Feminismo cosmológico

July 22, 2017 | Autor: Silvia Mora | Categoria: Feminism
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Feminismo Cosmológico

Rodrigo Gaínza

© 2012 Rodrigo Gaínza G 2012 Colectivo Editorial Nihil Obstat, Olmué. Colección Orgónica Creative Commons Atribución-no comercial-licenciar igual 2.0 Chile.

Feminismo Cosmológico

introducción El texto que sigue a continuación forma parte del quinto volumen de Elementos de Geonomía. Aunque su presentación sin el contexto de los estudios geonómicos deja muchos términos sin definir, puede contribuir al debate sobre la emergencia de sensibilidades terrícolas humanas que rompen sus ataduras con la reafirmación del orden heterocéntrico reproductivista. La geonomía es un modo de producir conocimientos cuyos antecedentes no se hallan en la ciencia, la religión o la filosofía, sino en una forma de conciencia que es capaz de percibir la Tierra como un ser y no como una cosa. Inspirado por el pensamiento de la América antigua, el paradigma geonómico tiene por punto de partida la distinción entre formas divergentes de relación entre el cuerpo y el mundo, las que en el holoceno se manifiestan como intencionalidades histórico-culturales contradictorias entre sí que dan origen a la divergencia endobiosis-exobiosis. El hincapié de la geonomía es la necesidad de tomar en cuenta las observaciones realizadas en aquellos ambientes de conciencia que pese a haber sido excluidos de la descripción dominante de la realidad forman parte de las cosmovisiones endobióticas de todos los tiempos. Sometidos a un riguroso estudio, tales antecedentes podrían contribuir significativamente con el surgimiento de nuevas orientaciones culturales.

la desestructuración del orden patriarcal Una crítica de la civilización patriarcal debe tomar en cuenta que la dominación largamente ejercida sobre las mujeres ha instalado en su subjetividad las secuelas de la reversión de la conciencia. Tal es el caso de la victimización y las autoafirmaciones chovinistas que reproducen, desde el segmento subalterno del eje sexo-género, las expectativas culturales del sistema social exobiótico. Del feminismo hemos aprendido que la dominación de las mujeres es una obscenidad política insostenible. Pero hemos llegado a esta conclusión después de miles de años de supresión sistemática de las sabidurías de las mujeres. Tras un siglo de reivindicaciones feministas prevalece un sentido común basado en la paridad de ambos sexos, pero siempre sobre la base de un modo de vida cuyas orientaciones siguen siendo misóginas, al degradar la conexión entre las mujeres y la naturaleza. Los estudios geonómicos están inspirados en las cosmovisiones endobióticas, en cuyo desarrollo las sabidurías de las mujeres desempeñaron un rol fundamental. La posibilidad de un modo de vida con el que llegue a su fin la contradicción entre cultura y naturaleza es la base de un pensamiento emergente llamado feminismo cosmológico. Si bien el término feminismo arrastra consigo connotaciones reivindicativas que formaron parte de los grandes problemas sociales del siglo pasado, en la actualidad los postulados feministas están siendo puestos en discusión por nuevas corrientes filosóficas, como por ejemplo el postfeminismo y el pensamiento queer, impugnando las bases conceptuales del discurso feminista tradicional. Por otra parte, las aspiraciones de las mujeres adquieren legitimidad institucional y a la vez se desdibujan sus identidades contestatarias. Con el fin de volverse deseable, la exobiosis comienza a abandonar su viejo ropaje patriarcal. Esto ha sido posible porque pasamos por alto el formato remoto de la programación social: el habitus que reconduce a hombres y mujeres a una forma de vida que huye de la naturaleza. El cuerpo ha sido domesticado por la técnica, pero opone resistencia en su búsqueda de experiencias desestructurantes. Aunque los resortes misóginos del sistema social continúen indemnes, en la actualidad la civilización dominante se enfrenta a una profunda desestructuración de los estándares de sexo, género y orientación sexual, la que se expandió con desenfado en las tribus urbanas pokemonas de comienzos de siglo.

cada oveja con su pareja La búsqueda espontánea de una sensibilidad que ya no se reconoce en las ideas convencionales de lo masculino y lo femenino coincide con una de las ideas centrales del punto de vista geonómico. Existe un sustrato humano inespecífico que no puede ser asimilado a lo que la cultura define como masculino o femenino, y existen a la vez intencionalidades propias de los cuerpos de mujeres y hombres que no se someten a la programación social y oponen resistencia a su implantación. Se trata de dos cosas diferentes pero estrechamente relacionadas. Para aproximarnos a ellas es necesario desmantelar algunas de las ideas más arraigadas en la cultura contemporánea, como es el caso de la distinción sexo-género. En las últimas décadas se ha implantado la idea de que lo que llamamos “género” es una construcción cultural que introyectamos desde que la tierna infancia y luego somatizamos como si correspondiese a nuestro sexo y fuese intrínsecamente congruente con éste. Esta congruencia se sustenta en la contigüidad semántica entre lo suave-débil-pasivo-curvo-cóncavopenetrable y lo duro-fuerte-activo-recto-convexo-penetrante, como supuestas características ontológicas de lo femenino y lo masculino. La distinción entre sexo y género establece que el primero es una condición biológica y el segundo una elaboración cultural. Este es uno de los pilares antropológicos del iluminismo feminista del siglo veinte. Pero esta distinción tiene por premisa un esencialismo biológico en el que la condición sexuada de hombres o mujeres y su respectiva gama de intencionalidades es una sustancia natural inmutable, una “naturaleza sexual humana” que antecede a la historia y la cultura y que funda, sin mayor esfuerzo de su parte, una cosmovisión heterocéntrica en la que lo sexuado es unívoco y donde las prácticas o las experiencias homosexuales, transexuales, pansexuales y asexuales aparecen como anómalas, patológicas o contranaturales. Para abandonar el universo heterocéntrico es preciso realizar una distinción más profunda que la anterior, al entender que lo que llamamos “sexo” también es una construcción cultural, dado que la cultura acota lo biológico y le confiere atributos o características. Tanto el género como el sexo son programaciones culturales, salvo que el sexo pretende estar basado en una objetividad idéntica a sí misma llamada biología, la que en sentido estricto corresponde a lo que la cultura distingue o enfatiza como

tal. Lo que llamamos sexo no es más que género remoto naturalizado como “biología”. Dado que el formato remoto es inaccesible para la introspección, esto da pie a la excusa irresponsabilizante de que existe un “inconsciente” que está fuera del alcance de nuestras decisiones. La naturalización de estas operaciones se resume en que si sacamos el formato emergente (o sea, el género) y luego sacamos el formato remoto (el género naturalizado como sexo), llegamos a la inquietante conclusión de que ignoramos lo que significa ser hombres o mujeres más allá de lo que el sistema social dice al respecto. Los atributos de la biología sexual han sido seleccionados por la cultura de modo que se ajusten, a través de los aprendizajes copresentes implantados por las estructuras de repetición, a lo que el sistema social define como género. Este es el formato remoto de la reproducción social: el género es culturalmente arbitrario, pero se encuentra respaldado por una sustancia natural llamada biología. La congruencia ontológica sexo-género se las arregla en cada sociedad para establecer un sistema de vigilancia articulado por los ejes normalidad-anormalidad, moralidad-inmoralidad y legalidad-ilegalidad, cuya obediencia garantiza la perpetuidad del orden heterocéntrico reproductivista. El edificio sexo-género tiene serias consecuencias geonómicas, ya que permite naturalizar aquellos comportamientos sexuales que encuentran en la reproducción el escenario más cómodo para las autoafirmaciones personales. A medida que las preferencias o prácticas sexuales no reproductivas van adquiriendo legitimidad, se proyectan con la misma consistencia que la heterosexualidad reproductiva hacia la pareja, la familia y la procreación, recurriendo a procedimientos exobióticos como la inseminación artificial, la fertilización in vitro o el alquiler de úteros, o promoviendo la aprobación del matrimonio homosexual y otras formas de normalización social de la vida sexual. Por divergentes o rupturistas que puedan parecer en un primer momento las llamadas “orientaciones sexuales no reproductivas”, en breve son absorbidas por las estrategias de normalización sexual, lo que se debe a que el emocionar humano ha sido tempranamente formateado para encontrar en tales condiciones la realización personal o la satisfacción de los deseos. Cada oveja con su pareja y cada pareja con sus borregos en el heterogéneo rebaño de las sexualidades socialmente integradas.

la cultura como somatización de la exobiosis El régimen patriarcal descansa firmemente en la creencia de que existe una orientación sexual dominante, respaldada por el mandato biológico de la reproducción, y una constelación de orientaciones sexuales no reproductivas que luchan por obtener legitimidad. Esto podría explicar que la diversidad de experiencias y prácticas sexuales invariablemente nos remite a los atributos binarios del género. El desmantelamiento del edificio sexo-género-orientación sexual repercute hasta los cimientos en la definición dicotómica de lo humano como una entidad compuesta por un formato cultural que ciñe al cuerpo y sus deseos (género, cultura, sociedad) y una biología natural que permanentemente amenaza o desborda los márgenes de la normalidad (sexo, naturaleza, cuerpo o “inconsciente”). Los efectos de la programación social sobre el ser cognoscente total, cosificado como cuerpo físico o psicologizado como mente intangible, redundan en la naturalización de los atributos de género, impidiendo cualquier modalidad alternativa de desarrollar la condición humana. Para replantear la condición humana habría que acabar con lo que la cultura define como género, sexo y orientación sexual. Todos estos dispositivos son construcciones mentales somatizadas permanentemente cuya finalidad es instalar y legitimar los programas de género. Su propósito es salvaguardar el orden reproductivo consuetudinario, de acuerdo con el cual el sentido de la vida es la pareja y el sentido de la pareja es la procreación. Da lo mismo cuáles experiencias sexuales nos producen curiosidad o indiferencia. Incluso podría haber un planeta poblado exclusivamente por mujeres, como el mundo postapocalíptico de las filósofas de Lovelock, pero si se ciñen a estas orientaciones serían patriarcales o, con mayor exactitud, serían exobióticas, ya que continuarían sepultando la naturaleza terrícola humana bajo el dominio de una cultura basada en la dominación de la Tierra. Tomados como seres, los humanos somos geofactos. Sin embargo, una de las peculiaridades de la historia humana es el constante diálogo entre cultura y naturaleza. El cuerpo es modelizado por la vida social y los requerimientos biológicos dan forma a los productos culturales que son consumidos e intercambiados. Pero esta dialéctica entre naturaleza y cultura incluye la fricción generada por la programación social al ser ejercida sobre el cuerpo. En otros términos, la relación cultura-naturaleza se verifica en

la historia de la civilización como un conglomerado de relaciones de poder somatizadas sin interrupción. Lo que ejerce poder sobre el cuerpo es la mente exobiótica, como un ambiente psíquico hiperyoico que se presenta a sí mismo como una conciencia humana en estado natural, sumiendo en las tinieblas sus condiciones históricas de origen. Un ejemplo de lo anterior es la interdicción del incesto, en la que LévyStrauss quiso ver la línea divisoria entre naturaleza y cultura. Pero tanto el incesto como su prohibición son elaboraciones mentales cuyo fin es normar las interacciones sexuales de modo que sean congruentes con la reproducción del sistema social. Este es un argumento a favor de la tesis de que el incesto y la prohibición del incesto son programas instalados por la mente y no el resultado de la coherencia entre la vida social humana y la economía de la naturaleza. La interdicción del incesto es el acto fallido de la regulación social del abuso sexual, ya que sus fines tienen que ver con la viabilidad reproductiva. Si la cultura fuera algo auténticamente terrícola no comenzaría con la prohibición del incesto, sino con la supresión del abuso. Pero el abuso sexual sigue existiendo, incluido el abuso incestuoso. Lo que la cultura o el sistema social realmente prohíbe es el amor apasionado entre quienes tienen algún tipo de vínculo de consanguinidad o parentesco que esa cultura considera sexualmente inapropiado. Esto se debe a que la mente promueve la exogamia y el crecimiento indiscriminado de la población, lo que adquiere sentido a la luz de la idea chamánica de que la mente es una instalación foránea.

el orden heterocéntrico reproductivista El feminismo cosmológico no patrocina la autoafirmación o la reivindicación política de las mujeres, sino un cambio radical de las orientaciones culturales al restituir a la condición humana su lugar en un universo no humano morfológicamente femenino. Pero al mismo tiempo impugna el carácter sobredeterminante que se ha otorgado a la sexualidad desde fines del siglo XIX, así como en un momento anterior el pensamiento social clásico hizo lo mismo con la economía productiva en desmedro de las demás relaciones de resolución de las necesidades. A las diversas ilusiones que buscan actualizar en cada momento histórico la supuesta congruencia entre la biología sexual y los estándares de género se suma la búsqueda del opuesto sexual en el propio sexo. Durante el siglo pasado numerosos autores instaron a los hombres a conectarse con su “lado femenino” y viceversa. Pero lo que esos autores creían que era el “lado femenino” de los hombres o el “lado masculino” de las mujeres no es más que el sustrato humano inespecífico que mujeres, hombres e intersexuados tenemos en común, deformado por un cúmulo de atributos de género que reflejan en forma invertida los comportamientos masculinos o femeninos estereotipados. Ese trasfondo no tiene sexo ni mucho menos género, y por lo tanto opone resistencia al formato del género emergente y remoto. Pero a la vez no participa de una elaboración mental deseante naturalizada que administra las energías orgásmicas, a la que se conoce como “sexualidad”. Por su naturaleza no sexuada, lo humanamente inespecífico no toma parte en el cortejo y la reproducción. En ese sustrato escamoteado por la cultura, la genitalidad es un accidente. Pero la cultura se esfuerza por formatearlo de acuerdo con los estándares de género. Esta idea revolucionaria representa el fin del hippismo gilánico de los hombres femeninos y el discurso misógino de que para poder ponerse los pantalones las mujeres tienen que imitar a sus amos. Hay un sustrato humano que no está enfocado en el sexo, lo sexual o lo reproductivo, y por tanto es absurdo asignarle atributos de género. El género actúa como un anestésico sobre dicho trasfondo, compeliendo al sujeto a somatizar tanto las consecuencias de la división sexual del trabajo y el aprendizaje, como las consecuencias de la división sexual de la sexualidad, en la que la asimetría (+) penetrantepenetrable (-) distribuye atributos antagónicos en los cuerpos sexuados.

En la base de las disposiciones que somatizamos como sexo, género, diferencia u orientación sexual se encuentra un modo de sujetar y dirigir la energía fundamental del biocampo conocido como “sexualidad”, el que se desarrolla en la fricción entre las indiferencias o las espontaneidades orgásmicas y los criterios de normalidad. La sujeción sexual articula un sistema de deseos que se nutre de las carencias generadas por los efectos nocivos de la civilización sobre la energía sexual. Engendrados en coitos de baja intensidad orgásmica, a menudo bajo condiciones de angustia o desconfianza, los vástagos de las sociedades exobióticas viven la exacerbación de sus deseos como una naturaleza deseante, cuando lo que en realidad ocurre es que perpetuamente andan en búsqueda del orgasmo ausente de la madre que no experimentaron en su concepción. Como “seres sexuales” nos identificamos con una sexualidad que consideramos la expresión natural de un orden biológico del deseo que hemos rescatado de las garras represivas de la culpa y la anhedonía religiosas. Pero en rigor lo que hemos hecho es capitular ante una forma de domesticación que nos empadrona como reproductores, cualquiera sea el sexo por el que experimentamos atracción. Lo “natural” de nuestros deseos sexuales es que son dosificados por los programas de normalización etaria a través de las coordenadas cartesianas de la represión y la exacerbación, filtrados y estimulados por la mente y rara vez impelidos por energías corporales indomables. Afortunadamente el sustrato humano inespecífico se mantiene apartado de estos desasosiegos carenciales, dado que no se orienta hacia el apareamiento ni cifra en la pareja su anhelo de completitud.

feminismo cosmológico Resumiendo estas afirmaciones, 1) con el feminismo hemos llegado a la distinción entre género (cultura) y sexo (biología). 2) A continuación hemos reconocido que la biología también es acotada por la cultura, de modo que lo sexuado y lo sexual son activamente formateados por el sistema social. 3) Al explorar lo que nos hace ser humanos, desembocamos en un trasfondo humano inespecífico que nada tiene que ver con el sexo y el género. Sobre esta base estamos en condiciones de examinar la raíz de todo lo anterior. Y la raíz del asunto es que ese sustrato humano inespecífico es morfológicamente femenino. Considerando las restricciones cognitivas de la conciencia ordinaria, nuestras nociones sobre lo masculino y lo femenino se reducen al ámbito de lo biológico. Pero al desarrollar nuestras facultades recursivas en otros ambientes psíquicos podemos atestiguar formas de conciencia cuyo soporte físico no es biológico-corpuscular. En ese cosmos poblado por configuraciones inorgánicas que ordinariamente no somos capaces de percibir, los principios morfológicos femenino y masculino tienen otro tipo de funciones o especificidades. El sustrato inespecífico que nos identifica como seres humanos no es sexual-reproductivo o, mejor dicho, no es biológicamente femenino. Es un sustrato cosmológicamente femenino. Esta es una idea nueva, desde el punto de vista del feminismo. El feminismo es una ideología reivindicativa que se hace cargo de las contradicciones del sistema social. Y como tal es una filosofía antropocéntrica que enfatiza la condición social de las mujeres y su sujeción por un sistema de relaciones de poder cuya matriz histórica es el patriarcado. El feminismo y sus plataformas de acción política buscan la igualdad o la paridad social entre hombres y mujeres, modificando con ello el sistema social. Pero el sistema social corresponde a un modo de vida que ya no tiene coherencia con los pulsos e intencionalidades de la naturaleza. El sistema social, según lo conocemos desde las postrimerías del neolítico, no tiene nada que ver con unas relaciones de comunidad basadas en un vínculo directo con la Tierra. Al enfocarse en lo humano, en lo humanamente femenino, el feminismo reproduce las victimizaciones y las dicotomías instaladas por el patriarcado, y por eso no es suficientemente revolucionario como para desembocar por sí solo en una conciencia terrícola. Si examinamos la morfología de lo femenino en términos abstractos, observaremos que se trata de un principio organizador de la energía que

posibilita el desarrollo de la vida y la conciencia, no exclusivamente en el rango de la biología. Como un vivero de propagación de la conciencia, el cosmos es intrínsecamente femenino. La Tierra, los planetas, la estrella Sol, las galaxias, los cúmulos, todo es morfológicamente femenino. Son campos generadores de organización de la fertilidad estelar. Pero asumida en tales términos, su feminidad es biogénica, no reproductiva. Son seres o enjambres de seres inorgánicos estelares que generan innumerables formas de vida y conciencia. Eso enseña el pensamiento paleoamericano y para comprobarlo es cuestión de realizar observaciones desprejuiciadas. La paridad biológica de lo masculino y lo femenino parece ser una peculiaridad de la biosfera terrestre, lo que suscita la ilusión chovinista de un cosmos en el que ambos principios morfológicos se hallan equilibrados. Al percibir lo femenino como un principio biogénico distribuido observamos que a escala cosmológica dicho principio tiende a prevalecer. En este aspecto, el chamanismo americano se ha adelantado en afirmar lo que las ciencias biológicas comienzan a advertir: lo masculino es sólo un derivado. Si tomamos la morfología de los cromosomas como una metáfora, la Y masculina es como una X a la que le falta un segmento, el segmento que sirve para dar vida y nutrirla. Pero como tiene más o menos la misma magnitud energética que lo femenino, a simple vista la Y masculina se ve más grande, aparentemente más fuerte y masiva, aunque en realidad carece de algo que poseen los seres femeninos, carece de sus propiedades biogénicas, y además es mucho más efímera y en el fondo más débil. Los machos humanos intuyen esta desventaja y buscan compensarla autoafirmándose a como dé lugar. Es en este sentido en el que el chamanismo postula que la escasez de lo masculino en un universo femenino impulsa en los hombres un esfuerzo titánico por la supremacía, el que se hace evidente en su avasalladora apropiación del poder político y la intelección instrumental. El ego varonil no puede lidiar con el hecho de que lo masculino es subsidiario de lo femenino, como un organismo fecundante que se generó para mezclar el ADN y diversificar la conciencia. Si sólo existieran seres femeninos partenogenéticos producirían clones con escasas variaciones y ello aportaría un rango homogéneo de información psíquica al infinito postbiológico. Puesto que el universo produce variaciones entre los seres y con ellas historias de vida muy diversificadas, en la biología de la Tierra se desarrolló tempranamente la reproducción sexual y con ella la miscigenación del genoma de los organismos. En la metáfora de los cromosomas hombres y mujeres están enfocados en la Y o la X sexual-reproductiva, ya que eso le conviene al sistema social

para poder perpetuarse. La cultura heterocéntrica auspicia y codifica los comportamientos machistas o afeminados y consiente sus extrapolaciones homosexuales. Esto le confiere legitimidad a la creencia de que existen diferentes “orientaciones sexuales”. Los machos humanos se identifican completamente con la Y masculina y sus atributos culturales, lo que los vuelve penetrantes, convexos, invasivos. Y debido a esta autoabsorción están convencidos de que en ello se agota la naturaleza masculina. Pero incluso los seres biológicos masculinos son intrínsecamente femeninos, no en términos de su biología reproductiva, sino de su conexión inexplorada con el cosmos total, un cosmos morfológicamente femenino en el que prevalece la conciencia inorgánica. En la conciencia ordinaria nos percibimos a nosotros mismos como seres biológico-corpusculares en los que la conciencia es un intangible psicológico. Pero es posible acceder a otros ambientes de conciencia donde nos percibimos como configuraciones observacionales inorgánicas en las que lo sexuado no tiene que ver con la reproducción, sino con la geometría de la cognición. Como todos sabemos, somos XX o XY. Metafóricamente hablando se podría decir que debajo de la X o la Y que asociamos con lo sexualmente femenino o masculino hay otra X, una X más profunda que corresponde a lo humanamente inespecífico, una condición geonómica subyacente a la cultura y el sistema social. Una energía oscura e imperecedera llena de infinita sabiduría que nos emparenta con todo lo que existe en el universo. Es esta una energía femenina primordial que no tiene nada de afeminada. Una X no reproductiva, ingobernable, bruja. Una intencionalidad desconocida que resiste a la civilización patriarcal y sus dispositivos de control de la reproducción: género, sexo, diferencia y orientación sexual. La pregunta es qué sucedería si nos conectáramos con esa X inorgánica, cosmológica, terrícola. Sin duda se rompería la absorción en lo humano, sea como autoafirmación narcisista en los poderes de la supremacía, o como menoscabo, victimización y reivindicación. Tomaríamos contacto con las intencionalidades fundamentales de la Tierra, las que nos proporcionarían el impulso para liberarnos de las cadenas de la mente y el yo, entre las que por supuesto están sus derivados: el patriarcado, las religiones, las relaciones de dominación, el envilecimiento del cuerpo y el deseo, o la idea de que hay una “sexualidad” a la que debemos someternos. Nos sumergiríamos en algo antiguo y profundo que está conectado con todo y por tanto no tiene dificultades para dar, tomar y compartir. A lo mejor sería un camino para recuperar la inocencia paradisíaca que añoramos y no sabemos cómo recuperar.

la civilización anorgásmica y la exacerbación del deseo El feminismo cosmológico comparte la convicción de que lo que conocemos de la feminidad o la masculinidad es su residuo una vez formateada por la civilización heterocéntrica reproductivista. Pero a la vez nos permite entender en qué forma el control social de las energías sexuales conduce al abuso y el sufrimiento. Las espontaneidades orgásmicas humanas han sido desarraigadas de la exuberancia sexual de la naturaleza, reemplazándolas por la modernización de los estándares de legitimidad sexual. La conciencia indistinta ha sido fragmentada por la oposición entre deseos y obligaciones, prevaleciendo la mente apetente en desmedro de una conciencia curiosa e inocente que se regocija de vivir en la Tierra. La inocencia no es ingenuidad o indefensión, sino una candidez que no refleja la morbosidad del sistema social. Si examinamos las intencionalidades de la mente, observaremos que es ávida y tortuosa. La morbidez es el resultado de que la civilización exobiótica ha despojado al sexo de su ferocidad e indistinción, reemplazándolas por el erotismo o el romance. Todo se ha impregnado de morbosidad convirtiendo al deseo en una perpetua masturbación mental. Para controlar y administrar la reproducción, el sistema social ha reprimido y a la vez ha exacerbado nuestros deseos. Al normar la energía sexual, la civilización origina una exacerbación mental de los deseos que no tiene nada que ver con las energías orgásmicas de las que disponemos ordinariamente. En las sociedades patriarcales la energía sexual es muy baja y tiende a disiparse en el mercado del apareamiento, donde quienes se consideran deseables especulan con la presunta escasez de su atractivo sexual. Las espontaneidades feroces con que otros seres vivientes tienen relaciones sexuales se han convertido en rituales programados en base a los estándares de orientación sexual, por medio de los cuales los deseos adquieren estructuración social. La pérdida de la inocencia ha representado también la pérdida de la fiereza apasionada con que el deseo irrumpe sin premeditación. Al suprimir la intensidad sexual, la civilización exobiótica genera individuos con bajo voltaje energético producidos en masa en coitos sin orgasmo de la madre. Los individuos que resultan de tales condiciones suelen carecer de iniciativa y combatividad. Buscan sentirse cómodos y detestan correr riesgos. Viven la sumisión y el aseguramiento personal como aspectos de su naturaleza. Son invariablemente carenciales. Sin ningún vestigio de autocompasión, la brujería prehispánica señala que quienes provenimos de tales condiciones nos

dedicamos toda a la vida a buscar una pareja que nos diga lo maravillosos que somos y esté sexualmente disponible cuando lo deseemos. Lo mejor de nuestra energía se disipa en la búsqueda de aquella experiencia culminante que no estuvo presente cuando comenzó nuestra vida. En cambio la ferocidad y la pasión generan seres que no tienen problemas para experimentar la inocencia y la gracia. Esos seres refulgentes no andan urgidos por placer o compañía, porque fueron hechos rebosantes de amor y deseo. Quienes provenimos del gran rebaño anorgásmico tenemos el desafío de restaurar nuestra luminosidad en lugar de desperdiciarla sintiéndonos menos afortunados. Algunas culturas patriarcales advirtieron estas limitaciones, originando tecnologías sexuales que supuestamente pretendían incrementar la energía a través del control del orgasmo. Pero un examen más a fondo revela que dichos procedimientos son producto del deseo mental de controlar la energía fundamental. No es sorprendente que una elite de ancianos con disfunción eréctil o una baja producción de esperma proclame que no hay nada más elevado que el orgasmo sin eyaculación o el control sistemático del clímax masculino. En esta forma puede obtener poder a través del sexo y lidiar con el hecho de que las mujeres tienen una capacidad orgásmica indiscutiblemente superior a los varones. Como la mayoría de los hombres civilizados, es probable que los miembros de esas elites hayan sido concebidos en coitos de baja intensidad orgásmica, lo cual redunda en trastornos como la eyaculación precoz o retardataria y produce orgasmos efímeros y superficiales. En su gran mayoría, las corrientes que pretenden sublimar el orgasmo han sido diseñadas para que individuos con mentalidad religiosa y un bajo potencial de energía sexual otorguen a sus prácticas sexuales un contenido espiritual que no es más que una manera autoindulgente de gratificar sus egos en la escena sexual. Nada de esto permite desmantelar el formato remoto que constriñe las experiencias orgásmicas dentro de los márgenes de la civilización patriarcal. La idea de que el sexo se torna espiritual al convertirse en una actividad basada en el control y la sublimación es otra forma de domesticación de la energía fundamental. Exacerbación y represión constituyen los polos de un orden del deseo en el que la búsqueda compulsiva del placer es asumida como un aspecto de la naturaleza humana, en lugar de reconocerla como una de las secuelas de la sujeción del cuerpo por la mente que está en la base de las civilizaciones exobióticas. La rarefacción de los estándares de género suscita la ilusión de que los cuerpos y los placeres comienzan a liberarse de los rígidos moldes

del pasado. Pero lo que realmente está ocurriendo es que dichos estándares se adaptan a las condiciones implantadas por las sociedades tecnológicas, en las que ya no tiene sentido conservar las formas obsoletas que adoptaba la división sexual del trabajo y el aprendizaje. Rara vez nos cuestionamos el hecho de que aunque las condiciones sociales o económicas que sirven de soporte a la división sexual de la actividad humana vayan sufriendo cambios radicales, los atributos binarios de género siguen permeando nuestras vidas y se las arreglan para reaparecer en cada generación. Por raros o distintos que nos consideremos a nosotros mismos en términos de género o sexualidad, ello no cancela nuestra ignorancia acerca de las condiciones en que hemos sido concebidos y sus consecuencias energéticas. Ese conocimiento no forma parte de la civilización porque amenaza uno de sus cimientos: la desvitalización como instrumento para mantenernos enfocados en el orden social. Para cualquiera que provenga del rebaño anorgásmico, la intensidad sexual surge a través de la supresión de las exacerbaciones hedonistas y de la compulsión mental que nos conduce a erotizar imaginariamente la mayor parte de nuestras interacciones sociales, en el supuesto de que este comportamiento nos vuelve más sensuales o deseables, lo que obviamente no tiene nada que ver con la realidad.

abundancia sexual Los seres energéticamente abundantes suelen caracterizarse por carecer de exacerbaciones sexuales y por su facilidad para alcanzar un elevado número de orgasmos, pero también por su capacidad para ser espontáneamente castos o permanecer largos períodos de tiempo sexualmente inactivos sin que ello les produzca angustia o sufrimiento. A menudo estos seres no experimentan ninguna ansiedad por dejar de ser vírgenes o por establecer relaciones de pareja, las que por lo demás ofrecen una forma de aseguramiento sexual con un bajo nivel de exigencia, ya que la ausencia de intensidad orgásmica es compensada mediante el cúmulo de negociaciones o intercambios de prestaciones de servicios que consideramos consustancial a tales relaciones. En las mujeres, la abundancia de energía orgásmica en el momento de la concepción se manifiesta en su gran facilidad para alcanzar el orgasmo y en la posibilidad de experimentar un número indeterminado de orgasmos, los que en algunas oportunidades son tan intensos y numerosos que culminan en el desvanecimiento. No obstante, al liberar sus energías corporales profundas del imaginario sentimental y las ansiedades del cortejo y el apareamiento, las mujeres pueden incrementar notablemente su intensidad orgásmica. Como en todos los casos, la abundancia sexual es un logro que ocurre por sí mismo, sin que medie ninguna “técnica” o procedimiento preestablecido, lo que se debe a que se trata de energías refractarias al gobierno de la mente y el yo. Los logros energéticos fundamentales al alcance de los seres humanos parecen incrementarse mientras más lejos se encuentren de lo que prescribe la civilización, aunque esto pueda decepcionar a quienes mistifican los aspectos trascendentes de la sexualidad que existen en su imaginación. Cuando sus inclinaciones naturales los conducen a ello, a los seres que provienen de la intensidad orgásmica les resulta espontáneamente deseable orientar su energía sexual hacia la búsqueda de lo desconocido sin que medie ninguna coacción. Puesto que han sido concebidos en la plenitud del amor y el placer, no los persiguen ni mistifican y son capaces de ofrecerlos generosamente a los demás. En las civilizaciones exobióticas, el celibato obligatorio impuesto por las órdenes sacerdotales origina todo tipo de abusos y relaciones retorcidas, dado que lejos de ser el resultado de una opción espontánea no es más que

un dispositivo de control sexual que sirve para justificar el dominio masculino en el ámbito de la religión. En algunas oportunidades, las tecnologías masculinas de control sexual y sus respectivos marcos filosóficos han debido lidiar con un irresistible poder sexual femenino que pretende absorber la vitalidad de los varones a través de la actividad sexual, como se atribuye a la legendaria secta taoísta de las Tigresas Blancas. Aunque estas operaciones puedan entusiasmarnos por su osadía y elegancia, no por ello hay pasar por alto que se inscriben en la misma lógica que el control masculino de la energía sexual: la búsqueda de la supremacía por medio de una sofisticada estrategia sexualmente predatoria. La vampirización sexual de hombres o mujeres es siempre congruente con sistemas sociales coercitivos en los que no hay lugar para la comunidad de los deseos y los afectos, ya que se encuentran fragmentados por relaciones de dominación. Las tecnologías sexuales permiten ajustar el desempeño orgásmico a los estándares socialmente aceptados o proporcionan prestigio sexual a los hombres, pero reintroducen bajo una nueva forma la sujeción del cuerpo por la mente. En el otro polo se encuentra la ignorancia sexual de las mujeres, quienes a menudo desconocen su capacidad orgásmica y en lugar de explorarla junto con sus hermanas permanecen atomizadas en los roles expectantes de la pareja heterosexual. Pero incluso si éste no es el caso, por el hecho de provenir de una civilización exobiótica las mujeres rara vez llegan a descubrir que la función biológica primaria del orgasmo es optimizar la concepción, originando seres energéticamente completos y despampanantes, como aquellos a los que conocemos a través de la mitología. Como un campo de organización de la fertilidad estelar, el cosmos genera innumerables formas de conciencia, las que nutren con información psíquica la matriz de la que proviene su energía dadora de conciencia. En los seres biológicos, el mandato de reproducir y diversificar la conciencia se manifiesta a través del deseo sexual, toda vez que éste involucra las funciones primarias de los genitales. Pero el imperativo biológico de la procreación nada especifica acerca de la naturaleza de los deseos o preferencias sexuales o de las relaciones sociales asociadas a sus consecuencias, como por ejemplo el embarazo o el nacimiento de otros seres humanos. Cualquier extrapolación cultural al ámbito de la biología distorsiona el sustrato geonómico de la existencia humana y a la vez naturaliza un estructurado cultural, como en el caso de lo que llamamos patriarcado. Es entendible que el feminismo y el postfeminismo combatieran la naturalización de las relaciones de dominación o del uso normativo de los genitales

en las sociedades disciplinarias. Pero al permanecer en la superficie de este cuestionamiento no exploraron la naturaleza cosmológicamente femenina de los cuerpos sexuados, sepultándola una vez más bajo el peso de las expectativas de la mente exobiótica. Esta distorsión ha quedado en evidencia en la escena sexual, donde la búsqueda del placer o el amor nos reconduce una y otra vez a la reproducción del sistema social. Asumimos la necesidad de compañía o de asociaciones duraderas de intercambios domésticos basadas en la oferencia de placer sexual como un aspecto de nuestra naturaleza, en lugar de explorar una conexión directa con el infinito en la búsqueda de la independencia y el regocijo de la soledad. Al explorar dicha conexión se hace evidente el valor insospechado de cualquier interacción social, por insignificante que pueda parecernos, dado que al convertirse en algo excepcional nos compele a dar en ella lo mejor de nosotros mismos. Resulta absurdo entonces distorsionar las interacciones sociales con la vulgaridad o la egomanía, o con la suma de quejas, caprichos y mezquindades de todo tipo que consideramos un aspecto normal de las mismas. Lo “normal”, en éste y muchos otros casos, es una aberración cultural que tomamos por naturaleza de la vida social. Esto se aplica también a la búsqueda perpetua del “amor”, como una forma de garantizar que las relaciones de pareja sean rápidamente reemplazadas, asegurando con ello la continuidad biológica del sistema social. Con respecto a las experiencias sexuales, la fiereza inocente no ve pecado en lo incontenible del deseo. Mientras más primitivo y más apasionado sea el sexo, más intensas serán las energías que se movilicen. Esto nos llevará a descubrir sus misterios. Por ejemplo, que el fin de la angustia mental permite el acoplamiento espontáneo de los amantes y torna innecesarias las tecnologías de control sexual. O que el orgasmo simultáneo no es el objetivo del sexo, sino el punto de partida para comenzar a explorarlo. O que el amor y el deseo no deberían depender del sexo, que es lo que prescribe el sistema social. Este es sin duda el punto neurálgico del formato sexual, la creencia de que tenemos o debemos tener una “orientación sexual”. Con el fin de perpetuar los estándares de género, la programación social ordena y selecciona nuestras preferencias y repugnancias sexuales bajo la forma de una orientación invariable que sirve de excusa para fragmentar el flujo polimorfo de los deseos y los sentimientos. Esta es la razón de que al interior del movimiento feminista, las mujeres que se identifican como “heterosexuales” reanuden una y otra vez relaciones de dependencia sexual

y emocional con los hombres, las que a menudo fracasan ocasionándoles severo daño emocional. Junto con realimentar el circuito de la frustración y el resentimiento, todo esto reafirma el doble estándar de aquellas mujeres, supuestamente emancipadas, que critican santurronamente las taras patriarcales de los varones mientras continúan buscando en ellos el placer o el amor. Lo que llamamos “orientación sexual” no es más que la sumisión a un orden social del deseo en el que prevalece la fragmentación. Si por arte de magia el cuerpo de nuestro amante amaneciera transformado en un cuerpo del sexo opuesto, ¿dejaríamos de sentirnos enamorados de él o ella? ¿Dejaríamos de desearle? Y si así fuera, ¿qué nos compele a reducir el amor o el deseo a la condición sexual del otro? Porque tal vez lo hemos preferido en virtud de su sexo, ¿pero cuán genuino puede ser nuestro amor si depende de lo sexuado de su cuerpo? Lo que nos apetece o desagrada en materia sexual ha sido formateado por la programación social. Nuestros deseos están fragmentados. Tiene entonces sentido explorar el placer desde una mirada en la que el amor no tiene forma y no hay contradicción entre lujuria y castidad.

seres pansexuados La intensidad orgásmica avanza cuando cede la mente tortuosa que busca en el sexo su autoafirmación o reivindicación. La programación social ha instalado un universo en clausura donde sólo existe la oposición masculino-femenino formateada por las categorías de género. Este universo pretende estar basado en una ontología natural del género, pero su raíz es la ignorancia de que la paridad masculino-femenino es una circunstancia de la biología terrestre y no un hecho cosmológico generalizado. En la biosfera terrícola el binomio sexual admite otras alternativas, como se observa en las especies que desarrollan transformismo sexual, partenogénesis o hermafroditismo. Siendo la Tierra un ser inorgánico estelar que se comporta como un campo de intencionalidades generadoras de organización, una de sus más sorprendentes formas de vida es la intersexualidad. Existe una gran diversidad de intersexuados que presentan complejas combinaciones sexuales y reproductivas, constituyendo una forma alternativa de ser humanos. Durante el siglo pasado, en numerosos países los intersexuados fueron sometidos a una cruel cirugía inmediatamente después de su nacimiento con el fin de normalizar sus genitales, lo que trajo mucho sufrimiento a sus vidas. En la actualidad se están organizando para hacer respetar su derecho a constituir un tercer género biológico. Entre los humanos intersexuados se destacan los seres conocidos como hermafroditas. En algunos casos estos seres sexualmente sobreabundantes adoptan el aspecto de una mujer, carecen de testículos y poseen útero, ovarios, mamas, vulva, clítoris y pene. Debido a su asombrosa biología, al tener relaciones sexuales entre ell@s algunos hermafroditas son capaces de acoplar sus cuatro órganos genitales. Eventualmente pueden fecundar o embarazarse, o unirse sexualmente a tres amantes al mismo tiempo. En la biología sexual hermafrodita se cancela la oposición penetrante-penetrable y con ella la obligatoriedad social del género. Dado que el sistema social controla la reproducción con el fin de legitimar los programas de género y las relaciones de poder implantadas por el patriarcado, los hermafroditas han sido discriminados y negados, entorpeciendo la circulación del acervo genético que podrían compartir con el resto de la humanidad. A largo plazo, su visibilidad puede contribuir con la formación de una humanidad en la que mujeres, hombres y hermafroditas lleguen a representar los tres tercios de la población. Sin duda esto modificaría drásticamente todo cuanto creemos acerca del sexo, el género y el de-

seo sexual, acabando con la rígida fragmentación de los comportamientos sexuales y amorosos. La naturaleza nunca dejará de sorprendernos con su exuberancia, desbordando los estrechos márgenes de las cosmovisiones heterocéntricas basadas en la naturalización del género. También es de notar que existen individuos transexuados que se consideran hermafroditas en cuerpos de hembras o varones. En ellos colapsan los estándares de género y se desvanecen las identidades sexuales construidas a partir de la dicotomía masculino-femenino. Quienes degradan su subjetividad argumentando que la condición pansexuada es producto de su imaginación pasan por alto la plasticidad de la cognición humana. Como informa la tradición oral de algunas culturas prehispánicas, en el mundo de los sueños mujeres y hombres pueden encarnar el sexo opuesto o ser hermafroditas si ése es su deseo. Bajo el gobierno de la mente exobiótica, la humanidad ha perdido la capacidad de lograr lucidez y maniobrabilidad en los sueños, y a la vez ha visto severamente empobrecida la riqueza caleidoscópica de los cuerpos y los placeres. Dado que la energía requerida para explorar el ambiente de ensueño es la energía sexual que durante el coito los progenitores imprimen en la burbuja biológica que dará origen a un nuevo ser humano, a la pauperización orgásmica se suma la ignorancia de que es posible orientar la energía sexual hacia la expansión de la conciencia. Recuperar ambas opciones es uno de los principales desafíos de nuestro tiempo.

· Feminismo Cosmológico · Editado por el Colectivo Editorial Nihil Obstat · Editor: Shihâb Alen · Diagramación: Shihâb Alen · Pintura de portada: Mujeres en los abedules, Rodrigo Gaínza, Zürich, 1987 · Diseño de portada: Colectivo Editorial Nihil Obstat · Imagen de portada: Medusa de Rondanini, digitalizada por Shihâb Alen · Diseño del logo de colección: Luda Luna Nueva en Cáncer 2012 e.C.

FEMINISMO COSMOLÓGICO postula que lo que llamamos “sexo”, “género”, “diferencia” y “orientación sexual” son dispositivos mentales destinados a perpetuar el orden heterocéntrico-reproductivista en que se basa el régimen patriarcal. Al domesticar y reprimir la experiencia sexual, la civilización anorgásmica origina una exacerbación de los deseos que asumimos como un impulso sobredeterminante conocido como “sexualidad”, el que nos reconduce a una búsqueda compulsiva de la intensidad orgásmica que no estuvo presente en el momento de nuestra concepción. Subyacente a los atributos de género y a las diferencias de los cuerpos sexuados, existe un sustrato humano inespecífico que refleja un cosmos morfológicamente femenino. Al explorar ese trasfondo tomamos contacto con una condición terrícola humana en la que no hay contradicción entre la ternura y la ferocidad, la castidad y la lujuria, la inocencia y la sabiduría. Rompiendo la absorción en el sistema social y sus contradicciones, irrumpe en el horizonte la posibilidad de lo paradisíaco.

Rodrigo Gaínza ha publicado Hombre sangrando a solas (1993) y los ensayos Ideación Emergente (2002), Dirigir y Corregir (2003), Formato Remoto (2004), La divergencia endobiosis-exobiosis (2008), Tesis sobre Marx (2010) e Intencionalidad y evolución (2012). Ha obtenido en dos oportunidades el premio Mejores Obras Inéditas del Consejo Nacional del Libro y la Lectura con sus ensayos Ideación emergente (2001) e Intencionalidad y evolución (2010). Formó parte de colectivos feministas hasta 2006 y es cofundador del Centro de Estudios Geonómicos y de la comunidad virtual Corazón Terrícola. Más información en www.corazonterricola.net/mawa

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