Himno e hipnosis. Imágenes de Kandinsky

May 25, 2017 | Autor: Javier Arnaldo | Categoria: Art History, 20th century Avant-Garde
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Durante su estancia en Hendaya con Paul Klee, en 1929, redactó Kandinsky un breve texto autobiográfico que se publicó en el Berliner Tageblatt coincidiendo con la apertura en la capital alemana de una exposición organizada por el Grupo de Noviembre, en la que el pintor ruso participaba. Bajo el título Dos consejos, recordaba el artículo de Kandinsky dos recomendaciones contradictorias para la práctica de la pintura que le habían hecho en su juventud y a las que concedía idéntica validez. Por un lado, estaba algo que hubo de oír a Anton Azbè, su primer profesor de arte en Múnich, adonde se había trasladado a fines de 1896 para iniciar, ya con treinta años, su formación artística. Por otra parte, el texto menciona un recuerdo que se remontaba aún más atrás, a sus estudios de bachillerato en Odessa. Allí, el después pintor había cursado dibujo en el instituto con un profesor que solía decir a sus alumnos: «Jóvenes, el dibujo es algo difícil. No es como

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con el latín o con el griego, ¡aquí hay que pensar!» Pero más tarde escuchó algo diferente y sacó sus conclusiones: Aproximadamente veinte años después –continúa Kandinsky– estudié dibujo en la por entonces prestigiosa Escuela Azbè en Múnich. Yo ya tenía barba cerrada y muchos de mis compañeros eran menores de veinte años. Anton Azbè era un hombre de pequeña estatura, con un gran bigote peinado hacia arriba, sombrero de ala muy ancha y un largo cigarro de Virginia en la boca, que con frecuencia se le apagaba y con el que a veces corregía los dibujos. En lo exterior era muy pequeño, en lo interior muy grande: dotado, listo, exigente y, sobre todas las cosas, bondadoso. La anatomía me gustaba poco y pregunté a Azbè si era imprescindible para mí estudiarla. «Sí, querido amigo, ha de conocer bien la anatomía. ¡Pero pobre de usted si delante del lienzo piensa en la anatomía! ¡Durante el trabajo el artista no debe pensar!»

A lo que añade: «He atendido estos dos consejos hasta hoy y los acataré hasta el final de mis días»1. Los imperativos pensar y no pensar se alternan en esa fórmula dialéctica que Kandinsky registra en su haber como receta

1 W. Kandinsky, Die Gesammelte Schriften, ed. H.K. Roethel y J. Hahl-Koch, Benteli, Berna, 1980, v. I, p. 66.

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intelectual del trabajo artístico. Confiaba a sus lectores un secreto profesional mediante claves tan contradictorias como convincentes. Más allá del conocimiento del griego o de la anatomía, más allá del saber o del observar, más allá incluso del juicio visual, en el ejercicio del arte vale el dominio del pensamiento con sus dos caras: la vigilia y el sueño, pensar y no pensar, el actor y el drama, pensar y no pensar, la inducción y la hipnosis, pensar y no pensar. El postulado de Kandinsky se deja explicar, aunque no se entiende tan bien como lo que le decían por separado su profesor del instituto y Anton Azbè. Aprender a dibujar no es como estudiar el catecismo, proclamaba el primero, mientras que Azbè le vino a advertir que dibujar la anatomía no consistía en plasmar sus conocimientos en el papel. Debía saber anatomía, pero no esforzarse en demostrarlo. Anton Azbè (1862-1905), pintor esloveno sólo cuatro años mayor que Kandinsky, fue conocido por ser un diestro dibujante y retratista, pero sobre todo por haber fundado la escuela privada de dibujo y pintura que llevó su nombre. Acogió entre sus alumnos tanto a hombres como a mujeres, circunstancia que hacía excepción por entonces, y aún más singular fue el hecho de que frecuentaran su academia jóvenes artistas eslavos como los hermanos David y Vladimir Burliuk, Igor Grabar, Dimitri Kardovsky, Alexei Jawlensky, Marianne von Werefkin, Nicolai Seddeler y el propio Kandinsky. Una simpática fotografía realizada en torno a 1897 de Anton Azbè en

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su estudio, que le retrata con guardapolvos, peluca y sombrero de copa junto a un cúmulo de frascos y una calavera, contrasta con la también simpática que muestra a Kandinsky en el mismo lugar con gesto altivo y empuñando una espada. Aquella escuela de dibujo funcionó también a todas luces como academia de poses. Lo menos excepcional debió ser que alumnos y modelos escenificaran sus anhelos. En los dos años que siguió Kandinsky los cursos de Azbé fue a aprender dibujo de modelos y anatomía. Pero en sus escritos autobiográficos cuenta lo tediosos que le resultaban aquellos ejercicios en los que sus compañeros «no pensaban en ningún instante en el arte»2. Ignoramos si por pensar o por no pensar la trasposición del estudiante de dibujo en modelo fotográfico daba mejor a entender los afanes del arte. Con la cabeza erguida y girada, con la espada que sostiene su mano derecha, con la pechera brillante como una coraza y sentado sobre un mostrador que fácilmente imaginamos como el apoyo que lo transporta, Kandinsky se presentaba en aquella fotografía del estudio de Azbè como caballero andante, como encarnación de ideales caballerescos que convertía en risueños el cigarro puro que se estaba fumando. El aspirante

2 W. Kandinsky, Mirada retrospectiva, trad. A. Nélida Bixio, Emecé, Barcelona, 2002, p. 116.

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a artista recién instalado en Múnich se hace retratar sin tintes melodramáticos como desfacedor de entuertos en un receso de sus luchas con la anatomía. Tres años atrás se había licenciado en Derecho y Economía Política por la Universidad de Moscú y, según escribiría, «tiró por la borda»3 su incipiente carrera académica como jurista para dedicarse a la pintura, tras unas experiencias que le hicieron cambiar de rumbo y que cuenta en su escrito Rückblicke [Mirada retrospectiva], la más extensa y conocida de sus autobiografías y con la que se convirtió en agente de su leyenda. Publicó este escrito primero en alemán, con la editorial de Herwarth Walden «Der Sturm», en diciembre de 1913, cuando contaba 47 años. Luego lo tradujo al ruso y apareció en Moscú en septiembre de 1918. El artista que para 1913 era conocido como jefe de filas de la innovación, portavoz de lo «espiritual en el arte», profeta de la cultura del siglo xx y merecedor de una autobiografía, se había hecho retratar en su primer año de formación artística con ademanes y signos anacrónicos. Es mucho lo que esa pose anticipaba de lo que será símbolo característico de la renovación que Kandinsky lideró con Franz Marc al fundar, en diciembre de 1911, la Redacción Der Blaue Reiter [El Jinete Azul], que publicó su primer y único, pero decisivo, almanaque en mayo de 1912. La cubierta del almanaque El

3 [De Selbstcharakteristik, 1919] W. Kandinsky, Die Gesammelte Schriften, ed. H.K. Roethel y J. Hahl-Koch, Benteli, Berna, 1980, v. I, p. 60.

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Jinete Azul, para la que Kandinsky hizo numerosos esbozos hasta dar con el modelo final, presentaba una estampa con el motivo del caballero redentor, de aspecto muy similar al san Jorge que pintó sobre vidrio en el verano de 1911. El santo de Capadocia, lanceador del dragón y libertador de la doncella, servía de signo al triunfo de lo espiritual sobre las inmundicias terrenas, era el símbolo de una nueva espiritualidad que irrumpía con la llegada del arte nuevo. La misma figura espiritual cuyas virtudes había invocado John Ruskin al fundar en 1878 la imprescindible Guild of St George, y cuyo nombre se exhibe insistentemente entre los reformistas de las artes aplicadas afines a Ruskin, como, por ejemplo, en la St George’s Art Society, creada por Ernest Newton y otros en 1883, reaparecía como guía del arte joven en el Múnich de la primera preguerra. Bajo la advocación de aquel santo azul, August Macke, David Burliuk, Arnold Schönberg, Thomas von Hartmann y otros, además de Franz Marc y Kandinsky, publicaron sus escritos y creaciones en el almanaque que anunciaba la nueva edad de la cultura. La cubierta en honor a san Jorge, imagen que podemos entender como himno de alabanza a las virtudes del héroe cristiano, iba seguida no sólo de artículos que anunciaban los nuevos empeños del arte, sino también de 144 imágenes de toda procedencia que se insertaban en sus páginas, imágenes que reproducían, lo mismo que obras de los artistas modernos, dibujos infantiles, mosaicos bizantinos, pinturas populares bávaras, esculturas africanas, máscaras chinas, estatuaria medieval y un largo etcétera que precipitaba al lector a la hipnosis del conocimiento visual.

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La fotografía de Kandinsky de 1897 era algo más que una premonición del signo de la redacción El Jinete Azul; constituía el testimonio de una nueva posición, cuyo principal afán era la redención de la mirada por el ensueño. La mirada se retiraba de lo inmediato para tocar una realidad esforzada e invencible, se desviaba para interceder por la superstición de un deslumbre sobrehumano. La vista reclamaba la dignidad del héroe para tocar lo real. Y lo real no podía encontrarse en la fisonomía de lo efectivo, sino en la redención de lo prosaico. Salvo los designios del arte, en aquel estudio de Azbè donde se fotografió todo era inmundicia: Fui a la escuela de Anton Azbè –cuenta en Mirada restrospectiva–, que era entonces muy famosa y estaba repleta de alumnos. Dos o tres modelos posaban para que se realizasen los estudios de «cabezas» o de «desnudos». Alumnos de los dos sexos y de diferentes nacionalidades se agolpaban alrededor de aquellos fenómenos de la naturaleza que olían mal, que no participaban en nada, que carecían de toda expresión y casi siempre de carácter y a los que se les pagaba de cincuenta a setenta pfennige por hora; los alumnos cubrían concienzudamente con sus trazos el papel y la tela, lo que producía un ligero sonido sibilante, y trataban de representar con exactitud la anatomía, la estructura y el carácter de esos seres que en modo alguno les interesaban.4

4 W. Kandinsky, Mirada retrospectiva, ed. cit., p. 116.

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El mal olor, que nunca es fácil de sortear en la vida, le repugnaba sobre todo como circunstancia del arte. Quedaba fuera de consideración en el horizonte de lo que había contado para él como indicio revelador de todo lo artístico. Porque, según narra en Mirada retrospectiva, antes de mudarse a Múnich y de inscribirse en el estudio de Azbè había experimentado en forma de visión el encantamiento del arte. Con un discurso similar al que es propio de la literatura de conversiones, Kandinsky explicó las razones de su dedicación a la pintura por dos experiencias, ambas estéticas, que lo transformaron en 1896: En la misma época viví dos experiencias que marcaron toda la vida con su sello y que entonces me conmovieron hasta el fondo más profundo de mí mismo. Estos hechos fueron: la exposición de pintores impresionistas franceses en Moscú –en primer lugar La parva de heno de Monet– y una representación de una obra de Wagner en el Teatro de la Corte: Lohengrin.5

En efecto, en 1896 tuvo lugar, primero en Moscú y después en San Petersburgo, una Exposición de Arte Francés que incluía una de las pinturas de parvas de Monet, concretamente el Almiar bajo el sol en Giverny de 1891 que se conserva en el Museum of Fine Art de Boston. Por lo que respecta a la

5 Ibíd., pp. 101-102.

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representación de Lohengrin, sólo por una justificación narrativa debemos localizarla en la misma época. Sabemos que Wagner se representó desde muy pronto en Rusia. De 1868 en adelante tuvieron lugar puestas en escena de Lohengrin en el Teatro de la Corte de San Petersburgo, hoy Teatro Kirov. En el manuscrito de Kandinsky, sin embargo, se habla de «la primera representación de una obra de Wagner en el Teatro de la Corte». Cuando tradujo al ruso Mirada retrospectiva, Kandinsky cambió «Teatro de la Corte» por «Teatro Bolshoi». Pero no hay constancia de representaciones de Lohengrin en el Bolshoi por aquellos años6. Como toda superchería que hace presencia en un escrito autobiográfico, ésta tiene su atractivo epistemológico. Ignoramos en qué medida estuvieron próximas de hecho la asistencia a una representación de Lohengrin y la muestra de pintura en la que vio el paisaje de Giverny. Sea como fuere, Kandinsky une ambos acontecimientos en su memoria y es interesante preguntarse por qué. Si diéramos cabida a conjeturas, identificaríamos la representación de Lohengrin a la que probablemente acudió con la que tuvo lugar en el Teatro de la Corte de San Petersburgo en 1898. Un nexo de unión entre los episodios pictórico y musical se encuentra en una tercera referencia: el Franz List de Repin, cuadro al que alude como epítome de lo que había admirado en la pintura antes de tener la revelación de Monet: «Antes

6 W. Kandinsky, Die Gesammelte Schriften, ed. cit., v. I, pp. 151-152.

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–dice– yo sólo conocía el arte realista, y más aún exclusivamente de autores rusos; solía permanecer largamente contemplando la mano de Franz Liszt en el retrato pintado por Repin y otras obras por ese estilo». Franz Liszt fue precisamente quien dirigió el estreno de Lohengrin que tuvo lugar en el Hoftheater de Weimar en agosto de 1850, pero éste pudo ser un detalle que no conociera. El caso es que la representación pictórica de la prodigiosa mano del pianista funcionaba como sinécdoque de una realidad cuyo contacto anhelaba, la energía creadora. Y, en ausencia de la imagen de una vigorosa mano, fue el vigor lo único que reconoció en la parva de Monet, de cuya contemplación habla como de la de una bola de cristal que da aspecto visible a lo incierto e ilustra lo indescriptible:

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Y de pronto, por primera vez, veía un cuadro. Por el catálogo me enteré de que se trataba de una parva. No conseguí en modo alguno reconocerla. Y no reconocerla me resultó penoso. Me parecía asimismo que la pintura no tenía derecho a pintar de una manera tan imprecisa. Sentía confusamente que en el cuadro faltaba el objeto. Y hube de advertir con asombro y turbación que el cuadro no solamente se adueñaba de uno, sino que además dejaba impresa en la conciencia una marca indeleble, y que en los momentos más inesperados lo veía uno flotar ante sus ojos con sus más mínimos detalles. Para mí todo eso era muy confuso, y no fui capaz de sacar las conclusiones elementales de tal experiencia. Pero lo que advertí con perfecta claridad era el vigor insospechado de la paleta del pintor, vigor que hasta

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entonces se me había ocultado y que iba más allá de todos mis sueños. La pintura adquiría aquí una fuerza y un brillo fabulosos, pero también, de manera inconsciente, el objeto, como elemento indispensable del cuadro, quedaba rebajado. En general yo experimentaba la impresión de que una parte pequeñita de mi Moscú encantado existía sobre aquella tela.7

Cuando las imágenes tocan lo real, puede ocurrir que lo real esté lejos de guardar contacto inequívoco con la realidad; antes al contrario, lo considerado real al contacto con la imagen es en estas ocasiones un epifenómeno completamente independiente de la realidad representada, un espectro inducido desde la perturbación, desde un fuera de juego de la capacidad para enjuiciar lo que se ve. Si hemos tenido la oportunidad de ver Almiar bajo el sol en Giverny, nos diremos que no es un cuadro que se preste a grandes confusiones. Se reconoce perfectamente la parva de heno heñida como un enorme pan por el trabajo campesino, la luz baja y las sombras forzosas. Advertimos las impresiones visuales sobadas por un pincel que estuvo alerta a su coloración, a su apariencia; y, sin embargo, Kandinsky prefiere decirnos que no la vio, es más, que lo que vio fue un trozo de Moscú, que se le pasó por alto el paisaje de Giverny, que se impuso la perplejidad ante una visión que no podía ser idéntica con el cuadro, sino una aparición que flotaba, que quedaba suspendida,

7 W. Kandinsky, Mirada retrospectiva, ed. cit., p. 102.

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que llegaba a tocar la conciencia sosteniéndose en una confusión de la que el cuadro era soporte, como unos posos de café pueden ser el cimiento de un destino. El elogio que hizo del lienzo de Monet no podía haber sido mayor: «por primera vez veía un cuadro», afirmaba Kandinsky. Y acto seguido decía que no podía ver nada. Y al decir luego que en el campo francés reconocía un rincón de Moscú, encumbraba aún más la pintura como un agente de abandono a lo inexplicable. Puesto que el descubrimiento era el de una superficie que franqueaba el paso a un orden gobernado por fuerzas misteriosas, un orden poderoso de sugestiones que determinan el destino y no se dejan concretar sino como vigor inducido y ensueño. El cuadro era una pantalla hipnótica, hipóstasis del devenir de la visión en un mundo que ha vencido la servidumbre a la identidad de cuanto lo compone. También la escucha de Lohengrin, episodio que Kandinsky cuenta a continuación de lo que descubrió en Monet, fue desencadenante de imágenes imprevistas, de líneas y fluidos coloreados que traían consigo la vista de Moscú y apariciones tan clarividentes en apariencia como quiméricas en su manifestación, un pensar y un no pensar simultaneados en la circunstancia de lo artístico. Kandinsky describe la repercusión que sobre él tuvo la música de Wagner como un acaecer de autoconocimiento. La acción del drama se trasladaba de Brabante a Moscú en los fueros del iluminado; se acercaba, no ya al propio vecindario, sino al espacio vernáculo, a

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la «necesidad interna», a la propia memoria, cuyo dominio alberga una forma involuntaria del entendimiento: En cambio, Lohengrin me pareció que era una realización perfecta de ese Moscú, los violines, los contrabajos y, muy especialmente, los instrumentos de viento personificaban entonces para mí toda la fuerza de las horas del crepúsculo. Mentalmente veía todos mis colores; los tenía ante mis ojos. Líneas salvajes, casi dementes, se dibujaban frente a mí. No llegaba hasta el punto de decirme que Wagner había pintado «mi hora» en música. Pero se me manifestó muy claramente que el arte en general poseía una fuerza mucho mayor de lo que me había parecido al principio y que, por otra parte, la pintura podía desplegar las mismas fuerzas que la música.8

La música de Lohengrin, el caballero que viste armadura de plata, enseñaba a Kandinsky sus propios colores. Fuerzas equivalentes a las de esa música se despertaban para la pintura en ciernes. Los dones de Lohengrin, héroe trágico, hijo de Parsifal, portavoz de la música de Wagner, que remontó las aguas del río Scheldt para deshacer intrigas, vencer el mal y devolver la concordia a la corte de Brabante, podían encontrar su correspondencia en los designios del propio Kandinsky, ganado para la pintura por la sugestión de aquel canto en honor del caballero del Grial. Había descubierto la pintura

8 Wassily Kandinsky, Mirada retrospectiva, ed. cit., p. 103.

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en un estado hipnótico. Pero en la parusía de la que da testimonio, entre cuyos efectos destaca Kandinsky que en ella se le presentaron «todos» sus colores, no podía haberse revelado exactamente la pintura como realidad, sino más bien como anhelo de una totalidad liberada, como energía que aspira a substraerse al confinamiento de lo concreto y se incauta del poder redentor del héroe. La fotografía que nos queda de Kandinsky en el estudio de Anton Azbè, recién llegado a Múnich, es la de una personificación wagneriana. Si el otro modelo de esa pose, san Jorge, se prestó a ser símbolo compartido por la comunidad de creadores El Jinete Azul, Lohengrin es personificado por un Kandinsky subjetivo, en cuya mente se hace pintura la música del héroe trágico. Se alteran, en efecto, los términos, y donde podríamos prever un pintor de Lohengrin hay un Lohengrin pintor. La revelación de la pintura bajo el efecto de la hipnosis introduce en la historia la figura del artista hiperbático. El hipérbaton, que consiste en alterar el orden de los términos, es la figura estilística que facilita a toda lengua su extrañamiento. Entre aquella fotografía de 1897 y la redacción de Mirada retrospectiva median quince largos años. El Lohengrin pintor de 1897 aún no había formulado los principios de la pintura abstracta. Pero sí custodiaba una idea, la de la autarquía de la mirada, que determinará la incorporación de esa nueva figura creativa del artista hiperbático, cuyas aptitudes no

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pueden explicarse sin ella. Alguien que dijo que la pintura de Rembrandt le hacía «recordar las trompetas wagnerianas»9 cambiaba en realidad el orden de lectura de la imagen por la consigna de un hechizo inducido por la propia mirada, ordenaba el enunciado de la imagen con la impronta de Wagner como sujeto. La mirada que activa el himno caballeresco hace reticente la realidad de la imagen. Tras su paso por la escuela de Anton Azbè y la Kunstakademie de Múnich, en 1901 Kandinsky contribuyó a crear y presidió la asociación de artistas que se denominó Phalanx [Falange], en cuyas exposiciones presentó por primera vez obras suyas, como el gouache de 1901 Dämmerung [Ocaso], que muestra a un caballero con lanza y armadura galopando al atardecer. Ya en mayo de ese año había abierto junto al escultor Wilhelm Hüsgen y otros artistas de la asociación, en un piso de la Hohenzollernstrasse, su propia escuela de arte: la PhalanxSchule, en la que se impartían, quizá contra lo que podría preverse, clases no muy distintas de las que tanto habían hastiado al pintor en el estudio de Azbè, esto es, estudios de modelos. Aunque los cursos no sólo consistieron en eso. En los veranos de 1902 y 1903 las clases de la Phalanx-Schule tuvieron lugar en Kochel y en Kallmünz, respectivamente. En las clases estivales se practicaban el dibujo y la pintura al aire libre, pero también, a juzgar por una fotografía tomada en Kochel en

9 Wassily Kandinsky, Mirada retrospectiva, ed. cit., p. 105.

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el verano de 1902, Kandinsky encontraba ocasión de ensayar con las alumnas métodos amateur de hipnotización. Se trata de la fotografía que muestra a Kandinsky con la mano derecha levantada y el índice erguido ante tres alumnas transformadas en seres enajenados. Tomó esa fotografía fue la pintora Gabriele Münter, quien frecuentaba la Phalanx-Schule desde 1901 e inició con su maestro Kandinsky, aquel mismo verano, una relación sentimental que duraría hasta 1916. Se conservan pinturas, dibujos y abundantes fotografías que documentan la relación entre Münter y Kandinsky o que están estrechamente emparentadas con su experiencia común, en las cuales cabe observar una interpretación del provecho de las imágenes netamente diferente de lo que comunican las confesiones autobiográficas arrebatadas del pintor ruso. Antes de «sentir» Kandinsky el arte y la naturaleza «como dos dominios enteramente independientes»10, probó su posible dependencia. Y, en particular, un grupo de imágenes realizadas durante la estancia en Kallmünz en 1903 son un buen testimonio al respecto. Münter practicó la fotografía y Kandinsky también. Sendos óleos de Münter y Kandinsky conservados en la Lenbachhaus de Múnich muestran un rincón de Kallmünz, la «Casa del Arco», y su composición coincide con la que resulta del punto de vista desde el que Münter tomó una fotografía de ese mismo lugar. Dos cuadros

10 Wassily Kandinsky, Mirada retrospectiva, ed. cit., p. 115.

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fig. 1 Fotografía de Wassily Kandinsky en el estudio de Anton Azbè, tomada por éste, hacia 1897.

fig. 2 Wassily Kandinsky: San Jorge II, hacia verano de 1911. Témpera sobre vidrio. Städtische Galerie im Lenbachhaus, Múnich.

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fig. 3 Fotografía de Wassily Kandinsky con tres alumnas del curso estival de la Phalanx-Schule en Kochel, tomada por Gabriele Münter, 1902. fig. 4 Fotografía de Gabriele Münter pintando en Kochel durante el curso estival de la Phalanx-Schule, tomada por Wassily Kandinsky, 18 de julio de 1902.

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de Kandinsky de aquel verano representan a Münter pintando al aire libre; incluso una fotografía fechada el 18 de julio de 1902, tomada en Kochel, en la que vemos a Münter practicando la pintura del natural, podría considerarse un anticipo de esos dos óleos del año siguiente. Kandinsky pintando paisaje es otro de los cuadros realizados por Münter durante el verano de 1903. Y también le vemos dibujando al aire libre en la fotografía que Münter le sacó junto al castillo de Kallmünz. Es estupendo que se conserven, además, el dibujo de Kandinsky con la vista de Kallmünz desde lo alto del castillo –es decir, el apunte que pudo hacer en aquella sesión de dibujo– y también una fotografía del pueblo tomada desde el mismo punto11.

fig. 4

La captación y comprobación del natural, así como el aprovechamiento de apuntes y fotografías para la creación de estampas, témperas y otras composiciones, formó parte de los hábitos de trabajo de Kandinsky y Münter en 1903 y años sucesivos. Tras los muchos viajes que emprendieron entre 1904 y 1908, tuvo particular importancia la estancia de ambos junto a Alexej Jawlensky y Marianne von Werefkin en Murnau en el verano de 1908 y al año siguiente. El reportaje de Münter acerca de sus logros en Murnau es elocuente; así lo

11 Helmut Friedel, «Kandinsky und die Photographie. Die Wunder der Photographie», en Gabriele Münter. Die Jahre mit Kandinsky. Photographien, 1902-1914, cat. exp. Städtische Galerie im Lenbachhaus, Múnich, 2007, pp. 45-62.

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leemos en una entrada del 17 de mayo de 1911 en su dietario en la que recuerda: «Después de un corto período de esfuerzos penosos, hice un gran avance, desde una pintura que partía de la naturaleza y más o menos impresionista, a un sentir de los contenidos, a un abstraer, a plasmar un extracto»12. Lo mismo que para Münter, para Kandinsky el verano de 1908 fue decisivo. Jawlensky les facilitó el conocimiento de un nuevo lenguaje pictórico, basado en un sintetismo formal y una explosión colorista con los que se había familiarizado a través de Matisse y otros pintores franceses, como Paul Sérusier. Münter y Kandinsky adoptaron la paleta fauve y modos de representación afines a éstos. La voluntad artística de la que habla el objetivo de «plasmar un extracto» se corresponde con un cambio de época que afecta a otros muchos artistas en Alemania. La pintura de ejecución rápida y colorido vivo y disarmónico encontrará pronto, bien lo sabemos, la denominación de arte «expresionista». «Se dice vulgarmente que cuando se ahorca a alguien éste revive en el último instante la totalidad de su vida. ¡Esto sólo puede ser expresionismo!»13, escribiría, ya en 1916, Theodor Däubler. 12 Gabriele Münter / Wassily Kandinsky, Tagebuch 1904-1911 [GM-JE-St], cit. en Reinhold Heller, «Innenräume: Erlebnis, Erinnerung und Synthese in der Kunst Gabriele Münters», Hohberg, A. / Friedel, H. (eds.), Gabriele Münter, 1877-1962, cat. exp. Städtische Galerie im Lenbachhaus, Prestel, Múnich, 1992, pp. 47-66, p. 53. 13 Theodor Däubler, Im Kampf um die moderne Kunst und andere Schriften, ed. F. Kemp y F. Pfäfflin, Luchterhand, Darmstadt, 1988, p. 110.

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La defensa del impulso creativo frente a la comprensión impresionista de la pintura, que atiende a la imitación de las percepciones sensibles, y no tanto a la descarga de reacciones emotivas, fue objeto de ensayo durante aquel verano de 1908 en Murnau y dejó impronta en la pintura de aquellos cuatro artistas. Una síntesis expeditiva de lo vivido se imponía sobre el primado de la observación sensible, precisamente para enfatizar que la creación artística no puede considerarse una realidad independiente del espíritu. «Todo lo vivido culmina en lo espiritual», resumiría Däubler. El camino de la abstracción que emprendió la pintura de Kandinsky de 1909 en adelante no es fácil de desvincular del paso por la imaginería sumaria y estridente que caracteriza sus paisajes de Murnau y Kochel de 1908 y 1909. El umbral que separaba aquellas obras de las pinturas sin tema inmediatamente posteriores era el que señalaba la frontera entre la experiencia visual y el vaticinio sensible. Las «improvisaciones» pictóricas que definió en De lo espiritual en el arte como «expresiones de fenómenos de carácter interno eminentemente inconscientes, que por lo general surgen de repente», lo mismo que sus «composiciones», conformaban la nueva pintura oracular, que no necesita suscribir realidad física alguna, sino ante todo escuchar la necesidad interna y dar voz a la autarquía de la mirada. La memoria autobiográfica de Kandinsky tomó sus «impresiones», «composiciones» e «impresiones» no ya como descubrimientos de una pintura que culmina directamente en lo espi-

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ritual, sino como revelación de una pintura innata que en sí misma es lo vivido, como extractos de un ascendiente creador, como expresión de una impresionabilidad congénita, elegida, que se vacía en el prompto del cuadro. Lo espiritual es adivinamiento de la pintura, suceso superior. En una pintura como Berg [Montaña], de 1909, no se resume una vista, sino que se perpetra una visión espectral, una acción incipiente sin más desarrollo que una mención que anuncia lo nuevo. El retrato que pintó de Gabriele Münter en el verano de 1910 completa el sentido de este cuadro: la mirada absorta de la retratada ante los destellos de color de una montaña pintada representa la inmersión en el resplandor, el vencimiento de la voluntad. En nada se parece a los retratos que hizo de Münter en 1902 y 1903, porque en ese nuevo cuadro, exponente de una abstracción que se consagra, la autonomía de la figura ha sido sustituida por una autarquía invasiva del fondo a la que la figura se pliega. La fotografía que Kandinsky tomó de Münter trabajando ante el caballete al aire libre en julio de 1902 era el retrato de una mujer que pinta su derredor, mientras que en este cuadro es la actividad de la pintura, la conciencia creadora, el cuadro creado en común por el pensar y el no pensar, el derredor que se impone a la retratada. Encontramos un signo indicador de la autarquía visual en la inversión que sufre, en el estudio de Kandinsky, el empleo de la fotografía en interés de la pintura. De fotografías que documentan aspectos de la realidad que después son objeto de imágenes pictóricas pasamos a fotografías que dan prueba

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fig. 5 Wassily Kandinsky, Berg, 1909. Óleo sobre lienzo. Städtische Galerie im Lenbachhaus, Múnich. fig. 6 Wassily Kandinsky, Mujer (Gabriele Münter), 1910. Óleo sobre lienzo. Städtische Galerie im Lenbachhaus, Múnich.

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fig. 7 Fotografías de Composición VII tomadas por Gabriele Münter en cuatro momentos de su ejecución entre el 25 y el 28 de noviembre de 1913.

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de la autodeterminación de la pintura. Sabemos del proceso de ejecución del principal de los cuadros que Kandinsky pintó en Múnich gracias a las cuatro fotografías que Münter sacó del lienzo en sendos estadios. Aquel cuadro de 2 x 3 m. fue pintado en tres días. En la mañana del 26 de noviembre de 1913 Münter fotografió el lienzo recién empezado. Volvió a hacerlo al día siguiente por la tarde, de nuevo el día 27 por la mañana y, por fin, al día siguiente de su conclusión, el 29. Esta serie fotográfica redime a la imagen del contacto con lo real para ceder la diligencia de la mirada a su condición autárquica.

fig. 7

Kandinsky distribuyó en aquella composición desde un principio algunos motivos recurrentes de su pintura: signos sucintos que aludían a un jinete a caballo a la derecha, a una explosión en el centro, a una barca de remos en el extremo inferior izquierdo. La secuencia fotográfica reconstruye el devenir del drama, una acción compuesta de súbitas sugestiones, de sucesivos pensar y no pensar, de evidencias congénitas, de territorios imprecisos, de relaciones que la pintura completa como un espectáculo de visualizaciones barruntadas en medio de la disolución de la materia. La escatología de la abstracción narra el triunfo heroico de la conciencia creadora sobre la materialidad de la visión. Provoca la disolución física del color para transformarlo en energía espiritual. Interviene para redimir y sublimar el espacio del drama y convertirlo en espectáculo artístico. Insta a la

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intuición de puras relaciones desposeídas de mundo. Inaugura el teatro espectral, que induce al ensimismamiento y reclama para sí la condición de refugio. También en 1913 publicó Kandinsky el libro de estampas y poemas que tituló Klänge. Uno de los textos que recogía alude al placer inducido por el movimiento en la vertical del telón de un teatro. El gobierno de la expectación es el único término que trata, y bien podía sucederle un escenario vacío. Se titula «Vorhang» [«Telón»] y dice: La cuerda fue para abajo y el telón fue para arriba. Habíamos esperado todos nosotros tanto tiempo ese instante. El telón colgaba. El telón colgaba. El telón colgaba. Estaba abajo. Ahora está arriba. Cuando se levantó (empezó a levantarse), cuánto nos alegramos.14

La pintura hiperbática identifica el telón con la acción y el escenario con lo superfluo. Se propone como un espectáculo del espíritu al que sobreviene la acción dramática. Las fotografías que Münter tomó de Composición VII en proceso de realización narran el devenir de una acción conjeturada en la

14 «Der Strick ging nach unten und der Vorhang ging nach oben. Auf diesem Augenblick haben wir alle schon so lange gewartet. Der Vorhang hing. Der Vorhang hing. Der Vorhang hing. Er hing noch unten. Jetzt ist er oben. Als er nach oben ging (zu gehen anfing), haben wir uns alle so sehr gefreut» (Klänge, R. Piper, Múnich, 1913).

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tela, la oscilación de las manchas de color en la tela que transcribe «vibraciones emocionales» purificadas de todo objeto. El pintor hiperbático crea su gramática y reemplaza el lenguaje sobre el objeto por el objeto del lenguaje, por un lenguaje cuya expresión es necesariamente reticente. Las equivalencias visuales de sonidos lejanos, la música del color y la dimensión transensible de la pintura revelan sobre los lienzos, en el taller de Kandinsky, la nueva imagen de la erudición artística. La naturaleza del lenguaje que se enuncia bajo el efecto de la abstracción inducida vive de la obediencia a quien ve más allá de lo aparente. Éste es el héroe, el caballero indemne, cuya autarquía moral es digna de alabanza en la pintura, a la vez que agente de la escatología de la mirada. Su designio es el triunfo y el del espectador, la sugestión hipnótica. Uno de los 38 poemas de Klänge lleva el mismo título que el libro, Sonidos. Su fórmula es la del sortilegio. Nombra elementos aislados entre sí que conforman un hipérbaton escénico. En éste impone su dominio un héroe llegado desde la lejanía y que ofusca la mirada:

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Visión. Lejanía. Nube. … … Hay un hombre con una larga espada. Larga es la espada y ancha también. Muy ancha.

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… … Con frecuencia él trataba de embaucarme y lo reconozco: También lo logró – embaucarme. Y quizá con demasiada frecuencia. … … Ojos, ojos, ojos… ojos. … … Una mujer, que es flaca y no joven, que lleva un paño en la cabeza, el cual como un escudo le cubre la cara y en sombra deja la vista.15

La viñeta que acompaña el texto en el libro no es más explícita. El enigma visual se corresponde con la mirada cubierta que menciona el texto. La vista deslumbrada por el héroe se inhibe de lo real y sólo obedece a su propio enajenamiento. Los términos borrosos, las siluetas sumarias, los vagos vislumbres, los colores deslocalizados estaban en sus prime15 Gesicht. / Ferne. / Wolke. / … / … / Es steht ein Man mit einem langen Schwert. Lang ist das Schwert und auch breit. Sehr breit. / … / … / Er suchte mich oft zu täuschen und ich gestehe es: Das gelang ihm auch – das Täuschen. Und vielleicht zu oft. / … / ..... / Augen, Augen, Augen... Augen. / … / … / Eine Frau, die mager ist und nicht jung, die ein Tuch auf dem Kopf hat, welches wie ein Schild über dem Gesichte steht und das Gesicht im Schatten lässt. (Klänge, Múnich, R. Piper, 1913)

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ras pinturas abstractas de 1909, como Berg, cuyo tema era ya el de la expresión reticente. La visión, lejos de manifestar lo real, queda inducida por la sugestión de un anhelo creador que se proyecta en un escenario con el telón a punto de levantarse. Había tenido lugar el descubrimiento del telón como soporte del espectáculo. Sonaron las trompetas wagnerianas, cantó el caballero del Grial y la pintura quedó exonerada de sus límites.

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