Argentina8, Walsh fue herido de muerte después de resistir a su detención por un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada. Tenía 50 años. 6

“No se sabe si pertenece al mundo de los vivos, al mundo de los muertos, al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia, al de la exploración o de la producción” (Urondo, 1998) 7 Se trata de Poemas póstumos (1971). 8 El 24 de Marzo se conmemoraba un año del golpe. Walsh pretendía enviar su carta por correo para periodistas locales y extranjeros, intentando romper el cerco informativo de la dictadura.

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La escritura de Walsh no siempre fuera una modulación de su compromiso. Cultor de la literatura policial (Variaciones em rojo, 1953) y aficionado al ajedrez, comienza su carrera de escritor alejado de la política, e incluso saluda el golpe de 1955 que acabó con el segundo gobierno de Perón. Pero en 1956 su devenir literario lo compromete en un movimiento de politización poética y vital: en Junio, un grupo de operarios es fusilado por la policía; Walsh toma conocimiento de que hay sobrevivientes y se envuelve en una investigación, dando de cara con los excesos de la dictadura y la existencia de la resistencia peronista. El resultado inmediato será la publicación de Operación Masacre (1958) – libro que anticipa el new jornalism – y su compromiso personal en la política. Al mismo tiempo, en un movimiento único, la literatura policial que practicara hasta ahí es transfigurada por el descubrimiento de un nuevo personaje – “un criminal atípico, que ya no es el mayordomo, sino el propio estado” (Bonasso, 2006) – y su postura como intelectual sufre una transformación radical, colocándolo en un camino que “absorbería casi todo su tiempo” (Ferreyra, 2007, p. 105). Años más tarde confesaría: “Operación Masacre cambió mi vida. Escribiendo ese libro, comprendí que más allá de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior” (Walsh apud Ferreyra, 2007, p. 105). En los años siguientes, bajo la influencia de la revolución cubana, se aproximará al pensamiento marxista, integrará el FAP9 a partir de 1968, y se incorporará a Montoneros en 1973, asumiendo tareas de inteligencia y participando activamente de Noticias, el diario de la organización. Se trataba de una militancia conscientemente asumida: “Un intelectual que no comprende lo que acontece en su tiempo y en su país – escribió – es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúe tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra” (Walsh apud Ferreyra, 2007, p. 105)” La opción política de Walsh, en todo caso, no implicaría el abandono de la literatura. Por el contrario, entre el compromiso y la experimentación se opera una retroalimentación creciente, una tensión crítica y creativa, cuyos primeros efectos pasan por la resignificación del género que Walsh práctica, conjugando “la articulación de una versión contra-hegemónica de los hechos y una idea de memoria social en tanto práctica contestataria de disputa por el sentido del pasado” (Grasselli, 2010, p. 3). Intentando hacer de la literatura de denuncia una memoria de la resistencia, esto es, una palabra

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Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) fue una organización guerrillera creada en 1968.

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capaz de rescatar del olvido las voces silenciadas por la dictadura y de movilizar el pasado en la expectativa de abrir el presente al futuro, sus textos constituyen verdaderos dispositivos de intervención; pero, al mismo tiempo, expanden las fronteras de la literatura de denuncia en la cual se inscriben: “Por un lado está el dominio de la forma autobiográfica del testimonio verdadero, del panfleto y la diatriba (…). El escritor es un historiador del presente, habla en nombre de la verdad, denuncia los manejos del poder. (…) Por otro lado para Walsh la ficción es el arte de la elipsis, trabaja con la alusión y lo no dicho, y su construcción es antagónica con la estética urgente del compromiso y las simplificaciones del realismo social. (…) Las dos poéticas están sin embargo unidas en un punto que sirve de eje a toda su obra: la investigación como uno de los modos básicos de darle forma al material narrativo.” (Piglia, 1987, p. 14). El círculo se cierra (vuelve a abrirse) en 1976. El creciente disenso de Walsh con la cúpula de Montoneros se traduce en la organización de dos agencias de prensa clandestina (ANCLA y Cadena Informativa), así como en una serie de cartas polémicas, donde después de años de presentarse como militante y responder a sucesivos nombres (Esteban, El capitán, Neurus) vuelve a firmar con su nombre y a reclamar su condición de escritor. En el temor de que la vanguardia se convirtiese en una patrulla perdida, en la certeza de que la derrota de la resistencia armada era irreversible, en el límite de sus posibilidades como militante, como soldado y como intelectual, Walsh volvía a ser Rodolfo Walsh (Ferreyra, 2007, p. 105). Sin esperanzas de ser oído, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumiera de dar testimonio en momentos difíciles, Walsh afirma su libertad en esa serie de cartas en las cuales la escritura y la política, la literatura y la resistencia se confunden definitivamente en un gesto crítico que todavía proyecta sus consecuencias sobre nosotros (son cartas, como señala Daniel Link, que aún no llegaron completamente a su destino). Walsh no quería ser un héroe, sino apenas un hombre que se atreve. Creía que la palabra escrita, cuando logra conjugar verdad y belleza, es capaz de cambiar al hombre (de abrirlo al mundo) Prescindiera temprano de la superstición de la inmortalidad literaria, pero nunca nadie se encuentra listo para morir10. 10

En la carta que dedico a su hija Victoria, que también dio su vida en la lucha contra la dictadura, escribiera: Na carta que dedicou à sua filha Victoria, que também deu a sua vida na luta contra a ditadura, escrevera: “En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero

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Haroldo Conti fue secuestrado en 1976. Recibiera avisos en Octubre de 1975 (y, más tarde, a principios de 1976) de que su nombre figuraba en una lista de agentes subversivos, pero ignoró las advertencias: “Cada uno elige – dijo –. Me quedaré hasta que sea posible, y después Dios dirá, porque, además de escribir, y no muy bien, no sé hacer otra cosa” (Conti apud Garcia Marques, 1981). El 5 de Mayo, un grupo del batallón 601 montó una celada en su casa de Villa Crespo; fue llevado en medio de la noche, sin destino conocido, y desapareció para siempre. Tenía – igual que Walsh – 50 años. Conti fue seguramente uno de los escritores más singulares de su generación. Antes fuera seminarista, educador rural, director teatral, empresario de transportes, profesor de filosofía y de latín. Su literatura es una melancólica meditación sobre la existencia y la búsqueda de la libertad (en un sentido más metafísico que materialista), una serie de historias que, en el límite del silencio, interrogan las vidas (ni heroicas, ni ejemplares, ni importantes, ni siquiera típicas) de hombres solitarios y cansados, historias que “no significan una mierda para nadie, un fragmento de verdadera tristeza” (Conti apud Goloboff, 2010). Eso significa que Conti escribía sobre pobres tipos, no sobre un pueblo – y en ese sentido ciertos críticos lo acusaron de dar la espalda a la realidad política, de hacer una literatura reaccionaria. Conti se defendía afirmando que su compromiso pasaba precisamente por eso: “contar la vida de los hombres y no la Historia a seco”, “pequeñas vidas sin residuo de historia” (Conti apud Benasso, 1969, p. 158). Entender el compromiso e términos políticos, hacer del escritor un mero portabandera de una causa, le parecía una reducción insostenible. Dijo: “Uno se puede comprometer con un sistema político, pero también con un drama individual (…). El hombre en su totalidad es una causa. (…) Es el problema moral por excelencia: el de la libertad. Y es que la revolución empieza en el individuo, no se impone por decreto. Si en mi obra reciente, creo, aparece un mayor compromiso con lo social, eso ocurrió por añadidura, y me alegro.” (Conti apud Romano, 2008, p. 119). Y también: “Por supuesto que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.” (Walsh, 1976).

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quisiera ser un escritor comprometido en su totalidad. Que mi obra fuese un firme puño, un claro fusil. Pero decididamente no lo es. Es que mi obra me toma relativamente en cuenta, se hace un poco a mi pesar, se me escapa de las manos, casi diría que se escribe sola y llegado el caso lo único que siento como una verdadera obligación es hacer las cosas cada vez mejor, que mi obra, nuestra obra, como dice Galeano, tenga la belleza que la de los otros, los enemigos.” (Conti, 2008, p. 535). Las dudas de Conti sobre la utilidad de lo que hacía, sobre la (im)posibilidad de producir un arte revolucionario, pasaban fundamentalmente por esa rara disposición que gana al escritor en el espacio literario: la voluntad de escribir era una enfermedad para él, escribía para curarse. Al mismo tiempo, Conti afirmaba en el terreno estético la más absoluta de las libertades para la creación, no podía concebir limitaciones formales o de contenido para la literatura: “No puede haber otra preceptiva – decía – más que la que surge de la honestidad consigo mismo” (Conti apud Romano, 2008, p. 119). Con todo, en la medida en que hacía de la libertad (de su búsqueda existencial) el objeto último de su literatura, sentía que, en tanto hombre, estaba obligado a comprometerse en su conquista material, consideraba que la libertad sobre la cual asentaba su escritura constituía también un imperativo moral, un móvil para la acción, que en determinados momentos podía llevar incluso a renunciar a la literatura. Conti nunca renunció a escribir, pero su compromiso político conoció una intensificación ininterrumpida hasta el final de su vida – del desencanto con los partidos tradicionales y el peronismo revolucionario a las simpatías con la teología de la liberación, y del descubrimiento de la revolución cubana (“primer contacto a flor de piel con América”) a la filiación en el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y en el FAS (Frente Anti-imperialista por el Socialismo). No llegó a participar de la lucha armada, pero la apoyó. Cuando recibe el premio de la Casa de las Américas, en 1975, por su novela Mascaró, era, como señala Nilda Redondo, un militante del PRT marxista guevarista cristiano y existencialista. De eso no dan cuenta apenas sus declaraciones y sus gestos, sino también su literatura, que acusa el impacto de la militancia, incluso cuando lo hace en los moldes de la absoluta libertad creativa que Conti defendiera siempre. Inclusive asumiendo la influencia de sus viajes a Cuba sobre la escritura de Mascaró, e inclusive si la novela puede ser leía como una metáfora de la lucha armada (pero puede ser leído de muchas otras formas diferentes, es claro), la verdad es que no responde a una estética marxista

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ni expresa un concepto de vanguardia condecente con la perspectiva leninista del PRT. Conti sigue escribiendo sobre las ruinas de la historia, como diría Benjamin; la esperanza militante que despiertan los hombres desorientados que componen su última novela es pálida y desesperada. De todos modos, le consagró su vida11. La noche de su desaparecimiento, frente a su mesa de trabajo, quedó entre los despojos un cartel que Conti colgara cuando recibiera las primeras advertencias de que estaba siendo vigilado, y que los secuestradores – que llevaron casi todos sus papeles con ellos – no supieron interpretar, porque estaba escrito en latín; decía: Este es mi lugar de combate, y de aquí no salgo. 

Sartre recuerda que Brice Parain decía que las palabras son pistolas cargadas: quien escribe, dispara, y debe hacerlo con los ojos bien abiertos, con la vista en el blanco. Esa forma canónica de comprender el compromiso literario apunta al mismo tiempo más acá y más allá de la literatura. Más acá, porque la literatura comporta sus zonas oscuras, y en ese sentido es un tanteo, un laboratorio de lo real, no una extensión de la conciencia. Más allá, porque la lucha en la cual Sartre comprometo a la literatura necesariamente desborda la escritura, e implica una retomada de la totalidad del mundo y de su praxis histórica. Hay una hora (noche blanca) en que las palabras dejan de ser un medio y no puede ser sino una ceremonia, una fiesta, una donación. Y hay una hora (mediodía) en que las palabras son insuficientes, y exigen la acción, piden un cuerpo, devenir-mundo. Urondo, Walsh, Conti, y tantos otros escritores, que hoy exigen su lugar en nuestra memoria, hicieron de su literatura una afirmación total de la libertad: un desencadenamiento de la pasiones (Sudeste, Del otro lado) o un apelo (Operación masacre, La patria fusilada) – consagraron sus vidas a eso. No debía, por tanto,

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“En el legajo 2516, elaborado por la Asesoría Literaria de la Dipba en 1975, se "analiza" Mascaró, el cazador americano, de Haroldo Conti. Según el informe, la novela ‘propicia la difusión de ideologías, doctrinas o sistemas políticos, económicos o sociales marxistas tendientes a derogar los principios sustentados en nuestra Constitución Nacional’. Las actitudes del escritor –que se desprenden de la trama de la novela– son calificadas como apologéticas, respecto de los revolucionarios y guerrilleros, y como críticas o negativas, respecto de la represión, de la tortura indiscriminada y de la Iglesia Católica. Además de citar ejemplos textuales, el informante llega a una temeraria conclusión sobre los contenidos de Mascaró... Afirma que el libro ‘presenta un elevado nivel técnico y literario’ y añade que Conti ‘luce una imaginación compleja y sumamente simbólica’” (Cf. Eduardo Anguita, ‘Haroldo Conti: Un homenaje merecido’, disponible en: http://www.elortiba.org).

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sorprendernos que, colocada en causa la libertad, abrazasen su defensa de forma total. No puede menos que sorprendernos, sí, que para hacer eso hayan sido obligados a dar sus vidas, sus noches, los libros que soñaron y no escribieron. “Hablar sin actuar engendra la pestilencia”, escribió Blake. En la medida en que la libertad es una condición de posibilidad y un fin para la literatura, eso significa que – haciendo o no una literatura comprometida – el escrito se encuentra inevitablemente comprometido en la lucha por la libertad. Más directo, más asertivo, más intenso, por eso mismo, también, Sartre decía que no se escribe para esclavos: “la libertad de escribir supone la libertad del ciudadano. (…) Cuando una de estas cosas está amenazada, también lo está la otra, Y no basta defenderlas con la pluma. Llega el día en que la pluma se ve obligada a detenerse y es necesario entonces que el escritor tome las armas. De este modo, cualquiera sea el modo en que se haya venido al campo de las letras, sean cuales sean las ideas que se profesen, la literatura lanza al escritor a la batalla; escribir es cierto modo de querer la libertad. Si usted ha comenzado, de grado o no, queda usted comprometido” (Sartre, 1950, p. 52). 

Conti regresaba del cine con su mujer la noche en que fue secuestrado (acogía, en su casa, jóvenes perseguidos por la dictadura, pero todavía seguía escribiendo; el día anterior a su secuestro terminara durante la mañana su último cuento12). Walsh relegara durante algún tiempo la literatura en provecho de la militancia política, pero horas antes de ser asesinado despachara una carta sin retorno, denunciando la situación que se vivía en el país (sin reparos, sin reservas, a cara descubierta). Urondo fuera un poeta nocturno, un acólito de la señora, pero sensible al día, y, cuando el día se tornó más oscuro que la noche, abandonó la noche y se dio entero al día; dijo una vez: “Empuñé un arma porque busco la palabra justa” (Urondo apud Gelman, 1997, p. 12). Escribieron hasta el final, lucharon hasta el final. Las incompatibilidades entre la militancia por la libertad y la libertad de la escritura no se colocaban para ellos. Gelman dijo sobre esa singular solidaridad: “Cuando en estos tiempos de despasión recordamos las polémicas de los años sesenta – unos pretendiendo hacer la revolución en su escritura; otros abandonando la escritura para hacer la Revolución –, entendemos en

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Trata-se de A la diestra.

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toda su magnitud aquello que Paco, Rodolfo, Haroldo nos mostraron: la profunda unidad de vida y obra que un escritor y sus textos pueden llegar a alcanzar” (Gelman, s/d). Puedo comprender todo eso. Creo que podemos comprender todo eso. Pero a casi cuarenta años de sus muertes, el precio que pagaron sigue pareciendo excesivo. La muerte no nos enseña nada, no puede. Quiero decir: la historia del compromiso que asumieron puede traernos el sentido de sus muertes (porqué murieron), pero no es capaz de restituir el sentido de sus vidas (porqué vivieron, porqué continúan vivos para nosotros). Asegurada la libertad (¿pero la libertad está asegurada alguna vez? ¿no es como esa cosa frágil y alada de la que hablaba Platón? ¿no está hecha de la misma materia sutil que la poesía, sostenida por los mismos gestos, por las mismas supersticiones?), asegurada la libertad, digo, sobre las ruinas que deja detrás de sí el progreso, sólo las palabras que acumularon como piedras marcando su pasaje, sólo sus libros, sus poemas, sus cartas son capaces de trazar una figura incompleta pero vital, una continuidad precaria para relanzar los combates que desde siempre traban los hombres por su emancipación, más allá de las circunstancias adversas, las derrotas inevitables y las victorias condicionales que se inscriben en la historia, abriendo el espacio mínimo necesario para el devenir de la conciencia. Pienso en eso, pero no estoy seguro de lo que pienso. No alcanzo a comprender completamente lo que eso pueda significar para nosotros, en estos tiempos de impotencia, de ensimismamiento, de apatía. Hay algo en las palabras y los gestos que nos legaron que resiste a cualquier interpretación que busque totalizarlos a cuenta de una idea, de un proyecto o de una representación. Pudieron escapar, se quedaron. Pudieron callar, escribieron. Querían ser recordados siempre en nombre de la alegría13. Y su literatura torna una vez más patente que los hechos son particulares y tristes, pero la idea que extraemos de ellos puede ser universal y alegre. Sus libros nos interpelan, nos llaman. No reclaman venganza: simplemente esperan que asumamos por cuenta propia el trabajo, ni siempre paciente, que da forma a la impaciencia de la libertad.

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Cf. Rodolfo Walsh, ‘Carta a Paco Urondo’, en: Gelman, Prosa de prensa, Buenos Aires: Zeta, 1997, pp. 13-16.

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Ahora que la noche cae y estamos más solos que nunca y los ojos humedecen su dureza no olvides que ellos escribieron lucharon con una espada dulce. No olvides no que no acabó que sigue su poesía arde en tus manos no dejes que se apague.

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