De cicatrices e infortunios

November 22, 2017 | Autor: Mario Tavares Moyrón | Categoria: Philosophy Of Language, Literature
Share Embed


Descrição do Produto

De cicatrices e infortunios. Mario Tavares Moyrón.

Según yo, cuando eres niño, se es altamente proclive a sufrir caídas, golpes, apachurrones y demás desventuras corporales como sean posibles en ese amplio abanico de posibilidades que deriva de la poca atención que se tiene al medio en el que vives. Casi podría decir que la escasa edad es directamente proporcional a las probabilidades que se tienen de accidentarse. Y es que de pequeño, las medidas de seguridad que se decide adoptar (por el mismo infante) autónomamente, son insuficientes. Me atrevo a afirmar que es a raíz de ese tipo de soltura, de ligereza con que se vive el día a día, que se llega a caer en múltiples desgracias que como adultos, vamos a contar a nuestros allegados más jóvenes, acompañando el relato con toda suerte de cicatrices, manchas, marcas y máculas que adornan el cuerpo que nos ha ido quedando a fuerza de convivir con tantas heridas y tan infelices acontecimientos. El objetivo es claro, prevenirlos a partir de mostrar esa especie de pergamino del infortunio que nos queda como cuerpo, buscando quitar piedras del camino a los menos corrompidos; pero queda claro que al final, del camino a la brecha (la que está llena de peligros), no hay muchas formas de evitar que los otros caigan en los mismos errores.

En mi caso, recuerdo haber sufrido de un grave caso de magnetismo sui generis hacia cualquier objeto que pudiera devenir en potenciales heridas para mi cuerpo. Punzo cortantes, superficies sólidas, rugosas, puntas agudas, ramas de árboles, huecos en el suelo, contingentes aéreos, animales terrestres, marinos y demás, formaban parte del amplio catálogo de instrumentos que podían -y muy seguramente lograron- lastimarme. Hay casos especiales en los que mi propia ignorancia, propiciada por mi escasa edad y mínimo conocimiento empírico de los hechos más esenciales, me llevó a ver el momento del accidente, como un acontecimiento que podía ser monumental para el resto de mi vida (incluso el evento que podría acabar con la misma). Me remito a los hechos. Alguna vez, teniendo escasos tres años de edad, caí al suelo a una velocidad que para mi corta existencia, podría calificar como desmedida y en extremo peligrosa (una aceleración mucho más brutal que la que habría podido adquirir un carrito en mis manos). El resultado no tardó en verse, mi rodilla derecha sirvió para amortiguar el golpe que iba directamente dispuesto a desfigurarme el rostro. De la rodilla emergieron breves brotes de sangre, pero más que eso, un leve raspón que a fuerza de ardores, se estaba llevando mi alma a galopes. Mi hermana mayor, con la sabiduría que sólo pueden brindarte los diez años de edad, fue la encargada en esa ocasión de darme una de esas relevantísimas enseñanzas, acompañada del más puro y descorazonado gusto por el miedo: “¡ponte una curita, porque si no, se te van a salir las tripas por allí!” ¿Por allí? Se refería a la rodilla, está claro, pero, ¿las tripas? El comentario no podía más que abrumarme, es cierto; un peligro inminente amenazaba de hacer caso omiso al mandato de mi hermana. Pero luego venía la gran incógnita: “¿qué carajo son las tripas?”. Podía no saber mucho acerca de lo que mi hermana hablaba, pero en el tono en que lo decía, ¡no podía tomármelo a la ligera! Aún siendo menos de lo que en verdad representaba, debía evitar que semejante maldición cayera sobre mí. ¿Y si además me regañaban? ¡No la chinguen! Lo mirara por donde lo mirara, una serie de catástrofes caía sobre mi corta e intrascendente vida. A la pasada ignominia se le sumaron otras no siempre igual de letales. Pasaba que cuando me astillaba por devanear con la madera (no es que tuviera dotes de carpintero, pero de vez en vez –sobre todo cuando eres pequeño- te haces de todo tipo de materiales), el ataque consistía en decirte que la astilla que acababa de entrar en tu dedo debía salir a la brevedad, porque de lo contrario, viajaría lentamente por tu dedo, cruzaría los límites de la mano, se transportaría sin visas ni fronteras por todo el brazo y, al llegar al torso, no escatimaría en esfuerzos porque (e insisto, lentamente) al final, se te clavaría en el corazón. Y ya está, así acababa todo.

La única solución era tallarse el dedo herido entre los cabellos y, dado que yo nunca tuve el cabello así de corto, tenía qué utilizar las pinzas pequeñitas de la navaja suiza; otros decían que se sacaba con un alfiler, pero la verdad es que nunca me vi en necesidad de semejante barbaridad. De algún modo da la impresión que todo lo que se ha dicho en torno al Eterno retorno entra como anillo al dedo en estas cosas de adolecer la vida. De repetir sin cesar las tonterías que nos llevan a coleccionar cicatrices. Recuérdese que, por un lado, un maniqueo Kundera evocaba a Nietzsche (“¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?”) perpetuando los mismos errores en distintos momentos de la humanidad. Peor aún resulta pensar que, viéndolo como Mircea Eliade apuntaba en relación a la existencia histórica, el hombre no conoce ningún otro gesto que no se haya vivido por los que le precedieron; lo que él hace ya se hizo y se encuentra conminado a repetir lo que otros conocieron, como en una Banda de Möbius. A lo que me refiero, es que el gran problema de esto será ver a los más pequeños darse los mismos chingazos que yo. Uno puede intentar oponerse a la sucesión de hechos que la historia trae consigo, entendiendo entre todo eso, bueno, tanto catástrofes cósmicas, crisis económicas, fracturas institucionales, desastres militares y bélicos, injusticias sociales y lo que se quiera. Pero como seguramente estamos de acuerdo por cuanto hace a que la acción individual determina el desarrollo de los hechos colectivos: si yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos (...) estamos condenados a caer igual, no le auguro un gran futuro a nuestra sociedad. A título personal, puedo decir que hoy en día mis preocupaciones se centran en “miedos” de mayores proporciones, o al menos eso me gusta creer. Los trámites universitarios, la vida laboral como recién egresado, un par de cuentas a pagar cada mes y eso de mantener comunicación con la familia, se han convertido en esbozos de vida a través de los cuales me recuerdo que soy más que un personaje de ficción. A los veinticuatro años no hay mayores complicaciones si vives con esa supuesta libertad. Se es parte de un ciclo de consumo necesario y te mueves como un pequeño engranaje de la maquinaria estatal que te asigna un valor a partir de una serie de factores. No es que quiera sonar anti-sistémico, pero de nuevo entramos al eterno retorno. Desde esa atalaya, los infortunios de un niño poco importan, puedo astillarme, caer e incluso abrirme la mano sin que ello me ponga en la encrucijada de vivir o morir, ya no me sorprendo tan fácilmente. Quizá a veces lo que hace falta es recordar que a partir de los pequeños acontecimientos, es que te juegas el aprender o dejar ir las grandes enseñanzas. Los acontecimientos de todos los días dejan más moralejas que lo que me pueda decir la teoría o la ficción. Como cuando eres un niño, debería estar atento al hecho --aunque sea en modo figurado- de que si te descuidas, cualquier pequeña astilla te puede perforar el corazón.

Lihat lebih banyak...

Comentários

Copyright © 2017 DADOSPDF Inc.