Escritoras y moda: dos textos de Chimamanda N. Adichie

May 23, 2017 | Autor: G. Mejía Amador | Categoria: Gender Studies, African Literature, Feminism, Female Writers
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Escritoras y moda (o cómo ser tomadas en serio) Chimamanda N. Adichie [NOTA: Los textos siguientes (dos traducciones y un texto introductorio de mi autoría) aparecerían publicados en el suplemento cultural La Jornada Semanal el domingo 12 de marzo de 2017, en un número dedicado a las mujeres escritoras, en el marco de la conmemoración del Día de la Mujer. La traducción de los dos textos de Adichie fue realizada por mí desde el inglés, y tenían su aprobación para ser publicados por el editor del suplemento, Luis Tovar. Sin embargo, por razones poco claras, el número especial no se publicó, pese a que ya había sido anunciado que así sería, en el número anterior del suplemento, el día 5 de marzo. Resulta lamentable que un periódico que apoya las injusticias cometidas en un país como México, haya omitido la publicación de un suplemento en el que las mujeres escritoras manifestaban sus puntos de vista respecto a su creación y a lo que significa escribir desde una perspectiva femenina en un mundo de brutal violencia machista. Estos dos textos de Chimamanda Adichie apuntan hacia esa línea, justamente: hacia no juzgar los logros intelectuales de una mujer por su apariencia, hacia no depositar su credibilidad en un hecho tan frívolo como usar zapatos de tacón o no. Adichie denuncia ese machismo en la literatura, el cual se puede hacer extensivo a otros muchos ámbitos. Sin embargo, el número especial dedicado a mujeres escritoras no se publicó y no está claro a qué agenda responde esta decisión. A la fecha no he recibido ninguna explicación por parte del ya mencionado Luis Tovar. Por ello es que he decidido publicarlo por esta vía, Academia.edu, para dejar patente que las traducciones son mías y para evitar el plagio, porque ya ocurrió anteriormente que una traducción mía del inglés fue publicada por La Jornada Semanal con el nombre de un plagiario (aparentemente, sin conocimiento previo del editor). Ciudad de México, 14 de marzo de 2017 Georgina Mejía Amador]

Chimamanda N. Adichie es una escritora nigeriana poco conocida entre los lectores de habla hispana, no obstante su crítica contra los daños más visibles que la colonización sigue dejando en África. Su postura feminista y política es evidente en sus obras, como Medio sol amarillo y Americanah; empero, no le interesa generar un discurso abstracto, alejado de la problemática cotidiana de los personajes, sino justamente lo contrario: Ifemelu, la protagonista de Americanah, novela inédita en español, acude a un salón de belleza para alaciar su cabello rizado con tal de ser menos discriminada por la sociedad estadounidense y, peor aún, por los mismos migrantes africanos. La crítica feminista y poscolonial de Adichie se centra en la carga simbólica del cabello, la vestimenta, el calzado, la forma de hablar y de vivir la calle de la mujer negra, la cual puede hacerse extensiva, sin duda alguna, a cualquier otra mujer, independientemente de su raza y origen. En este sentido, Adichie también ha reflexionado sobre el problema de ser una escritora en una sociedad que juzga la apariencia de una mujer antes que sus logros intelectuales: “A veces me pregunto si una mujer tiene que ‘ganarse’ el derecho a ser ‘abierta’ acerca de la moda. Como si primero tuvieras que demostrar tus habilidades con tal de que tu aspecto no sea un obstáculo para

tu inteligencia”. Y es que Adichie es amante de los libros y de la moda, dos ámbitos que la intelectualidad considera irreconciliables. Bajo esta línea, presento en traducción del inglés dos textos: el primero, de la propia Adichie, es una memoria autobiográfica publicada en la revista Elle en 2014; el segundo es una entrevista publicada en el New York Times, en noviembre de 2016, que aborda la reciente participación de Adichie en una campaña de publicidad de cosméticos, y su presencia en la semana de la moda en París, gracias a que Maria Grazia, la primera mujer directora creativa de Dior, utilizó el lema “Todos deberíamos ser feministas” de Adichie en los estampados de su última colección de otoño. Además de la problemática socioeconómica y cultural que conllevan la ropa y la apariencia de mujeres y hombres, la perspectiva de Adichie también nos invita a preguntarnos por qué no concebir el arreglo personal como una cortesía hacia los demás. Georgina Mejía

¿Por qué a una mujer inteligente no puede gustarle la moda? Chimamanda N. Adichie Desde niña me gustaba observar a mi madre arreglándose para ir a misa. Doblaba, torcía y sujetaba su ichafu hasta que semejaba una flor gigantesca sobre su cabeza. Enrollaba su george– una tela gruesa tejida con aplicaciones, siempre en colores brillantes como el rojo, el morado o el rosa– en dos capas en torno a su cintura. La primera capa, la más larga, llegaba hasta sus tobillos; la segunda formaba elegantes tablones que bajaban hasta sus rodillas. Su blusa de lentejuelas capturaba la luz y resplandecía. Sus zapatos y su bolso siempre combinaban. Sus labios coloreados brillaban. Su perfume de Dior Poison seguía todos sus movimientos. También me gustaba la manera como me vestía con mi pequeña ropa de niña: calcetas rematadas con encaje que llegaban hasta mis pantorrillas, mi cabello esponjado recogido en dos coletas. Mi recuerdo favorito es una mañana de domingo: mi madre estaba sentada frente a su tocador y puso un collar alrededor de mi cuello; era una fina cadena de oro con un dije de pescado. La boca del pescado estaba abierta, como sorprendido. Mi madre también se vestía con prendas coloridas para ir a su trabajo como administrativa en la universidad: trajes con falda; vestidos femeninos con vuelo, ceñidos por la cintura; tacones bajos. Era elegante, pero no era la única. Otras mujeres Igbo de clase media también invertían en joyería de oro, en zapatos, en su apariencia. Buscaban a los mejores sastres para que les confeccionaran ropa a ellas y a sus hijos. Si tenían suerte y viajaban al extranjero, compraban ropa y zapatos. Hablaban del arreglo personal casi en términos morales. Aunque eran pocas, las mujeres que no anduvieran bien vestidas y perfumadas eran mal vistas, como si su apariencia fuera una deficiencia de carácter. “No parecen personas”, diría mi madre. Cuando era adolescente, busqué trajes para combinarlos con blusas tejidas de los años setenta. Tomé unos viejos pantalones de mezclilla de mi madre y los llevé con una modista para convertirlos en una minifalda. Una vez me puse una corbata de mi hermano, anudada como si fuera hombre, y fui a una fiesta. Para mi cumpleaños diecisiete, diseñé un maxi-vestido halter, con un escote bajo en la espalda, y el cuello rematado con perlas de plástico. Mi sastre, un hombre amable que estaba sentado en su puesto del mercado, me miraba perplejo mientras le

explicaba lo que yo quería. Mi madre no siempre estuvo de acuerdo con mis formas de vestir, pero lo que le importaba era que yo hiciera un esfuerzo. La nuestra era una vida relativamente privilegiada, pero darle importancia a nuestro aspecto –y aparentar que en efecto así era– trascendía las clases sociales en Nigeria. Cuando me fui de casa para ir a la universidad en Estados Unidos, me alarmó cuán común era la informalidad en el vestir. Estaba acostumbrada a la informalidad bien cuidada –playeras planchadas, pantalones de mezclilla a la medida–, pero parecía que los estudiantes habían sido sacados de sus camas en pijama para ir a clases. Los shorts en el verano estaban tan cortos que parecían ropa interior y, cómo era posible, pensaba yo, que la gente fuera en chanclas a la escuela. Sin embargo, me di cuenta rápidamente que algunos de los atuendos que habría usado de manera informal en una universidad nigeriana no tendrían cabida aquí. Hice algunos cambios para adaptarme a mi nueva vida en los Estados Unidos. Siendo una amante de los vestidos y las faldas, empecé a usar más mezclilla. Caminaba mucho más, por lo que empecé a dejar los tacones, aunque siempre me aseguraba de que mis flats fueran femeninos. Me rehusaba a usar calzado deportivo fuera del gimnasio. Una vez, una amiga me dijo: “Te ves demasiado elegante”. Vi que tenía razón, sobre todo para una estudiante de licenciatura, con mi blusa de manga corta, pantalones de algodón y plataformas. Pero no me sentía incómoda. Me sentía bien conmigo misma. Mi vida de escritora cambió todo eso. Los cuentos en los que había trabajado durante años finalmente recibían lindas cartas de rechazo, escritas a mano. Iba progresando de alguna manera. Una vez, en un taller, sentada con otros escritores principiantes, alimentábamos nuestras esperanzas al ver a los maestros: escritores reconocidos que parecían flotar gracias a sus logros. Al ver a uno de ellos, uno de los escritores en ciernes dijo: “¡Miren su vestido y su maquillaje! No te la puedes tomar en serio”. Yo pensé que la mujer era atractiva y admiré la gracia con que caminaba en tacones. Pero me sorprendí a mí misma pensando de la misma manera. Sí, sin duda uno no podía tomarse en serio a una autora de tres novelas porque usaba un vestido bonito y dos tonos de sombras para ojos. Aprendí una lección de la cultura occidental: las mujeres que quisieran ser tomadas en serio debían acentuar dicha seriedad con una estudiada indiferencia sobre su aspecto. Para las escritoras serias en particular, era mejor no vestirse bien del todo, porque si lo hacían, entonces era mejor fingir que no le habían dado tanta importancia. Si hablaban sobre moda, debía ser como apología o en tono de burla. Y qué mejor si tus gustos estaban alejados de lo establecido. La única circunstancia bajo la cual debía importarte la ropa era para tomar una postura y crear la imagen de una especie de contracultura desafiante y ecléctica. No podía ser por el mero placer de la ropa en sí misma. Una editorial prestigiosa compró mi novela. Yo tenía 26 años. Estaba ansiosa por ser tomada en serio. Y así comenzaron los años en que tuve que fingir. Escondí mis tacones. Me dije que el anaranjado, que le sentaba tan bien a mi tono de piel, era demasiado chillón. Mis aretes largos eran exagerados. Usaba ropa que normalmente hubiera considerado sin ninguna gracia, nada demasiado brillante, ajustado o especial. Tomé decisiones pensando en cómo debía ser una escritora seria. No quería aparentar que me esforzaba por verme bien. También quería verme mayor. Ser joven y mujer parecía ser una mala combinación si quería ser tomada en serio. Una vez llevé un par de tacones a un evento literario, pero los dejé en mi bolsa y preferí usar unos flats. Un viejo amigo me dijo: “Ponte lo que quieras; tu trabajo es lo que importa”. Pero era un hombre, y pensé que para él era muy fácil decirlo. Intelectualmente, estaba de acuerdo con

él. Le habría dicho lo mismo a alguien más. Pero me tomó muchos años empezar a creerlo de verdad. Tengo 36 años. Por primera vez, en mis últimas presentaciones llevé puesta ropa que me hacía feliz. Mi atuendo favorito eran unos shorts estampados, una blusa de tejido damasco y tacones amarillos. Quizá se debe a la confianza que uno obtiene cuando envejece. Quizá es la buena suerte que he tenido en ser publicada y leída con seriedad, pero ya no finjo que no me interesa la ropa. Porque sí me interesa. Amo el tejido y la textura. Amo las faldas largas de encaje con cinturas ceñidas. Me encanta el negro y el color. Me gustan los tacones y los flats. Me encanta el detalle. Me fascinan los shorts, los maxi-vestidos y las chamarras femeninas con mangas acolchadas. Me encantan los pantalones de colores. Y amo ir de compras. Adoro a mis dos maravillosos sastres en Nigeria, con quienes intercambio bocetos y sugerencias. Admiro a las mujeres bien vestidas y siempre procuro decírselos. Sólo porque sí. Ahora me visto pensando en lo que me gusta, en aquello que creo que me hace ver bien y que me queda bien, en aquello que me pone de buen humor. Me siento yo misma otra vez –lo cual es cierto aunque suene trillado. Quizá de manera un poco fantasiosa, me gusta pensar en que todo esto es una manera de volver a mis raíces. Finalmente, crecí en un medio en el que el profesionalismo de una mujer no era incompatible con su interés en la apariencia; es más, se esperaba que una mujer que quería ser tomada en serio tuviera cuidado con su aspecto. Mi madre hizo historia como la primera mujer en ser académica administrativa en la universidad de Nigeria en Nsukka; sus discursos en las reuniones del senado eran famosos por su elocuencia y genialidad. A sus setenta años aún siente amor por la ropa. Sin embargo, nuestros gustos son muy distintos. Ella quisiera que mis gustos fueran más convencionales. Le gustaría verme con joyería que combinara, con cabello largo y ondulado. (En su mundo, es mejor un juego de joyería de oro que veinte de lo que ella llama “de fantasía”; en su mundo, mi cabello rizado está más bien “desaliñado”.) Sin embargo, soy la hija de mi madre, y por tanto invierto en mi apariencia. Traducción del inglés por Georgina Mejía

Entrevista: Cómo ser una escritora seria Valeriya Safronova, NYT: —¿Cómo se ha transformado tu relación con los cosméticos? Chimamanda N. Adichie: —En general, en las culturas que conozco –Nigeria, Inglaterra, Estados Unidos, la Europa occidental– juzgan a la mujer de manera muy dura según su apariencia. Aunque en Nigeria hay una leve diferencia. No suelen juzgarte tanto si eres una mujer exitosa y al mismo tiempo te preocupa cómo te ves. Pero sí recuerdo que cuando me mudé a Estados Unidos –y creo que hay distintos estándares para quienes se supone que son particularmente intelectuales o creativos– me di cuenta muy pronto de que si quieres ser vista como una escritora seria, no puedes tener la apariencia de alguien que se mira al espejo. —¿Por qué crees que las cosas que se asocian con la femineidad, como la moda y la belleza, no son tomadas con seriedad? —Tiene que ver con una cultura que hace menos a la mujer. Nuestra cultura no considera frívolo todo aquello que tradicionalmente asociamos a lo masculino. Los deportes, por ejemplo, pensamos que son masculinos. Y nuestra cultura se los toma muy seriamente. Creo que el mundo simplemente no le da a la mujer el mismo lugar que al hombre. Hay muchos ejemplos, y algunos tienen consecuencias más graves. En todos lados hay violencia hacia la mujer y muchas culturas ven la manera de justificarla o minimizarla. Pero creo que sí puede dibujarse una línea entre éstos y otros temas que la cultura soslaya y que abarcan lo femenino. —¿Por qué te decidiste finalmente a usar maquillaje, sin importar lo que la gente pensara? —He ido envejeciendo. Te das cuenta de que ya no tienes tiempo para tantas tonterías. Ves que la vida es corta y que es mejor ser quien eres. Cuando era joven no tenía esa conciencia sobre mí misma para hacerlo. Pero es interesante porque aun cuando no me maquillaba en Estados Unidos, sí lo hacía en Nigeria porque quería verme de mi edad y no más joven. En particular, los hombres en Nigeria no tomaban en cuenta lo que yo decía porque pensaban que me veía como una jovencita. Recuerdo que me encontré con un hombre en el aeropuerto luego de que mi primera novela se publicó; me miró bastante perplejo y dijo: “Te pareces a la escritora”. “Pues, soy yo”, dije. Su rostro cambió: “No pensé que la escritora fuera una niñita”. Había demasiada decepción en él. —¿Qué piensas acerca del movimiento sin maquillaje, #nomakeup, seguido por Alicia Keys y, más recientemente, por Hillary Clinton? —Las mujeres deben tomar decisiones. Cuando no te sientes bien, no tienes la energía para arreglar tu cara como normalmente lo haces. Respeto la decisión de Alicia Keys de no maquillarse porque sentía que usaba una máscara. Y ahora siente que es más ella misma. “Amén”. Si el maquillaje te hace sentir así, entonces no lo uses. Debemos permitir que las mujeres tengamos más opciones. —¿Por qué crees que no las tenemos? —Porque pienso que la gente juzga la apariencia. Los humanos somos seres visuales. Vemos porque tenemos ojos. Lo que me gustaría que cambiara es todo lo que vertimos en la manera de juzgar. Cuando vemos a un hombre bien vestido, no asumimos que es una persona superficial y frívola. Nos ayuda hablar de los hombres porque entonces podemos decir: “Si esta mujer que estamos juzgando fuera hombre, y todo lo demás permaneciera igual, ¿la veríamos de la misma manera?” Creo que este sería un modo de pensar bastante justo.

—¿Por qué decidiste asistir al show de Dior en la semana de la moda en París? —Como escritora pienso en mí como una especie de antropóloga. Creí que podría recabar material. No, en realidad fui porque admiro a la nueva directora creativa de Dior. Es una mujer inteligente, reflexiva, interesante, honesta. Es mi tipo de mujer. Me parecía extraño que esta gran casa de moda que hace ropa para las mujeres no hubiera tenido antes una directora creativa. —¿Seguirás presente en el mundo de la moda? —Si te hubiera criado Grace Adichie, mi madre, más te valdría estar interesada en la moda. Desde que era niña, mi madre me vestía. Me ponía algunas de sus joyas. Soy una fanática de los zapatos. Y no me disculpo por eso. El primer cosmético que usé fue el labial de mi madre. Recuerdo haberme puesto bastante y que brillaba mucho. A ella no le importó. Dijo: “Parece como si hubieras comido arroz jollof caliente y no te lo hubieras limpiado”. Hay una parte de mí a la que le gustan los zapatos, los vestidos, el maquillaje, los libros y escribir. Y creo que es el caso para muchas mujeres. Pero nuestra cultura nos hace pensar que tenemos que escoger aquellas rebanadas de nosotras con las que estaremos más cómodas de mostrar al mundo.

Traducción del inglés por Georgina Mejía

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