El héroe romántico, ¿amor absoluto o necesidad de amor?

June 2, 2017 | Autor: Ángeles González | Categoria: Literatura española, Romanticismo
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Anales del Instituto de Profesores “Artigas”, Año 2009. Segunda Época, Nº3, pp. 363-375

LITERATURA María de los Ángeles González1 2

El héroe romántico: ¿amor absoluto o incapacidad de amar?

“¿Qué hace correr a Don Juan? ¿Qué busca? ¿Quién seduce a quién en esta carrera por el poder sobre el otro? J. Kristeva (1988)

Un cierto donjuanismo biográfico Muchos detalles “novelescos” de la biografía de José de Espronceda (1808-1842) carecen de pruebas documentales y pertenecen más bien a una tradición que alimentó la leyenda romántica de desdicha, rebeldía y malditismo. Aun así, es posible encontrar en su obra algunas claves que sellan en cierta forma un “pacto autobiográfico”, las que, sumadas a otras tantas recurrencias temáticas casi obsesivas, invitan a buscar en la lectura de su obra un espejo de sus etapas vitales, con todos los riesgos que supone la identificación.3 A esto contribuye también la tendencia surgida con los artistas románticos a hacer de la propia vida una obra de arte y a la contrapartida de defender un arte confesional.4 Una serie de episodios donjuanescos decoran la vida amorosa de Espronceda, que mantuvo siempre al margen de las formas de legitimación social, en especial los que tienen que ver con sus relaciones con Teresa Mancha.. La conoce cuando pasa a Portugal en 1827, huyendo de la persecución de Fernando VII, siendo ella hija de un emigrado español arruinado. La vuelve a ver, ya casada, en Inglaterra, donde Espronceda permanece un año. En 1831 se reencuentran, casualmente, según algunos biógrafos, en el Hotel Fravart, de París; allí es raptada Teresa, con su consentimiento y con ayuda de algunos amigos. En esta huida deja atrás los dos hijos de su matrimonio. En 1883, al producirse la amnistía para los emigrados, bajo la regencia de María Cristina, la pareja se radica en España. Pero no por eso la relación se estabiliza: Teresa es mantenida en secreto, huye varias veces y otras tantas Espronceda la busca y recupera, hasta que finalmente se produce el abandono definitivo, quedando el poeta a cargo de la hija de ambos. Teresa muere en 1839, al parecer luego de un período de decadencia física y moral, que contribuyó a alimentar su construcción como heroína romántica –que han refrendado las biografías clásicas de Espronceda–, tan próxima a un modelo literario recurrente, que años después fijó y popularizó definitivamente A. Dumas en La dama de las camelias.5 Antes de su romance con Teresa Mancha no había escrito Espronceda ninguna pieza propiamente lírica, sólo se había dado a conocer por sus artículos políticos y quizá habría compuesto algunos fragmentos épicos de El Pelayo. Escribió el relato en verso El estudiante de Salamanca en 1836, luego de su ruptura con Teresa. De hecho, un fragmento apareció ese mismo año en el periódico El español, aunque la publicación del texto definitivo ocurre en las Poesías, de 1840 (Ruiz-Fábregas, 1982: 14). Y no sólo por una cuestión de fechas, sino por el tratamiento de algunos tópicos, resulta tentador considerar El estudiante de Salamanca –aún cuando se trata de la reescritura de un tema tradicional–, en relación

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Profesora egresada del Instituto de Profesores “Artigas”. Este artículo es el resultado del trabajo que desarrollé en 2008 como proyecto de actividad de investigación en el marco del Departamento de Literatura. Forma parte de un proyecto más amplio, el seguimiento del mito de Don Juan en distintas etapas de la historia de la Literatura Española, en el que trabajamos con los Prof. Gustavo Martínez, Patricia Núñez y María del Carmen González. El estrecho margen de páginas apenas permite esbozar algunas conclusiones generales sobre la reformulación del mito en la obra de José de Espronceda. 3 Tomo el concepto de “pacto autobiográfico” en el sentido que lo entiende Lejuene (Ver Lejeune, Philippe, “El pacto autobiográfico”, en La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudios e investigación documental. Suplementos de Anthropos, Barcelona, 1991: 47-61). 4 “La estereotipación de [Espronceda como] personaje –dice Ynduráin– es la consecuencia del nuevo papel que asume el artista en el Romanticismo: la ironía romántica lleva al autor a poner su persona como centro de la obra. […] Se crea entonces la leyenda del figurón, fijada en el texto y alimentada por el autor directamente: la condición de hombre público y popular permite al autor (le obliga, a veces) a introducir nuevos elementos personales que, a su vez, alimentan el mito” (Ynduráin, 1992: 55). 5 Rosa Chacel toma el personaje desde el punto de vista femenino, escribiendo una biografía novelada (Teresa, Buenos Aires: 1941). En el Prólogo a la edición de 1980 hace algunas precisiones sobre la composición del libro, aclarando que, ante todo, quiso retratar los jóvenes de la época romántica, a quienes Alberto Lista definió como “los Quijotes de uno y otro sexo que ha vuelto locos el furor de la sensibilidad”. Y en especial la situación de la mujer en el siglo XIX. Para Chacel, tanto Madame Bovary como la Teresa real, “como la mayor parte de nuestras bisabuelas, fueron estúpidamente entregadas a cualquier hombre en el principio de sus vidas, y la honorable transacción quedaba cerrada para siempre jamás. En la época romántica, la literatura evidencia la crisis de ese estado de cosas. No, como tanto se ha creído, la crisis del matrimonio, sino la de ese matrimonio, pues la crisis del matrimonio es algo mucho más complejo y no admite remedios de curandera. Todas las heroínas de la literatura romántica cortan su nudo gordiano, con más o menos facilidad” (Chacel, 1980: 21). 2

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triangular con otras dos piezas poéticas de Espronceda, más claramente inscriptas en el lirismo confesional: “A Jarifa en una orgía” y “A Teresa”, el famoso “Canto II” de El diablo mundo. El estudiante de Salamanca frente al mito El mito de Don Juan tiene larguísimo desarrollo en España, donde surge en el Barroco su primera formulación literaria completa con El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1630) atribuido a Tirso de Molina, dando lugar a una saga que llega hasta el presente.6 Pero es además, uno de los mitos más transitados por la literatura y la música europea, por lo menos durante el Barroco y el Romanticismo. Algunas exploraciones sobre los orígenes lo hacen derivar de leyendas medievales, insistiendo en el carácter moralizante del tipo, cuando otras lo interpretan como un mito claramente moderno. Como sea, si bien puede aceptarse el final moralista de la obra de Tirso, es más difícil sostenerlo en la reconversión romántica, que tiene su apoteosis en el Don Juan, de Lord Byron (1819). Punto más, punto menos, el Romanticismo acentúa la naturaleza satánica del personaje, su condición de rebelde frente a las normas y frente a Dios, que lo hará admirable también en su derrota. Con el Don Juan Tenorio (1844), José Zorrilla propone la redención del héroe en virtud del amor, solución, aunque discrepante, al fin también romántica.7 Una sola referencia directa vincula a El estudiante… con la tradición literaria donjuanesca, cuando al comienzo de la obra se presenta a quien luego se llamará Félix de Montemar como “segundo Don Juan Tenorio” (v. 100). Pese a las distintas fuentes que pudieron nutrir a Espronceda (Ver Marrast, 1978), es posible reconocer en el protagonista algunas invariantes fundamentales del mito nacido con Tirso, según fueron establecidas por García Gual (2001: 65-78). De un modo sui generis está presente el “enfrentamiento fatídico entre el Burlador y el Fantasma”, la caída final o el esperado castigo del personaje como primera invariante. La segunda sería la treta del engaño amoroso para lograr la conquista de sucesivas mujeres, que apartan a Don Juan de ser “un amante sentimental”: no ama, su objetivo es la posesión seguida del rápido abandono, y el fácil olvido. Este rasgo será modificado en las variantes posteriores: cuando Don Juan se enamora, como en la obra de Zorrilla, “todas las demás quedan atrás como experimentos fallidos” (García Gual, 2001: 72). Incluso podría sostenerse que el Marqués de Bradomín, versión donjunesca muy posterior de Valle-Inclán en las Sonatas, se enamora de todas sus conquistas (más cercano al modelo de Casanova, el eterno enamorado, tal como lo considera S. Fendric, 2008). La tercera invariante radica en la frivolidad del héroe libertino, su falta de ideales nobles. Pero el Romanticismo acentúa notoriamente su complejidad, componiendo, según E. Frenzel a partir del “Don Juan” de Hoffmann (1813), un tipo “dotado para las más elevadas empresas”, un insatisfecho “buscador de ideales” (en García Gual, 2001: 73). En este punto conviene confrontar a Félix de Montemar con sus prototipos del siglo XVII. Espronceda lo presenta como “alma fiera e insolente,/ irreligioso y valiente, / altanero y reñidor:/ Siempre el insulto en los ojos,/ en los labios la ironía,/ nada teme y todo fía/ de su espada y su valor” (vs. 101-103). El héroe esproncediano no sólo desafía los valores sociales representados en las expectativas femeninas, sobre todo en lo que toca a su honra, sino también provoca gratuitamente a los hombres en lo que respecta a la suya. La construcción del héroe satánico se justifica en el propio texto: “Fueros le da su osadía,/ le disculpa su riqueza,/ su generosa nobleza,/ su hermosura varonil” (vs. 128-131). Toda una línea de heroísmo romántico pude resumirse en esta presentación: “Que hasta sus crímenes mismos,/ en su impiedad y altiveza,/ pone un sello de grandeza/ don Félix de Montemar” (vs. 136-139). La reivindicación del trasgresor pone en evidencia la hipocresía social y la insatisfacción última del individuo en el marco de la moral burguesa, por lo que el delito se configura como una marca de grandeza individual manifestada en la rebelión. Al igual que el Don Juan de Tirso (que al inicio de El burlador… es “Un hombre sin nombre”), el estudiante de Salamanca se presenta como un personaje anónimo, primero es “Un hombre” y luego el “embozado” enfrentado a una sombra (un fantasma o “ánima en pena”) en la Calle del Ataúd. Todas las señales de la Primera Parte apuntan a configurar un cuadro lóbrego y tenebroso al gusto romántico, así como sirven a efectos de presentar a la figura todavía innominada, temeraria, inmune al miedo sobrenatural, por tanto impía y desmedida (“el arma en la mano con fuerza empuñada,/ osado a su encuentro despacio avanzó”, 1982: 35).

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La figura de Don Juan interesó al Romanticismo español, como puede ejemplificarlo la pieza de Espronceda, pero cuya formulación más emblemática y por lejos la más popular fue el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. La llamada “Generación de 1898” volvió sobre el tema en forma insistente, a través del ensayo y la creación. Sobre la presencia del mito en la literatura española contemporánea véase “Don Juan desde la modernidad”, de Antonio Piedra (Santonja, 2001: 105-122) y “La sombra del Tenorio”, de José Luis Alonso de los Santos (Santonja, 2001: 123-128). 7 Ruiz-Fábregas insinúa la posibilidad de que Zorrilla hubiera escrito el Don Juan Tenorio como “contestación” al pesimismo radical de El estudiante de Salamanca (Ruiz.Fábregas, 1982: 21).

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Panerotismo y desengaño: una mujer/ todas las mujeres Pero además de ese gesto insolente que lo convierte en burlador de las normas morales, Espronceda da otra pista para entender a Montemar. Encarna un “corazón gastado” por haberse prodigado en exceso, detrás de búsquedas amorosas siempre provisorias e insuficientes (v. 108), en pos de desafíos y emociones nuevas y necesariamente cada vez más intensas. En la Escena II apuesta riesgosamente en el juego de naipes, que se le ofrece como sucedáneo de sus ineficaces esfuerzos por encontrar en el amor el absoluto: “Necesito ahora dinero/ Y estoy hastiado de amores” (vs. 483-484). El juego representa la búsqueda en el vacío, la alternativa del azar que sustituye cualquier certeza, pero también revela una nota característica del mito de Don Juan: el derroche, la renuncia a la posesión.8 La carrera desenfrenada de emociones de Montemar sólo puede finalizar en la muerte y, de hecho, hay anticipaciones de esa tendencia autodestructiva en la escena de la taberna, donde queda claro que está dispuesto a jugarse la vida sólo por el placer de ganar: “Perdida tengo yo el alma/ Y no me importa un ardite” (vs. 503-504).9 En este sentido, el estudiante es un arquetipo del hombre, de acuerdo a la visión romántica, que “rebelde y atormentado, no tiene más solución al enigma que otro nuevo enigma: la muerte, […] como término absoluto de la vida, […] la terrible muerte sin futuro” (Salinas, 1958: 278). Sólo la muerte sin trascendencia aliviará la inconformidad del romántico con la vida, que nunca estará a la altura de sus anhelos de trascender el yo. Francisco García Lorca analizó la concepción del amor en Espronceda basándose en las ideas de Fitche (1762-1814), quien entiende la actividad del yo como un impulso hacia, un imposible deseo de alcanzar lo que por definición no alcanzará nunca, porque la aspiración es su naturaleza. Pero el impulso se dará siempre en relación a lo otro, el deseo se realiza sobre una resistencia exterior en función de la cual el yo cobra conciencia de sí. Por eso, para Espronceda “el amor es metafísicamente imposible” (García Lorca, 1984: 227), se experimenta bajo la forma de un deseo renovado que conduce al hastío del sujeto, siempre en conflicto con el ideal inalcanzable, y comporta inevitablemente la destrucción del objeto amado. La experiencia romántica es la soledad radical del individuo, la orfandad de quien se siente desterrado del paraíso. No busca a una mujer sino a La Mujer, el eterno femenino, emblema de la madre prohibida (Robert, 1973; Kristeva, 1988). “Ella misma es la causa directa del fracaso, pues, en comparación con ella, todas las mujeres que pudieran ser conquistadas quedan desvalorizadas y, por añadidura, tocadas de la misma prohibición que la afecta a ella. Sólo existe una mujer, «la treceaba vuelve a ser la primera», pero ninguna puede ser compañera” (Robert, 1973: 103). De ahí que Don Juan pueda verse también en el siglo XIX como un conquistador incapaz de amar, que sólo puede vengarse en cada objeto renovado de deseo, de la imposibilidad de retener a una. En los textos de Espronceda se suma la culpa cristiana que asume el yo masculino especto a la “caída” de la mujer seducida, quien pierde entonces una pureza irreparable. El yo lírico proclama en “A Jarifa en una orgía”: “Mujeres vi de virginal limpieza/ entre albas nubes de celeste lumbre;/ Yo las toqué y en humo su pureza/ trocarse vi, y en lodo y podredumbre”. García Lorca señala en estos versos “el formidable poder destructivo del contacto”,[…] y “la terrible idea angustiosa de que el amor degrada. Lo que más alto hace subir el espíritu del hombre, lo único que puede encender en él la chispa divina, lleva en sí, inevitable, el germen de la corrupción” (1984: 227). El amor cumplido degrada porque está sometido al tiempo –es experiencia– y se mueve en la esfera de las realidades, en tanto el ideal sólo puede permanecer puro en relación a objetos inasequibles. En las estrofas siguientes de “A Jarifa…”, Espronceda hace extensiva esa desilusión a una dimensión que trasciende los límites del erotismo e ilustra el hastío romántico de la existencia: “Y encontré mi ilusión desvanecida/ Y eterno e insaciable mi deseo,/ palpé la realidad y odié la vida/ sólo en la paz de los sepulcros creo”. La contradicción trágica, inherente al hombre, según esa perspectiva, es la insaciabilidad y la búsqueda pertinaz del ideal en un mundo corrompido por el “pecado original”, que alejó al hombre de un Paraíso que, sin embargo, lleva en su mente, en su recuerdo –mixtura apócrifa del Edén cristiano y del Ideal platónico: “Y busco aún y busco codicioso,/ Y aún deleites el alma finge y quiere”. En ese sentido, Don Juan es una figura paralela al poeta, corriendo detrás de ilusiones imposibles que en definitiva resultan fingimientos, imposturas, y que sólo precipitarán la autodestrucción. En ese universo amoroso, a su vez, la amistad masculina es imposible porque encuentra rivales en todos sus pares –el padre o los hermanos, que obstaculizan la posesión de la madre. A propósito de esto, el mito de Don Juan viene asociado desde sus orígenes al del “convidado de piedra”, representación del padre castigador. En El estudiante de Salamanca la ejecución del castigo puede interpretarse como la 8 Kristeva afirma que Don Juan no busca poseer, sino conquistar, sus movilidad erótica representa la “pérdida hasta el infinito, para nada”. Por otra parte, “renunciar a la posesión es superar la fijación anal, la necesidad de atesorar. No es avaro, [su generosidad] le aleja de toda posesión, material o matrimonial” (Kristeva, 1988: 175). 9 Domingo Ynduráin observa que el Don Juan de Espronceda, como el de Tirso, “se realiza contra alguien o algo. […] La vida cobra valor cuando destruye o supera (pasa por encima) a los demás, a los otros; y en especial a las mujeres, quizá representación o emblema (como en Tirso y Calderón) de los valores sociales” (Ynduráin, 1992: 48).

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venganza por cuenta del hermano de Elvira (el poder del varón), tanto como por cuenta de la propia mujer, que asume un papel fálico y vengativo. En los macabros esponsales con un cadáver que cierran El estudiante… el ideal femenino se identifica directamente con la muerte, y es claro que Montemar acepta seguir tras él, más allá de toda advertencia, y con plena consciencia del riesgo, aunque no sin cierta estupefacción enajenada o alucinada, traspasada de excitación frente al misterio. Ver la muerte cara a cara, a sabiendas, descifrar su misterio, es a la vez manifestación de otro desafío romántico: la pretensión del conocimiento absoluto. La actitud de desengaño emparienta a Montemar, como se dijo, con otras construcciones de Espronceda, como la voz lírica que se hace cargo del enunciado en “A Jarifa en una orgía” y la propia Jarifa, una de las tantas prostitutas que el Romanticismo levantó como símbolos y víctimas de la doble moral, reivindicó o compadeció por su marginalidad, opuso como alternativa devastadora de la imposibilidad del amor puro. El yo poético busca a Jarifa por su condición de mujer gastada en amores, incapaz de ilusionar y, en consecuencia, capaz de ponerlo a salvo del posterior desengaño inevitable: “Ven y junta con mis labios/ esos labios que me irritan/ donde aún los besos palpitan/ de tus amantes de ayer./ ¡Qué la virtud, la pureza! ¡Qué la verdad, el cariño!/ Mentida ilusión de niño/ que halagó mi juventud”. Aunque al comienzo suscita rechazo, Jarifa termina identificada con la voz autorial, hermanada en el sufrimiento: “Tú también como yo tienes/ desgarrado el corazón” (Espronceda, 1992: 215-218). En su impureza, la prostituta ofrece la máxima pureza posible, la de la verdad frente a la ilusión engañosa, puesto que el amor es apenas una aspiración desmedida que la experiencia revelará tarde o temprano como mentira. Ese poema ofrece también un retrato del yo romántico, excedido en ese deseo que sabe de antemano eterno e insaciable: “Yo quiero amor, quiero gloria/ quiero un deleite divino,/ como en mi mente imagino,/ como en el mundo no hay” y una clave para interpretar la figura de Don Juan como proyección de ese yo: “¿Por qué aún fingirme amores y placeres/ que cierto estoy de que serán mentira?/ ¿Por qué en pos de fantásticas mujeres/ necio tal vez mi corazón delira?/ Si luego en vez de prados y de flores/ halla desiertos áridos y abrojos,/ y en sus sandios y lúbricos amores/ fastidio sólo encontrará y enojos?”. Jarifa es la figura opuesta a Elvira, la inocente seducida por Montemar en El estudiante… y que se presenta al lector en tiempo pasado, cuando ya ha muerto. La literatura del siglo XIX, y en especial el Romanticismo, radicaliza las tensiones y el dualismo en la representación de la mujer, poniendo en evidencia un conflicto entre idealización y posesión que, por otra parte, está presente, con variantes, en la cultura cristiana desde la Edad Media. “Amargadas, muertas o putas” son las posibilidades para la mujer en la escritura romántica, dice Marina Mayoral. Y agrega: “El ideal erótico romántico llevaba en su misma concepción un germen de destrucción. La donna angelicata puede mantener incólume su atractivo porque el amor que inspira no llega nunca a realizarse carnalmente, ni siquiera aspira a ello. Se mueve en los dominios del espíritu y es por tanto compatible con la pureza del objeto que lo inspira. El sacrificio de la carne permite a los amantes disfrutar del deleite espiritual. En el romanticismo se produce también esta situación cuando la muerte libera a la amada de las servidumbres del tiempo humano. La amada muerta no sólo es pura, bella e inalcanzable, sino que no envejece. Mantiene de ese modo para siempre su poder de atracción sobre el poeta” (Mayoral, ). La mujer inaccesible y la seducida y luego abandonada son dos caras de la misma idea cristiana del amor como pecado. En su versión más extremada el abandono al amor como absoluto comporta la pérdida de sí, la alienación, y los posibles finales son la derrota o la muerte. La locura es entonces una expresión frecuente de la intolerancia a esa derrota, a la sumisión del yo frente a un ideal que sólo está en la mente pero la realidad demuestra ineficaz. El modelo literario femenino es Ofelia, y a ese modelo responde la Elvira de El estudiante….10 El yo romántico, expandido y plenipotenciario, invade y contamina la construcción de todos los personajes. Del mismo modo que Jarifa, “«La desdichada Elvira» es algo más que un tipo femenino ideal y que un trasunto –como don Félix– de las ideas de su creador acerca de la condición humana; es también, en última instancia, figura del mismo Espronceda” (Gil de Biedma, 1958: 280). “El verdadero amante es Romeo y no Casanova”11 “Para Stendhal y para los que se colocan en su zona espiritual, la pasión honda y maniática, en expresión exaltada, de Werther, Romeo, Tristán, vale en intensidad emocional más que todas las vidas 10 11

También alimenta ese modelo en el poema “A Ofelia”. La cita corresponde a Juan Carlos Onetti. Tierra de nadie (Madrid, Aguilar: 121).

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habidas y por haber de Don Juan. Pero este, a su modo, es también pasión: la pasión de vivir a pleno apetito satisfecho. Son dos estado antitéticos: el ansia dolorosa y la actitud dionisiaca” (Grau, 45). D. de Rougemont también enfrenta a Don Juan y Tristán como dos formulaciones extremas del erotismo cristiano occidental (1959; 1967). Ahora bien, Don Juan en su expresión romántica no es el gozador dionisíaco triunfante, que encarna la virilidad siempre potente e inagotable –representación imaginaria que hombres y mujeres depositan en el mito donjuanesco–, sino, como intentó mostrarse en el caso de El estudiante…, el idealista irredento que no encuentra un objeto a la altura de sus sueños. A pesar de esto, el sistema poético de Espronceda admite un centro femenino irradiador de la creación (la mujer amada y única, que responde al modelo tradicional iniciado en Petrarca). Sólo ha cambiado la valoración moral del objeto: la amada primero idealizada asiste a un proceso de degradación que lleva a equipararla con el “ángel caído”, imagen luciferina que suscita frecuente admiración entre los románticos.. La transición corresponde al proceso que va desde la unión perfecta de los amantes a la ruptura tras el abandono femenino. Por eso mismo, en la evocación del Canto a Teresa puede sospecharse un móvil de apasionado despecho, como observa Gil de Biedma cuando dice que “a primera vista parece un desagradable encarnizamiento contra su antigua querida” (Gil de Biedma, 1958: 281). Lo cierto es que Teresa es la gran figura de la creación esproncediana, la mujer que encierra todas las otras mujeres y encarna la evolución fatal, la degradación inevitable que va de Elvira a Jarifa. A propósito de Teresa, el autor manifiesta sus opiniones sobre la esencia femenina, una reflexión general sobre la condición humana y sus limitaciones en la búsqueda de la trascendencia. Como en las coplas manriqueñas, la figura de la muerta no aparece al principio del Canto…, sino cuando la elegía va mediada, y es anticipada escalonadamente. El inicio es un desahogo del yo lírico sobre las ilusiones de su juventud, centradas en la espera del amor. La idea del amor en el Canto… encierra todas las altas aspiraciones humanas: la gloria, la poesía, el altruismo de sus ideas libertarias, la fe en la humanidad. La adolescencia es el período idealizado de la vida, cuando esos sueños se expresan en forma pura y gratuita, porque están en potencia y sin el correlato frustrante de la experiencia. En el plano erótico, la figura de la espera es el amor en su máxima pureza (“el dulce anhelo del amor que aguarda/[…]La ansiada cita que en llegar se tarda […] La mujer y la voz de su dulzura,/ que inspira al alma celestial anhelo”). La mujer será luego “una mujer”, después “esa mujer”, para ser nombrada recién en el verso 225: “¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,/ Ah, ¿dónde estáis que no corréis a mares?”. Y aparece ya tras la realidad de la muerte y tras un velo de aparente indiferencia del hablante, cuyo verdadero dolor se revela al final del poema bajo el más crudo sarcasmo. Sin embargo, la evocación de la difunta –el panegírico, tópico de toda elegía, según lo ha estudiado Camacho Guisado (1974)– se concentra en las horas juveniles de la felicidad: “Aún parece, Teresa, que te veo/ aérea como dorada mariposa,/ en sueño delicioso del deseo,/ sobre el talle gentil temprana rosa,/ del amor delicioso devaneo,/ angélica, purísima y dichosa”. El retrato, atravesado de imágenes lumínicas y aéreas, da cuenta de la espiritualidad y la pureza propia del éxtasis amoroso. Pero sobreviene la caída, en virtud de los estragos del tiempo corruptor, una ley de la vida en el mundo poético de Espronceda. “Esa mujer tan cándida y tan bella,/ es mentida ilusión de la esperanza”. El amor dura un instante, que es suspensión del tiempo, pero está condenado de antemano, aunque solo pueda advertirse a posteriori, y la causa trasciende las explicaciones humanas. “¿Quién impío ¡ay! agostó la flor de tu pureza?”. El amor humano tiene su origen en el Edén perdido y añorado, pero “su cauce envenenó el Infierno”. Parecería que Espronceda no puede sustraerse a la condena de la carne como origen del mal, lo que se suma a la idea de la pérdida de inocencia como resultado de la madurez. Frente a la degradación física y moral de la amada da rienda suelta el yo lírico a la explosión del dolor, recurriendo a tópicos ascéticos medievales y barrocos: “Las rosas del amor se marchitaron/ las flores en abrojo convirtieron/ Y de afán tanto y tan soñada gloria,/ sólo queda una tumba, una memoria/ […] donde vil polvo, tu beldad reposa”.12 Lo que, por último, debe señalarse, es la reivindicación final de Teresa como nuevo alter ego del poeta, también heroína romántica con aspiraciones desmedidas, rebelde y derrotada, admirable en su enfrentamiento de los prejuicios y los modelos preestablecidos: “Espíritu indomable, alma violenta,/ en ti mezquina sociedad lanzada, a romper tus barreras turbulenta; nave contra las rocas quebrantada”. El objeto último de toda elegía es la supervivencia en el recuerdo, y aun en el rencor enconado que trasunta por momentos el Canto y en el propósito final (“dentro del pecho mi dolor oculto/ Y doy al mundo el exigido culto”) rescata al fin, “un recuerdo de amor que nunca muere”. Escribiéndose a sí mismo, escribiendo como consuelo y disculpa, salva del olvido a la mujer concreta, de quien, como dijo Rosa Chacel, nada se sabe más que dos o tres fechas de su vida.

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Ecos de Manrique, del Garcilaso elegíaco de las Églogas, de Sor Juana Inés de la Cruz, cuando no explícita intertextualidad, se encuentran en el Canto a Teresa.

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