Flaminica - Regina - Vestalis. Sacerdocios femeninos de la Roma antigua [2008]

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Mujeres y religiones

JOSÉ A. DELGADO DELGADO UNIVERSIDAD DE LA LAGUNA

Flaminica-Regina-Vestalis. Sacerdocios femeninos de la Roma antigua

I. La mujer romana ante los cultos cívicos En una sociedad fuertemente aristocrática y conservadora como fue siempre la romana, el ejercicio de las funciones ligadas a la vida pública era básicamente una «cuestión de hombres», por lo que la presencia femenina en un cargo oficial, un sacerdocio, era realmente una notabilísima excepción. La simple presentación numérica de los colegios sacerdotales es muy elocuente al respecto: los cuatro grandes colegios (pontífices, augures, quindecénviros y septénviros epulones) más los colegios menores (feciales, salios y arvales) contaban en época de César con un total de 138 miembros; de ellos sólo ocho eran mujeres. La singularidad de la flaminica, regina sacrorum y Vestales en el ordenamiento cívico-religioso de la antigua

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Roma adquiere aún mayor relieve si se tiene en cuenta la limitada presencia de la mujer en la práctica cultual pública de la ciudad. Las mujeres, en función de razones sociales, jurídicas y rituales, ocupaban generalmente una posición marginal y secundaria en la gestión en los cultos oficiales, reproduciéndose así en el ámbito religioso la misma situación que se les reconocía en la vida pública en general. Una tradición patriarcal y aristocrática era el principio que ordenaba una jerarquía social en la que los ciudadanos varones (y, especialmente, los de origen noble) ocupaban una posición preeminente y gozaban de la plenitud de los derechos cívicos; las mujeres, en consecuencia, quedaban relegadas y sólo se les concedía unas limitadas posibilidades de actuación tanto en la vida pública como en la privada. El derecho, reflejo fiel de la estructura social, sancionaba la desigualdad limitando severamente la capacidad de actuación legal independiente de la mujer romana. Al menos hasta la época de Augusto, las mujeres estaban consideradas como menores de edad permanentes por el derecho romano, de tal manera que estaban subordinadas a la decisión de sus padres (patria potestas), maridos o tutores. Esa incapacidad jurídica para actuar libremente en su nombre o en el de la comunidad condicionaba seriamente las posibilidades de su participación en los cultos de la ciudad. Impedimentos rituales, asentados en la tradición religiosa de los romanos desde tiempos remotos, alejaban igualmente a la mujer de las prácticas cultuales. Así se lee en el gramático del siglo II d.e. Festo (p. 72 L): «La costumbre quería que un lictor gritara en determinadas ceremonias religiosas: “Fuera (exesto) el extranjero, el prisionero enca86

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denado, la mujer (mulier), la jovencita (virgo)”. La conminación exesto significaba que les estaba prohibido [asistir a los sacrificios en cuestión]». Aunque no conozcamos la lista de tales ceremonias, el texto es un ejemplo claro de exclusión de la mujer de la actividad cultual. Otra suerte de prohibiciones, como la trituración de cereales, preparación de carnes (Plutarco, Cuestiones Romanas, 85) o beber vino puro (temetum; Dionisio de Halicarnaso, Historia antigua de Roma II, 25, 6) imposibilitaban o apartaban a la mujer del sacrificio, el acto ritual por excelencia de la religión de la ciudad.

II. Las actividades religiosas de las «matronas» romanas Las restricciones descritas desde luego tenían ciertos límites y la exclusión de la mujer de la vida religiosa no fue absoluta. En realidad, si se estudia detenidamente tanto la producción literaria como la documentación de naturaleza oficial de esta época se descubre que la participación femenina (al menos la de mujeres de determinada condición social) era necesaria e imprescindible en el curso de ciertas ceremonias y rituales. Se puede recordar en este sentido la existencia de una serie de festividades muy concretas que eran celebradas específica y exclusivamente por «matronas», es decir, por mujeres de cierta posición a las que al contraer matrimonio la sociedad les reconocía una serie de privilegios. Su competencia en materia cultual derivaba precisamente de la capacidad que le concedía el Estado para convocarse por iniciativa propia (o a instancias del Senado) y de tomar 87

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decisiones colectivas, generalmente de orden religioso. Organizadas corporativamente, las matronas cumplían así (aunque en un ámbito estrictamente privado) con los ritos que prescribían fiestas oficiales tales como los Matronalia (1 marzo), el culto de Fortuna Virilis (1 abril), Matralia (11 junio), Fortuna Muliebris (6 julio) o Bona Dea (primeros días diciembre, con participación de las Vestales). Pero también las matronas participaban activamente en ceremonias públicas complejas, colaborando con los magistrados y sacerdotes de la ciudad. En un sestercio de Domiciano se muestra este emperador, togado, con un volumen en su mano izquierda, dictando la fórmula ritual de una plegaria a tres matronas, con ocasión de los Juegos Seculares (ludi Saeculares) del año 88. Un pasaje de las Actas (IV, 9-Va, 30 Pighi) de los quindecénviros (sacerdotes encargados de organizar los Juegos) del año 204 d.e. describe con precisión la fórmula dictada a Julia Augusta (esposa del emperador Septimio Severo) y a las 109 matronas que para tal ocasión habían sido convocadas.

III. Los sacerdocios femeninos oficiales de Roma III. 1. Introducción La actividad religiosa de las matronas, a pesar de todo, nunca fue más allá de lo que se ha expuesto en las líneas precedentes y, en consecuencia, ha de considerarse ocasional y modesta dentro del marco general de la práctica celebrativa de la religión cívica. Es por esto, y aquí retomo el hilo discursivo con que comenzaba este texto, por lo que la situación de las Vestales resulta claramente excepcional, de la misma ma88

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nera que la posición de las esposas respectivas del flamen de Júpiter (flamen Dialis) y del rex sacrorum —flaminica y regina— que también desempeñaron funciones sacerdotales. Mucho se ha discutido sobre la singularidad de los sacerdocios femeninos y las razones que lo explican: se ha apelado a los vínculos matrimoniales, en el caso de la flaminica y la regina, o a la condición de vírgenes, en el caso de las Vestales, como se verá más adelante. Sin embargo, generalmente ha quedado al margen de este debate una cuestión central en la aproximación a la naturaleza tan específica de estos sacerdocios femeninos: la excepcionalidad de los dioses a los que estaban vinculadas las sacerdotisas. Júpiter y Vesta desde los orígenes mismos de la ciudad constituyeron la garantía máxima de la estabilidad del Estado y su prosperidad. Júpiter, dios soberano de los romanos (Óptimo Máximo), es el único que podía garantizar el buen funcionamiento de la vida pública, sancionando cada una de las acciones humanas. Se puede decir que en él reposaba la legitimidad de la vida del Estado. Vesta, por su parte, era la diosa del hogar público, y su fuego perenne alimentaba y daba vida a la ciudad; al mismo tiempo representaba uno de los valores más apreciados para el romano, la pureza y la sacralidad en su sentido más absoluto. La conclusión: Júpiter y Vesta exigían una forma de culto distinta a la del resto de los dioses del Estado, un culto cotidiano y activo durante todo el año y unos sacerdotes consagrados plenamente a su servicio.

III. 2. Flaminica y Regina El culto permanente de Júpiter requería la colaboración ritual de una pareja para otorgar eficacia y validez a las 89

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prácticas ceremoniales que le eran debidas. Es de esta manera como se entiende y explica el sacerdocio de la flaminica, la esposa del flamen de Júpiter (flamen Dialis) y, al menos en cierto sentido, de la regina, la mujer del rex sacrorum. En estos sacerdocios arcaicos los esposos, necesariamente de origen patricio y casados según el rito matrimonial más solemne —la confarreatio— , formaban una pareja cultual indisoluble (el derecho no reconocía la disolución del matrimonio más que por la muerte de uno de los esposos: Gelio, Noches Áticas X, 15, 23) e ideal en la que el hombre y la mujer cumplían funciones rituales complementarias. Esta última exigencia ritual se manifiesta con toda su fuerza en la prescripción que obligaba al flamen a abandonar su sacerdocio en caso de muerte de su mujer (Gelio, Noches Áticas X, 15, 22). La tradición religiosa de los romanos concedía a la flamínica (y naturalmente a su esposo) un carácter excepcionalmente sacro que se expresaba externamente a través de unos ornamenta característicos y en un serie de singulares interdicciones y obligaciones que regulaban severamente los ritmos de su existencia. Respecto a su apariencia, los elementos más característicos eran el flammeum (velo de color rojo), la rica (velo purpúreo de lana que se portaba a modo de mitra sobre la cabeza) y el arculum (una pequeña rama de granado, con una cinta en la punta, dispuesta como una corona y que llevaba sobre la rica). Tanto el color de estas prendas como la presencia del granado son alusiones explícitas a la fecundidad y fertilidad que se le suponían a la flamínica, esposa y madre arquetípicas. Los tabúes y prescripciones específicos que pesaban sobre la flamínica (pues le afectaban también casi todos los 90

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que atañían a su esposo: Gelio, Noches Áticas X, 15, 26), conocidos sólo parcialmente y no siempre de clara interpretación, parecen haber tenido como función principal evitar la contaminación de su sacralidad. Así Ovidio (Fastos III, 393-398) recuerda que le estaba prohibido peinar sus cabellos los días en que los salios sacaban sus escudos sagrados (ancilia) en el curso de la festividad en honor de Marte durante el mes de marzo. El texto tal vez pueda entenderse como una alusión a la incompatibilidad de la actividad guerrera que representaban los salios y la fecundidad encarnada por la flamínica, pues los romanos siempre vieron la presencia femenina como elemento perturbador de las acciones militares. Más difícil es determinar por qué la esposa del flamen de Júpiter debía observar un aire de tristeza y no lavarse durante los Argeos (Plutarco, Cuestiones Romanas, 86), especialmente porque no comprendemos bien la naturaleza de dicha ceremonia, en cuyo curso se arrojaban al Tíber maniquíes con forma humana. Las actividades cultuales propiamente dichas están escasamente documentadas, aunque queda fuera de toda duda el papel ritualmente activo de la flaminica. Se sabe con certeza que poseía capacidad sacrificial, pues no sólo tenía derecho a portar la secespita (cuchillo que simbolizaba tal capacidad), sino que Macrobio (Saturnales I, 16, 30) indica que sacrificaba en cada una de las nundinae (fecha calendarial habilitada como día de mercado; una cada nueve días) un carnero a Júpiter en la Regia (residencia oficial del pontífice máximo desde comienzos de la República). Justamente en ese antiquísimo centro religioso de la ciudad que era la Regia sacrificaba también la regina sacrorum (y es lo único que se sabe en este sentido de ella; Macrobio, Saturnales I, 15, 18), aunque en su caso la ofrenda, 91

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una cerda o un cordero, se dirigía a Juno y se inmolaba en las calendae (día primero de cada mes). La naturaleza de tales prácticas rituales descubre la relación cultual y simbólica de las funciones de flaminica y regina (sacrificio a las dos divinidades supremas del panteón romano en el curso de dos de las principales fechas que organizaban el ejercicio de la vida cívica y en el centro religioso arcaico por excelencia), y a través de ellas se intuye igualmente la vieja solidaridad que vinculaba el flaminado al regnum (que también es muy evidente en la pareja flamen Dialis / rex sacrorum).

III. 3. Vestales En febrero de 1883, cuando se estaba excavando en la cara sur del atrio de las Vestales, se descubrió un apilamiento de mármol de unos catorce pies de largo por nueve de ancho y siete pies de altura. Estaba formado exclusivamente por estatuas de las Grandes Vestales, unas intactas, otras rotas… Había allí ocho estatuas casi completas y entre los fragmentos que se encontraban mezclados fue una feliz sorpresa descubrir la parte inferior de la encantadora Vesta sentada, incluso estaba el escabel para los pies pero, desgraciadamente, estaban irreconocibles después de permanecer tantos años en el rincón más oscuro del atrio. Este magnífico descubrimiento tuvo lugar el 9 de febrero a las seis y media de la mañana. Salvo los obreros, sólo estaban presentes cuatro personas: el príncipe imperial de Prusia, que más tarde sería el emperador Federico III, el doctor Henzen, uno de mis colegas y, finalmente, yo. 92

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Este era el relato emocionado del arqueólogo romano Rodolfo Lanciani (The Destruction of Ancient Rome, Nueva York, 1899) al rescatar de un olvido de 1.500 años las estatuas y bustos de las «Grandes Vestales» (virgines Vestales maximae); después de quince siglos de forzado cautiverio, los rostros marmóreos de Numisia Maximilla, Campia Severina, Flavia Publicia, Coelia Concordia... volvieron a ver la luz del cielo de Roma. La emoción de Lanciani no obedecía sólo a un sentimiento más o menos romántico, sino también a su consciencia de que con la recuperación de los vestigios materiales de las sacerdotisas de Vesta los historiadores dispondrían de nuevas evidencias documentales con que abordar el estudio del único sacerdocio femenino —en sentido estricto— de la Roma antigua, y que bien por este carácter singular, bien por su prestigio y privilegios en la sociedad romana, había atraído la curiosidad de los antiguos y de los eruditos de épocas más recientes. Estudiosos griegos de las «antigüedades romanas» como Dionisio de Halicarnaso (que vivió en Roma en tiempos del emperador Augusto) o Plutarco (que visitó la capital imperial hacia el último tercio del siglo I d.e.) dejaron constancia escrita de su profunda impresión por la naturaleza del sacerdocio. Ya en época Moderna merece la pena recordar, por ser el primero del que se tiene constancia, el tratadito titulado De la orden y origen de las Virgines Vestales (1562) que preparara el humanista toledano Alvar Gómez de Castro para su benefactora doña María de Mendoza (y que sólo circuló de forma manuscrita). Pero sin duda la obra de más autoridad e influencia sobre las sacerdotisas hasta el siglo XIX fue De Vesta et Vestalibus syntagma («Tratado sobre Vesta y las Vestales»), del gran erudito flamenco Iustus Lip93

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sius, impresa en Amberes en 1603 (y reimpresa en 1637 y 1696); se trata de la obra de uno de los más brillantes intelectuales de su época, fundada no sólo en un detallado estudio de las fuentes literarias, sino también de la información aportada por monedas e inscripciones. Los primeros trabajos elaborados con criterios científicos plenamente modernos aparecen en el siglo XIX (consecuencia del gran movimiento de renovación intelectual promovido desde las universidades prusianas, que desplazó el saber anticuario y transformó radicalmente los estudios históricos), y de ellos son herederos, al menos en cierta medida, una parte importante de los del siglo XX. La producción decimonónica se preocupó especialmente de los aspectos de orden institucional y jurídico del sacerdocio, así como de la publicación de los materiales arqueológicos e inscripciones; a la par se proyectaban obras de síntesis que resumían las aportaciones de toda esa investigación. Los historiadores del siglo XX han insistido en el tratamiento de cuestiones sociales (con la ayuda de nuevos métodos de análisis documental como la prosopografía) y cultuales (obligaciones rituales del sacerdocio), aplicando en beneficio de sus indagaciones —con diversa fortuna— planteamientos metodológicos de otras disciplinas científicas (como la antropología o la sociología). El sacerdocio de las Vestales presentaba características tan extraordinariamente singulares que hacían del él un caso único en el marco general de la organización sacerdotal de la ciudad. Los criterios de reclutamiento y procedimientos de acceso al sacerdocio, la instrucción ritual, la dedicación exclusiva y cotidiana al culto de una única divinidad, sus obligaciones rituales, la rigurosa castidad que debían observar y la pena impuesta en caso de no cumplir94

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la o los privilegios legales y sociales que disfrutaban no conocieron paralelo alguno en el resto de los sacerdocios romanos (salvo, en cierta medida, en el flamen Dialis). Las Vestales aparecen ya en las más antiguas tradiciones literarias vinculadas a los orígenes de Roma, pues los romanos hicieron de una de ellas (Rhea Silvia) la madre de los míticos gemelos reales Rómulo y Remo (Livio, Historia de Roma desde su fundación I, 3-4) y consideraban que fue Numa Pompilio (arquetipo del rey piadoso y preocupado por regular el ejercicio de las prácticas religiosas) el que organizó institucionalmente el sacerdocio (Plutarco, Vida de Numa, 9-10). La arqueología, por su parte, confirma la gran antigüedad del templo de Vesta (aedes Vestae), que se remonta al menos al último tercio del siglo VII a.e., coincidiendo con la aparición de las primeras estructuras urbanas de la ciudad (foro, Regia). De los orígenes del sacerdocio, aparte de la constatación de su antigüedad, apenas existen noticias de valor histórico indiscutible. Se debate todavía acerca de la naturaleza de la relación de las sacerdotisas con la realeza arcaica y el papel del sacerdocio en el ordenamiento institucional de la época; tampoco se conoce con certeza el número original de las Vestales, ni bajo qué monarca (¿Tarquinio Prisco?, ¿Servio Tulio?) el colegio se amplió hasta llegar a los seis miembros históricos. El tránsito de la monarquía a la República (hacia fines del siglo VI a.e.) supuso, en cualquier caso, una reorganización importante del sacerdocio, que desde ese momento quedó integrado en el colegio pontifical y las Vestales pasaron a depender directamente de la autoridad del pontífice máximo (pontifex maximus). Esta situación permaneció inalterada durante los mil años de historia subsiguiente del sacerdocio. 95

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En esos primeros tiempos de la República el acceso al sacerdocio debió estar limitado a las hijas de familias patricias, pues tales gentes coparon en exclusiva todos los sacerdocios públicos y las magistraturas del Estado hasta mediados del siglo IV. Es probable que este criterio se mantuviera al menos hasta el 300 a.e., pues no fue hasta ese año cuando en virtud de una ley Ogulnia el colegio pontifical (y augural) se abría a las familias plebeyas más destacadas. A partir de entonces, la nueva nobilitas patricio-plebeya surgida de los conflictos sociales de la segunda mitad del siglo IV se arrogaría en exclusiva el derecho de aportar candidatas al sacerdocio de Vesta cuando se producía alguna baja. Así, cuando quedaba uno o más puestos vacantes en el colegio (bien por defunción, condena o abandono voluntario después de los 30 años de servicio de sus titulares) y siguiendo el procedimiento establecido por una lex Papia (de fecha desconocida; Gelio, Noches Áticas I, 12, 10-14), el pontífice máximo confeccionaba una lista de veinte jovencitas pertenecientes a esa nobilitas, sin defectos físicos, que tuviesen una edad comprendida entre los 6 y los 10 años y cuyos padres (ambos) estuvieran vivos (patrima et matrima); a continuación se procedía a seleccionar a una (o varias) de las candidatas por sorteo y a la vista del pueblo convocado para tal efecto (sortitio in contione). Cuando una familia noble ofrecía espontáneamente a su hija para el sacerdocio, el Senado solía conceder la dispensa en la aplicación de la ley. Tanto en un caso como en otro, la jovencita sólo adquiría sacral y jurídicamente la condición de Vestal a través de la ceremonia de la captio, oficiada por el pontífice máximo. La captio, con un paralelismo muy próximo en la captio de los flámines mayores (de Júpiter, Marte y Quirino) o el 96

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rex sacrorum, era el ritual determinante que transformaba a una joven en una sacerdos Vestalis, adquiriendo en virtud de su eficacia los privilegios, derechos y obligaciones cultuales inherentes al sacerdocio. La solemne fórmula de la ceremonia que pronunciaba el pontifex maximus en tal ocasión la recuerda Gelio (Noches Áticas I, 12, 14): «En tanto que elegida según la más sagrada de las leyes, es a ti a quien tomo (capio), Amada (amata), como sacerdotisa Vestal, para que se cumplan los ritos que el derecho prescribe que oficie una sacerdotisa Vestal para el pueblo romano de los Quirites». Una posible «versión iconográfica» de este rito es la que tal vez representa una de las escenas esculpidas en el altar dedicado a la Providentia trajanea, en la que el emperador, en calidad de pontífice máximo, está tendiendo la mano a una jovencita aparentemente ataviada como una Vestal. Entre los efectos de la ceremonia se encuentra el de la adquisición de una nueva condición jurídica. Desde ese mismo momento, la recién creada Vestal quedaba liberada de la patria potestas, es decir, de todo vínculo familiar, pero sin disminución de su personalidad jurídica (sine capitis deminutione; Gelio, Noches Áticas I, 12, 9), exactamente igual que el flamen Dialis. Paralelamente se le reconocía la exención de la tutela, de tal manera que adquiría plena capacidad legal para disponer libremente de sus bienes, sin necesidad de tutor. Sin embargo, no era del todo independiente, pues se sometía a la jurisdicción del pontífice máximo (Plutarco, Vida de Numa 9, 9), quien tenía el derecho de juzgar todas las actividades rituales que debía ejecutar la sacerdotisa, disponiendo de autoridad disciplinaria para sancionar las faltas cometidas en el cumplimiento de sus obligaciones. 97

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La nueva Vestal disfrutaba igualmente de una serie de honores inherentes al sacerdocio en el que entraba, testimonios de la especial consideración con que la estimaba la sociedad romana: ser precedida por un lictor cuando recorría la ciudad (como los magistrados; Plutarco, Vida de Numa 10, 5-6), derecho a ser llevada en carro (plostra), derecho a liberar al prisionero que encontrara a su paso, asiento reservado permanentemente en el teatro, sepultura en el interior del pomerium (límite ritual de Roma), eximida de la obligación de prestar juramento ante el pretor (una vez más, como el flamen Dialis; Gelio, Noches Áticas X, 15, 31). En correlación simbólica con los honores se encontraba el particular ornatus, especialmente de la cabeza, que distinguía a la Vestal. Tras sacrificar sus cabellos al entrar en el sacerdocio, la joven cubría parcialmente su cabeza con unas cintas entrelazadas que caían sobre su cuello a modo de trenzas que se denominaban seni crines y que, a su vez, quedaban cubiertas bajo una infula o banda de color blanco. Específicamente en las ocasiones en que celebraban sus ritos las Vestales portaban un velo de forma cuadrangular llamado suffibulum. La captio pontifical implicaba también un cambio de domicilio, pues la joven Vestal ingresaba en el atrium Vestae o casa de las Vestales, donde tendría que permanecer al menos durante los 30 años que la ley prescribía como ejercicio obligatorio del sacerdocio. Allí conviviría con el resto de las Vestales y se sometería a la disciplina ritual ordinaria del colegio bajo la supervisión inmediata de la virgo Vestalis maxima, la Vestal de más edad que ejercía una suerte de presidencia en la institución. Como se ha señalado ya, las excavaciones llevadas a cabo en el atrium desde el último 98

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tercio del siglo XIX han puesto al descubierto precisamente las estatuas de algunas de las virgines Vestales maximae de época imperial. Plutarco comenta (Vida de Numa 10, 2-3) que «durante la primera década [en el sacerdocio], aprenden [las Vestales] los ritos que hay que celebrar; en la intermedia, ofician lo que han aprendido, y en la tercera, enseñan ellas mismas a otras». La existencia de una gradación en el sacerdocio y, especialmente, de un período formativo dentro de él, al que alude el autor griego, es un caso único entre los sacerdotes romanos (que adquirían los conocimientos necesarios para el desarrollo de sus funciones principalmente en el entorno familiar y de sus colegas de sacerdocio), y se explica por la extrema especialización ritual que exigía el culto de Vesta. Las dudas que se han suscitado acerca de la historicidad de esta noticia parecen infundadas, pues la información que ofrecen algunas inscripciones (ILS 4930 / 31) se adecua bien a la plutarquea. Las prácticas cultuales de las Vestales eran ciertamente de tal relevancia y complejidad y requerían tal dedicación que hacían del sacerdocio una actividad «a tiempo completo» (sólo el flamen Dialis estaba, como ellas, siempre en funciones). La proporción más significativa de las actividades estaba, naturalmente, asociada al culto de Vesta; a ella se añadía, además, una serie de obligaciones paralelas vinculadas a un cierto número de ceremonias y festividades públicas. De ese extenso calendario ritual han quedado sólo, desafortunadamente, testimonios fragmentarios, noticias aisladas y dispersas en las fuentes documentales que sólo permiten concebir una idea aproximada del papel de las sacerdotisas en la vida cívico-religiosa de Roma. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que los romanos 99

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consideraban imprescindible el concurso de las Vestales para el buen funcionamiento de la vida pública de la ciudad, lo que nos da la medida de la importancia concedida a las funciones que desempeñaban. Las fuentes son unánimes al considerar que la conservación y renovación anual (el primer día de marzo) del fuego de la aedes Vestae era una de las obligaciones fundamentales de las Vestales. El fuego del hogar público, que representaba la estabilidad misma del Estado, debía mantenerse siempre vigoroso; su extinción, en consecuencia, era considerada un prodigium o signo funesto para la ciudad. La negligencia en el cumplimiento de esta delicada tarea se castigaba con una pena equivalente a la gravedad de la falta y también singular en el derecho penal romano, el azote con varas. Livio (Historia de Roma desde su fundación XXVIII, 11, 6) recoge una precisa noticia de esta naturaleza acaecida en el curso de la Segunda Guerra Púnica (año 207 a.e.): «Más que todos los prodigios anunciados fuera o vistos en casa, atemorizó los espíritus de las gentes la extinción del fuego en el templo (aedes) de Vesta, y por mandato del pontífice Publio Licinio se azotó hasta la muerte a la Vestal que estaba a cargo de la custodia del templo por la noche». La elaboración ritual de ciertas ofrendas vegetales formaba parte de las actividades oficiales de algunos sacerdocios públicos, aunque ninguna práctica de esta naturaleza era considerada tan esencial como la producción de la mola salsa (o mola casta), al cuidado exclusivo de las vírgenes Vestales. Entre las nonas y los idus de cada mes de mayo las tres Vestales de mayor edad recogían, tostaban, trituraban y molían el farro, cereal base de la mola salsa. La preparación definitiva del producto (que requería mezclarlo 100

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con sal) se efectuaba y entregaba en los tres días prescritos para ello: los Lupercalia (15 de febrero), los Vestalia (9 de junio) y los idus (13 de septiembre) (Servio, Églogas VIII, 82). La mola se empleaba en la ceremonia de inmolación (immolatio), que formaba parte de todo ritual oficial de sacrificio y sancionaba la consagración de la ofrenda (Plinio, Historia Natural XVIII, 7). La presencia de las Vestales se consideraba necesaria en una serie de ceremonias públicas, si bien no siempre se conoce cuál era la función precisa que cumplían en ellas. Entre las que recuerda la tradición se encuentran las siguientes: los Fordicidia, el 15 de abril (la virgo Vestalis maxima participaba en el sacrificio de una vaca preñada, para promover la fertilidad de los campos y el ganado); los Parilia, el 21 de abril (las Vestales entregaban el suffimen, mezcla de la ceniza recogida en los Fordicidia, tallos de haba y sangre de un caballo, que se empleaba en los ritos de purificación); los Argei, el 14 de mayo (las Vestales estaban presentes junto a la flaminica y los pontífices —véase más arriba—); los Vestalia, celebrados entre el 7 y el 15 de junio (festividad principal de Vesta, actividades diversas mal conocidas y de interpretación controvertida); los Opiconsivia, el 25 de agosto (las Vestales sacrificaban en la Regia junto al pontifex maximus en honor de Ops, divinidad de la abundancia por excelencia); festividad de Bona Dea, primeros días de diciembre (Vestales y matronas celebraban un sacrificio nocturno en honor de la diosa por la salud del pueblo romano). La relación de las actividades públicas en las que participaban las Vestales fue sin duda más extensa que la que se ha conservado en la tradición literaria (y de la que aquí se ha ofrecido una selección representativa), pues abundan 101

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los indicios en este sentido. Basta recordar su presencia en uno de los relieves del altar interior de la conocida ara Pacis Augustae (13-9 a.e.) o la misteriosa (por única y aislada) noticia de Servio (Eneida X, 228) que dice que cierto día las Vestales se dirigían al rex sacrorum y pronunciaban las siguientes palabras: «Vigilasne rex? Vigila». La eficacia ritual de cualquiera de los actos en que estaban implicadas las Vestales dependía estrechamente del cumplimiento estricto de las normas de castidad y pureza que exigía el sacerdocio, de tal manera que las sacerdotisas debían permanecer vírgenes durante el período en que ejercieran como tales (al menos 30 años). La violación de estos preceptos implicaba automáticamente una «contaminación» de la sacerdotisa y, en consecuencia, de sus acciones, de tal manera que se consideraba un delito de extrema gravedad. Los detalles acerca del proceso penal seguido por los pontífices contra las Vestales culpables de incestum (tal era la expresión jurídica que definía la falta cometida por perder la virginidad), que sólo puedo resumir aquí, son relativamente bien conocidos gracias a los relatos históricos conservados de algunos importantes juicios, como los de los años 216 a.e o 114-113 a.e. (de éste último existe incluso evidencia numismática). La sacerdotisa acusada de incestum era juzgada por el colegio pontifical y, si se era declaraba culpable, se le imponía la pena que el derecho contemplaba para tal delito: ser enterrada viva en una cámara subterránea en una zona de la ciudad conocida como campus Sceleratus, cerca de la puerta Colina. El castigo reservado al «cómplice» de la Vestal era ser azotado públicamente en el Comicio hasta la muerte (Livio, Historia de Roma desde su fundación XXII, 57, 1-4). 102

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Plutarco (Vida de Numa 10, 8-13) narró con sentida emoción la fúnebre ceremonia: En cambio, la que mancilla su virginidad es enterrada viva, junto a la puerta que se llama Colina… Allí se prepara una habitación subterránea de escasas dimensiones, con una bajada desde arriba. Dentro de ella se encuentra una cama vestida, una antorcha ardiendo, y unos pocos alimentos de los que son indispensables para la vida, a saber: pan, agua en un cántaro, leche y aceite; como si tuvieran por sacrílego que muera de hambre una persona consagrada a los más importantes ministerios. Tras introducir en una litera a la condenada, cubriéndola desde fuera y cerrándola totalmente con correas, de modo que no se pueda oír ninguna voz, la transportan a través de la plaza. Todos se apartan en silencio y la acompañan calladamente, llenos de impresionante tristeza. No existe otro espectáculo más sobrecogedor, ni la ciudad vive ningún día más triste que aquél. Cuando llega la litera hasta el lugar, los asistentes desatan las correas y el sacerdote oficiante, después de hacer ciertas inefables imprecaciones, la coloca sobre una escalera que conduce hacia la morada de abajo. Entonces, se retira él junto con los demás sacerdotes. Y, una vez que aquélla ha descendido, se destruye la escalera y se cubre la habitación echándole por encima bastante tierra, hasta que queda el lugar a ras con el resto del montículo. Así son castigadas las que pierden la sagrada virginidad.

Todo este proceso se revela tan extraordinario y singular en el marco del derecho penal romano que aún se debate sobre el preciso significado de los aspectos jurídicos y 103

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rituales presentes en él. La persecución criminal de una ofensa contra una divinidad, la competencia del colegio pontifical (y en especial del pontífice máximo) para erigirse como tribunal e imponer una pena de muerte, la naturaleza misma de la pena o la percepción por parte de los romanos de ciertos procesos como casos de prodigios (prodigia), son algunas de las principales cuestiones que se tienen en cuenta en esta discusión. La institución de las Vestales nació con la ciudad misma de Roma y mantuvo su sacralidad y prestigio prístinos entre los romanos mientras los cultos tradicionales formaron parte de la política del Estado. Cuando los emperadores abrazaron el cristianismo y lo convirtieron en la religión oficial, fue suprimida por ley la financiación pública que recibían los colegios sacerdotales, saqueados los bienes de los templos y perseguidas las viejas prácticas religiosas. Así describió el gran historiador Auguste Bouché-Leclercq (Les pontifes de l’ancienne Rome, París, 1871, pp. 420-421) el ambiente en que desapareció el venerable sacerdocio: Los primeros golpes que le [Graciano] asestó [al culto nacional] fueron decisivos. Los bienes del clero pagano fueron confiscados por el Tesoro. Esta medida estaba sobre todo dirigida contra las Vestales cuyos votos sustraían al cristianismo el monopolio exclusivo de la virginidad, y debilitaba a los polemistas cristianos su argumento favorito. Los paganos habían comprendido que el Tesoro de Vesta se había convertido en la fuerza del paganismo y que las seis vírgenes valían mejor para defenderlo que las obras de Varrón. Así pues velaban solícitos por esta institución venerable: para asegurar mejor su permanencia, 104

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muchos de ellos dejaban legados considerables a las Vestales, que las dispensaban de añadir a sus votos también el de pobreza. Son estas riquezas las que expolia Graciano, pese a las súplicas de los paganos… Los tiempos en que las Vestales podían erigir estatuas a sus rectoras espirituales habían pasado… Cuando Teodosio cierra los templos de la Ciudad Eterna (388), no quedaba de las antiguas instituciones religiosas más que restos; el fuego de Vesta se había extinguido con las últimas de las Vestales.

Bibliografía básica Boëls-Janssen, N.: La vie religieuse des matrones dans la Rome archaïque, París y Roma, 1993. Del Basso, E.: «Virgines Vestales», en Atti dell’Accademia di Scienze Morali e Politiche, nº 85, 1974, pp. 161-249. Delgado Delgado, J. A.: Sacerdocios y sacerdotes de la Antigüedad Clásica, Ediciones del Orto, Madrid, 2000. Delgado Delgado, J. A.: «La instauración de la República y la reorganización de los sacerdocios romanos», en Martínez Pinna, J. (ed.), Initia rerum. Sobre el concepto del origen en el mundo antiguo, Málaga, 2006, pp. 187-208. Guizzi, F.: Aspetti giuridici del sacerdozio romano. Il sacerdozio di Vesta, Nápoles, 1968. Marco Simón, F.: Flamen Dialis. El sacerdote de Júpiter en la religión romana, Ediciones Clásicas, Madrid, 1996. Scheid, J.: Extranjeras indispensables. Las funciones religiosas de las mujeres en Roma, Historia de las mujeres. I. La Antigüedad, ed. P. Schmitt Pantel y R. Pastor, Taurus, Madrid, 1991, pp. 420-461. Wissowa, G.: Religion und Kultus der Römer, Múnich, 1912². 105

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