Dilemas periodísticos

May 30, 2017 | Autor: J. De la Vega Torres | Categoria: Periodismo, Ética Profesional, Etica
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QUIZÁS ENTRE LAS COSAS MÁS COMPLEJAS que en ocasiones tenemos que enfrentar quienes nos dedicamos al periodismo informativo o de opinión es cuando, entre las fuentes con que contamos hay amistades nuestras y cuando estas, no muy al tanto de lo que implica y complica nuestro oficio y profesión, nos cuentan o confirman —probablemente previo cuestionamiento de nuestra parte— cierto dato, hecho o dicho con el que atamos cabos y redondeamos o complementamos una nota, reportaje, crónica o artículo. Y peor cuando nos lo cuentan —en su muy leal saber y entender—, no como fuentes, sino, en su noble creencia, como amigos, como si la amistad fuera un pretexto para el ocultamiento o la complicidad (que, sí, en ciertos asuntos de carácter personal e íntimo puede o, a veces, debe serlo), con toda la confianza, indicando “esto no se cita”, como quien dice esto te lo cuento off the record, aquí entre nos. El dilema se produce cuando la información obtenida o contrastada con otra en nuestro haber sabemos, más nosotros que ellos, que tiene interés público. Cuando a mí alguien me dice “esto te lo callas”, me lo callo, me auto censuro, cuantimás si se trata de asuntos personales; pero si no me lo especifica tal cual, me siento en la libertad de replicar lo narrado o descrito si lo considero pertinente a efecto de una conversación o de alguna publicación. Si me dice “esto no se cita” u

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off the record, de inmediato introduce una diferencia semántica que no es menor y, en tiempos cuando hasta la metodología es motivo para escándalos, cobra importancia. No citar implica la posibilidad de mención marginal, disfrazada, sin referir de manera directa o indirecta la fuente de la información, sobre todo si esta, repito tiene alcance e interés público como, por ejemplo, el dar a conocer una instrucción de gobierno sobre la suspensión de los rondines de la policía montada en cierta zona donde se venía desempeñando con particular presencia. La ética entonces nos lleva a tratar esa información de dos formas: omitirla, so pena de que nuestro texto pierda peso informativo o para formar opinión entre los lectores o la audiencia. Esto lleva a una forma de ocultamiento de la verdad, una manera consentida de corrupción y perversión política, económica, o social, una forma de atentado a la transparencia. O podemos darle tratamiento de “trascendido”, con lo que la fuente queda protegida por la discreción, nuestra conciencia descansa en la comprensión de no estar faltando a la misión de narrar la verdad, y lo que hacemos público queda en “entredicho”, translúcido, como vago material informativo para “entendidos”, dirigido al círculo específico que, se espera, cuente con la capacidad para captar la trascendencia del dato, hecho o dicho, digamos cierto grupo en el poder que, más o menos frecuentemente puede estarnos siguiendo, leyendo. Sin embargo, ante dicho grupo, a la vez, queda desvanecida la identidad de o los informantes porque se expone que se trata de una o varias fuentes discretas dentro o fuera del mismo. Si de dentro, alerta sobre la fuga de información y probables deslealtades respecto de los acuerdos internos escritos o tácitos. Si de fuera, alerta sobre la obviedad de lo que se pretende secreto.

1. LA VERDAD NO PECA, PERO INCOMODA… Y TODAVÍA MÁS Esta reflexión, de carácter teórico-filosófico, tiene su fundamento en la experiencia. Los trascendidos tienen un peso importante en el

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periodismo, sobre todo el opinativo, comprometido y crítico. Son, podemos verlo así, un arma de comunicación con la cual el informante, el grupo al que pertenece o el mismo comunicador pretenden llamar la atención de quienes toman decisiones en puestos de poder, hacer crítica sobre el ejercicio del mismo. El periodismo debe ser crítico, a mi manera de ver. Me refiero al periodismo que aborda temas fundamentales para el país. Si no es crítico, pierde gran posibilidad. No quiere decir que sistemáticamente se ejerza la crítica ni que la crítica necesariamente tenga que ser sangrienta o destructora. Pero la crítica debe ejercerse. Y a mí no me parece que la crítica contra un gobierno contribuye a destruirlo, todo lo contrario. Contribuye a fortalecerlo, porque los gobernantes están obligados a hacer caso y poner oídos a la crítica; si no, están traicionando la razón porque nos gobiernan. En cuanto a que los dictadores ya no tienen crítica, pues precisamente eso es una dictadura y esa es la diferencia entre una democracia y una dictadura. La democracia tiene sus peligros, porque tiene cortapisas. El dictador no tiene más cortapisa que su voluntad. Pero eso no significa que su periodismo sea mejor, significa que no hay libertad de expresarse. […] El ejercicio del periodismo no conduce necesariamente a la destrucción de un sistema político. Yo creo que conduce a su fortalecimiento. Otra cosa es que políticos se metan a este oficio y se disfracen de periodistas. Habría que ver también la diferencia. Pero, yo prefiero el abuso de la libertad que el ejercicio de la mínima posibilidad de una dictadura (ZABLUDOVSKY, 2013).

Los trascendidos no se dirigen al lector o audiencia general en primer término, aun cuando quedan publicados de forma abierta. Estos, por lo común, consideran el trascendido como una variante del chisme y del rumor, pero en realidad se distinguen de estos en que el chisme se basa en una falsedad, una tergiversación o una exageración; mientras que el rumor, basado en una falsedad o en una verdad parcial tiene como fin la distracción y desestabilizar lo que se sabe sobre algo o alguien. El primero puede minar el prestigio

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de una persona moral o física. El segundo puede aún más que socavar el prestigio, porque puede conseguir mayor alcance y permanencia, lo que obliga a quienes nos desempeñamos en la labor de comunicar a tener cuidadoso control de la información para que no salga de las manos (si se es fuente o difusor del rumor); o (si se es el receptor o analista del rumor) para desactivarlo con alguna estratagema oportuna o la verdad misma. El trascendido, en cambio, tiene sustento en una verdad concreta y probable por aquellos con acceso a ella y su vida es tan corta como el mismo tiempo que dura su lectura. A veces los trascendidos orillan al cambio de estrategias o de tácticas de parte de los actores a quienes se refiere. Tienen en este sentido un valor didáctico y de planeación. A veces consiguen frenar actuaciones fraguadas con algún fin perverso; o al contrario empujan a que sucedan antes de lo planeado, propiciando así su exhibición artera y temprana con las consecuencias derivadas del caso. Pero, a veces pasa que esa amistad informante, desconocedora de los meandros del quehacer periodístico y de sus alcances, aun advertida de antemano que uno está a la caza del dato y que si uno pregunta cierto tema no es solo ni siempre por mera conversación de café o confesión íntima, al ver publicado lo que nos cuenta entra en pánico furioso tachándonos de infidentes, llegando incluso a retirarnos la amistad, si se da el extremo. Es en esos momentos cuando el dilema cobra otra dimensión y no es precisamente el del malentendido, aunque lo parezca. Cuando la información causante del dilema tiene proyección de magnitud mayúscula, es decir municipal, estatal, nacional o internacional, parecería que el dilema se desdibuja o difumina por virtud de la dimensión que lo envuelve. En realidad, su circunscripción lo potencia y complica o vuelve simple. Lo que “entre nos” se antoja motivo de debacle existencial y menoscaba relaciones interpersonales, en el ámbito del “pueblo chico, infierno

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grande”, cuando es llevado a instancias más elevadas se agranda y simplifica en la confusión. Así como el abogado tiene como fin y deber la ejecución de la ley y la procuración de la justicia; así como el médico, en su ejercicio se debe al cuidado de la salud y la vida; así como el militar tiene como fin vocacional el mantenimiento del orden y la seguridad del Estado; y así sucesivamente con otras profesiones, el periodista se debe a la verdad; por supuesto no a la verdad absoluta, pues en términos humanos eso no existe o por lo menos se antoja casi tanto como imposible, pero sí a la verdad relativa que nos atañe en el ámbito de las limitaciones de conocimiento y actuación. Esto que es principio ideal, en la práctica acaba por arrinconarlo a uno en un grave dilema existencial que va más allá de solo cuestionarse la pertinencia de expresar o publicar algo que involucra a terceros.

2. PERIODISMO ESTEPARIO Así como la vida para Harry Haller, para el periodista que procura mantenerse en la línea de la neutralidad objetiva, casi imposible, cada palabra se le revela con toda su ominosa realidad en tanto arma de dos filos, con su gran poderío y debe no nada más estar entrenado para asirla con destreza, sino con prudencia. El Génesis empieza narrando que en el principio de todo fue el verbo y siendo este resultante de la voluntad divina, en las manos del hombre, el verbo a veces parece estar guiado o dictado por el demonio, lo que puede explicar que algunos hombres, ante el periodista como ante el lobo estepario exclamen ¡vade retro, Satán! Jacobo Zabludovsky, aun cuando para muchos pueda parecer una mala referencia, decía que prefería mantener una amistad que ganar una nota. No todos los periodistas piensan del mismo modo. Yo a veces no sé qué pensar. Y, aun así, teniendo Jacobo tal cuidado al

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informar, llegó a perder “amistades” que se sintieron traicionadas por causa de su quehacer periodístico. Razón, en parte también, por la que al final de su vida postergó la redacción de sus memorias, como de algún modo confesó a Sabina Berman y Katia D’Artigues: Jacobo Zabludovsky: Pasa lo que decía Pagés, no de sus memorias sino de su labor periodística como director de la revista Siempre. Decía: «Yo quisiera no tener ningún amigo, para poder escribir libremente». Katia D’Artigues: ¿Tú cuantos amigos tienes? Jacobo Zabludovsky: Tres o cuatro. Katia D’Artigues: Esos no los vas a perder con tus memorias. Jacobo Zabludovsky: No sé (ZABLUDOVSKY, 2013).

Qué más quisiera yo que trazar un corolario, una conclusión tras las experiencias vividas alrededor de este tema, pero quizá llegue al final de mi vida sin tener una cabal respuesta al dilema. Creo que ya he contado esto antes… Cuando estudiaba en la secundaria participé en un concurso de declamación y se me ocurrió la puntada de no seleccionar un poema de los tantos existentes y menos de los muy socorridos. Así, elegí interpretar el monólogo de Hamlet. Tras el concurso, en el que obtuve el segundo lugar, mis maestros coincidieron en sus felicitaciones advertiéndome: «ojalá algún día resuelvas el dilema de ser o no ser». Días hay cuando creo haber hallado la contestación en el Ser; otros, simplemente en el NoSer. Esto que ahora medito es de semejante estatura metafísica y me remite a lo que me dijo —creo que también he contado— años más tarde mi querido maestro y amigo de la universidad, el poeta cubano Iván Portela Bonachea: «El poeta, el escritor, es por definición un ser solitario. El precio de la libertad es la soledad». De nuevo, se trataba de una advertencia. Quien elige ser auténticamente libre, elige por ende la soledad.

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En esa misma universidad, la maestra que nos impartía ética profesional, la Dra. Concepción Carnevale nos condujo a un debate tras la lectura de las ideas de Kant expuestas en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres bajo el cuestionamiento ¿qué prefieren ser, un filósofo angustiado o un cerdito feliz? Fui el único en un grupo de alrededor de cuarenta condiscípulos que eligió lo primero y entre los argumentos kantianos que esgrimí para justificar mi postura está esa idea de que “es cosa muy distinta ser veraz por deber o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales […E]n el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí y, en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí pueden derivarse de la acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro permanecer adicto a ella” (KANT, 1989). La amistad es, sin duda, un gran tesoro, uno de los valores primordiales, universales en toda axiología tanto como lo es la verdad. De ahí el dilema. Porque el periodista en ciertas situaciones y circunstancias puede ver confrontadas sus prioridades en más de una dimensión; por ejemplo, siguiendo con el caso que detona esta meditación, la amistad frente la verdad. La amistad que vale por lo que de equilibrio psicosocial significa para el individuo, su entorno y relaciones. La verdad que vale por lo que a la liberación de las ataduras de la mentira significa. La amistad con el compromiso que implica puede convertirse en un lastre para la verdad; y la verdad puede convertirse en un dique para la amistad. Por supuesto que puede ocurrir también que la amistad comprometida, en vez de atar, signifique soporte y acicate para la verdad. La amistad basada en la verdad es lo más deseable, pero ocurre que en ocasiones la amistad enmascara tras la verdad temores y perversiones resultantes del natural egoísmo individual por el que cada quien se cree con el derecho de hacer válida su concepción de

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las cosas y del mundo, a la que ajusta todos sus procederes y espera que el resto alrededor haga lo mismo en torno suyo, coincidiendo a plenitud en principios e idiosincrasia. La verdad basada en la amistad da la sensación de solidez y protección, pero puede también ser una forma de connivencia permisiva, de consentimiento de lo que, probablemente a ojos de otros no es lo más edificante. El amigo que me provee cierta información como periodista no está obligado a comprender el alcance y valor instrumental de la misma en beneficio de la verdad. Como también el público a quien puede interesar semejante información en un momento dado no está obligado a comprender el alcance y valor del dato que, ya de por sí, conlleva la duda sobre la pertinencia de su publicación y difusión. Es muy cómodo y hasta vano hablar de que se ejerce un periodismo independiente, pero tal cosa no existe al ciento por ciento. “El hombre nace libre, pero está encadenado en todos lados”, nos advertía Jean Jacques Rousseau (ROUSSEAU, 1945): Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible […]. Renunciar a la libertad es renunciar a su cualidad de hombre a los derechos de la humanidad e incluso a sus deberes. No hay reparación posible para quien renuncia a todo. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza humana. Quitar toda libertad a la voluntad es quitar toda moralidad a las acciones. Estipular por una parte una autoridad absoluta y por otra una obediencia ilimitada es un convenio vano y contradictorio. ¿No es claro que no se tiene compromiso alguno con aquel a quien se tiene el derecho de exigírselo todo? Y esta sola condición, sin equivalente y sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? [op.cit. 21-22 pp.]

El tema es de suyo harto complejo y ha llevado siglos de discusión y análisis a los más renombrados pensadores, tanto como a los más pedestres de los hombres en su cotidianidad. Por supuesto que ni

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siquiera me planteo hacer aquí una mínima síntesis, sino, en todo caso, exponer la experiencia personal de un momento específico que puede vivirse más de una vez en una ardua dialéctica que, por más que se pretende generalizar culturalmente tiene su base de conflicto en las concepciones individuales. Incluso habiendo coincidencias entre dos personas, grupos, naciones, y reconociéndose la existencia convencional de valores de talla universal, la decisión entre un valor y otro es una tarea solitaria que corresponde a cada quien y su respectiva categoría de prioridades, ya sea aprendida, heredada o concluida por autoconvicción. El mundo de los valores es, en consecuencia, basado en la imperativa necesidad del hombre para resolver las tensiones fundamentales de las polaridades básicas emergentes de su ajuste multidimensional y enfocado por su razón, imaginación, sentir y actuar. Estas son polaridades y oposiciones de individuación y orden, impulso y razón, conciencia e inconciencia, identidad y conciencia en la dimensión biopsicológica; de egoísmo y altruismo, autoestima y aprecio del prójimo, lo individual y lo comunitario, la autorrealización y la autotrascendencia, en las dimensiones ético-social y espiritualtrascendente. El rango total de los valores y la totalidad de la realidad nunca son experimentadas por el hombre a menos que busque y archive verdades y valores en los sucesivos órdenes y dimensiones de su existencia y sus posibilidades. Viceversa, desde que los valores se fundan en la unidad de todas las polaridades y dimensiones existentes en el ser, una doctrina de los valores basada en aspectos parciales o fases de la existencia humana es contraproducente y contradictoria. En cada situación existencial, el hombre está bien advertido de una esencial polaridad u oposición entre su individuación y su orden, su egoísmo y su altruismo, es decir, entre valores instrumentales e intrínsecos y la necesidad de elegir el último como representación de una más alta dimensión unificada de la realidad social. En cada paso, armoniza el cisma en la situación existencial y la trasciende. Tal trascendencia la alcanza a través del modo de una jerarquía natural de valores, permitiéndole orientarse de manera triunfante en las tres dimensiones de su ajuste. Entonces resuelve los conflictos y tensiones crónicas derivándose a la multidimensionalidad de sus experiencias,

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su propia herencia, insuficiencia psicosocial y las polaridades de sus demandas y deseos, conciencia e inclinación, ser y devenir (MUKERJEE, 1964, págs. 77-78) [traducción mía].

El dilema, pues, no trata de si informar o no, expresar o no, publicar o no, sino en aquello otro que cuestionaba Hamlet: “¿qué es más levantado para el espíritu, sufrir los insultantes dardos de la fortuna o, haciendo frente a un piélago de calamidades y en dura lucha darles fin?” Días atrás se suscitó un incidente por el que una persona me tachó de mentiroso, de mal periodista, por haber inferido a partir de su dicho cierto dato, mismo que busqué corroborar con la probable fuente del mismo, confirmando la falsedad que yo ya conocía y no nada más suponía. Es decir que expuse el chisme y la difamación que lo acompañaba. Mi perspicaz inferencia ofendió a esa persona al punto de estar dispuesta a rebasar el límite del reclamo verbal para pasar al estallido físico. Y exacerbó más sus ánimos que me sostuviera en mi postura lógica. Acto seguido, algún otro me señaló: «Por eso te cierras puertas», a lo que repliqué no sin algo de cinismo recordando el proverbio que reza: por cada puerta que se cierra, una ventana se abre. Tras la publicación que detonó este texto y la reacción de la fuente a esta, el efecto más insidioso no lo ha producido otra cosa sino la duda. Una duda siempre presente, que carcome y puede conducir a la sensación de arrepentimiento quizá injustificado. ¿Actué mal o bien? ¿Fui o no desleal? ¿Cometí infidencia y, esta, en algo cambió el estado de las cosas? Ya en el pasado guardé algún secreto ajeno y, cuando consideré pertinente revelarlo, también fui tachado de “traidor” a ojos de quienes oculté la verdad, precisamente por mi discreción; y, viceversa, a ojos del confidente, por exhibir la verdad de su acto contrario a los intereses de esos otros. Hallándome entonces entre la espada y la pared por respeto ético a la instrucción “esto no lo digas” y por afán de no afectar a terceros a sabiendas de que secreto

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y revelación supondrían para mí caer simultáneamente de la gracia de alguna o de ambas partes involucradas, al final quedé como el perro de las dos tortas, ni con Dios ni con el Diablo, pero en conciencia satisfecho y tranquilo de haber guardado el secreto de uno el tiempo necesario y revelándolo al otro cuando era preciso, no antes, no después. Semejante acto de contrición que hago ahora es difícil de sopesar, pues el modo como inciden las decisiones sobre las cosas del mundo no suelen ser tan inmediatas ni tan evidentes. Porque la reacción resultante de un sentimiento herido, quizá por sustentarse no en falsas sino en distintas y contradictorias premisas en contraste con las mías, pone en tela de juicio la dignidad no solo del afectado sino la propia. ¿Soy entonces, por causa de mi decisión, indigno de la amistad, del amor fraternal? De haberme inclinado por esta, frente al presumible interés público —tal vez no es así y en mi creencia doy por sentado algo que en realidad al común denominador de los mortales le viene guango— de cierta información, ¿sería indigno de decir que he hablado con verdad? Si la información suelta cumple su cometido, no por fuerza y tal vez nunca me enteraré, quedando en mí solo el prurito de haber cumplido con un deber ¿superior? En esto y no otra cosa estriban el karma y el dharma.

REFERENCIAS KANT, E. (1989). Capítulo Primero. Tránsito del Conocimiento Moral Vulgar de la Razón al Conocimiento Filosófico". En C. CARNEVALE, Antología comentada de Ética profesional (págs. 102-120). Huizquilucan: Universidad Anáhuac Norte. MUKERJEE, R. (1964). The Dimensions of Values. A Unified Theory. Londres: George Allen & Unwin Ltd.

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José Antonio de la Vega Torres ROUSSEAU, J. (1945). Del Contrato Social (Primera edición ed.). México: Secretaría de Educación Pública / Col. Bibliotéca Enciclopédica Popular No. 65. ZABLUDOVSKY, J. (5 de agosto de 2013). "Los retos del periodismo". Shalalá. (S. BERMAN, & K. D'ARTIGUES, Entrevistadores) Azteca 13. TV Azteca, México. Recuperado el 20 de septiembre de 2016, de https://youtu.be/Rx6FoAOPmHg?list=PL_F6rRBMpCew5pEJsZhMp6aezpNm RMPgO

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