Fundamentos naturalistas en la obra de Émile Zola

June 14, 2017 | Autor: G. Aguirre-Martínez | Categoria: Naturalism, Émile Zola
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FUNDAMENTOS NATURALISTAS EN LA OBRA DE ÉMILE ZOLA Guillermo Aguirre Martínez Universidad Complutense de Madrid

Poco antes de cumplir treinta años, Émile Zola comenzó a contemplar la posibilidad de elaborar un inmenso cuadro que diese cabida a todas las clases sociales que conformaban la Francia del Segundo Imperio, época ya en declive a la espera sólo del desenlace de Sedan, en el que las tropas de Luis Napoleón Bonaparte fueron derrotadas por el ejército prusiano. Con este propósito, el autor tomaba el relevo de Balzac, quien con su inconclusa Comedia humana había tratado de representar la sociedad de finales del XIX y principios del XX en un ingente ciclo en principio comprendido por ciento veinte volúmenes de los que finalmente noventa llegaron a tomar cuerpo.

La aspiración de Zola consistía en aplicar el método postulado en materia médica por Claude Bernard, al ámbito de las letras. En las páginas de su Introducción al estudio de la medicina experimental, Bernard señala que la idea tiene que partir de una realidad dada. Esta afirmación obedece a un espíritu común en la época tendente a buscar soluciones a los conflictos humanos no ya en quimeras de dudoso alcance sino a través de las leyes deducidas por nuestra observación directa. Inevitablemente, el papel concedido a la voluntad humana como elemento directriz y determinante de nuestras acciones, había ido perdiendo peso desde su redescubrimiento en el Renacimiento a medida que los valores del espíritu cedían a una realidad ajena a cualquier tipo de deseo propiamente humano. Así, del mismo modo en que una primera toma de conciencia del ser en occidente dio paso a un uso desmedido de sus posibilidades originando un vértigo que finalmente hubo de refugiarse en el seno de la religión cristiana, este nuevo y hasta la fecha último descubrimiento del ser fue nuevamente víctima de su propia arrogancia ocasionando una ruptura con la naturaleza sin mantener ya la posibilidad de encontrar refugio en el abrazo de una creencia trascendental.

Esta situación de extravío y sumisión del individuo a los designios del azar, encontró una contrarréplica observable en todo tipo de ámbitos y actividades cuyo propósito consistía fundamentalmente en reintegrar al ser humano en una naturaleza 1

protectora y maternal. Así, frente a una corriente artística puramente idealista o metafísica acontecida ya a finales del XIX, observamos otra de carácter opuesto cuyas prerrogativas más cercanas las encontramos en las teorías positivistas surgidas de forma paralela. Frente a la reclusión del artista en su torre de marfil, viviendo exclusivamente de sus propias utopías y manteniéndose en todo momento lejano a una realidad sin la que le resultaría imposible hallar un material del cuál alimentarse, hallamos al artista en contacto con una experiencia no sublimada, valiéndose del lenguaje y los usos de cualquier estrato social, dotando así a la obra de unas posibilidades y una riqueza fuera del alcance de quienes defendían un esteticismo aislado y estéril.

En torno a 1865, el círculo de Zola contaba entre otros con la presencia de Pissarro, Cézanne o Manet, todos ellos representantes de la corriente impresionista y defensores de un arte vinculado a la naturaleza cuyo modo elemental de representación obedeciese no tanto a unas convenciones clásicas estereotipadas como a la observación directa de la realidad y la impresión que ésta causa sobre los sentidos. El mismo Zola obedecía a un proceder similar, estudiando de forma viva, a plena luz del día, el comportamiento de las personas y tomando notas de un natural enriquecedor de cara a la realización de sus novelas. La obra, por tanto, debía convertirse en un campo de pruebas donde quedase reflejada la vida misma, con su belleza y su fealdad, con sus diversidades y con todos aquellos elementos válidos de cara a dotarla de una veracidad a través de la cuál se pudiesen llegar a estudiar todo tipo de fenómenos naturales.

Con la realización del Rougon-Macquart, Zola pretendió estudiar en profundidad el temperamento humano a través de las leyes de la herencia. El método experimental, del mismo modo que resultaba válido de cara a la resolución de cuestiones físicas, debía ser capaz de explicar las leyes que rigen el carácter humano. El objeto de su tarea no consistía en el simple estudio psicológico de sus personajes, tal y como lo había realizado poco tiempo atrás Stendhal, sino en la observación de las respuestas del temperamento en un entorno determinado, así como la descripción del modo en que el carácter iba variando y adecuándose a la realidad a través de las diferentes ramas de una familia. Esta ingente tarea, que le habría de tener ocupado durante algo más de dos décadas, no obedecía a una preocupación específicamente personal, sino que se enmarcaba dentro de una tendencia común experimentada por multitud de artistas de la época cuya obsesión radicaba en encontrar una expresión 2

renovada frente a lo mostrado una y otra vez a lo largo de un siglo extenuante y desbordado por el implacable avance de la técnica. El mismo bastión de las letras francesas, Victor Hugo, había decidido emprender su búsqueda lejos de los teatros y salones con el fin de preservar la exhuberancia poética que en todo momento le caracterizó. No nos extraña, por tanto, verle adueñarse de la jerga empleada por los delincuentes comunes o hacer un panegírico acerca de las benéficas propiedades del empleo de excrementos humanos con fines agrónomos. Otro de los gigantes de la época, Tolstoi, buscó infatigablemente tanto para su creación artística como para su bienestar personal el contacto con el mújik, considerando que en él residía toda el vigor del pueblo ruso y brotaba más impetuosamente su savia. En el caso de Zola podemos observar tanto al novelista que trabaja con el escrúpulo y la minuciosidad del científico, como al poeta arrebatado que lucha tenazmente contra su propio estro con el fin de salvaguardar el resultado de una tarea que no requiere tanto de raptos de inspiración como de perseverancia y voluntad. Aun con estas premisas, resulta sorprendente la asociación usual del estilo del escritor francés a un naturalismo puramente descriptivo y escasamente poético. Como tantos otros artistas de la época, Zola hubo de poner más empeño en incidir en aquello que resultaba menos arraigado al precedente movimiento romántico, la constancia y el esfuerzo, que en la fogosidad y el valor del instante, aclamado como signo de genialidad por quienes, ante la imposibilidad de dotar a la obra de orden y plenitud, otorgaban a la parte fragmentada el valor total del conjunto.

En todas estas reacciones encontramos una similitud con las teorías evolutivas que por entonces comenzaban a adueñarse de las especulaciones científicas. Tratando de encontrar un mojón desde el que situar nuestro punto de partida, observamos en la Revolución francesa, la ascensión de Napoleón y su posterior derrota, todo ello transcurrido en un margen temporal relativamente escaso, el desencadenante más cercano de cuanto habría de originar la corriente positivista propia del XIX. Derribadas las barreras que aislaban a una aristocracia en progresiva decadencia y un pueblo falto de recursos pero rebosante de ansias por abandonar su delicada situación, no tardaron en hacer aparición las primeras teorías acerca de la repartición de bienes, dando paso al pensamiento socialista llegado de la mano de nombres como Comte o Saint Simon. El mismo Tolstoi, tiempo después, propugnó un régimen comunal conocido con el nombre de Tolstoísmo basado en el trabajo de la tierra y en la estrecha relación entre todos sus componentes. No está de más señalar que no fue hasta 1861 cuando la servidumbre fue 3

abolida en tierras rusas, considerándose hasta ese momento al mújik más como un animal de trabajo que como una persona.

La democratización o masificación del arte encontró en este periodo un primer estrato de cuanto ha ido acrecentándose hasta nuestros días, observando constantemente individuos altamente ofendidos por esta invasión del templo por parte de clases en principio ajenas a cualquier purismo estético. El mismo Chateaubriand, defensor en su momento de los derechos de los indios americanos y partícipe en el proceso de independencia de los Estados Unidos, acabó sus días encerrado entre los muros de su castillo al tiempo que daba por concluidas sus famosas memorias, testamento último de todo un periodo histórico. La ingente amalgama de expresiones y nuevas costumbres desembocaría en una confusión exasperante que acabó por sumir al lenguaje en un relativismo del que un siglo después apenas ha logrado salir. Por su parte, la corriente adversa, dominada por un esteticismo feroz, no pudo sino ser testigo de la decadencia de una lengua estéril, improductiva, falta de la fuerza y la capacidad renovadora que sólo posee el habla común.

El caso de Zola resulta desde luego particular. A través de sus páginas observamos desplegarse una radiante pradera salpicada aquí y allá por las más variadas flores, tiñendo constantemente el horizonte con colores más propios de la paleta de un pintor que de un novelista decimonónico. Junto a una corrección formal y un lenguaje dotado de una delicadeza extrema, encontramos unas búsquedas y un pensamiento de fondo hondamente arraigado a las preocupaciones sociales y artísticas propias de su tiempo. De entre la veintena de novelas que componen el ciclo de los Rougon-Macquart, resulta especialmente interesante la titulada La obra, sin lugar a dudas la más autobiográfica de todas ellas a la vez que altamente atractiva de cara a estudiar el influjo de las teorías darwinistas en el novelista francés. Aquí, el tema a tratar es el del artista a la búsqueda del absoluto, quimera imposible perseguida una y otra vez por un sinnúmero de individuos que acaban poniendo su persona al servicio de una obra deponiendo de este modo su vida en el altar de un falso dios. Cualquier tipo de concesión hacia lo efímero, lo no evolutivo, lo denominado por el propio Zola como romántico, queda denigrado bajo la acusación de vacuidad e impotencia. Ésta es una de las características más notables y repetitivas de todo el Rougon-Macquart, a través de la cuál Zola va a reivindicar su proceder creativo. Para la exposición de estas ideas, Zola 4

contrapone el personaje de Claude, obsesivo, impaciente e irregular en cada una de sus realizaciones, al personaje de Sandoz, alter ego del propio Zola, trabajador, no carente de rasgos de genialidad pero sometiendo a esta última a una férrea disciplina con el objeto de tornarla productiva y eficaz.

Una revisión de algunos de los antepasados de Claude, protagonistas todos ellos de varias de las diferentes novelas del ciclo, nos ayudará a comprender la respuesta de su temperamento ante las condiciones seleccionadas por Zola para su estudio y descripción.

El primer personaje del que tenemos noticia perteneciente a su rama familiar es Adélaïde Fouque, protagonista de La fortuna de los Rougon, primera de las novelas del ciclo. Su personalidad, neurótica, se ve sacudida una y otra vez por ataques de ansiedad. Entre sus hábitos destaca el alcoholismo, gusto heredado por su hijo Antoine. Éste, manifiesta a su vez una pereza incompatible con unos apetitos sin medida y un ansia exacerbada de placeres y riqueza. Zola le describe por primera vez señalando que en él se han fundido los peores vicios del padre y de la madre, con preponderancia del primero, entre los que destaca la afición a la bebida, al vagabundeo y unos arrebatos más propios de bestia que de ser humano. No obstante, lo que en el padre se manifestaba sin debilidad alguna, con una fortaleza de ánimo poco dada a esconderse bajo ardides o embustes, llega hasta Antoine corroído por una inquietante debilidad nerviosa, tornándole voluble e histérico. De este modo llegamos hasta la madre de Claude, concebida durante una borrachera. Abandonada por su primer marido, cae en la pobreza y el alcoholismo dejando a sus hijos al amparo de cuanto pudiesen ofrecerles los arrabales parisinos. La primera aparición de Claude la tenemos en El vientre de París, tercera novela de la saga. Ya en este primer acercamiento lo observamos con la cabeza colmada por unos delirantes sueños de absoluto que más adelante se apoderarán por entero de su personalidad. Se trata, claro está, del prototipo de artista moderno seducido no ya por la vida sino por la recreación que de ella misma es capaz de realizar. Las primeras pinceladas con que se nos traza el retrato de Claude nos muestran a un trabajador infatigable cuyo proceder artístico, pese a tomar la naturaleza como referencia, se encontrará progresivamente más y más subyugado a cuanto el ideal dibuja en su imaginación. Su personalidad desvela un artista con cualidades excepcionales para la pintura pero sin ninguna aptitud para hacerse cargo de las mismas, de tal manera que 5

es incapaz de ejercer su profesión sin sentirse derrotado y humillado de antemano por su propio genio. Observamos en esta acusación hacia el artista moderno una convergencia de creencias similares a las mantenidas por creadores de la envergadura de Tolstoi, Whitman o Ruskin, todos ellos poseedores de una capacidad creativa descomunal pero así mismo de una personalidad lo suficientemente sobria como para dominar el componente enfermizo vinculado a la tarea creativa. En todos ellos se reivindica el desarrollo del individuo como un todo así como se reprocha la tendencia a la hipertrofia de una facultad determinada en detrimento del conjunto.

A través del Rougon-Macquart podemos observar un sinnúmero de hábitos, enfermedades o cualidades particulares que permanecen enterradas años o incluso generaciones enteras, para de forma insospechada reaparecer de nuevo en diferentes entornos que, llegado el caso, pueden resultar propicios para el desarrollo de nuevas facultades y suponer una ventaja para sus poseedores. Se trata de una lucha por la vida que no parece cesar en ningún momento y sólo finalizará cuando la voluptuosidad se devore a sí misma. Cuanto Zola nos muestra es un esperpéntico cuadro realizado a base de monstruos que no saben sino alimentar sus sueños en una sola dirección; individuos bajo una apariencia de bienestar y orgullo en cuyo interior se ocultan terribles taras o vicios dueños de cada una de sus decisiones; comportamientos que se esconden y aparecen no ya en la vida de un mismo personaje, sino a lo largo de una serie de generaciones cuyos componentes van a arrastrar, en mayor o menor medida, unos rasgos dominantes constantes como una extrema debilidad nerviosa y una incontinencia ante todo tipo de placeres y estímulos sensibles.

De entre los pocos personajes que alcanzan el desarrollo pleno de sus facultades, tan sólo Pascal, de la rama de los Rougon, parece mostrar una sensibilidad ajena a intereses puramente personales. Individuo aislado y poseedor de una gran empatía, no resultará sino una excepción dentro del gran engranaje de la naturaleza, sustituyendo la voluntad de vida por un conjunto de valores extraños a la misma más cercanos a comportamientos propugnados por Schopenhauer que a los de una sangre, los Rougon, que todo lo devora incluso la vida de sus vástagos. Esta anteposición de lo general sobre lo particular no contradice en modo alguno el pensamiento de Darwin, quien considera que existen capacidades mentales adquiridas principal y aun exclusivamente para el beneficio de la comunidad sin que por ello actúen siempre en detrimento de los 6

poseedores de las mismas, pues de ella podrán llegar a extraer ventajas indirectas. Por otra parte, al aislamiento de Pascal, altamente productivo, se le puede contraponer el de Claude, de consecuencias absolutamente nefastas. Pese a que Darwin creía que el aislamiento daba un tiempo necesario para que cualquier nueva variedad mejorase lentamente, Claude confunde el camino a tomar y trata de perseverar dentro de un mundo ajeno a su realidad. La lucha por la vida queda en él abocada al fracaso desde el primer momento, al enfocar sus energías hacia este mundo paralelo y ficticio; la necesidad de lograr una perfección, de alcanzar un difuso ideal, socavará gradualmente su talento al tratar de aplicarlo sobre un mundo ajeno a su ser, subjetividad que habrá de llevarle a la exclusión social. Reacio a pactar con el medio artístico en boga, sufre el rechazo de sus contemporáneos, incapaces de ver en su pintura algo más que un deseo de provocar. El hecho de que la lucha entre comunes resulte siempre más acre, acaba desarraigando a Claude de un mundo artístico unido en el propósito de defender unas doctrinas estéticas ajenas al devenir de los tiempos. Improductivas y desafiantes al gusto común, sus obras se verán eclipsadas por el peso de una cantidad de trabajos de menor calidad en cuyo seno encuentra refugio el mediocre talento de los rivales del protagonista. Sencillamente, aunque Zola alaba la obra de Claude, no deja de admitir que resulta un monstruo a enterrar por parte de quienes encuentran en su pintura un arma contra los gustos de la época.

De nuevo nos hallamos ante otro tópico tangente a la situación del creador moderno: Toda variación súbita se ve condenada a perecer. La naturaleza obvia lo genial si éste permanece aislado y se muestra incapaz de integrarse en su conjunto, en especial si esta misma genialidad se entrega a algo que trata de escapar a la propia naturaleza, como es el caso de gran parte del arte postromántico. Aquello que no devenga en sus fines reproductivos, en su ansia de ser, queda rechazado inmediatamente. Nos situamos ante la eterna contradicción entre arte y vida. Claude opta indudablemente por la primera en su afán por alcanzar un estado presumiblemente verdadero. Su lucha tiene lugar dentro del lienzo, no fuera de él. Lejos de vivir para la vida, pretende atraparla tratando de llegar a un estatismo falso. Claude, representación del artista moderno, se muestra incapaz de observar la realidad con un mínimo de distancia, alcanzando tan sólo a reflejarla en sus lienzos mediante unas fugaces pinceladas inexactas e imprecisas como su propio sistema nervioso.

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Aludimos en su momento al papel que Zola otorga a Sandoz como prototipo de creador perfectamente capacitado para hacer frente a la vida real. Lo que resalta más en su proceder atañe a su afinidad hacia lo evolutivo, al proceso como modo de fortificación e integración social, así como a su gusto por retroalimentar vida artística y vida real dando, en caso de duda, preeminencia a esta última sobre la primera de ellas. La opción no se presentaba tan clara, pues difícilmente un amante del absoluto se negaría a aceptar un sistema completamente abierto, sin meta alguna, sin perfección definida, tan sólo un devenir subordinado a continuas adaptaciones al medio y al logro de una adecuación plena entre las partes siendo a su vez lo más sincero posible a la propia naturaleza de uno mismo. Esto último resultaba impensable en el caso de Claude. Para Sandoz, en cambio, el sueño idealista, aunque finalmente frustrado, se ve recompensado gracias a su descreencia en un ideal puro. Su tarea se resume en un constante y voluntarioso esfuerzo por crear que, no obstante, va a encontrar recompensa en la posibilidad de incluir raptos poéticos que han de quedar engullidos en el conjunto de su tarea. En él todo resulta lucha, tanto en la vida como en la obra. Consciente de que en la naturaleza todo tiende a relajarse y que aquello que se relaja es inmediatamente sustituido por otro elemento de mayor empuje vital, el novelista no cede un instante en su intento por mantener vida y obra en los máximos niveles de intensidad que sus fuerzas le permiten.

La imposibilidad de lograr la perfección, la inexistencia de una situación estática e incorruptible, obliga al artista a fajar constantemente con su doble mundo existencial. Llegado un punto en el que la plena realización estética no existe pues tampoco existe un criterio que lo valore de tal modo, el creador, Claude en este caso, se ha de conformar con realizar rápidos esbozos tomados del natural, breves instantes de belleza demasiado inestables como para soportar la embestida de una realidad caprichosa, así como los reproches de su propio juicio crítico. Nunca el ser humano se ha sentido cómodo a falta de la existencia de unos límites que impidiesen mirar frente a frente a un infinito incognoscible e inconmensurable. La negación de un final, de un sentido, se torna desalentadora especialmente para quien arrastra tras de sí el enorme peso de una cultura aferrada a la necesidad de medida, de armonía, de orígenes y puntos de fuga. La idea de una evolución basada en la selección de los elementos más adaptados a un entorno determinado, resulta difícil de comprender para una cultura que ha decidido anteponer los fines a la experiencia, el resultado a la particular vivencia de una situación 8

concreta que en muchos casos se aprecia de manera fugaz, ajena a la vida, como si de un mero trámite de cara a un fin posterior se tratase.

La supervivencia de los felices y vigorosos, pensamiento clave del darwinismo, implica una adaptación a un medio en ocasiones reñido con nuestra propia naturaleza, es decir, en clara oposición con aquello que provoca la satisfacción del individuo. De nuevo nos situamos ante el conflicto ocasionado como consecuencia de la desvinculación del hombre con su entorno. Sin embargo, la situación, tal y como la plantea el autor, resulta mucho más compleja de lo que una simple toma de postura puede llegar a suponer. En efecto, si lo bueno coincide con aquello que satisface al ser humano y permite su completo desarrollo, debe fortalecer al individuo o, en su caso, a un conjunto social más amplio. Sin embargo, si a su vez las necesidades del individuo se muestran en radical oposición con las de ese conjunto de mayor amplitud, nos encontramos con un estado en el que la adecuada evolución individual conduce al desarraigo social, y la plena integración en la sociedad supone la adecuación a un organismo enfermo, antinatural y, por tanto, con todas las posibilidades de perder en esa lucha por la vida del hombre contra sí mismo y contra la naturaleza. La integración del ser en una naturaleza protectora tal y como planteaban los artistas impresionistas, resulta imposible desde el mismo momento en que los deseos de unos y el ser de la otra se contraponen. De este modo, el hombre encuentra ya sólo refugio en sí mismo, en un mundo artificial en constante pugna con el mundo real. Entre ellos queda aprisionado Claude, doblemente acorralado por este estado común y por otro particular que ante el deber de elegir entre una naturaleza mutable y fugaz, y una humanidad falsa, se sitúa en contra de las dos y por tanto en contra de sí mismo, incapaz de soportar el yugo que el arte puramente idealista impone sobre quienes osan someterse a él.

Las palabras con que Zola definió a su personaje Claude son absolutamente sintomáticas del problema recién aludido: «Con Claude Lantier quiero pintar la lucha del artista contra la naturaleza, el esfuerzo de la creación de la obra de arte, esfuerzo de sangre y de lágrimas para dar su carne, insuflar vida; siempre en batalla con lo verdadero y siempre vencido en su lucha contra el ángel. Claude no será un impotente, sino un creador de ambición excesiva, que quiere meter a la naturaleza entera en una tela y que muere a consecuencia de ello» (Zola: 2007). El mal de la época, a la vista de cuanto nos presenta Zola, consiste en no dejar espacio al propio crecimiento. La feroz 9

megalomanía de Claude se niega a aceptar que no existe un fin, que la vida exige un continuo esfuerzo de adaptación y, aun así, uno no es sino mera transición, y con todo ello se debe luchar por ser, por sentirse uno mismo en plena efervescencia vital de modo que como Goethe se pueda llegar a afirmar «detente instante, eres bello».

En una época de notables transformaciones, remontándonos de nuevo a ese punto de partida que constituye la Revolución francesa, las promesas de comprenderlo todo, de dar respuestas a cualquier pregunta, de alcanzar una situación social hasta entonces impensable, crearon unas expectativas pronto insatisfechas. Pese al empuje ocasionado por un fuerte cambio social, pese al idealismo de un romanticismo cuyo apogeo alcanzó su máximo esplendor décadas atrás, no encontramos sino desilusiones y esperanzas frustradas a lo largo de la extensa cuenta de grandes novelas con que quedó salpicado el siglo diecinueve. El hombre siguió siendo hombre, la naturaleza continuaba su devenir impasible, y el artista quedaba desgarrado en esa pugna que alejaba más y más sus deseos de aunar realidad e ideal. «Es a la ciencia a la que deben mirar los novelistas y los poetas, pues ella es hoy la única fuente posible» (Zola: 2007), señala Sandoz. Este deseo del autor, obedecía en primer lugar a su consideración de que la labor literaria debería ser la misma que la del observador, pensamiento nacido de la necesidad de no tener ninguna idea preconcebida respecto a la naturaleza. Una mirada pura, inocente, emparenta al niño con el artista. Sin embargo, aquello que muestran los personajes del Rougon-Macquart se aleja en gran medida de lo que supone la pura observación. Así como Victor Hugo es la vista, el ojo que todo lo observa y bajo el que toda oscuridad queda desnuda, Zola bien podría resultar el tacto en ese constante detenerse en el peso de la tierra, la carne, o el dinero que corre de mano en mano a través de sus protagonistas. En todos ellos la percepción de la naturaleza da paso inmediatamente al deseo de poseerla, de manipularla y dominarla perdiendo así toda su inocencia y belleza. Tan sólo las líricas descripciones del narrador nos regalan una simple mirada, un reflejo de aquello poético y libre que pierde su hermosura una vez vuelta la vista hacia los instintos humanos.

No podemos olvidar que Zola, pese a que pretende cumplir con el papel de simple observador, se muestra a su vez como un crítico feroz contra el gobierno de Napoleón III y la frívola suntuosidad que acompañó a dicho periodo de la historia de Francia. Todo este mundo construido a base de figuras exageradas y enajenados 10

mentales quedaría al margen de lo que Darwin consideraba variaciones discontinuas, es decir, modificaciones aisladas, monstruosidades y saltos naturales, todas ellas situadas por el investigador fuera de la mera evolución. Del mismo modo, resulta demasiado drástica la representación de personajes con cualidades exclusivamente negativas y fines puramente egoístas, más si cabe si, siguiendo la línea darvinista, consideramos que ciertas capacidades mentales se han adquirido con un fin benéfico colectivo del cuál uno puede a su vez resultar recompensado. Darwin consideraba que la existencia de un ser inabordable por parte de sus enemigos implicaba su aislamiento, motivo por el cuál podría resultar una ventaja la debilidad humana de cara a desarrollar virtudes como el amor por el prójimo o la compasión. Resulta interesante destacar que, a juicio de Schopenhauer, dada la poca capacidad instintiva demostrada por el ser humano, la naturaleza había dotado al hombre de inteligencia con el fin de compensar este defecto, débil compensación a ojos del filósofo alemán y deducción opuesta a la extraída por Darwin, para el que la inteligencia y las cualidades sociales del ser humano suplían con creces su falta de capacidades físicas.

Dadas las peculiaridades de la saga familiar que nos presenta Zola; dado que según Darwin «Los habitantes de cada periodo sucesivo de la historia del mundo han ganado a sus predecesores la partida por la vida y, en esa medida, están más elevados en la escala de la naturaleza» (Darwin: 1987), podemos considerar a los Rougon y a los Macquart como una rama podrida, una monstruosidad de la sociedad pronto condenada a corromperse. En el caso de Claude no puede ni tan siquiera hablarse de irrupción de la selección sexual, concepto con el que Darwin sustituyó el de selección natural. No hay figura en todo el ciclo donde más se asocie locura a genialidad que en el personaje del pintor.

Queda manifiestamente claro que tanto para Zola como para Darwin, la selección natural, el desarrollo evolutivo, no produce por fuerza la perfección, sino que únicamente se dan situaciones de mayor o menor adaptación al medio, el cuál poco tiene que ver con un ideal humano fundamentado de acuerdo a unas costumbres y valores que tienden progresivamente a romper su relación con la naturaleza.

En cuanto a las leyes hereditarias que observamos en el Rougon-Macquart, diremos que no siempre se corresponden con una regla fija así como tampoco con las 11

leyes de selección natural propugnadas por Darwin. Pese a que Zola trabaja sus obras con un rigor científico por lo general ajeno al ámbito literario, no puede desvincularse de una vasta capacidad de invención así como de su delicadeza poética. Por otra parte, le resulta imposible evitar determinados comentarios de orden moral dado el escrupuloso sentido del deber que defendió a lo largo de toda su vida. Los rasgos que caracterizan a la rama Rougon-Macquart raramente se relajan o se compensan con unas determinadas capacidades de adaptación. Su tremenda ansiedad por poseer no va a ser rebajada por las leyes de la herencia mixta tal y como propugnaba parte de la comunidad científica de la época. Por el contrario, algo que sí acontece de modo reiterado, consiste en la liberación absoluta de los deseos, el desenfreno de los personajes una vez que pasan de un ámbito rural sin pocos incentivos a su alrededor, a la gran ciudad, París. Es en esta ciudad plena de estímulos donde cada protagonista va a verse obligado a potenciar todas sus facultades, es en ella donde van a tener lugar las grandes victorias y los grandes fracasos. La lucha por la vida se desarrollará allí con tal acritud que los instintos primarios prevalecerán sobre el deber moral de modo tal que en este particular universo, las relaciones personales se muestran fuertemente jerarquizadas quedando los débiles subordinados a los fuertes. En esta pugna, no toda variación por beneficiosa que sea sobrevivirá. Lejos de producirse una mejora, la evolución de la saga nos acercará a la recreación de una tragedia familiar marcada por incestos, asesinatos y debilidades más y más acentuadas que no pueden sino terminar con la destrucción de una sangre demasiado impetuosa como para acatar el libre curso de la naturaleza; una sangre que tratando de adecuar lo general a lo particular arrastra en su torrente la semilla de su pronta consumación.

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BIBLIOGRAFÍA

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Darwin, Charles (1987): Textos fundamentales. Paidos, Barcelona.

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