Estranha Forma de Vida… El transporte público como una forma social

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Estranha Forma de Vida…
El transporte público como una forma social[1]

de un fado de Amalia Rodrigues

Madisson Yojan Carmona Rojas
[email protected]

bIntroducción

La experiencia urbana en una ciudad de las dimensiones del Distrito Federal
podría ser vista, en cuanto objeto de estudio, como una verdadera
revelación sociológica. Allí, si desnaturalizáramos nuestra mirada y
entendimiento, estaríamos en capacidad de encontrar un variado número de
formas sociales, que bien contribuirían a explicar las dinámicas propias
del habitar y moverse en la capital.

Mis pretensiones alrededor de este corto ensayo no son muy amplias, no
porque no haya tela de dónde cortar, sino más bien porque no habría dónde
poner el material cortado. Por ello, y sin tener posibilidad alguna de
extenderme en prosa, trataré de describir el transporte público como una
forma social, partiendo para esto de algunos conceptos particulares
desarrollados por Georg Simmel en diversos trabajos, particularmente los
dedicados a hablar de la vida urbana y el espacio social.

Vamos a movernos por la ciudad

Esto fue lo que dije en el preciso momento en el que me sugerí tratar de
encontrar en el transporte público algo de lo que estaba leyendo sobre el
autor en mención. Pues bien, vamos a movernos por la ciudad, cosa que es
muy diferente a vamos a tomarnos un café, o vamos a ir de compras o vamos a
ir al parque. Pero cuidado, vamos a movernos por la ciudad en el transporte
público, no a pie o en bicicleta, aunque de esto también podría hablarse,
aunque en el presente trabajo sea solo de forma tangencial. La experiencia
urbana es rica y diversa, y por lo mismo tiene matices propios en cada unos
de los escenarios; una cosa es hablar al calor de un café o una cerveza,
una cosa es divertirse en el parque o en el cine y otra, muy diferente, es
apretujarse en cualquier vehículo de transporte para poder llegar al
compromiso, y he aquí, en esto último, un asunto que deseo que quede bien
claro, me muevo por necesidad mas no por placer.

Podríamos establecer parámetros temporales para lograr diferenciar lo que
ha sido, y lo que es ahora el transporte público. Emperezaríamos con el
tranvía, primero de tracción animal, luego alimentados por corriente
eléctrica; luego el extendido uso de los vehículos de combustión interna y
con ello, efectivamente, los primeros camiones y los taxis, sin embargo,
acá queremos hablar de la aglomeración, así que estos últimos no nos serían
de mayor utilidad; después de los camiones, o también paralelo a ellos, los
sistemas de metro, y el reducto de algunos tranvías y trolebuses. Esta
historia, un poco a vuelo de pájaro, encuadra muy bien en el panorama de
las principales ciudades latinoamericanas, aunque con procesos propios en
cada una de ellas.

Muy bien, la gente se mueve en vehículos, y como dijimos, también lo hacen
en bicicleta o a pie. Y antes de los tranvías cómo lo hacían: a caballo, a
pie, en canoas o trajineras que se movían por los canales de la ciudad de
México hasta antes de que estos fueran desecados. Pero claro, el transporte
público es otra cosa, y una ciudad o una metrópoli moderna también lo es.
No pueden ser pueblos porque esos son lugares pequeños en los que el
volumen de personas no amerita la construcción de complejos sistemas de
transporte, pero en las ciudades hay mucha gente, y por lo mismo, al
parecer, se tienen que apiñar en lo que se mueva para poder moverse.

Pero reducir la existencia de la ciudad al mero tamaño, como nos lo
recuerda Louis Wirth en su ya clásico texto El urbanismo como modo de vida
(2005), sería arbitrario e impediría ver los variados aspectos de la vida
social que se tejen en las comunidades urbanas. Por ello, siguiendo al
autor, un elemento que podría definir de forma más precisa el espíritu de
la vida urbana es la concentración "de servicios y actividades
industriales, comerciales, financieros y administrativos; de líneas de
transporte y comunicación; de equipos culturales y recreativos".

Con lo que ya hemos dicho sobre el transporte y con las palabras de Wirth,
podremos dar entrada a nuestro asunto, al que nos convoca en estas páginas,
y que ya quedo esbozado en la introducción. Tenemos, entonces, que movernos
por la ciudad que aunque tenga sus actividades dispersas, las tiene, a su
vez, concentradas en un núcleo que podría llamar urbano para distinguirlo
de lo rural. A la ciudad toca ir y por la ciudad nos tenemos que mover. Y
lo tenemos que hacer, quienes no tenemos vehículo particular, en el
transporte público.

Ahí viene el asunto. Cuando un espacio es menos denso, los contactos, dados
por la misma cantidad de personas, podría pensarse que son más cercanos e
incluso más afectivos. Así, pues, lo que sucede en la vida de los
individuos que se encuentran en la provincia, de acuerdo con Simmel (2002),
funciona "con el ritmo más lento, más habitual, más uniforme", en el que no
existen mayores exigencias y necesidades de diferenciación. En contraste,
la metrópoli está fundada sobre un "carácter intelectual", que permiten a
los individuos protegerse "contra el desarraigo con el que es amenazado por
las corrientes y contrastes de su ambiente externo".

A mi modo de ver, en las metrópolis se asiste a un importante salto
cualitativo, que está acompañado de uno cuantitativo, al respecto de la
sociabilidad. Al ser la ciudad el escenario de la concentración, de las
grandes densidades, de las grandes masas de población, de lo heterogéneo
(Wirth, 2005), las relaciones sociales, con respecto a los escenarios
rurales, se alteran de forma trascendental. El argumento pareciera
tautológico: las relaciones cambian porque las cosas cambian. En cierta
forma es así, ¿pero qué es lo que cambia para que lo otro cambie?

El escenario que describre Simmel para desarrollar su tesis sobre la vida
espiritual en las metrópolis, muy seguramente dista demasiado de lo que hoy
son los escenarios urbanos. Y las cosas cambian y nosotros cambiamos con
ellas –esto parece un bolero, ya–, solo a que a él le cupo en suerte, o en
desdicha, ya no se sabe, asistir al momento en que las ciudades crecían a
un ritmo acelerado, y junto a ello se advertía un cambio trascendental en
la forma en la que las personas se comportaban, se movían, se percibían, se
encontraban.

Este cambio se puede entender como una transformación de las formas
sociales. Un ambiente urbano exige como condición de supervivencia, además
de un carácter intelectual definido, acomodarse a las consideraciones sobre
el tiempo y la puntualidad, que se vinculan con una economía monetaria en
las que se proscriben las emociones e "impulsos irracionales, instintivos y
soberanos" (Simmel, 2002). Y el transporte público permite llegar puntual a
los lugares y con ello calcular, hasta en la más mínima manifestación, la
vida diaria. No hay posibilidades de tomar el metro a ningún lugar, se debe
abordar para llegar a la cita, al trabajo, al estudio, al médico. El
urbanita sin destino fijo, en la órbita simmeliana, posiblemente no existe
o estaría yendo en contra del espíritu de lo urbano, siendo ello una
posibilidad de resistir o, también, manifestación del hastío, igualmente,
simmeliano.

Las formas de la forma

La forma social funciona, en plural, como "principios sintetizadores que
seleccionan elementos del material de la experiencia y los moldean dentro
de determinadas unidades", estas unidades podrían verse manifestadas
claramente en instituciones definidas por elementos de identidad y
sociabilidad particular como la religión, la escuela o la familia. Para el
caso del transporte, se podría encontrar, parcialmente, dicha selección de
experiencias compartidas, remitidas, por ejemplo, a una necesidad de
moverse y desplazarse por la ciudad de manera eficiente en términos de
tiempo y menor costo de socialización, toda vez que lo que importa no es
compartir, sino, muy por el contrario, lo que orienta la acción es una
suerte de no estar allí por mucho tiempo.

La forma social que podría llegar a adquirir el transporte, estaría,
entonces, enmarcada en el primer nivel de formas que, según Donald Levine
(2002), se pueden identificar en el cuerpo teórico de Simmel al respecto.
Allí se ubican, pues, aquellas acciones o manifestaciones de una
interacción social elemental, dada, en este caso por la necesidad, que ya
sabemos cuál es y que ha estado remarcada a lo largo del texto.

El transporte, a la luz de lo que hemos enunciado, podría revelarse como de
una simplicidad asombrosa. Yo me muevo, me junto con muchas personas que
quieren hacer lo mismo, y se acabó el asunto. Pero la complejidad se
manifiesta, únicamente, en el contraste con otras formas sociales. Y para
seguirle la pista a estos contrastes, es indispensable poner en
consideración lo que Simmel ve y entiende por espacio, puesto que es en él
donde las relaciones sociales, tasadas en términos de distancia, pueden
comprenderse de forma más adecuada, aunque esto último sería otro objeto
para otro ensayo que no será este.

Si hablamos del espacio en términos geográficos, estaríamos reconociendo en
los vehículos de transporte público un punto de encuentro, allí la gente
está aunque no esté. Hay cercanía y contacto físico porque allí todo está
concentrado. Pero Simmel va más allá de esto y nos dice que el espacio no
tiene existencia por sí solo, pues "es una forma que en sí misma no produce
efecto alguno" (1986), y al hacerlo, necesita de un algo que, en algún
sentido, le de vida, que lo haga aparecer. Son entonces, de acuerdo con el
autor, los factores sociales los que producen "eslabonamiento y conexión"
entre las "funciones anímicas específicas" que se reúnen en el espacio, y
no al revés, como podría llegar a entenderse.

Esta forma social de socialización elemental, se encuentra alentada
únicamente por efectos visuales de cercanía, mas no por otro tipo de
interacción. En palabas de Wirth (2005), quién retoma importantes elementos
de los desarrollos teóricos de Simmel, en la forma social de vida urbana
"nuestros contactos físicos son estrechos pero nuestros contactos sociales
son distantes", sin embargo, allí mismo se ubican escenarios de interacción
más compleja, mediada ya no únicamente por el efecto visual, sino por
factores de lo afectivo y lo emotivo, aunque la ciudad sea el lugar del
intelecto, al entender de Simmel.

En medio del gris panorama de desarraigo y hastío característico de las
ciudades modernas y contemporáneas, el hogar o la escuela están llamadas,
por voluntad de la sociedad y también por una función social más amplia y
compleja, a ser escenarios de convivencia y aprendizaje en los que la
despersonalización sea menor que el transporte público. Claro está, la
anterior idea no se encuentra exenta de polémica, si se ve con detenimiento
cuáles son las características de la estructura de estas dos instituciones
aludidas.

De tal manera, el tipo de asociación que se encuentra presente en el
transporte público, mismo que intenta ser leído como forma social, tiene
allí unas características que hasta el momento solo hemos dejado
enunciadas, y que conviene, por lo tanto, definir con mayor precisión.
Estas especificidades se vincularán con la concepción de espacio y de
distancia que hemos tratado de exponer. Serán, pues, estas características,
en síntesis, las formas de esta forma social.

El límite y lo impersonal

Frecuentemente se hacen alusiones al límite: "aquella persona vive al
límite", "los límites de tal país son aquellos", "hay que tener cuidado de
no sobrepasar el límite, más allá no se sabe qué hay". Por lo tanto, si se
habla de límites, se traza una línea imaginaria o material que trata de
separar, de segregar, de evitar la mezcla. Establece, así, el límite una
frontera entre un adentro y un afuera, entre lo permitido y lo prohibido;
es barrera y es puente.

Estas nociones elementales, del sentido común, sobre lo que es el límite,
son en este punto la puerta de entrada para hablar de las formas de la
forma social del transporte. Y empezamos así porque no fue de otro modo, y
también porque me interesó ver cómo lo que todos pensamos es llevado a un
plano, si se quiere, teórico que nos permite comprender realidades sociales
dispares y dispersas en el tiempo y en el espacio.

Para nadie es desconocido que el transporte público se rige, en gran
medida, por reglas y valores que le son muy propios, y que difícilmente
podrían tener cabida en otro escenario. Me explico: si uno se sube al bus o
al metro, se encuentra ya no rodeado sino atropellado por personas que
necesitan moverse, ir de un lugar a otro. Allí, el frecuente contacto
físico no representa muestra alguna de afectividad, sino de la mera
necesidad de caber en el vehículo. La gente entra porque entra. Las normas
son que allí si uno quiere bajar empuja y es empujado, y si necesita subir
empuja y es empujado, todo en el marco de acuerdos tácitos que no se
firman, que no se llevan al notario, pero que representan el juego social
de intercambios que allí tiene lugar.

El transporte vive de una lógica que le es propia, que no se puede llevar a
ningún otro escenario. A este espacio reducido en el que todos los días nos
sometemos a posibles desmanes, corresponden marcos que lo delimitan y
circunscriben su espectro de acción. Nos dice Simmel (1986) que el espacio
se divide en "trozos para el aprovechamiento práctico, trozos que se
consideran como unidades" de manifestación de las formas sociales
materializadas en acciones de los individuos. Las características
sociológicas de estos trozos o fragmentos, se relacionan esencialmente con
la posibilidad de ser marcos en los que se ponen en juego significaciones,
vivencias o incluso expectativas. Haciendo el símil con la obra de arte,
nos dice el autor que el marco cumple con la doble función de "incomunicar
la obra de arte con el mundo circundante y encerrarla en sí misma".

De allí que lo que pasa allá se queda allá, no sale de la estación del
metro, o de la estación del Metrobús, pues el transporte público obedece a
una delimitación del campo de cada uno de los actores. Un campo que tiene
unas normas propias, que bien pueden estar contrapuestas con las que se
aprecian en derredor. Esa es la cuestión, el marco delimita y a su vez
fragmenta.

Regresando en el asunto, el tipo de interacciones corporales y visuales
regidas por las normas de este marco social, son independientes de otras
esferas o formas sociales. Cuando salto a la acerca, aterrizo en nuevos
marcos relacionales que, en cierta manera, son ajenos al transporte, en
nuestro caso. Se podría pensar que no es posible que yo me ponga una
máscara, y asuma unas disposiciones diferenciadas atendiendo al lugar en el
que me encuentro; se me objetaría, por lo mismo, que no se puede ver al
individuo fragmentado y escindido. Pero resulta que no es el individuo el
que produce o voluntariamente adopta un comportamiento u otro, sino que se
encuentra vinculado, en una suerte de condición, con un horizonte de
relación que le es ajeno.

Un horizonte que en el caso de la vida urbana está mediado por

preocupantes muestras de alienación evidenciadas en el creciente
distanciamiento de la subjetividad social, deseosa del aprovechamiento
de sus productos cognitivos, y una objetividad científica (económica)
que parece conducirse a una inercia racionalizadora unilateral, ciega
y ajena a cualquier demanda de una subjetividad que buscan
reconciliarse con ella (Sánchez, 2000).


viene a remarcar, una vez, la dimensión trágica que Simmel vincula, en el
tiempo, con la imposibilidad de la creatividad en el individuo, al
encontrarse este mediado por relaciones sociales fincadas en la economía
monetaria que limita el establecimiento de vínculos fuera de ella.

La ciudad es, por lo tanto, el escenario en el que se puede asistir, sin
reparos, a la reproducción de las divisiones entre escenarios sociales que
manifiestan marcos sociales claramente diferenciados, derivados de una
creciente especialización, no solo de las actividades de los individuos
sino también de los mecanismos de socialización (Simmel, 2002).

Si el transporte público nos sirve como epítome del concepto de límite y
marco de acciones sociales, es preciso decir que quienes contribuyen a la
formación de estos límites y marcos no son, como hemos mencionado, los
espacios, puesto que ellos no pueden decidir y además su función no es
espacial –y con ello volvemos a las tautologías– sino eminentemente
sociológica, es decir, que en ellos los individuos actúan y desarrollan sus
relaciones, igualmente sociológicas.

Parece lógico lo anterior, empero, queremos resaltar la idea de que la
vinculación del individuo con el espacio, en el marco de la ciudad,
contribuye a producir diversas formas sociales –hemos hablado del
transporte como una posibilidad de ello– caracterizadas por un factor al
que nos referiremos de manera sucinta: el sentido de lo impersonal.

Aquellos que viajan apretujados, o no necesariamente en dicho estado, en el
transporte público, no tienen más elemento de reconocimiento ante el grupo
social que su individualidad. Podría decirse, así, que el elemento
distintivo del medio de vida urbano es la intensa heterogeneidad que se
puede advertir en cualquier escenario o lugar (Wirth, 2005). Este rasgo
puede ser explicado por una suerte de argumento circular: en un escenario
variado y complejo como la ciudad, el espíritu de los individuos se
manifiesta en la diferencia, esto quiere decir que la ciudad contribuye, en
cierta medida, a generar este agregado de individuos que pugnan por
adquirir y manifestar algo que no sea como lo de los otros. Es circular por
cuanto no es la ciudad la que determina al individuo ni el individuo el que
determina al espacio urbano, sino que hay algo más que contribuye a que la
rueda gire.

Qué podrá ser, dado lo que hemos dicho, ese algo más que hace que la rueda
gire. Al volver sobre los procesos históricos en los que se enmarca el
surgimiento de las formas sociales urbanas en la metrópoli, Simmel
encuentra que hay un elemento que "funda incomparablemente más relaciones
entre los hombres que las que existieron en tiempos de las asociaciones
feudales": el dinero. Al constituirse el dinero, en términos de Marx
(2010), "en un equivalente universal", se han disuelto las particularidades
de las cosas y, como consecuencia de ello, no quedan más que mercancías.
Sin embargo, el punto de inflexión que pone Simmel, al respecto de lo dicho
por Marx, está dado en la forma misma en la que concibe el dinero.

La presencia del dinero en Simmel logra explicar el proceso de generación,
no espontánea sino procesual, de una economía montería que servirá base a
las relaciones sociales en las metrópolis. Dada la incursión de la economía
monetaria en el ámbito social, las características de esta van a irradiar
la forma en la que las personas se relacionan, convirtiéndolas en espejo de
la pérdida de particularidad al transformar en mercancía los objetos de la
vida social. Allí, se podría hablar de una posible paradoja de la vida
social urbana. Como ya dijimos, un rasgo distintivo es la heterogeneidad,
sin embargo, en la forma social del transporte, ella se manifiesta como
profundo individualismo, lo que genera, en última instancia, la
impersonalidad de las relaciones.

En el transporte público las relaciones son impersonales, y conforme avanza
el tiempo, la tendencia, contrario a lo ideal, se hace cada vez más fuerte,
se acentúa. Es impersonal no obstante lo heterogéneo de la composición de
los pasajeros en determinado momento, y lo es justamente porque allí viajan
masas de individuos que no atienden a consideraciones particularizantes,
que ayudarían a hacer más sociable el medio de transporte. Pareciera ser
que lo más particular es el lugar en el que cada persona debe descender, y
que la historia de vida personal no se logra transparentar.

Es paradójico, empero, lo que va a acotar Simmel (2002) sobre el sentido de
lo impersonal en la metrópoli: "los mismos factores que dieron lugar, en la
exactitud de una vida regulada minuto a minuto, a una forma de extrema
impersonalidad tienden, por otra parte a producir un resultado
extremadamente personal". Estas formas de lo personal e impersonal que
habitan en la metrópoli moderna, tienen salida –emergen en las formas
sociales– por medio del desencantamiento, del hastío de individuos blasé,
para utilizar el término empleado por el autor. De la acción de ellos,
entonces, surgirán, "por la excitación de los nervios", "reacciones de tal
violencia", en las cuales se manifiesta, como desahogo, el hartazgo con las
condiciones de uniformidad monetaria impuesta por el modo de vida urbano.

Podríamos ubicar fácilmente, en el caso del transporte, las manifestaciones
más claras de la violencia generada por individuos que no encuentran, en
estas formas de socialización la posibilidad para el desarrollo de su
potencial creativo. Una violencia que se puede representar en el sentido
más lato del término, o también en su comprensión más amplia, en la cual se
fragmenta el tejido social, por acción de los factores ya reseñados,
dejando únicamente a "hombres y mujeres, en una interacción puramente
nominal, sin mayor posibilidad de reconocimiento" (Botía, 2011).

Aquí me voy bajando

Como si estas páginas me hubieran acompañado en un extraño recorrido por el
transporte público, ahora cuando es momento de bajarme, creo que es
importante cerrar el asunto de la manera más atenta. Tal como dije al
principio, las pretensiones de este trabajo no eran muy amplias, sino más
bien modestas, aunque pensar en definir los elementos de las formas
sociales de Simmel, no es tarea para nada sencilla.

Lo que se trató de hacer fue lo que se hizo, y por lo mismo no hay mayor
caso en repetirlo, sin embargo, después de todo ello me quedan varias
preguntas que conviene vincularlas con lo ya dicho. Pensando en objetos de
estudio como el Metrobús, las campañas orientadas a hacer de los sistemas
de transporte escenarios de mayor amabilidad, comodidad y socialización,
estarán dirigidas a alterar, someramente, unas relaciones de por sí
infranqueables, o podrán ir más allá de lo formal para generar nuevos
escenarios u horizontes de reconocimiento entre los pasajeros y habitantes
de la ciudad. No sé, es una pregunta que se me antoja muy amplia, y por
ello mismo no quise responderla en el ensayo, ¿quién iba a poder lidiar con
tantas cosas al tiempo? Si al caso, mis manos alcanzaban para tener una
mano en el teclado y otra tratando de sostenerme para no ir a dar sobre los
otros pasajeros.

Bibliografía

Botía, Hernando A. (2011). "La socialización urbana: caminando entre
prostitutas y pensando en La vida metrópolis y la vida mental de Georg
simmel". En: Tejeiro Sarmiento, Clemencia Ed. Georg Simmel y la modernidad.
Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Levine, Donald Ed. (2002). "Introducción". En: Simmel, Georg. Sobre la
individualidad y las formas sociales. Quilmes: Universidad Nacional de
Quilmes.

Marx, Carlos (2010). El capital. Tomo I. México: Fondo de Cultura
Económica.

Sánchez Capdequí, Celso (2000). "Presentación. Las formas sociales en Georg
Simmel". En: Revista Española de Investigaciones Sociológicas. Número 89.

Simmel, Georg (1986). Sociología 2. Estudios sobre las formas de
socialización. Madrid: Alianza.

˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗ (2002). "Las metrópolis y la vida espiritual". En:
Maldonado, Tomás Coord. Técnica y cultura: el debate alemán entre Bismarck
y Weimar. Infinito: Buenos Aires.

˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗˗ (2010). Cultura líquida y dinero. Fragmentos
simmelianos de la modernidad. Barcelona: Anhtropos y UAM–Cuajimalpa.

Wirth, Louis (2005). "El urbanismo como modo de vida". En: Bifurcaciones.
Otoño. Número. 002.
-----------------------
[1] No podría decir, claramente, qué relación tiene este título arbitrario
como el contenido del presente trabajo. Sin embargo, esta es la canción que
estoy escuchando en los momentos en los que me encuentro tratando de hallar
la pista que me permita hablar del transporte en la ciudad en relación con
lo7CDEFGdefƒ ¡ïâÕȶ¢ÈÕ– {ocPAh¥9Èh;…CJOJQJaJ que he leído de Georg Simmel,
que sin ser mucho, lo confieso, me ha bastado para pensar que algunas ideas
que juzgo sugerentes para pensar el asunto de la movilidad y el espacio en
el marco de lo urbano.
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