Heredar la vanguardia o la estela de la forma. La arquitectura de José Cruz Ovalle.

May 25, 2017 | Autor: Alejandro Crispiani | Categoria: Chile, Arquitectura Moderna
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Heredar la vanguardia o la estela de la forma

En: Elizabeth Bennet, Alejandro Crispiani, eds. José Cruz Ovalle. Hacia una nueva abstracción. Santiago, Ediciones ARQ, 2004.

“Mañana no me reconocerás”, escribía Kasimir Malevitch en 1916, como colofón de su manifiesto “El nuevo realismo en pintura”. Se pone en evidencia en esta frase, situada en un lugar particularmente significativo dentro de los textos de Malevitch, una preocupación netamente vanguardista: la de los herederos, la de construir para un futuro probablemente irreconocible, del que se espera, sin embargo, que siga siendo fiel a la búsqueda de lo nuevo o, como en el caso de Matevitch, de lo Nuevo Absoluto. Nótese que, al contrario de otras afirmaciones de la vanguardia, no se trata de un mandato, sino de un simple pronóstico o a lo sumo de una expresión de deseos, despojada de toda intención impositiva o dogmática. No es que esta intención dogmática esté completamente ausente en Malevitch. De hecho, se hace presente en diversos de sus escritos. Pero la misma convive (como en tantos textos de la vanguardia) con un sentido de la libertad que parece alcanzar en el final del manifiesto mencionado, en la frase ya apuntada, una de sus expresiones más condensadas. Es un sentido de la libertad que, claramente, sobrepasa la libertad del artista para crear formas nuevas. En otras palabras, no se trata sòlo de una libertad para crear formas, sino de un sentido de la libertad mucho más amplio, que engloba al arte y al que podríamos llamar, por no encontrar otra expresión, espíritu de libertad. Era claramente el espíritu que Malevitch encontraba en su tiempo, pugnando por conquistar completamente la realidad. Las formas libres de sus cuadros, que en muchos sentidos espejan en el campo de la plástica las “Palabras en libertad” de Fillippo Marinetti, no sólo valen por sí mismas sino que quieren insuflar en el mundo una energía nueva, quieren extender su libertad. En este sentido, parece ir más allá que otros vanguardistas, avanzando sobre el futuro sin tratar de dominarlo. Está claro que este avance, para ser fiel a su propio espíritu de libertad, implica un cierto dejar de ser, de ahí los irreconocibles herederos. La fórmula con la que Malevitch da al final del “Nuevo realismo en pintura”, el No me reconocerás, le permite evitar una paradoja

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en la que parece haber caído gustosa parte de la vanguardia histórica: que la libertad propia y presente se convierta en dogma e imposición para los herederos. No se puede ser libre por mandato. En tal sentido, la verdadera vanguardia está llamada a desconocer a sus herederos, o al menos a las obras de estos herederos. Asimismo, la mirada hacia atrás de quienes intentan seguir su senda, no puede ser nunca irreductiblemente afirmativa. De la misma forma que la negación completa de la vanguardia asegura establecer un vínculo estrecho, reconocible, con ésta, heredar la vanguardia implica dosis exactas de negación y afirmación. Necesita construirse a partir de precisos movimientos de acercamiento y de alejamiento, para no caer en un juego de espejos enfrentados, en que es imposible diferenciar la negación de la afirmación. Resulta claro que la libertad para crear formas nuevas, o formatos novedosos, es insuficiente para ponerse en la línea que retrocede hacia la vanguardia. De todas formas, es una posibilidad que el arte del siglo XX ha explorado casi abusivamente. Más difícil es encontrar ese espíritu de libertad que la obra plástica de Malevitch, y a veces sus escritos, revelan. Que no siempre este espíritu haya estado presente en la época no lo hace menos necesario para alcanzar ese grado de lo nuevo, pleno de sentido y no meramente original, que él buscaba. El tema es pertinente en relación con la obra de José Cruz Ovalle, no sólo porque en ella se retoman, desde una considerable distancia que no es solo temporal y geográfica, muchos de los intrincados senderos de las vanguardias históricas, sino también debido a su cercanía a uno de los grupos que mejor supo encarnar, en el ámbito latinoamericano, el impulso y el espíritu de las vanguardias. Nos referimos a la “Escuela de Valparaíso”, experiencia iniciada por Alberto Cruz Covarrubias junto con Godofredo Iommi y un reducido grupo de “seguidores”, entre los que se encontraban arquitectos, poetas y estudiantes de arquitectura, a principios de los años cincuenta en el ámbito de la Universidad Católica de Valparaíso. El desarrollo posterior de esta experiencia llevó en los años setenta a la construcción de “Ciudad Abierta” en las costas del Pacífico, probablemente su iniciativa de mayor resonancia internacional. Como pocas experiencias latinoamericanas, la Escuela de Valparaíso hizo propio este sentido de libertad instaurado por las vanguardias históricas, de las que en muchos puntos, también, tomó distancia. Valparaíso vio a las vanguardias como una experiencia múltiple e intrincada, proteica, y trató de actuar en consecuencia, internándose en las posibilidades abiertas por éstas sin descuidar el terreno conquistado. En tal sentido, trató de moverse tanto entre las múltiples corrientes de pensamiento que las informaron, como en el diverso y fluido espectro de experiencias artísticas sobre el cual se

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aplicaron estas corrientes: arquitectura, artes plásticas, letras, diseño, fueron todos motivos de preocupación de la Escuela. La actividad de un poeta como el ya citado Godofredo Iommi, de un escultor como Claudio Girola, de un artista plástico como Francisco Méndez Labbé, entre otros, dan cuenta de esta variedad intereses y de esta intención de no fijar la atención con exclusividad en una sola corriente, respetando lo que las vanguardias tuvieron de multiforme y abierto. Enumerar las corrientes vanguardistas que con mayor o menor ímpetu convergieron en la Escuela en los años cincuenta, sesenta y setenta, o que simplemente despertaron su interés, resulta una tarea ímproba. A la persistente revisión de los principios de las vanguardias históricas y también de algunas de los años cincuenta y sesenta, habría que sumarle resabios de la experiencia del cubismo, (que le llega a la Escuela vía su admiración a Vicente Huidobro), ecos del Universalismo constructivo y el Arte Madí rioplatenses, además de vinculaciones con el grupo Arte ConcretoInvención. Pero más allá de los múltiples materiales que decantaron en la Escuela, de los cuales esta enumeración no constituye ni siquiera un esbozo, Valparaíso es una vanguardia en sí misma, radical como pocas en el ámbito latinoamericano e inexplicable sólo a partir de sus múltiples influencias. Lo que es también particular de la Escuela de Valparaíso, cuando se compara a esta experiencia de búsqueda de una modernidad radical con otras similares que tuvieron lugar en América latina, es la centralidad que adquiere la arquitectura, no sólo como campo de especulación más o menos teórica, sino también como práctica concreta, materializable1. La vocación por construir acompaña en toda su historia a la Escuela de Valparaíso. Ella ejemplifica un intento particularmente intenso de dotar a la arquitectura de un sentido inextricable y en conjunto con las otras expresiones artísticas que la rodean. La arquitectura no es sólo una aspiración, un lugar un tanto remoto al que se llega con un bagaje de formas ya experimentadas en las artes plásticas, pero que en última instancia permanece irreductible en su complejidad, como se da en otros movimientos vanguardistas latinoamericanos, como, por ejemplo, por citar un caso, los Talleres de Arte y el Universalismo Constructivo de Joaquín Torres García ya mencionados. Tampoco la Escuela de Valparaíso guarda relación con aquellas experiencias que, en pos de una articulación más estrecha con las artes, vieron a la arquitectura como una suerte de instancia de compatibilización de formas traídas o generadas en otros campos del arte, como ser 1

Este punto se halla desarrollado in extenso en: Rodrigo Pérez de Arce Antoncich y Fernando Pérez Oyarzun: Escuela de Valparaíso, grupo Ciudad Abierta, Raúl Rispa editor. Tanais / Contrapunto, 2003, Santiago de Chile.

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la pintura, la escultura o aun la música. En tal sentido, se ubica casi en las antípodas de la Integración, tal como fue practicada en América Latina en los años cincuenta. La obra de José Cruz Ovalle es inseparable, en gran medida, del horizonte de problemas que la Escuela de Valparaíso se planteó, a pesar de que, en sentido estricto, nunca formó parte estable de su cuerpo docente, ni ha tenido intervención en Ciudad Abierta. Sin embargo, su cercanía a muchos de los arquitectos y artistas que han ocupado un papel protagónico en la Escuela, y muy particularmente al pensamiento y a la persona de Alberto Cruz, se manifiestan clara y abiertamente en innumerables aspectos de su obra arquitectónica y en sus textos. Es de señalarse que en el momento en que José Cruz Ovalle comienza a producir, primero en el campo de la escultura y luego de la arquitectura, en los primeros años ochenta, la Escuela de Valparaíso ya había madurado lo que podríamos llamar su proyecto. Su idea de la arquitectura como campo de experimentación colectivo, abarcable como tal en todos sus tiempos, ya sea en el momento de la proyectación, la construcción o la habitación, ha cristalizado ya de manera concreta en Ciudad Abierta. Sus modos de creación; su idea de la técnica, sus características formas de enseñanza, sus textos canónicos, su pregnante lenguaje y sus ritos, han dado ya una particular cohesión a esta experiencia, que comienza de manera decidida a instalarse internacionalmente. La obra de José Cruz registra y hace suyo, en gran medida, este momento de madurez, asumiendo un segmento particularmente relevante de las intenciones que informan a la Escuela. En principio, es verificable en esta obra ese sentido múltiple, pluridimensional de las vanguardias al que ya nos hemos referido. No se trata, claramente, de un problema de formas, sino de un marco de reflexión, de un ambiente de ideas desde el cual abordar el arte y la arquitectura. Dentro de este marco, el foco de atención está puesto en un tema arraigado también en la Escuela de Valparaíso casi desde el momento de su creación: la abstracción. Esta idea aparece en la obra y en el pensamiento de Cruz como una suerte de núcleo, ya planteado por las vanguardias, que es necesario volver a pensar libremente. En principio, se trata de retrotraer esta noción a cada uno de los campos del arte donde se aplicaría, fundamentalmente a las artes plásticas y a la arquitectura, dejando de lado las aspiraciones a lo universal (en todo el sentido del término) que esta idea habría tenido en su momento de surgimiento. Es lo que Cruz llama gradación de la abstracción, en el sentido de que ya no sería un principio que haría posible la unidad armoniosa de las formas físicas creadas por el hombre, sino que sería más bien una idea o un modo de pensar la experiencia de lo estético, que permitiría la autonomía de cada una de estas artes con otras realidades colindantes con ellas. Idea que haría posible, también, pensar a cada una de ellas en su

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particularidad, definiendo los problemas, los materiales y los recursos que les son propios. La abstracción permitiría diferenciar a estas artes de lo que es externo a ellas, diferenciándolas, a su vez, entre sí. Esta última diferenciación, sería, nuevamente, de grados, ya que partiría de una concepción común que haría posible la comunicación entre estos campos artísticos, garantizando el trasvase de lo experimentado y lo aprendido en un campo hacia otro. Pero no sería una operación lineal, en el sentido de que no se manifestaría en una abierta familiaridad formal entre las distintas artes. El sentido de la abstracción en grados no estaría centrado en garantizar una cierta correspondencia traducible en términos formales entre las distintas experiencias artísticas, sino más bien (y sin negar esta correspondencia, pero desplazando el interés puesto en ella) en la búsqueda de una fundamentación interna, particularizada y vivificadora, podríamos decir, de las posibilidades intrínsecas de ellas. La gradación en la abstracción propuesta por Cruz es en gran medida un movimiento introspectivo, una mirada hacia los fundamentos disciplinares que busca expandirlos sin diluciones. Una de las particularidades de la abstracción en grados propuesta por Cruz, es que el epicentro de esta idea se encuentra en la arquitectura, es decir, se trata de pensarla y ponerla a prueba en su especificidad arquitectónica. Si bien su carrera se inicia en el campo de la escultura, y este no es un dato menor, su reflexión sobre la abstracción, sus posibilidades y sus alcances, se da en un extenso conjunto de obras de arquitectura construidas. Ellas son su pensamiento más desarrollado sobre la abstracción, el verdadero texto en que la misma encarna. Para la comprensión cabal de lo anterior, es importante detenerse en ciertos puntos. En primer lugar, la acepción que la idea de abstracción toma en José Cruz, más que estar basada en los maestros clásicos, como Kandinsky, Mondrian o aùn el propio Malevitch, se acerca a la noción de lo concreto, según fue postulada por Theo Van Doesburg, en el sentido de que la obra de arte ha poseer una realidad en sí misma, con forma y sentido propios, constituyendo una nueva realidad que se enfrentaría a la realidad de lo natural. La forma de proceder sería trabajando a partir de los elementos esenciales de cada expresión artística, que habrían de ser claramente definidos y utilizados en su mayor pureza (color, línea y superficie, para la pintura; forma y materia, para la escultura). Cruz es fiel a este principio de no remisión presente ya en Van Doesburg: los elementos del arte y las obras que estos componen no han de remitir a nada más que a sí mismos. No han de figurar nada, para usar la terminología de José Cruz. No son figuras de otra cosa. También para Cruz, las obras y los elementos del arte, particularmente de las artes plásticas y de la arquitectura, tendrían una realidad propia, que no sería reflejo de ninguna otra.

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Pero es importante señalar que esta realidad propia de la arquitectura o del arte no es algo dado, no está garantizada por el simple principio de no remisión: es necesario construirla. En tal sentido, el principio de no remisión es sólo el punto de inicio, la condición necesaria pero no suficiente para que una obra pueda alcanzar esa particular intensidad en su cualidad formal y en su sentido que le dan realidad en tanto que obra de arte (y no otra cosa). La pregunta, por supuesto, es cómo construir esta realidad, a partir de qué. Resulta claro que al operar con materiales definidos como concretos se recorta ya un universo de problemas, que tienen que ver con las infinitas posibilidades de relación de estos materiales y de los elementos que se componen a partir de ellos. Problemas que harían a lo específico de cada campo del arte y que deberían poder ser formulados con precisión. Pero no habría, claramente, una fórmula para garantizar el surgimiento de la realidad artística. En cierta manera, la obra de cada artista abstracto es una respuesta a la pregunta de cómo construir esa realidad. La obra de Richard Lohse, de Max Bill, de Piero Dorazio, de Vordemberge-Gildewart, ejemplifican diversas alternativas para la construcción de una realidad pictórica. La respuesta de José Cruz, partiendo de presupuestos similares y con el mismo afán de consecuencia, se da en el campo de la arquitectura. La manera en que Cruz aborda la abstracción desde la arquitectura es, en gran medida, particular. Partiendo de su experiencia como escultor, que le permite un mayor grado de acercamiento a los problemas que surgen cuando se trata de instalar una determinada materia en el espacio, se reconoce un dato básico: la arquitectura es una forma para algo, su espacio y sus elementos han de dar cuenta de un sinfín de acciones y de actividades humanas. Estas actividades moldean, en principio, a los elementos de arquitectura. De lo que se trata es de pensar y de diseñar a estos elementos en lo que Cruz llama su particularidad, su realidad específica, que tiene que ver tanto con el considerar que han de integrarse en una obra de arquitectura particular, única en última instancia, como con el hecho que han de responder, también, a necesidades y acciones humanas que a su vez son específicas de esa obra, obra a la que moldean y por la cual están moldeadas. Piénsese en el elemento de arquitectura más básico (tomando la acepción clásica) una ventana, por ejemplo. La acción humana a la que este elemento sirve es completamente distinta ya se trate de una casa, una escuela, un pabellón de exposiciones, una universidad. También ha de responder a determinadas condiciones climáticas, de orientación, de iluminación, etc. Y por otra parte, ha de ocupar un cierto lugar dentro de una obra específica. En cierta medida, cada elemento arquitectónico ha de ser pensado de cero, en lo que tiene, justamente, de realidad concreta. Y también ha de repensarse su relación con los otros elementos,

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operación que termina por alcanzar a toda la obra. Muchos de los croquis de Cruz dan cuenta de la minuciosidad de esta operación, de la sensibilidad frente al cúmulo de acciones humanas que suelen converger, de maneras siempre distintas, hacia la arquitectura y sus elementos. En palabras de Cruz, el papel de ésta sería justamente “orientar” a las acciones humanas, sin constreñirlas ni determinarlas funcionalmente. Pero la orientación también puede ser precisa. Si bien en muchos sitios la arquitectura de Cruz parece establecer una relación muy abierta con las actividades que se han de realizar en ellos, en otros momentos esta orientación se vuelve más exacta, se sensibiliza más hacia una situación precisa. Esto puede verificarse en todas sus obras en múltiples niveles. Por ejemplo, en la manera en que se resuelven los interiores, como la sala de clases de su Escuela en Maitenes, en la que la que a cada movimiento de la vista se le responde con un elemento arquitectónico preciso, tal una pequeña ventana que permite la fuga, controlada pero presente, de la mirada del alumno hacia el exterior, o en el Auditorio de la Universidad Adolfo Ibáñez, donde los distintos grados de atención que una exposición puede demandar en un oyente y los diversos comportamientos de éste frente a ella, son reconocidos meticulosamente por la forma interior, que provee múltiples niveles, lugares de reunión, etc. dando cuenta de la ceremonia misma de dar clase También puede verse esta exactitud en la construcción de ese espesor que ha de mediar entre el interior y el exterior de un edificio, que adquiere formas tan variadas como las que pueden verse en el Pabellón de Chile para la Expo 92 en Sevilla, o en el estar de la casa en la calle Espoz, o la galería interna del Hotel Explora en Torres del Paine, etc. El ajuste, en todos los casos, entre los elementos de arquitectura, el espacio que ellos componen y la actividad a la que acogen, se da a partir de su particularización, o en otras palabras, a partir de su realidad concreta. Pero esa operación, nuevamente, podría no alcanzar para que la obra se constituyera como una realidad arquitectónica, es decir, tuviera esa intensidad que, en el orden de ideas del arte concreto, constituye a la realidad del arte en una entidad propia y autónoma. Varios son los principios operativos puestos en juego para alcanzar, en la obra de Cruz, esta intensidad. Quisiéramos señalar uno en particular, lo que podríamos llamar el despliegue de la forma, su abrirse según una lógica que le es propia, ante las condiciones particulares tanto del lugar como del uso humano a que ha de responder el edificio2. Nuevamente, nos encontramos con un tema 2

Esta aproximación a la obra de José Cruz, tomando en consideración su particular trabajo en relación con el tema de los pliegues, ha sido ya apuntada por Horacio Torrent en su Introducción a Arquitectura reciente en Chile. Las lógicas del proyecto, Ediciones ARQ 2000, Santiago de Chile.

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que fue experimentado por distintos artistas abstractos o concretos, como por ejemplo, Max Bill. En el caso de este artista, se trata de explorar hasta sus últimas consecuencias un cierto principio formal. Esta exploración obedece, tanto en su obra escultórica y pictórica, a una lógica rigurosa, fundamentada en términos matemáticos o geométricos, que se manifiesta en la exactitud de las operaciones formales llevadas a cabo. Pero en muchos casos, una obra sola no puede contener en sí misma, la totalidad de la exploración. De ahí que ésta se lleve a cabo, en el caso de Max Bill, en un conjunto de obras, constituyendo una serie, que en la mayoría de los casos queda abierta, ya que el desarrollo de un cierto principio formal es infinito, como son infinitas las matemáticas. El despliegue de la forma, podríamos pensar, excede en este caso a la obra en particular. Esta es una condición que, en vista de la obra de Cruz y siguiendo el hilo de sus ideas sobre la abstracción, no le estaría dada a la arquitectura. El edificio se plantea siempre como una realidad completa, íntegra. Es una condición que impone la arquitectura, en la medida que un edificio debe gran parte de su razón de ser a una serie de actividades humanas que son específicas de él y que están, en tal sentido, acotadas; lo mismo que su lugar de emplazamiento es siempre único, por más que tenga similitudes con otros. El edificio ha de contener, entonces, el despliegue de la forma sin derrames, pero en su integridad. En tal sentido, este despliegue no ha de ser menos exacto que en el caso de las artes plásticas. Y esta exactitud es también una exactitud formal, que engloba a lo que podríamos llamar la sensibilidad frente a las condiciones de su uso o su ocupación con actividades humanas, y también a las operaciones arquitectónicas destinadas a situar al edificio en su medio natural o urbano. La exactitud formal contiene a estos dos aspectos, superándolos y haciéndolos partícipes de una realidad mayor que la contenida en ellos. El exacto despliegue de la forma ordena y orienta las actividades humanas, las conecta con su medio y les trasmite parte de su cualidad. Se trata, en casi todos los casos, de garantizar el sentido de totalidad activa a partir del cual está pensada la caja arquitectónica. El despliegue, o el desarrollo en extensión de ésta, puede asumir distintas formas. En principio, es verificable en muchas de las obras de Cruz una cierta cualidad de elongación de la forma, que puede verse tanto en el trabajo de sus plantas, como en el concurso para el Centro Cívico de Vitacura, como en el juego volumétrico mismo de los edificios, tal el caso de la Universidad Adolfo Ibáñez en Peñalolén, donde estas formas elongadas se entrecruzan formando patios y fijando a la obra en su emplazamiento. El uso de rampas, puentes y un aventanamiento en horizontal, acentúan y acompañan este movimiento de alargue de la forma, que reconoce también una diagonalidad suave, accesible al paso en algunos casos, pero

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también intrincada en su contenida altura. Este principio de elongación puede detectarse, también, en obras más concentradas desde el punto de vista formal, como por ejemplo en la fábrica para la Industria Forestal Centromaderas, recorrida por una suave ondulación que también es acompañada por un juego de diagonales, esta vez dado por el uso de los materiales. También en los interiores de Cruz es visible esta tendencia a la elongación, pero en referencia a ellos sería más apropiado hablar de expansión, y en algunos casos de reverberación, de los límites de la caja arquitectónica (si es que aún puede seguir hablándose de tal). La particular cualidad de profundidad que ofrecen los interiores de Cruz, obedece en gran medida a un trabajado retirarse tanto de los muros como de las superficies de cubierta, que dejan una suerte de estela de formas en su movimiento hacia el exterior. En este movimiento de expansión no es inusual que esta caja aparezca como surcada por un conjunto de aberturas de luz, que pueden tener un ritmo regular, como en el Pabellón de Sevilla o en la Bodega de la viña Pérez Cruz, o conformar un orden más complejo de líneas, planos y volúmenes, no exento de un cierto dramatismo, como en las oficinas de Industria Forestal en Arauco o el hall de aulas de la Universidad Adolfo Ibáñez, probablemente uno de sus momentos más logrados. Pero también puede dar pié a ámbitos más reposados, donde el despliegue de la caja arquitectónica más que surcado se muestra como rasgado puntualmente por entradas de luz, adquiriendo una cadencia más lenta, como en las casas de Los Nogales o Santo Domingo, o en el propio estudio del arquitecto en la calle Espoz. Resulta importante, en este punto, considerar el papel que juega la técnica en esta arquitectura. En principio, la complejidad técnica que pueden adquirir estas obras es el resultado de su complejidad de forma. La técnica apoya el despliegue de ésta, apunta a lo que podríamos llamar la “perfección de la forma”, no a su propia perfección técnica. Un punto a resaltar, en tal sentido, es la manera en que se utilizan los materiales de construcción, entendiendo a éstos como la forma o las formas que adopta una determinada materia para poder ser parte de un sistema de construcción. En la arquitectura de Cruz se trata casi siempre de hacer expresiva la presencia de los materiales con sus formas particulares, múltiples y precisas, a través de los cuales se intenta hacer presente, también, ciertas cualidades de la materia originaria. Esto puede verse en el interior del estudio en calle Espoz o en el estar de la casa en Santo Domingo, en los cuales las paredes de madera, materia que dota de su cualidad táctil y cromática al espacio, aparecen surcadas por una particular grafía de rayas, que cambia de dirección en cada uno de los muros, grafía dada por el uso oblicuo de las tablas. La forma se despliega, entonces, siguiendo las sugerencias de los materiales concretos de construcción, atendiendo a las posibilidades que

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pueden brindarle en su movimiento. Según señala el propio autor, estaríamos aquí en presencia de lo contrario de esos interiores “abstractos” que en algún caso intentaron las vanguardias y que luego fueron reproducidos por la arquitectura moderna. Efectivamente, no hay ninguna intención de volver a esa inmaterialidad. Sin embargo, puede verse en la arquitectura de Cruz la tendencia a trabajar con un sólo material, o con un material dominante en cada obra. Esto garantiza la unidad de la forma, le da cohesión, permitiendo también, sobre una base segura, distintas operaciones de variación en relación con las superficies que presenta. Esto es lo que los cambios en las direcciones de las tablas, en la casa ya citada, produce. Pero también en el interior blanco de la Universidad Adolfo Ibáñez podría señalarse algo parecido. En alguna oportunidad, Fernando Pérez, refiriéndose a esta obra, expresó que el blanco nunca es sólo blanco, ya que las particulares condiciones de luz lo diversifican en una inagotable gama de matices (matices que las fotografías de Juan Purcell han captado tan plenamente). La variación, entonces, esta dada, aunque parezca paradójico en un interior blanco, por cambios en el color de las superficies. En algún punto, este trabajo con un solo material o un material dominante, es análogo al empleado en los interiores del neoplasticismo, por ejemplo, en los cuales la neutralidad homogénea de la materia garantiza la unidad de la forma y el color juega como principio de variación. En la arquitectura de Cruz esta neutralidad aparece superada, sin renunciar a la nueva idea de unidad que en su momento instaló. Nuevamente, nos encontramos con un movimiento tanto de acercamiento como de toma de distancia de la herencia de las vanguardias. Está claro que la búsqueda de lo nuevo absoluto, ya no es reconocida como posible por esta arquitectura. El deseo utópico de abarcarlo todo se ha convertido en una mirada introspectiva hacia aquello que sólo la arquitectura puede lograr, hacia lo que le es propio e inevitable. Pero, aunque quizás la arquitectura de Cruz no sea todo lo irreconocible que Malevitch plantea, tampoco está ausente de ella una carga utópica. La intención declarada de la Escuela de Valparaíso de hacer que todo el continente, América en su integridad, gravitara sobre la obra de arquitectura, puede descubrirse fácilmente en su producción. Esta idea está en el impulso que da origen a ese desplegarse de la forma al que nos hemos referido, y no se trata sólo de una metáfora. Es una idea desmesurada tratada con rigor, capaz de traducirse en realidades concretas. De hecho, la forma estelada que es notoria tanto en sus exteriores como en sus interiores, ese retirarse hacia los límites de la forma dejando una estela de huellas según un orden más o menos aparente, más o menos regulado, no es explicable sin esta ambición y sin ese rigor.

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La intensidad que ambos le confieren a esa mirada introspectiva sobre la disciplina, rebasa en mucho la cuestión de su posible autonomía, para poner en evidencia más que nada su libertad. Es una libertad interior que explora los límites de la arquitectura, no para rebasarlos, sino para hacerlos aparecer con nitidez y desde allí volver otra vez hacia el centro de ella. En esa exploración la arquitectura encuentra su fundamento, vale decir, su capacidad de aparecer como un todo con sentido, apoyada en sí misma, reveladora de una cierta condición humana. Es también una crítica a una parte no menor de la producción actual, demasiado atenta a su propio consumo como imagen. Es una respuesta, no la única posible pero sí particularmente libre, a las condiciones reales de hacer Arquitectura hoy.

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