Epílogo a \"Las Calles\" (Editorial Carpe Noctem, 2015)

May 26, 2017 | Autor: A. Gómez Vaquero | Categoria: Literatura española contemporánea, Poesía Española Contemporánea, Félix Grande
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Acaso aquí ese llamamiento a la solidaridad esté más matizado que en ninguna otra obra de Félix Grande. «Es verdad», dice el narrador, «que puede establecerse una férrea alianza en la desgracia, pero a condición de que la desgracia sea igual para los dos y a condición de que ambos quieran combatirla».
Grande, Félix; ¿Quién es este artista? ¿Y gracias a quién?, Fundación Juan March, Nov. 2013, edición no venal.
Todavía en 1980 escribía Félix Grande: «Las consecuencias [del hambre], aparte de la exasperación social y el resquebrajamiento de las instituciones democráticas, son el desequilibrio, el sufrimiento del cuerpo de los desnutridos. [...] Y, paralelamente, alteraciones psicológicas como el miedo, la resignación o la cólera. Llamar al hambre solamente hambre es una traición al lenguaje propio y una burla a los pobres». En «Con mil quinientas uñas», El socialista, Nº158, del 17 al 23 de junio de 1980, p.33
Las calles
© Félix Grande, 1980
© Herederos de Félix Grande, 2015

Del epílogo
© Pilar Cáceres y Alberto Gómez Vaquero

De la presente edición
© Editorial Carpe Noctem
http://www.editorialcarpenoctem.es
[email protected]
C/Espronceda Nº 39, 3ºD
28003 Madrid

Foto de portada: Faris Algosaibi
Diseño de cubierta: Carlos Primo

ISBN-13: 978-84-942432-2-6

Depósito Legal: M-6759-2015


El relato de un paseante


En 1965 —año en que está fechado este relato largo o novela breve titulada Las calles— España era un país que comenzaba a salir de una oscura y larga posguerra para entrar en una primera etapa de confort auspiciada por el turismo y las divisas. Como ocurre en la actualidad, cuando la pregonada recuperación no alcanza, ni mucho menos, a todos, ese bienestar que comenzaba a penetrar en nuestro país, sobre todo en las grandes ciudades, no llegaba a todos por igual.
El protagonista y narrador de esta obra es uno de esos hombres a los que la seguridad económica todavía no ha alcanzado. No es que no tenga un trabajo, es que no tiene un buen sueldo. Su empleo le permite sólo, y a duras penas, sobrevivir. Como no puede entrar a un café, ir mucho al cine o comprar libros, pasea. Es, entonces, un caminante por necesidad. Un hombre que recorre las calles de una ciudad a la que, en el momento de arrancar la narración ya ama, pero a la que durante mucho tiempo —el tiempo del hambre— guardó un gran rencor.
La costumbre del paseo en el narrador de esta obra dista mucho, en cualquier caso, de la que pudiera tener el Baudelaire analizado por Walter Benjamin o, en otra línea, el alegremente desocupado Robert Walser. Tampoco estamos ante el protagonista de «El otro cielo», ese relato de Cortázar en el que un corredor de bolsa retoma la tradición del flâneur, ese paseante urbano que, mientras camina, va tomando nota mental del deterioro de la ciudad.
El paseante de Las calles —el título no puede ser más preciso: estamos ante una novela callejera— es, como hemos dicho, un hombre que no para en casa porque su casa es una sórdida pensión; un hombre que no puede entretenerse en los escaparates —sería puro masoquismo— ni detenerse mucho en los bares y cafés. El movimiento es para él una terapéutica, y lo ha convertido, casi, en una ontología: «Fue entonces cuando aprendí que la vida consiste en el movimiento, que las ideas verdaderas son las que caminan, que los sentimientos resistentes son los que se rehacen una y otra vez».
Este hombre en movimiento, este paseante, está resentido, siente odio. Y éste es el motor social de la novela, que tiene uno de sus nudos en la siguiente afirmación: «Porque, lo mismo que es cierto que con menos de una determinada cantidad de calorías el alma empieza a ser cuestionable, es cierto que una criatura desesperada en medio de una sociedad turbia no puede amar a la ciudad en que vive […]. El amor de un hambriento y de un frustrado es una contradicción, una paradoja, un sarcasmo. Porque es cierto que el amor es dar, como la libertad no resultar ser sino su empleo. Y un muchacho hambriento no puede dar, porque el hambre no se comparte…»
Estamos, pues, ante un muchacho que quisiera amar, que quisiera poder llevar una vida más espiritual, pero que a causa de las largas jornadas de trabajo, el sueldo insuficiente, la mala alimentación y la soledad no alcanza nada más que a sentir por él, y por los demás, desprecio, ira y rencor:
«… odiar es reaccionario. Aunque para pensar así parece imprescindible comer y dormir a la medida».
Las calles es, entonces, y en primer lugar, un relato sobre cómo la miseria material es el principal freno de la piedad, de la compasión. Y también de cómo plantearse cualquier problema ético o metafísico es muy difícil cuando no se tienen satisfechas las necesidades primarias.
Pero, al mismo tiempo, la obra parece sugerir otro camino, acaso más difícil: el de una ética fraternal en torno a la cultura de la pobreza; ética ésta que la obra de Grande, junto a la de otros poetas como Antonio Gamoneda, o César Vallejo, en otros lares, ilustran perfectamente. Digámoslo de otro modo: Las calles suscita una reflexión, más visible aún en nuestra época, acerca de una contradicción desgarradora: las hondonadas de sufrimiento que acompañan a las condiciones materiales y espirituales (o psicológicas) de esa cultura de la pobreza de la que emana y habla la obra, y la lógica de un sistema, el capitalista, donde el trabajo y la cultura son entendidos como commodities, esto es, como meros bienes de consumo.


La libertad

En segundo lugar —no de importancia, sino de exposición— Las calles es una búsqueda afirmativa de la libertad, entendida como la liberación de las constricciones a las que la vida somete a esa libertad. Ya hemos mencionado la principal de ellas: la pobreza. Hay más.
La España por la que deambula el narrador es aún —lo hemos dicho— una España que apenas comienza a escapar del nacional-catolicismo. Es una España, entonces, donde la libertad sobre el propio cuerpo, sobre todo en el caso de las mujeres, no ha sido ganada. En esta obra hay dos mujeres fundamentales: una es maltratada y lo sobrelleva con una serenidad inquietante; la otra desea amar, aunque sea sexualmente, pero no se atreve a causa del «qué dirán».
En esa España, tampoco se puede decir, aún, lo que uno piensa. Hay, entonces, una libertad de expresión coartada que acaba produciendo fenómenos psicosomáticos al no ser posible dar rienda suelta a los sentimientos, en especial, a la ira contra un mundo laboral y social que, al protagonista al menos, se le hace odioso: «eran demasiadas las emociones que teníamos que controlar»; «estuve cerca de dejar que el odio brotara en libertad», leemos.
Con lo que respecta al mundo laboral, la novela nos deja entrar en una oficina dividida entre un capataz servil —que busca con ese servilismo algún tipo de aprobación social, como si se alimentara de la palmada en la espalda del jefe— y unos trabajadores cuya solidaridad es menos firme de lo que la lógica marxista hubiera esperado; ya que, frente a la solidaridad de clases, lo que tenemos es una serie de individuos diferenciados a los que, una vez despojados por el autor del amor, la amistad, la alegría, la libertad, la dignidad, la promesa de un futuro mejor..., encontramos plenos de odio, tristeza, humillación, soledad, y pesadumbre de existir.
Una pesadumbre de existir que —conviene señalarlo aunque sea de pasada— relaciona esta novela no sólo con el realismo social —ahora volveremos sobre ello—, sino también con el existencialismo de Camus y Sartre.

Digamos antes de terminar con este apartado que, frente a esas vidas oscuras, en las que ya sólo parecen medrar los sentimientos más miserables, el narrador de Las calles parece hallar sólo un camino de liberación posible: la escritura. Una escritura entendida no como regalo divino, como estro poético, sino como acto de voluntad creadora: «¿O creías que la literatura era un don? Es coraje», apunta.
Y, sobre todo, la escritura como, tal vez, única justificación de la existencia: «Quiero saber si cuando pueda escribir, si cuando disponga de tiempo para escribir y lo emplee en escribir, me sentiré justificado».
El problema ante la escritura remite de nuevo, como señala la cita anterior, a la falta de tiempo y a las pobres condiciones materiales: ¿cómo sentarse a escribir cuando uno se pasa el día en un trabajo del que sólo obtiene un dinero escaso y mucha humillación (es decir, no obtiene ni placer, ni ideas, ni realización alguna)? ¿De dónde sacar humor para sentarse a escribir cuando el único material del que se dispone es del odio? ¿Qué puede contar, que serenidad de espíritu puede alcanzar, un muchacho pobre, hambriento y agarrotado por la ira? Este es el segundo gran tema de Las calles.

Las calles en la obra de Félix Grande

Aunque sobrepasa las posibilidades de esta breve introducción, merece la pena apuntar, siquiera sea de pasada, algunas relaciones que esta obra mantiene con otras escritas por el mismo autor.
El tema urbano y de protesta social, la propia idea del paseo, remite de inmediato a Blanco Spirituals, el poemario con el que Félix Grande ganaría el premio Casa de las Américas precisamente poco después de dar por concluida esta novela.
Si bien es cierto que ambos libros comparte motivación (la denuncia) no es menos cierto que mientras en esta obra que ahora presentamos la atmósfera está impregnada de cierto patetismo, de un realismo sórdido (Zola, Dostoievski, la poesía social del momento,…), en Blanco Spirituals la denuncia ha alcanzado ya cierta dosis de sarcasmo, de auto-burla y de distanciamiento. Podríamos decir que mientras que Las calles es el relato de una pobreza todavía supurante, Blanco Spirituals es ya la concepción de quien enfrenta la carencia desde cierta comodidad material.

Una segunda relación la encontramos con los poemas del otro gran libro en verso de Félix Grande, Las Rubáiyátas de Horacio Martín. Aunque el tono intimista de ese poemario es muy ajeno al dominante en Las calles, ambas obras comparten un no resignarse ante la vida reducida a ser mero empleo, meras responsabilidades de padre de familia (pensemos en un poema como «El peso de Corfú sobre la espalda»), y el erotismo, el hedonismo, como camino hacia la liberación y hacia el alivio de, precisamente, ese tipo de responsabilidades.
Quizás merezca la pena señalar, aunque sea de pasada, que aunque ambos libros (nos referimos a Blanco Spirituals y Las Rubbáiyátas de Horacio Martín) hayan querido ser vistos como manifestaciones de dos poéticas distintas (a saber, la social y la intimista) lo cierto es que, como se hace visible en Las calles, ambos fenómenos nunca estuvieron separados para Félix Grande, pues, citando sus propias palabras, los verdaderos artistas han de ser: «espeleólogos de nuestras emociones y de las emociones calladas —o prohibidas— de la realidad colectiva».
Precisamente las emociones propias (odio, ira, el omnipresente hambre,…) y las emociones sociales (ansia de libertad, humillaciones laborales, represión sexual,…) conforman este texto titulado Las calles.
Solía decir Rosales —y citar a menudo Félix Grande— que «las emociones, como el lenguaje, nacen en una fuente del sentir colectivo». Emociones y lenguaje fueron siempre los nutrientes principales de la poética del autor manchego. Emociones y lenguaje conforman, también, el núcleo de esta obra.

Por último, y en lo que se refiere a la relación de esta obra con la otra narrativa de ficción de Félix Grande, lo cierto es que Las calles aparece claramente separada, tanto en su forma como en su contenido. Pues no se la puede relacionar con los relatos kafkianos o de clara influencia cortazariana que componen Por ejemplo, doscientas, ni tampoco con las largas metáforas que son las historias que componen Fábula o Parábolas, ni mucho menos con esa oda a la ternura, a la infancia y a la compasión que es La balada del abuelo Palancas.
Las calles se mueve, lo hemos apuntado, en un terreno que oscila entre el realismo social (o socialista) y la novela existencialista de Camus o Sartre, sin que falte la clara presencia de uno de los narradores que Félix Grande más frecuentó: Fiódor Dostoievski; no es difícil imaginar al protagonista de estas líneas convertido en un Raskólnikov, o en el protagonista de Memorias del subsuelo: un hombre mordido por la miseria que a causa del hambre a renunciado a todo propósito de vida y que vive tan sumergido en sí mismo que acaba considerando una buena idea el asesinato.
Estamos, pues, ante un relato que, en su brevedad, esconde una mirada poderosa sobre la realidad; una de las primeras tentativas literarias de quien, con el transcurrir de los años, se convertiría en una de las figuras más importantes de las letras españolas. Una obra que, pese a estar escrita hace más de cincuenta años, a causa de las circunstancias económicas por todos conocidas, sigue resultando ahora mismo no sólo actual, sino necesaria.
Y como muestra, dejamos esta última cita; una crítica al capitalismo tan certera entonces como hoy: «Yo odiaba un sistema de vivir según el cual todo puede comprarse y todo es susceptible de convertirse en propiedad privada».


Pilar Cáceres es Doctora en Traducción por Queen Mary, University of London. Es autora de la obra Memoria, lenguaje y trauma en la obra de Félix Grande (Carpe Noctem, 2013).

Alberto Gómez Vaquero es periodista y escritor y profesor del CEUM de la Universidad de Toulouse. Está realizando su tesis doctoral en la Universidad Complutense sobre la obra periodística de Félix Grande.



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