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13/3/2015

CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (6). «Prestigio», en mala parte, por Alberto Montaner.

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Miércoles, 11 de marzo de 2015 BUSC AR EN R INC O NETE

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Historias de palabras (6). Prestigio, en mala parte Por Alberto Montaner

En 1655 el jesuita flamenco Heinrich Engelgrave (1610-1670) daba a luz un homiliario titulado Lux Evangelica sub velum Sacrorum Emblematum recondita (Coloniæ: apud Iacobum a Moeurs, in duobus partis divisa; editio quarta ab auctore pluribus in locis aucta, Antuerpiæ: apud Viduam & Heredes Ioannis Cnobbari, sub signo S. Petri, 1657) en el que cada sermón venía precedido de un emblema o empresa, es decir, en definición de Francisco Rico, una armónica combinación de imagen (divisa, cuerpo) y palabra (mote, letra, alma), denotadora del pensamiento o del sentimiento de quien la exhibe, en este caso inspirada en la correspondiente Emblema XI del libro I de la Lux lectura del Evangelio. La dedicada al evangelica de Engelgrave, según la quinto domingo tras la Epifanía glosa el edición de Amberes de 1657. siguiente versículo: colligite primum Reproducido por cortesía de la zizania et alligate ea fasciculos ad Biblioteca Histórica «José María conburendum, triticum autem congregate Lafragua», de la Benemérita in horreum meum (‘recoged primero la Universidad Autónoma de Puebla cizaña y atadla en manojos para (México) (detalle). quemarla; el trigo, en cambio, reunidlo en mi granero’; Mateo, 13: 30). Pese al inequívoco contexto, nuestro jesuita retoma únicamente la remisión al fuego, ad conburendum, para servir de mote o lema a una imagen que no tiene nada que ver con la parábola de la cizaña, pues representa una especie de barbacoa en la que un cerdo aparece rodeado de vivas llamas (libro I, emblema XI). Al pie de la cartela que enmarca la imagen, una frase que actúa a modo de lema complementario señala, de forma lapidaria, CORPVS, anagramma, PORCVS (‘cuerpo, en anagrama, puerco’). En efecto, basta intercambiar dos letras de corpus para transformarlo en porcus (lo mismo vale, por cierto, para cuerpo y puerco). La exégesis de este emblema la constituye el subsiguiente sermón, que, según se declara en el párrafo introductorio, tratará De tormentis inferni, quæ anima in corpore, instrumento peccati et sordidissimo porco, patietur (‘De los tormentos del infierno que padecerá el alma en el cuerpo, instrumento de pecado y sucísimo puerco’; ed. 1655: I, 126; ed. 1657: I, 61). Se trata de un ejemplo paradigmático de la retórica homilética postridentina, en el que resulta de gran interés ver cómo se oblitera la recolección del trigo, para incidir solo en la quema, pero no de la cizaña, que es solo una parte de la cosecha, sino del cuerpo ~ puerco, que es connatural a todas las personas, potenciales condenadas a las llamas del infierno. Tal actitud retoma y acentúa la vieja postura ascética de comptemptu mundi o desprecio del mundo. Desde esta perspectiva, un orador sagrado como Engelgrave, aficionado, además, al conceptista juego del vocablo, sin duda le hubiese sabido sacar partido a la evolución semántica de los derivados del latín præstigium, pero en la época aquella aún no se había consumado. Pocas ideas hay hoy dotadas de mayor prestigio que este mismo concepto y, por consiguiente, la palabra que lo designa. Esta, según el DRAE, s. v. «prestigio», posee actualmente en español dos acepciones fundamentales (la segunda de las cuales deriva de la primera), que define así: «1. m. Realce, estimación, renombre, buen crédito. || 2. m. Ascendiente, influencia, autoridad», mientras que el DEA de Seco, Andrés y Ramos reconoce solo la primera, definida como «Estimación o buena opinión [de una pers. o cosa] entre la gente». En cierto modo, el prestigio viene a suponer hoy, en el plano de capital intangible, lo que antaño representara la honra (a su vez vinculada a la fama), tal y como la retrataba Calderón en los versos 865876 de la jornada primera de El acalde de Zalamea: C RESPO A quien se atreviera a un átomo de mi honor, por vida también del cielo, que también le ahorcara yo. D ON LOPE ¿Sabéis que estáis obligado a sufrir, por ser quien sois, estas cargas? C RESPO C on mi hacienda;

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CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (6). «Prestigio», en mala parte, por Alberto Montaner. pero con mi fama, no; al Rey, la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios.

Lo cierto es que el término ha ido a parar, al menos en el plano connotativo, muy lejos de su significación original, pese a que la voz es un cultismo introducido a mediados del siglo XV I , caso en el que lo usual es la conservación del sentido originario. Se dan, no obstante, otros ejemplos notorios de desplazamiento semántico en neologismos de esta índole, como el bien conocido de álgido, predilecto de los puristas de otrora (cf. DCECH, s. v.). Se trata de un término introducido desde el latín médico, en que algidus, etimológicamente ‘(muy) frío’, se aplicaba especialmente a febris algida ‘fiebre álgida’, que el doctor Lorenzo Sánchez Núñez definía como «una fiebre intermitente, de naturaleza perniciosa, en la que experimenta el enfermo anxiedades [sic] crueles y un frío glacial continuo, de lo que toma el nombre» (Diccionario de fiebres esenciales, Madrid: Repullés, 1819, § 17, p. 44), así como a stadium algidum o ‘período álgido’, lexía difundida especialmente en relación con las pandemias de cólera morbo de 1817-1823 y 1829-1851, ya que la hipotermia leve es uno de los posibles síntomas de la enfermedad. Dado que los episodios de descenso de la temperatura se consideraban momentos críticos en el desarrollo de la correspondiente enfermedad, el término pasó a calificar, mediante una combinación de metonimia y de metáfora, a otras situaciones que marcaban el paroxismo o el clímax de una situación dada, de donde la acepción hoy más usual y tercera de las recogidas por el DRAE, s. v. «álgido»: «Se dice del momento o período crítico o culminante de algunos procesos orgánicos, físicos, políticos, sociales», lo que puede plasmarse en usos que, desde el sentido etimológico, resultan paradójicos, pero que han adquirido plena carta de naturaleza, como, refiriéndose a un incendio, «las llamas alcanzaron su punto álgido» (El Periódico Mediterráneo, 26/08/2013). Una impresión parecida suscita la evolución de prestigio. Su étimo, el latín præstigium, es una voz de aparición tardía, documentada solo desde los textos patrísticos, por ejemplo en san Jerónimo, Epistulæ, LVII, II, 3, y en los glosarios tardoantiguos (Thesaurus Linguæ Latinæ [TLL], s. v. «præst(r)īgia»). Se trata de una voz formada a partir de otra, esta sí de uso clásico, que constituía un plurale tantum, una de esas palabras empleadas solo en plural, la cual podía adoptar tanto el género femenino, præst(r)īgiæ, como el neutro, præst(r)īgia. Las formas con -r-, aunque no las más frecuentes, son las etimológicas, pues la voz deriva del verbo præstrĭngo, debiéndose a disimilación la pérdida de la segunda -r-, mientras que el alargamiento de la -ī- se debe posiblemente a una compensación por la caída de la nasal de -ĭn-. A partir de los dos plurales citados se retroformaron los correspondientes singulares, pero, mientras el femenino præstigia se encuentra ya en Quintiliano, para el neutro præstigium hay que esperar al tránsito de los siglos I V a V , cuando aparece en la comedia anónima Querolus sive Aulularia (= El quejoso o La olla) y en la citada epístola jeronimiana. Siendo præstringo, por su parte, un compuesto del sufijo præ- ‘delante’ y el verbo strĭngo ‘estrechar, apretar’, su sentido prístino era ‘atar por delante’, referido a las extremidades; pero se utilizó sobre todo en varias acepciones translaticias; unas bastante obvias, como ‘constreñir’, y de ahí ‘ahogar, estrangular’; otras bastante menos, como ‘embotar’, tanto en sentido físico, así en lingua gladiorum aciem præstringit (‘la lengua embota el filo de las espadas’, Plauto, Truculentus, v. 968), como psíquico, tal que en animi aciem præstringit splendor […] nominis (‘la agudeza de espíritu la embotó el esplendor […] del nombre’, Cicerón, Pro C. Rabirio Postumo, 43). Una expresión de este tipo, perstringere oculorum aciem, literalmente ‘embotar la agudeza de los ojos’, simplificada en perstringere oculos, dio lugar a la acepción de ‘cegar, deslumbrar’. De estos últimos sentidos se deriva fácilmente el de ‘engañar la vista’, que está en la base del significado de præstigiæ ~ præstigia, ‘fantasmagoría, delusión’, y, con un componente intencional, ‘engaño, falacia’. Esta relación la advirtió ya san Isidoro: Dictum autem praestigium, quod praestringat aciem oculorum (‘Se lo llamó praestigium porque engañaba a la vista’, Etymologiæ, VIII, IX, 33). Posiblemente, el deverbal se refirió primeramente a las ilusiones visuales espontáneas, como en quæ eiusmodi præstigias aeris inferunt oculis (‘las cuales de este modo producen a la vista fantasmagorías del aire’, Apuleyo, De mundo, 16), que en su modelo griego corresponde a tōn en aéri fantasmátōn tà mén esti kat’ émfasin (‘parte de los fenómenos [que se dan] en el aire ocurren ciertamente por reflexión’, es decir, son solo aparentes, Pseudoaristóteles, Perì kósmou, IV, 395a29). En todo caso, pronto se generalizó con el sentido de ‘engaño’ o ‘trampa’, que se documenta ya en Plauto: patent præstigiæ, omnis res palam est (‘se hacen patentes los engaños, todo el asunto se ha desvelado’, Captivi, v. 1036), y que los glosarios recogen con equivalencias como doli, insidiæ (‘fraudes, engaños’) o, para el singular, falsitas, mendacium (‘falsedad, mentira’). Ahora bien, el término fue especializándose en un tipo especial de engaño o ilusión, la atribuida a los magos, sentido con el que, por causas apologéticas, predomina en la patrística. Así, Lactancio señala que Cristo maximas virtutes cœpit operari, non præstigis magicis, quæ nihil veri […] ostentant (‘comenzó a obrar con las mayores virtudes, no con las ilusiones de los magos, que nada cierto […] muestran’, Divinæ institutiones, IV, XV, 4), y san Jerónimo en carta a Teófilo: Christus magorum præstigias suo delevit adventu (‘Cristo borró con su llegada los engaños de los magos’, Epistulæ, XCVI, XVI, 2). De ahí el puro sentido de ‘magia’, siempre con connotaciones negativas, recogido en los glosarios grecolatinos: præstigia: magia; fraus,

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CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (6). «Prestigio», en mala parte, por Alberto Montaner. fallacia o goēteía (‘goecia, magia negra’): præstigium, a veces con alcance meramente lúdico: præstigiæ: psēfopaixía (‘malabarismo’), que para el nombre de agente recogía ya Apuleyo: funerepus periclitatur, præstigiator furatur, histrio gesticulatur ceterique omnes ludiones ostentant populo quod cuiusque artis est (‘se arriesga el funambulista, el ilusionista escamotea, el histrión gesticula y todo el resto de la farándula le muestra al pueblo lo que es propio de su respectiva arte’, Florida, 18). Es a esta acepción «mágica» a la que corresponde la primera aparición castellana del término, todavía como latinismo crudo, en el Libro de las confesiones (1316), de Martín Pérez: Ay otra manera mala de adevinar e de maravillas falsas fazer, que llaman prestigium, e es una manera de encantamento que faze las cosas en otras semejanças aparesçer, así commo el otero, castillo; e las mieses, cavalleros; e la piedra, oro; e la cuerda, serpiente; e la cabeça del omne, cabeça de carnero, e otras falsas aparesçencias que fazen los encantadores, non porque ellos de verdad unas cosas muden en otras (ca esto nunca puede ser sinon por el poder & por el miraglo de Dios, commo mudó la muger de Loth en piedra de sal), mas es mala sabiduría con que saben escarnesçer los ojos e los sentidos de los omes, ca les fazen semejar lo que non es. (III, 44, ed. de Antonio García et al., Madrid: BAC , 2002, p. 586)

La cuestión, claro, es cómo pudo pasar prestigio de acepción tan desprestigiada a la hoy común, de signo tan contrario… Pero esto será ya objeto de la próxima entrega. Ver todos los artículos de «Historias de palabras»

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CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (7). «Prestigio», la mutación, por Alberto Montaner.

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Historias de palabras (7). Prestigio, la mutación Por Alberto Montaner

En la entrega precedente veíamos cómo præstigium aparecía por primera vez en un texto castellano, aunque todavía como voz plenamente latina, en el Libro de las confesiones (1316), de Martín Pérez, en un pasaje en el que conservaba el sentido patrístico de ‘ilusión producida por arte de magia’. La voz se introduce en el léxico culto a lo largo del siglo XV, pero de forma muy restrictiva, pese a lo cual da lugar al nombre de agente prestigiante, usado por Juan de Mena en la copla CXXIX del Laberinto de fortuna: Fondón destos çercos vi ser derribados los que escodriñavan las dañadas artes, e la su culpa vi fecha dos partes, de los que demuestran y de los demostrados. Magos, sortílegos mucho dañados, prestigiantes vi luego seguiente, e los matemáticos que malamente tientan ojectos a nós devedados.

Aquí vemos a los realizadores de prestigios en el fondón o ‘parte más profunda’ del infierno que otros practicantes de las artes dañadas, es decir, ‘condenadas’ (por los cánones eclesiásticos y, en parte, las leyes civiles): los magos, posiblemente en el sentido de ‘nigromantes’, los sortílegos o ‘adivinos’ y los matemáticos o ‘astrólogos’. El mismo autor inventa un verbo prestigiar, con el sentido de ‘engañarse, hacerse vanas ilusiones’, que emplea en la copla LX: por eso ninguno non piense ni estime,  prestigïando, poder ser sçiente  de lo conçebido en la divina mente,  por mucho que en ello trasçenda nin rime.

Tanto el sustantivo original como un nuevo derivado, el adjetivo prestigioso, se irán difundiendo a lo largo del siglo XVI. Especial afición le tenía fray Bartolomé de las Casas, hasta el punto de constituir en su prosa casi un rasgo idioléctico, pues su frecuencia de uso contrasta con la rareza en otras obras del período. Ello se debe a su necesidad de explicar determinados fenómenos americanos, en particular los referidos a las religiones indígenas, que él, como todos sus contemporáneos, interpretan a través del prisma del tratado De Idololatria de Tertuliano y de otras obras patrísticas como las citadas en la sexta entrega de estas Historias. Así, a juicio del dominico, en su Apologética historia sumaria (1536), «Entre los infieles abundan mucho estos prestigiosos engaños y grandes oficiales que hay con los demonios aliados de los magos y hechiceros» (ed. de Vidal Abril Castelló et alii, Madrid: Alianza, 1992, vol. II, p. 752). Esta y otras observaciones le llevan a dedicar un capítulo entero, el XCIII (pp. 736­ 739), al asunto que nos ocupa, explicando muy claramente la cuestión: propriamente prestigio es un engaño del demonio que ninguna causa tiene de parte de la transmutación de la cosa, como no pierda su forma o su ser, sino de parte de la persona que se engaña o de los sentidos interiores o exteriores por los cuales le parece ser lo que no es […]. Y dícese prestigio porque restriñe y aprieta los sentidos que no sientan, vean ni oyan ni gusten ni palpen las cosas como son, sino unas por otras, y así es engaño de los sentidos. Y hablando generalmente, de tres maneras puede causarse aqueste engaño o prestigio de los sentidos: la primera, por industria humana y arte de los hombres, sin que intervenga obra del diablo, como vemos a los que llamamos embaidores, que juegan el juego que se dice de pasa­pasa […] y toman con dos manos un cochillo y hacen como se lo tragan. La segunda manera de prestigio o engaño de los sentidos es natural, que, sin arte ni virtud diabólica ni humana, ciertas cosas naturales lo causan […], como parece de […] cierta yerba, cuyo humo de tal manera hace movimiento en los ojos que juzga el hombre todos los maderos y palos que hay en casa ser culebras o serpientes. […] La tercera manera de prestigio y engaño es el de los demonios, cuando Dios les da lugar y permite que usen de la virtud y potestad que, en su criación, sobre ciertas cosas inferiores, como a los buenos ángeles, les hobo dado.

De estas tres acepciones, la segunda expresa lo que hoy designamos como alucinación, mientras que la tercera, al margen de su etiología, tenderíamos a asimilarla a una visión, si bien fray Bartolomé, siguiendo la doctrina tomista, diferencia allí mismo entre ambas (cap. XCVII, vol. II, p. 761): diferencia hay entre prestigio y visión imaginaria. Porque el prestigio puede tener la cosa delante la vista corporal, puesto que otra cosa le parezca de lo que es, […] pero la visión imaginaria no tiene alguna necesidad que cosa se le ofresca a los sentidos corporales exteriormente.

En cuanto a la primera acepción, corresponde a nuestro concepto de ilusionismo o prestidigitación, que es, justamente, el único derivado de præstigium que hoy conserva el sentido originario. El término procede, en último término, del sustantivo latino præstigiator, ya visto con ese mismo sentido en Apuleyo y del cual derivan el español prestigiador, «embaucador que hace juegos de manos», recogido por el Diccionario de autoridades, o el francés prestigiateur (‘impostor, engañador por sortilegio’), incluido por

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CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (7). «Prestigio», la mutación, por Alberto Montaner. Furetière en su Essay d’un dictionnaire universel (1684), s. v. «prestige», con la nota «Ce mot a quelque chose de noble. Il n’est pas bien établi» (‘Esta palabra tiene algo de elevado. No está bien asentada’). Esta advertencia explica, seguramente, la forma moderna prestidigitateur, que aparece a principios del siglo XIX (el primer testimonio conocido data de 1823), como resultado de una errónea interpretación de præstigiator como *præsti[di]gi[t]ator, es decir, un compuesto de præstus (> prêt ‘presto’), digitus (‘dedo’) y el sufijo de nombre de agente ­ator, esto es, ‘el que actúa moviendo prestamente los dedos’ (TLFi, s. v. «prestidigitateur»; DCECH, s. v. «prestigio», OED, s. v. «prestidigitator»). La voz pasó rápidamente del francés a otras lenguas europeas, como el italiano prestidigitatore (1835), el inglés prestidigitator (hacia 1843) y el español prestidigitador, que, si bien no fue aceptado en el DRAE hasta la 11.ª edición (de 1869), había sido empleado ya en 1847 por un autor más bien casticista como Serafín Estébanez Calderón, siempre en la expresión lente prestidigitador y, por tanto, no ya con el sentido literal, sino con el traslaticio de ‘engañoso’ o ‘creador de ilusiones’, es decir, prácticamente como equivalente de prestigiador: «no pudo resistir al deseo de asomarse a su espejo y de contemplarse a sí mismo, formando donosamente para ello su lente prestidigitador» (Escenas andaluzas, ed. Alberto González Troyano, Madrid: Cátedra, 1985, p. 165; sendos ejemplos más en las pp. 143 y 176). Esta deformación revela que en el siglo XIX el sentido original de los descendientes de præstigium se había perdido casi por completo, hasta el punto de volver opacos los derivados de præstigiator y de mover a darles transparencia semántica mediante la antedicha operación pseudoetimológica. Así se deduce de las siguientes palabras de Musset, quien emplea ya en 1837 el término con su sentido transmutado: Je dis maintenant que pour l’homme sans préjugés, les belles choses faites par Dieu peuvent avoir du prestige, mais que les actions humaines n’en sauraient avoir. Voilà encore un mot sonore, Monsieur, que ce mot de prestige; il n’a qu’un tort pour notre temps, c’est de n’exister que dans nos dictionnaires. (‘Ahora digo que, para el hombre sin prejuicios, las cosas hermosas hechas por Dios pueden tener prestigio, pero que las acciones humanas no son capaces de tenerlo. He aquí una vez más una palabra sonora, señor, esta de prestigio; solo tiene un defecto para nuestra época, el de no existir más que en nuestros diccionarios’). (Lettres de Dupuis et Cotonnet, IV, en sus Œuvres complètes en prose, ed. de Maurice Allem y Paul Courant, París: Gallimard, 1960, p. 863).

Pero, ¿en qué momento se había producido tal mutación? Esta parece poder remontarse a la segunda mitad del siglo XVI, a la luz de la siguiente expresión de El Crotalón, atribuido a Cristóbal de Villalón: «los poetas y hombres prestigiosos», donde la voz parece tener el sentido actual. Sin embargo, se trata de una ilusión, que se desvanece a la vista del pasaje completo: «Espero de ti que harás verdadera narración como de cierta esperiencia, y no de cosas fabulosas y mentirosas que los poetas y hombres prestigiosos acostumbran fingir por nos lo más encarecer» (ed. de Asunción Rallo, Madrid: Cátedra, 1990, p. 336). No cabe la menor duda al respecto si se compara con esta otra frase de la misma obra: «era un mentiroso, prestigioso y embaidor» (p. 437). Todavía hacia 1803 Olavide emplea el término en esa acepción: «Vanos prestigios, ilusiones mentirosas, ¿en dónde estáis? Ya os habéis desaparecido» (El incógnito o el fruto de la ambición, en sus Obras selectas, ed. de Estuardo Núñez, Lima: Banco de Crédito del Perú, 1987, p. 53a; otros ejemplos en pp. 24a y 25b). Con un sentido entre ‘hechizo’ y ‘embeleco’ lo empleará Simón Bolívar en su célebre Discurso de Angostura (1819), en un contexto que preludia la nueva acepción, pero todavía en mala parte: En las repúblicas el Ejecutivo debe ser el más fuerte, porque todo conspira contra él; en tanto que en las monarquías el más fuerte debe ser el Legislativo, porque todo conspira en favor del monarca. La veneración que profesan los pueblos a la Magistratura Real es un prestigio, que influye poderosamente a aumentar el respeto supersticioso que se tributa a esta autoridad. (José Gaos [ed.], El pensamiento hispanoamericano: antología, México D. F.: UNAM, 1993, vol. V, p. 161).

Seguramente no sorprenderá saber, visto lo visto, que el profundo cambio semántico del término se dio primeramente en francés, como ha estudiado Fritz Schalk en su artículo «Præstigium ­ Prestige», aparecido en la Romanische Forschungen, 83: 2­3 (1971), pp. 288­305. En dicha lengua la voz se documenta desde 1372 con la acepción de ‘ilusión atribuida a sortilegios’, como latinismo introducido por Denis Foulechat en su traducción del Policraticus de Juan de Salisbury. Este es el sentido que, como en español, se documenta entre los siglos XVI y XVII, aunque adquiere un matiz relevante para su posterior transformación y que se aprecia en los Discours et histoires des spectres, visions et apparitions (Angers: Georges Nepveu, 1586; nueva ed., París: Nicolas Buon, 1605) de Pierre Le Loyer: Après la fascination, viennes les Prestiges, qu’on confond bien souvent ensemble. [...] Ces par les prestiges que les yeux sont tellement charmez qu’ils voyent et contemplent des merveilles excedans la nature. D’où peut venir cela que du Diable? (‘Tras la fascinación vienen los prestigios, que muy a menudo se confunden en uno. […] Es por los prestigios por los que los ojos están de tal modo hechizados que ven y contemplan maravillas que sobrepasan la naturaleza. ¿De dónde puede venir esto, sino del Diablo?’). (Lib. II, cap. VI, ed. 1605: 129).

La idea básica es la misma expresada unos años antes por Las Casas, pero la inclusión de la maravilla es el germen de las futuras connotaciones positivas del término. No obstante, el concepto de algo esencialmente ilusorio pervivirá un

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CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (7). «Prestigio», la mutación, por Alberto Montaner. tiempo y todavía en el siglo XVIII se encuentra la oposición entre los prodiges divinos y los prestiges mágicos o, en general, paganos, según lo planteaban Lactancio o san Jerónimo, citados en la entrega anterior. Claro está que, a lo largo del Siglo de las Luces, los avances del racionalismo ilustrado irán dejando el concepto reducido a la idea de mero efecto de un truco, por vistoso que sea, abandonada ya toda asociación diabólica. Esta renovada secularización del término, que lo devuelve a sus orígenes, confluirá con su vinculación a lo sorprendente y maravilloso a la hora de dar lugar a la nueva acepción. Una tercera vía que confluye con estas dos es la aplicación del término al ámbito artístico, que se había producido ya en la segunda mitad del siglo XVII, como se aprecia en estos versos de La Fontaine, publicados en 1674: Par le second discours on voit que la Peinture Se vante de tenir école d’imposture; Comme si de cet art les prestiges puissans Pouvoient seuls rappeler les morts et les absens. (‘Por la razón segunda se ve que la Pintura se ufana de tener escuela de impostura, como si de tal arte los prestigios potentes pudieran convocar a los muertos y ausentes’). (Le songe de Vaux, II, vv. 33­36; ed. de Eleanor Titcomb, Ginebra: Droz, París: Minard, 1967, p. 107).

La capacidad evocativa de la pintura es semejante al prestigio mágico: es ilusoria, pero eficaz; es un engaño poderoso y convincente. Toda una lección de estética la que encierra esta utilización del término, en la que no puedo detenerme ahora, pero que revela cómo este va perdiendo sus connotaciones negativas. Esta combinación de factores (la inclusión de lo maravilloso, la secularización y la vinculación estética) hace que la voz, aplicada figuradamente a personas, objetos o ideas, pase fácilmente a expresar una mezcla de fascinación y de carisma, de encanto y de subyugación. Es difícil precisar cuándo se culmina esta transformación, porque a principios del siglo XIX en prestige conviven acepciones viejas y nuevas, matices negativos y positivos. En este caso, viene en nuestra ayuda, desde el otro lado del Canal, Walter Scott, cuando, describiendo en 1816 la batalla de Waterloo, señala que He [sc. Napoleon] needed now, more than ever, the dazzling blaze of decisive victory to renew the charm, or prestige, as he himself was wont to call it, once attached to his name and fortunes. (‘[Napoleón] necesitaba ahora, más que nunca, el fulgor deslumbrante de una victoria decisiva para renovar el carisma, o prestige, como él mismo solía llamarlo, un tiempo asociado a su nombre y fortuna’). (Paul’s Letters to His Kinfolk, Edimburgo: Cadell & Co., 1827, carta V, p. 68).

La forma en la que este sentido se naturalizó en español requiere de algunas precisiones que veremos en una tercera y última entrega sobre los misterios del prestigio. Ver todos los artículos de «Historias de palabras»

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CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (8). «Prestigio», en buena parte, por Alberto Montaner.

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Martes, 5 de mayo de 2015 BUSCAR EN RINCONETE

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Historias de palabras (8). Prestigio, en buena parte Por Alberto Montaner

Como veíamos al final de la séptima entrega de estas Historias, la definitiva mutación semántica de prestigio desde el ámbito de la delusión al del carisma se vincula particularmente a la figura de Napoleón. Lo corrobora otro testimonio coetáneo, de Madame de Staël: «Ce qui faisait le prestige de Napoléon, c’était l’idée qu’on avait de sa fortune» (‘Lo que hacía el prestigio de Napoleón era la idea que se tenía de su fortuna’; Considérations sur les principaux événements de la Révolution françoise, Paris: Delaunay; Bossange et Masson, 1818, vol. II, p. 354). El propio emperador emplea el término varias veces, por la pluma de Emmanuel de Las Cases, a lo largo del Mémorial de Saint­Hélène (1822­1823; ed. rev., Paris: Ernest Bourdin, 1842). En alguna ocasión presenta el prestige como algo ajeno: «Situé, ainsi que je l’étais, sans l’autorité héréditaire de l’antique tradition, privé du prestige de ce qu’ils appellent la légitimité, je ne devais pas permettre l’occasion d’entrer en lice vis­à­vis de moi» (‘Situado, como yo lo estaba, sin la autoridad de la antigua tradición, privado del prestigio de lo que llaman la legitimidad, no debía darles la ocasión de entrar en liza conmigo frente a frente’; vol. I; p. 404), pero más a menudo lo vincula a la actuación de sí mismo: Voilà l’idée dominante de Napoléon dans toute cette grande circonstance; elle est la clef constante de sa conduite jusqu’au dernier moment […]. S’il avait des succès, disait­il, il ferait dès lors des sacrifices avec honneur, et la paix avec gloire; les prestiges de sa supériorité demeuraient intacts. S’il éprouvait, au contraire, de trop grands revers, il serait toujours alors temps d’effectuer ces sacrifices. (‘He aquí la idea dominante de Napoleón en toda esta gran ocasión; es la clave constante de su conducta hasta el último momento […]. Si tenía éxito, decía, entonces haría los sacrificios con honor y la paz con gloria; el prestigio de su superioridad se mantenía intacto. Si experimentaba, por el contrario, reveses demasiado grandes, aún sería el momento de hacer estos sacrificios’; vol. II, p. 179).

Incluso el moralista conservador Joseph Joubert, aun dando al término un sentido a caballo entre el antiguo y el moderno, señala, en una reflexión escrita en 1820, que «Mirabeau et Napoléon lui­même furent des prestiges» (‘Mirabeau y el propio Napoleón fueron prestigios’; Pensées, essais et maximes, Paris: Charles Gosselin, 1842, vol. I, p. 402). Por esas mismas fechas, el término se emplea ya en español con el nuevo sentido. En los escritos de Sebastián de Miñano comparece varias veces y si bien el contexto no deja totalmente claro que el término carezca de cierta connotación negativa, sí es obvio que no presenta la acepción de ‘engaño, embeleco’ ni mucho menos la de ‘ilusión diabólica’, sino que se vincula a las ideas de atractivo y de carisma. Veamos un par de ejemplos: «esa bella concisión que tanto agrada a los lectores superficiales, pierde todo su prestigio en presencia de los hombres reflexivos» (Sátiras y panfletos del Trienio Constitucional (1820­1823), ed. de Claude Morange, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1994, p. 205); «Un personaje real, o principal, o ducal, debe tener un ayo y veinte maestros que le enseñen lo que él quiera aprender; […] porque lo demás, después de ser muy poco airoso, destruye enteramente el prestigio, que es el alma del negocio» (p. 433). Aunque, como en francés, durante estos años el término convive con los sentidos viejo y nuevo, este se impone rápidamente. Así, en 1830, el político radical Juan Romero Alpuente publica unas Observaciones sobre el prestigio errado y funesto del general Espoz y Mina, cuyo § 2 explica la necesidad de «publicar las verdades que desnuden a un mal general del prestigio o nombradía que goce». Seguramente no es ajeno a la rapidez con la que la acepción moderna se aclimata en España el hecho de que, como sucediera en Francia, el uso dieciochesco había despojado al término de parte de sus connotaciones negativas. Posiblemente a la zaga del francés, Juan Bautista de Arriaza, como La Fontaine, lo aplica a los atractivos de la pintura en el canto primero de su Emilia: Tú, pensamiento mío, enamorado de la Pintura, absorto en sus prestigios, de perspectiva en perspectiva vuela. (Poesías líricas, Madrid: Imprenta Real, 1829, vol. I, p. 162)

Más a menudo, sin embargo, se encuentra referido a los otrora llamados encantos femeninos y a su poder de seducción amorosa. Así lo emplea Meléndez Valdés en uno de los poemas de su compilación de 1784: ¿Quién de tu voz al prestigio,  de tus miradas al juego,  a la gracia de tus pasos,  y a las sales de tu ingenio  esclavo no se humillara,  por más que con loco empeño  a su magia irresistible 

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CVC. Rinconete. Lengua. Historias de palabras (8). «Prestigio», en buena parte, por Alberto Montaner. pusiese un pecho de acero? (Obras en verso, ed. de John H. R. Polt y Jorge Demerson, Oviedo: Centro de Estudios del Siglo XVIII, 1981­1983, vol. I, p. 357)

Un alcance parejo tiene en la versión hecha por el conde de Noroña, hacia 1800, de un ġazal del poeta persa Ḥåfeẓ dedicado a un efebo: Con los prestigios de tus dulces ojos el corazón doliente sangre espumante brota. Los despojos ve, joven excelente, de tu victoria, y mira de qué suerte conduces tus esclavos a la muerte. (Poesías asiáticas puestas en verso castellano, ed. de Santiago Fortuño, Madrid: Hiperión, 2003, gacela XIII de Hafiz, p. 288)

Como puede apreciarse, la evolución de prestigio hasta este punto es pareja a la que han experimentado otros términos del ámbito de la magia: hechizo, que, como corresponde a su étimo, factitius, es de suyo la operación mágica, acaba designando a toda ‘persona o cosa que embelesa o cautiva’; encanto, originalmente ‘encantamiento, fórmula mágica’, es hoy primordialmente el ‘atractivo’ o ‘agrado’ que algo despierta; fascinación ‘sortilegio’ y, en fin, embrujo, ‘maleficio’, ambos sobre todo con el sentido de ‘mal de ojo’, tienen actualmente el de ‘atracción irresistible’. El siguiente paso, con todo, aleja un tanto prestigio del resto de sus compañeros mágicos, pues estos siguen connotando algo de inexplicable o misterioso, vinculado aún a esa atracción a distancia que constituye uno de los pilares de la magia. En cambio, prestigio, si bien conserva un rasgo de carisma que no es ajeno a su origen, se ha trasladado hacia un ámbito, por así decir, más objetivo, en la medida en que se deriva de las acciones de una persona y no de un atractivo más o menos indefinible. El dato es tanto más significativo cuanto que, frente a los anteriores términos, que designaban lo que, desde una mentalidad mágica, eran auténticas realidades, prestigio había apuntado siempre a su carácter ilusorio. Si aceptásemos aún, atendiendo a la vieja máxima de raigambre platónica, que verba debent esse consona rebus (‘las palabras deben estar en consonancia con las cosas’), este salto del embeleco a la fama nos daría, sin duda, para desengañadas reflexiones morales, tomando a la inversa el primero de los Proverbios y cantares de Antonio Machado e identificando, en lugar de contraponiendo, la gloria y las evanescentes pompas de jabón:

Physignatus e hiperboloide (impresión en giclée sobre papel Hahnemühle Fine Art Baryte montado en dibond, 80 × 92 cm; Barcelona, 2010), por Ricardo Guixà. Obra de la serie Tempus fugit, que logra captar, mediante técnicas de fotografía científica, la suspensión del transcurso temporal, esencia de la vanitas barroca. Reproducida por cortesía del autor (detalle).

Nunca perseguí la gloria ni dejar en la memoria de los hombres mi canción; yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón.

Llegados a este punto y retomando el inicio de las tres entregas dedicadas al término, uno no puede menos que preguntarse, de un predicador tan agudo (en el sentido graciano del término) como Engelgrave, qué no habría hecho con el potencial juego del vocablo entre uno y otro prestigio. ¡Qué gran ocasión perdida para glosar el sic transit gloria mundi o, más aún, el inicio del Eclesiastés (1: 2): Vanitas vanitatum, dixit Ecclesiastes, vanitas vanitatum, omnia vanitas = ‘Vanidad de vanidades, dice el Predicador, vanidad de vanidades, todo es vanidad’! Ver todos los artículos de «Historias de palabras»

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