Humano demasiado humano

July 17, 2017 | Autor: Jm Oo | Categoria: Modern Poetry
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Humano demasiado humano puede describirse como la lucha por un nuevo ideal de cultura y la afirmación de una voluntad de poder capaz de transmutar todos los valores que informan la cultura occidental, los cuales niega, considerándolos formas de una moral que debe ser superada por oponerse a la consecución de otros que sean más acordes con la vida y sus exigencias de salud y verdad. Marca también un período fecundo en el pensamiento de Nietzsche, la defensa del espíritu de la ilustración, libre de prejuicios y opuesto a toda metafísica, y es todo esto lo que abre un futuro de posibilidades y pujanza. Un libro que Nietzsche subtituló «Un libro dedicado a los espíritus libres», debe ser leído para una mejor comprensión de la obra del gran filósofo, cuya importancia se acrecienta cada vez más.

Friedrich Nietzsche

Humano demasiado humano Un libro para espíritus libres ePUB v1.1 boterwisk 18.07.12

Título original: Menschliches, Allzumenschliches. Ein Buch für freie Geister Friedrich Nietzsche, 1984 Traducción: Carlos Vergara Diseño/retoque portada: boterwisk Editor original: boterwisk (v1.0 a v1.1) ePub base v2.0

ESTUDIO PRELIMINAR El 15 de octubre de 1844, en una pequeña ciudad alemana llamada Roecken, nace Friedrich Nietzsche, en el seno de una familia con larga tradición de pastores protestantes. Su breve vida, de apenas 45 años, se truncó el 25 de agosto de 1900, tras una internación en una clínica mental de Basilea. Fue tan excepcional la intensidad de su corta existencia, que le alcanzó para desmontar buena parte de los supuestos que, desde tiempo inmemorial, han venido alimentando la larga historia de la existencia humana en Occidente. Para ello, Nietzsche inaugura un método genealógico, una verdadera búsqueda del origen, de la Metafísica, de la Moral y de la Ciencia. Es una modificación revolucionaria que apunta a la esencia de la filosofía: pregunta por el «quién», qué habla, si habla con verdad o miente, si la oculta o disfruta, si se sabe a quién beneficia, etc. La herramienta que usa el filósofo es el discernimiento, que le permite separar lo verdadero de lo amañado con malicia. Nietzsche intuye que detrás de las verdades absolutas y universales de Platón, o del Cristianismo y su Dios único y verdadero, de las verdades objetivas del discurso científico e, incluso, de las normas morales inapelables, puede haber algún factor silencioso, alguna interacción de fuerzas y sentimientos, que pudiera estar falseando continuamente la realidad, para interpretarla, acomodándola a nuestros propios intereses: a esta construcción la denomina Voluntad de Poder. De esta manera tan drástica, Nietzsche desestima la noción de la imparcialidad en el conocer y, por tanto, la estabilidad del concepto de Verdad, sometido a cualquier cambio de humor. Otro tanto ocurriría con la universalidad de los conocimientos de la Ciencia. Por otro lado, el yo, última fortaleza de la fe, también se revelará a Nietzsche como una ilusoria creencia, una ficción imprescindible para nosotros, humanos, demasiado humanos. «Mi filosofía es un platonismo invertido», afirmaba Nietzsche, confirmando así la gran confrontación. Ese gran amante de la Verdad que fue Platón, queda así desenmascarado: su «mundo verdadero» es, en realidad, tan sólo una ficción, una breve brizna de felicidad que sólo experimenta el que más sufre, una mentira que alguna mente fatigada y dolida necesita tomar por verdadera, para redimir una existencia que no se justifica por sí misma. Asimismo, en el Cristianismo se aprecia la misma culpabilización de la existencia, como origen de todas las desdichas. Una vida en la que el morir y el renacer, el crear y el destruir, el Bien y el Mal, la Verdad y la Mentira, el placer y el dolor son lo mismo, porque el paso del tiempo no perdona. De este modo, nuestra conciencia desdichada se conforma con la ficción de un Ser eterno y perfecto, del cual se excluye todo cambio y toda connotación negativa: es ajeno al Mal, al Dolor y a la Mentira. Resulta, de esta manera, que este Ser infinitamente Verdadero, no es otra cosa que la pura Nada, un ideal vacío, una gran mentira basada en su contradicción con el mundo real. En Humano, demasiado Humano, texto conformado por varios capítulos, dedica los primeros a la religión, la moral, la filosofía, el arte y la cultura de su época; los siguientes tienen que ver con las relaciones entre individuos y, particularmente, con las características del mundo femenino. Tienen cabida también en estos capítulos la situación política de Alemania en esa época, y los conflictos y disturbios que se produjeron tras la unificación de los partidos socialistas de ese país.

El último capítulo, un tanto melancólico, muestra a Nietzsche a solas consigo mismo; y sus aforismos son un monólogo que, a pesar de ser pesimista, no implica pasividad ni resignación, ya que se advierte en todo momento el esfuerzo tendiente a la superación.

REFERENTE A HUMANO, DEMASIADO HUMANO EN ECCE HOMO 1. Humano, demasiado humano, es el monumento de una crisis. Lleva el subtítulo Libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases es la expresión de una victoria; pero con esta obra yo me desembaracé de lo que no era propio de mi naturaleza. El idealismo me es extraño: el título significa: «Allí donde vosotros veis cosas ideales, yo veo cosas humanas, demasiado humanas»… Yo conozco mejor al hombre… En ningún otro sentido se debe entender aquí la frase espíritu libre: únicamente en el sentido de un espíritu que ha llegado a ser libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí mismo. El tono, el sonido de la voz ha cambiado completamente; este libro parecerá prudente, fresco, y en ciertos casos hasta duro y sarcástico. Parece que cierta intelectualidad de gusto noble se sobrepone constantemente a una corriente pasional que corre por lo bajo. Esto da un sentido al hecho de que precisamente con la celebración centenaria de la muerte de Voltaire quiso justificarse la publicación del libro en 1878. Porque Voltaire, al contrario de todos aquellos que escribieron después que él, es ante todo un gran señor del espíritu; exactamente lo que yo soy también. El nombre de Voltaire a la cabeza de un escrito mío, era realmente un progreso hacia mí mismo… Si se mira bien, se descubre un espíritu implacable que conoce todos los escondites en que se refugia el ideal, en que el ideal tiene sus rincones y, por decirlo así, su último baluarte. Un espíritu que lleva una antorcha en la mano, pero cuya llama no vacila, proyecta una luz cruda en ese mundo subterráneo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora ni humo, sin actitudes guerreras, sin gestos patéticos ni contorsiones, pues todo esto sería idealismo. Se va depositando sobre hielo un error sobre otro: el ideal no es refutado, es helado. Aquí, por ejemplo, es el genio el que hiela; mirad por el reverso y veréis halar al santo; bajo una espesa capa de hielo se congela el héroe; finalmente se congelan la fe, la llamada convicción, y también la compasión se enfría notablemente; casi en todas partes se congela la cosa en sí… 2. Los comienzos de este libro se dan en el feliz momento de las semanas de la primera solemnidad bayreuthiana; una de las condiciones de su nacimiento fue el sentirme profundamente ajeno a cuanto me rodeaba. El que tenga una idea de qué visiones habían ya surgido en mi camino podrá adivinar los sentimientos que yo experimenté el día que entré en Bayreuth. Me parecía un sueño… ¿Dónde estaba yo? No reconocía ya nada: a duras penas reconocía a Wagner. En vano hojeaba yo mis recuerdos. Tribschen me parecía una lejana isla de bienaventurados: ni siquiera la más pequeña sombra de semejanza con Bayreuth. Los incomparables días en que se puso la primera piedra, la pequeña y adecuada sociedad que celebró aquella ceremonia y a la cual no había necesidad de desear dedos para cosas delicadas; ni la menor semejanza. ¿Qué había sucedido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! El wagnerismo había conseguido una victoria sobre Wagner. ¡El arte alemán! ¡El maestro alemán! ¡La cerveza alemana! Nosotros, los que sabíamos perfectamente a qué refinados artistas, a qué cosmopolitismo del gusto habla únicamente el arte de Wagner, estábamos fuera de nosotros mismos al encontrar a Wagner vestido de virtudes alemanas. Creo conocer al wagneriano; he vivido con tres generaciones de wagnerianos, desde el difunto Brendel, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de las Hojas de Bayreuth, que se confunden ellos mismos con Wagner; yo he oído toda clase de profesiones de fe de las bellas almas sobre

Wagner. ¡Un reino por una palabra sensata! En realidad, una sociedad para erizar el pelo. Nohl, Pohl, Kohl, y otros de esta laya, hasta el infinito. Allí no falta ningún aborto, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Más le habría valido caer entre jabalís! ¿Pero entre alemanes?… En último término, y para escarmiento de la posteridad, empalar a un bayreuthiano auténtico, o mejor meterle en alcohol, porque le falta espíritu, con la inscripción: «Este es el aspecto del espíritu sobre el cual se ha fundado el Imperio alemán»… En suma, en lo mejor de todo este alboroto yo me marché de allí, bruscamente, para un viaje de dos semanas, aunque una parisiense encantadora trataba de consolarme; con Wagner me excusé sencillamente por medio de un telegrama fatal. En un rincón perdido de Boehmerwald, en Klingenbrunn, arrastré yo mi melancolía, mi desprecio de los alemanes como una enfermedad, y de cuando en cuando escribía, con el título general de «La reja del arado», en mi libro de notas, algunas frases claras y duras consideraciones psicológicas, que acaso se puedan ahora encontrar en «Humano, demasiado humano». 3. Lo que en aquel momento se decidió no fue mi ruptura con Wagner; yo adquirí conciencia de una aberración general de mis instintos, cuyo error principal ya se llamara Wagner o el cargo de profesor de Basilea, era sólo un indicio. Se apoderó de mi la impaciencia de mí mismo; comprendí que era tiempo de meditar sobre mí mismo. De golpe vi de un modo terriblemente claro el tiempo que había desperdiciado; cuán inútilmente y cuán arbitrariamente toda mi existencia de filólogo me había desviado de mi deber. Yo me avergoncé de esta falsa modestia… Diez años había dejado detrás de mí, diez años durante los cuales la nutrición de mi espíritu había estado suspendida en mí, diez años en que yo no había hecho nada útil, en que había olvidado absurdamente una gran cantidad de cosas, a cambio de un fárrago de polvorienta erudición. Caminar a paso de tortuga entre los métricos griegos, con toda la minucia que imponían unos ojos enfermos, eso es lo que había conseguido. Me contemplaba con lástima, macilento y descarnado; las realidades faltaban absolutamente en mi provisión de ciencia, y las idealidades no valían un comino. Una sed verdaderamente abrasadora se apoderó de mí; desde ese momento no me ocupé sino de fisiología, medicina y ciencias naturales; ni siquiera volví a los estudios propiamente históricos, sino en cuanto mi deber me obligaba a ello imperiosamente. Entonces fue cuando adiviné también por primera vez la correlación que existe entre esta actividad escogida contrariamente al instinto natural, entre lo que se llama vocación, cuando nada os llama a ella, y esa necesidad de llenar el sentimiento de vacío y de inanición del corazón con ayuda de un arte que sirve de narcótico; del arte wagneriano, por ejemplo. Una mirada con precaución dirigida a mi alrededor me hizo descubrir que una turba de jóvenes sufren del mismo mal. Cuando se hace una violencia a la naturaleza, indefectiblemente ésta acarrea una segunda. En Alemania, en el imperio alemán (para evitar toda equivocación posible), hay demasiadas personas condenadas a tomar una decisión prematura; luego a morir lentamente de consunción, aplastadas por el peso de una carga que ya no se pueden quitar. Estos reclaman a Wagner a guisa de narcótico; se olvidan, se desembarazan de ellos mismos durante un momento. ¡Qué digo! ¡Durante cinco o seis horas! 4. En este momento, mi instinto se ha pronunciado implacablemente contra el hábito que yo había adquirido de ceder, de seguir, de engañarme acerca de mi mismo. No importa el genero de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza; todo esto me parecía preferible a ese desinterés indigno en que yo había caído por ignorancia, por exceso de juventud, al cual me había aferrado luego por indolencia, por yo no sé qué sentimiento de deber. Entonces es cuando vino en mi ayuda, de un modo que nunca sabría admirar bastante, y precisamente en el buen momento, esa mala herencia que me tocó en suerte de mi padre, y que no es, en suma, sino una

predisposición a morir joven. La enfermedad me separaba lentamente de mi medio, me ahorraba toda ruptura, todo paso violento y escabroso. En ese momento yo no había perdido todavía los testimonios de benevolencia que se me prodigaban: hasta había conquistado algunos nuevos. La enfermedad me confirió además el derecho de cambiar completamente todos mis hábitos: me permitió, me ordenó entregarme al olvido: me hizo el homenaje de la obligación de permanecer acostado, de estar ocioso, de esperar, de tener paciencia… Pero eso es justamente lo que se llama pensar… Mis ojos bastaron a poner fin a toda preocupación libresca, a toda filología. Me emancipé de los libros: durante años enteros no leí nada, y éste fue el mayor beneficio que me he proporcionado. Este yo interior, este yo en cierto modo repuesto y condenado al silencio, a fuerza de oír sin cesar a mi otro yo (y leer no es otra cosa); ese yo se despertó lentamente, tímidamente, con vacilación, pero acabó por hablar de nuevo. Jamás he mirado en mi interior con tanto gusto como en los periodos más morbosos y más dolorosos de mi vida. Basta leer «Aurora». o, por ejemplo, «El Caminante y su Sombra», para comprender lo que significaba esta vuelta a mí mismo: una forma superior de la curación. La otra curación no tuvo más que salir de ésta. 5. Humano, demasiado humano, ese momento de una rigurosa disciplina de sí mismo, por la cual puse bruscamente fin a todo lo que se había infiltrado en mi de delirio sagrado, de idealismo, de bellos sentimientos y de otros feminismos. Humano, demasiado humano fue redactado en su mayor parte en Sorrento: recibió su forma definitiva un invierno que pasé en Basilea, en condiciones mucho más desfavorables que en Sorrento. En el fondo, Peter Gast, que hacía entonces sus estudios en la Universidad de Basilea, y que me era muy adicto, es el que tiene este libro sobre su conciencia. Yo le dictaba, con la cabeza doliente y cubierta de compresas: él transcribía y corregía: él fue, en realidad, el verdadero escritor, mientras que yo no fui sino el autor. Cuando, por último, el volumen concluido estuvo entre mis manos, con profundo asombro del enfermo que yo llevaba dentro, envié dos ejemplares a Bayreuth. Por un rasgo de espíritu milagroso del azar recibí en aquella misma fecha un ejemplar del libreto de Parsifal, con esta dedicatoria de Wagner: «A mi querido amigo Friedrich Nietzsche, con mis votos más fervientes. Richard Wagner, consejero eclesiástico». Los dos libros se habían cruzado en el camino. Me pareció oír un ruido fatídico: ¿no era esto, en cierto modo, el chasquido de dos espadas que se cruzan?… Hacia la misma época aparecieron las primeras Hojas de Bayreuth; yo comprendí entonces que había llegado el gran momento. ¡Oh prodigio: Wagner se había vuelto piadoso!… 6. Cómo pensaba yo entonces acerca de mí mismo (1876), con qué prodigiosa certidumbre estaba yo en posesión de mi tarea y de lo que ésta tiene de universal, de ello es testimonio el libro entero, y particularmente un pasaje muy significativo. No obstante, con la astucia instintiva que me es habitual, me cuidé de evitar de nuevo la palabra yo, no ya para escribir esta vez Schopenhauer y Wagner, sino para prestar un rayo de gloria histórica a uno de mis amigos, al excelente doctor Paul Ree… En efecto, se trataba de una bestia demasiado maligna para… Otros fueron menos sutiles. Siempre he reconocido a aquellos de mis lectores de los que hay que desesperar, por ejemplo, el característico profesor alemán, en que apoyándose en este pasaje creían poder interpretar todo el libro como realismo superior. En verdad, estaba en contradicción con cinco o seis proposiciones de mi amigo. Léase a este propósito el prefacio a la Genealogía de la moral. He aquí el pasaje a que me refiero:

«¿Qué es, después de todo, el principio al que ha llegado uno de los pensadores más audaces y más fríos, el autor del libro “Del origen de los sentimientos morales” (leed Nietzsche, el primer inmoralista), gracias a su análisis mordaz y cortante de las acciones humanas? El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre físico, pues no hay mundo inteligible». «Esta proposición, nacida con su dureza y su carácter cortante bajo el martillo de la ciencia histórica (leed Transmutación de todos los valores), podría quizás, en último término, en un porvenir cualquiera, ser el hacha que ataca a la necesidad metafísica del hombre. Si esto será para bien o mal de la humanidad, ¿quién lo podrá decir? Pero en todo caso es una proposición de la mayor consecuencia, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con esa doble faz que poseen todas las grandes ciencias… ».

Turín, Entre Octubre y Noviembre de 1988 Friedrich Nietzsche

PREFACIO 1. Me han dicho muy a menudo, con gran asombro mío, que todos mis escritos, desde El nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, Preludio de una filosofía del futuro, tienen algo en común: todos ocultan lazos y redes para pájaros incautos, y una cierta incitación constante y silenciosa a invertir todos los valores y todas las costumbres establecidas. ¡Cómo! ¿No será que todo es humano, demasiado humano? Dicen que esto es lo que se exclama cuando se acaba de leer un libro mío, no sin cierta desconfianza e incluso horror hacia la moral; más aún con cierta disposición y ánimo para defender un día las cosas peores, porque ¿no han sido éstas las más calumniadas? Han dicho también que mis escritos enseñan a sospechar e incluso a despreciar, pero afortunadamente que también enseñan valentía y hasta temeridad. Realmente no creo que nadie haya sospechado tan profundamente del mundo, no sólo como abogado del diablo, sino incluso a veces, por usar el lenguaje teológico, como enemigo y acusador de Dios; y quien vislumbre las consecuencias que implica toda sospecha profunda, los estremecimientos y las angustias de esa soledad a la que condena la absoluta diferencia de puntos de vista, entenderá igualmente cuánto he intentado resguardarme en cualquier parte, ya sea recurriendo a la veneración, a la hostilidad, a la ciencia, a la frivolidad o a la estupidez, para descansar y casi para olvidarme de mí mismo; y porque también, cuando no encontraba lo que necesitaba, he tenido que procurármelo artificialmente, ya sea falsificando o inventando. Pero ¿qué otra cosa han hecho siempre los poetas?, ¿Para qué serviría todo el arte del mundo? Con todo, lo que necesitaba cada vez más para curarme y restablecerme era creer que yo no era el único en ser así y en ver así: un maravilloso presentimiento de parentesco y de afinidad en la manera de ver y de desear, que he cerrado los ojos consciente y voluntariamente a ese ciego deseo que muestra Schopenhauer hacia la moral, en una época en que yo tenía ideas muy claras al respecto, que me he engañado, además, a mí mismo respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuera un principio y no un final; y lo mismo respecto a los griegos, a los alemanes y su futuro, y a un sinfín de cosas más. Pero aunque todo esto fuese cierto y el reproche resultara justo, ¿qué saben ustedes, qué pueden saber de la cantidad de astucia, instinto de conservación, razonamiento y precaución superior que hay en ese autoengaño y toda la falsedad que necesito para poder estar constantemente permitiéndome el lujo de mantener mi verdad?… Basta decir que vivo y que la vida no es, en última instancia, un invento de la moral, sino que busca el engaño y vive de él… Pero ¿a qué he vuelto a las andadas y a hacer lo que siempre he hecho, antiguo inmoralista y cazador de pájaros? ¿A qué estoy hablando de manera inmoral, extra-moral, «más allá del bien y del mal».? 2. Por eso, cuando un día la necesité, inventé para mi uso particular la expresión «espíritus libres», a quienes dedico este libro, fruto a la vez del desaliento y del entusiasmo, titulado Humano, demasiado humano. Espíritus libres así no los hay ni los ha habido nunca: pero yo precisaba entonces de su compañía para estar de buen humor entre malos humores (enfermedad, aislamiento, destierro, acedía *, inactividad), como compañeros atrevidos y fantásticos, con los que se bromea, se ríe y se los manda a paseo cuando se ponen pesados, en sustitución de los amigos que me faltaban. Yo seré el último en dudar de que un día pueda haber espíritus libres de esta clase, que nuestra Europa cuente entre sus hijos de mañana y de pasado mañana con semejantes compañeros alegres y atrevidos, corporales y tangibles, y no, como en mi caso, a título de espectros y de sombras que vienen a entretener a un anacoreta. Ya los veo

llegar lenta, muy lentamente; ¿no estoy yo apresurando su llegada al describir de antemano bajo qué auspicios los veo nacer, por qué camino los veo acercarse?… *En latín, acisdia o acidia significa «negligencia», «pereza», «flojedad». (N. de T.) 3. Cabe esperar que la aventura decisiva de un espíritu en el que madure y alcance su plena sazón el tipo de «espíritu libre» sea un acto de desvinculación, antes del cual sería un espíritu esclavo, aparentemente encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Cuál es el vínculo más sólido? En hombres raros y exquisitos, los deberes; y tratándose además de jóvenes, el respeto, la timidez, el enternecerse ante todo lo que se considera digno y venerable desde muy antiguo, el reconocimiento al suelo que nos ha alimentado, a la mano que nos ha guiado, al santuario donde aprendimos a rezar… los momentos elevados serán los que nos obligarán más sólidamente y de un modo más permanente. La gran liberación de los esclavos de esta índole se produce repentinamente, como un temblor de tierra: el alma joven se siente de pronto agitada, desarraigada, arrancada; ni siquiera comprende lo que le sucede. Es una instigación, un impulso que actúa y se apodera de ellos como una orden, despertándose en su alma una voluntad, un deseo de ir hacia adelante, adonde sea y a cualquier precio; en todos sus sentidos brilla y resplandece una violenta y peligrosa curiosidad por un mundo que aún está por descubrir. La voz imperiosa de la seducción dice: «Antes morir que vivir aquí» y este «aquí», este «en casa», ¡es todo lo que había amado hasta ese momento! Un miedo y una desconfianza repentinos hacia todo lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que consideraba su «deber», un deseo sedicioso, arbitrario, impetuoso como un volcán, de viajar, de expatriarse, de alejarse, de refrescarse, de salir de la embriaguez, de convertirse en hielo; un odio hacia el amor; tal vez un paso y una mirada sacrílega hacia atrás, hacia donde hasta ese momento había amado y rezado: quizás un ruborizarse por lo que acaba de hacer y, a la vez un grito de alegría por haberlo hecho, un estremecimiento de embriaguez y de gozo interno en el que se revela una victoria… ¿Una victoria? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? Victoria enigmática, cuestionable, sospechosa, pero que es, a fin de cuentas, la primera victoria. Todas estas cosas constituyen los males y los sufrimientos que configuran la historia de esta gran liberación. A la vez, esta primera explosión de fuerza y de voluntad de autodeterminación y de autoestima, esta voluntad de querer libremente es una enfermedad que puede aniquilar al hombre: ¡y qué grado de enfermedad se manifiesta en las pruebas y extravagancias salvajes mediante las cuales el emancipado, el liberado trata en lo sucesivo de probar su dominio sobre las cosas! Con insaciable avidez lanza flechas a su alrededor; paga su botín con una excitación peligrosa de su orgullo; desgarra lo que le atrae. Con sonrisa maliciosa revuelve todo cuanto velaba el pudor; trata de ver qué parecen las cosas cuando se las pone al revés. Por satisfacer tal vez un simple capricho, se muestra ahora benevolente, con todo lo que hasta este momento estaba mal considerado y merodea, curioso y tentado, en torno al fruto más prohibido. En lo recóndito de sus agitaciones y desbordamientos porque en su camino se halla inquieto y desorientado como en un desierto, se esconde el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. «¿No cabría invertir todos los valores? ¿No podría el bien ser el mal y Dios un invento y una artimaña del diablo? A fin de cuentas, ¿no podría ser todo falso? Y si nos consideramos engañados, ¿no nos hemos de considerar también engañadores? ¿No habremos de ser engañadores?». Estos pensamientos lo guían y lo extravían, llevándolo cada vez más adelante, más lejos. La soledad, esa terrible diosa, madre cruel de las pasiones, lo retiene en su círculo y en sus anillos, cada vez más amenazadora, asfixiante y opresiva. Pero ¿quién sabe hoy lo que es la soledad? 4. De este enfermizo aislamiento, del desierto de estos años de buscar a tientas, resta mucho hasta

alcanzar esa enorme seguridad, esa salud desbordante, que no puede prescindir de la enfermedad, como medio y anzuelo del conocimiento; hasta lograr esa libertad madura del espíritu, que es también autodominio y disciplina del corazón, y que permite acceder a formas múltiples y opuestas de pensar; hasta ese estado interior, rebosante y hastiado por el exceso de riquezas, que excluye el peligro de que el espíritu se salga, por así decirlo, de su ruta y se encapriche en algún sitio, quedándose sentado en cualquier rincón: hasta esa superabundancia de fuerzas plásticas, curativas, modeladoras y reconstituyentes, que representa precisamente el signo de la gran salud, esa superabundancia que confiere al espíritu libre el peligroso privilegio de vivir como una tentativa y de correr aventuras: el privilegio del espíritu libre de ser maestro en su arte. A partir de este momento puede vivir largos años de convalecencia, con fases de muchos colores y una mezcla de dolor y de encanto, dominados y frenados por una voluntad férrea de estar sano, que con frecuencia se reviste y se disfraza de salud. Se trata de un estado intermedio que un hombre con semejante destino no puede recordar luego sin emocionarse: se apodera de él un benéfico sol de pálida y delicada luz, así como la sensación de tener la libertad, la vista y la insolencia del pájaro, a lo que se une una cierta curiosidad y un tierno menosprecio. En este estado, la fría expresión «espíritu libre» resulta bienhechora y casi reconfortante. Se vive sin estar ya encadenado por el amor o el odio: sin afirmar ni negar, voluntariamente cerca, voluntariamente lejos, complaciéndose sobre todo en escapar, en evadirse, en levantar el vuelo, unas veces para huir, otras para elevarse por medio de las alas; se siente uno hastiado como quien ha visto alguna vez por debajo de él, una inmensa y caótica multiplicidad de objetos, y se convierte en lo contrario de quienes se preocupan de cosas que no les incumben. En efecto, lo que en adelante concierne al espíritu libre son cosas, ¡y cuántas cosas! que ya no le preocupan… 5. Un paso más hacia la convalecencia y el espíritu libre se acerca a la vida lentamente, es cierto, casi a desgano, casi sin confianza. Todo cuanto lo rodea se vuelve otra vez más cálido, más dorado, por así decirlo: el sentimiento y la simpatía se hacen más profundos, y sobre él soplan brisas tibias de toda índole. Siente como si sus ojos se abrieran por vez primera a las cosas cercanas. Se maravilla y se sienta en silencio: ¿dónde estaba? ¡Qué cambiadas le resultan esas cosas inmediatas y próximas! ¡Qué aterciopelado encanto parecen haber tomado! Mira hacia atrás con agradecimiento por sus viajes, su dureza, su olvido de sí mismo, sus miradas hacia lo lejos y sus vuelos de pájaros por las alturas heladas. ¡Cuánto le alegra el no haberse quedado siempre «en su casa», encerrado en ella y entregado a la holgazanería! No hay duda de que estaba fuera de sí. Ahora se ve a sí mismo por primera vez, ¡y qué sorpresas descubre! ¡Qué estremecimiento inusual! ¡Qué felicidad le reporta incluso la falta de vigor, la antigua enfermedad, las recaídas del convaleciente! ¡Cuánto le agrada sentarse tranquilamente con su mal, ejercitar su paciencia, acostarse a la puesta del sol! ¿Quién capta como él la felicidad que reporta el invierno con la contemplación de las sombras que forma el sol en la pared? Estos convalecientes, estos lagartos que han vuelto a medias a la vida, son las animales más agradecidos y modestos del mundo; algunos de ellos no dejan que pase un día sin prender un breve canto de alabanza del borde de su ropa. Y, hablando en serio, enfermar como lo hacen esos espíritus libres, permanecer enfermo largo tiempo y recobrar luego poco a poco la salud, quiero decir una salud mejor, constituye una terapia radical contra todo pesimismo (que, como sabemos, es el cáncer de esos héroes de la mentira que son los viejos idealistas). Administrarse la salud a pequeñas dosis durante largo tiempo representa una sabiduría, una sabiduría de la vida.

6. En este momento puede suceder que, entre los súbitos destellos de una salud todavía variable, sometida aún a altibajos, los ojos del espíritu libre, cada vez más libre, empiecen a descifrar el enigma de esa gran liberación que hasta entonces había permanecido en su memoria de una forma oscura, problemática, casi intangible. Mientras que antaño apenas se atrevía a preguntarse: «¿Por qué vivir tan apartado, tan solo, renunciar a todo lo que respetaba, incluso al respeto mismo, ser duro, desconfiar y odiar mis propias virtudes?». Ahora se atreve a plantearse la cuestión en voz alta y hasta oye algo parecido a una respuesta, que le dice: «Tenías que llegar a ser dueño de ti mismo y de tus virtudes. Antes eran ellas quienes te dominaban, pero sólo tienen derecho a ser instrumentos tuyos junto a otros. Tenías que adueñarte de tu pro y de tu contra y aprender el arte de usarlos y de no usarlos de acuerdo con tu fin superior del momento. Tenías que aprender el carácter de perspectiva que tiene toda apreciación: la deformación, la distorsión y la aparente teleología de los horizontes y todo lo referente a la perspectiva, así como esa dosis de indiferencia necesaria que hay en todo pro y todo contra, la injusticia como algo inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por la perspectiva y su injusticia. Tenías que ver, sobre todo, con tus propios ojos dónde hay siempre más injusticia, a saber, allí donde la vida se desarrolla del modo más mezquino, estrecho, pobre y rudimentario y donde, pese a ello, no puede sino autoconsiderarse el fin y el medio de las cosas, desmenuzando y cuestionando, furtiva, minuciosa y asiduamente, en aras de su conservación, lo más grande, noble y rico que existe. Tenías que ver con tus propios ojos el problema de la jerarquía, y cómo van aumentado a la vez, conforme nos elevamos, el poder, la justeza y la extensión de la perspectiva. Tenías que…» ¡Pero basta! El espíritu libre sabe desde ahora a qué obedece ese «tienes que», lo mismo que sabe lo que puede y lo que a partir de este momento le está permitido… 7. De este modo se responde el espíritu libre respecto a este enigma de la liberación y, generalizando su caso, acaba explicando así todo lo que le ha ocurrido en su vida. Lo que me ha ocurrido, se dice, debe sucederle a todo hombre en quien quiera encarnarse una misión y «venir al mundo». El poder y la necesidad secretos de esa misión actuarán en sus destinos individuales y bajo ellos como un embarazo inconsciente: mucho antes de que éste se percate de esa misión y sepa su nombre. Nos domina nuestra vocación, aunque no la sepamos aún; el futuro regula la conducta de nuestro presente. Ya que la cuestión de la que tenemos derecho a hablar los espíritus libres es el problema de la jerarquía, y que éste constituye nuestro problema, hoy, en el mediodía de nuestra vida, empezamos a comprender qué preparativos, rodeos, pruebas, ensayos y disfraces necesitaba el problema que se «atrevía» a planteársenos y cómo debíamos, ante todo, experimentar en nuestra alma y en nuestro cuerpo los goces y los dolores más distintos y opuestos, como aventureros, como navegantes alrededor de este mundo interior llamado «hombre», como agrimensores de todo «más allá» y de todo «relativamente superior», que se llama asimismo hombre; avanzando en todas direcciones, casi sin miedo, sin avergonzarse de nada ni despreciar nada, sin perder nada, saboreándolo y purificándolo todo y pasándolo todo por la criba, por así decirlo, para separar todo lo accidental, hasta que al final tengamos los espíritus libres, derecho a decir «he aquí un problema nuevo. He aquí una larga escala, por cuyos peldaños hemos subido: escala que en algunos momentos hemos sido nosotros mismos. He aquí un más arriba y un más abajo, un por debajo de nosotros, una gradación inmensamente larga, una jerarquía que vemos; ¡he aquí… nuestro problema!». 8. No hay psicólogo ni adivino a quien se le oculte, ni por un momento, a qué estadio de la evolución

que acabo de describir, pertenece este libro (o, mejor dicho, en cuál ha sido colocado). Pero ¿dónde hay hoy psicólogos? En Francia, por supuesto; tal vez en Rusia; en Alemania, desde luego que no. Y no faltan razones para que los alemanes actuales consideren que ello los honra: ¡tanto peor, entonces, para un hombre cuya naturaleza y cuya vocación son en este punto antialemanes! Este libro alemán, que ha sido capaz de encontrar lectores en un amplio círculo de países y de pueblos, hace casi diez años de esto, y que debe tener una cierta habilidad musical, un cierto arte para tocar la flauta con vistas a seducir mediante él, hasta los toscos oídos de los extranjeros; es precisamente en Alemania donde se ha leído con mayor descuido y donde ha sido peor entendido. ¿A qué se debe esto? «Exige demasiado me han respondido, va dirigido a hombres liberados del apremio de las obligaciones ordinarias, precisa inteligencias sutiles y delicadas, requiere algo superfluo: el lujo del ocio, un cielo y un corazón puros, un otium en el sentido más audaz: cosas buenas todas ellas, pero que los alemanes actuales no tenemos y que, por consiguiente, no podemos dar». Ante una respuesta tan modosa, mi filosofía me aconseja que me calle y que no lleve más lejos mis preguntas, sobre todo porque en ciertos casos, como dice el proverbio, sólo se es filósofo quedándose uno en silencio.

Niza, primavera de 1886.

CAPÍTULO PRIMERO: LAS COSAS PRIMERAS Y LAS ÚLTIMAS 1. Química de las Ideas y de los Sentimientos. Los problemas filosóficos vuelven hoy a presentar la misma forma en casi todas las obras que hace dos mil años: ¿Cómo puede nacer una cosa de su contraria, por ejemplo, lo racional de lo irracional, lo vivo de lo muerto, la lógica del ilogismo, la contemplación desinteresada del deseo ávido, el vivir para los demás del egoísmo, la verdad del error? La filosofía metafísica se las ingenió hasta hoy para superar esta dificultad, negando que una cosa naciese de la otra y aceptando que las cosas superiormente valiosas tienen un origen milagroso, que salen del núcleo y de la esencia de la «cosa en sí». En cambio, la filosofía histórica, que no puede concebirse en modo alguno al margen de la ciencia natural y que es el más reciente de los métodos filosóficos, ha descubierto en ciertos casos particulares (y es verosímil que esta conclusión valga para todos) que no hay contrarios, a excepción de la habitual exageración de la concepción popular o metafísica y que en la base de esta oposición hay un error de la razón: de acuerdo con esta explicación, no existe, en un sentido estricto, ni conducta no egoísta, ni contemplación totalmente desinteresada; las dos no son sino sublimaciones en las que el elemento fundamental casi se ha volatizado y no manifiesta su presencia más que a una observación muy sutil. Todo lo que necesitamos y que, por primera vez, puede sernos dado merced al nivel actual de las ciencias particulares, es una química de las representaciones y de los sentimientos morales, religiosos, estéticos, así como de todas las emociones que experimentamos en las relaciones pequeñas y grandes de la civilización y de la sociedad, e incluso en el aislamiento. Pero ¿qué sucedería si esta química llegara a la conclusión de que también en este campo los colores más bellos son producto de materias viles e incluso despreciadas? ¿Les complacerá a muchas personas proseguir estas investigaciones? La humanidad tiende a excluir de su pensamiento las cuestiones relativas al origen y al principio. ¿No hay que ser casi inhumano para experimentar en uno mismo la inclinación opuesta? 2. El Pecado Original de los Filósofos. Todos los filósofos tienen en su haber esta falta común: partir del hombre actual y pensar que analizándolo pueden alcanzar su objetivo. Involuntariamente, presuponen que «el hombre» es una verdad eterna, un elemento fijo en medio de todos los torbellinos, una medida firme de las cosas. Sin embargo, todo lo que el filósofo enuncia del hombre no es, a fin de cuentas, sino un testimonio relativo al hombre de un espacio de tiempo muy limitado. La falta de sentido histórico es el pecado original de todos los filósofos: incluso muchos, en su ignorancia, consideran que la forma fija de la cual se ha de partir, es la del hombre más actual, sometido a la influencia de ciertas religiones y hasta de sucesos políticos concretos. Se niegan a entender que el hombre y la facultad cognoscitiva misma, son el resultado de una evolución; llegando algunos incluso a deducir la totalidad del mundo de dicha facultad cognoscitiva. Por el contrario, todo lo esencial del desarrollo humano se produjo en tiempos lejanos, mucho antes de los cuatro mil años que aproximadamente conocemos; en estos últimos años el hombre no puede haber cambiado mucho. Pero el filósofo ve «instintos» en el hombre actual y acepta que tales instintos corresponden a los datos inmutables de la humanidad y que, por consiguiente, pueden suministrar la clave

para entender el mundo en general; toda la teleología se basa en el hecho de considerar que el hombre de los últimos cuatro mil años es el hombre eterno, con el que todas las cosas del mundo guardan una relación natural desde su principio. Sin embargo, todo ha evolucionado; no hay hechos eternos, como no hay verdades eternas. Por eso es necesaria de hoy en adelante la filosofía histórica, y junto a ella la virtud de la modestia. 3. La Estimación de las Verdades Sin Apariencia. Una civilización superior se caracteriza por estimar más las pequeñas verdades sin apariencia que han sido descubiertas con un método estricto, que los errores bienhechores y deslumbrantes que proceden de épocas y de individuos metafísicos y artistas. Pronto acuden a los labios injurias contra las primeras, como si no pudiera haber una igualdad de derechos entre unas y otros: cuanto más modestas, honradas, tranquilas y humildes aparezcan aquellas, más hermosos, brillantes, ruidosos y hasta beatíficos se manifiestan éstos. Pero lo que, tras enconada lucha, se ha conquistado descubriéndose como cierto, duradero y por ello pletórico de consecuencias para todo el conocimiento posterior es, a fin de cuentas, lo más noble; ajustarse a ello representa una prueba de virilidad, de valentía, de honradez y de templanza. Poco a poco, no sólo el individuo, sino la humanidad entera se va elevando a esa virilidad, cuando acaba habituándose a estimar más los conocimientos seguros y duraderos, y a abandonar toda creencia en la inspiración y en la comunicación milagrosa de las verdades. Los adoradores de las formas, con su escala de lo bello y lo sublime, tendrán, ciertamente, buenas razones para ridiculizar, cuando la estimación de las verdades sin apariencia y del espíritu científico empiecen a imponerse: pero ello se debe a que su mirada no se encuentra todavía abierta al atractivo de la forma más simple, o a que los hombres educados en este espíritu no han llegado aún a compenetrarse plena e íntimamente con él, mientras que, sin darse cuenta, continúan persiguiendo las viejas formas (y ello bastante mal, como le ocurre a quien no se interesa mucho por algo). Antiguamente, el espíritu no se restringía a un método estricto de pensar, y su actividad consistía en trabar bien símbolos y formas. Esto ha variado; dedicarse seriamente al simbolismo ha pasado a ser una característica de una civilización inferior. Lo mismo que nuestras artes son cada vez más intelectuales y nuestros sentidos más espirituales, y lo mismo que, por ejemplo, se juzga hoy de muy distinto modo lo que hace cien años sonaba bien a los sentidos. Igualmente nuestras formas de vida se vuelven cada vez más espirituales, más feas quizás a los ojos de épocas anteriores, pero ello se debe sólo a que éstas no eran capaces de ver cómo el imperio de la belleza interior, espiritual se va haciendo continuamente más profundo y más amplio, y en qué medida todos nosotros podemos valorar hoy más la visión espiritual, interior, que la composición más hermosa o la obra arquitectónica más sublime. 4. La astrología y similares. Es verosímil que los objetos del sentimiento religioso, moral, estético y lógico sólo correspondan a la superficie de las cosas, aunque el hombre crea de buen grado que, al menos allí, está tocando el corazón del mundo; se forja ilusiones, porque estas cosas le producen una felicidad y un dolor sumamente profundos, con lo que está dando muestras del mismo orgullo que en el terreno de la astrología. Efectivamente, ésta cree que el cielo estrellado gira a tenor del destino de los hombres; el hombre moral, a su vez, supone que lo que tan profundamente le llega al corazón, ha de ser también la esencia y el

corazón de las cosas. 5. Malas interpretaciones de los sueños. En las épocas de civilización informe y rudimentaria, el hombre, cuando soñaba, creía conocer un segundo mundo real; este es el origen de toda metafísica. Sin soñar, no habría tenido la posibilidad de distinguir el mundo. La división en alma y cuerpo responde también a la concepción más antigua del sueño, al igual que la creencia en los espíritus y verosímilmente también de la creencia en los dioses. Antaño, durante muchos miles de años, se razonaba diciendo: «El muerto sigue vivo porque se aparece a los vivos en sueños». 6. El espíritu de la ciencia es poderoso en la parte, pero no en el todo. Los campos menores y diferenciados de la ciencia son abordados de un modo puramente objetivo; las grandes ciencias generales, en cambio, consideradas como un todo se plantean la cuestión puramente ideal de por qué y con qué utilidad. A consecuencia de esta preocupación por la utilidad, las ciencias son tratadas en su conjunto, menos impersonalmente que en sus partes. Ahora bien, como la filosofía ocupa la cúspide de la pirámide de las ciencias, se ve involuntariamente impulsada a plantear el problema de la utilidad del conocimiento en general. Y toda filosofía se siente forzada a concederle la utilidad más noble. Esta es la razón de que en todas las filosofías haya tenido tanta preponderancia la metafísica y se haya temido tanto a las respuestas de la física, que parecen insignificantes, porque la importancia del conocimiento para la vida debe resultar tan grande como sea posible. De ahí el antagonismo entre los campos concretos de la ciencia y la filosofía. Esta última pretende lo mismo que el arte: conceder a la vida y a la acción la mayor profundidad y significado posible: En los primeros se busca el conocimiento y nada más, como algo que ha de brotar de ellos. Hasta ahora no ha existido un filósofo para quien la filosofía no haya sido una apología del conocimiento. Al menos en este punto todos son optimistas: hay que atribuir al conocimiento la máxima utilidad. Todos han sido tiranizados por la lógica y esta es en esencia una forma de optimismo. 7. El aguafiestas de la ciencia. La filosofía se separó de la ciencia cuando se hizo la pregunta: ¿con qué conocimiento del mundo y de la vida vive el hombre más feliz? Esto se hizo ya en las escuelas socráticas: mediante la consideración de la felicidad se estranguló las venas de la investigación científica, y hoy se sigue haciendo lo mismo. 8. Explicación neumática de la naturaleza. La metafísica hace una explicación neumática del libro de naturaleza, como la que hicieron antaño de la Biblia la Iglesia y sus sabios. Se requiere mucha capacidad de comprensión para aplicar a la naturaleza el mismo género de explicación estricta que han establecido ahora los filólogos para todos los libros: limitarse a entender simplemente lo que quiere decir el texto, sin buscar un doble sentido, ni suponerlo siquiera. Pero lo mismo que en lo referente a los libros no se ha superado aún del todo la forma mala de explicar y hasta en la sociedad más culta encontramos a cada paso restos de explicación alegórica y mística, igualmente ocurre respecto a la naturaleza y todavía peor.

9. El mundo metafísico. Podría existir, ciertamente, un mundo metafísico; apenas puede negarse su posibilidad absoluta. Lo consideramos todo con un cerebro humano y no podemos extirpar ese cerebro. Con todo, siempre queda en pie la cuestión de saber qué sería el mundo si extirpáramos aquél. Éste es un problema meramente científico y no muy propio para que preocupe a los hombres. Pero todo lo que hasta ahora les ha hecho considerar que las hipótesis metafísicas son valiosas, temibles o agradables, lo que las ha creado, es pasión error y autoengaño. Los métodos cognoscitivos que nos han enseñado a creer en tales hipótesis no sólo no son los mejores, sino que son los peores. Desde que estos métodos se revelaron como fundamento de todas las religiones y metafísicas existentes, quedaron refutados. Pese a ello subsiste semejante posibilidad, aunque no podemos conseguir nada de ella y menos aún hacer que la felicidad, la salud y la vida dependan de la telaraña de dicha posibilidad. En última instancia, sólo podríamos explicar el mundo metafísico con atributos negativos, puesto que es diferente de nosotros y esa diferencia nos resulta inaccesible e incomprensible. Aunque se demostrase la existencia de ese mundo de la manera mejor, quedaría probado también que su conocimiento es para nosotros el más indiferente, más, aún de lo que es para quien navega en medio de una tempestad conocer el análisis químico del agua. 10. Inocuidad de la metafísica en el futuro. Desde el momento en que describamos el origen de la religión, del arte y de la moral, de forma que puedan explicarse enteramente, sin recurrir a conceptos metafísicos ni en su principio ni en su trayectoria, desaparecerá el interés que se atribuía al problema meramente teórico de la «cosa en sí» y de la «apariencia». Porque, en cualquier caso, con la religión, el arte y la moral no alcanzamos el «ser en sí del mundo». Estamos en el terreno de la representación y ninguna «intuición» puede hacernos avanzar. Con toda tranquilidad abandonaremos el problema de saber cómo es posible que nuestra imagen del mundo, difiera tan radicalmente de la naturaleza del mundo que deduce el razonamiento en el terreno de la fisiología y de la historia de la evolución de los organismos y de las ideas. 11. El lenguaje como presunta ciencia. La importancia del lenguaje para el desarrollo de la civilización se debe a que el hombre ha colocado en él, un mundo propio al lado del otro, habiendo considerado que esta posición era lo bastante sólida para, desde ella, sacar de sus goznes el resto del mundo y adueñarse de él. Como durante dilatados espacios de tiempo el hombre ha creído que las ideas y los nombres de las cosas eran verdades eternas, surgió en él un orgullo que lo hizo situarse por encima del animal: creía realmente que el lenguaje equivalía al conocimiento del mundo. El creador de palabras no era lo bastante modesto como para comprender que no estaba haciendo más que dando nombres a las cosas, y, por el contrario, se figuraba que mediante las palabras expresaba la ciencia suprema de las cosas; de hecho, el lenguaje es el primer grado del esfuerzo que hay que hacer para llegar a la ciencia, También en este caso la fe en la verdad descubierta, fue el punto de partida del que derivó la fuente más poderosa de fuerza. Mucho después, prácticamente en nuestros días, los hombres empezaron a vislumbrar que han estado extendiendo un error monstruoso al creer en el lenguaje. Afortunadamente, ya es demasiado tarde para que esto produzca un retroceso en la evolución de la razón que se basa en esa creencia. La lógica se basa también en

postulados que no tienen correspondencia alguna en el mundo real: por ejemplo, en el postulado de la igualdad de las cosas, de la identidad de una cosa consigo misma en diferentes momentos; pero esta ciencia surgió de la creencia opuesta (que existían ciertamente cosas de este género en el mundo real). Lo mismo ocurre con las matemáticas, que seguramente no hubiesen nacido, de haberse sabido antes que en la naturaleza no existen ni líneas exactamente rectas, ni auténticos círculos, ni dimensiones absolutas. 12. El sueño y la civilización. La función cerebral que más alterada resulta mientras soñamos es la memoria: no es que se paralice por entero, pero queda reducida a un estado de imperfección similar al que debió tener en todo hombre durante el día y la vigilia en los primeros tiempos de la humanidad. Arbitraria y confusa como es, confunde continuamente las cosas en virtud de las más leves similitudes. Sin embargo, con idénticos arbitrio y confusión idearon los hombres sus mitologías. Todavía hoy los viajeros suelen observar que el salvaje tiende a olvidar, que su espíritu empieza a titubear tras un breve esfuerzo de memoria, y que comienza a decir mentiras y cosas absurdas por puro cansancio. Ahora bien, cuando soñamos todos nos parecemos a ese salvaje; el reconocimiento imperfecto y la asimilación equivocada son causa del mal razonamiento en que incurrimos cuando soñamos; hasta el punto de que ante la clara representación de un sueño, tenemos miedo de nosotros mismos, de ocultar en nosotros tanta locura. La perfecta claridad de todas las representaciones en un sueño, que se basa en la absoluta creencia en su realidad, nos recuerda estados anteriores de la humanidad en que la alucinación afectaba, de vez en cuando y al mismo tiempo, a comunidades enteras, a pueblos enteros. Así al dormir y al soñar rehacemos una vez más la tarea de la humanidad anterior. 13. La lógica del sueño. Durante el sueño, nuestro sistema nervioso está continuamente excitado por múltiples causas internas; casi todos los órganos se separan y están en actividad: la sangre lleva a cabo con ímpetu su revolución, la postura del que duerme comprime ciertos miembros, la ropa de cama afecta a la sensación de distintas formas, el estómago digiere y agita con sus movimientos a otros órganos, los intestinos se retuercen, la posición de la cabeza produce estados musculares inusuales, los pies descalzos, al no pisar con sus plantas el suelo, experimentan un sentimiento inhabitual, lo mismo que la ropa diferente de todo el cuerpo; todo esto según su grado de cambio y de cotidianeidad, excita por su carácter extraordinario a todo el sistema nervioso hasta en la función del cerebro; y, de este modo, hay mil motivos para que el espíritu se asombre y busque las razones de esa excitación: porque soñar es investigar y representarse las causas de las impresiones así suscitadas, es decir, de las causas supuestas. Quien, por ejemplo, se envuelve los pies con dos vendas puede soñar que tiene dos serpientes enroscadas a ellos: se trata primero de una hipótesis, luego de una creencia acompañada de una representación y de una invención de forma. El espíritu del que duerme juzga de la siguiente manera: «Estas serpientes deben ser la causa de esta impresión que yo que estoy durmiendo, tengo». La imaginación excitada le presenta este pasado inmediato, descubierto mediante un razonamiento. Todos sabemos por experiencia con qué rapidez introduce quien sueña un sonido fuerte que llega hasta él, por ejemplo, unas campanadas, unos cañonazos, en la trama de su sueño, es decir, deduce su explicación al revés, de manera que cree experimentar primero las circunstancias que lo ocasionan y luego el correspondiente sonido. Ahora bien, ¿cómo es

posible que el espíritu del que sueña incurra siempre en una falsedad, hasta el punto de que le baste la primera hipótesis que le venga a la cabeza en orden a explicar una sensación, para creer de inmediato en su verdad, pese a que ese mismo espíritu, durante la vigilia, suele ser tan reservado, prudente y escéptico ante las hipótesis? Porque mientras soñamos creemos en nuestro sueño como si fuera una realidad, es decir, consideramos nuestra hipótesis totalmente demostrada. Creo que, del mismo modo como razona hoy el hombre cuando sueña, razonaba la humanidad incluso durante la vigilia a lo largo de muchos miles de años. Le bastaba y consideraba verdadera la primera «causa» que se le presentaba a su espíritu para explicar algo que requería explicación. Es lo que hacen todavía hoy los salvajes, según los relatos de viajeros. Durante el sueño sigue actuando en nosotros ese residuo muy antiguo de humanidad, porque sobre esa base se desarrolló la razón superior y se desarrolla todavía en cada hombre: el sueño nos conduce a lejanos estados de la civilización humana y pone en nuestras manos un medio de entenderlos. Si hoy nos resulta tan fácil pensar mientras soñamos es, precisamente, porque durante larguísimos períodos de la evolución humana, hemos sido adiestrados en esa forma de explicación fantástica y gratuita mediante la primera idea que aparece. Así, entonces el sueño es un recreo para el cerebro que, durante el día, tiene que responder a las severas exigencias del pensamiento tal como han sido establecidas por la cultura superior. Hay un fenómeno afín que podemos considerar en la inteligencia despierta como pórtico y vestíbulo del sueño. Cuando cerramos los ojos, el cerebro produce una multitud de sensaciones de luz y de color, posiblemente como una especie de resonancia y de eco de todos los fenómenos luminosos que durante el día actúan sobre él. Más aún, la inteligencia, de acuerdo con la imaginación, convierte al instante esos juegos de colores, que son informes en sí, en figuras concretas, personajes, paisajes, grupos animados. El fenómeno particular que acompaña a este hecho es también una especie de conclusión del efecto a la causa: mientras el espíritu pregunta de dónde provienen dichas sensaciones de luz y de color, supone como causas esas figuras y esos personajes: desempeñan para él el papel de ocasión de esos colores y de esas luces, porque, cuando es de día y tiene los ojos abiertos, está habituado a encontrar una causa ocasional para cada color y para cada impresión de luz. En este caso, pues, la imaginación suministra constantemente imágenes que recoge, para reproducirlas, de las impresiones visuales del día. Esto es precisamente lo que hace la imaginación cuando soñamos; lo cual significa que la presunta causa se deduce del efecto y se presupone después de éste y todo ello con suma rapidez, de forma que, como cuando vemos actuar a un prestidigitador, puede surgir un juicio confundido, al interpretarse una sucesión como algo simultáneo o como una sucesión en sentido contrario. De estos fenómenos cabe deducir lo muy tarde que se desarrolló el pensamiento lógico con una cierta precisión y con una investigación estricta de la causa y el efecto, cuando todavía hoy nuestras funciones intelectuales y racionales retroceden a las formas primitivas de razonamiento y vivimos en este estado casi la mitad de nuestra vida. También el poeta, el artista, atribuye supuestas causas a sus estados que no son plenamente verdaderas, recordando con esto a la humanidad arcaica y ayudándonos a entenderla. 14. Resonancia. Todas las disposiciones anímicas algo fuertes implican una resonancia de impresiones y de estados análogos; y excitan igualmente la memoria. Con motivo de ellas, se despierta en nosotros el recuerdo de algo y la conciencia de estados similares y del origen de éstos. De este modo se forman rápidas

asociaciones habituales de sentimientos y de ideas que, finalmente, cuando se suceden con la rapidez del relámpago, ya no se perciben como complejidades, sino como unidades. En este sentido, se habla del sentimiento moral y del sentimiento religioso como si fuesen puras unidades, cuando en realidad son ríos con cien manantiales y afluentes. También aquí, como ocurre tan frecuentemente, la unidad de la palabra no garantiza la unidad de la cosa. 15. En el mundo no hay un fuera ni un dentro. Al igual que Demócrito aplicaba los conceptos de arriba y abajo al espacio infinito, en los que no tienen sentido, los filósofos en general han aplicado los conceptos de dentro y de fuera a la esencia y a la apariencia del mundo; piensan que mediante sentimientos profundos puede penetrarse en el interior, acercarse al corazón de la naturaleza. Ahora bien éstos son sólo profundos en el sentido de que con ellos se excitan por lo regular, de un modo apenas sensible, ciertos grupos complejos de pensamiento que llamamos profundos: Un sentimiento es profundo en la medida que consideremos que lo son los pensamientos que lo acompañaron. No obstante, el pensamiento profundo puede estar muy lejos de la realidad, como sucede, por ejemplo, con todo pensamiento metafísico; si quitamos al sentimiento profundo los elementos del pensamiento que están mezclados con él, quedará el sentimiento fuerte, y éste no asegura respecto al conocimiento nada más que a sí mismo, de igual modo precisamente que la creencia fuerte sólo prueba su fuerza, pero no la verdad de lo que se cree. 16. La apariencia y la cosa en sí. Los filósofos suelen situarse ante la vida y la experiencia, ante lo que ellos llaman el mundo de la experiencia, como ante un cuadro pintado de una vez para siempre, que reprodujera la misma escena de un modo inevitable e invariable; piensan que dicha escena ha de ser bien interpretada para poder deducir así el ser que produjo el cuadro: de este modo pasan de este efecto a la causa, es decir, a lo incondicionado, a lo que siempre se consideró la razón suficiente del mundo de la apariencia. En contra de esta idea, entendiendo lo metafísico como lo incondicionado y, por consiguiente, también como lo incondicionante, debemos negar en sentido contrario toda dependencia entre lo incondicionado (el mundo metafísico) y el mundo que conocemos, de forma que en modo alguno incluya la apariencia a la cosa en sí y que sea rechazable todo intento de deducir la una de la otra. Por un lado no se tiene en cuenta el hecho de que tal cuadro, lo que los hombres llamamos actualmente vida y apariencia, ha llegado a ser lo que es paulatinamente, ya que incluso se encuentra todavía totalmente en trance de devenir, por lo que no puede tomarse por una dimensión estable, de la que se pudiera deducir legítimamente o por lo menos concluir algo respecto al creador (la causa suficiente). Como desde hace miles de años hemos estado mirando el mundo con pretensiones morales, estéticas, religiosas, con una tendencia ciega, con pasión o con miedo, embriagándonos de las impertinencias del pensamiento lógico, este mundo se ha ido volviendo poco a poco tan admirablemente abigarrado, terrible y lleno de sentido profundo y de alma. Ha sido pintado, ciertamente, ¡pero por nosotros! La inteligencia humana, en virtud de los apetitos y de las afecciones humanas, ha hecho que surja esta apariencia y ha proyectado en las cosas sus concepciones erróneas fundamentales. Después, mucho después, se ha puesto a reflexionar: y entonces le han resultado tan extraordinariamente distintos y separados el mundo de la apariencia y la cosa en sí, que ha rechazado la posibilidad de deducir ésta de aquél, o ha exigido, con espantosos aires de misterio, que abdique

nuestra inteligencia, nuestra voluntad personal, para llegar a la esencia esencializándose ella misma. Inversamente otros recogieron todos los rasgos característicos de nuestro mundo de la apariencia, esto es de la representación del mundo surgida de los errores intelectuales, que nos ha llegado por herencia y, en vez de culpar a la inteligencia, han responsabilizado a la esencia de las cosas, a título de causa de ese carácter real tan inquietante del mundo y han predicado la emancipación del ser. El constante y penoso avance de la ciencia logrará su mayor triunfo sobre estas concepciones, en una historia de la génesis del pensamiento, cuyo resultado podría llevar a esta proposición: lo que actualmente llamamos mundo es el resultado de múltiples errores y fantasías, que han ido surgiendo paulatinamente en la evolución del conjunto de los seres organizados, que se entremezclaron al crecer, llegando a nosotros por herencia como un tesoro acumulado a lo largo del pasado. Y digo tesoro porque el valor de nuestra humanidad radica en él. Ahora bien, la ciencia estricta realmente sólo puede liberarnos de ese mundo de la apariencia en una medida mínima, aunque, por otra parte, no sea deseable que lo haga, dado que no puede eliminar de raíz la fuerza de los hábitos antiguos de la sensibilidad, pero puede iluminar progresivamente y paso a paso la historia de la génesis de este mundo como representación, y elevarnos, por unos instantes al menos, por encima de toda la serie de hechos. Quizás reconozcamos entonces que la cosa en sí es digna de una risa homérica, ya que parecía ser mucho, incluso serlo todo, pero en realidad «es» algo vacío, especialmente algo vacío de sentido. 17. Las explicaciones metafísicas. El joven acepta las explicaciones metafísicas porque le muestran algo que encierra gran interés, en cosas que consideraba desagradables o despreciables: y si está descontento de sí mismo, fomenta este sentimiento cuando en lo que tanto desaprueba de sí mismo reconoce el enigma íntimo del mundo o la miseria del mundo. Sentirse más irresponsable y encontrar a la vez las cosas más interesantes representa para él un doble beneficio que debe a la metafísica. Por supuesto que más tarde desconfiará de todas estas formas de explicación metafísica, y se dará cuenta quizás de que se pueden lograr estos mismos efectos igualmente bien y de un modo más científico, por otro camino que las explicaciones físicas e históricas proporcionan, igualmente bien al menos, sentimientos de alivio personal; y que ese interés por la vida y sus problemas adquiere tal vez más fuerza todavía. 18. Las cuestiones fundamentales de la metafísica. Una vez que se haya escrito la historia de la génesis del pensamiento, adquirirá una luz nueva la siguiente frase de un eminente lógico: «La Ley general originaria del sujeto cognoscente consiste en la necesidad interior de reconocer todo objeto en sí, en su esencia propia, como un objeto idéntico a sí mismo que por lo tanto, existe por sí mismo y que en el fondo permanece siempre semejante a sí mismo e inmóvil; en suma, como una sustancia». Incluso esta Ley que aquí se considera «originaria» es el resultado de un devenir: un día se verá claramente que esta tendencia surge poco a poco en los organismos inferiores, que los débiles ojos de topo de esos organismos sólo ven al principio lo idéntico, cómo después, cuando se hacen más intensas las diversas sensaciones de placer y de dolor, se van distinguiendo paulatinamente distintas sustancias, pero cada una con un solo atributo, es decir, en una relación única con tal organismo. El primer grado de la lógica es el juicio, cuya esencia, según la afirmación de los lógicos más notables, es la creencia. Toda

creencia se basa en la sensación agradable o dolorosa respecto al sujeto que la experimenta. Una tercera sensación nueva, resultado de dos sensaciones anteriores aisladas, constituye el juicio en su forma más inferior. A los seres organizados sólo nos interesa del origen de una cosa: la relación que guarda con nosotros respecto al placer y al dolor. Entre los momentos en que adquirimos conciencia de esta relación, entre los estados en que tenemos sensaciones, hay momentos de reposo, de no sensación; entonces carecen de interés para nosotros, el mundo y todas las cosas. No apreciamos en ellos modificación alguna (de igual forma que ahora un hombre que esté muy interesado por algo no se da cuenta de que alguien pasa cerca de él). Para las plantas, todas las cosas son por lo general inmóviles y eternas, y cada cosa es idéntica a sí misma. De su período como organismo inferior, el hombre ha heredado la creencia de que hay cosas idénticas (sólo la experiencia formada por la ciencia más avanzada contradice esta proposición). Al principio, la creencia de todo ser orgánico es tal vez incluso que todo el resto del mundo es uno e inmóvil. Nada hay más lejano de este grado primitivo de la lógica que la idea de causalidad: cuando el individuo que siente se observa a sí mismo, considera toda sensación, toda modificación, como algo aislado, es decir incondicionado, independiente: surge de nosotros sin vínculo alguno con lo anterior o lo posterior. Tenemos hambre, pero al principio no pensamos que el organismo necesita alimentarse, sino que parece experimentarse esta sensación sin razón ni finalidad, aislada y como arbitraria. Del mismo modo, la creencia en la libertad de la voluntad es un error originario de todo ser orgánico, que se remonta al momento en que existen en él tendencias lógicas; también es un error antiguo de todo ser orgánico la creencia en sustancias incondicionadas y en cosas idénticas. Así, entonces, como toda metafísica se ha ocupado principalmente de las sustancias y de la libertad de la voluntad, puede ser definida como la ciencia que trata de los errores fundamentales del hombre, pero como si fueran verdades fundamentales. 19. El número. El descubrimiento de las leyes numéricas se hizo basándose en el error, que ya imperaba originariamente, de que hay muchas cosas idénticas (aunque de hecho no haya nada idéntico) o, al menos, de que existen cosas (aunque no existan «cosas»). La mera noción de pluralidad supone ya que hay algo que se presenta repetidas veces: y aquí precisamente se da ya el error, porque estamos imaginando entidades y unidades inexistentes. Nuestras percepciones del tiempo y del espacio son falsas, porque, si las examinamos consecuentemente, conducen a contradicciones lógicas. En todas las afirmaciones científicas utilizamos inevitablemente dimensiones falsas, pero como estas dimensiones son por lo menos constantes (como nuestra percepción del tiempo y del espacio, por ejemplo), no por eso dejan de ser totalmente exactos y seguros los resultados científicos en sus relaciones mutuas; podemos seguir utilizándolos hasta llegar a ese punto final en el que los supuestos fundamentales erróneos, esos errores constantes, entran en contradicción con los resultados, como en la teoría atómica, por ejemplo. Entonces nos vemos obligados a aceptar una «cosa» o un «sustrato» material, que recibe el movimiento mientras que todo el procedimiento científico se ha impuesto precisamente la tarea de reducir a movimiento todo lo que tiene un carácter de cosa (lo material): también aquí separamos con nuestra sensación el motor y lo movido, sin salimos de ese círculo, ya que la creencia en cosas se encuentra incorporada a nuestro ser desde la antigüedad. Cuando Kant dijo: «La razón no recibe sus leyes de la naturaleza, sino que se las prescribe a ésta», afirmó algo totalmente cierto respecto al concepto de naturaleza, que estamos

obligados a ligar a aquélla (naturaleza: mundo como representación, es decir, como error), pero que es la suma total de una multitud de errores de la inteligencia. A un mundo que no fuese una representación nuestra, no se le podrían aplicar enteramente las leyes numéricas: éstas sólo sirven en el terreno humano. 20. Algunos escalones hacia atrás. Cuando el hombre supera las ideas y las preocupaciones supersticiosas y religiosas, y, por ejemplo, no cree ya en el ángel de la guarda ni en el pecado original, habiendo dejado incluso de hablar de la salvación de las almas, alcanza un grado muy elevado de cultura: una vez obtenido ese grado de liberación, ha de triunfar todavía sobre la metafísica, merced a los mayores esfuerzos de su inteligencia. Pero entonces es necesario un movimiento de retroceso ; es preciso que se considere la justificación histórica e incluso psicológica de tales representaciones y que se reconozca que se debe a ellas el mayor provecho de la humanidad. Que sin ese movimiento de retroceso, nos veríamos privados de los mejores resultados que ha obtenido la humanidad hasta hoy. Respecto a la metafísica filosófica, observo que actualmente cada vez hay más hombres que tienden a adoptar una actitud negativa (señalando que toda metafísica positiva es un error), pero que hay también unos pocos que retroceden unos cuantos escalones; conviene en efecto, superar con la mirada el último grado de la escala, pero no tratar de limitarse a ello. Los más ilustrados llegan precisamente lo bastante lejos para librarse de la metafísica y lanzar sobre ella una mirada por encima del hombro con aire de superioridad, pero aquí como en un hipódromo, hay que dar la vuelta para acabar la carrera. 21. Presunta victoria del escepticismo. Aceptemos por un instante el punto de partida escéptico: supongamos que no existe otro mundo metafísico y que todas las explicaciones que nos proporciona la metafísica del único mundo que conocemos nos resultan inútiles. ¿Con qué mirada contemplaríamos a los hombres y a las cosas? Podemos pensar que ello es útil aún en el caso de que se descartara la cuestión de saber si Kant y Schopenhauer demostraron científicamente alguna cuestión metafísica. Así, ateniéndonos a la verosimilitud histórica, es muy posible que la mayoría de los hombres lleguen un día a ser escépticos en relación a esto; entonces se plantea esta pregunta: ¿cómo actuará la raza humana bajo la influencia de esta convicción? Tal vez resulte tan difícil la demostración científica de un mundo metafísico cualquiera, sea el que sea, que la humanidad no logre desechar cierta desconfianza respecto a ella. Y si desconfiamos de la metafísica, llegaremos a las mismas consecuencias que si fuera refutada directamente y no tuviéramos ya derecho a creer en ella. La cuestión histórica relativa a una convicción no metafísica de la humanidad sigue siendo igual en ambos casos. 22. Incredulidad en el monumentum aere perennius. Un importante inconveniente que acarrea la desaparición de opiniones metafísicas consiste en que el individuo limita demasiado su mirada a su corta existencia y no experimenta ya fuertes impulsos para crear instituciones duraderas, establecidas para siglos enteros; quiere recoger él mismo los frutos del árbol que planta y por tanto no planta ya árboles que requieran un cultivo regular durante siglos y que estén destinados a dar sombra a largas series de generaciones. Y es que las opiniones metafísicas suministran la creencia de que en ellas se encuentra la base definitiva y válida sobre la cual hay que

establecer y construir en adelante todo el futuro de la humanidad; el individuo se procura la salvación cuando, por ejemplo, funda una iglesia o un monasterio: «esto me será tenido en cuenta, piensa, y puesto en mi haber en la existencia eterna de las almas, porque es trabajar por la salvación eterna de las almas». ¿Puede la ciencia suscitar una creencia semejante en sus resultados? En realidad, sus dos colaboradoras más fieles son la duda y la desconfianza: pero con el tiempo la suma de verdades intangibles, es decir, que sobrevivan a todas las tormentas del escepticismo, a todos los análisis, puede llegar a ser lo suficientemente grande (por ejemplo, en la higiene de la salud) como para que alguien se decida a fundar obras «eternas». Mientras tanto, el contraste de nuestra efímera existencia agitada con el reposo de largo aliento de las épocas metafísicas, es todavía demasiado fuerte, dado que ambas épocas están aún demasiado cerca entre sí: el mismo individuo ha de atravesar hoy demasiadas evoluciones interiores y exteriores para atreverse a establecer algo duradero y de una vez para siempre, tan sólo para su existencia personal. Un hombre enteramente moderno que quiere, por ejemplo, construirse una casa experimenta en este sentido el mismo sentimiento que si fuera a emparedarse en vida dentro de un mausoleo. 23. La época de la comparación. Cuanto menos encadenados están los hombres por la tradición, mayor es el movimiento interior de sus motivos, mayor a su vez por correspondencia, la agitación exterior, la compenetración recíproca de los hombres, la polifonía de los esfuerzos. ¿Por qué sigue existiendo hoy la obligación estricta de vincularse un hombre y su descendencia a una localidad? ¿Por qué siguen existiendo, en general, lazos estrechos? Del mismo modo que todos los estilos artísticos son imitados los unos de los otros, igualmente ocurre con todos los grados y géneros de moralidad, de costumbres y de culturas. Semejante época extrae su significado del hecho de que en ella pueden compararse y vivirse unas junto a otras concepciones del mundo, costumbres y culturas diferentes, cosa que no era posible antaño, en la época en que cada cultura se hallaba siempre delimitada a un lugar, debido a la vinculación de todos los géneros del estilo artístico a un espacio y a una época. Hoy un aumento del sentimiento estético decidirá definitivamente entre las múltiples formas que se ofrecen a la comparación, dejando perecer a la mayoría, es decir, a todas las que sean rechazadas por dicho sentimiento. Del mismo modo se produce hoy una selección en las tomas y costumbres de la moral superior, cuyo fin no puede ser sino el aniquilamiento de las morales inferiores. ¡Es la época de la comparación! Éste es su orgullo, pero precisamente también su desgracia. ¡Qué no nos asuste esa desgracia! Convirtamos más bien, el deber que nos impone esta época en la idea más elevada que podamos: así nos bendecirá la posteridad que se considerará por encima tanto de las culturas originales de pueblos cerrados en sí mismos, como de la cultura de la comparación, pero que mirará con gratitud estas dos clases de cultura como antigüedades respetables. 24. Posibilidad del progreso. Cuando un sabio de la cultura antigua promete no tratar con quienes creen en el progreso, no le falta razón. Como la cultura antigua tiene tras de sí su grandeza y su virtud y la educación histórica obliga al individuo a reconocer que nunca recuperará su frescura, se requiere una obcecación intolerable o un prejuicio insoportable para negarlo. Pero los hombres pueden decidir con plena conciencia desarrollarse en lo sucesivo de acuerdo con una cultura nueva. Mientras antes se desarrollaban inconscientemente y al

azar: actualmente pueden producir mejores condiciones para la generación de hombres, su alimentación, su educación, su instrucción, organizar económicamente toda la tierra, medir y equilibrar las fuerzas de los individuos en general unas respecto a otras. Esta nueva cultura consciente mata a la antigua que considerada en conjunto, vivió una vida inconsciente de animal y de vegetal: mata también la desconfianza hacia el progreso, éste es posible. Quiero decir que es un juicio precipitado y casi carente de sentido creer que el progreso ha de realizarse necesariamente, pero ¿cómo podría negarse que es posible? En cambio, ni siquiera es concebible un progreso en el sentido y por la vía de la cultura antigua. A la fantasía romántica le agrada utilizar continuamente la palabra «progreso», cuando habla de sus fines (por ejemplo, de las culturas originales y determinadas de los pueblos). En todo caso ha tomado su imagen del pasado, su pensamiento y su concepción carecen en este campo de toda originalidad. 25. Moral privada y moral universal. Desde que dejó de creerse que un dios dirige plenamente los destinos del mundo y que a pesar de todas las sinuosidades del camino de la humanidad, los conduce como señor hasta su final, los hombres deben proponerse fines ecuménicos, que abarquen toda la tierra. La antigua moral, entre otras la de Kant, exige de todo individuo actos que desearía que realizaran todos los hombres; lo cual es una hermosa ingenuidad: ¡cómo si cada uno supiera, sin más qué tipo de acción garantizaría el bienestar al conjunto de la humanidad y, por consiguiente, qué actos merecen ser deseados de forma general! Esta teoría es análoga a la del librecambio, la cual determina en principio que la armonía general ha de producirse por sí misma, conforme a leyes innatas de perfeccionamiento. Tal vez una mirada al futuro respecto a las necesidades de la humanidad, lo ponga enteramente de relieve y que resulte deseable que todos los hombres realicen actos similares; quizás, en interés de fines ecuménicos para toda la humanidad, se debería mejor proponer deberes especiales e incluso, en determinadas circunstancias, malos. En cualquier caso, si la humanidad no ha de caminar hacia su perdición y ha de gobernarse de un modo autoconsciente es preciso, ante todo que llegue a conocer las condiciones de una cultura superior a todos los grados alcanzados hasta hoy. En esto consiste el inmenso deber de los grandes espíritus del próximo siglo. 26. La reacción como progreso. A veces surgen hombres bruscos, violentos y atractivos, aunque pese a todo retrógrados, que evocan nuevamente una fase superada de la humanidad: sirven para probar que las nuevas tendencias contra las que se alzan no son todavía lo suficientemente fuertes, que carecen de algo, porque de lo contrario, se enfrentarían con mayor energía a tales evocadores. Así la Reforma de Lutero testimonia, por ejemplo, que los sentimientos que surgían en su época en favor de la libertad de espíritu eran todavía poco seguros, demasiado inmaduros y juveniles; la ciencia no podía aún levantar cabeza. A decir verdad, todo el Renacimiento parece como una temprana primavera que podía volver a desaparecer. Pero también en el presente siglo la metafísica de Schopenhauer ha demostrado que todavía hoy no es lo bastante fuerte el espíritu científico; de ahí que con la teoría de Schopenhauer, se haya podido resucitar una vez más la concepción del mundo y del hombre cristiana y medieval, pese a haber quedado aniquilados desde hace mucho tiempo todos los dogmas cristianos. En su teoría se apela mucho a la ciencia, pero lo que en ella impera no es otra cosa que la tan conocida y antigua «necesidad metafísica». Seguramente uno de los

mayores e inapreciables beneficios que obtenemos de Schopenhauer es que obliga a nuestra sensibilidad a retroceder por algún tiempo a concepciones del mundo y del hombre anticuadas y poderosas, a las que no podríamos llegar tan fácilmente por ninguna otra vía, por lo que representa un enorme provecho para la historia y para la justicia. Creo que, sin la ayuda de Schopenhauer, nadie conseguiría fácilmente hoy hacer justicia al Cristianismo y a sus hermanos cristianos asiáticos, lo cual, como otras tantas cosas, es actualmente imposible en el campo del Cristianismo que todavía subsiste. Sólo después del gran éxito de Injusticia que supone haber corregido la concepción histórica mantenida por la Ilustración en un punto tan esencial, hemos podido volver a enarbolar la bandera de la Ilustración, una bandera que lleva tres nombres: Petrarca, Erasmo y Voltaire. Hemos convertido la reacción en un progreso. 27. Sucedáneo de la religión. Se cree honrar a la filosofía cuando se la presenta como un sucedáneo de la religión para el pueblo. De hecho, para la economía espiritual, se requiere a veces un orden de pensamiento intermedio; así, el tránsito de la religión a la concepción científica es un salto brusco, peligroso y nada aconsejable. Sin embargo, ha de entenderse también que las necesidades que satisface la religión y que ahora ha de satisfacer la filosofía no son inmutables; es más, por medio de ésta podemos debilitarlas y extirparlas. Pensemos, por ejemplo, en la miseria del alma cristiana, en los lamentos por la corrupción interior, en la inquietud por la salvación; problemas todos ellos que sólo se deben a errores de la razón y que no merecen en modo alguno resolverse sino descartarse. Una filosofía puede servir o para satisfacer también esas necesidades o para desarraigarlas, ya que son necesidades adquiridas y limitadas en el tiempo que se basan en hipótesis contrarias a las de la ciencia. Para facilitar la transición es mejor recurrir en este caso al arte para aliviar a la conciencia saturada de sentimientos, dado que mediante él se fomentarán menos esas concepciones que utilizando la filosofía metafísica. Del arte se puede pasar más fácilmente a una ciencia filosófica verdaderamente liberadora. 28. Palabras con mala reputación. ¡Abajo esas palabras tan excesivamente empleadas de optimismo y pesimismo, porque cada día hay menos motivos para su uso y sólo a los charlatanes les siguen siendo imprescindibles! Así, ¿qué razón puede haber hoy para ser optimista, si ya no hay que hacer la apología de un dios que debía crear el mejor de los mundos, dado que él es bueno y perfecto? ¿Qué ser pensante necesita todavía la hipótesis de un dios? Ahora bien, tampoco tenemos ya motivo alguno para hacer una profesión de fe pesimista, si no pretendemos vejar a los abogados de ese dios, a los teólogos o a los filósofos teológicos, ni afirmar con fuerza lo contrario: que el mal impera, que el dolor es mayor que el placer, que el mundo es una chapuza, la aparición en la vida de una voluntad malvada. Pero ¿quién se preocupa ya de los teólogos de no ser los propios teólogos? Abstracción hecha de toda teología y de todo intento de combatirla, huelga decir que el mundo no es ni bueno ni malo, que dista de ser el mejor o el peor, y que las ideas de «bueno» y de «malo» sólo tienen sentido para el pensamiento humano, aunque ni siquiera en él resultan justificables dada la forma como se emplean. En cualquier caso, hemos de renunciar a una concepción injuriosa o laudatorio del mundo. 29. Embriagado por el perfume de las flores.

Se piensa que la nave de la humanidad tiene mayor calado cuanto más carga transporta. Se cree que cuanto más profundo es el pensamiento del hombre, más tiernos son sus sentimientos, más elevada la valoración que hace de sí mismo y mayor su distanciamiento de los demás animales; que cuanto más parece al genio de los animales, más se acerca a la esencia real del mundo y del conocimiento. Esto lo consigue realmente mediante la ciencia, pero cree lograrlo más aún mediante las religiones y las artes. Estas son, ciertamente, una floración del mundo, pero no está en modo alguno más cerca de la raíz del mundo que el tallo: no se puede extraer de ellas un mejor entendimiento de la esencia de las cosas, aunque casi todos lo crean así. El error ha hecho al hombre lo bastante profundo, tierno y creador como para hacer que se produjese esa floración que son las religiones y las artes. El simple conocimiento no hubiese podido lograrlo. Quien nos revelase la esencia del mundo, nos produciría a todos la mayor desilusión. Lo que se encuentra tan rico de sentido, lo que resulta tan profundo, tan maravilloso, tan preñado de dicha y de infortunio no es el mundo como cosa en sí, sino el mundo como representación (como error). Este resultado conduce a una filosofía de negación lógica del mundo, que lo mismo puede ir unida a la afirmación práctica del mundo como a lo contrario. 30. Malos hábitos de razonar. Las conclusiones erróneas más habituales del hombre son las siguientes: si una cosa existe, está legitimada. En este caso la legitimidad se deduce de la capacidad de vivir, de la adaptación a un fin. Si una idea resulta beneficiosa, es verdadera; como su efecto es bueno, aquélla es buena y verdadera. En este caso, se aplica el efecto al predicado: beneficioso, bueno en el sentido de útil, y se atribuye entonces a la causa el mismo predicado: bueno, pero aquí en el sentido de lógicamente válido. Las proposiciones recíprocas a estas son: si una cosa no puede imponerse ni mantenerse es incorrecta: si una idea atormenta y excita, es falsa. El espíritu libre que aprende a conocer con harta frecuencia lo que tiene de vicioso esta forma de razonar y a sufrir sus consecuencias, cae a menudo en la seductora tentación de deducir generalmente lo contrario: si una cosa no puede imponerse, es buena; si una idea produce angustia e inquietud, es verdadera. 31. Lo ilógico, necesario. Entre las cosas que pueden llevar a la desesperación a un pensador, hemos de incluir el hecho de reconocer que lo ilógico es necesario a los hombres y de que muchos bienes proceden de lo ilógico. Lo ilógico está tan fuertemente arraigado en las pasiones, en el lenguaje, en el arte, en la religión y en todo lo que por lo general da valor a la vida, que no se puede extirpar sin producir también a estas hermosas cosas un daño irreparable. Sólo los hombres sumamente ingenuos pueden creer que cabe convertir la naturaleza humana en una naturaleza puramente lógica; pero si para llegar a este fin hubiesen de atravesarse diferentes estadios, ¡cuánto se perdería en el camino! Hasta el hombre más razonable necesita, de vez en cuando, volver a la naturaleza, es decir, a su relación fundamentalmente ilógica con todas las cosas. 32. Injusticia necesaria. Todos los juicios sobre el valor de la vida se han desarrollado ilógicamente y son, por eso, injustos. La inexactitud del juicio radica, en primer lugar, en la forma de presentar las materias, es decir, de un

modo incompleto; en segundo lugar, en la forma de sumarlas; en tercer lugar, en que, aisladamente, cada pieza de esas materias es, a su vez, el resultado de un conocimiento inexacto, y ello necesariamente. Ninguna experiencia relativa a un hombre, por ejemplo, aunque fuera el más cercano a nosotros, puede ser completa, de manera que pudiéramos hacer de forma lógicamente legítima una valoración global de él: todas las valoraciones son precipitadas y así debe ser. Por ultimo, nuestro ser, que es nuestra unidad de medida, no constituye una magnitud inmutable, puesto que tenemos tendencias y fluctuaciones. Sin embargo, tendríamos que saber que somos una unidad fija para hacer una apreciación justa de la relación de algo con nosotros. Tal vez se deduzca de esto que no deberíamos hacer juicio alguno, ¡si pudiéramos vivir sin hacer valoraciones, sin tener inclinaciones ni aversiones, dado que toda inclinación y toda aversión se encuentran vinculadas a una apreciación! No existe en el hombre un impulso a acercarnos o a separarnos de algo, sin un sentimiento de querer lo ventajoso y de evitar lo perjudicial, un impulso sin una cierta apreciación en virtud del conocimiento relativo al valor del fin. Por destino somos seres ilógicos y, por consiguiente, injustos, aunque podemos reconocerlo: ésta es una de las mayores desarmonías insolubles de la vida. 33. El error sobre la vida, necesario a la vida. Toda creencia sobre el valor y la dignidad de la vida se basa en un pensamiento inexacto; tal creencia sólo es posible porque la compenetración con la vida y con los dolores de toda la humanidad se ha desarrollado muy débilmente en el individuo. Hasta los pocos hombres cuyo pensamiento se eleva generalmente por encima de ellos mismos, no abarcan con la mirada a toda la vida en conjunto, sino que se limitan a ciertas partes. Cuando se es capaz de dirigir la observación a las excepciones, es decir, a los grandes talentos y a las almas puras, considerando que el fin de toda la evolución del universo es producirlos y se disfruta con su acción, entonces se puede creer en el valor de la vida, porque no se atiende a los demás hombres: por consiguiente, se está pensando de un modo inexacto. Igualmente, si se abarca realmente con la mirada a todos los hombres, pero, de ellos, sólo se concede importancia a una clase de instintos, a los no egoístas, y se les justifica en relación con los demás instintos, entonces se puede también esperar algo de la humanidad en conjunto y creer, en esa medida, en el valor de la vida; pero también en este caso ello se debe a un pensamiento inexacto. No obstante, ya actuemos de una forma o de otra, siempre seremos por ello una excepción entre los hombres. Ahora bien, la gran mayoría de los hombres soporta la vida sin lamentarse demasiado, creyendo así en el valor de la existencia, pero ello se debe precisamente a que cada cual sólo se quiere y se afirma a sí mismo, sin salir de él como las anteriores excepciones: todo lo que no es personal o no lo perciben o, a lo sumo, lo perciben como una débil sombra. De este modo, para el hombre corriente, el valor de la vida consiste sólo en autoconcederse más importancia que al mundo. La enorme falta de imaginación que sufre hace que no pueda penetrar por medio del sentimiento en otros seres y por eso comparte lo menos posible su suerte y sus dolores. En cambio, quien realmente pudiera compartirlos, debería desesperar del valor de la vida. Si lograra comprender y sentir en sí mismo la conciencia total de la humanidad, prorrumpiría en maldiciones contra la vida, porque la humanidad en conjunto no tiene ningún fin y, por ello, cuando examina su marcha total, no puede encontrar en esto consuelo ni reposo, sino desesperación. Si considera en toda su importancia el hecho de que la humanidad carezca de un fin último, su acción personal adquirirá ante sus ojos el carácter de la prodigalidad. Ahora bien, sentirse como humanidad (y no sólo

como individuo prodigado), al igual que las flores aisladas que la naturaleza prodiga, constituye un sentimiento superior a todos los sentimientos. Pero ¿quién es capaz de eso? Solamente un poeta: y los poetas saben consolarse siempre. 34. A modo de consuelo. Ahora bien, ¿no se convierte así nuestra filosofía en una tragedia? ¿No es la verdad enemiga de la vida, de lo más excelente? Parece que no nos atrevemos a formular la pregunta que asoma a nuestros labios: la de si podemos perseverar conscientemente en la mentira, o si, en el caso de que hubiera que hacerlo, no seria preferible la muerte. Ya no hay deberes, y la moral, como deber, ha quedado, tras nuestras consideraciones, tan aniquilada como la religión. El conocimiento no deja en pie más motivos que el placer y el dolor, la utilidad y el perjuicio; pero ¿cómo se compaginan esos motivos con el sentido de la verdad? Porque también éstos se ven afectados por el error (ya que, como he dicho, quienes determinan esencialmente el placer y el dolor son la compenetración y la aversión, siendo las medidas de éstas inexactas, injustas). Toda la vida humana está profundamente inmersa en la mentira; el individuo no puede sacarla de ese pozo, sin experimentar al mismo tiempo una honda aversión por su pasado, sin encontrar sus motivos presentes, como el del honor, carentes de razón y de sentido, sin oponer ironía y menosprecio a las pasiones que nos lanzan hacia el futuro y hacia una felicidad futura. ¿Es cierto que ya no queda más que una forma de ver las cosas: la que implica como conclusión teórica personal la desesperación, la disolución, el abandono, el autoaniquilamiento? Creo que la decisión final respecto a la acción última del conocimiento vendrá determinada por el temperamento de un hombre; junto al efecto descrito y posible en las naturalezas aisladas, podría concebir otro mediante el cual surgiera una vida mucho más sencilla, más depurada de pasiones que la actual, de forma que, aunque al principio siguieran teniendo fuerza los antiguos motivos del deseo violento en virtud de un hábito heredado, poco a poco se irían debilitando por la influencia purificadora del conocimiento. Finalmente, se viviría ante los hombres y ante uno mismo como en la naturaleza, sin alabanzas, reproches ni entusiasmos, recreándose, como en un espectáculo, con muchas cosas que hasta entonces sólo producían temor. Nos libraríamos del énfasis y no sentiríamos ya el aguijón de este pensamiento: que no somos sólo naturaleza o que somos más que naturaleza. Se requeriría, ciertamente, como he dicho, un buen temperamento, un alma segura, tierna y en el fondo feliz, una disposición que no tendría que prevenirse contra las sacudidas y los estallidos repentinos, y que en sus manifestaciones, no necesitaría adoptar ese tono gruñón y ese gesto hosco que, como sabemos, son propios de los odiosos caracteres de los perros viejos y de los hombres que han estado mucho tiempo encadenados. En cambio, un hombre liberado de los vínculos corrientes de la vida hasta el punto de no vivir ya más que para ir mejorando cada día, ha de renunciar sin envidia ni despecho a muchas cosas, incluso a casi todo lo que valoran los demás hombres; debe hallarse satisfecho, como la situación más deseable, de volar libremente y sin miedo por encima de los hombres, de las costumbres, de las leyes y de las valoraciones tradicionales de las cosas. Un sujeto tal se deleita comunicando el deleite que le procura esta situación, aunque puede no tener otra cosa que comunicar, lo que implica ciertamente más bien una privación, una renuncia. Pero si, pese a ello, se quiere algo más de él, nos remitirá con un benévolo movimiento de cabeza a su hermano, el hombre libre dedicado a la acción, sin ocultar quizás un poco de ironía, ya que

esa «libertad» es algo muy singular.

CAPÍTULO SEGUNDO: PARA LA HISTORIA DE LOS SENTIMIENTOS MORALES 35. Ventajas de la observación psicológica. En los siglos anteriores se creía o se sabía que la observación de lo humano, o, para expresarle técnicamente, la observación psicológica, forma parte de los medios que permiten aliviar el peso de la vida; que el ejercicio de este arte proporciona presencia de ánimo en situaciones difíciles y distracción en medio de un ambiente aburrido; e incluso que en los terrenos más espinosos por ello un poco mejor. ¿Por qué, entonces, se ha olvidado todo esto en nuestro siglo, en que, en Alemania al menos e incluso en Europa, la pobreza de la observación psicológica se manifestaría en muchos síntomas si hubiese simplemente personas que los pudieran captar? No me refiero a la novela, al relato breve ni a la reflexión filosófica, ya que éstos son obra de hombres excepcionales; se aprecia ya en mayor grado en los juicios sobre los sucesos y los personajes públicos; pero donde falta principalmente el arte del análisis y del cálculo psicológico es en los ambientes sociales de todo tipo, en los que se habla mucho de los hombres, pero nada en absoluto del hombre. ¿Por qué se deja escapar el tema más rico e inofensivo de conversación? ¿Por qué no se lee ya a los grandes maestros de la sentencia psicológica? Porque, sin exageración alguna, es raro encontrar a un hombre culto que haya leído a La Rochefoucauld y a los que son similares a él en arte y en espíritu; y mucho más raro aún quien los conoce y no los desdeña. Sin embargo, es probable que hasta este lector excepcional encuentre en esto menos placer del que debiera procurarle la forma de estos artistas, porque ni el cerebro más sutil es capaz de apreciar lo bastante, la habilidad de aguzar el pensamiento en forma de sentencias, si no ha sido educado en este arte, si no lo ha practicado. Cuando no se tiene esta educación práctica, se considera esta invención y esta tarea más fácil de lo que es, no se capta con suficiente agudeza su mérito y su atractivo. Por tal motivo, los actuales lectores de sentencias sólo experimentan un placer insignificante, apenas suficiente para saborearlo, de forma que les sucede como a los frívolos aficionados a los camafeos: son personas que alaban porque no saben amar, prestas a admirar, pero más dispuestas aún a pasar por alto. 36. Objeción. Frente a esta afirmación ¿habrá que poner en tela de Juicio que la observación psicológica forme parte de los medios que dan atractivo, salud y alivio a la vida? ¿Habrá que decir que nos hemos convencido de las enojosas consecuencias de este arte para apartar voluntariamente la mirada de quienes lo cultivan? Efectivamente: cierta fe ciega en la bondad de la naturaleza humana, un asco profundo hacia el análisis de los actos humanos, una especie de vergüenza frente a la idea de desnudar las almas, podrían ser en realidad cosas más deseables para la plena felicidad de hombre que esa cualidad, beneficiosa en determinados casos, de la penetración; y quizás la creencia en el bien, en los hombres y en los actos virtuosos, en una plenitud de bienestar impersonal en el mundo, ha hecho mejores a los hombres, en el sentido de menos desconfiados. Si imitamos con entusiasmo a los héroes de Plutarco y nos asquea escudriñar con espíritu de duda los móviles de sus actos, lo que se beneficie de esto no será la verdad, sino la buena marcha de la sociedad humana. El error psicológico y en general un conocimiento burdo de estas cuestiones, contribuyen al avance de la humanidad, mientras se va imponiendo cada vez más el

conocimiento de la verdad a causa del poder estimulante de una hipótesis que La Rochefoucauld exponía así en la primera edición de sus Sentencias y máximas morales: «Lo que el hombre llama virtud, no es de ordinario más que un fantasma formado por nuestras pasiones al que se le da un nombre honorable para hacer impunemente lo que se quiere». La Rochefoucauld y los demás maestros franceses en el examen de almas (a quienes se ha añadido recientemente un alemán, el autor de Observaciones psicológicas), se asemejan a hábiles tiradores que dan siempre en el blanco, pero en el blanco de la naturaleza humana. Su arte suscita admiración, pero al final el espectador que no esté guiado por el espíritu científico sino por la filantropía, maldecirá un arte que parece inculcar en las almas de los hombres el gusto por la humillación y el menosprecio. 37. A pesar de todo. Se diga lo que se diga a favor o en contra de esta cuestión, en la situación presente de la filosofía, se requiere un despertar de la observación psicológica. No se puede evitar a la humanidad el cruel espectáculo de la mesa de disección psicológica, con sus pinzas y bisturíes, porque éste es el terreno de la ciencia que investiga el origen y la historia de los llamados sentimientos morales y cuyo desarrollo implica el planteamiento y la solución de complicados problemas psicológicos: la antigua filosofía desconocía dichos problemas y evitó siempre investigar el origen y la historia de las valoraciones humanas aludiendo pretextos nimios; esto resulta hoy evidente, ya que ha podido comprobarse con múltiples ejemplos que los mayores errores de los filósofos suelen estar en su punto de partida, al explicar falsamente determinados actos y sentimientos humanos; lo mismo que sobre la base de un análisis equivocado de los llamados actos altruistas, por ejemplo, se funda una ética falsa, apelándose luego en virtud de ésta a la religión y a la mitología absurda, para acabar proyectando las sombras de esos oscuros fantasmas hasta en la física y en la concepción total del mundo. Pero sí se ha comprobado que la falta de profundidad en la observación psicológica ha tendido y tiende las trampas más peligrosas a los juicios y a los razonamientos humanos, lo que hoy se necesita es esa austera perseverancia en el trabajo que no se cansa nunca de amontonar piedra sobre piedra, guijarro sobre guijarro, esa valentía que permite no avergonzarse de una tarea tan modesta y enfrentarse a todo el desdén que pueda suscitar. Hay, por último, una verdad más: un gran número de observaciones aisladas sobre lo humano y lo demasiado humano descubrieron y expusieron primero en esas áreas de la sociedad que están acostumbras a hacer toda clase de sacrificios, no en favor de la investigación científica, sino de un espiritual deseo de placer; y el perfume tan sumamente seductor de esta patria antigua de la sentencia moral, impregnó casi indisolublemente a todo el género, hasta el punto de que el científico muestra cierta desconfianza involuntaria hacia dicho género y hacia su auténtico valor. Ahora bien, basta apuntar las consecuencias, ya que desde ahora se empieza a ver qué resultados de naturaleza tan grave nacen en el terreno de la observación psicológica. Porque ¿qué es, en último término, el principio al que ha llegado uno de los pensadores más fríos y atrevidos, el autor del libro Sobre el origen de los sentimientos morales, merced a sus penetrantes y definitivos análisis de la conducta humana? «El hombre moral, dice, no está más cerca del mundo inteligible (metafísico) que el hombre físico». Esta proposición, que ha nacido dura y afilada, bajo los martillazos de la ciencia histórica, tal vez acabe cualquier día siendo el hacha que ataque la raíz de la «necesidad metafísica» del hombre. ¿Quién puede decir si ello será para bien o para mal del bienestar general? Pero en todo caso sigue siendo una proposición de gravísimas

consecuencias, fecunda y terrible a la vez, que contempla el mundo con esa doble faz que tienen todas las grandes ciencias. 38. Hasta qué punto útil. Por ello, aunque la cuestión de si la observación psicológica aporta más beneficio que perjuicio a los hombres quedará siempre sin respuesta, es claro que resulta necesaria, puesto que la ciencia no puede prescindir de ella. Ahora bien, la ciencia desconoce toda consideración sobre los fines últimos, como tampoco la conoce la naturaleza; pero lo mismo que ésta realizó por accidente y sin pretenderlo cosas sumamente oportunas, la verdadera ciencia, que es la imitación en ideas de la naturaleza, hará avanzar por accidente, y de varios modos, la utilidad y el bienestar de los hombres, y hallará los medios oportunos, aunque también sin haberlo querido. Quien ante el soplo de este género de consideraciones sienta que se le hiela el corazón, es probable que tenga muy poco fuego en su interior; pero sólo tiene que mirar a su alrededor para ver que en ciertas enfermedades hay que aplicar hielo y que existen hombres «hechos» de fuego ardiente que, difícilmente encuentran un lugar en el que el aire les parezca lo bastante frío y cortante. Por otra parte, lo mismo que hay individuos y pueblos excesivamente serios que necesitan cosa frívolas, mientras que otros demasiado cambiantes y excitables, cuya salud requiere de vez en cuando cargas pesadas que les asienten, ¿no se precisará también que los hombres más inteligentes de esta época, que visiblemente entramos cada vez más en combustión, no dejemos de buscar todos los medios de extinción y de refrigeración que existan, para conservar al menos el asiento, la paz, la mesura que todavía tenemos, y que seamos, en fin, buenos para servir a esta época, suministrándole un espejo que le permita adquirir conciencia de sí misma? 39. La fábula de la libertad inteligible. La historia de los sentimientos por los que responsabilizamos a alguien y, en consecuencia, de los llamados sentimientos morales, atraviesa estas fases principales: primero se da a actos aislados el calificativo de buenos o malos, sin atender a sus motivos, sino exclusivamente a las consecuencias útiles o perjudiciales que reporten a la comunidad. Sin embargo, pronto se olvida el origen de esos calificativos e imaginamos que los actos en sí, independientemente de sus consecuencias, implican la cualidad de «buenos» o «malos», cometiendo el mismo error que cuando llamamos dura a la piedra y verde al árbol; es decir, tomando la consecuencia por causa. Después referimos a los motivos el hecho de ser buenos o malos, y consideramos que los actos son en sí mismos indiferentes. Dando un paso más, calificamos de bueno o de malo no ya a un motivo aislado, sino a todo el ser de un hombre, que genera el motivo como el terreno que produce una planta. De este modo, responsabilizamos sucesivamente al hombre primero de las consecuencias de sus actos, luego de sus actos, después de sus motivos y, por último, de su propio ser. Finalmente descubrimos que dicho ser no puede ser responsable, dado que es una consecuencia absolutamente necesaria y configurada por elementos e influencias de cosas presentes y pasadas. Por consiguiente, el hombre no es responsable de nada: ni de su ser, ni de sus motivos, ni de sus actos, ni de las consecuencias de éstos. Así llegamos a admitir que la historia de las valoraciones morales es también la historia de un error: el error de la responsabilidad, basándose en el error de la voluntad libre. Schopenhauer oponía a esto el siguiente razonamiento: Como ciertos actos producen «conciencia de

culpa» ha de haber responsabilidad, ya que dicho pesar no tendría ningún motivo, a no ser que todos los actos del hombre se produjesen necesariamente, como efectivamente sucede, según opina este filósofo, aunque Schopenhauer niega que el hombre sea también por necesidad el hombre que precisamente es. Basándose en ese pesar, Schopenhauer cree poder probar la existencia de una libertad que el hombre debe haber tenido de algún modo, no con respecto a los actos, sino con respecto al ser: libertad, de ser de esta o de aquella manera, no de obrar de este o de aquel modo. Según él, el campo de la libertad y de la responsabilidad, sigue al campo de la causalidad, de la necesidad y de la irresponsabilidad. Este pesar se podría referir, en apariencia al operari, y en este sentido sería erróneo, pero en realidad, al esse que sería el acto de una voluntad libre, la causa fundamental de la existencia de un individuo. El hombre sería lo que quisiera ser, su voluntad sería anterior a su existencia. Al margen del absurdo de esta última afirmación, hay aquí un error lógico consistente en deducir de la experiencia del pesar la justificación y la aceptabilidad racionales del mismo; sólo en virtud de este error lógico, llega Schopenhauer a la fantástica conclusión de que existe la llamada voluntad inteligible. Platón y Kant son igualmente cómplices de que haya aparecido esta fábula. Pero el pesar que sigue al acto no necesita basarse en razones y hasta cabe decir que no puede hacerlo, dado que se funda en el supuesto erróneo de que el acto no habría podido producirse de un modo necesario. Por consiguiente, el hombre experimenta arrepentimiento y remordimiento, no porque sea libre, sino porque se considera tal. Por otra parte, podemos perder el hábito de experimentar ese pesar; muchos hombres no lo experimentan en modo alguno tras la realización de actos que a otros sí los apenan. Se trata, entonces, de algo muy variable, vinculado a la evolución de la moral y de la civilización y que posiblemente no se dé más que en un período relativamente corto de la historia universal. Nadie es responsable de sus actos, como tampoco lo es de su ser: juzgar equivale a ser injusto y esto vale también para el individuo que se juzga a sí mismo. Aunque esta proposición es tan clara como la luz del sol, todo hombre prefiere regresar a las tinieblas y al error, por miedo a las consecuencias. 40. El superanimal. El animal que hay en nosotros quiere ser engañado; la moral es una mentira necesaria, para no sentirnos desgarrados interiormente. Sin los errores que residen en los supuestos de la moral, el hombre habría seguido siendo animal, pero de este modo se considera algo superior y se impone las leyes más estrictas. De ahí que le horroricen los niveles más cercanos a la animalidad; de ahí que quepa explicar el antiguo desprecio hacia el esclavo, como el ser que no es aún hombre, sino cosa. 41. El carácter inmutable. No es una verdad en sentido estricto que el carácter sea inmutable; en realidad esta proposición tan bien acogida significa sólo que, durante la corta vida de un hombre, los nuevos motivos que actúan sobre él no suelen hacerlo con la suficiente intensidad como para borrar los rasgos impresos a lo largo de millares de años. Pero si imaginásemos a un hombre de ochenta mil años, observaríamos que tiene un carácter totalmente variable, hasta el punto de que a partir de él podría desarrollarse una multitud de individuos diversos. La brevedad de la vida humana lleva a muchas afirmaciones equivocadas sobre las cualidades del hombre.

42. El orden de los bienes y la moral. Aceptada de una vez para siempre la jerarquía de los bienes, según que el egoísmo que desea uno u otro bien sea bajo, superior o muy elevado, dicha jerarquía establece el carácter de moral o de inmoral. Escoger un bien inferior (como el goce de los sentidos) antes que un bien más elevado (como la salud) se considera algo inmoral, al igual que preferir el bienestar a la libertad. Sin embargo, la jerarquía de los bienes no es estable ni idéntica en todo momento. El que un hombre prefiera la venganza a la justicia se consideraba moral según la escala de valores de una civilización anterior, y se considera inmoral según la escala actual. «Inmoral» significa, entonces, que un individuo no siente, o no siente todavía lo bastante, los motivos intelectuales superiores y sutiles que la nueva civilización ha introducido: designa a un individuo atrasado, pero siempre según una diferencia exclusivamente relativa. La propia jerarquía de los bienes no se elabora ni se modifica según puntos de vista morales; por el contrario, sólo después de fijada se determina si un acto es moral o inmoral. 43. Hombres crueles, hombres atrasados. Los hombres crueles de hoy deben producirnos el efecto de estadios de civilizaciones anteriores, que hubiesen sobrevivido; con ellos la montaña de la humanidad pone al descubierto las formaciones profundas que, de otro modo, quedarían ocultas. Son hombres atrasados, cuyo cerebro, a causa de todos los accidentes posibles en el curso de la herencia, no ha sufrido una serie de transformaciones bastante delicadas y múltiples. Nos revelan lo que fuimos todos y eso nos produce miedo. Pero son tan irresponsables como pueda serlo un trozo de granito de ser granito. En nuestro cerebro cabe encontrar también ranuras y repliegues que corresponden a esa manera de pensar, como en la forma de ciertos órganos humanos cabe hallar reminiscencias del estado pisciforme. Pero esos repliegues y esas ranuras no son ya el cauce por donde fluye la corriente de nuestros sentimientos. 44. Gratitud y venganza. La razón de que un poderoso muestre gratitud es la siguiente: su bienhechor ha violado con su buena acción, por así decirlo, el terreno del poderoso, introduciéndose en él; a su vez, él viola en compensación el terreno del bienhechor con su acto de gratitud, lo cual es una forma dulcificada de venganza. Si no tuviera la satisfacción de la gratitud, el poderoso se hubiera mostrado impotente y en adelante se lo tendría por tal. He aquí por qué toda sociedad de hombres buenos, es decir, de poderosos originariamente, considera que la gratitud es uno de sus primeros deberes. Swift aventuró la proposición de que los hombres son agradecidos en la medida que cultivan la venganza. 45. La doble prehistoria del bien y del mal. El concepto del bien y del mal tiene la doble prehistoria siguiente: primera, en el alma de las tribus y de las castas señoriales, se llama bueno a quien puede pagar con la misma moneda, bien por bien, mal por mal. Y así lo hace en efecto, a quien muestra gratitud y venganza; se considera malo al impotente que no puede pagar con la misma moneda. En calidad de bueno, se pertenece a la categoría de los «buenos», a una comunidad con espíritu de cuerpo, en la que todos los individuos se sienten vinculados entre sí por un espíritu de represalia. En calidad de malo, se pertenece a la categoría de los «malos», a un gentío de

hombres esclavizados e impotentes, que no tiene espíritu de cuerpo. Los buenos son una casta; los malos una masa semejante al polvo. Durante cierto tiempo, bueno y malo equivalen a noble y villano, a amo y esclavo. Al enemigo, por el contrario, no se le considera malo, porque puede pagar con la misma moneda. En las obras de Homero, buenos son tanto los troyanos como los griegos. Se considera malo, no a quien nos causa un daño, sino al que es despreciable. En la comunidad de los buenos, el bien es hereditario; es imposible que un terreno tan bueno produzca un individuo malo. Si, pese a todo, uno de los buenos hace algo indigno, se recurre a una excusa: por ejemplo, se culpa a un dios de cegar o de inducir a error al bueno. Segunda, en el alma de los oprimidos e impotentes. En ella se considera que todo hombre es hostil, falto de escrúpulos, explotador, cruel, pérfido, ya sea noble o villano. Malo es el calificativo característico del hombre y hasta de todo ser vivo cuya existencia se presupone, incluyendo a un dios. Humano y divino equivalen a diabólico y malo. Se reciben con angustia las manifestaciones de bondad, la caridad y la compasión, por ser consideradas maldades, preludios de un terrible desenlace, formas de confundir y de engañar, en pocas labras, maldades refinadas. De individuos con esta disposición de ánimo apenas si puede surgir una comunidad y en todo caso lo hará en su forma más rudimentaria. De esta forma, donde impera esta concepción del bien y del mal, los individuos, sus tribus y sus razas caminan hacia su perdición. Nuestra moral actual se ha desarrollado en el terreno de las tribus y de las castas señoriales. 46. La compasión es más fuerte que el sufrimiento. Hay casos en que la compasión es más fuerte que el sufrimiento personal. Por ejemplo, nos sentimos más apenados cuando un amigo nuestro se hace reo de una ignominia que cuando nos hacemos nosotros mismos. Ello se debe, primero, a que confiamos más que él, en la pureza de su corazón. Segundo, a que nuestro cariño hacia él, que responde precisamente a esa fe, es más fuerte que el amor que se tiene a sí mismo. Aunque a causa de su acción su egoísmo sufra más que el nuestro, dado que ha de sufrir más intensamente las consecuencias dolorosas de su crimen, lo que hay en nosotros de no egoísmo, no se ha de entender nunca esta expresión en un sentido estricto, sino sólo como una forma cómoda de decirlo, se ve más fuertemente afectado por su falta que lo que hay de no egoísmo en él. 47. Hipocondría. Hay hombres que se vuelven hipocondríacos por compenetración y preocupación respecto a otra persona; la clase de compasión que se da entonces es sólo una enfermedad. Hay también una hipocondría cristiana que afecta a todos esos solitarios que, presos de emoción religiosa, están constantemente representándose la pasión y la muerte de Cristo. 48. Economía de la bondad. La bondad y el amor, que son las hierbas y las fuerzas más saludables de las sociedades humanas, representan hallazgos tan preciosos que deberíamos desear, sin duda, que estos medios balsámicos se aplicasen del modo más económico posible. La economía de la bondad es el sueño de los utopistas más audaces.

49. La benevolencia. Entre las cosas pequeñas pero infinitamente frecuentes y por ello muy eficaces, a las que la ciencia debiera prestar más atención que a las cosas grandes e inusuales, hay que incluir la benevolencia; me refiero a esas expresiones de amistad en las relaciones, a esa mirada sonriente, a esos apretones de manos, a ese buen humor que por lo general rodea a todas las acciones humanas. Todo profesor y todo funcionario añade la benevolencia a su repertorio de deberes; es la forma constante de actuar de la humanidad, como las ondas luminosas en las que se desarrolla todo; particularmente en el círculo más estrecho, en el interior de la familia, la vida sólo reverdece y echa flores gracias a la benevolencia. La cordialidad, la afabilidad, la cortesía sincera derivan siempre del instinto altruista y han contribuido más poderosamente a la civilización que esas otras expresiones mucho más famosas del mismo instinto, que llevan los nombres de compasión, misericordia y sacrificio. Pero se suelen valorar poco y la verdad es que no tienen mucho de altruismo. La suma de esas dosis mínimas no es por ello menos considerable, representando su fuerza total una de las fuerzas más poderosas. Así descubriremos en el mundo mucha más felicidad de la que ven unos ojos sombríos; quiero decir, si echamos bien las cuentas y no olvidamos esos momentos de buen humor que llenan a diario toda vida humana, incluyendo la más atormentada. 50. Querer inspirar compasión. La Rochefoucauld dio en el quid de la cuestión en el pasaje más notable de su Autorretrato (impreso por primera vez en 1658) cuando alertó a todas las personas razonables contra la compasión y aconsejó que se dejara a la gente del pueblo que necesita apasionarse (porque no se orienta por la razón) el acudir a ayudar al doliente y el intervenir de inmediato ante una desgracia a pesar de que la compasión, a su juicio (y al de Platón), debilita el alma. Deberíamos, dice, mostrar compasión, pero procurar no sentirla; porque los desdichados son, hablando claro, tan necios que lo que más les gusta es que les muestren compasión. Quizás nos defendamos más radicalmente aún de ese sentimiento de compasión si en vez de concebirlo como una necesidad de los desdichados, viéramos en ella algo totalmente diferente y más digno de reflexión. Observemos a los niños que gritan y lloran para que se apiaden de ellos y con ese fin aguardan el momento más propicio; atendamos a quienes tratan a enfermos y a deprimidos, preguntémosles si quienes exhiben su desgracia no buscan en el fondo otra cosa con sus quejas y lamentos que hacer mal a quienes los contemplan; la compasión que entonces muestran éstos, consuela a los débiles y a los dolientes porque se dan cuenta de que al menos en un aspecto tienen un poder a pesar de su debilidad: el poder de hacer daño. Al desdichado le complace en cierto modo el sentimiento de superioridad que le produce quien le muestra compasión; su imaginación se exalta al comprobar que es aún lo bastante fuerte para producir dolor en el mundo. De este modo, el ansia de compasión es sed de gozar de uno mismo a costa de nuestros semejantes; manifiesta toda la brutalidad que hay en el amor propio del hombre, y no su «necedad», como piensa La Rochefoucauld. En las conversaciones de sociedad, las tres cuartas partes de las preguntas que se hacen y las tres cuartas partes de las respuestas que se dan se dirigen a causar un pequeño mal al interlocutor; por eso muchos hombres tienen sed de relacionarse socialmente: ello les procura el sentimiento de su fuerza. Esas dosis infinitas en número, aunque muy pequeñas en cantidad, en que se manifiesta la crueldad, representan un poderoso medio de estimular la vida, lo mismo que la benevolencia, esparcida de igual forma por la sociedad humana, es el

medio curativo que tenemos siempre a nuestro alcance. Pero ¿habrá muchas personas sinceras que reconozcan que hacer mal produce placer, que no es extraño mantenerse, y mantenerse bien, enfadando a los demás, al menos con el pensamiento?. Y de dispararles los proyectiles de pequeñas maldades. La mayoría son poco sinceros y algunos demasiado buenos para saber algo de ese puden-dum: éstos no le darán nunca la razón a Prosper Mérimée cuando dice: «Sabed también que no hay nada más común que hacer el mal por el placer de hacerlo». 51. Cómo el parecer se convierte en ser. En definitiva, el actor no puede dejar de pensar en la impresión que causa su persona y en el efecto escénico en general, ni siquiera cuando siente el más hondo dolor, incluyendo el entierro de su hijo, por ejemplo; llorará por encima de su propio sufrimiento y de sus manifestaciones como si fuera espectador de sí mismo. El hipócrita, que desempeña siempre el mismo papel, termina dejando de ser hipócrita; de este modo, los sacerdotes que solían ser hipócritas en su juventud, conscientemente o no, acaban comportándose con naturalidad, y entonces es cuando son realmente sacerdotes, sin afectación alguna; o si no consigue el padre comportarse así, probablemente herede el hijo su costumbre, beneficiándose del esfuerzo paterno. Cuando un hombre pretende parecer algo durante mucho tiempo y con empeño, le resulta difícil acabar siendo otra cosa. La profesión de casi todos los hombres, incluyendo a los artistas, empieza por una hipocresía, por un imitar lo exterior, por un copiar lo que produce efecto. Quien lleva siempre la máscara del gesto amistoso acaba adquiriendo la actitud benévola sin la que no puede darse la manifestación de la cordialidad, y cuando dicha actitud acabe apoderándose de él, será benévolo. 52. La pizca de honradez que hay en el engaño. En todos los grandes estafadores cabe observar un fenómeno, al cual deben su poder. En el acto mismo de engañar, en todos los preparativos, en el carácter conmovedor que dan a su voz, a sus palabras y a sus gestos, en medio de toda esa poderosa puesta en escena, se sienten dominados por la confianza en sí mismos: ésta es la que entonces habla a quienes los rodean con una autoridad que tiene algo de milagrosa. Los fundadores de religiones se diferencian de estos grandes estafadores en que no salen nunca de ese estado de autoengaño; sólo muy raras veces tienen momentos de lucidez en los que los asalta la duda y por lo común suelen consolarse atribuyendo esos momentos a su enemigo, el Maligno. Es imprescindible que exista autoengaño para que unos y otros realicen una acción de envergadura, ya que los hombres creen que es verdad todo lo que es manifiestamente objeto de una fe sólida. 53. Presuntos grados de verdad. Uno de los errores lógicos más comunes consiste en creer que si una persona es veraz y sincera con nosotros, dice la verdad. Así es como el niño cree en los juicios de sus padres y el cristiano en las afirmaciones del fundador de la Iglesia. De igual forma, no se quiere admitir que todo lo que defendieron los hombres en los siglos pasados, a costa de su felicidad y de su vida, no fueron sino errores; a lo sumo se dirá que fueron grados de verdad. Pero, en el fondo se considera que si alguien ha creído sinceramente en algo, si ha luchado y ha muerto por su fe, sería muy injusto que hubiese estado realmente incitado por un mero error. Tal fenómeno parece estar en contradicción con la justicia eterna, de ahí que los hombres de corazón sensible traten siempre de rechazar de su mente esta proposición: que ha de haber un vínculo

necesario entre los actos morales y la lucidez intelectual. Desgraciadamente, eso no es así, porque no existe una justicia eterna. 54. La mentira. ¿Por qué los hombres, en su vida diaria, dicen la verdad la mayoría de las veces? Evidentemente no es porque un dios haya prohibido mentir, sino, en primer lugar, porque les resulta más fácil, dado que la mentira exige inventiva, disimulo y memoria. De ahí que diga Swift: «Quien miente pocas veces se da cuenta de la pesada carga que se echa encima; efectivamente, para mantener su mentira, ha de inventar otras veinte». En segundo lugar, porque en circunstancias normales es preferible hablar con franqueza: quiero esto, he hecho aquello, etc. Y, en tercer lugar, porque la vía de la sujeción y de la autoridad es más segura que la de la astucia. Pero por poco complicadas que sean las circunstancias domésticas en las que se educa un niño, recurrirá con naturalidad a la mentira y dirá siempre involuntariamente lo que redunde en su beneficio: el sentido de la verdad y la repugnancia hacia la mentira en sí le son totalmente ajenos e inasequibles y miente con la mayor inocencia. 55. Sospechar de la moral a causa de la fe. Ningún poder logra conservarse si no está representado por hipócritas; aunque la Iglesia siga contando aún con muchos elementos «seculares», su fuerza radica en esas naturalezas sacerdotales, abundantes todavía hoy, que llevan una vida dura y profundamente significativa, cuyo aspecto revela una existencia curtida por las vigilias, los ayunos, las oraciones fervorosas y tal vez incluso por las flagelaciones; ellos son quienes inquietan a los hombres haciéndoles pensar si habría que vivir así. Esta es la terrible cuestión que su presencia suscita en nuestras mentes. Al sembrar esta duda, no hacen sino echar nuevos cimientos a su poder; ni siquiera los librepensadores se atreven a responder a uno de esos ascetas con la ruda franqueza del sentido de la verdad, diciéndole: «¡Pobre engañado, no trates de engañar!». Sólo los separa de éste cierta diferencia de puntos de vista, aunque no una distinción en lo que al bien y al mal se refiere, pero solemos tratar injustamente lo que no amamos. Por eso se habla de la maldad y de las artes execrables de los jesuitas, sin tener en cuenta el grado de violencia que se impone un jesuita, y que la práctica de una vida cómoda que predican los manuales jesuíticos, no debe aplicarse a ellos, sino a la sociedad laica. Cabe preguntarse incluso si los amigos de las luces, con una táctica y una organización muy similares, seríamos instrumentos tan buenos para vencernos a nosotros mismos y para ofrecer tales muestras de infatigabilidad y de abnegación. 56. Victoria del conocimiento sobre el mal radical. A quien quiere ser sabio lo beneficia sobremanera haber mantenido durante cierto tiempo la idea de que el hombre es un ser malo y corrompido por naturaleza; aunque tanto esta idea como su contraria sean falsas, la primera ha dominado durante períodos enteros y sus raíces han echado brotes incluso en nosotros y en nuestro mundo. Para entendernos hemos de entenderla; pero para elevamos algo más, hemos de superarla. Entonces reconocemos que no hay pecados en el sentido metafísico, pero que tampoco hay virtudes en el mismo sentido; que todo ese mundo de las ideas morales está en constante fluctuación; que hay concepciones más elevadas y más bajas del bien y del mal, de lo moral y de lo inmoral. Quien sólo trata de conocer las cosas, llegará fácilmente a vivir en paz con su alma, y se

equivocará (o pecará, como dice la gente) a lo sumo por ignorancia, pero difícilmente por concupiscencia. No pretenderá excomulgar ni desarraigar los apetitos; pero ese objetivo único de conocer cuanto pueda que lo domina por entero, le enfriará la sangre y amansará cuanto haya de salvaje en su naturaleza. Se librará además de muchas ideas torturadoras y ya no le impresionará pensar en las penas del infierno, el estado de pecado o la incapacidad para hacer el bien; sólo verá en estas frases sombras vaporosas de unas concepciones equivocadas del mundo y de la vida. 57. La moral considerada como autodivisión del hombre. Un buen autor que pone realmente su alma en lo que escribe, desea que alguien lo anule por expresar con más claridad la misma cuestión y resolver definitivamente todos los problemas que implica. La muchacha enamorada desea poner a prueba la abnegada fidelidad de su amor mediante la infidelidad de su amado. El soldado desea caer en el campo de batalla por la victoria de su patria, porque cifra en dicha victoria su mayor deseo. La madre da a su hijo lo que se niega a ella: el sueño, los mejores alimentos y a veces su salud y su fortuna. Ahora bien, ¿son todos estos estados anímicos altruistas? ¿Son milagros estos actos morales? Porque como dice Schopenhauer, son «imposibles, pero reales». ¿No está claro que, en estos cuatro casos, el hombre ama más algo de él, una idea, un deseo, una criatura, que otra cosa suya también y que, por consiguiente, divide su ser y sacrifica una parte a la otra? ¿Difiere esto esencialmente del individuo testarudo que dice: «Prefiero verme en la ruina antes que ceder a ese hombre un sólo palmo de terreno»? En cada uno de estos cuatro casos se da una inclinación a algo (deseo, instinto, ansia); ceder a éstos, con todas sus consecuencias, no es en cualquier caso algo altruista. En moral, el hombre no se trata como un individuum, sino como un dividuum. 58. Lo que se puede prometer. Podemos prometer actos, pero no sentimientos, ya que éstos no son voluntarios. Quien promete a otro amarlo, odiarlo o serle fiel eternamente, promete algo que no está a su alcance; lo que se puede prometer son actos que por lo general derivan del amor, del odio o de la fidelidad, aunque pueden deberse también a otros motivos, ya que móviles y caminos distintos conducen a un mismo acto. La promesa de amar siempre a alguien significa, entonces: mientras te ame, te daré pruebas de amor; si dejo de amarte, seguirás recibiendo, sin embargo, de mí los mismos actos, aunque por otros motivos, de forma que en la mente de los demás persistirá la apariencia de que el amor es inmutable y siempre igual. Por tanto, cuando, sin cegarse a uno mismo, se promete a alguien amarlo eternamente, lo que se promete es la persistencia de la apariencia del amor. 59. Inteligencia y moral. Hay que tener buena memoria para poder mantener las promesas. Hay que tener una gran capacidad de imaginación para poder sentir compasión. Tan íntimamente unida está la moral a la bondad de la inteligencia. 60. Querer vengarse y vengarse. Tener idea de vengarse y hacerlo equivale a sufrir un fuerte acceso de fiebre que, sin embargo, pasa; tener idea de vengarse y no disponer de fuerza ni de valentía para hacerlo equivale a padecer una

enfermedad crónica, un envenenamiento corporal y anímico. La moral que sólo tiene en cuenta las intenciones, valora igual los dos casos; vulgarmente, se considera que es peor lo primero (por las malas consecuencias que puede producir el hecho de vengarse). Ambas apreciaciones son miopes. 61. Saber esperar. Es tan difícil saber esperar, que los mayores poetas no han desdeñado abordar en sus poemas este hecho. Así, Shakespeare, en Otelo; Sófocles, en Ayax: su suicidio no le hubiese parecido tan necesario a Ayax, si hubiera dejado que su emoción se enfriara durante un sólo día, como le señalara el oráculo; seguramente se hubiera burlado de las terribles insinuaciones de su vanidad herida y se hubiese dicho: «¿Quién no habría tomado, en mi situación, a un carnero por un héroe? ¿Qué tiene, entonces, esto de monstruoso? Por el contrario, sólo es un hecho humano corriente».* Ayax podía, así, haberse consolado. Pero la pasión no sabe esperar; lo que hay de trágico en la vida de los hombres no radica por lo general en su conflicto con la época y con las bajezas de sus contemporáneos, sino en su falta de capacidad para aplazar su acción un año o dos; no saben esperar. En todo duelo, los amigos que aconsejan sólo han de asegurarse de una cosa: si los contendientes pueden esperar; si no ocurre así, el duelo es razonable, porque cada uno de ellos se dice: «O sigo yo en vida y entonces es preciso que ése muera inmediatamente, o al revés». En un caso así, esperar sería seguir sufriendo el terrible martirio del honor herido delante del hombre que ha provocado la situación; y esto puede suponer un dolor realmente mayor que el valor de la vida. *Según la tragedia de Sófocles sobre Ayax, el héroe homérico, enloquecido por una injusticia cometida contra él por los aqueos, dio muerte al ganado de éstos creyendo acabar con sus enemigos; al recobrar la razón, se consideró deshonrado y se suicidó. (N. de T.) 62. El placer de la venganza. Cuando un hombre tosco se siente ofendido, acostumbra a elevar lo más posible el grado de la ofensa y a contar su causa con palabras muy exageradas, tan sólo para tener derecho a disfrutar del sentimiento de odio y de venganza una vez suscitado. 63. El valor de la humillación. Para seguir respetándose a sí mismos y actuar con cierto mérito, muchos hombres, quizás la mayoría, necesitan extraordinariamente tener un bajo concepto de todos los que conocen y humillarlos. Y como las naturalezas mezquinas son mayoría e importa mucho que conserven o que pierdan ese mérito, de ello se sigue… 64. El colérico. Hemos de guardarnos de quien se encoleriza con nosotros, como de quien hubiera atentado alguna vez contra nuestra vida, ya que el que sigamos vivos se debe a que las miradas no pueden matar, si éstas bastaran, estaríamos muertos desde hace mucho. El intento de hacer que alguien se calle dando muestras de ferocidad física que inspiren terror constituye un rasgo de una cultura primitiva. De igual modo, la fría mirada que lanza el noble a su sirviente es un resto de la separación de castas entre los hombres, un rasgo de una antigüedad primitiva; las mujeres, tan conservadoras de lo antiguo, han conservado también estas

formas de conducta que todavía sobreviven. 65. Adónde puede llevar la sinceridad. Un individuo tenía la molesta costumbre de explicar a veces con toda sinceridad los motivos por los que obraba, y que eran tan buenos o tan malos como los de cualquier otro hombre. Al principio suscitó escándalo, luego suspicacias, poco a poco fue señalado con el dedo y proscripto por la sociedad, hasta que acabó la justicia haciéndose cargo de un ser tan reprobable, en circunstancias en las que suele o no tener ojos o cerrarlos. La falta de discreción respecto al secreto general y la inexcusable tendencia a ver lo que nadie quiere ver, a sí mismo, lo llevaron a la cárcel y a una muerte prematura. 66. Punible, nunca castigado. Nuestro crimen contra los criminales consiste en que los tratemos como lo harían los canallas. 67. La santa simplicidad de la virtud. Toda virtud tiene sus prerrogativas: como la de aportar su pequeño haz de leña a la hoguera de un condenado, por ejemplo. 68. Moralidad y éxito. No son sólo los espectadores de un acto quienes suelen determinar su moralidad o inmoralidad por sus consecuencias, sino también el propio agente, ya que pocas veces son los motivos y las intenciones lo bastante claros y simples, y en ocasiones hasta la memoria se ve turbada por las consecuencias, de forma que atribuimos a la acción motivos equivocados o consideramos esenciales motivos que no lo son. Con frecuencia el éxito confiere a una acción el honrado esplendor de la buena conciencia, mientras que, por el contrario, un fracaso proyecta sobre la acción más respetable la sombra del remordimiento. A ello se debe la conocida máxima del político que dice: «Dadme el éxito, que con él tendré de mi parte a todas las almas honradas y me veré honrado ante mis ojos». De modo análogo, cabe decir que el éxito sustituye a una razón mejor. Muchas personas cultas siguen creyendo hoy que el triunfo del Cristianismo sobre la filosofía griega constituye la prueba de que el primero estaba más cerca de la verdad, aunque lo que en este caso se produjo fue el triunfo de la tosquedad y de la violencia sobre la delicadeza y la inteligencia. Cabe deducir la gran verdad que hay en esto del hecho de que el despertar de las ciencias haya aceptado punto por punto la filosofía de Epicuro y refutado punto por punto el Cristianismo. 69. Amor y justicia. ¿Por qué se exalta el amor a costa de la justicia y se dicen de él las cosas más hermosas como si fuese superior a aquélla? ¿No es, en última instancia, el amor algo evidentemente más necio que la justicia? Sin duda, pero, esto es precisamente lo que hace que sea más agradable a todos; es ciego y posee el cuerno espléndido de la abundancia, cuyos dones reparte a cada cual, aunque no los agradezca. Es imparcial como la lluvia que, según la Biblia y la experiencia, cala hasta los huesos no sólo al injusto, sino a veces también al justo. 70. La ejecución.

¿A qué se debe que nos repugne más una ejecución que un asesinato? A la sangre fría del juez, a los penosos preparativos, a la idea de que en tales circunstancias se está utilizando a un hombre para aterrorizar a otros. Porque lo que se castiga no es la falta, aunque exista, sino algo que se encuentra en los educadores, en los padres, en el medio ambiente, en nosotros y no en el asesino; me refiero a las circunstancias determinantes. 71. La esperanza. Pandora trajo la caja llena de males y la abrió. Era el regalo de los dioses a los hombres, un hermoso regalo de aspecto fascinante, llamado «la caja de la felicidad». Al abrirla, todos los males, que eran seres vivos con alas, salieron volando; desde entonces revolotean a nuestro alrededor y nos atormentan día y noche a los hombres. Sólo uno de los males se quedó dentro de la caja. Pandora cerró la caja por voluntad de Zeus y lo dejó dentro. Ahora el hombre posee para siempre la caja de la felicidad y piensa maravillas del tesoro que encierra; dispone de la caja y se sirve de ella cuando quiere, porque no sabe que la caja que trajo Pandora es la de los males y piensa que el mal que guarda en el fondo es la mayor de las felicidades: se trata de la esperanza. Efectivamente, Zeus quería que, por grandes que fueran los tormentos que le causaran los otros males, el hombre no rechazara la vida y siguiera dejándose atormentar siempre. Por eso dio al hombre la esperanza que es, en realidad, el peor de los males, ya que prolonga el tormento de los hombres. 72. El grado de inflamabilidad moral nos es desconocido. El hecho de que hayamos tenido determinadas impresiones o visto ciertos espectáculos como, por ejemplo, el de un padre condenado injustamente a muerte o al martirio, el de una mujer infiel, o el de un cruel ataque de un enemigo, determina que nuestras pasiones alcancen el nivel calórico de la incandescencia y dirijan o no toda nuestra vida. Nadie sabe adónde lo pueden llevar las circunstancias, la compasión, la indignación: no conoce su grado de inflamabilidad. Vivir en condiciones estrechas y mezquinas, nos hace mezquinos. No es la cualidad de sus experiencias, sino su cantidad lo que determina en general la elevación mayor o menor del hombre, tanto en el ámbito del bien como en el del mal. 73. El mártir a la fuerza. Había en un partido un hombre tan miedoso y cobarde que nunca se atrevía a llevar la contraria a sus camaradas; éstos lo utilizaban para todo y no había cosa que no consiguieran de él, porque le tenía más miedo a la mala opinión de sus camaradas que a la muerte: era un pobre de espíritu. Aunque su cobardía le hacia decir siempre «no» interiormente, sus labios decían siempre «sí»… hasta en el cadalso, cuando murió por las ideas de su partido. Ello se debió a que tenía a su lado a un camarada que lo dominaba con palabras y miradas, hasta el extremo de que soportó la muerte del modo más animoso y acabó pasando a la posteridad como un mártir y como un hombre de gran personalidad. 74. Escala de medida para todos los días. Pocas veces nos equivocaremos si atribuimos nuestros actos sublimes a la vanidad, los vulgares a la costumbre y los mezquinos al miedo.

75. Equívoco respecto a la virtud. Quien ha aprendido a relacionar la ausencia de virtud con el placer, al igual que quien ha tenido una juventud sedienta de goces, concibe la virtud como la ausencia de placer. En cambio, quien ha sufrido mucho a causa de sus pasiones y de sus vicios aspira a encontrar en la virtud el descanso y el goce del alma. Por consiguiente, puede darse el caso de que dos personas virtuosas no se endeuden entre ellas. 76. El asceta. El asceta hace de la virtud necesidad. 77. El honor trasladado de la persona a la causa. Solemos honrar los actos de amor y de sacrificio en favor del prójimo dondequiera que se produzcan. De este modo aumenta la valoración de las cosas que son amadas o por las que se realizan sacrificios, aunque en sí no tengan mucho valor. Un ejército valiente gana adictos a la causa por la que lucha. 78. La ambición, sustitutivo del sentimiento moral. En los caracteres no ambiciosos puede no faltar el sentido moral, pero los ambiciosos suelen pasar sin él, casi con el mismo resultado. De ahí que los hijos de familias modestas, que desprecian la ambición, si llegan a perder el sentido moral, suelen convertirse inmediatamente en unos perfectos sinvergüenzas. 79. La vanidad enriquece. ¡Qué pobre sería el espíritu humano sin la vanidad! Pero con ella se asemeja a una tienda bien provista y siempre repuesta que atrae a clientes de todo tipo: en ella puede encontrarse prácticamente de todo, siempre que se tenga la clase de moneda (la admiración) que allí admiten. 80. El anciano y la muerte. Al margen de los mandamientos de la religión, podemos preguntarnos: ¿por qué es más digno de alabanza que un hombre que ha llegado a la vejez, cuyas fuerzas lo han abandonado de pronto, espere a agotarse y disolverse lentamente en lugar de decidir él mismo su final con plena lucidez? En este caso el suicidio es un acto plenamente natural y al alcance de la mano que en justicia debería inspirar respeto por ser un triunfo de la razón; de hecho así ocurría en los tiempos en que los principales filósofos griegos y los patricios romanos tenían la costumbre de suicidarse. Por el contrario, resulta mucho menos respetable el ansia de ir prolongando la vida día a día a base de consultar con angustia a los médicos y de llevar un régimen de vida sumamente penoso, sin fuerza para afrontar su final. Las religiones disponen de abundantes recursos contra la necesidad del suicidio: es un medio de seducir mediante la adulación a quienes están enamorados de la vida. 81. Errores del sujeto paciente y del sujeto agente. Cuando un rico le quita a un pobre un bien que le pertenece (por ejemplo, un príncipe que arrebata su

amante a un plebeyo), se produce un error por parte del pobre: cree que el otro debe ser muy abominable por privarlo de lo poco que tiene. Pero el otro dista de valorar tanto un único bien, y por ello, no puede ponerse en el lugar del pobre, no agraviándole tanto como éste piensa. Cada uno tiene una idea equivocada del otro. La injusticia del poderoso a lo largo de la historia, que tanto nos indigna, no es tampoco tan grande como parece. Nada proporciona tanta paz y tranquilidad de conciencia como el sentimiento hereditario de creerse superior y con derechos superiores. Nosotros mismos, cuando la diferencia que nos separa de otros seres es muy grande, no experimentamos ya ningún sentimiento de injusticia, y matamos a una mosca, por ejemplo, sin remordimientos. Por lo tanto, no debemos ver una señal de perversidad en Jerjes (a quien todos los griegos consideraban eminentemente noble), cuando arrebató un hijo a su padre y lo hizo descuartizar, por haber mostrado una desconfianza inquietante y de mal agüero respecto al éxito de toda la expedición; en tales casos se eliminaba al individuo, como a un insecto molesto; se encontraba demasiado bajo para causar remordimientos duraderos a un hombre que era dueño del mundo. No, el hombre cruel no lo es nunca en la medida que supone aquél a quien maltrata; su concepto del dolor no es el mismo que el del otro. Lo mismo ocurre con los jueces injustos y con el periodista que, con pequeñas y repetidas falsedades, ofusca la opinión pública. En cualquier caso, la causa y el efecto pertenecen a órdenes muy diferentes de sentimientos y de ideas; sin embargo, suponemos equivocadamente que el autor y la víctima piensan y sienten del mismo modo, de acuerdo con esta suposición, calibramos la falta de uno por el dolor del otro. 82. La piel del alma. Al igual que los huesos, los músculos, las vísceras y los vasos sanguíneos están cubiertos por una piel que hace soportable el aspecto del hombre, las emociones y las pasiones del alma están envueltas en la vanidad, que es la piel del alma. 83. El sueño de la virtud. Cuando la virtud ha dormido, se despierta más lozana. 84. Sutileza de la vergüenza. Los hombres no se avergüenzan de tener pensamientos mezquinos: se avergüenzan cuando creen que les atribuyen dichos pensamientos. 85. La maldad es rara. La mayoría de los hombres están demasiado preocupados por ellos mismos para ser malos. 86. El fiel de la balanza. Alabamos o censuramos según que una u otra cosa nos de mayor oportunidad de lucir nuestra capacidad de razonamiento. 87. Corrección a Lucas, 18, 14. El que se humilla quiere ser ensalzado.

88. La prohibición del suicidio. Tenemos derecho a quitarle la vida a un hombre, pero no a quitarle la muerte: esto es pura crueldad. 89. La vanidad. Nos preocupa la buena opinión de los demás, primero porque nos es útil, y segundo porque queremos darles alegrías (los hijos a sus padres, los estudiantes a sus profesores y las personas benévolas en general al resto de los hombres). Sólo hablamos de vanidad cuando alguien valora la buena opinión de los demás al margen de su beneficio o de su deseo de agradar. En tal caso, el individuo quiere complacerse a sí mismo, pero a costa de los demás, o bien haciendo que se formen una opinión falsa de él, o bien para lograr una opinión tan «buena» que llega a molestar a los otros (despertando su envidia). Por lo general, el individuo trata de asegurar y fortalecer ante sus ojos la opinión que tiene de sí mismo mediante la opinión ajena; pero el poderoso hábito de someterse a la autoridad, hábito tan antiguo como el hombre, conduce a muchas personas a basar incluso la confianza en sí mismas en dicha autoridad y, por consiguiente, a recibirla sólo de los demás: confían más en el juicio de otros que en el suyo. En el individuo vanidoso, el interés que tiene por sí mismo y el deseo de autocomplacencia llegan a tal extremo que induce en los demás una estimación falsa y demasiado elevada de sí mismo, aunque luego se someta a la autoridad de los otros; así induce a error, pero adquiere crédito. Hay que declarar, entonces, que los vanidosos no tratan tanto de agradar al prójimo cuanto de complacerse a sí mismos, y que llegan incluso a no tener en cuenta su provecho, porque a menudo les importa suscitar en sus semejantes actitudes hostiles o envidiosas, desfavorables para ellos, con la única finalidad de satisfacer su yo, de complacerse a sí mismo. 90. Límites del amor humano. Todo hombre que ha decidido que otro es un imbécil y una mala persona se enfada si el otro demuestra que no lo es. 91. Moral lacrimógena. ¡Qué placer proporciona la moral! Pensemos sólo en el río de lágrimas placenteras que ha hecho correr la narración de hazañas nobles y generosas. Si llegara a dominar la creencia en la irresponsabilidad total, la vida perdería uno de sus encantos. 92. Origen de la justicia. La justicia (la equidad) surge entre hombres que tienen un poder casi igual, como bien entendió Tucídides en el terrible diálogo entre los enviados atenienses y los melinos*. Es decir, cuando no hay un poder que se destaca con claridad y una guerra sólo proporciona daños recíprocos sin consecuencias prácticas, nace la idea de entenderse y de conciliar las pretensiones de ambas partes: Injusticia tiene, así, inicialmente un carácter de intercambio. Cada parte satisface a la otra, en la medida en que cada una recibe lo que aprecia más que la otra. Una parte da a la otra lo que quiere para que se lo apropie, a cambio de recibir lo que desea. La justicia es, entonces, una compensación y un intercambio en el caso de poderes casi iguales; por eso la venganza entraba originariamente dentro de la justicia, dado que es un

cambio y lo mismo ocurría con la gratitud. La justicia remite naturalmente al punto de vista de un instinto razonable de conservación y, por consiguiente, a esta reflexión egoísta: «¿Por qué hacerme daño inútilmente, sin lograr quizás mi objetivo?». Tal es el origen de la justicia. Como los hombres, según su hábito intelectual, han olvidado el fin originario de los actos llamados justos, equitativos y, sobre todo, como durante siglos se ha enseñado a los niños a admirar y a imitar dichos actos, poco a poco fue creándose la ilusión de que un acto justo es un acto no egoísta. En esta apariencia se basa la alta valoración que se hace de la justicia, la cual, como toda valoración, aumenta continuamente, ya que una cosa altamente valorada es buscada con sacrificio, imitada, multiplicada y agrandada al añadirse a su valor, el valor del esfuerzo y del celo que cada cual pone en ella. ¡Qué aspecto más poco moral ofrecería el mundo sin la capacidad de olvido! Un poeta diría que Dios ha puesto el olvido como un ujier en el umbral del templo de la dignidad humana. *Nietzsche hace alusión al pasaje contenido en el libro V, 84-114, de Tucídides. (N. de T.) 93. Sobre el derecho del más débil. Cuando alguien, como por ejemplo una ciudad asediada, se somete con condiciones a otra más poderosa, se produce la situación contraria de que podemos causar una gran pérdida al poderoso destruyendo o incendiando dicha ciudad. Así surge en tal caso una especie de «igualdad» que puede servir de base a ciertos derechos. Al enemigo le beneficia la conservación. En este sentido hay también derechos entre esclavos y amos, es decir, en la medida exacta en que la posesión del esclavo es útil e importante para su amo. Originariamente el derecho llega al límite en que uno le parece al otro precioso, esencial, imprescindible, invencible, etc. En dicha situación el más débil tiene también sus derechos, aunque menores. De ahí el famoso unusquisque tantum juris habet, quantum potentia valet (o más exactamente: cuantum potentia valere creditur)..* * Cada cual tiene tanto derecho cuanto poder posee (o más exactamente; cuanto poder se cree que posee). (N. de T.) 94. Las tres fases de la moral hasta nuestros días. La primera señal de que el animal se había convertido en hombre, se dio cuando sus actos no se dirigieron ya al bienestar pasajero, sino a algo duradero. Cuando buscó la utilidad, la consecución de un fin; ésta fue la primera manifestación del imperio libre de la razón. Alcanzó un grado superior cuando obró según el principio del honor; en virtud de él, el hombre se disciplinó y se sometió a sentimientos colectivos, lo que lo elevó muy por encima de la fase en la que su única guía era la utilidad, entendida en un sentido personal; ahora honra y quiere ser honrado, es decir, entiende que lo útil depende de la opinión que tiene de otro y de la opinión que otro tiene de él. Por último, la fase que llega hasta nuestros días y que representa el grado más alto de la moral, empezó cuando obró según su medida de las cosas y de los hombres, decidiendo él mismo qué es honorable, útil, para sí y para los demás; de acuerdo con un concepto cada vez más desarrollado de lo útil y de lo honorable, se convirtió en legislador de las opiniones. El entendimiento lo hace capaz de preferir lo más útil, esto es la utilidad general duradera, a la utilidad personal; el reconocimiento respetuoso de un valor duradero, al pasajero: vive y actúa como un individuo colectivo.

95. Moral del individuo maduro. Hasta aquí se ha considerado siempre que la impersonalidad es el signo de la moral, y se ha demostrado que si al principio se elaboraron y honraron todos los actos impersonales fue en consideración de la utilidad general. ¿No habríamos de cambiar sustancialmente esta idea al observar cada vez mejor que la mayor utilidad es la que se da precisamente en las consideraciones más personales posibles, hasta el punto de que la conducta más estrictamente personal responde al concepto actual de la moral (entendida como utilidad personal)? Convertirse en una persona completa y buscar el mayor bien de ésta en toda acción que se realice, es algo que va mucho más allá de esos deseos y actos de compasión hacia otros. Verdaderamente, todos padecemos aún de un escaso respeto a nuestra propia personalidad, y hemos de reconocer que dicha personalidad está mal educada; hemos apartado violentamente nuestro pensamiento de ella para ofrecerla en aras del Estado, de la ciencia, de quien precisa ayuda, como si fuese un elemento dañino que hubiera que sacrificar. Hoy queremos trabajar para nuestros semejantes, pero sólo en la medida en que esa tarea redunde en mayor provecho propio, ni más ni menos. La cuestión está en saber qué se entiende por «provecho propio», ya que el individuo inmaduro, no desarrollado, tosco, lo entenderá en un sentido también tosco. 96. Costumbre y moral. Ser moral o virtuoso, tener buenas costumbres significa obedecer una ley y una costumbre largo tiempo establecidas. Es totalmente indiferente que nos sometamos a ellas de buen o de mal grado; basta con que lo hagamos. En suma, se llama «bueno» a quien por naturaleza, en virtud de una dilatada herencia y, por ello, de una forma fácil y voluntaria, obra de acuerdo con la moral, cualquiera que ésta sea (por ejemplo, vengándose, si, como entre los antiguos griegos, la venganza forma parte de las buenas costumbres). Se lo considera bueno porque es bueno «para algo». Como en la evolución de las costumbres se acaba considerando siempre que la benevolencia, la compasión, la deferencia, la moderación, etc., son «buenas para algo», útiles; se denomina preferentemente «bueno» al individuo benévolo y servicial (al principio eran otros tipos más importantes de utilidad los que ocupaban el primer plano). Ser malo es ser «no moral» (inmoral), practicar la inmoralidad, resistirse a la tradición, ya sea absurda o razonable; por lo demás, todas las leyes morales de diferentes épocas consideran que el daño que se causa a la comunidad (y al «prójimo», que está encuadrado en ella) constituye la «inmoralidad» en el sentido propio, hasta el extremo de que hoy la palabra «maldad» nos sugiere un daño producido voluntariamente al prójimo y a la comunidad. La diferencia fundamental que ha hecho a los hombres distinguir lo moral de lo inmoral, lo bueno de lo malo, no es la distinción entre egoísta y altruista, sino entre la adhesión a una tradición, a una ley, y la tendencia a liberarse de ella. Desde esta perspectiva, resulta indiferente la forma como nació la tradición; en cualquier caso surgió sin referencia alguna al bien o al mal, o a un imperativo inmanente y categórico, sino preferentemente con vistas a conservar una comunidad una raza, una asociación, un pueblo; toda costumbre supersticiosa surgida de un accidente interpretado equivocadamente genera una tradición que se considera moral aceptar; rechazarla es, efectivamente, algo peligroso, más perjudicial aún para la comunidad que para el individuo (porque la divinidad castiga en toda la comunidad el sacrilegio y la falta de atención a sus privilegios y sólo a través de ella castiga al individuo). Toda tradición va ganando un mayor grado de respetabilidad conforme su

origen se va haciendo más remoto hasta llegar a olvidarse. El tributo de respeto que se le concede se va acumulando de generación en generación y la tradición termina sacralizándose e inspirando veneración; de este modo, la moral de la piedad es, en última instancia, mucho más antigua que la que ordena realizar actos altruistas. 97. El placer en la moral. Una clase importante de placer y, por consiguiente, una fuente de moral, procede del hábito. Lo habitual se hace de una forma más fácil y mejor, por ello, con más agrado. Se siente placer al hacerlo y se sabe por experiencia que lo habitual ha dado pruebas de utilidad. Una costumbre que permite vivir bien, ha demostrado que es saludable y útil, frente a todas las nuevas tentativas que aún no han sido experimentadas. La costumbre es, entonces, la unión de lo agradable y de lo útil, y además no exige reflexión. Siempre que el hombre puede ejercer una coacción, la ejerce para conservar y propagar sus costumbres, porque a sus ojos tienen una sabiduría garantizada. De igual forma, una comunidad de individuos obliga a cada uno de sus miembros a practicar una misma costumbre. Se produce aquí el siguiente razonamiento erróneo: como uno se siente bien practicando una costumbre o, al menos, como mediante ella se conserva la existencia, tal costumbre es necesaria, porque se considera que es la única posibilidad de que uno se encuentre bien. Este concepto de lo habitual como condición de la existencia se extiende hasta los más mínimos detalles de la costumbre. Como los pueblos y las civilizaciones de nivel intelectual poco elevado no llegan a entender del todo la verdadera causalidad, procuran con un temor supersticioso que todo vaya al mismo paso, manteniendo incluso costumbres penosas, duras y pesadas pensando en su presunta utilidad superior. No saben que con otras costumbres podrían conseguir el mismo grado de utilidad y hasta otros más elevados. Sin embargo, todos se percatan claramente de que hasta las costumbres más penosas se vuelven con el tiempo agradables y dulces, que el régimen más severo puede convertirse en hábito y, por tanto, en placer. 98. Placer e instinto social. Mediante sus relaciones con los demás, el hombre obtiene una nueva clase de placer que viene a añadirse a los sentimientos de placer que obtiene de sí mismo, con lo que amplía considerablemente el ámbito del placer en general. Puede que muchos de los elementos que componen esta clase de placer provengan de su herencia animal, ya que es evidente que los animales sienten placer cuando juegan juntos, por ejemplo, la madre con sus crías. Pensemos, por otra parte, en las relaciones sexuales, que hacen que casi toda mujer resulte interesante a todo hombre; desde la perspectiva del placer que se funda en las relaciones humanas, mejora al hombre. La alegría y el placer aumentan cuando se viven en común, cuando se comparten, porque ello confiere seguridad al individuo, lo pone de mejor humor y borra recelos y envidias, al sentirse cada uno mejor y ver que a los demás les ocurre lo mismo. La exteriorización de placeres similares produce simpatía, el sentimiento de ser semejantes, lo que también sucede cuando se comparten sufrimientos, tormentas, peligros o enemigos. En esto se basa la forma más antigua de asociación, la cual tiene un sentido de liberación y de protección común contra la amenaza de un dolor, en beneficio de cada individuo. De este modo, el creciente instinto social nace del placer. 99. Lo que tienen de inocentes las llamadas malas acciones.

Toda «mala» acción esta movida por el instinto de conservación que se da en todo individuo o, más en concreto, por su tendencia al placer y su deseo de huir del dolor. Con tales motivaciones no son, por ello, malas. El hecho en sí de «causar dolor» no existe más que en el cerebro de los filósofos, como también el de «causar placer en sí» (la compasión en el sentido de Schopenhauer). En la situación social anterior a la aparición del Estado, el hombre mataba a aquel ser, mono u hombre, que trataba de tomar antes que él el fruto de un árbol, cuando tenía hambre y corría hacia dicho árbol: es lo que seguimos haciendo con el animal cuando recorremos un territorio salvaje. Las malas acciones que hoy más nos indignan se basan en el error de que quien las realiza goza de voluntad libre para nosotros, y de que depende de su antojo hacer ese mal. Esta creencia en el antojo despierta el odio, el placer de venganza, la malicia, la perversión total de la imaginación; de ahí que nos irrite mucho menos un animal, por considerarlo irresponsable. También se debe a un juicio equivocado, y por consiguiente es algo inocente, hacer el mal, no por instinto de conservación, sino en represalia. En la situación social anterior a la aparición del Estado, el individuo puede tratar a otros seres con dureza y crueldad con la finalidad de asustarlos; lo que pretende es asegurar su vida haciendo manifestaciones terribles de su poder. Así actúa el violento, el poderoso, el fundador del Estado primitivo, que somete a los más débiles. Tiene derecho a hacerlo, como lo sigue haciendo el Estado hoy, mejor dicho, no hay ningún derecho que pueda impedírselo. La condición primera para sentar las bases de toda moral es que un individuo más fuerte o un individuo colectivo, como la sociedad, el Estado, someta a los individuos, sacándolos así de su aislamiento y agrupándolos con un vínculo común. La moral sólo surge después de la coacción, aún más, ella misma sigue siendo durante algún tiempo una coacción que se imponen los hombres para evitarse cosas desagradables. Luego se convierte en costumbre, más tarde en obediencia libre y, por último, casi en un instinto; entonces, como sucede con todo lo que se ha convertido en habitual y natural desde tiempo atrás, se vincula al placer y toma el nombre de virtud. 100. El pudor. Dondequiera que haya un «misterio» se da también el pudor; esta es una concepción religiosa muy extendida en los tiempos más antiguos de la civilización humana. En todas partes había terrenos acotados a los que el derecho divino prohibía acceder, salvo en ciertas situaciones. En principio, era una prohibición relativa a un lugar, en el sentido de que ciertos territorios no podían ser hollados por los pies de los profanos que, al acercarse a ellos, sentían ansiedad y terror. Este sentimiento se trasladó de diversos modos a otros objetos, por ejemplo, a las relaciones sexuales, al ser una prerrogativa y un sanctasanctórum de la edad más madura, debían ser sustraídas a las miradas de la juventud, por su propio bien; diferentes divinidades a las que se creían situadas como guardianes de la cámara nupcial se ocupaban de proteger dichas relaciones y de santificarlas. Por ello, en turco, se da a esta cámara el nombre de harén, «santuario», designándola, entonces, con el nombre que se aplica a los pórticos de las mezquitas. Así es como la realeza, centro de donde emana el poder y el esplendor, es para el súbdito un misterio cargado de secretos y de pudor; restos de este efecto se siguen encontrando hoy en pueblos que, por otra parte, no figuran entre los púdicos. De igual forma, el mundo entero de los estados interiores, lo que se llama el «alma», sigue siendo hoy un misterio para los no filósofos, ya que durante un tiempo infinito se creyó digno de tener un origen divino, de mantener relaciones con la divinidad; es entonces un sanctasanctórum e inspira pudor.

101. No juzguen. Al estudiar épocas históricas, hemos de procurar no condenar injustamente. No debemos medir con nuestro rasero la injusticia de la esclavitud o la crueldad del sometimiento de personas y de pueblos, porque en aquel tiempo el instinto de la justicia no estaba tan desarrollado. ¿Quién se atrevería a reprochar al ginebrino Calvino por haber quemado al médico Servet? Fue un acto consecuente con sus concepciones y hasta la propia Inquisición tenia su legitimidad; simplemente, las ideas reinantes eran falsas, y tuvieron consecuencias que nos parecen crueles porque dichas ideas están muy alejadas de las nuestras. Por otra parte, ¿qué supone el suplicio de un sólo, hombre en comparación con los tormentos eternos del infierno para casi todos? Y sin embargo, esta concepción dominaba entonces en todo el mundo, sin que su horror mucho mayor perjudicara especialmente a la idea de Dios. También entre nosotros los individuos de ciertas sectas políticas son tratados con crueldad y dureza, pero como estamos habituados a creer en la necesidad del Estado no sentimos en este caso tanto la crueldad como en aquéllos cuyas concepciones rechazamos. La crueldad para con los animales, que observamos en los niños y en los italianos, se reduce a una falla de comprensión, ya que se ha situado al animal muy por debajo del hombre, principalmente por interés de la doctrina eclesiástica. Muchos horrores e inhumanidades históricos, que resultan casi increíbles, pueden verse atenuados también si consideramos que quien los ordenó y quien los realizó fueron personas distintas: el primero no tenía la visión del hecho ni, por consiguiente, la fuerte impresión que ésta produce en la imaginación; y el segundo obedecía a un superior y se sentía irresponsable. La mayoría de los príncipes y de los jefes militares, por su falta de imaginación, parecen crueles y duros sin serlo. El egoísmo no es malo, porque la idea de «prójimo», la palabra es de origen cristiano y no corresponde a la realidad, es en nosotros muy débil, y casi nos sentimos tan libres e irresponsables respecto a él como frente a una planta o a una piedra. El dolor ajeno es algo que hay que aprender y nunca puede aprenderse del todo. 102. El hombre siempre hace bien. No tachamos de inmoral a la naturaleza cuando nos envía una tormenta y nos cala hasta los huesos. ¿Por qué llamamos, entonces, inmoral al hombre que produce un daño? Porque suponemos en él una voluntad que obra arbitrariamente, mientras que en el primer caso hablamos de necesidad. Sin embargo, esta distinción es errónea. Por otra parte, hay situaciones en que no consideramos inmoral ni siquiera al que causa un daño con intención; no sentimos escrúpulos, por ejemplo, al matar una mosca intencionadamente por el simple hecho de que nos molesta su zumbido: pero se castiga intencionadamente al criminal y se le hace sufrir para garantizar la seguridad de cada uno de nosotros y de la sociedad. En el primer caso, quien causa un daño para conservarse o incluso para no sufrir es un individuo; en el segundo, es el Estado. Toda moral acepta que se realice intencionadamente el mal en caso de legítima defensa, es decir, cuando se trata de la propia conservación. Pero para explicar todas las malas acciones realizadas por hombres contra hombres bastan estos dos objetivos; o se trata de conseguir un placer o se intenta evitar un dolor. Tanto en un sentido como en otro se trata siempre de la propia conservación. Sócrates y Platón tenían razón: haga lo que haga el hombre siempre hace bien, es decir, siempre hace lo que le parece bueno (útil), según su grado de inteligencia o según la medida actual de su racionalidad. 103. La inocencia de la maldad.

La maldad no tiene como fin en sí el dolor ajeno, sino su propio goce, bajo la forma, por ejemplo, de un sentimiento de venganza o de una fuerte excitación nerviosa. La simple burla muestra cuánto placer nos produce ejercer nuestro poder sobre otros y experimentar el estimulante sentimiento de superioridad. Ahora bien ¿consiste la maldad en gozar del dolor ajeno? ¿Es diabólico el placer de hacer daño, como dice Schopenhauer? Lo cierto es que, en el terreno de la naturaleza, sentimos placer quebrando ramas, arrancando piedras o luchando con animales salvajes, para tomar conciencia de nuestra fuerza. El hecho de saber que otro sufre a causa nuestra ¿convierte en inmoral el acto del que de otro modo no nos sentimos responsables? Pero si no lo supiéramos, tampoco sentiríamos el placer de nuestra superioridad, ya que ésta sólo se revela mediante el dolor ajeno, por ejemplo, en el caso de la burla. En sí mismo, ningún placer es bueno ni malo; ¿a qué se debe, entonces, la determinación de que no tenemos derecho a hacer daño al prójimo para procurarnos placer? Sólo al punto de vista de la utilidad, es decir, a la consideración de las consecuencias, a la posibilidad de acabar sufriendo un dolor, en el caso de que el individuo perjudicado o el Estado que le representa se vengue aplicando un castigo: sólo esto puede haber suministrado originariamente el motivo para prohibir tales actos. La compasión dista tanto de buscar el placer de otros, como la maldad, ya lo he dicho, de provocar en sí dolor a otro, porque implica dos elementos (quizá, más) de placer personal y en este sentido se reduce a la autocomplacencia: primero, el placer de la emoción, tal como aparece la compasión en la tragedia; y segundo, cuando se pasa a la acción, el placer de disfrutar del ejercicio de su poder. Por otro lado, en cuanto la persona que sufre nos es mínimamente próxima, nos libramos del dolor realizando actos de compasión. A excepción de algunos filósofos, los hombres han atribuido un rango bastante bajo a la compasión en el conjunto de los sentimientos morales. Y no les ha faltado razón. 104. La legítima defensa. Si aceptamos que la legítima defensa es moral en general, hemos de admitir también casi todas las manifestaciones del egoísmo que se considera inmoral; hacemos daño, robamos o matamos para conservarnos o para protegemos, para evitar una desgracia personal; mentimos cuando la astucia y los subterfugios son el medio que satisface verdaderamente la conservación. Se considera que es moral hacer daño intencionadamente cuando está en juego nuestra vida o nuestra seguridad (la conservación de nuestro bienestar); en el mismo sentido hace daño el Estado cuando impone un castigo. La inmoralidad no radica, naturalmente, en el hecho de hacer daño sin conciencia de ello; quien impera en tal caso es el azar. ¿Existe, entonces, una clase de acción encaminada a hacer daño intencionadamente en la que no esté en juego nuestra vida, la conservación de nuestro bienestar? ¿Hay una forma de hacer daño a sabiendas por pura perversión, por ejemplo, en la crueldad? Cuando no sabemos el mal que provoca nuestro acto, no es un acto malvado. Ahora bien, ¿sabemos plenamente en alguna ocasión el daño que un acto nuestro produce a otro? El límite adonde llega la acción de nuestro sistema nervioso nos protege del dolor; si tuviese un radio de acción mayor y llegara a penetrar en el interior de nuestros semejantes, no haríamos mal a nadie (salvo en el caso de que nos hiciésemos daño a nosotros mismos; por ejemplo, cuando nos amputamos un miembro para curarnos o cuando nos cansamos y esforzamos con vistas a nuestra salud). Por analogía deducimos que algo le duele a alguien y por el recuerdo y la fuerza de la imaginación podemos también sufrirlo nosotros mismos. Pero ¡qué diferencia habrá siempre entre el dolor de muelas y el sufrimiento (compasión) que produce observar a alguien con dolor de muelas! Así, cuando se causa un

daño por maldad, como suele decirse, se desconoce en cualquier caso el grado de dolor producido; ahora bien, en la medida en que el acto entraña placer (sentimiento del propio poder, de la propia excitación intensa), se realiza para conservar el bienestar del individuo y entra dentro, así, de la misma perspectiva que la legítima defensa o la mentira obligada. Sin placer no hay vida; la lucha por el placer es la lucha por la vida. Saber si el individuo libra este combate de forma que los hombres lo llamen bueno o de forma que lo llamen malo es algo que viene determinado por el nivel y la naturaleza de su inteligencia. 105. La justicia retributiva. Quien haya entendido plenamente el principio de la irresponsabilidad total no puede seguir incluyendo en la categoría de la justicia la llamada justicia retributiva, la que aplica premios y castigos, si es que la justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Porque quien es castigado no merece serlo; se utiliza el castigo sencillamente como forma de prevenir mediante el terror la no realización en lo sucesivo de determinados actos; igualmente, el recompensado no merece el premio, ya que no podía obrar más que como lo hizo. En este aspecto, el premio no tiene otro sentido que el de servir de estímulo a él y a los demás, proporcionándoles un motivo para la realización de acciones en el futuro; se anima a quien está participando en una carrera, no a quien ha llegado a la meta. Ni el premio ni el castigo se conceden a cada cual como si les correspondiesen: se les otorgan por razones de utilidad, sin que los pueda pretender con justicia. Por eso hay que decir que «el sabio no premia porque se haya obrado bien», lo mismo que se ha dicho que «el sabio no castiga porque se haya obrado mal, sino para que no se vuelva a obrar mal en adelante». Si desapareciesen el premio y el castigo, se esfumarían también los motivos más poderosos que nos apartan de ciertos actos y nos impulsan a ciertos actos; la utilidad humana exige que se los mantenga. Y como el premio y el castigo, la alabanza y la censura influyen del modo más sensible en la vanidad, dicha utilidad exige también el mantenimiento de la vanidad. 106. Junto a la cascada. Al contemplar una cascada, creemos ver en las incontables ondulaciones, serpenteos y rompimientos de las olas, la voluntad libre y el capricho; pero todo es necesidad, cada movimiento puede ser matemáticamente calculado. Lo mismo ocurre con los actos humanos; si fuéramos omniscientes, podríamos calcular por anticipado cada acto, así como cada avance del conocimiento, cada error, cada maldad. Bien es cierto que el propio agente está poseído por la ilusión de la voluntad libre. Si se detuviera un instante la rueda del mundo y existiera una inteligencia omnisciente que calculase, podría aprovechar esa pausa para determinar el futuro de cada ser hasta los tiempos más remotos y marcar cada uno de los puntos por donde en adelante habrá de pasar esa rueda. La ilusión que se crea el agente respecto a sí mismo y su convencimiento de que tiene una voluntad libre, entrarían también dentro de ese mecanismo, que es objeto de cálculo. 107. Irresponsabilidad e inocencia. La irresponsabilidad total del hombre respecto a sus actos y a su ser es la gota más amarga que ha de tragar el hombre del conocimiento, una vez habituado a considerar que la responsabilidad y el dolor son los títulos de nobleza de la humanidad. Todas sus valoraciones, atracciones y aversiones se convierten

por ello en algo falso y carente de valor; su sentimiento más hondo, el que le acercaba al mártir y al héroe, ha adquirido a causa de eso el valor de un error; ya no tiene derecho a alabar ni a censurar, ya que no tiene sentido alabar ni censurar a la naturaleza y a la necesidad. Ante los actos propios y ajenos debe proceder como cuando le gusta una obra bella, pero no la alaba, porque ésta no puede hacer nada por sí misma, o como cuando se encuentra delante de una planta. Puede admirar su fuerza, su belleza, su plenitud, pero no le es lícito atribuirles mérito; el fenómeno químico, la lucha de los elementos o los tormentos de quien ansía curarse tienen tanto mérito como esas luchas y angustias del alma en las que nos sentimos atenazados por diversos motivos y en diferentes sentidos, hasta que al final nos decidimos por el más poderoso (como suele decirse, aunque en realidad habría que decir hasta que el más poderoso decide por nosotros). Pero por elevados que sean los nombres que demos a esos motivos, proceden de las mismas raíces en las que creemos que se encuentran los malignos venenos: entre los actos buenos y los actos malos no hay una diferencia de especie, sino a lo sumo de grado. Los actos buenos son la sublimación de actos malos; y los actos malos son actos buenos, pero realizados de una forma tosca y estúpida. Cualquiera que sea el modo como puede obrar el hombre, es decir, como debe hacerlo, éste no desea más que autocomplacerse (unido esto al miedo que tiene a la frustración), ya sea mediante actos de vanidad, venganza, concupiscencia, interés, maldad o perfidia; o mediante actos de sacrificio, de compasión, de entendimiento. Los grados de raciocinio determinarán la dirección en la que cada cual se dejará llevar por este deseo; toda sociedad y todo individuo tienen siempre presente una jerarquía de bienes, por la cual deciden sus actos y juzgan los ajenos. Sin embargo, esta escala de medida está cambiando continuamente; se les llama malos a muchos actos que sólo son estúpidos porque el nivel de inteligencia de quien decidió realizarlos era muy bajo. Más aún, en cierto sentido, todos los actos son todavía hoy estúpidos, porque será sin duda superado el nivel más elevado que ha podido alcanzar la inteligencia humana; cuando entonces se mire hacía atrás, todos nuestros actos y juicios resultarán tan limitados e irreflexivos como nos parecen hoy los de los pueblos salvajes y atrasados. Puede que la toma de conciencia de todo esto produzca un hondo dolor, pero existe un consuelo: estos sufrimientos son dolores de parto. La mariposa quiere romper su envoltura, despedazándola y desgarrándola, entonces se siente cegada y embriagada por esa luz desconocida que es el reino de la libertad. El primer ensayo para saber si la humanidad, que es moral, puede convertirse en sabia, se hace con hombres que son capaces de soportar esta tristeza (¡y que serán muy pocos!). El sol de un nuevo evangelio lanza su primer rayo sobre las cimas más altas de las almas de esos solitarios; allí se acumulan nubes más densas que en ninguna otra parte, y reinan a un tiempo la claridad más pura y el crepúsculo más sombrío. Todo es necesidad, dice el nuevo saber, y el conocimiento es el camino que conduce a esa inocencia. Si la voluptuosidad, el egoísmo y la vanidad son necesarios para la producción de los fenómenos morales y para que alcancen su más elevada floración, el sentido de la verdad y de la justicia del conocimiento; si el error, el extravío de la imaginación ha sido el único medio por el que ha podido ir elevándose paulatinamente la humanidad hasta ese grado de claridad y de autoliberación, ¿quién iría a entristecerse al divisar la meta adonde llevan esos caminos? Es cierto que en el terreno de la moral todo se modifica y cambia, que es incierto y está en constante fluctuación, pero también es verdad que todo fluye y que se dirige a un único fin. Aunque siga actuando en nosotros el hábito hereditario de juzgar, amar y odiar erróneamente, cada vez se irá debilitando más por el creciente influjo del conocimiento; en este mismo terreno nuestro se va implantando insensiblemente un nuevo hábito: el de comprender, el de no amar ni odiar, el de ver desde lo alto, y

dentro de miles de años será tal vez lo, bastante poderoso para dar a la humanidad la fuerza de producir al hombre sabio, inocente (consciente de su inocencia), de un modo tan regular como hoy produce al hombre necio, injusto, que se siente culpable, es decir, su antecedente necesario, no lo opuesto a aquél.

CAPÍTULO TERCERO: LA VIDA RELIGIOSA 108. La doble lucha contra el mal. Cuando nos aflige un mal, podemos liberamos de él, bien suprimiendo su causa, bien modificando el efecto que ejerce sobre nuestra sensibilidad, esto es, convirtiendo un mal en un bien, cuya utilidad no se manifieste quizás hasta más adelante. La religión y el arte (al igual que la filosofía metafísica) se esfuerzan por producir un cambio en la sensibilidad, ya sea por medio de la modificación de nuestro juicio sobre la experiencia (por ejemplo, con ayuda de la máxima: «Dios castiga al que ama»), ya sea mediante la provocación de un placer en medio del dolor, en la emoción en general (allí de donde parte el arte trágico). Cuanto más nos inclinemos a interpretar y a justificar, menos cuenta nos daremos de las causas del mal y las suprimiremos; nos bastan el alivio y la anestesia momentáneos, como es habitual en el dolor de muelas e incluso en los más graves sufrimientos. Cuanto menor sea el poder de las religiones y de todas las artes de narcotizar, más seriamente tomarán en consideración los hombres la supresión real del mal, lo que por supuesto molesta a los poetas trágicos, porque al reducirse el ámbito del destino inexorable e invencible encuentran menos argumentos para sus tragedias; y más aún, a los sacerdotes, porque éstos han vivido hasta ahora de narcotizar los dolores humanos. 109. El conocimiento es aflicción. ¡Cuánto nos gustaría cambiar esas afirmaciones de los sacerdotes de que existe un dios que nos exige ser buenos, que vigila y es testigo de toda acción, de todo instante, de todo pensamiento, que nos ama, que en toda desgracia quiere lo mejor para nosotros, cuánto nos gustaría, digo cambiar, todo eso por verdades que fuesen sanas, tranquilizadoras y bienhechoras como esos errores! ¡Pero no existen verdades así! La filosofía, como mucho, puede contraponer por su parte apariencias metafísicas (que son también falsedades en el fondo). Y aquí está la tragedia: que no podemos creer en esos dogmas religiosos y metafísicos cuando albergamos en la cabeza y en el corazón un método estricto de verdad. Por otra parte, al habernos convertido en virtud de la evolución en seres tan delicados, susceptibles y enfermizos, necesitamos unos medios de salvación y de consuelo del tipo más elevado; por lo que existe el peligro de que al reconocer la verdad el hombre resulte malherido. Es lo que Byron expresa en unos versos inmortales: Sorrow is knowledge: they who know the most, must mourn the deepest over the fatal truth. The tree of knowledge is not that of life * * «Conocer es sufrir: quienes más saben, más hondamente han de llorar sobre la verdad fatal. El árbol del conocimiento no es el de la vida». (N, de T,) Contra tales inquietudes nada mejor que evocar la majestuosa frivolidad de Horacio, al menos en los momentos peores y en los eclipses del alma, diciendo con él: ¿Quid aetemis minorem consiliis animum fatigas? cur non sub alta vel platano vel hac pino jacentes …** ** ¿Por qué atormentas con designios eternos al alma más pequeña? ¿Por qué no tumbarnos bajo este plátano o bajo este pino?" (N. de T.) Seguramente es preferible la frivolidad o la melancolía, más o menos intensa, que el retroceso

romántico o la deserción, que acercarse al Cristianismo, de la forma que sea; porque según el estado actual del conocimiento ya no podemos llegar a ninguna fórmula de compromiso con él sin mancillar irreparablemente nuestra conciencia intelectual, prostituyéndonos ante nosotros mismos y ante los demás. Tal vez nos resulten muy penosos esos dolores, pero sin dolor no podremos ser guías ni educadores de la humanidad, y ¡pobre de aquél que quisiera intentarlo y al hacerlo perdiese esa pureza de conciencia! 110. La verdad en la religión. Si bien es indudable que el significado de la religión no fue suficientemente valorado durante la época de la Ilustración, no resulta menos evidente que el movimiento de reacción que siguió a aquélla, le concedió excesiva importancia al considerar a las religiones con amor, a la vez que con pasión, atribuyéndoles una profunda comprensión del mundo, mejor aún, la más profunda comprensión del mundo, a la que basta despojar de su ropaje dogmático para llegar a tener así la «verdad» expresada de una forma no mítica. Las religiones, afirman todos los adversarios de la Ilustración, expresarían, así, en un sentido alegórico, dado el entendimiento del vulgo, esa sabiduría de los antiguos, que constituye la sabiduría en sí, en la medida en que toda auténtica ciencia de la edad moderna nos llevaría a ella y no a alejarnos de ella; de tal modo que entre los sabios más antiguos de la humanidad, y todos los que les seguirían después, reinaría una armonía y hasta un entendimiento idéntico, además de que el avance del conocimiento, si queremos hablar en estos términos, se referiría no tanto a lo esencial, sino a la expresión de ello. Toda esta interpretación de la religión y de la ciencia es errónea, y de no haberse visto amparada por la elocuencia de Schopenhauer, nadie se atrevería a declararse partidario de ella: con todo, esa elocuencia de límpida voz no llegaría a sus oyentes hasta una generación después. Si bien es cierto que la interpretación religioso-moral del mundo y del hombre que dio Schopenhauer puede beneficiar a la comprensión del Cristianismo y de otras religiones, no es menos cierto que se equivocó en lo referente al valor de la religión para el conocimiento. El mismo fue un discípulo sumiso de los maestros de la ciencia de su tiempo, los cuales se mostraron unánimemente fieles al romanticismo, abjurando del espíritu de la Ilustración; de haber nacido en la época actual le hubiese sido imposible hablar del sentido alegórico de la religión; antes bien, habría rendido tributo a la verdad, como solía hacerlo, con las palabras siguientes: La religión no ha contenido nunca verdad alguna, ni directa ni indirectamente, ni como dogma ni como parábola, porque nació del miedo y de la penuria y se introdujo furtivamente en la vida aprovechando los errores de la razón. Acosada por la ciencia, tal vez haya incorporado a su sistema en alguna ocasión una teoría filosófica cualquiera con la pretensión de asentarse después en ella. Pero esto es una artimaña de los teólogos en una época en que la religión duda ya de sí misma. Estas artimañas de la teología, puestas en práctica desde muy pronto por el Cristianismo, impregnadas de la filosofía de la época, han llevado a esa superstición del sentido alegórico y sobre todo a esa costumbre de los filósofos (especialmente de esos anfibios que son los filósofos poetas y los artistas que filosofan) de generalizar los sentimientos que ellos albergan, considerándolos como el ser fundamental del hombre y concediéndoles así una notable supremacía en la configuración de sus sistemas. Muchas veces los filósofos filosofaron a la sombra de hábitos religiosos tradicionales o al menos bajo el poder inveterado de la «necesidad metafísica», llegando a consideraciones doctrinales que eran por supuesto muy

similares a las religiosas, ya fueran judías, cristianas o hindúes —es algo así como la semejanza que suelen tener los hijos con sus madres, sólo que, en este caso, los padres no sabían a qué se debía esto y en su inocente extrañeza se pusieron a desvariar mediante fábulas sobre el parecido de familia de la religión y la ciencia—. Realmente, entre las religiones y la auténtica ciencia no existe ningún tipo de parentesco, ni de amistad, ni tan siquiera de enemistad: viven en mundos diferentes. Toda filosofía que en las tinieblas de sus visiones últimas permita vislumbrar el destello de un cometa religioso, hace recelar de todo lo que propone como ciencia, lo cual no es sino religión, aunque bajo la apariencia de ciencia. Además, si todos los pueblos coincidieran sobre ciertas cuestiones religiosas, como la existencia de Dios, por ejemplo (cosa que no sucede, dicho sea de paso), ello no sería sino un argumento en contra de lo que se ha afirmado, por ejemplo, de la existencia de Dios; el «consenso de los pueblos» y en general «de los hombres» no puede servir de garantía más que a una estupidez. Por el contrario, no existe en modo alguno un «consenso de todos los sabios» ni respecto a una sola cuestión, excepción hecha de la que habla Goethe en estos versos: Los sabios de todos los tiempos sonríen, asienten y exclaman al unísono: ¡Es una necedad intentar mejorar a los necios! Hijos de la sabiduría, tened a los tontos por tontos, como les corresponde. Por decirlo sin verso ni rima y aplicarlo a lo que nos ocupa: el «consenso de los sabios» no consiste más que en tomar el «consenso de los pueblos» por una estupidez. 111. El nacimiento del culto religioso. Si nos remontáramos a los tiempos en que florecía con vigor la vida religiosa, descubriríamos una convicción fundamental que hoy no compartiríamos y por la que se nos han cerrado de una vez por todas las puertas de la vida religiosa: se trata de una convicción relativa a la naturaleza y a la relación con ésta. En aquellos tiempos no se sabía nada de las leyes naturales; ni en la tierra ni en el cielo había nada que tuviera un carácter necesario; la salida del sol, las estaciones del año o la lluvia eran fenómenos que podían producirse o no; no se tomaba en modo alguno el concepto de causalidad natural. No se consideraba que, al remar, fuera la acción de los remos lo que movía la barca, sino que se entendía que dicha acción era simplemente una ceremonia de magia mediante la cual se forzaba a un demonio a que la moviese. Todas las enfermedades y hasta la propia muerte eran el resultado de influencias mágicas. La enfermedad y la muerte no eran fenómenos naturales; faltaba totalmente el concepto de «desarrollo natural», idea que no empezó a manifestarse sino en los antiguos griegos, es decir, en una fase muy tardía de la humanidad, a través del concepto de moira (destino) que estaba por encima de los dioses. Se creía que cuando alguien disparaba un arco, existía tras él una fuerza y unas manos irracionales; si una fuente empezaba de pronto a manar, se pensaba que era una artimaña de los espíritus subterráneos; la causa de que un hombre se desplomara fulminantemente era la acción invisible de la flecha de un dios. Según Lubbock, los carpinteros hindúes solían ofrecer sacrificios al martillo, al hacha y a todas las herramientas que utilizaban, y lo mismo hacían el brahmán a la caña con la que escribía, el soldado a las armas con las que luchaba, el albañil a su paleta y el labrador a su arado. Los hombres religiosos se representaban el conjunto de la naturaleza como una suma de acciones conscientes y de principios volitivos, como una trama descomunal de arbitrariedades.

Respecto a todo lo que se nos manifiesta, no existía una lógica en virtud de la cual algo tenía que ser de tal o cual modo o tenía que suceder de esta o de aquella manera; lo único que se consideraba casi seguro, susceptible de cálculos y de medida, éramos nosotros: el hombre era la norma; la naturaleza, la falta de normas; esta afirmación constituye la convicción fundamental que dominaba en las culturas primigenias que crearon las religiones. Los hombres de hoy consideramos precisamente lo contrarío: cuanto más rico se siente el hombre interiormente y más polifónico se vuelve su alma, tanto más poderoso es el efecto que ejerce sobre él la armonía de la naturaleza; todos admitimos, con Goethe, que la naturaleza es el mejor medio de apaciguar a las almas modernas; escuchamos el tictac de ese gran reloj, ansiosos de descanso, de recogimiento y de sosiego, como si pudiéramos impregnarnos de esa armonía y alcanzar sólo a través de ella nuestra autocomplacencia. En otros tiempos sucedía lo contrario: si evocamos los estados primitivos y toscos de los pueblos de entonces u observamos de cerca a los salvajes actuales, los veremos fuertemente determinados por la Ley. Por la tradición el individuo se ve envuelto en ella inmediatamente y se mueve con la uniformidad de un reloj. Para él, la naturaleza — inconcebible, terrible y misteriosa— es el reino de la libertad, de la arbitrariedad, del poder más elevado, que pertenece a un nivel de existencia sobrehumano, al igual que Dios. Entonces, en tales épocas y estados, todo individuo considera que su vida, su felicidad, la de su familia y la del Estado, el éxito de cualquier empresa, dependen de las arbitrariedades de la naturaleza; ciertos fenómenos naturales serán oportunos y se producirán a su debido tiempo, pero otros no. ¿Cómo ejercer una influencia en estas terribles incógnitas? Lo preguntaban e investigaban con angustia, porque, ¿no habrá acaso un medio de regular esas potencias, es decir, una ley o una tradición como las que nos regulan a nosotros? La reflexión del hombre que cree en la magia y en el milagro conduce a imponer una ley a la naturaleza; y por decirlo en pocas palabras, el culto religioso es fruto de esa reflexión. El problema que ese individuo se plantea se halla estrechamente relacionado con éste otro: ¿cómo la raza más débil puede dictar leyes a la más fuerte, regirla, guiar sus acciones (respecto a la más débil)? Lo primero que se le ocurre es utilizar el medio más inocente de sujeción, que es la que se produce cuando nos ganamos la simpatía de alguien. Mediante súplicas y ruegos, sometiéndose a diversas obligaciones y a hacer ofrendas con regularidad o realizando ceremonias de alabanza, es posible ejercer también una coacción sobre las potencias de la naturaleza, una vez ganadas sus simpatías: el amor ata a otros y nos ata. Después se pueden establecer acuerdos en los que las partes se obliguen recíprocamente a una conducta determinada, se dan las garantías pertinentes y se intercambian los respectivos juramentos. Existe, no obstante, una forma de sujeción más importante aún: la de la magia y los hechizos. Del mismo modo que, con la ayuda del hechicero, el hombre sabe cómo hostigar a un enemigo más fuerte y hacer que se le rinda y cómo actúan a distancia los filtros amorosos, el individuo más débil cree igualmente poder doblegar a los poderosos espíritus de la naturaleza. El medio principal que utiliza la magia es hacerse con algo que pertenezca a alguien, ya sean cabellos, uñas, un poco de comida de su mesa, su propia imagen o su nombre. Una vez en posesión de tales cosas, el individuo puede comenzar el hechizo, ya que el presupuesto fundamental es que a todo lo espiritual corresponde algo corporal en virtud de lo cual se puede encadenar, dañar o destruir a un espíritu; el elemento corporal proporciona el asidero para influir en lo espiritual. Por tanto, del mismo modo que un individuo puede influir en otro, cabe también influir en cualquier espíritu de la naturaleza, ya que éste tiene también un elemento corporal por donde se lo puede atrapar. La misteriosa semejanza

existente entre un árbol y el germen del que ha brotado, parece demostrar que un mismo espíritu configura a ambas formas, ya sean grandes o pequeñas. La piedra que empieza a rodar de pronto tiene un cuerpo en cuyo interior se agita un espíritu; si hay en un llano un bloque de piedra, parece imposible que haya sido llevado allí por una fuerza humana, por lo que hay que pensar entonces que ha llegado allí por sí mismo, esto es, que alberga un espíritu en su interior. Todo lo que tiene cuerpo, puede ser hechizado, lo que vale también para los espíritus de la naturaleza. Si un dios está directamente ligado a su imagen, podemos ejercer en él una coacción totalmente directa (no dándole de comer, flagelándolo, etc.). En China, la gente, para conseguir el beneficio de un dios que los ha abandonado, llenan su imagen de cadenas, la rompen en pedazos y la arrastran por las calles entre el barro y las basuras, diciéndole: «¡Espíritu perruno! Te albergamos en un magnífico templo, te embellecimos y te alimentamos; hemos hecho sacrificios en tu honor y, sin embargo, has sido ingrato». Semejantes medidas de coacción contra imágenes de los santos o de la Virgen, cuando éstos no cumplen con su deber, como en épocas de peste y de sequía, se siguen produciendo en nuestro siglo en países católicos. Todas estas relaciones mágicas con la naturaleza generan numerosas ceremonias; por último, cuando éstas adquieren un carácter caótico, los hombres se esfuerzan en ordenarlas y sistematizarlas, de forma que se crea asegurar la marcha favorable de todo el curso de la naturaleza, especialmente del gran ciclo anual, mediante el correspondiente desarrollo de un sistema de procedimiento. El sentido del culto religioso es ordenar y disponer la naturaleza en beneficio del hombre, imprimirle una legalidad que antes no tenía, mientras que actualmente se quiere conocer la legalidad de la naturaleza para penetrar en ella. En suma, el culto religioso se basa en la idea de hechizo que un individuo puede hacer a otro y el hechicero es más antiguo que el sacerdote. Pero también se basa en otras ideas que, además de distintas, son más refinadas, como las relaciones de simpatía entre los individuos, la existencia de la benevolencia, de la gratitud, de la atención que se presta a quien suplica, de los pactos entre enemigos, de la concesión de garantía, del derecho a la protección de la propiedad. Hasta en los estadios más inferiores de la civilización, el hombre no se halla frente a la naturaleza en la situación de un esclavo impotente, no es necesariamente un pasivo siervo suyo. En el estadio religioso griego, sobre todo respecto a los dioses del Olimpo, hasta cabe pensar en la coexistencia de dos castas: Una más noble y poderosa; y otra menos noble, aunque ambas se corresponden mutuamente por su origen, son de una misma especie y no se avergüenzan la una de la otra. En esto consiste la nobleza de la religiosidad griega. 112. Una consideración sobre ciertos objetos sagrados de la antigüedad. En la combinación de lo burlesco y hasta de lo obsceno con el sentimiento religioso, observamos cuántos sentimientos se han perdido para nosotros; se ha desvanecido el sentimiento de que puede darse dicha asociación, y sólo concebimos que pudo existir históricamente en las fiestas de Deméter y Dionisos, en los Juegos de Pascua y en los misterios cristianos; pero aún reconocemos lo sublime unido a lo burlesco y cosas afines, y lo conmovedor fundido con lo ridículo, algo que tal vez una época posterior ya no comprenderá. 113. El Cristianismo como antigualla. Cuando en una mañana de domingo oímos repicar las viejas campanas, nos preguntamos: ¿Es posible? Esto se hace por un judío crucificado hace dos mil años, que se decía Hijo de Dios, sin que se haya

podido comprobar semejante afirmación. Seguramente la religión cristiana es, en nuestros tiempos, una antigualla que perdura desde una época muy remota, y el hecho de que se crea en esa afirmación, con lo rigurosos que nos hemos vuelto a la hora de exigir pruebas de las aseveraciones, quizá sea la parte más antigua de esa herencia. Un dios que engendra hijos con una madre mortal; un sabio que recomienda que no se trabaje ni que se administre justicia, sino que nos preocupemos por los signos del inminente fin del mundo; una justicia que toma al inocente como víctima propiciatoria; un individuo que invita a sus discípulos a beber su sangre; oraciones e intervenciones milagrosas; pecados cometidos contra un dios y expiados por ese mismo dios; el miedo al más allá cuyo portón es la muerte; la figura de la cruz como símbolo en una época que ya no sabe su significado infamante… ¡Qué escalofrío nos produce todo esto, como si saliera de la tumba de un remoto pasado! ¿Quién iba a pensar que se seguiría creyendo en algo así? 114. Lo que el Cristianismo no tiene de griego. Los griegos no veían a los dioses homéricos por encima de ellos, es decir, como amos, ni tampoco se veían ellos por debajo de los dioses, como siervos, al igual que los judíos. No veían en esos dioses sino el reflejo de los ejemplares más logrados de su propia estirpe; es decir, como un ideal y no como lo contrario de su propio ser. Se consideraban emparentados unos con otros, vinculados por un interés recíproco, por una especie de alianza. Cuando el hombre se provee de tales dioses, adquiere una idea noble de sí mismo y se sitúa en una relación similar a la existente entre la baja y la alta nobleza. En cambio, los pueblos itálicos tenían una religión propia de campesinos, en permanente angustia ante potencias y espíritus torturadores, malignos y arbitrarios. Allí donde entraban en retroceso los dioses del Olimpo, la vida griega se hacia también más sombría y angustiada. El Cristianismo, por el contrario, aplastaba y destruía al hombre totalmente, haciéndolo caer en la más absoluta abyección, en una profunda ciénaga, para hacer que brillara luego un repentino resplandor de misericordia divina; el hombre, sorprendido y aturdido ante tamaña indulgencia, lanzaba un grito extasiado y creía albergar por un instante en su seno a todo el cielo. Todas las invenciones psicológicas del Cristianismo conducen a este exceso enfermizo del sentimiento y a una corrupción inevitable y profunda de la cabeza y del corazón; lo que quiere es aniquilar, destruir, aturdir y embriagar; y lo único que no quiere es la medida. Por eso el Cristianismo es, en su sentido más profundo, bárbaro, asiático, innoble: en suma, no griego. 115. La ventaja de ser religioso. Hay honrados comerciantes y personas muy sensatas a quienes la religión les pone la aureola de una humanidad más elevada: éstos hacen bien en ser religiosos, porque ello los embellece. Quienes no comprenden bien el manejo de las armas, incluyendo entre éstas la palabra y la pluma, se convierten en individuos serviles. La religión cristiana les resulta de gran utilidad, puesto que, además de embellecerlos admirablemente, convierte su servilismo en una virtud propiamente cristiana. Las personas cuya vida diaria transcurre entre el tedio y la monotonía se vuelven fácilmente religiosas. Pero aunque esto sea comprensible y excusable, no les da derecho a exigir que sean religiosos quienes no llevan una vida tan vacía y monótona. 116. El cristiano corriente.

Si el Cristianismo estuviese en lo cierto al afirmar que hay un dios vengativo, que el hombre está en pecado y que existe la predestinación y el peligro de condenarse eternamente, seria una señal de debilidad y de falta de carácter no hacerse sacerdote, apóstol o misionero y no dedicarse exclusivamente, con horror y temblor, a buscar la propia salvación. Sería absurdo, así, perder de vista un beneficio eterno a cambio de una comodidad efímera. Dado el supuesto de que cree en todo esto, el cristiano corriente es un personaje lamentable, un individuo que, en realidad, no sabe ni contar hasta tres y que, teniendo en cuenta esta incapacidad mental para contar, no merece ser castigado tan duramente como lo asegura el Cristianismo. 117. La habilidad del Cristianismo. Una artimaña característica del Cristianismo consiste en predicar con grandilocuencia lo absolutamente indigno, despreciable y pecador que es el hombre en general, de forma que no quepa el desprecio a los demás. El cristiano se dice: «Que peque cuanto quiera, porque no se diferenciará esencialmente de mí, que soy indigno y despreciable en grado sumo». Pero este sentimiento ha perdido su aguijón más afilado, porque el cristiano no cree en su indignidad individual; es malo como todo hombre en general, y en parte se basa en la máxima de que todos somos uno. 118. Cambio de personas. Tan pronto como una religión se hace dominante, quienes en un principio eran prosélitos suyos, se convierten en sus enemigos. 119. El destino del Cristianismo. El Cristianismo nació para aliviar el corazón. Ahora bien, para aliviarlo tiene antes que hacerlo sufrir. Por consiguiente, perecerá. 120. La prueba del placer. Se considera verdadera toda opinión agradable; esta es la prueba del placer (o, como dice la Iglesia, la prueba de la fuerza), de la que todas las religiones se sienten orgullosas, cuando en realidad deberían avergonzarse de ella. Si la fe no hiciera feliz, no habría fe. ¡Qué poco valor debe tener entonces! 121. Juego peligroso. Quien hoy albergue en su seno un sentimiento religioso, ha de dejar que éste aumente, ya que no puede hacer otra cosa. Así, su ser se va transformando gradualmente; adquieren prioridad los elementos que dependen o que están cerca de los sentimientos religiosos, y las nubes de la religión ensombrecen el ámbito de su juicio y de su sentimiento. El sentimiento no puede permanecer pasivo, quieto. De modo que ¡pónganse en guardia! 122. Los discípulos ciegos. Aunque se conozca perfectamente el poder y la debilidad de una teoría, de un arte o de una religión, no por ello deja de ser insignificante su fuerza. El discípulo y el apóstol que no tienen ojos para ver la endeblez de su teoría, de su religión, etc., al estar cegados por la visión del maestro y por la piedad que

le profesan, poseen, habitualmente mayor fuerza que él. Sin discípulos ciegos, jamás habría sido tan grande la influencia de un hombre y de su obra. Contribuir al triunfo de una idea no suele significar otra cosa que hermanarla con la estupidez, porque el peso de ésta consigue la victoria de aquélla. 123. Destrucción de las Iglesias. No hay suficiente religión en el mundo para aniquilar a las religiones. 124. La impecabilidad de los hombres. Una vez que se haya comprendido «cómo vino el pecado al mundo», es decir, por los errores de la razón, en virtud de los cuales los hombres se consideran recíprocamente más malos y perversos de lo que realmente son, cosa que también le sucede al individuo respecto a sí mismo, se sentirá aliviada toda la sensibilidad; y hombre y mundo aparecerán a veces revestidos de una aureola de inocencia, lo que le proporcionará un bienestar radical. En medio de la naturaleza, el hombre es siempre el niño por antonomasia, un niño que en ocasiones tiene una pesadilla dolorosa y llena de angustia, pero que, cuando abre los ojos, se ve nuevamente en el paraíso. 125. La irreligiosidad del artista. Homero, que tan a gusto se sentía entre sus dioses, deleitándose con ellos como poeta, tuvo que ser, en todo caso, un individuo profundamente irreligioso; ante la creencia popular, una superstición pobre, burda y en parte terrorífica, actuaba de un modo tan libre como el escultor con su arcilla, con la misma desenvoltura de la que hicieron gala Esquilo y Aristófanes, y por la que destacaron, en la época moderna, los grandes artistas del Renacimiento, como Shakespeare y Goethe. 126. Arte y vigor de la interpretación falsa. Todas las visiones, angustias, terrores y éxtasis del santo son conocidos estados enfermizos, que él, apoyándose en errores psicológicos y religiosos hondamente arraigados, no interpreta como tales, es decir, como enfermedades, sino de un modo totalmente distinto. Quizá ocurrió lo mismo en el caso de Sócrates, cuyo demonio no habría sido otra cosa que una enfermedad del oído, que él, según el modo de pensar dominante en la moral de su época,explicó de distinta manera a la actual. Otro tanto sucede con la locura y el delirio de los profetas y de los sacerdotes de oráculos. A ello hancontribuido siempre el grado de conocimiento, la imaginación, el esfuerzo y la moral que tenían en la cabeza y en el corazón los intérpretes. A los logros más importantes de esos «hombres» tenidos por genios y por santos, hay que añadir la capacidad que poseyeron para rodearse de intérpretes que los entendieron mal, con vistas a la salvación de la humanidad. 127. La veneración de la locura. Al haberse observado que la emoción aclaraba la mente e inspiraba invenciones felices, se pensó que con emociones más intensas se lograrían invenciones e inspiraciones más felices aún; de ahí que se venerara a los locos como si fuesen sabios y oráculos. En la base de esto radica un razonamiento falso. 128. Promesas de la ciencia.

La ciencia moderna tiene como meta el menor dolor y una vida lo más larga posible…, por consiguiente, una especie de felicidad eterna, ciertamente muy modesta en comparación con las promesas de las religiones. 129. Generosidad prohibida. No hay bastante amor y bondad en el mundo como para poder ser generoso hasta con seres imaginarios. 130. Supervivencia del culto religioso en el ánimo. La Iglesia católica y, antes que ella, todos los cultos antiguos, dominaba todo el repertorio de medios con los cuales se sumerge al, hombre en estados anímicos extraordinarios y se lo arranca del frío cálculo del interés o del ejercicio del pensamiento y de la razón pura. Una Iglesia que hacía temblar con el tono grave y las invocaciones sordas, regulares y moderadas de un ejército de sacerdotes que transmitían involuntariamente su excitación a la comunidad, haciendo que los escucharan casi con angustia, como si estuviera a punto de producirse un milagro, el estremecimiento de una arquitectura que, como morada de Dios, se extendía hasta el infinito y hacía temer, en todos los espacios sombríos, que dicho Dios se despertara: ¿Quién querría que el hombre volviera a experimentar estos fenómenos del pasado, cuando ya no se cree en todo lo que esto supone? Sin embargo, los resultados de todo esto no se han perdido: el mundo interior de los estados anímicos sublimes, conmovidos, extáticos, profundamente compungidos, esperanzados, se han hecho esenciales al hombre, sobre todo a través del culto; lo que de ello existe en el alma se cultivó ampliamente cuando germinaba, florecía y crecía. 131. Reminiscencias religiosas. Por muy deshabituados que creamos estar a la religión, sin embargo no hemos llegado al extremo de no sentir placer al experimentar sentimientos y disposiciones religiosos sin contenido inteligible, como en la música, por ejemplo; cuando una filosofía nos expone la justificación de una esperanza metafísica, la profunda paz del alma que cabe alcanzar y habla, por ejemplo, del indudable carácter evangélico que hay en la mirada de la Madonna de Rafael, acogemos tales expresiones y demostraciones con una disposición especialmente cordial; aquí le resulta la demostración más fácil al filósofo, porque corresponde a lo que le agrada dar a un corazón que tiene a bien aceptarlo. En este sentido, observamos cuántos espíritus libres poco circunspectos sospechan propiamente sólo de los dogmas, pero como conocen muy bien el encanto del sentimiento religioso, les duele perder éste por culpa de dichos dogmas. La filosofía científica debe estar alerta para no introducir errores de manera furtiva por culpa de esta necesidad, necesidad adquirida y, consiguientemente, pasajera; hasta los propios lógicos hablan de «presentimientos» de la verdad en la moral y en el arte (por ejemplo, el presentimiento de que «la esencia de las cosas es una»); esto es lo que debería estarles prohibido. Entre las verdades escrupulosamente descubiertas y semejantes cosas presentidas se abre el abismo infranqueable de que si éstas responden a una necesidad, aquéllas se deben al intelecto. El hambre no prueba que exista un alimento para satisfacerla, sino que se desea ese alimento. «Presentir» no significa reconocer en cierta medida la existencia de algo, sino tenerlo por posible en tanto que se lo desea o se lo teme; el «presentimiento» no comporta avance alguno en el terreno de la certidumbre. Involuntariamente creemos que las partes de la filosofía que tienen un tinte religioso están

mejor probadas que otras; pero en el fondo, es lo contrario, porque lo único que tenemos es el deseo íntimo de que pueda ser así, y, por tanto, de que lo que hace feliz sea también verdadero. Este deseo nos lleva a considerar buenos razonamientos que son malos. 132. Sobre la necesidad cristiana de redención. Mediante un pormenorizado análisis debe ser posible llegar a una explicación exenta de mitología, de ese fenómeno que tiene lugar en el alma de un cristiano llamado necesidad de redención. Habría de ser, entonces, una explicación puramente psicológica. Ahora bien, hasta hoy, las explicaciones psicológicas de los estados y de los fenómenos religiosos han tenido cierta mala reputación, porque una teología presuntamente libre llevaba en este ámbito una vida estéril, habida cuenta de que, como cabía adivinar por el espíritu de su inspirador, Schleiermacher, pretendía de antemano conservar la religión cristiana y mantener la teología cristiana, que debería adquirir un nuevo fondo de anclaje con los análisis psicológicos de los «hechos» y, sobre todo, dedicarse a una nueva tarea. Sin que nos turben estos precedentes, nos aventuraremos a aclarar los fenómenos apuntados de la siguiente forma. El individuo es consciente de que ciertas acciones se encuentran en el nivel más bajo de la escala respecto a las que suelen ser habituales; por otra parte, descubre en sí mismo una inclinación a realizar semejantes acciones, inclinación que le parece casi tan inmutable como su propio ser. ¡Cuánto le gustaría tratar de realizar ese otro tipo de acciones a las que generalmente se les reconoce un valor más noble y elevado! ¡Cuánto le gustaría sentirse rebosante de esa conciencia tranquila que debe proporcionar el pensamiento desinteresado! Pero, desgraciadamente, se queda sólo en este deseo; el descontento de no poder satisfacerlo se añade a los demás descontentos que han originado en él el vacío de la vida en general o las consecuencias de las llamadas malas acciones; se produce así un profundo malestar, que impulsa a buscar el examen de un médico que sea capaz de suprimir esta causa y todas las demás. Si el hombre simplemente se comparase con otros hombres con imparcialidad, este trance no se experimentaría con tanta amargura; entonces no tendría motivo para estar particularmente descontento de sí mismo y se limitaría a llevar una parte de esa carga general de descontento y de imperfección humana. Pero se compara con Dios, es decir, con un ser capaz únicamente de esas acciones llamadas no egoístas y que vive con la conciencia constante de pensar de un modo desinteresado. Cuando se mira en ese claro espejo, su ser le parece unas veces turbio y otras, extraordinariamente desfigurado. Más tarde, cuando piensa en ese mismo ser, se angustia, porque éste pende sobre su imaginación como una justicia que castiga; en todas sus posibles vivencias, grandes o pequeñas, cree reconocer su cólera, sus amenazas y hasta sentir de antemano los latigazos de sus jueces y verdugos. ¿Quién lo ayudará en este peligro que, ante la perspectiva de una duración inconmensurable del castigo, supera en atrocidad a todos los otros terrores de la fantasía? 133. Antes de analizar esta situación en sus consecuencias posteriores, queremos dejar claro que, sin embargo, el hombre no ha llegado a este estado por su «culpa» ni por su «pecado», sino por una serie de errores de la razón; que es el espejo defectuoso el que le hace parecer tan odioso y sombrío, y que además ese espejo es obra suya, una obra bastante imperfecta de la imaginación y del discernimiento humano.

En primer lugar, un ser que sólo fuera capaz de acciones absolutamente no egoístas, seria más fabuloso aún que el ave fénix; ni tan siquiera nos lo podríamos imaginar claramente, porque toda idea de «acción no egoísta» se desvanece en el aire tras un análisis minucioso. Jamás el hombre haría algo que fuese únicamente en beneficio de los demás y sin ningún móvil personal; más aún, ¿cómo podría hacer algo que no tuviese relación con él y, por tanto, sin una fuerza interior (que ha de tener, empero, su razón de ser en una necesidad personal).? ¿Cómo podría obrar el ego sin ego? Por el contrario, un Dios que es todo amor, como se admite a veces, no sería capaz de ninguna acción exclusivamente no egoísta; a este respecto cabría recordar una reflexión de Lichtenberg, extraída, por supuesto, de un contexto más humilde: «No podemos sentir por los demás en modo alguno, como se suele decir: sentimos sólo por nosotros». Aunque esta máxima parezca dura, no lo es si se entiende bien. «No amamos ni a nuestro padre, ni a nuestra madre, ni a nuestro hijo, sino a los sentimientos agradables que éstos nos producen»; o como dice La Rochefoucauld: «Si creemos amar a nuestra amante por amor a ella, estamos muy equivocados». Por eso, los actos de amor se estiman más que los otros, no tanto por su esencia, cuanto por su utilidad; comparemos lo dicho con las investigaciones expuestas anteriormente «sobre el origen de los sentimientos morales». Pero aunque el hombre deseara ser como ese Dios todo amor, que hace y quiere todo para los demás y nada para sí, sería por ello mismo imposible, porque, para poder hacer algo por amor a los demás, se tiene que hacer mucho por amor a uno mismo. Es más, esto supondría que el otro es lo bastante egoísta como para estar aceptando constantemente ese sacrificio, ese vivir para él; de tal modo que los hombres amantes y abnegados tienen interés en que subsistan los egoístas, los que no aman ni son capaces de sacrificarse, y para que se diera la moral más elevada, tendrían que obligar expresamente a que existiera la inmoralidad (por lo que, ciertamente, se anularía a sí misma). Sigamos: la idea de Dios inquieta y humilla mientras se cree en ella, pero de lo que no se puede dudar, según el estado actual de la etnología comparada, es de cómo surgió. Al comprender su nacimiento, esa creencia se derrumba. Con el cristiano, que compara su ser con el de Dios, sucede con lo que con don Quijote, que desprecia su propia valentía porque está pensando en las maravillosas aventuras de los héroes de las novelas de caballería: la unidad que sirve de medida en ambos casos pertenece al reino de la fábula, pero si se ha suprimido la idea de Dios, lo mismo sucede con el sentimiento de «pecado», entendido como un crimen contra los preceptos divinos, como una mancha caída sobre las criaturas consagradas a Dios. En consecuencia, se mantiene probablemente esa inquietud habitual, que está ligada y emparentado con el miedo a los castigos de la justicia mundana o al desprecio de los demás, la inquietud del remordimiento de conciencia, el aguijón más agudo del sentimiento de culpa, se quiebra para siempre cuando nos damos cuenta de que con nuestros actos hemos violado la tradición humana, los preceptos y los mandatos humanos, pero sin haber hecho peligrar «la salvación eterna del alma» y su relación con la divinidad. Si el hombre llegara a tener a un tiempo la convicción filosófica de la necesidad absoluta de todas las acciones y la idea de su irresponsabilidad total, y la convirtiese en su carne y en su sangre, desaparecería ese remordimiento de conciencia residual. 134. Ahora bien, si lo que ha inducido al cristiano al sentimiento de autodesprecio ha sido, como ya he dicho, un conjunto de determinados errores, esto es, una explicación falsa y no científica de sus acciones

y de sus sentimientos, tiene que advertir con gran asombro que este estado de autodesprecio, de remordimiento de conciencia y de descontento en general no es estable, sino que, en ciertos momentos, desaparece del alma, volviendo a sentirse entonces libre y animado. Bien es cierto que lo que lo ha llevado a la victoria es la autocomplacencia, el bienestar de su propia fuerza, unido al debilitamiento que necesariamente produce toda excitación profunda; el individuo siente que vuelve a amarse a sí mismo, pero este amor y esta autoestimación nuevos le resultan increíbles, no pudiendo ver en ello sino el descenso de lo alto de un rayo de misericordia totalmente inmerecido. Si antes creía percibir advertencias, amenazas, castigos y toda clase de signos de la cólera divina, ahora lo atribuye todo a la bondad de Dios; este acontecimiento le resulta agradable, aquel le parece una manifestación de ayuda, y un tercero, y en especial toda su disposición a disfrutar, una prueba de la generosidad de Dios. Al igual que antes, en su estado de descontento, interpretaba erróneamente sus acciones, ahora hace lo mismo con sus vivencias; interpreta esa disposición confiada como el efecto de un poder que reina fuera de él; el amor con que, en el fondo, se ama a sí mismo le parece un amor divino; lo que llama gracia y preludio de redención es, en realidad, una gracia y una redención que proceden de él mismo. 135. Por consiguiente, la condición necesaria para hacerse cristiano y sentir la necesidad de la redención es una determinada psicología falsa y un cierto tipo de interpretación imaginaria de las motivaciones y de las experiencias. Cuando se ve con claridad este extravío de la razón y de la fantasía, se deja de ser cristiano. 136. Sobre el ascetismo y la santidad de los cristianos. Muchos pensadores aislados se han esforzado por ver en esas extrañas manifestaciones de la moral que suelen llamarse ascesis y santidad, algo milagroso, cuya explicación racional es ya casi un delito y un sacrilegio, tan fuerte es a su vez la seducción que induce a este delito. Un poderoso impulso de la naturaleza hizo que se elevaran en todo tiempo protestas generalizadas contra estas manifestaciones; como se ha dicho, la ciencia en cuanto tal, al ser una imitación de la naturaleza, permite al menos plantear objeciones a su presunta inexplicabilidad o inaccesibilidad. Bien es cierto que hasta ahora no lo ha conseguido: esas manifestaciones resultan siempre inexplicables, con gran regocijo de quienes veneran lo que la moral tiene de milagroso; porque, por lo general, lo inexplicado ha de ser absolutamente inexplicable y lo inexplicable absolutamente antinatural, sobrenatural, milagroso; así dice el postulado que encontramos en las almas de todos los individuos religiosos y metafísicos (y también de los artistas que son a la vez pensadores); mientras que el hombre de ciencia ve en este postulado un «mal principio». La primera consideración general y verosímil que cabe hacer al examinar la santidad y el ascetismo es que son cosas de naturaleza compleja, porque casi siempre nos ha complacido reducir lo supuestamente milagroso a lo complejo, a lo sometido a muchas condiciones. Atrevámonos, entonces, a aislar primero algunos impulsos concretos que se dan en el alma del santo y del asceta y finalmente a concebirlos unidos entre sí. 137.

Existe un desafío a uno mismo, a cuyas manifestaciones más sublimadas pertenecen numerosas formas de ascetismo. En efecto, ciertos hombres tienen una necesidad tan grande de ejercitar su fuerza y su predisposición a dominar que, a falta de otros objetos o porque siempre han fracasado, acaban cayendo en la tentación de tiranizar ciertas partes de su propio ser, o, por así decirlo, ciertos fragmentos o rasgos de sí mismos. Así, más de un pensador profesa doctrinas que no ayudan visiblemente a aumentar o mejorar su reputación; más de uno suscita expresamente la desconsideración de los demás hacia él, cuando le sería más fácil permanecer en silencio para que lo siguieran estimando; otros recuerdan opiniones anteriores y no temen que desde ese momento los consideren inconsecuentes; al contrario, se esfuerzan y se comportan como valerosos caballeros que sólo disfrutan montando a caballo, cuando éste se enfurece, se llena de sudor y se torna asustadizo. De ahí que el hombre suba por peligrosos caminos hasta las cumbres más altas para burlarse de su angustia y de sus flaqueantes rodillas; de ahí que el filósofo profese ideas ascéticas, humildes y santas, ante cuyo resplandor se vuelve odiosamente fea su imagen. Esta tortura de sí mismo, esta ironía hacia la propia naturaleza, este despreciar y ser despreciado, a las que las religiones conceden tanta importancia, revelan, en realidad, un alto grado de vanidad. Toda la moral del Sermón de la Montaña se reduce a esto: el hombre experimenta una auténtica voluptuosidad cuando se violenta mediante exigencias excesivas, divinizando luego ese elemento tiránico que domina en su alma. Si en toda moral ascética el hombre adora una parte de sí mismo como si fuera divina, tiene necesariamente que considerar diabólicas a las otras partes. 138. Como es sabido, el hombre no se muestra igualmente moral en todo momento; si juzgamos su moral por su capacidad de sacrificio en aras de los demás y de renuncia a sí mismo (lo que cuando se convierte en un hábito permanente se llama santidad), advertimos que donde más moral se muestra es en la pasión; esta emoción superior le permite tener unos impulsos completamente nuevos, de los que nunca se habría creído capaz en un estado de frialdad y de serenidad. ¿Cómo sucede esto? Probablemente por la proximidad que existe entre todo lo grande y aquello que excita emociones intensas; una vez que el hombre ha sido conducido a una tensión extraordinaria, lo mismo puede decidirse por una venganza terrible que por un horrible aniquilamiento de esa necesidad de venganza. Bajo la influencia de esa poderosa emoción, quiere lo grande, lo violento, lo monstruoso y advierte, accidentalmente, que el autosacrificio, que es por lo que se decide, le proporciona tanta o más satisfacción que el sacrificio de los demás. En realidad se trata sólo de descargar su emoción; para aliviar su excitación puede hacerse con los dardos del enemigo e incrustárselos en el pecho. Esta renuncia a uno mismo y la constatación de que no sólo hay grandeza en la venganza, lo ha tenido que aprender tras una larga costumbre; el símbolo más fuerte y eficaz de esta clase de grandeza es la idea de un dios autoinmolándose; esta renuncia aparece como el triunfo sobre el enemigo más difícil de vencer, como el sometimiento de una pasión, siendo considerada incluso como la cúspide de lo moral. En realidad, se trata de la confusión de una idea con otra, mientras que el ánimo se mantiene a la misma altura, al mismo nivel. Los individuos de sangre fría y de pasión sosegada no entienden la moral de esos momentos, pero la admiración de quienes los han vivido la mantiene en pie; cuando se debilita la pasión y la comprensión de su acto, les consuela el orgullo. Así, en el fondo tampoco son morales estos actos de

renuncia a uno mismo, porque no se realizan expresamente en atención a otros; es mucho mejor decir que lo único que hace el otro es brindar al corazón sobreexcitado, la oportunidad de aliviarse mediante esta renuncia. 139. En este aspecto, el asceta trata de hacerse la vida más ligera, y habitualmente lo consigue mediante una total sumisión a una voluntad ajena o a una ley o ritual importante, a la manera más o menos del brahmán, que no decide nada por sí mismo, sino que se guía en todo momento por un precepto sagrado. Esta sumisión es un poderoso medio de autodominio; el individuo se mantiene ocupado y sin aburrirse, mientras que ningún estimulo excita su voluntad ni su pasión; no se siente responsable de los actos realizados y por consiguiente, no lo atormenta el arrepentimiento. Renunció para siempre a su voluntad, lo cual es más fácil que renunciar a ella ocasionalmente alguna vez, del mismo modo que es más fácil renunciar a un deseo que moderarlo. Si pensamos en la situación actual del individuo frente al Estado, advertimos que también en este caso la obediencia incondicional resulta más cómoda que la obediencia con reservas. Así, el santo aligera su vida mediante este abandono total de su personalidad, y nos engañamos cuando admiramos este fenómeno, considerándolo como el heroísmo supremo de la moral. En cualquier caso, es más penoso conservar la personalidad sin dudas ni confusiones, que separarnos de ella de la manera que acabamos de decir, además de que hace falta mucho más ingenio y reflexión. 140. Tras haber encontrado en muchos actos difícilmente explicables diversas manifestaciones del placer que encierra la emoción en sí, cabría también interpretar el autodesprecio, que es uno de los rasgos de la santidad, y la mortificación personal (mediante el ayuno, las flagelaciones, los descoyuntamientos, la locura fingida) como medios con los que esas naturalezas combaten el cansancio general de su voluntad de vivir (de sus nervios); se sirven de medios de excitación y de las atrocidades más dolorosas para liberarse, al menos momentáneamente, de esa apatía y de ese tedio que a menudo les producen su gran indolencia de espíritu y su sumisión a una voluntad ajena. 141. El medio más habitual que emplean el asceta y el santo para hacerse la vida soportable y entretenida consiste en guerrear de vez en cuando y en pasar de la victoria a la derrota. Para ello necesita un adversario, y lo encuentra en el llamado «enemigo interior». Es decir, utiliza su inclinación a la vanidad, a la ambición, al ansia de poder y a satisfacer sus apetitos sensuales, para poder considerar su vida como un combate continuo y también como un campo de batalla en el que los espíritus del mal y los espíritus del bien libran una lucha con resultados distintos. Como se sabe, unas relaciones sexuales regulares reducen o incluso anulan la imaginación sensible, mientras que, en cambio, la abstinencia y el desorden la desatan y estimula. La imaginación de muchos santos cristianos era extraordinariamente obscena, pero no se sentían muy responsables de ella gracias a la teoría de que tales apetitos eran en realidad demonios que se desencadenaban en su interior; a tales sentimientos debemos la instructiva sinceridad de sus propios testimonios. Les convenía que se mantuviera siempre activa dicha lucha en alguna medida, porque gracias a ella, como he dicho, podían soportar su vida solitaria. Para que

el combate fuera lo bastante importante para despertar en quienes no eran santos un interés y una admiración duraderos, se precisaba condenar y censurar cada vez con mayor rigor la sensualidad; es más, unir estrechamente el peligro de la condenación eterna a esta cuestión, lo que probablemente hizo que durante siglos enteros los cristianos engendrarán hijos con mala conciencia, causando con seguridad un grave daño a la humanidad. Y, sin embargo, la verdad se encuentra aquí cabeza abajo: actitud particularmente indecoroso para la verdad. Ciertamente, el Cristianismo había dicho que todo hombre ha sido concebido y ha nacido en pecado, idea que encontramos condensada en el insoportable Cristianismo superlativo de Calderón, bajo la paradoja más absurda que jamás haya existido, en los conocidos versos: «Porque el delito mayor del hombre es haber nacido». Aunque todas las religiones pesimistas consideran el acto de la generación como malo en sí, no es ésta una opinión generalizada entre los seres humanos ni tan siquiera es juzgada del mismo modo por todos los pesimistas. Empédocles, por ejemplo, no ve nada vergonzoso, diabólico ni pecaminoso en las cuestiones eróticas, sino que más bien vislumbra que en el gran prado de la desgracia lo único que suscita esperanzas de redención es la aparición de Afrodita, la cual le sirve como garantía de que la Discordia no dominará eternamente, sino que un día cederá el cetro a una divinidad más clemente. A los pesimistas prácticos del Cristianismo les interesaba, como he dicho, que se impusiera otra opinión: para la soledad y el desierto espiritual de su vida necesitaban siempre un enemigo vivo y reconocido por todos, a fin de combatir contra él y doblegarle, lo cual les hiciera aparecer ante los ojos de los no santos como unos individuos casi incomprensibles y sobrenaturales. Cuando este enemigo, a consecuencia de su modo de vida y de su quebrada salud, acababa huyendo para siempre, se las arreglaban inmediatamente para ver que su alma se encontraba poblada de nuevos demonios. La subida y el descenso alternativos de esos platillos de la balanza que son el orgullo y la humildad ocupaban a sus sutiles cerebros tanto como los estados alternativos de deseo y de tranquilidad del alma. Entonces la psicología no solo servía para recelar de todo lo humano, sino para calumniarlo, flagelarlo y crucificarlo; querían sentirse tan perversos y malos como fuera posible, trataban de preocuparse por la salvación del alma y desesperaban de sus propias fuerzas. Todo elemento natural al que el hombre atribuye la categoría de malo, de pecaminoso (como suele hacer hoy respecto a lo erótico), perturba y ensombrece a la imaginación, le da un aspecto aterrador y hace que el hombre luche consigo mismo y que se vea con inquietud y desconfianza; hasta sus sueños adquieren un sabor de conciencia atormentada. Y, sin embargo, en la realidad de las cosas, este sufrimiento carece por lo general de todo fundamento, porque no es más que el resultado de ciertas opiniones sobre las cosas. Es fácil comprender cuántos individuos se hacen peores por el hecho de considerar malo algo que es inevitablemente natural, experimentándolo luego como tal. Esta es la artimaña que emplean la religión y esas metafísicas que pretenden que el hombre es malo y pecador por naturaleza, y que lo vuelven malo al hacerle sospechar de sí mismo; de este modo, el individuo aprende a considerarse malo por no poder despojarse de su naturaleza. Poco a poco, tras llevar largo tiempo una vida natural, se siente oprimido por la carga de pecados acumulados hasta el extremo de necesitar un poder sobrenatural que lo ayude a llevarla; así es como entra en escena la presunta necesidad de redención, que no se corresponde en absoluto con ninguna pecaminosidad real, sino adquirida por la educación. Si recorremos una a una las tesis morales contenidas en los escritos cristianos, descubriremos por doquier que se han exagerado las exigencias hasta un extremo en el que el hombre ya no puede responder a ellas; la intención no era que el individuo llegase a ser más moral, sino que se sintiera lo más pecador posible. Si este sentimiento no fuese

agradable al hombre, ¿por qué habría producido semejante idea y cómo se habría mantenido durante tanto tiempo? Así como en el mundo antiguo se hizo aumentar la alegría de vivir mediante solemnes cultos, en los tiempos del Cristianismo se empleó un ingenio igualmente incalculable pero en otro sentido: el hombre debía sentirse pecador de todos modos y, por ello, había de ser excitado, estimulado, animado. Excitar, estimular, animar a cualquier precio, ¿no es ésta la consigna de una época debilitada, demasiado madura y supercivilizada? Mil veces se había recorrido el ciclo de todos los sentimientos naturales, hasta que el alma había llegado a cansarse: entonces fue cuando el santo y el asceta descubrieron un nuevo género de estímulos vitales. Los expusieron a los ojos de todos, no para que la mayoría los imitara, sino como un espectáculo terrorífico, aunque seductor, que se representaba en esos confines del mundo y del ultramundo donde cada cual creía entonces vislumbrar tan pronto rayos de luz celestial, como siniestras lenguas de fuego, que subían desde las profundidades. La mirada del santo dirigida, con cualquier pretexto, al significado terrible de la brevedad de la vida terrena, a la proximidad de un juicio final que decide sobre otra vida infinita; esa mirada ardiente en un cuerpo medio aniquilado, hacía que se estremecieran los hombres del mundo antiguo hasta lo más hondo; mirar, retirar la mirada temblando de espanto, volver a buscar el atractivo del espectáculo, ceder a él, saciarse de él hasta que el alma se estremeciese de ardor y de fiebre, ése fue el último placer que ideó la antigüedad, después de que llegara a aburrirle el espectáculo de las luchas de hombres y animales. 142. Para resumir lo dicho: este estado anímico en el que se deleita el santo o el aprendiz de santo, se compone de elementos que todos conocemos muy bien, sólo que aparecen con un matiz distinto por influencia de ideas que no son religiosas, y entonces los hombres suelen censurarlas con dureza; mientras que con la aureola de la religión y del sentido último de la vida, pueden contar con la admiración e incluso con la veneración, en la misma medida al menos que en tiempos pasados. Unas veces el santo se reta a sí mismo, lo cual guarda relación con su afán de dominio e incluso presta al solitario una sensación de poder; otras veces su desbordante sensibilidad salta del deseo de dar rienda suelta a sus pasiones al deseo de refrenarlas como caballos salvajes, bajo la presión poderosa de un alma orgullosa; otras veces quiere que cesen completamente todos los sentimientos que lo destruyen, torturan y excitan, quiere soñar despierto y descansar permanentemente en medio de una indolencia anodina, animal y vegetativa; otras veces busca la lucha y la enciende en sí mismo, porque el tedio le muestra su rostro bostezante; fustiga la divinización de sí mismo con el autodesprecio y se complace con esa crueldad consistente en despertar sus apetitos salvajes y sentir el dolor lacerante del pecado e incluso de la condenación, para refrenar luego sus pasiones, por ejemplo, el deseo imperioso de dominar, y mostrarse así extremadamente humilde; mediante estos contrastes, su alma acosada se ve arrancada de todos sus goznes; por ultimo, cuando sueña que tiene visiones o que habla con los muertos o con seres celestiales, tal vez está manifestando en el fondo el deseo de experimentar una forma rara de goce, al que estarían vinculados todos los demás. Novalis, que por experiencia y por instinto es una autoridad en materia de santidad, revela en cierta ocasión todo el secreto con ingenua alegría: «Resulta bastante sorprendente que desde tiempo atrás los hombres no se hayan percatado del íntimo parentesco y de la tendencia común que existen entre la voluptuosidad, la religión y la crueldad».

143.

Lo que ha conferido valor al santo en la historia universal, no viene determinado por lo que éste es realmente, sino por lo que significa a los ojos del que no es santo. De ahí que hubiera un error respecto a él, ya que se explicaban falsamente sus estados anímicos y porque se separaban de él lo más posible, al considerarlos como algo absolutamente incomparable y extrañamente sobrehumano; por ello adquirió esa fuerza extraordinaria con la que logró imponerse a la imaginación de pueblos enteros a lo largo de todos los tiempos. Él mismo no se conocía, porque entendía los rasgos de escritura de sus impulsos, inclinaciones y actos, según un arte de la interpretación tan extravagante y artificial como era la interpretación neumática de la Biblia, lo que había en su naturaleza de retorcido y de enfermizo, con esa amalgama de pobreza intelectual, de salud quebrantada, de nervios superexitados, permanecía oculto tanto a sus ojos como a los de quienes lo contemplaban. No era un hombre especialmente bueno y menos aún especialmente sabio, pero significaba algo que sobrepasaba la medida humana de la bondad y de la sabiduría. La creencia en sí mismo servía de base a la creencia en lo divino, en lo milagroso, en el sentido religioso de la existencia entera, en la inminencia del juicio final. En el resplandor solar que alumbraba a los pueblos cristianos en el ocaso que precedía al final de un mundo, la sombra del santo aumentaba en enormes proporciones, hasta el extremo de que en nuestra época, cuando ya no se cree en Dios, hay pensadores que siguen creyendo en los santos. 144.

Vale decir que en este retrato que hemos hecho del santo, según el término medio de toda la especie, cabría oponer otros retratos, que producían una impresión más agradable. Hay excepciones aisladas que se distinguen de la especie, bien por su gran dulzura y su gran amor a los hombres, o bien por el encanto de su energía inusitada. Otros resultan sumamente atractivos, porque determinadas concepciones ilusorias han derramado sobre todo su ser torrentes de luz; es el caso, por ejemplo, del famoso fundador del Cristianismo, que se consideraba hijo de Dios y, por consiguiente, libre de pecado; de forma que mediante una quimera que no habría que juzgar con dureza ya que toda la antigüedad estuvo repleta de hijos de Dios llegó a la misma conclusión a la que hoy podemos llegar todos a través de la ciencia: el sentimiento de que estamos totalmente libres de pecado, de que somos totalmente irresponsables. También he prescindido de los santones hindúes, que ocupan un lugar intermedio entre los santos cristianos y los filósofos griegos y que, en consecuencia, no representan un tipo puro: entre los budistas se exigieron el conocimiento, la ciencia, en la medida en que ésta existía entonces, el cultivo de la lógica y el ejercicio del pensamiento como signos de santidad, en el mismo grado a como se desecharon y excomulgaron en el mundo cristiano esas mismas cualidades por entenderse que eran indicios de falta de santidad.

CAPÍTULO CUARTO: EL ALMA DE LOS ARTISTAS Y DE LOS ESCRITORES 145. Lo perfecto no ha de poder hacerse. Estamos habituados a no plantearnos el problema de la génesis de las cosas perfectas y a disfrutar de su presencia como si hubiesen surgido del suelo por arte de magia. Probablemente seguimos sufriendo aquí los efectos de un antiguo sentimiento mitológico. Ante un templo griego como el de Paestum, por ejemplo, aún experimentamos aproximadamente la misma sensación que si una buena mañana un dios se hubiese construido para su recreo una mansión con esos enormes bloques de piedra; o, al menos, como si un alma estuviera encerrada en la piedra y tratara de hablar a través de ella, en virtud de un súbito encantamiento. El artista sabe que su obra no ejercerá todo su influjo sino haciendo creer que fue improvisada, que nació como fruto de una maravillosa espontaneidad; por lo que apoyará siempre esa ilusión, refiriéndose al comienzo de la creación artística en términos de inspiración tumultuosa, de descoordinados tanteos de ciego, de despierta vigilancia, recurriendo en suma a todo artificio engañador para disponer al alma del espectador o del oyente de forma que crea en la aparición repentina de lo perfecto. Por supuesto que la ciencia del arte debe rechazar esa ilusión de la forma más explícita y poner en evidencia los razonamientos engañosos y halagadores que el artista ofrece a la inteligencia para que caiga en sus redes. 146. El sentido de la verdad en el artista. Respecto al conocimiento de la verdad, el artista tiene una moral más débil que el pensador; no permite en modo alguno que lo priven de los símbolos brillantes y profundos de la vida y se pone en guardia contra todo método y toda conclusión lisa y llana. Aparentemente, lucha por elevar la dignidad y el valor del hombre, pero, en realidad, no quiere renunciar a las premisas que le garantizan que su arte obtendrá el mejor efecto, como son lo fantástico, los mitos, lo brumoso, las exageraciones, el sentido del símbolo, la exaltación de la persona, la creencia en no sé qué milagro que se produce en el genio; por eso concede más importancia a entregarse a su forma de actividad creadora que a la dedicación científica, a la verdad en todas sus formas, por simple que sea la apariencia de éstas. 147. El arte como evocación de los muertos. El arte asume la tarea de conservar e incluso de volver a dar vida aquí y allá a ciertas ideas apagadas y descoloridas; cuando se dedica a esta tarea, traza un círculo que abarca a distintas épocas y hace que vuelvan sus espíritus. Por supuesto que lo que así surge es, todo lo más, una apariencia de vida, como los fuegos fatuos sobre las tumbas, o como el regreso de nuestros muertos queridos cuando soñamos; pero por unos momentos al menos el sentimiento antiguo vuelve a cobrar vida y el corazón se pone a latir a un ritmo ya olvidado. Debido a esta utilidad general del arte, es preciso, entonces, no juzgar severamente el hecho de que no se considere al artista como uno de los representantes en primera línea de la razón ilustrada, cuando la humanidad va adquiriendo progresivamente la madurez viril, porque ha seguido siendo toda su vida niño o adolescente y se ha detenido en el momento en que lo sorprendió su impulso

artístico; ahora bien, como se admite ordinariamente, los sentimientos de los primeros estadios de la vida están más cerca de las épocas pasadas que de los de la era presente. Sin pretenderlo, el artista tiene ante sí la tarea de hacer que la humanidad vuelva a su infancia; en esto consiste su genio y su limitación. 148. El poeta como el que alivia la vida. Como los poetas tratan también de aliviar la vida de los hombres, o bien apartan la vista del atormentado presente, o bien revisten ese presente de colores nuevos con la ayuda de una luz que hacen brillar desde el pasado. Para lograrlo, han de tener, en buena medida, la mirada vuelta hacia el pasado, de forma que puedan servir de puentes con épocas e ideas muy lejanas, con religiones y culturas muertas o agonizantes. Propiamente hablando, son siempre y por necesidad epígonos. Es evidente que cabe decir cosas poco favorables de los medios que emplean para aliviar la vida: no mejoran ni curan sino de forma provisional, pasajera; incluso impiden que los hombres se esfuercen en mejorar realmente su situación, a fuerza de aminorar con paliativos esa pasión que impulsa a los insatisfechos a la acción. 149. La lenta flecha de la belleza. La belleza más noble es la que no nos cautiva de golpe, la que sólo actúa mediante asaltos fogosos y embriagadores (ésta produce fácilmente hastío), sino la que se insinúa con lentitud, la que se va apoderando de nosotros casi sin que nos demos cuenta, hasta que un día la volvemos a encontrar en nuestros sueños; la que, después de haber ocupado un lugar humilde en nuestro corazón, acaba dominándonos por entero, llenando de lágrimas nuestros ojos y de ansia el corazón. Pero ¿qué ansia despierta en nosotros la visión de la belleza? El ansia de ser bellos, lo que concebimos que debe ir unido a una gran felicidad. Pero esto es un error. 150. Lo que vivifica al arte. El arte levanta cabeza donde las religiones pierden terreno. Recoge una multitud de sentimientos y de estados anímicos engendrados por la religión, los acepta de todo corazón y logra así una profundidad nueva y una reanimación, que lo hacen capaz de transmitir una elevación y una inspiración que antes no podía comunicar. Convertida en río a fuerza de crecer, la riqueza del sentimiento religioso no deja ya de desbordarse y de tratar de conquistar nuevos reinos. Sólo el avance de la Ilustración ha quebrantado los dogmas religiosos y ha inspirado una desconfianza radical; expulsado del terreno religioso por la Ilustración, el sentimiento se lanza entonces al arte, a la vida política en algunos casos e, incluso, directamente a la ciencia. Cuando se percibe en las aspiraciones humanas el tono sombrío de una enorme tristeza, cabe suponer que éstas han quedado impregnadas de terror a los espectros, de olor a incienso y de sombras de iglesia. 151. Por qué el metro poético embellece. El metro poético extiende un velo sobre la realidad, dando lugar así a ciertos artificios lingüísticos y a cierta confusión mental; a causa de la sombra que proyecta sobre las ideas, tan pronto las oculta como las destaca. Lo mismo que para embellecer se requieren sombras, se necesita «vaguedad» para precisar. El arte hace soportable el espectáculo de la vida al cubrirla con un velo de confusión mental.

152. El arte del alma fea. Se ponen límites demasiado estrechos al arte cuando se le exige que sea sólo el vehículo de expresión del alma regulada y equilibrada. Al igual que en las artes plásticas, hay en la música y en la poesía un arte del alma fea, junto al arte del alma bella; y ese arte es principalmente quien ha obtenido efectos más poderosos, quien ha quebrantado las almas, movido las piedras y convertido a los animales en hombres. 153. El arte vuelve grave el corazón del pensador. Podemos darnos cuenta de la fuerza que tiene la necesidad metafísica y de las dificultades que encuentra la naturaleza para desprenderse definitivamente de ella, por el hecho de que, en el propio espíritu libre, una vez que ya se ha desembarazado de toda metafísica, los efectos más elevados del arte continúan produciendo, sin esfuerzo alguno, una resonancia de las cuerdas de esa metafísica, mudas desde mucho tiempo atrás e, incluso, rotas: por ejemplo, en cierto pasaje de la Novena Sinfonía de Beethoven, donde ese espíritu libre siente que vuela sobre la tierra en una catedral hecha de estrellas, con un sueño de inmortalidad en el corazón: le parece que todas esas estrellas brillan a su alrededor y que la tierra se va quedando cada vez más abajo. Si toma conciencia de este estado, sentirá sin duda que su corazón ha sido traspasado hasta lo más hondo y se dirigirá entre suspiros al hombre que lo conducirá a la bienamada perdida, ya se llame religión o metafísica. Semejantes momentos ponen a prueba su carácter intelectual. 154. Jugar con la vida. Hacía falta la ligereza y frivolidad de la imaginación homérica para moderar y equilibrar un instante el alma excesivamente apasionada y la inteligencia demasiado aguzada de los griegos. Si dejan hablar a esa inteligencia, ¡qué aspecto áspero y cruel toma la vida! No se dejan seducir, pero ponen intencionadamente en juego en torno a la vida un velo de mentiras. Simónides aconsejaba a sus compatriotas que se tomasen la vida como un juego; conocían demasiado bien la seriedad del sufrimiento (la miseria de los hombres es precisamente el tema que a los dioses tanto les gusta oír cantar) y sabían que el arte es el único medio capaz hasta de convertir la miseria en goce. Pero, como castigo por este profundo saber, estaban tan atormentados por la necesidad de fabular que les era difícil en la vida diaria mantenerse libres de mentiras y ficciones; por otra parte, a todos los pueblos poetas les complace igualmente la mentira, y, además, no pierden su inocencia por ello. Por supuesto que a los pueblos vecinos esto les resultaba a veces desesperante. 155. La creencia en la inspiración. Los artistas tienen cierto interés en que se crea en sus intuiciones repentinas, en sus presuntas inspiraciones, como si la idea de la obra de arte, del poema, el pensamiento fundamental de una filosofía cayesen del cielo como un rayo de la gracia. A decir verdad, la imaginación del buen artista o pensador no deja de producir cosas buenas, mediocres y malas, pero su juicio, sumamente aguzado y ejercitado, rechaza, elige, combina; así podemos ver hoy, por los cuadernos de Beethoven, que compuso sus mejores melodías poco a poco, sacándolas, por así decirlo, de numerosos esbozos. El que es menos severo en su elección y se abandona con gusto a su memoria reproductora, podrá llegar a ser en determinadas

ocasiones un gran improvisador; pero la improvisación artística se encuentra en un nivel muy inferior en comparación con las ideas artísticas elaboradas con seriedad y esfuerzo. Todos los grandes hombres eran grandes trabajadores, incansables, no sólo cuando se trataba de inventar, sino también de rechazar, de escoger, de modificar, de retocar. 156. Más sobre la inspiración. Cuando se ha ido acumulando durante un cierto tiempo la energía creadora porque un obstáculo cualquiera le ha impedido fluir, acaba derramándose en una oleada tan repentina como si se produjera una inspiración inmediata sin ningún esfuerzo interior previo, es decir, como si se operase un milagro. En esto consiste esa ilusión tan conocida que los artistas están bastante interesados en mantener, como antes veíamos. El capital no ha hecho más que ir acumulándose, no ha caído del cielo de golpe. Por lo demás, hay una inspiración aparente del mismo tipo en otros terrenos, como en el de la bondad, el de la virtud y el del vicio, por ejemplo. 157. Los sufrimientos del genio y su valor. El genio artístico quiere proporcionar goce, pero cuando se sitúa en un nivel muy alto, le faltan con facilidad hombres capaces de disfrutar de su arte; ofrece manjares, pero no son aceptados. Esto le da a veces un aire patético, conmovedor a la vez que ridículo, porque en el fondo no tiene derecho a obligar a los hombres a gozar. Suena su pífano, pero nadie quiere bailar: ¿puede ser esto trágico? Tal vez. Finalmente, para compensar esta privación, lo complace más creer que los demás hombres no la experimentan en los restantes tipos de actividad. Se exagera la intensidad de sus sufrimientos porque el tono de su queja es más alto y su voz más elocuente; a veces esos sufrimientos son realmente muy grandes, pero ello se debe sólo a que su ambición y su envidia son también muy grandes. Un genio del saber, como Kepler o Spinoza, no es de ordinario tan exigente, y no proclama tanto sus dolores y privaciones, que son, en realidad, mayores. Puede, en efecto, contar con la posteridad con mucha más certeza y volver la espalda al presente; mientras que un artista que hace lo mismo juega siempre una partida desesperada, que sólo puede acabar haciendo daño a su corazón. En casos muy raros, cuando en un mismo individuo se funden el genio del arte y del conocimiento y el genio moral, a esos sufrimientos se añade un género de dolor que cabe considerar como una de las excepciones más singulares del mundo: se trata de sentimientos que van más allá de la persona y que están por encima de ella, que se atribuyen a un pueblo, a la humanidad, al conjunto de la civilización, a todo ser que sufre; éstos adquieren su valor de su relación con conocimientos particularmente penosos y abstrusos (la compasión de uno mismo no tiene apenas valor). Pero ¿disponemos de pesos y medidas para determinar su autenticidad? ¿No se impone aquí, a fin de cuentas, desconfiar de todos los que dicen tener sentimientos de esta naturaleza? 158. Fatalidad de la grandeza. Cada vez que aparece la grandeza, va seguida de decadencia, especialmente en el campo del arte. El ejemplo de una gran personalidad incita a las naturalezas un tanto vanidosas a imitarla superficialmente o a superestimarla; todos los grandes talentos tienen además la fatalidad de ahogar muchas fuerzas y gérmenes más débiles y de crear en la naturaleza una especie de vacío a su alrededor. El caso más favorable para el desarrollo de un arte es que varios genios se limiten recíprocamente; en esta lucha los

temperamentos más débiles y tiernos suelen encontrar también un poco de aire y de luz. 159. El arte peligroso para el artista. Cuando el arte se apodera con fuerza de un individuo, lo hace retroceder a concepciones de épocas en que el arte florecía en todo su esplendor, ejerciendo entonces una acción retrógrada. El artista acaba venerando cada vez más las emociones salvajes, cree en dioses y en demonios, piensa que todos los seres de la naturaleza tienen un alma, odia la ciencia, se vuelve emocionalmente inestable (como todos los hombres de la antigüedad) y desea el derrumbamiento de todas las condiciones que no sean favorables al arte, exigiéndolo con violencia e iniquidad infantiles. Con todo, el artista es ya en sí un ser atrasado, porque se queda en el juego, que es una actividad propia del niño y del adolescente; y a ello se añade esa lenta evolución hacia atrás que lo hace retroceder a otros tiempos. De este modo, acaba produciéndose un violento antagonismo entre él y sus contemporáneos de la misma edad, que tiene para el artista un triste final. De ahí que, según cuentan los antiguos, Homero y Esquilo fueran víctimas de la melancolía al final de sus vidas. 160. Personajes inventados. Cuando se dice que el dramaturgo (y el artista en general) crea realmente personajes, se incurre en una hermosa ilusión, en una exageración, con cuya existencia y propagación el arte celebra uno de sus éxitos menos buscados y obtenidos por añadidura. De hecho, no sabemos gran cosa de un ser humano vivo y real, pero hacemos una generalización muy superficial cuando le atribuimos tal o cual carácter; esta posición tan imperfecta que tenemos frente al hombre es precisamente la que adopta el poeta cuando esquematiza seres humanos (y en este sentido los crea), de un modo tan superficial como lo es nuestro conocimiento de los individuos. Hay mucho de vago y de vaporoso en esos personajes creados por los artistas; no son realmente seres de carne y hueso producidos por la naturaleza, y al igual que a los cuerpos pintados, se nota demasiado que les falta volumen, que no soportarían que se los mirase de cerca. Nada más falso que afirmar que el carácter del individuo normal y corriente es a menudo contradictorio, mientras que el creado por el dramaturgo constituye el arquetipo que tenía presente la naturaleza. Un individuo real es algo totalmente necesario (incluyendo esas presuntas contradicciones), aunque no siempre reconozcamos esa necesidad. Ese fantasma que es el personaje creado pretende significar algo necesario, pero sólo para quienes no comprenden al individuo real más que mediante una burda y antinatural simplificación; a esos tales les basta con que se subrayen, y repitan determinados rasgos, con mucha luz encima y mucha sombra y mucha penumbra a su alrededor. Si se encuentran tan dispuestos a considerar un fantasma como un ser real y necesario, es porque están habituados a reducir todo lo que es un individuo real a un fantasma, a una silueta, a un resumen arbitrario. Sostener que el pintor y el escultor expresan la «idea» del hombre, es una imaginación vana y una pura alucinación. Cuando hablamos de este modo, estamos dominados por la vista, ya que los ojos sólo ven del cuerpo humano la superficie, la piel, mientras que el interior del cuerpo pertenece al terreno de las ideas. Las artes plásticas tratan de representar caracteres en su aspecto epidérmico: el arte del lenguaje se sirve de las palabras con el mismo fin, ofrece una imagen del personaje mediante sonidos. El arte parte de la ignorancia natural del hombre respecto a lo que hay dentro de un individuo (cuerpo y carácter); no existe para los físicos y los filósofos.

161. Creer en los artistas y en los filósofos es estimarse excesivamente a uno mismo. Todos creemos que la excelencia de una obra queda patente cuando nos conmueve y emociona. Pero habría que demostrar antes la excelencia de nuestro juicio y de nuestro sentimiento, cosa que aquí no se hace. ¿Quién ha conmovido y encantado más en el campo de las artes plásticas, que Bernini? ¿Quién produjo efectos más poderosos que aquel orador posterior a Demóstenes que introdujo el estilo asiático y lo hizo predominar durante dos siglos? Ahora bien, esa predominancia durante dos siglos no prueba nada respecto a la excelencia y al valor duradero de un estilo; tampoco hay que estar excesivamente seguros cuando nos basamos en el crédito concedido a un artista, porque ese crédito no consiste sólo en creer en la sinceridad de nuestro sentimiento, sino también en la infalibilidad de nuestro juicio, mientras que ese juicio, ese sentimiento o ambos a la vez pueden ser demasiado burdos o demasiado sutiles, extremadamente refinados o extremadamente rudimentarios. Los efectos beneficiosos y edificantes que dispensan una filosofía o una religión tampoco demuestran nada respecto a su verdad; lo mismo que la felicidad que reporta al loco su idea fija no prueba lo más mínimo que dicha idea sea razonable. 162. El culto al genio por vanidad. Aunque tengamos una buena opinión de nosotros mismos, como no esperamos poder hacer algún día ni siquiera un esbozo de un cuadro de Rafael o de una escena comparable a las de los dramas de Shakespeare, estamos convencidos de que esas facultades constituyen un prodigio muy por encima del término medio, que representan un azar sumamente raro, o si seguimos teniendo sentimientos religiosos, que son una gracia de lo alto. De ahí que nuestra vanidad y nuestro amor propio nos impulsen a dar culto al genio, porque hemos de concebirlo muy lejos de nosotros, como un auténtico milagro, para no sentimos heridos. (Incluso Goethe, un hombre nada envidioso, llamaba a Shakespeare su estrella de las más lejanas alturas; lo que nos hace recordar aquel verso suyo: «No deseamos las estrellas».) Pero, al margen de estas insinuaciones de nuestra vanidad, la actividad del genio nos parece profundamente diferente de la actividad del inventor en mecánica, del sabio astrónomo o historiador, o del maestro en cuestiones de táctica. Todas estas actividades se explican si pensamos que las realizan hombres que ejercitan su pensamiento en una sola dirección, que se sirven de todo como materia prima, que están siempre observando con igual diligencia su vida interior y la de los demás, que no dejan de combinar sus medios. Al principio el genio no hace tampoco otra cosa que aprender a colocar piedras, luego a construir, buscando constantemente materiales para trabajarlos. Toda actividad humana, no sólo la del genio, es admirablemente compleja; pero ninguna es un «milagro». ¿A qué se debe, entonces, la creencia de que el genio únicamente se da en el artista, el orador y el filósofo? ¿Qué sólo ellos tienen «intuición» (eso que consiste en atribuirles una especie de anteojo maravilloso que les permite captar directamente el «ser»)? Está claro que los hombres no hablan del genio, sino cuando los efectos de una gran inteligencia les producen un placer y cuando, por otra parte, no quieren sentir envidia. Llamar «adivino» a alguien equivale a decirle: «En este terreno no vamos a rivalizar». Además, admiramos todo lo perfecto y acabado, mientras que subestimamos todo lo que está en vías de realización. Ahora bien, nadie puede ver en la obra del artista cómo se hizo: aquí radica su ventaja, porque siempre nos deja un tanto fríos observar la génesis de algo. El arte acabado de la expresión descarta toda idea de devenir; la perfección presente se nos impone tiránicamente. De ahí que se tenga por genios principalmente a los artistas de la expresión, y no a los hombres de ciencia. A decir verdad, esta apreciación y esta depreciación son

simples manifestaciones de una razón infantil. 163. La conciencia artesanal. ¡Guárdense sobre todo de hablar de dones naturales y de talentos innatos! Podemos citar en todos los terrenos a grandes hombres que estaban poco dotados. Pero alcanzaron la grandeza, se convirtieron en «genios» (como dice la gente), en virtud de ciertas cualidades, cuya carencia a nadie nos gusta reconocer; todos ellos poseían esa sólida conciencia artesanal que empieza aprendiendo a hacer las partes a la perfección antes de afrontar un gran trabajo de conjunto: se tomaron tiempo para ello, porque les complacía más conseguir la perfección en los detalles y en lo accesorio, que lograr un conjunto de efecto deslumbrante. Es fácil, por ejemplo, dar a alguien la receta para llegar a ser un buen novelista, pero para ponerla en práctica se requieren cualidades que suele no tener en cuenta quien dice que no dispone de suficiente talento. Hagamos mil y un proyectos de novelas que no superen las dos páginas, pero con una precisión tal que toda palabra resulte necesaria; anotemos diariamente algunas anécdotas hasta saber darles la forma más satisfactoria y eficaz; no dejemos de recoger ni de pintar personajes y tipos humanos; busquemos la menor ocasión de relatar y de escuchar relatos, con la mirada y el oído atentos al efecto que producimos en los demás; viajemos como un paisajista, como un dibujante de costumbres; extraigamos de una ciencia tras otra todo lo que, bien expuesto, produce un efecto artístico; reflexionemos, por último, sobre los móviles de los actos de la gente, no despreciando ninguna indicación que pueda resultarnos instructiva, y estemos día y noche coleccionando cosas de este género. Pasemos diez años largos dedicados a este ejercicio múltiple, y lo que entonces creemos en el taller podrá mostrarse también a la luz pública. Pero ¿qué hace, en cambio, la mayoría de la gente? En lugar de empezar por la parte, se entregan al todo. Puede que alguna vez den en el clavo y despierten interés, pero desde entonces ya no cometerán más que desaciertos cada vez mayores, por razones claras y naturales. A veces, cuando faltan inteligencia y carácter para trazarse un plan artístico de vida de este tipo, el destino y la necesidad se encargan de sustituirlos y de guiar paso a paso al futuro maestro en todas las etapas que su oficio le exige atravesar. 164. Peligros y ventajas del culto al genio. Aunque la creencia en espíritus grandes, superiores y fecundos no está necesariamente asociada con ninguna superstición religiosa o medio religiosa, es muy frecuente que dicha creencia aparezca vinculada a la idea de que tales espíritus tienen un origen sobrehumano y que poseen ciertas facultades maravillosas en virtud de las cuales adquieren sus conocimientos por vías muy diferentes a las del resto de los mortales. Se les atribuye con gusto una visión directa de la esencia del mundo, como si la obtuvieran a través de un agujero que atravesase la capa de la apariencia y se les cree capaces de transmitirnos verdades capitales y definitivas sobre el hombre y el mundo, sin tener que afrontar la labor penosa y los rigores de la ciencia, gracias a esa maravillosa facultad adivinatoria. En la medida en que sigue habiendo personas que creen en la existencia del milagro en materia de conocimiento, tal vez haya que admitir que ello reporta cierta utilidad a tales creyentes, porque desde el momento en que éstos se subordinan sin condiciones a los grandes espíritus, exponen los suyos propios durante su desarrollo a la influencia de la mejor de las escuelas y de las disciplinas. En cambio, resulta cuando menos dudoso que esa creencia supersticiosa en el genio, en sus privilegios y en sus facultades

especiales, sea de alguna utilidad para el genio mismo, cuando echa raíces en él. En todo caso es mala señal que el horror que un hombre experimente hacia sí mismo equivalga al famoso horror sagrado hacia los césares o hacia el genio, como sucede aquí; o, dicho de otra manera, que el olor de los sacrificios que sólo se ofrecen equitativamente a un dios, penetre en tal medida en el cerebro del genio, que éste empiece a dudar y a considerarse un individuo sobrenatural. A la larga, los resultados son los siguientes: un sentimiento de irresponsabilidad, de creerse en posesión de derechos excepcionales; un convencimiento de que su trato con los demás es sólo una gracia que él concede; y un furor enloquecido ante el menor intento de compararlo con otros o incluso de considerarlo inferior, de sacar a la 1uz los defectos que pueda haber en su obra. De hecho, en cuanto deja de criticarse a sí mismo, acaba perdiendo poco a poco su plumaje, y la superstición mencionada, mina las raíces de su fuerza, cuya pérdida lo convierte quizás en un hipócrita. Por consiguiente, incluso a los grandes espíritus, resulta indudablemente más útil que se formen una idea clara de su fuerza y del origen de ésta; que comprendan, en suma, qué cualidades puramente humanas tienen y qué circunstancias afortunadas han concurrido en ellos: a saber, por un lado, una energía sostenida, una resolución dirigida a distintos objetivos y una gran valentía personal; por otro lado, una educación que les permitió desde muy temprana edad contar con los mejores maestros, modelos y métodos. Ahora bien, si de lo que se trata es de producir el mejor efecto posible, su desconocimiento de sí mismos y el don gratuito de estar medio locos logran siempre maravillas, porque los hombres de todos los tiempos han admirado y envidiado en el genio esa fuerza suya con la que aniquila la voluntad de la gente, arrastrándola a la loca ilusión de que está guiada por un elemento sobrenatural. Aun más, la creencia de que alguien posee una fuerza sobrenatural es para los hombres causa de exaltación y de entusiasmo; en este sentido, como dice Platón, la locura ha reportado a los hombres grandes beneficios. En casos raros y aislados, puede que ese grano de locura haya sido también el mejor medio de mantener la unidad en esas naturalezas dispersas en todas direcciones; incluso en la vida de los individuos, las ideas delirantes tienen a menudo el valor de remedios, aunque sean venenos en sí mismas. Sin embargo, en todo «genio» que se cree divino, el veneno acaba manifestándose a medida que ese «genio» envejece. Recordemos, por ejemplo, a Napoleón, en cuyo carácter se daban cita la creencia en sí mismo y en su estrella y el desprecio hacia los demás que derivaba de ella, elevándolo a esa poderosa unidad que lo distingue de todos los personajes modernos; hasta que dicha creencia lo despojó de su mirada viva y penetrante y acabó siendo la causa de su perdición, el día en que se convirtió en un fatalismo casi demencial. 165. El genio y la nulidad. Entre los artistas, son precisamente los espíritus originales y los espontáneamente creadores, quienes, llegada la ocasión, sólo pueden producir el vacío y la nada más absoluta, mientras que los temperamentos menos libres, los talentos, como se les llama, tienen siempre la memoria bien repleta de toda la belleza posible y producen algo admisible incluso en sus momentos de debilidad. Pero si los espíritus originales se abandonan a sí mismos, la memoria no les presta ayuda alguna: se vuelven vacíos. 166. El público. Todo lo que la gente pide realmente a la tragedia es que la conmueva lo suficiente para poder tener la ocasión de llorar; en cambio, al artista que va a ver una tragedia nueva lo complacen los hallazgos

técnicos y los procedimientos ingeniosos, el tratamiento y la distribución del tema, el enfoque nuevo que se da a motivos e ideas antiguos. La postura estética que adopta frente a la obra artística es la del creador; la referida en primer lugar, que se interesa exclusivamente por el tema, es la de la gente corriente. Nada hay que decir del individuo que se encuentra entre ambos, de quien no pertenece ni a la categoría del artista ni a la de la gente corriente, y que no sabe lo que quiere: su placer será igualmente confuso y mediocre. 167. La educación artística del público. Cuando el mismo tema no es tratado de mil formas distintas por diversos maestros, el público no aprende a elevarse por encima de su interés hacia ese tema, pero acabará captando y saboreando también los matices, los fines y los nuevos hallazgos en el tratamiento de dicho tema. Una vez que lo conozca desde mucho tiempo atrás a través de numerosas versiones y ya no le excite la curiosidad que despierta lo nuevo. 168. El artista y su séquito deben ir al mismo paso. El tránsito de un nivel estilístico a otro debe ser lo bastante lento para que no sólo los artistas, sino también los oyentes y los espectadores puedan seguir ese progreso y saber exactamente lo que sucede. De no ser así, se abre de pronto un abismo entre el artista que crea sus obras en una altura aislada, y el público, que incapaz de subir allí, termina descendiendo con despecho más aún. Y es que cuando el artista ya no eleva a su público, éste cae rápidamente y su caída es tanto más honda y peligrosa cuanto mayor sea la altura a la que lo había elevado el genio. Ese genio se comporta aquí como el águila que suelta de sus garras a la tortuga que había subido a las nubes, dejándola caer para su desgracia. 169. El origen de lo cómico. Si consideramos que el hombre fue durante más de cien mil años un animal extremadamente asustadizo y que todo lo brusco e imprevisto lo obligaba a disponerse a luchar y tal vez a morir, y que incluso después, en el orden social, toda su seguridad ha estado basada en lo previsto, en la tradición en el terreno de las ideas y de los actos, no nos ha de asombrar que toda palabra o acción inesperada y repentina, que no produzcan daño ni representen peligro, generen en el hombre un alivio, sintiendo entonces lo contrario al miedo: el ser encogido y tembloroso de miedo, se distiende, se alegra sumamente… y se echa a reír. Este tránsito de un miedo momentáneo a una alegría de breve duración es lo que llamamos lo cómico. En el fenómeno de lo trágico, en cambio, el hombre pasa velozmente de una alegría grande y duradera a una gran angustia; pero como esa alegría grande y duradera es más rara en los mortales que los motivos de sentir miedo, hay mucho más de cómico que de trágico en el mundo; nos reímos muchas más veces de las que estamos compungidos. 170. Ambición de artista. Los artistas griegos, como los trágicos, por ejemplo, creaban para vencer; no podría concebirse plenamente su arte sin la competición; era la ambición, la Eris buena de Hesíodo, quien daba alas a su genio. Ahora bien, esta ambición exigía sobre todo que su obra alcanzara el grado sumo de excelencia ante sus propios ojos, tal y como ellos la entendían, es decir, al margen del gusto reinante y de la opinión

general sobre lo que constituye la excelencia de una obra de arte; de ahí que Esquilo y Eurípides tardarán mucho en obtener éxito, hasta que acabaron formando a los jueces que habrían de apreciar sus obras según las reglas que se aplicaban a sí mismos. De este modo, entonces, aspiraban a triunfar sobre sus competidores de acuerdo con su propia estimación y querían ser realmente perfectos ante su propio tribunal, para pedir luego a los demás que aprobaran su valoración y confirmaran su juicio. Aspirar a la gloria quería decir aquí «llegar a ser superior y ansiar que ello fuese públicamente reconocido». Cuando no se cumple la primera de las condiciones, pero se desea lo segundo, se hablará de vanidad. Si falla la segunda condición y no se lamenta su ausencia, se hablará de orgullo. 171. Lo necesario en la obra de arte. Quienes tanto hablan del elemento necesario que ha de haber en una obra de arte incurren en una exageración, a mayor gloria del arte, si son artistas, y por ignorancia, si son profanos. Las formas de una obra que permiten la expresión de sus ideas, constituyendo así, su manera de hablar, tienen siempre un carácter facultativo, como todo tipo de lenguaje. El escultor puede añadir u omitir una gran cantidad de pequeños toques; lo mismo que el intérprete, ya sea un actor o, en el campo de la música, un virtuoso o un director de orquesta. Todos estos pequeños toques y retoques que hoy agradan y mañana no, están ahí más en función del artista que del arte, ya que aquel, al estar sometido al rigor y al esfuerzo que le exige la expresión de su idea principal, necesita de vez en cuando golosinas y juguetes para no estar siempre malhumorado. 172. Hacer olvidar al maestro. El pianista que ejecuta la obra de un maestro tocará lo mejor posible si hace olvidar al maestro y produce la ilusión de que cuenta algo de su vida o de que está viviendo un gran momento. Por supuesto que si todo en él es insignificante, la gente maldecirá la locuacidad con que nos habla de su vida. Necesita, entonces, saber cómo seducir la imaginación del auditorio. Así se explican a su vez todas las debilidades y las extravagancias del «virtuosismo». 173. Corregir la fortuna. Hay azares desafortunados en la vida de los grandes artistas que fuerzan, por ejemplo, al pintor a no hacer más que un bosquejo de lo que habría sido su cuadro más importante, o que, por citar otro caso, obligaron a Beethoven a no dejarnos en muchas de sus grandes sonatas (como la sonata en si mayor) más que reducciones insuficientes de una sinfonía. En este caso, el artista que venga después debería tratar de corregir a destiempo la vida de los grandes hombres; es lo que haría, por ejemplo, aquél que, dominando todos los efectos de la orquestación, hiciera que volviera a la vida para nosotros esa sinfonía que duerme en el piano una muerte falsa. 174. Reducir. Muchas cosas, ya sean acontecimientos o personas, no soportan una versión a pequeña escala. No se puede reducir el grupo del Laocoonte a las dimensiones de una figurita, porque requiere tamaño grande. Pero es mucho más raro aún que algo de naturaleza pequeña soporte el ser agrandado; de ahí que a los biógrafos les resulte siempre más fácil pintar pequeño a un gran hombre que pintar grande a uno pequeño.

175. La sensualidad en el arte actual. Los artistas actuales suelen equivocarse cuando tratan de que sus obras ejerzan un efecto en la sensualidad, porque sus espectadores u oyentes carecen ya de una sensualidad plena y, en contra de las intenciones del artista, sólo recurren a la obra de arte para experimentar una emoción «sagrada», que es pariente cercana del aburrimiento. Su sensualidad empieza quizás donde acaba la del artista, por lo que sólo coinciden en un punto. 176. Shakespeare como moralista. Shakespeare reflexionó mucho sobre las pasiones, y su propio temperamento le hizo sin duda conocerlas muy íntimamente (los dramaturgos son por lo general hombres más bien malos). Pero, al no saber hablar de ellas, como Montaigne, puso sus observaciones sobre las pasiones en boca de sus personajes apasionados, lo que ciertamente, es contrario a la naturaleza, pero llena sus dramas de tal riqueza de ideas que todos los demás resultan vacíos y suscitan fácilmente un rechazo general. Las sentencias de Schiller (que casi siempre se basan en ideas falsas o insignificantes) son precisamente frases teatrales y en cuanto tales producen un gran efecto, mientras que las sentencias de Shakespeare honran a Montaigne, su modelo, y ocultan bajo su forma aguzada, pensamientos muy serios; pero para los ojos del público teatral, resultan de hecho demasiado lejanas y sutiles, por lo que no surten efecto. 177. Ponerse al alcance del oído. No sólo hay que saber tocar bien, sino hacerlo además al alcance del oído. En manos del mejor maestro, el violín no deja oír más que un leve murmullo si la sala es demasiado grande; entonces se puede confundir al maestro con cualquier rascatripas. 178. La eficacia de lo incompleto. Del mismo modo que las figuras en relieve ejercen tanto efecto en la imaginación porque parece que fueran a salirse de la pared y que de pronto se detuvieran, no se sabe cómo, así la exposición incompleta, en relieve de una idea o de toda una filosofía es más eficaz que su completo desarrollo: se deja más por hacer a la visión del lector, se lo incita a continuar la elaboración de lo que se insinúa a sus ojos con luces y sombras tan intensas, a culminar el pensamiento, y a que supere él mismo el obstáculo que impedía hasta entonces el total desahogo. 179. Contra los originales. Cuando el arte se reviste con la tela más gastada, es cuando mejor se lo reconoce como tal. 180. Ingenio colectivo. Un buen escritor no cuenta sólo con su ingenio, sino también con el ingenio de sus amigos. 181. Dos formas de desconocimiento. La desgracia de los escritores agudos y claros es que se los considera triviales y nadie se esfuerza en leerlos; y la suerte de los escritores oscuros es que el lector se agota al leerlos y les atribuye el placer

que le ha producido su esfuerzo. 182. Las relaciones con la ciencia. Todos los que no están realmente interesados por la ciencia, no empiezan a entusiasmarse por ésta hasta que no han hecho algún descubrimiento ellos mismos. 183. La llave. Una idea que, pese a las risas y a las burlas del vulgo, adquiere un gran valor a los ojos de un hombre eminente, es para él como una llave que permite acceder a tesoros escondidos, mientras que para dicho vulgo sólo es un trozo de chatarra. 184. Intraducible. Que un libro sea intraducible no es ni lo mejor ni lo peor de él. 185. Las paradojas del autor. Las presuntas paradojas del autor que tanto escandalizan al lector, no suelen estar tanto en el libro del autor como en la cabeza del lector. 186. La gracia. Los autores más graciosos producen la más imperceptible de las sonrisas. 187. La antítesis. La antítesis es la puerta estrecha por donde se cuela con más facilidad el error en la verdad. 188. Los pensadores como estilistas. La mayoría de los pensadores escriben mal porque no se contentan con transmitirnos sus ideas, sino también la reflexión que los ha llevado a ellas. 189. Las ideas en la poesía. El poeta hace que sus ideas avancen solemnemente en el carro del ritmo; habitualmente porque no son capaces de ir a pie. 190. Pecado contra la inteligencia del lector. Cuando un autor reniega de su talento con la única finalidad de ponerse a la altura del lector, comete el único pecado mortal que éste no le perdonará jamás; suponiendo, claro está, que se dé cuenta de ello. Por otra parte, al hombre se le pueden achacar las peores cosas, pero en la manera de decírselas, hay que saber halagar su vanidad. 191. Límites de la honradez. Incluso al autor más honrado se le escapa una palabra de más cuando trata de redondear una frase.

192. El mejor autor. El mejor autor es aquél a quien le avergüenza convertirse en un hombre de letras. 193. Ley draconiana contra los escritores. Deberíamos tratar al escritor como a un malhechor que no merece nuestra absolución ni nuestro perdón, sino en muy pocos casos; esto sería un remedio contra la proliferación de libros. 194. Los bufones de la cultura moderna. Los bufones medievales fueron el antecedente de nuestros periodistas; pertenecen al mismo tipo de hombres, no muy razonables, bromistas, exagerados y chiflados, que a veces no hacen otra cosa que paliar el patetismo de una situación con alguna salida ingeniosa o con una buena dosis de palabrería, y disimular con sus gritos el repique demasiado grave y solemne de los grandes acontecimientos. Antaño al servicio de príncipes y nobles; hoy al servicio de los partidos políticos (lo mismo que en el espíritu de partido y en la disciplina de los partidos sobrevive una buena parte del antiguo sometimiento del pueblo al príncipe). Sin embargo, todos los literatos modernos están muy cerca de los periodistas, son «los bufones de la cultura moderna», a quienes se los juzgará con más indulgencia si se tiene en cuenta que no son totalmente responsables, Considerar la actividad del escritor como una profesión debería verse, en justicia, como una especie de extravagancia. 195. A imitación de los griegos. Existe ahora un gran obstáculo para el avance del conocimiento, dado que la exageración de los sentimientos que ha durado cien años, no nos ha dejado más que palabras ampulosas e hinchadas. El grado superior de cultura que se encuentra bajo el dominio (incluso bajo la tiranía) de la ciencia necesita recuperar una mayor simplicidad de los sentimientos, unida a una concentración más fuerte de todas las palabras; algo en lo que nos precedieron los griegos de la época de Demóstenes. La exageración caracteriza a todos los libros modernos, y hasta cuando están escritos con sencillez, las palabras siguen sintiéndose de un modo demasiado extravagante. No hay otros remedios que reflexión rigurosa, concisión, frialdad, desnudez llevada incluso deliberadamente a sus últimos extremos, en suma, reserva de sentimientos y laconismo. Por lo demás, esta forma fría de escribir y de sentir resulta, por contraste, muy atrayente en nuestros días, lo que evidentemente implica un nuevo peligro. Porque este frío penetrante es tan excitante como un alto grado de calor. 196. Quien narra bien, explica mal. En los buenos narradores encontramos frecuentemente una seguridad, un rigor psicológico admirable, en la medida en que éste puede manifestarse en las acciones de sus, personajes, pero que contrasta de un modo verdaderamente ridículo con la torpeza de su reflexión psicológica: tan pronto su nivel cultural parece elevado y excepcional, como al momento siguiente resulta bajo y lamentable. Demasiadas veces los vemos dar una explicación ciertamente falsa de sus héroes y de los actos de éstos; la cosa no ofrece dudas, por muy inverosímil que parezca. Puede que el mejor pianista no haya reflexionado apenas sobre las condiciones técnicas, las virtudes, los vicios, las posibilidades de uso y de educación de cada uno de

sus dedos (ética dactílica), y cometa graves errores cuando se ponga a hablar de estas cosas. 197. Los escritos de personas que conocemos y sus lectores. Hacemos dos lecturas de los libros escritos por personas que conocemos (amigos y enemigos), porque nuestro conocimiento de ellas no deja de susurrarnos al oído: «esto es suyo, un rasgo característico de su naturaleza profunda, de los momentos más importantes de su vida, de su talento», y porque otro tipo de conocimiento trata paralelamente de determinar qué aporta intrínsecamente esa obra, qué valoración merece por sí misma, al margen de su autor, en qué medida enriquece nuestro saber. Ni que decir tiene que esas dos clases de lecturas y de valoraciones se estorban recíprocamente. Tampoco la conversación con un amigo proporcionará buenos frutos de conocimiento, a menos que uno y otro acaben no pensando más que en el asunto en cuestión y se olviden de que son amigos. 198. Sacrificar el ritmo. Algunos buenos escritores cambian el ritmo de más de un período, tan sólo porque no creen que sus lectores ordinarios sean capaces de captar el metro al que se ajustaba el período en su primera versión; así les facilitan la tarea al dar preferencia a ritmos más conocidos. Esta consideración de la incapacidad rítmica de los lectores ha hecho ya suspirar a más de uno, porque ya son muchas las cosas que se le han sacrificado. ¿No sucedería lo mismo con algunos buenos músicos? 199. Lo Incompleto como atractivo artístico. Lo incompleto produce a menudo más efecto que lo completo, sobre todo en el panegírico: para lo que se propone, necesita precisamente el encanto de lo inacabado, como un elemento irracional que extendiera un espejeante mar ante la imaginación del auditorio y ocultase, como una bruma, la orilla opuesta, es decir, los límites del ser que se trata de alabar. Cuando se citan los méritos conocidos de alguien, sin miedo a extenderse en los detalles, se hace nacer siempre la sospecha de que esos son todos sus méritos. Hacer un elogio completo, es ponerse por encima del hombre a quien se alaba; es como verlo desde arriba. De ahí que lo acabado tenga como efecto debilitar. 200. Precaución al escribir y al enseñar. Quien se ha puesto a escribir y siente la pasión de hacerlo en casi todo lo que hace y lo que experimenta, no aprende más que lo que puede comunicar literariamente. Ya no piensa en sí mismo, sino en el escritor y en su público; quiere ver las cosas con profundidad, pero no para su uso personal. El que enseña es también incapaz, la mayoría de las veces, de obrar buscando su bien personal, porque siempre está pensando en el bien de sus alumnos, y sólo le complace el conocimiento que puede ser enseñado. Acaba considerándose como un lugar de paso del saber, en suma, como un medio puro y simple, hasta el punto de perder la seriedad en las cosas que le conciernen. 201. Los malos escritores resultan necesarios. Siempre tiene que haber malos escritores, porque satisfacen el gusto de las generaciones demasiado jóvenes que no se han desarrollado aún y que tienen sus necesidades, al igual que las maduras. Si la vida humana fuese más larga, el número de individuos que llegaría a la madurez sería superior o al menos

igual al de los individuos inmaduros; pero, siendo como es, la mayoría de los hombres mueren demasiado jóvenes, es decir, siempre existe una mayoría de individuos con un nivel bajo de inteligencia que tienen mal gusto. Además, éstos reclaman, con toda la vehemencia de la juventud, la satisfacción de sus necesidades, y forzosamente suscitan la aparición de malos escritores para su uso. 202. Demasiado cerca y demasiado lejos. A menudo sucede que el lector y el autor no se entienden porque éste último conoce tan bien una materia que la encuentra aburrida, lo que lo lleva a prescindir de ejemplos, aun conociéndolos a millares. El lector, a su vez, es ajeno a la materia y cree que ésta carece de buenos fundamentos cuando se le priva de ejemplos. 203. Una preparación para el arte que ha desaparecido. De todo lo que se hacía en los institutos, lo más valioso era que los alumnos se ejercitaran en el estilo latino, lo que era propiamente un ejercicio artístico, frente a las otras asignaturas, que sólo buscaban el saber. Preferir la composición alemana es una auténtica barbaridad, ya que no tenemos un modelo de estilo alemán que responda a la elocuencia pública; pero si lo que se pretende con la composición alemana es fomentar el ejercicio del pensamiento, lo mejor sería entonces dejar de lado el estilo por el momento y distinguir, así, entre el ejercicio del pensamiento y el de la expresión. Este último debería incluir las diversas formas de abordar una determinada materia, y no la invención personal de una materia. La expresión de una determinada materia era simplemente toda la tarea que se proponía realizar el discurso latino, para el que los profesores antiguos tenían una finura auditiva que se ha perdido desde hace mucho. Antaño, quien aprendía a escribir bien en una lengua moderna, era porque se había ejercitado antes en el terreno del latín (hoy nos vemos obligados a recurrir a la escuela de los antiguos franceses), pero hay más: el alumno se formaba una idea de la nobleza y de la dificultad de la forma y se encontraba preparado para cualquier arte al seguir la única vía apropiada para ello; la de la práctica. 204. Lo oscuro junto a lo demasiado claro. Los autores que no saben poner una luz general que ilumine el conjunto de sus ideas, prefieren describir los detalles con las expresiones y los superlativos más fuertes y exagerados. El efecto de luz que resulta de ello es el de un resplandor de antorchas que alumbrara los sinuosos senderos de un bosque. 205. Pintura literaria. La mejor forma de representar un objeto cargado de significado es extraer, como un químico, de ese objeto los colores con los que se lo pintará, sirviéndose entonces de ellos como hace el artista; de forma que se haga surgir el dibujo de las separaciones y de las transiciones de colores. El cuadro conservará algo de ese elemento natural tan atractivo que presta su significado a dicho objeto. 206. Libros que enseñan a danzar. Hay escritores que, como saben representar lo imposible bajo la capa de lo posible y hablar de la moral y del genio como si ambos no fuesen más que una fantasía y una arbitrariedad, despiertan un sentimiento exuberante de libertad, que hace que el hombre se ponga de puntillas y no pueda menos que

empezar a danzar, a impulsos de su alegría interior. 207. Pensamientos inacabados. Lo mismo que no sólo la edad viril, sino también la juventud y la infancia tienen un valor en sí y no han de ser consideradas en modo alguno como transiciones o puentes, igualmente los pensamientos que no han llegado a su total desarrollo tienen también su propio valor. Por eso no hay que enfadar a un poeta con una interpretación demasiado sutil, sino recrearse con la incertidumbre de su horizonte como si hubiese allí una vía abierta a múltiples ideas: estar en el umbral, aguardar como si se fuera a desenterrar un tesoro, como si al punto se fuera a hacer el feliz descubrimiento de unos profundos pensamientos. El poeta anticipa algo de la felicidad del pensador al descubrir una idea esencial, llenándonos así del deseo de lanzarnos hacia ella; pero surge la idea, nos roza la cabeza juguetona y despliega sus alas más bellas de mariposa; y sin embargo, se nos escapa. 208. El libro casi se convierte en hombre. Para todo escritor constituye una sorpresa siempre nueva que su libro siga viviendo su propia vida, cuando se separa de él; tiene la misma impresión que un insecto al que se le desprende una parte de su cuerpo y ésta sigue en adelante su propio camino. Puede que olvide ese libro casi por completo, que supere las ideas que depositó en él, que incluso ya no lo comprenda y que haya perdido aquellas alas con las que emprendía el vuelo en la época en que lo concibió; sin embargo, el libro busca autores, enciende vidas, inspira miedo y alegría, engendra nuevas obras, se convierte en el alma de algunos proyectos, de ciertas acciones, en suma, aún no siendo una persona, vive como un ser dotado de alma y de espíritu. ¡Dichoso el autor que en su vejez puede decir que en sus escritos siguen viviendo todos sus pensamientos y todos sus sentimientos llenos de vida, de fuerza, de elevación y de luz, y que, aunque él no represente ya más que la ceniza gris, su fuego se ha salvado y propagado en todas direcciones! Si consideramos ahora que toda acción humana, no sólo un libro, acaba de algún modo produciendo otras acciones, decisiones o pensamientos, que todo lo que sucede se encadena indisolublemente a todo lo que sucederá, reconoceremos que existe una inmortalidad real, la del movimiento: todo lo que alguna vez fue puesto en movimiento será recogido, como un insecto en ámbar, y eternizado en el entramado total del ser. 209. Alegría en la vejez. El pensador, así como el artista, que ha guardado en sus obras lo mejor de sí mismo, siente una alegría casi maligna al ver cómo su cuerpo y su espíritu son dañados y destruidos por el paso del tiempo, como si observara a un ladrón forzando su caja de caudales, sabiendo que está vacía y que todos sus tesoros se encuentran a buen recaudo. 210. Fecundidad serena. Los aristócratas de nacimiento en el campo del espíritu no se dan demasiada prisa: sus creaciones brotan y caen del árbol en una tarde tranquila de otoño, sin que hayan sido deseadas, forzadas ni devoradas por otros con apremio. El ansía de estar creando sin tregua ni descanso es vulgar y manifiesta celos, envidia, ambición. Cuando se es algo, no se necesita verdaderamente hacer nada y, sin embargo, se hace mucho, Hay un tipo humano más elevado que se encuentra por encima del individuo «productivo».

211. Aquiles y Homero. Siempre sucede como con Aquiles y Homero; uno tiene la experiencia y el sentimiento vital, y el otro los describe. Un verdadero escritor no hace más que poner palabras a la pasión y a la experiencia de otros; es artista porque es capaz de adivinar muchas cosas partiendo de lo poco que ha experimentado. Los artistas no son ni mucho menos hombres de grandes pasiones, aunque a menudo se las den de tales con el sentimiento inconsciente de que se concederá más crédito a su pasión fingida si su propia vida testimonia su experiencia en la materia. Basta con dejarse llevar, no ser dueño de uno mismo, dar rienda suelta a la ira y a la concupiscencia y todo el mundo exclamará al punto: ¡qué apasionado es! Pero la pasión que causa profundos estragos, la pasión que roe y que a menudo devora al individuo reviste otra forma de seriedad; quien la experimenta no la describirá seguramente en novelas ni en obras dramáticas o musicales. Los artistas suelen ser individuos licenciosos, en la medida en que no son artistas; pero esto es otra cuestión. 212. Dudas antiguas sobre la acción que ejerce el arte. ¿Será verdad, como quería Aristóteles, que la tragedia purifica el miedo y la compasión del auditorio, hasta el punto de que éste vuelva a su casa más frío y sosegado? ¿Qué las historias de fantasmas hacen menos cobardes y supersticiosos a quienes las escuchan? Bien es cierto que en determinados fenómenos físicos, como la capacidad amorosa, la satisfacción de una necesidad produce una sedación y un debilitamiento pasajero del instinto. Pero el miedo y la compasión no son, en este sentido, urgencias de determinados órganos que piden ser satisfechas. Y a la larga, el ejercicio de la satisfacción refuerza incluso el instinto, a pesar de esas periódicas sedaciones. Es posible que, en casos aislados, la tragedia modere y purifique el miedo y la compasión; pero en conjunto pueden no obstante verse aumentados por el efecto de la tragedia, por lo que, pese a todo, tendría razón Platón al pensar que la tragedia nos hace por lo general más temerosos e impresionables. El propio poeta trágico se sentiría, entonces, necesariamente afectado por una visión lúgubre y angustiosa del mundo y tendría un alma tierna, excitable, proclive al llanto; lo mismo que sería conforme a la opinión de Platón que los poetas trágicos, y como ellos las ciudades enteras que tanto se deleitan con sus obras, degeneraran hasta caer en una desmesurada sin freno, continuamente creciente. Pero ¿qué derecho tiene nuestra época a dar una respuesta a la gran pregunta de Platón sobre la influencia moral del arte? Aún cuando tuviéramos el arte, ¿dónde estaría su influencia, cómo nos influiría realmente ese arte? 213. Placer por lo absurdo. ¿Cómo puede encontrar el hombre placer en lo absurdo? Porque este es el caso siempre que se produce la risa en el mundo; cabe decir incluso que casi siempre que se da la felicidad, existe el placer por lo absurdo. La aparición de lo contrario a la experiencia, la conversión de lo práctico en gratuito, de lo necesario en arbitrario, pero de forma que esa situación no nos acarree ningún mal y que, por exuberancia, sólo se nos presente una vez, constituye para nosotros un motivo de regocijo que nos libera en efecto momentáneamente de la sujeción a la necesidad, de la subordinación a lo útil y a lo practico, a quienes tenemos de ordinario por amos implacables; gozamos y reímos cada vez que lo previsto (que suele suscitar preocupaciones e inquietudes) estalla sin herirnos. Es la alegría de los esclavos en las

fiestas saturnales. 214. Ennoblecimiento de la realidad. Del hecho de que los hombres vieran una divinidad en la inclinación erótica y la sintieran obrar en ellos con gratitud y veneración, este afecto se fue impregnando a lo largo de las épocas de una serie de ideas más elevadas, siendo, en consecuencia, ennoblecido efectivamente de un modo considerable. Gracias a este arte de la idealización, ciertos pueblos supieron convertir sus enfermedades en poderosos auxiliares de la cultura; por ejemplo, los griegos, que en los primeros siglos padecieron graves epidemias de enfermedades nerviosas (del tipo de la epilepsia y del baile de San Vito), formaron de ellas el tipo magnífico de la bacante. Los griegos no poseían en modo alguno una salud a toda prueba; su secreto fue venerar la enfermedad como algo divino, siempre que esta estuviera dotada de poder 215. La música. En sí y por sí, la música no está tan llena de significado para nuestro ser íntimo, ni es tan profundamente emotiva, para que pueda ser considerada como el lenguaje inmediato del sentimiento; pero su antigua vinculación a la poesía introdujo tanto simbolismo en el movimiento rítmico, en la fuerza y la debilidad de los sonidos, que ahora nos hemos hecho la ilusión de que habla directamente al alma y que emana de ella. La música dramática no fue posible más que cuando el arte de los sonidos conquistó un amplio dominio de medios simbólicos, gracias a la canción, a la ópera y a múltiples intentos de describir con sonidos. La «música absoluta» es, o bien una forma en sí, en el estadio rudimentario de la música cuando causaban placer unos sonidos producidos con diversa medida e intensidad, o bien un simbolismo de formas, cuyo lenguaje se entiende incluso sin ayuda de la poesía, tras una evolución durante la cual las dos artes permanecieron unidas, hasta que al fin la forma musical fue enteramente entretejida con hilos de ideas y de sentimientos. Los individuos que se han quedado en un estadio anterior de la evolución de la música pueden sentir de manera puramente formal el mismo fragmento que los más avanzados entenderán de un modo totalmente simbólico. En sí, ninguna música es profunda ni significativa, no habla de la «voluntad» ni de la «cosa en sí»; eso es algo que el intelecto no pudo imaginar más que en una época en que hubo conquistado todo el campo de la vida interior para el simbolismo musical. Fue el intelecto y sólo él quien introdujo este significado en los sonidos, al igual que en arquitectura dio a las relaciones de líneas y masas un significado que en sí era totalmente ajeno a las leyes mecánicas. 216. Gesto y lenguaje. Más antigua que el lenguaje es la imitación de gestos, que se hace involuntariamente y que, a pesar del retroceso general sufrido por la mímica y del dominio muscular adquirido, sigue siendo tan fuerte en nuestros días que no podemos mirar los movimientos de un rostro sin sufrir una inervación del nuestro (podemos observar que un bostezo fingido produce en quien lo ve un bostezo natural). La imitación de gestos remitía al imitador al sentimiento que se expresaba en el rostro o en el cuerpo de la persona imitada. Así fue como aprendieron los hombres a entenderse entre sí, y esto es lo que sigue haciendo el niño hoy para entender a su madre. En términos generales, los sentimientos dolorosos pudieron muy bien expresarse por gestos que causaban asimismo un dolor al ser realizados (por ejemplo, arrancarse los

cabellos, golpearse el pecho, torcer y contraer violentamente los músculos del rostro), Y a la inversa, los gestos de placer comportaban ellos mismos un placer (la risa, como es una reacción a las cosquillas y resulta agradable, sirvió a su vez para expresar otras sensaciones placenteras). Una vez que el hombre se entendió por gestos, pudo nacer a su vez un simbolismo de los gestos; es decir, pudo entenderse por medio de un lenguaje combinando signos y sonidos, que empezó produciendo a la vez el sonido y el gesto (al cual se añadía como símbolo), para acabar contentándose después con el sonido solamente. Para que en los tiempos antiguos sucediera con frecuencia lo mismo que ahora se ofrece a nuestros ojos y a nuestros oídos en la evolución de la música, principalmente de la música dramática, mientras que la música, sin el complemento explicativo de la danza y de la mímica, fue al principio un ruido vacío, ocurrió que el oído, al habituarse durante largo tiempo a esta asociación de música y de movimiento, aprendió a interpretar inmediatamente las figuras musicales y acabó alcanzando un grado de comprensión rápida, que ya no necesitaba el movimiento visible, comprendiendo sin él al compositor. Entonces se habló de música absoluta, es decir, de una música en la que todo se entiende al punto simbólicamente sin recurrir a nada más. 217. La pérdida de sensualidad del gran arte. Nuestros oídos, en virtud del extraordinario entrenamiento al que la evolución de la música moderna ha sometido a la inteligencia, se han intelectualizado cada vez más. También soportamos hoy intensidades sonoras mucho más fuertes, mucho más «ruido», porque estamos mucho más ejercitados que nuestros antepasados para discernir la razón que se encuentra allí. Realmente, todos nuestros sentidos, por el hecho de buscar ante todo la razón y, por consiguiente, lo que «significa esto» y no ya lo que «es», se encuentran un tanto embotados; debilitamiento que se manifiesta en el reino absoluto de la escala tonal; ya que hoy en día son excepciones los oídos capaces de hacer aún distinciones sutiles, por ejemplo entre un do sostenido y un re bemol. Desde este punto de vista, nuestros oídos se han vuelto más toscos. Por otra parte, el aspecto feo del mundo, originariamente hostil a los sentidos, ha sido conquistado por la música; el dominio de ésta, principalmente para expresar lo sublime, lo terrible, lo misterioso, se ha ampliado por eso de un modo asombroso; nuestra música hace ahora hablar a cosas que antaño no tenían lenguaje. Al mismo tiempo, ciertos pintores han hecho que el ojo se vuelva más intelectual y han ido más allá de lo que antaño se llamaba placer de los colores y de las formas. También aquí, el aspecto del mundo que originariamente se tenía por feo, ha sido conquistado por la inteligencia artística. ¿Cuál es la consecuencia de todo esto? Cuanto más se prestan el ojo y el oído al pensamiento, más se acercan al límite en que cesa su sensualidad; el goce se traslada al cerebro y los propios órganos de los sentidos se embotan y se atrofian; lo simbólico ocupa cada vez más el lugar de la cosa, y por esta vía llegamos a la barbarie con tanta seguridad como por cualquier otra. Mientras tanto siempre se puede decir: el mundo es más feo que nunca, pero significa un mundo más bello como no lo hubo jamás. Pero conforme el perfume de ámbar de esta significación se esparce y se evapora, cada vez son más escasos los que lo siguen percibiendo, mientras que los demás acaban ateniéndose a la fealdad y tratan de disfrutar directamente de ella, lo que, sin embargo, no puede llevarlos más que al fracaso. De ahí que haya en Alemania una doble corriente de evolución musical: por un lado, una cohorte de diez mil personas con exigencias cada vez más elevadas, más sutiles, con los oídos cada vez más dirigidos al «significado de esto»; y por otro, la inmensa mayoría, que cada año es más incapaz de entender los significados, incluso bajo la forma de la

fealdad sensible, y que también aprende con creciente placer a buscar en la música lo que hay en ella de feo y de repugnante en sí, es decir, de rebajamiento de la sensualidad. 218. La piedra es más piedra que antaño. En general, ya no comprendemos la arquitectura, ni mucho menos, como entendemos la música. El simbolismo de las líneas y de las figuras nos es ya ajeno, del mismo modo que ya no estamos habituados a los efectos sonoros de la retórica y hemos dejado de mamar esa especie de leche materna de la cultura desde el primer momento de nuestra vida. Originariamente, en un monumento griego o cristiano, todo tenía un significado en relación con un orden superior de cosas; esa atmósfera plagada de significados rodeaba al monumento como un mágico velo. La belleza sólo entraba en el sistema de un modo accesorio, sin llegar a afectar esencialmente al sentimiento fundamental de una realidad sublime e inquietante, consagrada por la presencia divina y la magia; a lo sumo, la belleza paliaba el horror, pero ese horror era siempre la primera condición. ¿Qué es hoy para nosotros la belleza de un monumento? Lo que el bello rostro de una mujer sin inteligencia: una especie de máscara. 219. El origen religioso de la música moderna. La música como expresión del alma nació en el catolicismo restaurado después del concilio de Trento, gracias a Palestrina que tradujo en sonidos el espíritu de fervor y de emoción profunda que había despertado a una vida nueva; más tarde también, con Bach surgió en el protestantismo, en la medida en que éste se había vuelto más profundo por obra de los pietistas y se había liberado de su carácter fundamentalmente dogmático de los orígenes. Estas dos creaciones tienen como condición previa y como preparación necesaria la práctica de la música tal como la poseía la época del Renacimiento y del Prerrenacimiento, a saber: ese estudio sabio de la música, ese placer, científico en el fondo, que proporcionaban las habilidades en el campo de la armonía y de la dirección de los coros de voces. Faltaba, por otra parte, el precedente de la ópera; en ella el profano elevó su protesta contra una música fría, que se había vuelto demasiado culta, y proyectó volver a dar un alma a Polimnia. Sin esa renovación hondamente religiosa, sin esos ecos de un alma conmovida de fervor, la música hubiese seguido siendo culta u operística; el espíritu de la Contrarreforma es el espíritu de la música moderna (ya que el pietismo que se encuentra en la obra de Bach es también una especie de Contrarreforma). Tan grande es la deuda que tenemos con la música religiosa. La música fue el contrarrenacimiento en el campo del arte; de ella surgió la pintura tardía de Murillo y quizás también el estilo barroco; más, en todo caso, que la arquitectura del Renacimiento o de la Antigüedad. Incluso ahora podríamos preguntarnos, si nuestra música moderna pudiese mover piedras, ¿construiría con ellas una arquitectura antigua? Lo dudo mucho. Porque lo que reina en esta música: la pasión, el placer de elevar y de exaltar sumamente sus estados anímicos, la voluntad de potenciar la vida a toda costa, los cambios bruscos de la emoción, el poderoso efecto de relieve obtenido con luces y sombras, la yuxtaposición del éxtasis y de la ingenuidad, todo eso predominó ya una vez y creó nuevas leyes estilísticas en las artes plásticas, pero eso no fue ni en la Antigüedad ni en la época del Renacimiento. 220. El más allá en el arte.

No sin profundo dolor confesamos que los artistas de todos los tiempos, en el impulso que los llevaba a lo sublime, recogieron y elevaron al cielo de la transfiguración esas representaciones que hoy sabemos que son falsas: ellos fueron quienes exaltaron los errores religiosos y filosóficos de la humanidad, cosa que no hubieran podido hacer sin creer en su verdad absoluta. Ahora bien, cuando la creencia en una verdad tal acabó debilitándose en general, palidecieron los colores del arco iris en los confines del conocimiento y de la ilusión humanos; ya se hizo imposible que volviera a florecer ese género artístico que, como La Divina Comedia, los cuadros de Rafael, los frescos de Miguel Ángel y las catedrales góticas, suponían un significado no sólo cósmico, sino también metafísico de los objetos artísticos. Un día la existencia de semejante arte y de semejante fe estética no será más que una conmovedora leyenda. 221. La revolución en la poesía. Las severas restricciones que se impusieron los poetas dramáticos franceses en cuanto a la unidad de acción, de lugar y de tiempo; en cuanto al estilo, la versificación y la sintaxis; en la elección de las palabras y de los pensamientos, constituyó una escuela tan importante como la del contrapunto y la fuga en la evolución de la música moderna, o como las figuras retóricas de Gorgias en la elocuencia griega. Encadenarse así puede parecer absurdo; sin embargo, no hay otro medio, para salir del naturalismo, que empezar limitándose de la manera más enérgica (quizás más arbitraria) posible. Poco a poco, se aprende a andar con gracia hasta por estrechas pasarelas que sortean vertiginosos abismos y se vuelve con el botín de una extraordinaria flexibilidad de movimientos, como testimonia la historia de la música a los ojos de todos los contemporáneos. Esta es la forma de ver cómo se van aflojando poco a poco las cadenas, hasta dar la apariencia de que se han soltado por completo; esta apariencia es el resultado supremo de una evolución necesaria del arte. En la poesía moderna, no se dio esta oportunidad de evolucionar liberándose progresivamente de las cadenas que se hubiesen impuesto. En Alemania, Lessing desacreditó la forma francesa, es decir, la única forma de arte moderno, y remitió a Shakespeare, perdiéndose así la continuidad de esa liberación, para saltar al naturalismo, es decir, para regresar a los comienzos del arte. Goethe trató de liberarse de ese naturalismo intentando encontrar constantemente nuevas y diferentes formas de sujeción; pero incluso él, que era el más dotado, no consiguió más que estar continuamente experimentando, una vez que se hubo roto el hilo de la evolución. Schiller debió la seguridad relativa de su forma a la tragedia francesa, que fue el modelo al que veneró espontáneamente, aunque lo negase, y se mantuvo bastante independiente respecto a Lessing (cuyas tendencias dramáticas se sabe que rechazaba). A los propios franceses llegaron a faltarles repentinamente, después de Voltaire, los grandes talentos que hubiesen continuando esta evolución de la tragedia, desde la sujeción a esa apariencia de la libertad; más tarde, con el ejemplo de Alemania, dieron también el salto a una especie de estado de naturaleza rousseauniano en el campo del arte y se pusieron a experimentar. Basta leer de cuando en cuando el Mahoma de Voltaire para hacerse una idea clara de lo que perdió de una vez para siempre la cultura europea, a causa de esta ruptura de la tradición. Voltaire fue el último de los grandes poetas dramáticos, quien sometió al yugo de la medida griega su alma multiforme, que estaba también a la altura de las mayores tormentas trágicas; fue capaz de hacer lo que ningún alemán habría podido realizar entonces porque la naturaleza del francés tiene mucha más afinidad con la griega que la naturaleza del alemán; fue también el último gran escritor que, en el tratamiento de la prosa oratoria, tuvo un oído griego, una conciencia artística griega, una sencillez y una

gracia griega, como fue, asimismo, uno de los últimos hombres que supo conciliar la libertad suprema del espíritu con la mentalidad decididamente antirrevolucionaria, sin ser cobarde ni inconsecuente. Desde entonces, el espíritu moderno, su odio hacia la medida y las limitaciones, se impuso en todos los campos, desencadenado primero por la fiebre de la Revolución, frenándose luego, cuando tuvo miedo y horror de sí mismo, aunque lo hizo con el freno de la lógica, no con el de la medida artística. Es cierto que durante algún tiempo, gracias a este desencadenamiento, disfrutamos de la poesía de todos los pueblos, de todo impulso natural que, como una vegetación primitiva de flores silvestres, extraña belleza y enormes desproporciones, brotara en remotos países, desde la canción popular hasta ese «gran bárbaro» que había sido Shakespeare; saboreamos las alegrías del color local y de las costumbres de época, que hasta entonces desconocían todos los pueblos artistas; nos servimos con largueza de las «ventajas de la barbarie» de nuestro tiempo, que Goethe hizo valer contra Schiller para situar el lado informe de Fausto bajo la luz más favorable. Pero ¿durante cuánto tiempo? Esta ola invasora de poesías de todos los estilos de todos los pueblos arrasará fatalmente poco a poco el trozo de tierra donde hubiera podido crecer aún apaciblemente una vegetación oculta; todos los poetas se convertirán fatalmente en imitadores y experimentadores, en temerarios copistas, por muy grande que fuese su fuerza al principio; por último, el público, que ya no sabía ver el acto propiamente artístico en el dominio de los medios de expresión, en la posesión y organización perfectas de todos los procedimientos, llegará fatalmente a valorar cada vez más la fuerza por la fuerza, el color por el color, la idea por la idea, y hasta la inspiración por la inspiración misma; en consecuencia, ya no disfrutará de los elementos ni de las condiciones de la obra, a no ser aisladamente; e incluso acabará expresando la exigencia natural de que el propio artista se obligue a presentarse aisladamente. Sí, se han rechazado las «absurdas» cadenas del arte grecofrancés, pero sin darnos cuenta nos hemos habituado a considerar absurdas todas las cadenas, todas las limitaciones; y así, el arte se encamina hacia su perdición, recorriendo (lo que indudablemente es muy instructivo) todas las fases de sus inicios, de su infancia, su imperfección, sus audacias y sus excesos de antaño; al avanzar hacia su ruina, repite su génesis y su devenir. Lord Byron, uno de los más grandes, de cuyo instinto podemos fiarnos y a cuya teoría sólo le faltó el complemento de una treintena de años de práctica, dijo en cierta ocasión: «En lo que respecta a la poesía en general, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que tanto unos como otros vamos por un camino equivocado. Todos seguimos un sistema revolucionario esencialmente falso, nuestra generación o la siguiente llegarán también al mismo convencimiento». Fue también Byron quien dijo: «Considero a Shakespeare el peor ejemplo a imitar, aunque sea el poeta más extraordinario». ¿Y, en el fondo, no dijo exactamente lo mismo la inteligencia artística de Goethe, más madura en la segunda mitad de su vida, esa inteligencia que le permitió adelantarse a toda una serie de generaciones hasta el punto de que se pueda afirmar, en líneas generales, que Goethe no ha ejercido influencia aún y que su hora vendrá más tarde? Precisamente porque su naturaleza lo retuvo durante largo tiempo en el camino de la revolución poética y porque apuró hasta agotarlo, del modo más radical, todo lo que esta ruptura con la tradición permitió indirectamente descubrir y desenterrar bajo las ruinas del arte y que estaba hecho de novedades, hallazgos, perspectivas y procedimientos, es por lo que su viraje y su metamorfosis posteriores tienen tanto peso; significan que sintió la más profunda necesidad de reanudar la tradición artística y de reinventar poéticamente su antigua y total perfección, para devolvérsela a los restos y a los pórticos del templo que aún seguían en pie, mediante la imaginación visual al menos, si la fuerza de los brazos resultaba demasiado débil para construir aquello cuya destrucción había exigido ya enormes energías.

Vivir el arte fue, así para él vivir el recuerdo del verdadero arte; su actividad creadora se convirtió en un medio de fomentar la reminiscencia y la comprensión de antiguos períodos artísticos, largo tiempo desaparecidos. Sus ambiciones eran sin duda irrealizables para las fuerzas de la época moderna; pero el pesar que esto le produjo, se vio ampliamente compensado por la alegría de saber que una vez habían sido realizadas y que podemos participar también en esa realización. No individuos, sino máscaras más o menos ideales; no la realidad, sino una universalidad alegórica; los personajes de época y los colores locales atenuados hasta hacerlos casi invisibles y míticos; las formas actuales de sentir y los problemas de la sociedad contemporánea reducidos a sus formas más simples, despojados de sus cualidades patológicas de seducción y de pasión, privados de toda otra actuación que no sea en el sentido del arte; no temas ni personajes nuevos, sino los antiguos, los que se habían hecho familiares desde largo tiempo atrás, reanimados sin cesar por un esfuerzo constante de renovación y de transformación; así es como entendió Goethe tardíamente el arte y como lo practicaron los griegos y los franceses. 222. Lo que queda del arte. A decir verdad, el arte adquiere un valor mucho mayor cuando va acompañado de ciertos postulados metafísicos, por ejemplo, de la creencia generalmente admitida de que el carácter es inmutable y que la esencia del mundo se expresa sin cesar en todos los caracteres y en todos los actos; la obra del artista se convierte entonces en la representación de lo eternamente permanente, mientras que, a nuestro parecer, el artista no puede conferir validez a su imagen más que por un tiempo, puesto que el hombre, producto de una evolución, está en su generalidad sometido a variación y ni siquiera en el individuo hay nada fijo ni constante. Lo mismo sucede con esta otra hipótesis metafísica: si nuestro mundo visible es sólo apariencia, como admiten los metafísicos, el arte se encontraría situado bastante cerca del mundo real, porque existen numerosas alegorías entre el mundo de la apariencia y el mundo de la visión onírica del artista; y la diferencia que sigue habiendo eleva incluso el significado del arte a un nivel que supera el significado de la naturaleza, teniendo en cuenta que el arte expresa las formas, los tipos y los modelos constantes de la naturaleza. Ahora bien, estos postulados son falsos; una vez reconocido esto, ¿qué lugar le puede quedar aún al arte de nuestros días? Se nos ha enseñado ante todo durante milenios a considerar la vida y cada una de sus formas con interés y con placer, y a fomentar esos sentimientos hasta el punto de acabar exclamando: «Sea lo que sea, la vida es buena». Esta lección que nos da el arte de disfrutar de la existencia y de considerar la vida humana como un fragmento de naturaleza, sin dejarse llevar por un movimiento de simpatía demasiado violento, de no ver en ella más que un objeto sometido a las leyes de la evolución, esta lección digo, ha arraigado profundamente en nosotros y vuelve ahora a manifestarse bajo la forma de una necesidad omnipotente de conocimiento. Aunque se renunciara al arte, no se perdería esta capacidad adquirida gracias a él, como el abandono de la religión no ha supuesto la desaparición de los momentos de elevación y de exaltación que el alma conoció en virtud de ella. Como las artes plásticas y la música constituyen el criterio de esa riqueza de sentimientos realmente conquistada y acrecentada gracias a la religión, si el arte acabara desapareciendo, no dejaría de exigir satisfacción la intensa y variada alegría de vivir que dicho arte ha cultivado. En la evolución humana el científico toma el relevo del artista. 223. El ocaso del arte.

Así como en la vejez recordamos nuestra juventud y celebramos fiestas conmemorativas, pronto el arte no será ya para la humanidad más que un recuerdo conmovedor de las alegrías de su mocedad. Nunca había sido entendido el arte quizás con tanta profundidad y alma como en nuestros días, cuando parece que la magia de la muerte lo rodea con su aureola. Recordemos aquella ciudad griega de la Italia meridional que seguía celebrando sus Fiestas griegas un solo día del año, llorando de tristeza al ver que la barbarie extranjera hacía retroceder cada vez más sus costumbres originarias; sin duda que nunca se habrá disfrutado tan intensamente de la herencia griega y que en ninguna otra parte se habrá saboreado ese néctar divino con tal voluptuosidad como entre aquellos helenos moribundos. Pronto no se verá en el artista más que un espléndido vestigio, un extranjero maravilloso cuya fuerza y belleza constituyeron la felicidad de los siglos pretéritos; y se les rendirán esos homenajes que no nos gusta conceder con facilidad y habitualmente a nuestros semejantes. Lo mejor que hay en nosotros tal vez lo hemos heredado de sentimientos que pertenecen a esos siglos pasados y a los que difícilmente podemos acceder ahora por una vía directa. Ya se ha puesto el sol, pero seguirá dando siempre calor y luz al cielo de nuestra vida, aunque hayamos dejado de verlo.

CAPÍTULO QUINTO: SÍNTOMAS DE ALTA Y DE BAJA CULTURA 224. Ennoblecimiento por degeneración. La historia nos enseña que en un pueblo, la raza que mejor se conserva es aquélla en la que la mayoría de los individuos mantienen vivo su espíritu colectivo como consecuencia de la identidad de sus grandes e indiscutibles principios consuetudinarios, como resultado de sus creencias comunes. En tal situación se fortalecen sólidamente los buenos usos, el individuo aprende a subordinarse y el carácter recibe el don de una firmeza de sentimientos que luego se ve acrecentada por la educación. El peligro que corren estas comunidades fuertes, fundadas en individuos de la misma naturaleza y con un carácter enérgico, es el embrutecimiento que la herencia intensifica progresivamente y que acompaña siempre a la estabilidad como si fuera su sombra. El progreso intelectual de tales comunidades depende de los individuos más independientes, mucho más indecisos y débiles moralmente; son hombres capaces de nuevos intentos y de múltiples experiencias. Un enorme número de individuos de esta clase perecen a causa de su debilidad, sin obtener resultados manifiestos; pero en general, sobre todo cuando pasan a la posteridad, deterioran la cohesión de la comunidad y asestan de cuando en cuando un golpe a su elemento estable. Por este punto herido y debilitado se inocula de algún modo en el conjunto del organismo un elemento nuevo; pero su vigor general debe serlo suficientemente fuerte para absorber en su sangre y asimilarlo ese nuevo elemento. Las naturalezas en proceso degenerativo revisten la mayor importancia cuando ha de llevarse a cabo un progreso. Todo progreso del conjunto ha de ir precedido de un debilitamiento parcial. Las naturalezas más fuertes conservan el tipo, mientras que las débiles contribuyen a desarrollarlo. Algo similar ocurre en el individuo: es raro que un proceso degenerativo, una mutilación, incluso un vicio y, en general, una deficiencia física o moral, no vayan acompañados de algún provecho en otro aspecto. El individuo enfermizo, por ejemplo, tendrá quizás, dentro de una sociedad guerrera y turbulenta, más ocasiones de vivir al margen de ella y de alcanzar así más serenidad y prudencia; el tuerto tendrá una mejor visión en el ojo que le queda; el ciego tendrá una visión más profunda de la vida interior y en todo caso un oído más fino. En estas condiciones no creo que la famosa lucha por la vida sea el único punto de vista a partir del cual se pueda explicar el progreso o la fuerza creciente de un individuo o de una raza. Por el contrario, se requiere el concurso de dos elementos: Primero, el aumento de la fuerza estable de los vínculos que unen a los espíritus en una comunidad de creencias y de sentimientos. Segundo, la posibilidad de alcanzar objetivos más elevados, que proporciona la aparición de naturalezas en proceso degenerativo y, en consecuencia, de debilitamientos y de lesiones parciales de la fuerza estable; es precisamente la naturaleza más débil, la que, por ser más sutil y más libre, hace posible cualquier progreso. Un pueblo que empieza a gangrenarse y debilitarse en algún punto, pero cuyo conjunto se conserva fuerte y sano, es capaz de resistir la infección del elemento nuevo y de convertirlo en un beneficio absorbiéndolo. En el caso del individuo, la tarea de la educación consiste en suministrarle una disposición de ánimo tan segura y tan firme que, en conjunto, ya nada puede desviarle en modo alguno de

su camino. Pero entonces, el educador deberá infligirle heridas o aprovechar las que le causa el destino, y una vez que haya nacido así el dolor y la necesidad, podrá inocularle en sus llagas algún elemento nuevo y noble. Toda su naturaleza lo absorberá y permitirá que su ennoblecimiento se manifieste en los frutos que luego producirá. Respecto al Estado, Maquiavelo dice que «las formas de gobierno tienen una importancia mínima, aunque las personas de mediana cultura piensen otra cosa. El objetivo principal del arte de la política debería ser la duración, más valiosa que todo lo demás, que es mucho más preciosa que la libertad». Sólo una duración muy larga, con fundamentos firmes y seguros, permite plenamente una evolución constante y la inoculación del refinamiento. Bien es cierto que, con mucha frecuencia, la autoridad, esa peligrosa compañera de toda duración, opondrá su resistencia a aquélla. 225. El espíritu libre, un concepto relativo. Llamamos espíritu libre a quien piensa de un modo diferente a como cabía esperar atendiendo su origen, su medio ambiente, su situación y su fundación, o las opiniones predominantes en su época. El espíritu libre es la excepción, mientras que los espíritus sometidos constituyen la regla; éstos le reprochan que sus libres principios, o bien responden a una manía de sorprender, o bien pueden desembocar incluso en actos libres, es decir, inconciliables con la moral del sometimiento. También dicen a veces que tal o cual principio libre puede responder a un espíritu retorcido o exaltado; pero sólo habla así la maldad, que no cree en lo que dice, pero quiere servirse de ello para hacer daño, porque el espíritu libre lleva de ordinario escrito en su rostro, el testimonio de la excelencia y de la agudeza de su inteligencia, de un modo tan legible que los espíritus sometidos lo entienden perfectamente. Pero las otras dos explicaciones del pensamiento libre proceden de una intención sincera; el hecho es que muchos espíritus libres surgen de una de estas dos maneras. Ahora bien, esto podría ser una razón para que los principios a los que han llegado por uno de estos dos medios sean, no obstante, más verdaderos y seguros que los de los espíritus sometidos. Lo que cuenta en el conocimiento de la verdad es que ésta se posea, y no el impulso que ha llevado a buscarla o la vía por la que se ha encontrado. Si los espíritus libres tienen razón, los espíritus sometidos están en el error; de poco importa que los primeros hayan llegado a la verdad de una forma inmoral y los segundos se hayan mantenido hasta entonces en el error por moralidad. Por otra parte, no es propio de la naturaleza del espíritu libre tener opiniones más justas, sino más bien el haberse liberado de las tradiciones, ya sea para suerte o para desgracia. Pero de ordinario tendrá la verdad de su parte, o al menos el espíritu de búsqueda de la verdad, mientras el espíritu libre quiere razones, los otros quieren creencias. 226. El origen de la creencia. El espíritu sometido no mantiene una postura por esta o aquella razón, sino por hábito; será, por ejemplo, cristiano, pero no por haber estudiado las diversas religiones y elegido entre ellas; inglés, pero no por haber preferido Inglaterra, sino que ha encontrado a su disposición el Cristianismo e Inglaterra y los ha adoptado sin razones, como el que nace en una región de viñedos y acaba siendo bebedor de vinos. Más tarde, cuando ya sea cristiano e inglés, tal vez logre encontrar también algunas razones en favor de su costumbre; por más que le refuten esas razones, no cambiará su posición por nada del mundo. Oblíguese, por ejemplo, a un espíritu sometido a dar razones contra la bigamia, y entonces se verá si su celo sagrado por la monogamia se basa en razones o en la costumbre. Entonces, a la costumbre de regirse por

principios intelectuales desprovistos de razones es precisamente a lo que llamamos creencia. 227. Determinar posteriormente lo fundado y lo no fundado en virtud de sus consecuencias. Todos los Estados y todos los órdenes de la sociedad (las posiciones sociales, el matrimonio, la educación, el derecho) deben su fuerza y su duración a los espíritus sometidos. Esto es lo que a los espíritus sometidos no les gusta reconocer: consideran que es algo vergonzoso. El Cristianismo, que fue muy inocente en sus fantasías intelectuales, no quiso examinar este aspecto vergonzoso: exigió fe, rechazando con pasión la demanda de razones; puso el acento en los buenos resultados de la fe: «Veréis las ventajas de la fe, indicó, ella os hará felices». De hecho, así es como actúa el Estado. Todos los padres educan a sus hijos de igual manera. «Limítate a considerar que esto es verdad, les dicen, y verás que te irá bien». Sin embargo, esto significa que se considera que el provecho personal que procura una opinión demuestra la verdad de ésta; quiere decir que se recurre a la utilidad de una doctrina para garantizar su certeza y su fundamento intelectual. Es como si un acusado declarase a su tribunal: «Mi abogado dice la verdad, de modo que de su defensa no pueden sacar más que una conclusión: que he de ser absuelto». Como los espíritus sometidos no tienen principios más que en función de su utilidad, suponen que las opiniones del espíritu libre son también el medio que éste tiene de buscar su provecho, no considerando verdadero sino lo que le conviene. Pero como lo que parece serle útil es precisamente lo contrario de lo que es útil para sus compatriotas y compañeros, éstos admiten que tales principios son para ellos un peligro. Aunque no lo digan, consideran que no deben tener razón porque es perjudicial para ellos. 228. El carácter fuerte y bueno. El sometimiento de las opiniones, que el hábito convierte en instinto, conduce a lo que llamamos un carácter fuerte. Cuando el hombre obra por motivos poco numerosos, pero siempre los mismos, sus actos adquieren por ello una gran energía; si estos actos se ajustan a los principios de los espíritus sometidos, explica, por ejemplo, por qué una guerra que se inició en contra de la voluntad del pueblo, empieza a despertar entusiasmo en cuanto se realizan sacrificios por ella. Los reciben con aprobación y eventualmente producen en su autor el sentimiento de la buena conciencia. Lo que se llama carácter fuerte viene determinado, así, por unos motivos poco numerosos, una conducta enérgica y una buena conciencia. A este carácter fuerte le falta el conocimiento de la multiplicidad de posibilidades y direcciones de la acción; su inteligencia carece de libertad, está sometida, puesto que, en un caso dado, no le mostrará a lo sumo más que dos posibilidades de actuación; está obligado a escoger entre ellas de un modo necesario y conforme a su naturaleza total, lo que hará fácil y rápidamente, al no tener que elegir entre cincuenta posibilidades. El medio ambiente que educa al individuo tiende a privar a cada uno de libertad, proponiéndole siempre el menor número de posibilidades. Los educadores tratan al individuo como si fuera, ciertamente, algo nuevo, pero a quien quieren convertir en una copia. Si el hombre aparece originariamente como una novedad sin precedentes en la existencia, la cuestión está en reducirlo a algo conocido y ya existente. Lo que en el niño se llama buen carácter es precisamente la manifestación progresiva de su sometimiento a la existencia dada de una vez todas; al ponerse del lado de los espíritus sometidos, el niño empieza a dar muestras del despertar de su sentido gregario; y este sentido constituye la base que le permitirá después ser útil a su Estado y a su clase.

229. La medida de las cosas en los espíritus sometidos. Hay cuatro cosas que los espíritus sometidos dicen que están justificadas, Primero, todas las cosas que tienen duración están justificadas; segundo, todas las cosas que no nos importunan están justificadas, tercero, todas las cosas que nos procuran algún beneficio están justificadas, y cuarto, todas las cosas por las que nos hemos sacrificado están justificadas. Este último punto explica, por ejemplo, por qué una guerra que se inició en contra de la voluntad del pueblo, empieza a despertar entusiasmo en cuanto se realizan sacrificios por ella. Los espíritus libres que defienden su causa en el foro de los espíritus sometidos han de demostrar que siempre ha habido espíritus libres y que, por consiguiente, el pensamiento libre cuenta con la duración; luego, que no quieren importunar, y por último que, considerándolo todo, proporcionan algún beneficio a los espíritus sometidos, Ahora bien, como no podrán convencerlos de este último punto, no les servirá de nada haber demostrado los dos primeros. 230. El espíritu fuerte. En comparación con quien tiene a la tradición de su parte y no necesita razones para fundar sus actos, el espíritu libre es siempre débil, sobre todo en el terreno de la acción; porque conoce demasiados motivos y puntos de vista,, y su mano es vacilante y está mal ejercitada. ¿Con qué medios cuenta, entonces para hacerse, al menos, relativamente fuerte, de forma que pueda asentarse y no perecer inútilmente? ¿Cómo nace el espíritu fuerte? Esta cuestión equivale un caso particular del problema de la génesis del genio. ¿De dónde proceden la energía, la fuerza inflexible y la persistencia con las que un individuo, en contra de la tradición, trata de adquirir un conocimiento enteramente personal del mundo? 231. La génesis del genio. El ingenio con que el preso busca la forma de escaparse y la sangre fría y la paciencia extremas que lo llevan a aprovechar la menor ocasión de hacerlo, nos pueden ayudar a comprender de qué procedimiento se sirve a veces la naturaleza para producir al genio, palabra que rogaría que se entendiese sin ninguna connotación mitológica o religiosa; lo encierra en una celda y excita hasta la exasperación su deseo de evadirse. Recurramos a otro símil: un individuo que se ha perdido enteramente en un bosque y se esfuerza en salir al campo abierto tomando una dirección cualquiera con una energía excepcional, descubrirá a veces un camino nuevo que nadie conocía. Así nacen esos genios cuya originalidad se celebra tanto. Ya he dicho que una mutilación, una atrofia o un defecto notable de algún órgano suelen proporcionar a otro órgano la oportunidad de desarrollar cualidades excepcionales por el hecho de tener que asegurar otra función además de la suya propia. A partir de esto podremos descubrir el origen de más de un talento brillante. Aplicaremos estas indicaciones generales sobre la génesis del genio a ese caso especial que representa la génesis del perfecto espíritu libre. 232. Conjetura sobre el origen del espíritu libre. Lo mismo que se acrecientan los glaciares cuando el sol lanza sus rayos más intensos que antes sobre los mares de las regiones ecuatoriales, es posible que el gran fortalecimiento y la plena extensión del pensamiento libre se deban a que en alguna parte ha aumentado extraordinariamente el ardor del sentimiento.

233. La voz de la historia. Respecto a la génesis del genio, parece que la historia nos enseña lo siguiente: ¡Maltraten y atormenten a los hombres, grita a las pasiones de la envidia, del ocio y de los celos; lancen sin medida a unos pueblos contra otros durante siglos! Puede que entonces surja de pronto la luz del genio, como encendida por una centella salida de la terrible energía liberada, así, entonces, la voluntad, como un caballo desbocado por las espuelas del jinete, se lanzará a la carrera y saltará a otro campo. Quien llegara a formarse una idea clara de la génesis del genio y quisiese poner en práctica el procedimiento que suele utilizar la naturaleza, debería ser malvado y brutal como ella. Pero quizás hemos entendido mal. 234. El valor de la mitad del camino. Puede que la producción del genio esté exclusivamente reservada a un período limitado de la humanidad. Ya que no podemos esperar del futuro de ésta, todo lo que sólo han podido producir unas condiciones muy determinadas pertenecientes a un momento cualquiera del pasado; por ejemplo, los asombrosos efectos del sentimiento religioso. Hasta éste tuvo su época, y hay muchas cosas excelentes que nunca volverán a producirse, porque sólo él podía generarlas. De ahí que la vida y la cultura no tendrán ya nunca más un horizonte circunscrito por la religión. Puede que incluso el tipo del santo sólo sea posible como consecuencia de una determinada confusión intelectual de la que, por lo que parece, ya no quedará huella alguna en el futuro. Y quizás la altura intelectual haya estado reservada también a una sola época de la humanidad, porque ésta se manifestó (y sigue haciéndolo, ya que vivimos aún en esa época) cuando una energía extraordinaria y largo tiempo acumulada de la voluntad se dedicó excepcionalmente, en virtud de la herencia, a un objeti vo espiritual. Esa altura tocará a su fin cuando esa energía salvaje deje de estar sometida a una gran crianza. La humanidad, que ha llegado a la mitad de su camino, que está en la mitad de su existencia, se encuentra quizás más cerca de su propia meta que cuando llegue a su final. Podría ocurrir que ciertas fuerzas, como las que se plasman en el arte, por ejemplo, estén llamadas a agotarse totalmente; el placer de la mentira, de lo impreciso, de lo simbólico, de la embriaguez y del éxtasis podría caer en descrédito. Más aún, si llega a organizarse la vida en un Estado perfecto, no se podrá sacar del presente ningún motivo poético, y sólo los individuos retrógrados echarían de menos la ficción poética. En todo caso, éstos mirarían con nostalgia hacia atrás, hacia la época del Estado imperfecto, de la sociedad semibárbara, hacia nuestra época. 235. El genio en contradicción con el Estado ideal. Los socialistas aspiran a crear un estado de bienestar para el mayor número posible. Si se alcanzara realmente la patria perdurable de ese bienestar, que es el Estado perfecto, ese bienestar destruiría el terreno en el que crece la gran inteligencia y, de una manera general, la individualidad fuerte: es decir, toda energía poderosa. Una vez fundado ese Estado, la humanidad estaría demasiado agotada para seguir produciendo al genio. ¿No habría, entonces, que desear que la vida conserve su carácter violento, que no deje de suscitar y de renovar fuerzas y energías salvajes? Ahora bien, el corazón ardiente y compasivo pretende abolir precisamente ese carácter violento y salvaje, y el corazón más ardiente que podamos imaginar será precisamente el más apasionado en exigirlo. Sin embargo, su pasión ha extraído su fuego, su ardor y su propia existencia de ese carácter salvaje y violento de la vida; el corazón más ardiente

quiere, entonces, la abolición de su propio fundamento, el aniquilamiento de sí mismo; es decir, quiere, lisa y llanamente, algo ilógico; no es inteligente. La inteligencia más elevada y el corazón más ardiente no pueden coexistir en una misma persona. El sabio que juzga la vida se sitúa por encima de la bondad y, a lo sumo, considera que ésta es algo de lo que se puede prescindir en la valoración total de la vida. El sabio está obligado a oponerse a estos deseos extravagantes de la bondad no inteligente, porque lo importante para él es la supervivencia de su tipo y, finalmente, la producción de una inteligencia superior; al menos, no será partidario de que se funde el «Estado perfecto», desde el momento que en él sólo tendrán cabida individuos con las fuerzas agotadas. Cristo, por el contrario, a quien consideraremos aquí como el corazón más ardiente, favoreció el embrutecimiento de los hombres, se puso de parte de los pobres de espíritu y frenó la producción del más alto grado de inteligencia; lo cual era lógico. Cabe predecir que el sabio perfecto se opondrá a su vez necesariamente a la producción de un individuo como Cristo. El Estado es una institución juiciosa encaminada a proteger a unos individuos de otros; si se exagera su refinamiento, es en aras del individuo debilitado o incluso abolido, por lo que el objetivo originario del Estado queda radicalmente aniquilado. 236. Las zonas culturales. Puede decirse metafóricamente que los períodos culturales corresponden a las diferentes zonas climáticas, salvo que aquéllos se suceden en el tiempo en lugar de estar en yuxtaposición como las latitudes geográficas. En comparación con la zona templada de la cultura, que ahora atravesarnos, la que hemos dejado atrás da la impresión grosso modo de un clima tropical. Estas zonas presentan un contraste entre sí. En la primera se daban violentos contrastes, sucesión brusca del día y de la noche, calor ardiente y fastuoso colorido, veneración de todo fenómeno súbito, misterioso y aterrador, tormentas repentinas, un pródigo desbordamiento por doquier de los cuernos de la abundancia de la naturaleza. Por el contrario, en nuestra cultura existe un cielo claro, aunque no luminoso, un aire puro, una atmósfera casi invariable, frescor y en ocasiones incluso frío. Cuando vemos que en la época anterior las pasiones más violentas eran quebrantadas y abatidas por la fuerza inquietante de las representaciones metafísicas, tenemos la misma impresión que si en los trópicos viéramos que unas serpientes estrangulan con sus monstruosos anillos a unos salvajes tigres delante de nuestros ojos. Semejantes escenas no se dan en nuestro clima espiritual, nuestra imaginación es templada; ni siquiera en sueños nos sucede nada de lo que los pueblos del pasado veían con los ojos abiertos. Pero ¿no hemos de felicitarnos por este cambio, a reserva de admitir que la desaparición de la cultura tropical ha perjudicado esencialmente a los artistas, que nos encuentran a quienes no lo somos demasiado insípidos? En este sentido, los artistas tienen derecho a negar el «progreso», porque, efectivamente, cabe dudar al menos de que los tres últimos milenios hayan supuesto un progreso en el campo de las artes. Un filósofo metafísico como Schopenhauer no tendrá motivo alguno para aceptar el progreso si considera en conjunto los cuatro últimos milenios desde el ángulo de la metafísica y de la religión. Pero para mí, la existencia de una zona cultural templada significa por sí misma un progreso. 237. El Renacimiento y la Reforma. El Renacimiento italiano escondía en su seno todas las fuerzas positivas a las que debemos la cultura moderna: La emancipación del pensamiento, el menosprecio de la autoridad, el triunfo de la formación

cultural sobre el orgullo del abolengo, el entusiasmo por la ciencia y por el pasado científico de la humanidad, la liberación del individuo, la pasión de la veracidad, la aversión hacia la mera apariencia y hacia la búsqueda del efecto (pasión que estalló en una multitud de caracteres artísticos que se exigieron a sí mismos, con una extraordinaria pureza moral, hacer obras perfectas y nada más que perfectas). Más aún, el Renacimiento tenía fuerzas positivas que, hasta ahora, no han vuelto a tener el mismo poder en nuestra civilización moderna. Fue la edad de oro de este milenio, a pesar de todas sus manchas y de todos sus vicios. En contraste con todo esto, la Reforma alemana fue una enérgica protesta de espíritus atrasados, que todavía no se habían hartado de la visión medieval del mundo, y que sentían un hondo despecho, en lugar de la lógica alegría, al ver los signos de descomposición que presentaba la vida religiosa, con su extraordinario aplanamiento y su creciente enajenación. Con su energía y su obstinación de nórdicos hicieron retroceder a los hombres, provocaron, con violencias dignas de un estado de sitio, la respuesta de la Contrarreforma, un Cristianismo católico de legítima defensa, y retrasaron dos o tres siglos la expansión plena y el dominio incontestado de las ciencias, a la vez que hicieron imposible, quizás para siempre, la fusión completa del espíritu antiguo y el moderno. La gran tarea del Renacimiento no pudo culminar, al haber sido impedida por la protesta del genio alemán que entretanto se había quedado atrasado (y que en la Edad Media había tenido suficientes razones para atravesar los Alpes una y otra vez tratando de salvarse). Hizo falta el azar de una constelación política extraordinaria para que Lutero lograra mantenerse y pudiera tomar fuerza esa protesta: el emperador lo protegió para servirse de su innovación como medio de presión contra el Papa, y él lo favoreció también en secreto para utilizar a los príncipes protestantes del Imperio como contrapeso al emperador. Sin esta singular connivencia, Lutero hubiera sido quemado como Huss, y la aurora de la Ilustración habría despuntado un poco antes quizás y con un esplendor más bello del que hoy podemos imaginar. 238. Justicia para el dios en devenir. Cuando se despliega ante nuestros ojos toda la historia de la civilización con su entramado de ideas malas y nobles, verdaderas y falsas, y el espectáculo de ese oleaje casi marea nuestra alma, comprendemos cuánto consuela el concepto de un dios en devenir; éste se revelaría paulatinamente en los cambios y tribulaciones de la humanidad, y no se reduciría todo a un mecanismo ciego, a una interacción de fuerzas sin objeto ni razón. La divinización del devenir es una perspectiva metafísica como desde lo alto de un faro a la orilla del mar de la historia, en la que una generación de eruditos demasiado enamorados de la historia encontraba su consuelo; no hay que irritarse, por equivocada que pueda ser esta concepción. Sólo quien, como Schopenhauer, niega la evolución, no siente tampoco la miseria de ese oleaje y, por consiguiente, al no saber ni sentir nada de ese dios en devenir ni de la necesidad de admitir su existencia, puede con justicia dar rienda suelta a sus burlas. 239. Los frutos según la estación. Todo futuro mejor que se desee a la humanidad es necesariamente a la vez un futuro peor en algún aspecto; porque constituye, efectivamente, una quimera creer que un estadio nuevo y superior de la humanidad reunirá todas las ventajas de los estadios anteriores y podrá, cuando menos, alcanzar la forma suprema del arte, por ejemplo. Y es que cada estación del año tiene sus ventajas y sus encantos peculiares, que excluyen a los de las demás. Lo que nació de la religión y prosperó en sus aledaños no

podría renacer una vez destruida ésta; a lo sumo, determinados retoños extraviados y tardíos podrán crear alguna ilusión sobre este punto; como el recuerdo intermitente del arte del pasado, estado que revela un sentimiento de pérdida y de frustración, pero que no prueba la existencia de una fuerza capaz de engendrar un arte nuevo. 240. La gravedad creciente del mundo. Cuanto más se eleva la cultura de un hombre, más numerosos son los campos que se sustraen a sus risas y bromas. Voltaire agradecía, de todo corazón al cielo, la invención del matrimonio y de la Iglesia, por haber contribuido tanto a nuestra diversión. Pero él y su época, y antes que él, el siglo XVI, se burlaron tanto de estas cuestiones que agotaron el tema. Todo el ingenio que hoy se emplea en esta cuestión está anticuado y sobre todo es demasiado barato para que alguien se anime a comprarlo. Ahora se investigan las causas, es la época de la seriedad. ¿A quién le sigue interesando hoy considerar a la luz de la burla las diferencias entre la realidad y la apariencia presuntuosa? El sentimiento de esos contrastes produce un efecto completamente diferente en cuanto se trata de ir al fondo de las cosas. Cuanto más a fondo entienda la vida un hombre, menos se burlará, a no ser que, pese a todo, acabe burlándose de «la profundidad de su comprensión». 241. El genio de la cultura. ¿Cómo sería un genio de la cultura, si tratáramos de imaginarlo? Como sus instrumentos serían la mentira, la violencia y el egoísmo más brutal, utilizados con entera seguridad, habría que considerarlo demoníaco y malvado. Ahora bien, sus intenciones, que se transparentarían aquí y allá, serían buenas y nobles. En suma, sería un centauro, mitad animal y mitad hombre, que tendría además unas alas de ángel en la cabeza. 242. La educación milagrosa. El interés por la educación no cobrará toda su fuerza hasta que se renuncie a creer en un dios y en su providencia; lo mismo que la medicina se expandió cuando se dejó de creer en las curaciones milagrosas. Pero por el momento todo el mundo sigue creyendo en la educación milagrosa. Pero ¿cómo es posible, desde un punto de vista natural, que un enorme desorden, unos objetivos confusos y unas circunstancias hostiles produzcan los hombres más poderosos y fecundos? Si en adelante examinamos estos casos más de cerca y los sometemos a un examen más severo, no se descubrirá milagro alguno. En idénticas condiciones, numerosos seres perecen continuamente, mientras que, por el contrario el único individuo que las supera, logra una superabundancia de energía, al haber soportado esas circunstancias desfavorables gracias a una indomable fuerza innata y al hecho de haber ejercido y acrecentado esa fuerza; esta es toda la explicación del milagro. Una educación que ya no cree en el milagro tendrá que considerar tres cuestiones: Primera, ¿cuánta energía se hereda?; Segunda, ¿cómo se pueden suscitar nuevas energías?; Tercera, ¿cómo adaptar al individuo a las exigencias tan numerosas y diversas de la cultura, sin que éstas turben y destruyan la unidad de su ser? En suma, ¿cómo situar al individuo en el contrapunto de la cultura personal y de la vida pública?, ¿Cómo podrá ser a un tiempo la melodía y su acompañamiento?

243. El futuro del médico. En nuestros días, ninguna profesión permite llegar tan alto como la del médico, sobre todo desde que esos médicos del alma llamados directores espirituales no pueden ya ejercer con la aprobación pública, sus artes exorcistas y son evitados por las personas cultas. Un médico actual no ha llegado aún a la cumbre de su formación intelectual cuando conoce los mejores métodos, los ha empleado a fondo y sabe sacar esas rápidas conclusiones del efecto a la causa, que tanta fama han dado a los que diagnostican; necesita tener también una elocuencia que se ajuste a cada individuo diferente y lo ayude a hacer de tripas corazón; una virilidad cuya sola presencia baste para ahuyentar el desánimo (ese gusano que roe a todos los enfermos); una flexibilidad de diplomático para hacer que se relacionen quienes necesitan alegría para curarse con quienes, por razones de salud, deben (y pueden) dar esa alegría; la perspicacia del agente de policía y del abogado para descubrir secretos íntimos sin revelarlos; en suma, un buen médico precisa hoy los procedimientos y las aptitudes de todas las demás profesiones. Armado de esta forma, estará en disposición de convertirse en el bienhechor de toda la sociedad, multiplicando las buenas obras, el placer y la fecundidad intelectuales, previniendo los malos pensamientos e intenciones y las bajezas (cuyo nauseabundo origen es tan a menudo el bajo vientre), instaurando una aristocracia del cuerpo y del espíritu (en virtud de los matrimonios que fomentará y que impedirá), extirpando, por la benevolencia, todos los presuntos tormentos morales y remordimientos de conciencia. De este modo, el simple médico se convertirá en salvador, sin necesidad de hacer milagros ni de dejarse crucificar. 244. Al borde de la locura. La suma de nuestros conocimientos, sentimientos y experiencias, es decir, todo el peso de la cultura, ha aumentado de tal forma que ha provocado ese peligro universal que supone la superexcitación de las facultades nerviosas e intelectuales: las clases cultas de los países europeos son incluso enteramente neuróticas, y alguno de los miembros de casi todas sus grandes familias ha rozado los límites de la locura. Sin duda que hoy contamos con mil maneras de conquistar la salud, pero sigue faltando lo esencial: una disminución de esa tensión emocional, de ese fardo agobiante de cultura, que, aunque hubiese que pagarlo con graves pérdidas, nos dejaría en situación de esperar esa gran cosa que sería un nuevo Renacimiento. Debemos al Cristianismo, a los filósofos, a los poetas y a los músicos abundantes emociones y profundos sentimientos; si no queremos que nos ahogue su superabundancia, habremos de conjurar el espíritu de la ciencia que, en general, nos hace un poco más fríos y más escépticos, y que, en particular, refresca el río ardiente de la fe en las verdades últimas y definitivas, que el Cristianismo principalmente ha convertido en un torrente tan impetuoso. 245. La cultura, como la fundición de una campana. La cultura ha tomado forma como una campana en un molde de materiales más bien groseros y vulgares; ese molde está hecho de hipocresía, violencia y expansión ilimitada de toda individualidad, ya sea de personas o de pueblos. ¿Ha llegado la hora de sacarla de ese molde? ¿Se ha solidificado la masa? ¿Se han condensado y esparcido por doquier los instintos buenos y útiles y los hábitos de un alma noble, de forma que ya no se necesite recurrir a la metafísica ni a los errores de la religión, que ya no se requiera hacer uso de esa dureza y de esa violencia que han constituido los lazos más poderosos para unir

entre sí a los individuos y a los pueblos? No sigamos esperando la ayuda ni las señales de un dios para contestar a esta pregunta; quien ha de decidir aquí es nuestro propio raciocinio. Al hombre le toca abrir los ojos para vigilar en lo sucesivo los destinos de la cultura. 246. Los cíclopes de la cultura. Al ver las cuencas de esos barrancos donde tienen su lecho los glaciares, apenas creemos posible que un día se extienda en ese mismo lugar un valle con prados y bosquecillos, recorrido de arroyos. Lo mismo sucede en la historia de la humanidad. Las fuerzas más salvajes y destructivas abrieron primero el camino; pero su acción era necesaria para que luego estableciera ahí su morada una cultura más suave. Estas terribles energías, lo que llamamos el mal, son los ciclópeos arquitectos y pioneros de la humanidad. 247. El movimiento circular de la humanidad. Puede que la humanidad no sea más que una fase de la evolución de una determinada especie animal de duración limitada; que el hombre salido del mono vuelva al mono, y que a nadie le interese lo más mínimo el singular desenlace de esta comedia. Lo mismo que la decadencia de la cultura romana y su causa principal, la expansión del Cristianismo, provocaron un afeamiento generalizado del hombre en el Imperio romano, podría ocurrir también que la probable decadencia de la cultura terrestre en su conjunto tuviese como consecuencia un afeamiento mucho más pronunciado del ser humano, que lo hiciera retroceder al animal, al mono. Pero si podemos vislumbrar esta perspectiva, tal vez estamos en situación de evitar que desemboquemos en un futuro así. 248. El consuelo de un progreso desesperado. Nuestra época produce la impresión de una situación interina; las antiguas concepciones del mundo, las viejas culturas subsisten aún en parte, mientras que las nuevas no se han consolidado todavía mediante el hábito, careciendo, por tanto, de unidad y de coherencia. Parece que todo vuelve al caos, que lo nuevo no vale nada y que está siempre depreciándose. Pero lo mismo le sucede al soldado cuando aprende la instrucción: al principio se comporta más vacilante y torpemente que nunca, porque sus músculos unas veces se mueven según el antiguo sistema y otras según el nuevo, sin que ninguno de los dos acabe imponiéndose. Nos tambaleamos, pero es preciso no caer por ello en una inquietud que podría hacernos renunciar a lo que acabamos de adquirir. Además, no podemos volver a lo antiguo, hemos quemado nuestras naves; no nos queda más que hacer de tripas corazón, pase lo que pase. Todo lo que hace falta es echar a andar, cambiar de sitio. Tal vez un día nuestra marcha parezca, pese a todo, un progreso; de lo contrario, siempre podremos recordar, a título de consolación, las palabras de Federico el Grande: «¡Ay, mi querido Sulzer, no conoces suficientemente esta raza a la que pertenecemos!». 249. Sufrir por el pasado de la cultura. Quien se ha formado una idea clara del problema de la cultura sufre desde ese momento el mismo sentimiento que el que hereda una fortuna amasada por medios ilegales o que el príncipe que reina gracias a los actos de violencia realizados por sus antepasados. Piensa con tristeza en su origen y con frecuencia se muestra avergonzado o irritable. Toda la energía, la voluntad de vivir y la alegría que

dedica a lo que posee, sufre a menudo el contrapeso de un hondo desfallecimiento, porque no puede olvidar su origen. Ve el futuro con melancolía, porque intuye que sus descendientes sufrirán como él por el pasado. 250. Las buenas maneras. Las buenas maneras se van perdiendo a medida que disminuye la influencia de la corte y de una aristocracia cerrada. Este declive puede observarse claramente de decenio en decenio, cuando se observan los actos públicos, que cada vez se van volviendo más abiertamente populacheros. Nadie sabe ya alabar ni halagar con ingenio; de ahí el hecho ridículo de que, cuando hoy se considera obligatorio rendir un homenaje a alguien, a un gran estadista o a un gran artista, por ejemplo, se recurra al lenguaje del sentimiento más profundo, de la lealtad más pura e inquebrantable… por apuro o por falta de ingenio y de gracia. También los encuentros públicos y ceremoniosos de los hombres parecen cada vez más torpes, aunque también más cordiales y sinceros, sin serlo. ¿Hemos de aceptar, entonces, que las buenas maneras descienden sin remedio por una pendiente? Yo más bien creo que describen una curva pronunciada y que nosotros nos estamos acercando a su punto más bajo. Cuando la sociedad tenga lo bastante consolidados sus puntos de vista y sus principios como para que éstos puedan ejercer una acción formativa (mientras que hoy las maneras adquiridas, como proceden de situaciones antiguas, se aprenden y se transmiten cada vez más débilmente), se darán buenas maneras en las relaciones, gestos y expresiones en el trato, que parecerán por fuerza tan necesarios y naturales en su sencillez como aquellos puntos de vista y aquellos principios. Todo ello traerá consigo una mejor división del tiempo y del trabajo, un ejercicio gimnástico adaptado a las horas de ocio. Una reflexión mayor y más rigurosa, que transmitirá al mismo cuerpo sutileza y flexibilidad. Bien es cierto que en este aspecto no podemos menos que considerar con ironía a nuestros sabios. Ellos, que pretenden ser los precursores de esa nueva cultura, ¿se distinguen, efectivamente, por tener mejores maneras? Creo que no es habitual, ya que, aunque su espíritu está dispuesto a intentarlo, su carne es flaca. Les pesa todavía demasiado el pasado en sus músculos; no tienen aún libertad de actitudes, porque son medio clérigos secularizados, medio preceptores de personas acomodadas y de familias nobles, y dependen de ellas. Además, la pedantería de su ciencia y sus estúpidos y anticuados métodos los hacen aparecer esmirriados y momificados. A buen seguro que en cuanto a sus cuerpos, y a menudo también en cuanto a las tres cuartas partes de su espíritu, no han dejado de ser los cortesanos de una cultura envejecida e incluso decrépita, como lo son ellos mismos. El espíritu nuevo que se agita de vez en cuando en sus viejos esqueletos no les sirve por el momento más que para hacerlos más inseguros y pusilánimes aún. Los asedian tanto los fantasmas del pasado como los fantasmas del futuro. ¿Es de asombrar, entonces, que no tengan una buena apariencia, que no presenten un porte agradable? 251. El futuro de la ciencia. La ciencia reporta muchas satisfacciones a quien le consagra su trabajo y sus investigaciones, pero muy pocas a quien se limita a aprender sus resultados. Pero como todas las verdades de la ciencia, por fuerza, se vuelven poco a poco corrientes y molientes, se pierden hasta esas pocas satisfacciones; de ahí que desde hace mucho, aun siendo tan admirable la tabla de multiplicar, hayamos dejado de experimentar el menor placer al aprenderla. Ahora bien, si la ciencia procura cada vez menos placer por ella misma y

además va quitando progresivamente el consuelo de la metafísica, de la religión y del arte por hacerlos sospechosos, el resultado es que se está secando la mayor fuente de placer a la que el hombre debe casi toda su humanidad. Por eso una cultura superior debe dar al hombre un doble cerebro, algo así como dos compartimentos cerebrales yuxtapuestos, sin fisuras, separables y estancos: uno, que fuera sensible a la ciencia y el otro a lo que no es ciencia; esto es lo que exige la salud. En uno de los compartimentos estaría la fuente de energía y en el otro su regulador; las ilusiones, los prejuicios y las pasiones habrían de ser el combustible, y la ciencia clarividente se utilizaría para prevenir los resultados malos y peligrosos de un grado de calor demasiado elevado. Si no se satisface esta condición de la cultura superior, se puede predecir casi con total seguridad el curso que seguirá la evolución humana: el gusto por la verdad cesará a medida que asegure menos placer, mientras que la ilusión, el error y la fantasía, al estar asociados al placer, reconquistarán paso a paso el espacio que ocupaban antaño. La consecuencia inmediata será la ruina de las ciencias y la recaída en la barbarie; la humanidad deberá volver a tejer su tela, después de haberla deshecho, como Penélope, durante la noche. Pero ¿quién nos garantiza que recobrará fuerzas para hacerlo? 252. El placer de conocer. ¿Qué es lo que hace que el conocimiento, elemento del investigador y del filósofo, esté asociado al placer? Ante todo y sobre todo, porque gracias a él tomamos conciencia de nuestra fuerza, es decir, por la misma razón que hace que los ejercicios gimnásticos produzcan placer, incluso sin espectadores. En segundo lugar, porque en el curso de la investigación superamos concepciones antiguas, a la vez que vencemos, o al menos así lo creemos, a quienes las representaron. Tercero, porque un conocimiento nuevo, por pequeño que sea, nos produce el sentimiento de estar por encima de todos los demás, de ser los únicos que poseemos la verdad sobre este punto. Estos tres motivos de placer son los más importantes, pero hay muchos motivos secundarios, según la naturaleza del individuo que conoce. Ofrecí una lista bastante considerable de ellos en mi estudio amonestatorio sobre Schopenhauer, un lugar donde no esperaría encontrarla el lector; el resumen que allí hice puede satisfacer a todo el que tenga experiencia en servir al conocimiento, aunque desearía quitar el matiz irónico que parece impregnar esas páginas. Porque si bien es cierto que, para producir un sabio, «debe fundirse cierta cantidad de instintos y de pequeños instintos muy humanos», es indudablemente de un metal muy noble, aunque no puro y que «está hecho de una compleja red de impulsos y de estímulos muy diversos», otro tanto cabe decir también de la génesis y de la naturaleza del artista, del filósofo, del genio moral y de todos los grandes nombres, cualesquiera que sean, que se glorifican en ese estudio. Todas las cosas humanas merecen ser consideradas, en cuanto a su origen, con ironía; por eso hay tanto exceso de ironía en el mundo. 253. La fidelidad, prueba de solidez. Un indicio perfecto de la excelencia de una teoría es que su autor no haya abrigado la menor desconfianza hacia ella durante cuarenta años; aunque yo pienso que no ha habido ningún filósofo que no haya acabado lanzando una mirada de desprecio, o al menos de recelo, hacia la filosofía que elaboró en su juventud. Pero quizás no reconocieron públicamente este cambio por orgullo, o, lo que es probable entre naturalezas nobles, por delicadeza hacia sus adeptos.

254. La ampliación de lo interesante. A medida que aumenta su cultura, todo se vuelve interesante para el hombre y sabe descubrir rápidamente el lado instructivo de una cosa y discernir el punto en que puede llenar una laguna de su pensamiento o confirmar de sus ideas. De este modo, el aburrimiento va desapareciendo día a día, así como la hipersensibilidad. El hombre acaba moviéndose entre sus semejantes como un naturalista entre las plantas y considerándose a sí mismo como un fenómeno a observar, que sólo excita con intensidad su instinto de conocimiento. 255. La superstición de la simultaneidad. Se cree que lo que se produce simultáneamente guarda una relación entre sí. ¿No soñamos con un pariente en el momento en que éste muere lejos de nosotros? Pero ¿y los innumerables parientes que mueren sin que sus familiares sueñen con ellos? Lo mismo sucede con los náufragos que hacen un voto que luego no vemos en los templos los exvotos de los que han perecido. Muere un hombre, grita una lechuza y se para un reloj, todo ello a la misma hora de la noche: ¿no habrá una relación entre esto? Este presentimiento implica una relación de intimidad con la naturaleza, que resulta halagadora para el hombre. Encontramos también este mismo tipo de superstición, de una forma más sofisticado, en ciertos historiadores y pintores de la civilización, que se ven afectados de una especie de idiofobia cuando observan estas coincidencias absurdas que, sin embargo, abundan en la vida de los individuos y de los pueblos. 256. El poder, no el saber, que proporciona la ciencia. El valor que tiene el haberse dedicado con rigor a una ciencia rigurosa no radica en sus resultados, porque éstos, en comparación con el océano de cosas que valdría la pena saber, no son más que una gota infinitamente pequeña. Pero con dicha dedicación se consigue un aumentó de energía, de capacidad de razonar y de tenacidad en el mantenimiento del esfuerzo; se ha aprendido a alcanzar un objetivo con los medios que se ajustan a él. En este sentido resulta muy valioso, con vistas a todo lo que se hará después, haber sido hombre de ciencia alguna vez en la vida. 257. El encanto juvenil de la ciencia. La búsqueda de la verdad ha conservado por el momento el encanto de contrastar fuertemente en todos los aspectos con el error ya decrépito y enojoso; pero ese encanto está perdiéndose. Vivimos actualmente, es cierto, en la época de la juventud de la ciencia, y estamos habituados a perseguir la verdad como a una bella muchacha; pero ¿qué sucederá el día en que se convierta en una mujer ajada y de carácter agrio? En casi todas las ciencias las verdades fundamentales, o bien han sido descubiertas muy recientemente, o bien se están buscando aún. ¡Cuánto más atractivo es este momento que aquel otro en que, al haberse descubierto ya enteramente lo esencial, no le queda ya al investigador más que un mísero espigueo otoñal (sentimiento que puede llegar a ser familiar en ciertas disciplinas históricas).! 258. La estatua de la humanidad. El genio de la cultura actúa como Cellini cuando fundió la estatua de Perseo: la masa líquida

amenazaba no cuajar, pero tenía que hacerlo; así que echó en ella platos, fuentes y cuanto cayó en sus manos. Del mismo modo, nuestro genio echa en el molde errores, vicios, esperanzas, ilusiones y otras cosas más o menos viles o preciosas, pero es absolutamente preciso que la estatua de la humanidad salga a luz y quede lista; ¿qué importa que se empleen aquí y allá materiales mediocres? 259. Una cultura de hombres. La cultura griega de la época clásica es una cultura de hombres. Por lo que respecta a las mujeres, Pericles despacha el tema en su discurso fúnebre con estas palabras: «Lo mejor es que los hombres hablen de ellas lo menos posible». Las relaciones eróticas entre hombres y adolescentes fueron, en un grado que escapa a nuestra comprensión, la condición única y necesaria de toda la educación masculina (poco más o menos como entre nosotros la educación de la mujer ha estado relegada casi exclusivamente durante largo tiempo al amor y al matrimonio). Toda la fuerza idealizadora de la naturaleza griega se centró en estas relaciones, y nunca fueron tratados sin duda los jóvenes con tanto miramiento, afecto y respeto hacia lo mejor de ellos mismos (virtus) como en los siglos VI y V, de acuerdo con la bella máxima de Hölderlin: «Porque amando es como da el mortal lo mejor de sí». Cuanto más se atendía a estas relaciones, más se rebajaba el trato con la mujer, que sólo era tenida en cuenta para tener hijos y para procurar placer, sin que se mantuviera con ellas ni una relación espiritual ni tan siquiera verdaderamente amorosa. Si consideramos, además, que las mujeres estaban excluidas de los juegos y de toda clase de espectáculos, comprenderemos que sólo les quedaba el culto religioso como alimento espiritual un tanto noble. Si en la tragedia se representaron los papeles de Electra y de Antígona fue precisamente porque esto se toleraba en el arte, aunque no se deseaba en la vida; lo mismo que hoy no soportamos en la vida la menor dosis de patetismo, pero nos agrada contemplarlo en el arte. Las mujeres no tenían más obligación que engendrar cuerpos hermosos y fuertes, en los que siguiera viviendo, lo más intacto posible, el carácter del padre, y combatir así la hiperexcitación nerviosa que imperaba en una cultura tan evolucionada. Esto fue lo que aseguró una juventud relativamente larga a la cultura griega, porque el genio de Grecia reencontraba siempre en las madres griegas el camino de la naturaleza. 260. El prejuicio en favor de la grandeza. Es evidente que los hombres estiman en exceso todo lo grande y eminente. Ello se debe a su convencimiento consciente o inconsciente de que tiene una gran utilidad que un individuo aplique todas sus fuerzas a un solo campo y se convierta, por así decirlo, en un órgano único y monstruoso. Y, sin embargo, lo cierto es que un desarrollo equilibrado de sus fuerzas reportaría más utilidad y felicidad a ese individuo; porque toda aptitud es un vampiro que chupa la sangre a otras fuerzas, y una producción exagerada puede conducir al ser mejor dotado al borde de la locura. También en las artes las naturalezas extremas despiertan excesiva atención; pero hay que tener muy poca cultura para dejarse fascinar por ellas. Habitualmente los hombres se someten a todo el que ansía poder. 261. Los tiranos del espíritu. Los únicos lugares donde resplandeció la vida de los griegos fueron aquellos donde el mito dejó caer sus rayos luminosos; el resto se mantuvo en sombra. Ahora bien, los griegos se privaron precisamente del

mito: ¿No fue como si hubieran querido pasar del sol a la sombra, entrar en la oscuridad? Pero ninguna planta huye de la luz; en el fondo, aquellos filósofos sólo buscaban un sol más brillante; el mito no era bastante puro, bastante luminoso para sus ojos. Esta luz la encontraron en su conciencia, en lo que cada uno de ellos llamó su «verdad». Pero en aquella época el conocimiento brillaba con más esplendor que hoy; era todavía joven y no sabía gran cosa de todas las dificultades y peligros de su camino; podía confiar aún en situarse de un salto en el centro del ser y resolver desde allí el enigma del mundo. Estos filósofos tenían una sólida fe en sí mismos, al igual que en su «verdad», y con ella abatían a todos sus vecinos y antecesores; cada uno de ellos era un tirano belicoso y violento. Puede que la felicidad que proporciona el creerse en posesión de la verdad no haya sido nunca mayor en el mundo, pero tampoco lo habían sido la dureza, la arrogancia y el aspecto tiránico y malvado de dicha creencia. Eran tiranos, hasta el punto de que quepa decir que todo griego quería serlo y que lo era en cuanto podía. Tal vez fuera Solón la única excepción, ya que dijo en sus poemas que desdeñaba la tiranía personal; pero la practicó por amor a su obra, a su legislación, ya que legislar es una forma refinada de tiranía. Parménides también dictó leyes, e indudablemente lo hicieron Pitágoras y Empédocles; Anaximandro fundó una cuidad. Platón fue la encarnación del deseo de ser el mayor legislador y fundador de un Estado filósofo; parece que sufrió terriblemente a causa de esta frustración de su ser y que al final de su vida su alma se llenó de melancolía. Cuanto más poder iba perdiendo la filosofía griega, más íntimamente sufría esa melancolía y esa pesadumbre. Cuando las diferentes sectas se pusieron a defender sus verdades por las calles, las almas de todos esos pretendientes de la Verdad se ahogaron enteramente de celos y de rabia, el veneno de la tiranía causaba estragos en sus cuerpos. Todos aquellos pequeños tiranos se hubieran devorado crudos; no habría quedado en ellos ni la menor chispa de amor, ni la más mínima satisfacción por su conocimiento. En general, el axioma de que los tiranos suelen morir asesinados y que su posteridad tiene corta vida, se aplica también a los tiranos del espíritu. Su historia es breve, llena de violencias, su influencia se interrumpe bruscamente. De casi todos los grandes helenos puede decirse que parecen haber llegado demasiado tarde; tal es el caso de Esquilo, de Píndaro, de Demóstenes, de Tucídides; una generación después de ellos, todo había terminado. Esto es lo que tiene de impetuoso e inquietante la historia griega. Es verdad que hoy se adora el evangelio de la tortuga. En nuestros días, pensar como un historiador es casi sinónimo de decir que la historia se hizo siempre según el principio: «¡Lo menos posible en el mayor tiempo posible!». ¡Con lo rápidamente que transcurrió la historia griega! Nunca se ha vivido con tanta prodigalidad y tanta desmesura. No puedo creer que la historia de los griegos se desarrollara nunca a ese ritmo natural que tanto se alaba en ella. Estaban excesivamente provistos de dones diversos para seguir paso a paso ese progreso continuo, a la manera de la tortuga en su carrera con Aquiles, al que se le da el nombre de evolución natural. Entre los griegos se avanza rápidamente, pero se decae también rápidamente: el movimiento de toda la maquinaria es tan acelerado que basta lanzar un guijarro a sus ruedas para hacerla saltar. Uno de esos guijarros fue, por ejemplo, Sócrates; en una noche fue aniquilada la evolución de la ciencia filosófica que hasta entonces había sido tan admirablemente regular, aunque por supuesto demasiado rápida. No es ocioso preguntar si Platón, liberado del maleficio socrático, no habría descubierto un tipo más elevado aún de humanidad filosófica, que hemos perdido para siempre. Atisbando las épocas que lo precedieron podemos ver, como en el taller de un escultor, un muestrario de semejantes tipos. Pero los siglos VI y V parecieron prometer más y mejores cosas de las que produjeron, ya que se

quedaron en la promesa y el anuncio. Y, sin embargo, no hay pérdida mayor que la de un tipo, que la de una posibilidad de vida filosófica nueva y superior, desconocida hasta entonces. Incluso la mayoría de los tipos antiguos son mal conocidos por la tradición; todos los filósofos, de Tales a Demócrito, me parecen extraordinariamente difíciles de caracterizar; pero si lográramos recrear esas figuras, pasaríamos revista a las formas del tipo más puro y más poderoso. A decir verdad, esta aptitud es rara, les faltó incluso a los griegos de la época tardía que se dedicaron a conocer la filosofía antigua: Aristóteles, sobre todo, parece no tener ojos para ver cuando se encuentra ante semejantes personajes. Por eso da la impresión de que estos magníficos filósofos hubieran vivido en vano, o que todo su destino no hubiese sido más que preparar los batallones de las disputadoras y locuaces escuelas socráticas. Hay, como he dicho, una laguna, una ruptura de la evolución; hubo de ocurrir alguna desgracia, y se rompió o no se llevó a cabo la única estatua que nos hubiera dado a conocer el sentido y la meta de esos grandes ejercicios artísticos preparatorios; lo que realmente se produjo ha quedado para siempre en secreto en los talleres. Lo que sucedió entre los griegos, que todo gran pensador se convirtió en un tirano por creerse en posesión de la verdad absoluta, hasta el punto de que su historia del espíritu revistió ese carácter de violencia y de peligrosa precipitación que testimonia su historia política, ese hecho, digo, no agota este tipo de acontecimientos: se han producido muchos hechos semejantes hasta en las épocas más recientes, aunque cada vez más raras veces a medida que se ha ido avanzando, y hoy casi ya no queda nada de aquella conciencia puramente ingenua de los filósofos griegos, ya que, a fin de cuentas, la tesis opuesta y el escepticismo se abren actualmente camino de forma más fuerte y clara. Ya ha pasado la época de los tiranos del espíritu. Por supuesto que siempre ha de haber una soberanía en la esfera de la cultura elevada, pero esa soberanía está ahora en manos de los oligarcas del espíritu, que constituyen una sociedad solidaria, a pesar de sus divisiones geográficas y políticas, cuyos miembros se conocen y se reconocen, cualesquiera que sean las apreciaciones favorables o desfavorables que pongan en circulación la opinión pública y los juicios de los periodistas y los gacetilleros que influyan en la masa. La superioridad intelectual, que antaño era causa de aislamiento y de hostilidad, produce ahora más bien un vínculo; ¿cómo podrían los individuos autoafirmarse y abrirse camino a través del oleaje de la vida, nadando en contra de todas las corrientes, si no vieran aquí y allá a sus semejantes en parecidas condiciones y no les diesen la mano en su lucha tanto contra el gobierno plebeyo de quienes tienen una inteligencia y una cultura medianas, como contra los intentos eventuales de establecer una tiranía con ayuda de la acción de las masas? Los oligarcas se necesitan entre sí; entre ellos descubren sus mejores goces, entienden los rasgos que les distinguen, pero, no obstante, cada uno de ellos es libre, y lucha y vence en su puesto, prefiriendo perecer antes que someterse. 262. Homero. El hecho más importante de la cultura griega sigue siendo que Homero fuera tan precozmente panhelénico. Toda la libertad intelectual y humana a que llegaron los griegos provino de tal hecho; pero fue esto al mismo tiempo la fatalidad propia de la civilización griega, porque Homero le arrebató su profundidad al sacarla de sí, y disolvió la gran seriedad de los instintos de independencia. De cuando en cuando, el trasfondo del alma helénica elevaba su protesta contra Homero; pero éste siempre salía vencedor. Junto a su influencia liberadora, todos los grandes poderes espirituales ejercieron otra influencia opresora; sin embargo, es evidente que hay una diferencia en el hecho de que sea Homero, la

Biblia o la ciencia quien tiranice a los hombres. 263. Los dones naturales. En una humanidad que ha alcanzado un grado tan superior de desarrollo como la actual, todos los individuos reciben de la naturaleza la posibilidad de acceder a múltiples talentos. Cada cual tiene un talento innato, pero sólo a una minoría le confieren la naturaleza y la educación ese grado de tenacidad, paciencia y energía que le permite llegar a ser un verdadero talento, es decir, llegar a ser lo que es, y traducirlo en obras y en actos. 264. El hombre de ingenio, estimado en exceso o despreciado. Los individuos ajenos a la ciencia, pero bien dotados, aprecian todo rasgo de ingenio, independientemente de que se dirija en un sentido verdadero o falso: quieren, ante todo, que quien se relacione con ellos los entretenga agradablemente con su ingenio, los espolee, los inflame, los arrastre tanto a la seriedad como a la broma, y, en cualquier caso, que les sirva de amuleto muy poderoso contra el aburrimiento. Por el contrario, las naturalezas científicas saben que quien tiene la cabeza llena de ideas ha de ser severamente frenado lo más posible por el espíritu científico; el fruto que éste desea hacer caer del árbol del conocimiento no es el que tiene una apariencia brillante y atractiva, a menudo desnuda, de todo aspecto externo. Puede, como Aristóteles, no diferenciar entre «lo aburrido» y «lo ingenioso», su demonio puede llevarlo tanto por el desierto como a través de una vegetación tropical, para que en todas partes se complazca sólo con lo real, lo sólido, lo verdadero. A ello se debe que los sabios de poca envergadura miran con recelo al hombre ingenioso en general, y que, en desquite, a menudo los espíritus brillantes muestren un rechazo hacia la ciencia, como, por ejemplo, casi todos los artistas. 265. La razón en la escuela. La escuela no tiene otra tarea más importante que enseñar rigor al pensamiento, prudencia al juicio y lógica al razonamiento; asimismo debe dejar al margen todo lo que, como la religión, por ejemplo, no contribuya a estas operaciones. Puede incluso contar con que la confusión, la costumbre y la necesidad humanas vendrán más tarde a distender, a pesar de todo, el arco de un pensamiento demasiado tenso. Pero mientras ejerza su influencia, su deber consiste en provocar la eclosión de lo esencial y distintivo del hombre: «la razón y la ciencia, virtudes supremas del hombre», al menos a juicio de Goethe. El gran naturalista Von Baer sitúa la superioridad de todos los europeos, en relación con los asiáticos, en su aptitud adquirida por la educación para dar razones de todo lo que creen, algo de lo que los otros son totalmente incapaces. Europa fue la escuela del pensamiento lógico y crítico; Asia no sabe nunca distinguir entre verdad y poesía, ni se percata claramente si sus convicciones proceden de la observación personal y del pensamiento consecuente o si son puras imaginaciones. La razón en la escuela ha hecho de Europa lo que es: en la edad media llevaba camino de volver a ser una provincia, una prolongación de Asia, es decir, de perder el espíritu científico de los griegos. 266. Subestimación de los resultados de la enseñanza en el liceo. Raras veces se busca el valor del liceo en las cosas que se aprenden verdaderamente en él y que nos enriquecen para toda la vida, sino, por el contrario, en las que se enseñan y que el estudiante no aprende

más que de mala gana y para desembarazarse de ellas en cuanto pueda. La lectura de los clásicos, tal y como se practica en todas partes, es una rutina monstruosa, según tiene que admitir todo espíritu culto: ante muchachos que no están maduros en ningún sentido para entenderla y hecha por maestros en quienes cada una de sus palabras y hasta su propio aspecto bastan para echar por tierra a un buen autor. Pero aquí se encuentra precisamente el valor que de ordinario se desconoce: y es que estos maestros hablan la lengua abstracta de la gran cultura, pesada y ardua de entender en sí misma, pero que representa para el cerebro una gimnasia superior; además, en esta lengua aparecen constantemente nociones, términos, técnicas, métodos y alusiones que esos muchachos no oyen casi nunca en las conversaciones familiares ni en la calle. Aunque los colegiales no hagan otra cosa que oír, su inteligencia llegará a adaptarse previamente a una forma científica de pensar. No se puede salir de esta disciplina como un hijo puro de la naturaleza, con una capacidad de abstracción totalmente virgen. 267. Aprender muchas lenguas. Aprender muchas lenguas llena la memoria de palabras en lugar de hacerlo de hechos y de ideas, teniendo en cuenta que dicha memoria es un recipiente que, en un individuo dado, no puede recibir más que una cantidad claramente reducida de materias. Aprender muchas lenguas tiene, asimismo, el carácter perjudicial de hacer creer que se dispone de capacidades, y, en efecto, confiere también un cierto prestigio que seduce en el trato con los demás; por otra parte, es indirectamente nocivo por oponerse a la adquisición de conocimientos sólidos y al firme propósito de merecer honradamente la estima de la gente. Por último, es un hachazo en la raíz misma de ese sentimiento lingüístico un tanto delicado que tenemos hacia la lengua materna y que queda irremediablemente herido y arruinado. Los dos pueblos que han producido a los mayores estilistas, los griegos y los franceses, no aprendieron lenguas extranjeras. Pero como las relaciones humanas toman fatalmente un sesgo cada vez más cosmopolita, y un buen comerciante de Londres, por ejemplo, tiene ahora que hacerse entender en ocho idiomas, de palabra y por escrito, hay que reconocer que el estudio de muchas lenguas es un mal necesario; pero un mal que, cuando llegue al paroxismo, acabará obligando a la humanidad a encontrar un remedio; y en un futuro lejano e indeterminado habrá una nueva lengua universal, que promoverá un lenguaje comercial y luego un idioma generalizado para el trato intelectual, del mismo modo que habrá un día una navegación aérea. Si no, ¿de qué serviría que la lingüística haya estado estudiando durante un siglo las leyes del lenguaje, y considerado lo que hay de necesario, de valioso y de logrado en cada una de las lenguas? 268. Para la historia bélica del individuo. En una sola vida humana que atraviesa varios estadios culturales, encontramos recogida la lucha que normalmente se libra entre dos generaciones, entre el padre y el hijo; la proximidad del parentesco agrava esa lucha porque cada una de las partes hace entrar en arena la vida interior de la otra, que tan bien conoce; y, de este modo, en un individuo aislado esta lucha revestirá el carácter más encarnizado; ya que, en este caso, cada fase nueva pasa por alto las precedentes con esa cruel injusticia que desconoce sus medios y sus fines. 269. Con un cuarto de hora de adelanto. A veces encontramos a alguien con ideas que están por encima de su tiempo, pero sólo lo preciso

para anticipar las ideas vulgares del siguiente decenio. Detenta la opinión pública antes de que sea pública; es decir, un cuarto de hora antes que los demás, ha abrazado una opinión que merece convertirse en trivial. Sin embargo, habitualmente, su gloria es mucho más brillante que la de los hombres que son en realidad grandes y superiores. 270. El arte de leer. Toda tendencia muy marcada es unilateral; toma la dirección de la línea recta y, como ella, es excluyente, es decir, no emprende una gran cantidad de direcciones como hacen los partidos y los individuos débiles en sus vaivenes ondulatorios. Si los filósofos son unilaterales, hay que tomarlos en consideración. El restablecimiento y la conservación de los textos, así como su explicación, impulsados durante siglos en el seno de una corporación, han conducido al fin a encontrar los métodos buenos; toda la edad media fue radicalmente incapaz de hacer una explicación estrictamente filológica, es decir, del puro y simple deseo de comprender lo que dice el autor; sin embargo, ya fue algo encontrar esos métodos, no hay que subestimarlo. Ninguna ciencia ha adquirido continuidad y estabilidad hasta que el arte de leer bien, es decir, la filología, no ha alcanzado su apogeo. 271. El arte de razonar. El mayor progreso que han hecho los hombres consiste en haber aprendido a razonar correctamente. No se trata de algo tan natural como suponía Schopenhauer cuando dijo: «Todo el mundo es capaz de razonar, pero hay muy pocas personas capaces de juzgar». Ahora bien, esto se ha aprendido tarde y todavía está lejos de imponerse. En los tiempos antiguos, el razonamiento falso constituía la regla: las mitologías de todos los pueblos, su magia y sus supersticiones, sus cultos religiosos, su derecho, son minas inagotables de pruebas que apoyan esta proposición. 272. Fases cíclicas de la cultura individual. La fuerza y la debilidad de la productividad intelectual no dependen necesariamente tanto de los dones naturales heredados como de la cantidad de energía recibida al nacer. A los treinta años, la mayoría de los jóvenes cultos retroceden a partir de este temprano solsticio de su vida y pierden desde entonces el placer de seguir nuevas orientaciones intelectuales. Por eso una cultura que no deja de crecer necesita pronto, para salvarse, a una nueva generación, que, sin embargo, no la llevará tampoco muy lejos; porque para recuperar la cultura de su padre, el hijo tendrá que emplear casi toda la energía que poseía su padre en el momento de su vida en que lo engendró: este pequeño excedente le permite ir más lejos (al hacer el camino la segunda vez, se avanza un poco más deprisa: el hijo, para aprender exactamente lo que sabía su padre, no consume tanta fuerza). Los hombres muy ricos en energía, como Goethe, por ejemplo, recorren solos tanto camino como puedan hacerlo cuatro generaciones detrás de ellos; pero también avanzan con demasiada rapidez, hasta el punto de que los demás no los alcanzarán hasta el siglo siguiente, e incluso no del todo, porque esas frecuentes interrupciones han debilitado la unidad de la cultura y la continuidad de su evolución. En cuanto a las fases normales de la cultura intelectual adquirida, los hombres las atraviesan cada vez más deprisa unos tras otros. Actualmente, empiezan abordando la cultura a través de las emociones religiosas de la infancia y hacia los diez años, esos sentimientos habrán alcanzado su mayor grado de calor, para pasar luego a formas atenuadas

(panteísmo) al acercarse a la ciencia; dejan muy atrás a Dios, la inmortalidad y otras cosas por el estilo, pero para dejarse cautivar por el prestigio de una filosofía metafísica. Ésta acaba pareciéndoles indigna de creer; el Arte, en cambio, parece ofrecerles ciertos beneficios, y durante algún tiempo sólo queda y sobrevive de aquella metafísica lo que puede transformarse en arte o un estado anímico impulsado a las transfiguraciones estéticas. Sin embargo, se va imponiendo cada vez más el espíritu científico, el cual conduce al hombre maduro a las ciencias naturales, a la historia y sobre todo a métodos de conocimiento más rigurosos, mientras que se atribuye al arte una importancia cada vez más secundaria y humilde. Actualmente, esto ocupa los treinta primeros años de una vida, pero es la recapitulación de una tarea a la que la humanidad ha consagrado quizás treinta mil años de trabajo agotador. 273. Retroceder, pero no quedarse atrás. Quien hoy en día sigue teniendo sentimientos religiosos en el punto de partida de su desarrollo y se demora quizás después durante algún tiempo en la metafísica y el arte, lleva evidentemente un buen trecho de retraso y empieza su carrera con los demás hombres modernos en condiciones desfavorables; aparentemente pierde tiempo y terreno. Pero por el hecho de haberse demorado en campos donde liberan ardor y energía, donde no cesa de brotar a borbotones de una fuente inagotable un torrente volcánico de poder, si corta a tiempo con estos campos, no podrá menos que avanzar con gran rapidez, porque a sus pies les han crecido alas, su pecho ha aprendido a respirar con más serenidad, amplitud y paciencia. No ha hecho más que retroceder para tener bastante espacio antes de saltar; de este modo, ese retroceso puede tener, incluso, algo de terrible y de amenazador. 274. Un fragmento de nuestro yo, considerado como objeto artístico. Un signo de cultura superior consiste en tomar conciencia de ciertas fases evolutivas que atraviesan las personas menos inteligentes casi sin darse cuenta y que borran del encerado de su alma, en determinarlas y trazar una imagen fiel de ellas; porque ésta es la forma más elevada de pintura, que sólo entienden unos pocos. Pero es preciso aislar artificialmente esas fases. Los estudios históricos desarrollan las aptitudes para esta clase de pintura y, a propósito de un período de la historia de la vida de un pueblo o de un individuo, nos invitan constantemente a representamos un horizonte de pensamientos muy definido, una fuerza de sentimientos determinada, el predominio de unos, el retroceso de otros. El sentido histórico consiste en la capacidad de reconstruir con rapidez a partir de ciertos datos estos sistemas de ideas y de sentimientos como se recupera el aspecto de un templo tomando como referencia algunas columnas y paneles de muros que por azar han quedado en pie. Su primer resultado es hacer que entendamos a nuestros semejantes como otros tantos sistemas definidos, como representantes de diferentes culturas, es decir, como seres necesarios aunque variables. Y, al mismo tiempo, nos permite aislar, incluso, ciertos fragmentos de nuestra propia evolución para situarlos aparte. 275. Los cínicos y los epicúreos. El cínico se da cuenta del vínculo que existe entre los sufrimientos multiplicados e intensificados del hombre de una cultura superior y la gran cantidad de sus necesidades; comprende, a la vez, que tanta cantidad de opiniones sobre lo bello, lo conveniente, lo decoroso y lo placentero, no puede sino hacer brotar abundantes fuentes tanto de placer como de dolor. Conforme a este punto de vista, prefiere

retraerse, renunciar a muchas de esas opiniones y sustraerse a ciertas exigencias de la cultura; logra así un sentimiento de libertad y de aumento de fuerzas. Poco a poco, a medida que el hábito le hace soportable su forma de vida, tiene de hecho sentimientos desagradables más débiles y raros que los hombres civilizados, y se acerca al animal doméstico; además, siente todas las cosas con lo excitante del contraste, y luego… puede despotricar a placer, merced a lo cual se sitúa por encima del mundo de las sensaciones animales. El epicúreo tiene el mismo punto de vista que el cínico; de ordinario no se distinguen más que por una diferencia de temperamento: mientras el epicúreo se sirve de su gran cultura para independizarse de las opiniones predominantes y situarse por encima de ellas, el cínico se acantona en la negación. Se pasea por alamedas en dulce penumbra, bien protegidas y al abrigo del aire, mientras que sobre su cabeza ruge el viento en las copas de los árboles, revelándole la violenta agitación del mundo exterior. El cínico, en cambio, sale, por así decirlo, desnudo a la intemperie, expuesto a los ventarrones que vienen de aquí y de allá, hasta que se endurece y pierde la sensibilidad. 276. Microcosmos y macrocosmos de la cultura. Los mejores descubrimientos sobre la cultura los hace el hombre en sí mismo, cuando descubre allí la acción de dos potencias heterogéneas. Si un individuo siente un amor intenso hacia las artes plásticas y hacia la música, y al mismo tiempo se ve arrebatado por el espíritu de la ciencia comprendiendo la imposibilidad de superar esa contradicción aniquilando una de estas poderosas tendencias y potenciando libre y plenamente la otra, no le quedará otro remedio que hacer de él un edificio cultural lo suficientemente amplio para que esas dos potencias puedan habitarlo, aunque lo hagan en alas opuestas, y alojar entre ellas a otras potencias mediadoras y conciliadoras, que dispongan de una fuerza preponderante para aplacar en caso de necesidad el conflicto, o nada más estallar. Ahora bien, este monumento cultural individual y personal se parecerá extraordinariamente al edificio de la cultura de períodos enteros y suministrará por analogía una serie ininterrumpida de enseñanzas a este respecto. Porque donde se ha desarrollado la gran arquitectura de la cultura, su tarea ha sido hacer que se concilien las fuerzas en conflicto, reagrupando a las otras potencias menos irreconciliables de un modo que se asegure su supremacía, sin tener por ello que reprimir ni encadenar a las primeras. 277. Felicidad y cultura. Nos conmueve contemplar los lugares donde transcurrió nuestra infancia: al kiosco del jardín, las iglesias con sus tumbas, el estanque y el bosque; no volvemos a ver estas cosas sin tener pena en el alma. Nos compadecemos de nosotros mismos, ya que, ¡cuánto hemos sufrido desde entonces! Mientras todas esas cosas permanecen allí tan serenas y eternas, sólo nosotros hemos cambiado tanto y nos sentimos tan compungidos; volvemos a encontrar incluso a personas que parecen haber envejecido menos que una encina: son los mismos campesinos, pescadores, guardabosques. La emoción, la compasión hacia uno mismo en presencia de una cultura inferior son signos de altura superior, de lo que se deduce que esta cultura no aumenta en ningún caso la felicidad. Quien espere cosechar en la vida felicidad y bienestar, no tiene más que tomar un camino distinto al de la cultura superior. 278. Comparación sacada de la danza. Actualmente hay que considerar como un índice fundamental de gran cultura la posesión de esa fuerza

y de esa flexibilidad que permiten tanto ser honrado y riguroso en el conocimiento, como ser capaz, en otros momentos, de ceder, por así decirlo, cien pasos a la poesía, la religión y la metafísica, y experimentar su poder y su belleza. Semejante posición entre dos exigencias tan diferentes resulta muy difícil, porque la ciencia tiende a un dominio absoluto de su método, y si no se satisface esa tendencia, se corre al riesgo de quedarse vacilando entre diversos impulsos. Sin embargo, para abrir al menos, mediante una comparación, alguna perspectiva sobre la solución de esta dificultad, podemos recordar que la danza no se reduce a un absurdo y vacilante vaivén entre diversos impulsos. La cultura elevada será como una arriesgada danza; por eso requiere, como he dicho, mucha fuerza y agilidad. 279. Sobre el aligeramiento de la vida. Uno de los grandes medios de hacer la vida más ligera es idealizar todos los acontecimientos, pero conviene pedir a la pintura que nos dé una idea clara de lo que es idealizar. El pintor ruega al que contempla el cuadro que no lo mire desde demasiado cerca, ni con demasiada agudeza ni exactitud; le pide que retroceda un poco para contemplar su obra desde lejos, porque está obligado a contar con una determinada distancia entre el cuadro y el que lo contempla; ha de admitir incluso en este último un grado de agudeza visual también determinado; en estas cuestiones no te está permitida la más mínima duda. Quien quiera idealizar su vida deberá, entonces, no tratar de verla demasiado al detalle, y obligar siempre a su vista a retroceder a una determinada distancia. Este artificio lo entendía muy bien un Goethe, por ejemplo. 280. Lo que abruma alivia y viceversa. Muchas cosas que, en ciertos niveles de la humanidad, hacen más pesado el fardo de la vida, en otro nivel más elevado, sirven de alivio, porque los hombres de ese nivel han aprendido a conocer fardos más abrumadores. También se da lo inverso; así, la religión, por ejemplo, tiene un doble semblante, según que se eleve la mirada hacia ella para descargarse de un peso y de una angustia; o que se baje la mirada hacia ella como las cadenas que se nos han puesto para no dejarnos subir demasiado alto por los aires. 281. La cultura elevada se interpreta mal necesariamente. Quien no le ha puesto más que dos cuerdas a su instrumento, como los sabios, que además de su instinto de conocimiento no tienen más que el instintoreligioso adquirido por la educación, no comprenden a los hombres que saben tocar con más cuerdas. Pertenece a la esencia de esa cultura superior de varias cuerdas ser siempre mal interpretada por la cultura inferior; como sucede, por ejemplo, cada vez que se considera el arte como una forma disfrazada de religiosidad, lo mismo que los sordomudos ignoran lo que es la música, fuera del movimiento que perciben en los intérpretes al tocar. 282. Lamento. Puede que las ventajas de nuestra época impliquen un retroceso y, a veces, una depreciación de la vida contemplativa. Pero hay que reconocer que en nuestra época escasean los grandes moralistas, que casi nadie lee ya a Pascal, a Epícteto, a Séneca y a Plutarco; que el trabajo y el celo (que antaño formaban parte del cortejo de la gran diosa Salud) parecen a veces prevalecer como una enfermedad. Como también falta tiempo para pensar y seriedad para hacerlo, no se toman ya en consideración las

opiniones que se salen de la regla: basta con odiarlas. El ritmo monstruosamente acelerado de la vida acostumbra al espíritu y a la mirada a una visión a mi juicio parcial o falsa, y todo el mundo se parece a esos viajeros que sólo conocen los países y a sus gentes sin salir del tren. Una actitud independiente y discreta en la búsqueda de la verdad es juzgada casi como una especie de locura: el librepensador se ve desacreditado sobre todo por los sabios apenados de no encontrar su profunda meticulosidad y su trajín de abejas en su arte de considerar las cosas; su gusto sería mantenerlo en un lugar apartado de la ciencia, siendo así que éste tiene la tarea totalmente diferente y más elevada, desde su posición aparte, de dictar bandos y de reclutar a los sabios y a los eruditos, y de mostrarles las vías y las metas de la cultura. Un lamento como el que se acaba de oír tendrá probablemente su momento y resonara por sí mismo, cuando el genio de la meditación vuelva con todo su poder. 283. El grave defecto de los hombres activos. Lo que les falta ordinariamente a los hombres activos es la actividad superior, es decir, la actividad individual. Actúan en calidad de funcionarios, de hombres de negocios, de expertos, como representantes de una categoría, y no como seres únicos, dotados de una individualidad muy definida: en este aspecto, son perezosos. La desgracia de los hombres activos es que su actividad resulta siempre un tanto irracional. No cabe preguntar al banquero, por ejemplo, el objetivo de su compulsiva actividad, porque está desprovista de razón. Los hombres activos ruedan como lo hace una piedra, según el absurdo de la mecánica. Todos los hombres, tanto de hoy como de cualquier época, se dividen en libres y esclavos; porque quien no dispone para sí de las tres cuartas partes de su jornada, es un esclavo, sea lo que sea: político, comerciante, funcionario o erudito. 284. En favor del ocioso. Una señal de que ha descendido el valor de la vida contemplativa es que los sabios rivalizan hoy en una especie de goce apresurado que parecen estimar más que la forma de gozar que les es propia y que, de hecho, resulta más placentera. Los sabios se avergüenzan del ocio, pese a que la ociosidad y la inactividad son una cosa noble. Si es cierto que la ociosidad es la madre de todos los vicios, entonces, al menos, se encuentra muy cerca de todas las virtudes. El desocupado supera siempre como hombre al atareado. Pero cuando hablo de ocio y de ociosidad, ¿no van a creer, sin embargo, que me estoy refiriendo a ustedes, los perezosos?… 285. La inquietud moderna. Al avanzar hacia el oeste no deja de aumentar la agitación moderna, hasta el extremo de que a los ojos de los americanos, los habitantes de Europa responden al estereotipo del individuo amante del reposo y del placer, cuando por el contrario se afanan constantemente como abejas y avispas que vuelan de una forma embrollada. Esta agitación crece de tal modo que la cultura elevada no tiene tiempo de madurar sus frutos; es como si las estaciones del año se sucedieran demasiado rápidamente. Por falta de serenidad, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie. En ninguna época se ha estimado a los hombres de acción, es decir, a los agitados. Una de las correcciones necesarias que hay que tratar de

hacer en el carácter de la humanidad será, entonces, fortalecer en gran medida el elemento contemplativo. Pero desde ahora, todo individuo que disponga de un corazón y de un espíritu, serenos y perseverantes, tiene derecho a creer que no sólo posee un buen temperamento, sino una virtud de interés general, y que cumple una honrosa tarea salvaguardando esa virtud. 286. En qué sentido es perezoso el hombre de acción. Creo que, sobre todo lo que sea materia opinable, todo hombre debe tener una opinión personal, por el hecho de ser él mismo un individuo singular y único que ocupa, respecto a los demás, una situación nueva y original. Pero la pereza que tiene el hombre de acción en el fondo de su alma, le impide extraer el agua de su manantial. Con la libertad de opiniones sucede como con la salud; ambas son individuales y no se puede establecer una regla general para ninguna de las dos. Lo que necesita un individuo para estar sano, es para otro causa de enfermedad, y muchos medios y vías que llevan a la libertad de espíritu pueden no representar, para naturalezas de un nivel superior de evolución, más que medios y vías que conducen a una falta de libertad. 287. Censor de la vida. La alternancia de amor y de odio caracteriza durante largo tiempo a los estados internos de ánimo del hombre que quiere ser libre en su juicio sobre la vida; no se olvida de nada, llevando buena cuenta de todo, de lo bueno y de lo malo. Al final, cuando haya escrito todas sus experiencias en la pizarra de su alma, habrá dejado de despreciar y de odiar la existencia, sin amarla tampoco, para mantenerse por encima de ella, unas veces con una mirada de alegría y otras de tristeza, y, como la naturaleza, unas veces tendrá sentimientos estivales y otras otoñales. 288. Un resultado adicional. Quien quiere liberarse seriamente perderá por ello al mismo tiempo, sin la menor coacción, sus inclinaciones defectuosas y viciosas; sus ataques de cólera y de despecho irán disminuyendo cada vez más. Nada necesitará su voluntad con más apremio que el conocimiento y el medio de llegar a él, es decir, ese estado permanente en que se está en las mejores condiciones para conocer. 289. Valor de la enfermedad. Puede suceder que el enfermo acostado en su lecho descubra que el resto del tiempo está enfermo de su trabajo, de sus problemas o de sus relaciones sociales y que ha perdido toda conciencia de sí; esa sabiduría se la proporciona el ocio al que lo obliga su enfermedad. 290. Sensación experimentada en el campo. Cuando nuestro horizonte no tiene una línea apacible y clara, como la que dibujan los montes y los bosques, nuestra voluntad se vuelve inquieta en lo más profundo de sí misma, distraída y ansiosa como el alma de los habitantes de las ciudades: Ni tiene ni da felicidad. 291. La prudencia de los espíritus libres. Los hombres de espíritu libre, que no viven más que para el conocimiento, llegarán pronto a la meta

extrema de su existencia, a su situación definitiva ante la sociedad y el Estado; se declararán con gusto satisfechos cuando cuenten con un pequeño empleo o con lo suficiente para vivir; porque se las arreglarán para vivir de forma que un gran cambio de las finanzas públicas o, incluso, una profunda conmoción del orden político, no los arrastre al mismo tiempo a la ruina. Dedican a todas estas cosas la menor energía posible, para sumergirse con todas sus fuerzas reunidas y con todo el aire que quepa en sus pulmones en el océano del conocimiento. Así pueden esperar descender lo suficiente y quizás incluso ver el fondo. A un espíritu tal no le agradará más que tomar un palmo de ropa de un acontecimiento, porque no le gustan las cosas en toda la amplitud y minuciosidad de su ropaje, por miedo a quedarse enredado en sus pliegues. Conoce también los días laborables con su falta de libertad, su dependencia y su servidumbre. Pero necesita de vez en cuando ver llegar un domingo de libertad, ya que en caso contrario no soportará la vida. Es posible que hasta su amor a los hombres sea prudente y de corto aliento, porque no se embarca en el mundo ciego de las inclinaciones sino en la medida que lo precisa para el conocimiento. Sólo puede apelar al genio de la justicia para que defienda a su discípulo y protegido cuando se alcen algunas voces acusándolo de falta de amor. En su forma de vivir y de pensar hay un heroísmo refinado que desdeña ofrecerse, como hace su hermano más vulgar, a la veneración de las masas, atraviesa el mundo tan silenciosamente como sale de él. Aunque recorre algunos laberintos y pasa entre rocas que a veces estrechan su camino, en cuanto llega la luz prosigue su marcha limpia, ligera y casi sin ruido, dejando que los rayos del sol penetren hasta el fondo de su ser. 292. Adelante. Así, entonces, ¡camina hacia delante por la vía de la sabiduría, a buen paso, con toda confianza! Allí donde estés, ¡sírvete de esa fuente de experiencia que eres tú mismo! Echa por la borda el descontento que tengas de ti mismo, perdona a tu propio yo, ya que, en cualquier caso, tienes en ti una escalera de cien peldaños por la que puedes subir al conocimiento. El siglo en que te duele sentirte arrojado te considera feliz por tener esa suerte; te grita que te ha tocado aún una parte de experiencias que los hombres de otros tiempos deberán sin duda pasar. No desdeñes haber sido todavía religioso; descubre todo el sentido que sigue teniendo aún un verdadero acceso al arte. ¿No tienes, gracias a esas experiencias, el poder de rehacer y de comprender mejor inmensas etapas de la humanidad que te ha precedido? ¿No es precisamente en ese suelo que tanto te desagrada a veces, en ese terreno del pensamiento confuso, donde han brotado los frutos más hermosos de nuestra antigua cultura? Hay que haber amado la religión y el arte como se ama a una madre y a una nodriza, porque de lo contrario no se alcanza sabiduría. Pero hay que ver más lejos que ellos, hay que mirar por encima de ellos; permanecer sometido a su maléfico encantamiento sería no entenderlos. Asimismo, la historia debe serte familiar, al igual que el juego prudente con los platillos de la balanza: "de un lado… de otro… «Vuelve sobre tus pasos, anda sobre las huellas que ha dejado la humanidad en su largo y doloroso peregrinar a través del desierto del pasado; así serás el que conozca con más seguridad la dirección que la humanidad futura no podrá o no deberá emprender. Y mientras concentres todas tus fuerzas en descubrir por anticipado cómo se está anudando el futuro, tu propia vida adquirirá con ello el valor de un instrumento y de un medio de conocer. De ti depende que todos los momentos de tu vida, tus tentativas, tus errores, tus faltas, tus ilusiones, tus pasiones, tu amor y tu esperanza se integren perfectamente en la meta que te has propuesto. Esa meta es convertirte en un eslabón necesario de la cadena de la cultura y deducir de esta necesidad tuya el carácter

necesario de la marcha de la cultura universal. Cuando tu mirada sea lo bastante penetrante para llegar al fondo de los pozos tenebrosos de tu ser y de tu conocimiento, puede que vislumbres también en el espejo de su superficie las lejanas constelaciones de las culturas futuras, ¿crees que una vida orientada hacia esa meta es demasiado penosa, demasiado desprovista de placer? Entonces es que no has aprendido aún que no hay miel más dulce que la del conocimiento, y que llegará un día en que esas nubes que te llenan de aflicción serán también la ubre de la que extraerás la leche de tu sustento. Deja que llegue la época, y verás que has escuchado verdaderamente la voz de la naturaleza, de esa naturaleza que gobierna el mundo entero por medio del placer; la misma vida que culmina en la vejez culmina también en la sabiduría, en la dulce claridad de ese sol que es un goce constante para el espíritu; ambas, vejez y sabiduría, las hallarás unidas en una misma cima de la vida, tal y como lo ha querido la naturaleza. Entonces será el momento de que se acerque la bruma de la muerte, sin que quepa irritarse por ello. Que tu último gesto sea lanzarte hacia la luz, y tu último suspiro un hurra al conocimiento.

CAPÍTULO SEXTO: EL HOMBRE EN RELACIÓN CON LOS DEMÁS 293. Disimulo benévolo. En el trato con los demás frecuentemente hay que recurrir a un benévolo disimulo, como si no entreviéramos los móviles de su acción. 294. Copias. No es raro encontrar copias de hombres importantes, y a la mayoría de la gente, como ocurre con los cuadros, le agrada más las copias que los originales. 295. El orador. Se puede hablar de un modo sumamente preciso, y, sin embargo, de forma que todo el mundo exclame lo contrario; esto ocurre cuando no se habla para todo el mundo. 296. La falta de confianza. La falta de confianza entre amigos es un error que, si se repite, se vuelve irreparable. 297. Sobre el arte de dar. La obligación de rechazar una donación sólo porque no se nos dio de una forma justa, hace que nos irritemos con el donante. 298. El militante más peligroso. En todo partido hay un militante cuya excesiva fe en los principios de dicho partido, induce a los demás militantes a abandonarlo. 299. Consejeros del enfermo. Quien aconseja a un enfermo experimenta con seguridad un sentimiento de superioridad, independientemente de que éste siga o no sus consejos. De ahí que los enfermos susceptibles y orgullosos odien más a quienes les dan consejos que a su propia enfermedad. 300. Dos clases de igualdad. El ansia de igualdad puede manifestarse, o bien en el deseo de rebajar a los demás (despreciándolos, ignorándolos, poniéndoles la zancadilla), o bien en el deseo de elevarse con todos ellos (haciéndoles justicia, ayudándolos, alegrándose de sus éxitos). 301. Contra el apuro. La mejor forma de ayudar a las personas muy apuradas y de tranquilizarlas consiste en alabarlas con

decisión. 302. Preferencia por ciertas virtudes. No le concedemos un valor especial a la posesión de una virtud hasta que vemos que nuestros enemigos carecen enteramente de ella. 303. Por qué llevamos la contraria. Con frecuencia llevamos la contraria a una opinión, aunque en realidad lo único con lo que no simpatizamos es con el tono en que se expresa. 304. Confianza y confidencia. Quien intenta deliberadamente que otro le haga una confidencia, no suele estar seguro de contar con su confianza. Quien esta seguro de la confianza concede poco valor a la confidencia. 305. Equilibrio de la amistad. En nuestras relaciones con otro, muchas veces se consigue que la amistad vuelva a tener un equilibrio justo, si ponemos en nuestro platillo unos granos de injusticia. 306. Los médicos más peligrosos. Los médicos más peligrosos son aquellos que, siendo comediantes natos, imitan al médico que domina a la perfección desde que nació el arte de engañar. 307. Cuándo son apropiadas las paradojas. Para que personas ingeniosas acepten una cuestión, a veces basta con pretenderla como una paradoja descomunal. 308. Cómo ganarse a las personas valientes. Incitamos a una acción a las personas valientes, si se la pintamos como más peligrosa de lo que es. 309. Cortesías. Las personas que no nos agradan nos ofenden cuando son corteses con nosotros. 310. Hacer esperar. Una forma segura de exasperar a la gente y de inculcarles malas ideas, es hacerlas esperar. Esto desmoraliza. 311. Contra los que dan confianza. Quienes nos dan su confianza total se creen por ello con derecho a la nuestra. Es un razonamiento equivocado: una donación no engendra un derecho.

312. Una forma de tranquilizar. Basta muchas veces que a quien le hemos causado un mal le demos la oportunidad de burlarse de nosotros, para procurarle una satisfacción personal o para ganárnoslo. 313. Vanidad de la lengua. Tanto si ocultamos nuestras malas cualidades o nuestros vicios como si los reconocemos abiertamente, nuestra vanidad siempre trata de beneficiarse; observemos qué astutamente distingue entre a quién debemos ocultar esas cualidades y ante quién debemos ser francos y sinceros. 314. Por consideración. No querer mortificar ni herir a nadie, lo mismo puede ser una prueba de justicia como de timidez. 315. Imprescindible para discutir. Quien no sabe poner en hielo sus ideas no debe acalorarse al discutirlas. 316. Trato y arrogancia. Olvidamos la arrogancia cuando sabemos que estamos entre personas valiosas; estar solo genera jactancia. Los jóvenes son arrogantes, porque se relacionan con sus semejantes, y todos ellos, como no son nada, quieren que se los considere mucho. 317. Motivo para atacar. No atacamos sólo para dañar a alguien o para vencerlo, sino que a veces lo hacemos quizás por el mero placer de conocer su fuerza. 318. Adulación. Las personas que, en nuestra relación con ellas, pretenden adormecer nuestra prudencia con sus adulaciones, emplean un método peligroso, semejante a un narcótico, que si no nos adormece, nos deja más despiertos. 319. Buen escritor de cartas. Quien no escribe libros, piensa mucho y vive en una sociedad que no le gusta, por lo general escribirá buenas cartas. 320. No hay nada más feo. Es dudoso que un gran viajero haya encontrado en alguna parte del mundo lugares más feos que en el rostro humano. 321. Los compasivos. Las naturalezas compasivas que están siempre dispuestas a socorrer en la desgracia, raras veces

participan de las alegrías de los demás; cuando alguien se siente alegre, no tienen nada que hacer, están demás; no se sienten superiores y por eso dan fácilmente muestras de despecho. 322. Los parientes del suicida. Sus parientes reprochan al suicida que no siga en vida por el buen nombre de su familia. 323. Prever la ingratitud. Quien da algo grande no encuentra gratitud; porque quien lo recibe tiene que cargar con el pesado fardo de aceptarlo. 324. Entre gente sin ingenio. Nadie agradece al ingenioso el que se ponga al nivel de un grupo de gente en el que no se considera cortés mostrarse ingenioso. 325. Presencia de testigos. ¡Con qué gusto se tira uno dos veces al agua para salvar a alguien que se está ahogando, si hay gente delante que no se atreve a hacerlo! 326. Callarse. En una discusión, la forma más desagradable de contestar es enfadarse y callarse, porque el agresor interpreta generalmente ese silencio como un signo de desprecio. 327. El secreto del amigo. Pocas personas hay que cuando no encuentran un tema de conversación, no revelen los secretos más íntimos de un amigo. 328. Humanitarismo. El humanitarismo de quienes son célebres por su inteligencia, en sus relaciones con personas que no lo son, consiste en cometer errores por cortesía. 329. El apocado. Los individuos que no se sienten a sus anchas en una reunión social aprovechan cualquier ocasión para demostrar públicamente su superioridad ante los demás, a costa de alguien que tienen al lado y a quien son superiores, por ejemplo, lanzándole pullas. 330. Gratitud. Un alma delicada se siente molesta al saber que alguien debe estarle agradecida; un alma vulgar, al saber que debe estar agradecida a alguien. 331. Signo de incompatibilidad.

La señal más clara de incompatibilidad de opiniones entre dos individuos es que ambos se hablen entre sí con un poco de ironía, sin que ninguno de los dos se dé cuenta de dicha ironía. 332. Pretender algo por haberlo merecido. Pretender algo por haberlo merecido ofende más que pretenderlo sin haberlo merecido; el mérito es por sí solo una ofensa. 333. Peligro en la voz. Durante una conversación a veces nos molesta el tono de nuestra voz, y nos lleva a afirmar cosas que no corresponden a lo que opinamos. 334. En la conversación. El saber si en una conversación debemos dar o no dar la razón a otro es una mera cuestión de costumbre; ambas cosas son justificables. 335. Miedo al prójimo. Tenemos una disposición hostil en el prójimo, porque nos asusta que con ella se entere de nuestros secretos. 336. Distinguir con la censura. Algunas personas excelentes nos dirigen sus censuras con ánimo de hacernos una distinción. Tratan de darnos a entender cuánto les preocupamos. Nosotros las interpretamos de un modo totalmente equivocado, al tomar sus censuras en serio y defendernos de ellas; así enojamos a esas personas y nos enajenamos su voluntad. 337. Despecho por la benevolencia ajena. Nos equivocamos respecto al grado de odio o de miedo que creemos despertar, porque sabemos perfectamente en qué medida sentimos aversión por una persona, una tendencia o un partido; ellos, en cambio, nos conocen muy superficialmente y por eso nos odian sólo superficialmente. A menudo encontramos una benevolencia que no sabemos explicar, pero si llegamos a entenderla, nos ofende, porque demuestra que no nos toman bastante en serio, bastante en consideración. 338. Vanidades que se cruzan. Cuando se encuentran dos individuos cuya vanidad es igualmente grande, guardan después una mala impresión el uno del otro. Porque cada uno estaba tan preocupado por la impresión que deseaba causar al otro, que éste no causaba ninguna impresión en él; por último, ambos se dan cuenta de que han perdido el tiempo y se culpan de ello mutuamente. 339. Malos modos como buena señal. Al espíritu superior le complacen las faltas de tacto, las arrogancias y hasta las hostilidades que los

jóvenes tienen con él; son los malos modos de los caballos fogosos, que aún no han sido montados por ningún jinete, pero que pronto se sentirán orgullosos de llevarlo a él en sus lomos. 340. Cuándo es oportuno no tener razón. Hacemos bien al no rechazar las imputaciones que nos hacen, aunque sean injustas, cuando quien nos imputa la falta, vería mayor agravio aún por nuestra parte si le contradijéramos y sobre todo si le refutáramos. Bien es cierto que de este modo un individuo puede, al mismo tiempo, estar en un error y tener siempre razón, y acabar convirtiéndose, con la mejor conciencia del mundo, en el tirano y en el verdugo más insoportable. Y lo que vale para el individuo puede valer también para clases enteras de la sociedad. 341. Muy poco honrado. Las personas muy presuntuosas, a quienes manifestamos menos estimación de la que esperaban, tratan durante mucho tiempo de cambiar esta situación, tanto en lo que respecta a ellas como a nosotros, y se convierten en sutiles psicólogos para llegar a decidir que las hemos honrado suficientemente; pero si no logran su propósito, si se desgarra el velo de la ilusión, se entregan a un resentimiento mucho mayor aún. 342. Resonancias de estados primitivos en el habla. En la forma como emiten hoy sus opiniones los hombres en sociedad, es frecuente reconocer una resonancia de aquellos tiempos en que se entendían mejor con las armas que con ninguna otra cosa; unas veces manejan sus opiniones como el tirador que apunta con su arco, otras creemos oír un crujir y un restallar de espadas, y algunos dejan caer sus afirmaciones como el silbido estrepitoso de una sólida maza. Las mujeres, en cambio, hablan como seres que se han pasado miles de años sentadas ante el telar, manejando la aguja o jugando con los niños. 343. El narrador. Quien cuenta una historia deja ver fácilmente si la cuenta porque le interesa o porque quiere interesar con su relato. En este último caso, exagerará y usará superlativos y otros procedimientos semejantes. Generalmente, entonces las contará peor, porque no pensará tanto en el tema como en sí mismo. 344. El lector. Quien lee poemas dramáticos en voz alta descubre cosas de su carácter; su voz le resulta más natural en ciertos pasajes y escenas que en otros, por ejemplo, en los patéticos o en los grotescos; mientras que en la vida ordinaria tal vez sólo tenga ocasión de mostrarse apasionado o burlón. 345. Una escena de comedia que se puede observar en la vida. Un individuo se forma una opinión inteligente sobre cualquier tema con vistas a exponerla en una reunión social. En una escena de comedia, lo oiremos y lo veremos intentando sacar el tema a velas desplegadas, para embarcar en él a toda la concurrencia y poder introducir su observación, no dejando de llevar la conversación hacia ese único objetivo, perdiendo a veces la dirección de ésta, volviéndola a tomar, hasta que por fin llega el momento; casi le falta el aliento… y entonces cualquier otra persona se le

adelanta y le quita de la boca la opinión que él iba a exponer. ¿Qué hacer entonces? ¿Oponerse a su propia opinión? 346. Descortés sin pretenderlo. Cuando un individuo se muestra descortés con otro sin pretenderlo, por ejemplo, no saludándolo por no haberlo reconocido, aunque no puede reprocharse nada, se siente sumamente pesaroso, porque o le duele la mala opinión del otro, o teme las consecuencias de su enemistad, o sufre por haberlo herido de este modo, pueden verse resentidos su vanidad, su temor o hasta su compasión; o quizás las tres cosas a la vez. 347. Una obra maestra de perfidia. Expresar contra un conjurado la hiriente sospecha de que nos traiciona, en el momento mismo en que nosotros estamos cometiendo una traición, constituye una obra maestra de perfidia, consistente en hacer que el otro se ocupe de su persona y se vea obligado a comportarse durante un cierto tiempo con absoluta lealtad, mientras que el verdadero traidor se queda con las manos libres. 348. Ofender y ser ofendido. Es mucho más grato ofender y pedir perdón inmediatamente, que ser ofendido y perdonar. Quien está en el primer caso da primero una muestra de poder y luego otra de buen carácter. En cambio, el otro, si no quiere pasar por inhumano, está obligado de hecho a perdonar, mientras que el goce que podría producirle la humillación del otro se ve muy empañado por tener que cumplir esa obligación. 349. En la discusión. Cuando contradecimos la opinión de otro a la vez que exponemos la nuestra, el tener que atender constantemente a la opinión ajena perjudica la mayoría de las veces el aspecto natural de la nuestra, porque parecerá más decidida, más hiriente y quizás hasta un poco exagerada. 350. Artificio. Quien quiera conseguir de otro una cosa difícil, no deberá presentarle su plan como un problema, sino exponerlo con toda sencillez, como si no hubiese otra posibilidad; y en cuanto vea que en la mirada de su interlocutor aparece la objeción o la negativa, deberá cortar inmediatamente la conversación y no dejarle tiempo de decir nada. 351. Remordimientos después de participar en determinadas reuniones. ¿Por qué sentimos remordimientos después de haber abandonado a un grupo de personas frívolas? Porque hemos tomado a la ligera cosas importantes, porque no hemos hablado con toda buena fe al referirnos a determinadas personas o hemos guardado silencio cuando hubiésemos tenido que tomar la palabra, porque no nos hemos indignado y nos hemos ido cuando la situación lo requería; en suma, porque nos hemos comportado entre esa gente como si perteneciéramos a su misma categoría. 352. Nos juzgan equivocadamente.

Quien está siempre pendiente de cómo lo juzgan los otros, sólo sentirá disgusto, porque los que están más cerca de nosotros («los que mejor nos conocen») ya nos juzgan falsamente. Hasta los buenos amigos dejan al descubierto su resentimiento cuando nos dicen una frase envidiosa, y ¿seguirían siendo amigos nuestros si nos conocieran bien? Los juicios de los indiferentes nos sientan muy mal por su carácter tan imparcial y despersonalizado. Pero si llegamos a descubrir que alguien que nos es hostil nos conoce en un aspecto que hemos mantenido en secreto, tan bien como nos conocemos nosotros, ¡entonces sí que nos llevaremos un gran disgusto! 353. Tiranía del retrato. Los artistas y los políticos que, partiendo de datos aislados, trazan inmediatamente la imagen completa de una persona o de un acontecimiento, no pueden ser más injustos, porque exigen a posteriori que el acontecimiento o la persona sean realmente como los han pintado ellos; exigen sin titubeos de alguien que sea tan inteligente, tan astuto o tan injusto como ellos se lo imaginan. 354. El pariente, considerado como el mejor amigo. Los griegos, que sabían muy bien lo que es un amigo han sido el único pueblo en abrir un debate filosófico, profundo y variado, sobre la amistad, de forma que han sido los primeros, y hasta hoy los únicos, en ver en el amigo un problema digno de solución, esos griegos, digo, designaron al pariente con un término que era el superlativo de la palabra «amigo». Esto es algo que no me explico. 355. Honradez desconocida. Cuando en una conversación alguien se cita a sí mismo («ya te dije yo… «yo suelo decir…»), sus palabras parecen vanidosas, aunque a menudo se deben a todo lo contrario, porque son fruto de la honradez de no querer, en ningún caso, adornar ni emperifollar la ocasión con ideas que pertenecen al pasado. 356. El parásito. Denota una falta absoluta de sentimientos nobles el que prefiere vivir dependiendo de otro y a sus expensas, con la única finalidad de no verse obligado a trabajar, y muchas veces abrigando un íntimo resentimiento contra aquél de quien depende. Esta forma de ser resulta mucho más frecuente en mujeres que en hombres, y también mucho más excusable (por razones históricas). 357. En aras de la reconciliación. Hay circunstancias en que no se puede obtener una cosa de alguien más que ofendiéndolo y convirtiéndolo en enemigo: ese sentimiento de tener un enemigo lo atormenta de tal modo que aprovecha con gusto la primera señal de una disposición más suave para reconciliarse y entregar, en aras de esa reconciliación, aquello a lo que tenían tanto apego y que no quería darlo a ningún precio. 358. El pedir compasión como señal de pretensión. Hay individuos que, cuando montan en cólera y ofenden a otros, piden, primero, que no se los juzgue

con rigor, y, segundo, que se los compadezca, por verse sometidos a tan violentos paroxismos. Hasta ese punto llega la pretensión humana. 359. El cebo. No es cierto el dicho de que «todo hombre tiene un precio». Pero cabe descubrir qué cebo morderá cada uno. De ahí que para ganarse a más de uno para una causa, le basta un barniz de filantropía, de nobleza, de caridad, de sacrificio, ¿y a qué causa no se le puede dar ese barniz? Es la golosina y el caramelo de esas almas; otras almas prefieren otros cebos. 360. Actitud ante el elogio. Cuando sus buenos amigos elogian a un hombre de talento, éste acostumbrará a mostrarse contento por cortesía y benevolencia, aunque la cuestión no le importe lo más mínimo. Su ser más profundo es totalmente indiferente al respecto, y por eso no dará ni un paso para salir del sol o de la sombra donde se esconde; pero la gente quiere agradar con sus elogios y no dar muestras de alegría por ellos; sería afligir a quienes los hacen. 361. La experiencia de Sócrates. Cuando un individuo ha llegado a ser maestro en una cosa, suele ser a costa de haberse quedado en mero aprendiz en la mayoría de las demás; pero él se juzga exactamente al revés, como ya sabía Sócrates por experiencia. Este es el inconveniente que hace tan desagradable el trato con maestros. 362. Un medio de embrutecerse. En su lucha contra la estupidez, los justos y pacíficos acaban volviéndose brutales. Tal vez sea éste el mejor camino para los que tratan de defenderse; porque el argumento que mejor cuadra a una frente estúpida es el puño cerrado. Pero como el carácter de aquellos es, según he dicho, justo y pacífico, esta forma de legítima defensa les hace más daño que el que causa a otros. 363. La curiosidad. Si no existiera la curiosidad, haríamos pocas cosas buenas por el prójimo. Pero es la curiosidad la que, con el nombre de deber o de compasión, se cuela en la casa del desgraciado o del menesteroso. En el famoso amor materno quizás haya también una buena dosis de curiosidad. 364. Error de cálculo en sociedad. Uno desea resultar interesante por sus juicios, otro por sus simpatías y aversiones, un tercero por sus conocimientos sociales y un cuarto por su aislamiento… Y todos se equivocan lamentablemente. Porque aquél ante quien dan el espectáculo se imagina por tal motivo que él es el único espectáculo que resulta interesante. 365. El duelo. En favor de todos los duelos y lances de honor cabe decir que, si un hombre es tan susceptible que no

quiere seguir viviendo cuando tal o cual persona dice tal o cual cosa de él, tiene derecho a dejar que la muerte de uno o de otro resuelvan la cuestión. En cuanto al hecho de ser tan quisquilloso no hay nada que discutir, ya que en esto somos herederos del pasado, tanto de su grandeza como de sus excesos, sin los cuales no hubo nunca grandeza. Es una gran ventaja que ahora exista un código de honor que acepte la sangre en lugar de la muerte, de forma que baste un duelo ajustado a reglas para aliviar el alma, puesto que, de lo contrario, estarían en peligro muchas vidas humanas. Por lo demás, una institución así dispone a los hombres a cuidar sus expresiones y hace posible el trato entre ellos. 366. Nobleza y gratitud. Un alma noble se sentirá con gusto obligada a agradecer y no tratará de evitar con ansiedad las ocasiones de obligarse; asimismo mostrará después su gratitud con moderación. Las almas viles, en cambio, se guardan de todo lo que pueda obligarlos, o dan luego muestras exageradas y demasiado rápidas de gratitud. Por lo demás, esto sucede también en personas de baja extracción social o de condición humilde, porque el menor favor que se les haga, les parece un milagro de generosidad. 367. Los momentos de elocuencia. Hay individuos que, para hablar bien, necesitan a alguien que sea superior a ellos de un modo claro y patente; otros, en cambio, no son capaces de hacer uso de una entera libertad de palabra y de una elocuencia de hermosos giros lingüísticos más que en presencia de personas a quienes dominan. En ambos casos, la razón es la misma: ninguno de los dos habla bien más que cuando habla con comodidad, uno, porque ante una persona más inteligente que él no siente el aguijón de la rivalidad, de la competencia; el otro, porque no siente ese aguijón en presencia del inferior a él. Pero hay otra clase de individuos que, para hablar bien, necesitan verse impulsados por la emulación y el deseo de vencer. ¿Cuál de las dos clases es, entonces más ambiciosa: la que habla bien cuando se ve estimulada su ambición, o la que, en tal situación, habla mal o se calla? 368. El talento de la amistad. Entre los hombres que tienen un don especial para la amistad, cabe distinguir dos clases. Uno está elevándose constantemente y encuentra en cada fase de su evolución al amigo concreto que necesita. La serie de amigos que se hacen de esta forma difícilmente formará un conjunto homogéneo, existiendo entre ellos grandes diferencias y contradicciones, cosa que responde al hecho de que las fases ulteriores de su desarrollo anulan o modifican las fases precedentes. Un hombre así podría ser considerado, humorísticamente, como una escalera. El otro tipo está representado por aquél que ejerce un poder de atracción en caracteres y talentos muy diversos, de forma que se granjea un gran círculo de amigos, los cuales a su vez llegan a entablar relaciones de amistad entre ellos a pesar de todas sus divergencias. A un hombre así podemos compararlo con un círculo, porque es preciso que se dé previamente en él, de alguna forma, esa perfecta concordancia de situaciones y de naturalezas tan diversas. Por lo demás, el talento de tener buenos amigos supera, en muchas personas, al talento de ser un buen amigo. 369. Táctica en la conversación. Tras una conversación, nuestro interlocutor estará en la mejor de las disposiciones hacia nosotros si

le hemos dado la oportunidad de que desplegara en nuestra presencia todo el esplendor de su ingenio y de su amabilidad. De esto se aprovechan los avispados que quieren disponer a alguien en su favor, proporcionándole en e curso de una conversación las mejores ocasiones de hacer chistes o de brillar de alguna manera. Cabría imaginar un divertido diálogo entre dos tunantes en el que cada uno de los cuales quisiera congraciarse con el otro y para ello se dieran mutuamente durante la conversación las oportunidades de decir cosas brillantes, sin que ninguno de los dos las aprovechara; de forma que la conversación se desarrollaría totalmente desprovista de ingenio y de amabilidad, porque cada uno dejaría al otro la ocasión de mostrar esas buenas cualidades. 370. Válvula de escape del malhumor. El hombre que fracasa en algo prefiere atribuir ese fracaso a la mala voluntad de otro, antes que al azar. Suponer que una persona y no una cosa es la causa de nuestro fracaso descarga nuestro malhumor, porque de las personas podemos vengamos, mientras que los reveses de la suerte nos los hemos de tragar. De ahí que los que rodean a un príncipe, cuando éste fracasa en algo, suelan designar a una sola persona como causante de ello, sacrificándola al interés de todos los cortesanos; porque, de otro modo, el príncipe descargaría su malhumor sobre todos ellos, al no poderse vengar de la diosa de la suerte. 371. Adquirir el color del ambiente. ¿Por qué son tan contagiosas la inclinación y la aversión que apenas podemos vivir cerca de una persona de sentimientos fuertes sin llenarnos como un tonel de sus simpatías y de sus antipatías? Ello se debe, primeramente, a que resulta muy difícil, y a veces insoportable, a nuestra vanidad abstenerse totalmente de juzgar, ya que esto da la misma impresión que la pobreza de inteligencia y de sentimientos o que la pusilanimidad y la falta de virilidad; de este modo nos vemos arrastrados al menos a tomar partido, incluso contra las tendencias de nuestro entorno si esa actitud complace más a nuestro orgullo. Pero, en segundo lugar, de ordinario no tenemos conciencia alguna del paso de la indiferencia a la simpatía o a la aversión; por el contrario, nos acostumbramos gradualmente a las formas de sentir de nuestro ambiente, y como resultan tan agradables la comprensión mutua y la vinculación por lazos de simpatía, no tardamos en adquirir todas las marcas y todos los colores de ese entorno. 372. La ironía. La ironía no es oportuna, sino como medio pedagógico, usado por un maestro en sus relaciones con sus alumnos, cualesquiera que sean éstas. Su afinidad es causar esa vergüenza y esa humillación de carácter saludable que suscita buenas resoluciones y obliga a respetar y a agradecer a quien nos ha tratado así, como a un médico. El que usa la ironía sabe fingir ignorancia tan bien que los alumnos que conversan con él se engañan en este punto, atreviéndose a creer de buena fe en la superioridad de su propio saber y entregándose a discusiones de todo tipo; pierden todas sus inhibiciones y se muestran como son, hasta que llega el momento requerido en que el cabo de vela que esgrimían ante las barbas de su maestro deja caer sobre ellos sus rayos tan humillantes. Cuando no se dan unas relaciones como las existentes entre un maestro y un alumno, la ironía es una inconveniencia y una vulgaridad. Todos los escritores irónicos caen dentro de esa categoría de individuos que quieren tener el placer de sentirse superiores a todos los demás, incluyendo al autor a

quien consideran representante de su pretensión. El hábito de ser irónico, como el de ser sarcástico, corrompe el resto del carácter, al conferirle poco a poco una forma maligna de goce: un individuo así acaba pareciéndose a un perro ladrador que, no contento con morder, hubiera aprendido también a reírse. 373. La arrogancia. De nada debemos guardamos tanto como del crecimiento de esa mala hierba llamada arrogancia, que nos echa a perder nuestras mejores cosechas, porque puede haber arrogancia en la cordialidad, en la manifestación de respeto, en la familiaridad bienintencionada, en el halago, en el consejo amistoso, en la confesión de nuestras faltas, en la compasión hacia otro, y todas esas cosas hermosas despiertan repugnancia cuando crece entre ellas esa mala hierba. El arrogante, es decir, quien se quiere dar más importancia de la que tiene o de la que se le reconoce, hace siempre un mal cálculo. Cuenta sin duda con el éxito inmediato, en el sentido de que las personas ante las que muestra su arrogancia de ordinario le rinden homenaje en la misma medida que reclama, bien por timidez o bien por negligencia, pero se vengan malévolamente restándole del valor que le concedían hasta entonces el equivalente de lo que les ha reclamado de más. Nada hace pagar a los hombres, más caro que la humillación. El arrogante puede llegar a hacer tan sospechoso y mezquino a los ojos de los demás, su mérito real y eminente, que éstos lo pisotean sin quitarse siquiera el polvo de los pies. Incluso deberíamos no mostrarnos orgullosos más que cuando estuviéramos totalmente seguros de que no se nos iba a interpretar mal ni a considerar arrogantes, como delante de nuestros amigos o de nuestra esposa, por ejemplo. Porque no hay locura mayor en el trato con la gente que atraerse la reputación de arrogante; es peor que no haber aprendido a mentir con cortesía. 374. El diálogo. El diálogo es la conversación perfecta, porque todo lo que dice uno recibe su matiz peculiar, su tono, el gesto que lo acompaña, referido estrictamente al otro interlocutor , es decir, se produce aquí el equivalente de lo que ocurre en la correspondencia epistolar donde un mismo individuo muestra su alma utilizando diez formas diferentes de expresión, según que escriba a tal o cual persona. En el diálogo no hay más que una sola refracción del pensamiento; es el interlocutor quien la produce, al ser el espejo donde queremos reflejar nuestras ideas con toda la belleza posible. Pero ¿qué sucede cuando son dos, tres o más los interlocutores? Entonces la conversación pierde necesariamente la finura propia de lo individual, aumentan y se anulan las diversas referencias al otro; el sesgo que satisface a uno no responde a lo que quiere decir el otro. Asimismo, en compañía de varias personas, el hombre se ve forzado a replegarse en sí mismo, a presentar los hechos como son, pero también a privar a las cosas de esa atmósfera impregnada de humanidad que hace que una conversación sea una de las cosas más agradables del mundo. No hay más que escuchar el tono que suelen emplear los hombres cuando están ante un grupo de personas; parece como si el denominador común de su discurso fuera: «¡Esto es lo que yo soy y esto es lo que yo digo: ahora, piensen lo que lo que quieran!». Ésta es la razón de que las mujeres inteligentes dejen muy a menudo una impresión sorprendente, penosa y desagradable en quien las ha conocido en sociedad: el tener que hablar delante de muchas personas les priva de todo su encanto intelectual, mientras aquella luz tan fuerte sólo deja ver su egocentrismo deliberado, su táctica y su intención de triunfar públicamente; en cambio, esas mismas damas, en sus diálogos, vuelven a ser mujeres y recuperan

toda la gracia de su ingenio. 375. Gloria póstuma.

Esperar que se reconozca el valor de algo en un lejano futuro sólo tiene sentido si se admite que la humanidad es inmutable en su esencia y que toda grandeza debe ser considerada como tal, no en un solo momento, sino en todos los tiempos. Pero esto es un error; la humanidad evoluciona intensamente en todo lo que su sensibilidad y su juicio le hacen encontrar bello y bueno; es una quimera creer que hemos hecho una legua de camino y que toda la humanidad nos sigue por esa misma ruta. Además, un sabio ignorado hoy puede estar totalmente seguro de que otros volverán a descubrir lo mismo que él y que un día, mucho después, algún historiador, a lo sumo, le reconocerá el mérito de haber sabido también esto y aquello, aunque no estuviera en condiciones de lograr que los demás creyeran en su causa. El hecho de no haber sido reconocido en su época lo interpreta siempre la posteridad como una falta de fuerza. En pocas palabras, no debemos tomar tan fácilmente la decisión de aislamos por pura soberbia. Hay casos excepcionales, ciertamente; pero la mayoría de las veces son nuestros defectos, nuestras debilidades y nuestras locuras quienes impiden el reconocimiento de nuestras cualidades eminentes. 376. Sobre los amigos.

Considera, por una vez, qué diversos son los sentimientos y qué dispares, respecto a los tuyos, hasta de tus amigos más cercanos; cuántas opiniones incluso semejantes a las tuyas tienen, en la cabeza de tus amigos, una orientación y una fuerza muy distintas a las que tienen en la tuya; cuántas ocasiones hay de que se entiendan mal, de que se separen recíprocamente enemistados. Después de todo esto, te dirás: «¡Qué inseguro es el terreno en el que se asientan todas nuestras relaciones y amistades. Qué cerca están los fríos chaparrones y la intemperie, qué solo está todo hombre!». Quien se da cuenta de esto y de que, más aún que todas sus opiniones, el género y la fuerza de éstas son, en sus semejantes, tan necesarias e irresponsables como sus actos; quien llega a saber discernir esa necesidad interior de las opiniones en el entramado irreductible del carácter, de las profesiones, de las aptitudes y del medio ambiente; éste tal, digo, se verá libre quizás de la amargura y del sentimiento áspero que hiciera exclamar al sabio famoso: «¡Amigos, no hay amigos!». Por el contrario, se dirá: «Sí, hay amigos, pero es el error y la ilusión sobre tu persona lo que los lleva a ti; y tendrán que aprender a guardar silencio para seguir siendo amigos tuyos». Porque la base de casi todas las relaciones humanas de este tipo es que hay un cierto número de cosas que no se dirán jamás, que ni siquiera aflorarán a los labios; pese a lo cual esos guijarros echarán a rodar, la amistad se irá tras ellos y se romperá. ¿Habrá hombres capaces de no ser heridos de muerte si llegan a descubrir lo que piensan de ellos en el fondo sus amigos más íntimos? Aprendiendo a conocernos a nosotros mismos, a considerar nuestro ser como una esfera inestable de opiniones y de estados de ánimo, y a despreciarlo un poco por ello, restableceremos el equilibrio con los demás. Bien es cierto que tenemos razones de peso para estimar en poco a todos los que conocemos, aunque fuesen los más grandes; pero también las tenemos para volver ese sentimiento contra nosotros mismo; puede que entonces nos llegue un día a cada uno la hora de alegría que nos haga exclamar: «¡Amigos, no hay amigos!», exclamó el sabio al morir. «¡Enemigos, no hay enemigos!», exclamo yo, el necio viviente.

CAPÍTULO SÉPTIMO: LA MUJER Y EL NIÑO 377. La mujer perfecta. La mujer perfecta es un tipo de ser humano superior al varón perfecto, aunque también más escaso. La historia natural de los animales ofrece un medio de hacer verosímil esta proposición. 378. Amistad y matrimonio. El mejor amigo tendrá probablemente también la mejor esposa, puesto que un buen matrimonio se funda en el talento de la amistad. 379. Supervivencia de los padres. Las disonancias no resueltas entre el carácter y las ideas de los padres se perpetúan en el ser del niño y configuran la historia de sus sufrimientos íntimos. 380. Legado materno. Todo hombre lleva en sí una imagen de la mujer que corresponde a la de su madre; ella es la que le impulsa a sentir ante las mujeres en general respeto, desprecio o mera indiferencia. 381. Corregir la naturaleza. Quien no tiene un buen padre, ha de buscárselo. 382. Padres e hijos. Los padres tienen mucho que hacer para expiar el hecho de tener hijos. 383. Error de las mujeres distinguidas. Las mujeres distinguidas piensan con toda ingenuidad que una cosa no existe si no se puede hablar de ella en sociedad. 384. Una enfermedad de los varones. El remedio más seguro para esa enfermedad masculina que es el autodesprecio consiste en ser amado por una mujer inteligente. 385. Un tipo de celos. Las madres sienten fácilmente celos de los amigos de sus hijos, cuando ejercen una notable influencia en éstos. De ordinario, lo que una madre ama en su hijo es más a ella misma que a su hijo. 386. Desatino razonable. En la madurez de su vida y de su inteligencia, lo asalta al hombre el sentimiento de que su padre se equivocó al engendrarlo.

387. Bondad materna. Ciertas madres necesitan que sus hijos sean felices y honrados; otras, que sean desdichados, porque de lo contrario no podrían manifestar su bondad de madres. 388. Suspiros distintos. Algunos hombres suspiran porque les han quitado su mujer; pero la mayoría lo hace porque nadie ha querido quitársela. 389. Matrimonios por amor. Las uniones contraídas por amor (lo que llamamos matrimonios por amor) tienen al error por padre y a la necesidad (la carencia) por madre. 390. Amistad de mujeres. Las mujeres pueden muy bien entablar amistad con un hombre, pero para mantener esa amistad ha de darse cierta antipatía física. 391. El aburrimiento. Muchas personas, principalmente mujeres, no conocen el aburrimiento porque no han aprendido nunca a trabajar con regularidad. 392. Un elemento del amor. En toda clase de amor femenino se deja ver también algo de amor materno. 393. La unidad de lugar y el drama. Si el marido y la mujer no vivieran juntos, serían más frecuentes los buenos matrimonios. 394. Consecuencias habituales del matrimonio. Toda relación que no nos eleva, nos rebaja y a la inversa; por eso los hombres suelen descender algo cuando se casan, mientras que las mujeres se elevan un poco. Los hombres demasiado inteligentes necesitan el matrimonio, que les repugna, lo mismo que una medicina aborrecida. 395. Enseñar a mandar. A los hijos de familias modestas hay que enseñarles a mandar, lo mismo que a los demás niños se les enseña a obedecer. 396. El deseo de enamorarse. No es raro que las personas que se han casado por interés mutuo se esfuercen en enamorarse para escapar al reproche de frialdad y de cálculo interesado. Es lo mismo que quienes vuelven por interés a ser católicos y se esfuerzan en ser realmente piadosos, porque así les resultan más fáciles los gestos

religiosos. 397. No hay sosiego en el amor. Un músico a quien le guste el movimiento lento tocará el mismo fragmento cada vez más despacio. De modo que ningún amor conoce el sosiego. 398. Pudor. En general, el pudor de la mujer aumenta a tenor de su belleza. 399. El buen matrimonio. Un buen matrimonio es aquél en el que cada cónyuge trata de conseguir un objetivo personal por medio del otro; por ejemplo, la mujer quiere conseguir posición social a través del marido, y el marido amor gracias a la mujer. 400. Naturaleza de Proteo. Por amor, las mujeres se convierten en lo que son en la imaginación de los hombres que las aman. 401. Amor y posesión. La mayoría de las veces, la forma como las mujeres aman a un hombre de valor es quererlo sólo para ellas. Si no se lo impidiera su vanidad, lo encerrarían bajo llave; pero su vanidad las impulsa a exhibirlo delante de las demás. 402. La prueba de un buen matrimonio. La prueba de la calidad de un matrimonio consiste en que admita alguna vez una «excepción». 403. Medio para que cualquiera haga cualquier cosa. A fuerza de disgustos, preocupaciones, trabajo abrumador e ideas agobiantes, se puede cansar y debilitar a cualquier hombre hasta el punto de que se preste a hacer algo que parece complicado, en lugar de oponerse a ello. Esto lo saben muy bien los diplomáticos y las mujeres. 404. Honorabilidad y sinceridad. Esas muchachas que no quieren deber más que al atractivo de su juventud un futuro asegurado para toda su vida y cuya astucia es incluso fomentada por sus experimentadas madres, buscan exactamente lo mismo que las prostitutas, sólo que aquellas son más inteligentes y menos sinceras que éstas. 405. Máscaras. Hay mujeres que, por más que se busque en ellas, no tienen realidad interior, que no son más que máscaras. Es digno de lástima un hombre que se une a estos seres casi fantasmales, necesariamente decepcionantes, pero capaces precisamente de despertar con más fuerza el deseo del hombre; se lanza a la búsqueda de su alma… y no para de buscarla.

406. El matrimonio como una larga conversación. A la hora de contraer matrimonio hay que hacerse esta pregunta: ¿Crees poder tener una agradable conversación con esta mujer hasta la vejez? Lo demás del matrimonio es transitorio, ya que casi toda la vida en común se dedica a conversar. 407. Sueños de muchachas. Las muchachas inexpertas abrigan la halagadora idea de que pueden hacer feliz a un hombre; luego, se dan cuenta de que es despreciar a un hombre pensar que le basta una muchacha para ser feliz. La vanidad femenina exige que un hombre sea algo más. 408. Desaparición de Fausto y de Margarita. Según una observación muy perspicaz de un erudito, los hombres cultos de la Alemania actual parecen una mezcla de Mefistófeles y de Wagner, pero no se parecen a aquel Fausto que sus abuelos sentían agitarse dentro de ellos, al menos en su juventud. Así, entonces, por seguir con esta idea, hay dos razones por las que no les convienen las Margaritas. Y como no hay demanda de ellas, lo más posible es que desaparezcan. 409. Las muchachas en el liceo. ¡Por nada del mundo consientan que las muchachas se sometan a la formación que imparten en nuestros liceos! Puesto que esa formación convierte con excesiva frecuencia a unos adolescentes llenos de ingenio, de ardor y de ansias de saber.. ¡En un calco de sus maestros! 410. Sin rivales. Las mujeres, al ver a un hombre, se dan cuenta inmediatamente si su alma está ya conquistada, porque, como quieren ser amadas sin rivales, al que se apasiona por la política, la ciencia o el arte le achacan que lo mueve la ambición. A menos que con estas actividades el hombre en cuestión obtenga algún brillo, porque entonces verán que, uniéndose amorosamente a él, aumentarán el brillo de ellas, en cuyo caso le concederán sus favores. 411. La inteligencia femenina. La inteligencia de las mujeres se manifiesta como perfecto dominio, presencia de ánimo y aprovechamiento de todo beneficio. Es una cualidad arraigada que transmiten a sus hijos, y a la que el padre añade el fondo oscuro de la voluntad. Su influencia determina, por así decirlo, el ritmo y la armonía, con los que se interpretará la nueva vida; pero la melodía la pone la mujer. A las personas perspicaces les diré que las mujeres tienen el entendimiento y los hombres la sensibilidad y la pasión. Esto no contradice el hecho de que los hombres desarrollen mucho más su inteligencia, puesto que sus impulsos son más profundos y poderosos, y ellos son los que llevan tan lejos su inteligencia, la cual es en sí un elemento pasivo, en cierta manera. Las mujeres suelen asombrarse interiormente de la gran veneración que tributan los hombres a su sensibilidad. De este modo, si en la elección del cónyuge, los hombres buscan ante todo a un ser dotado de profundidad y de sensibilidad, y las mujeres a un ser

brillante, sagaz y con presencia de ánimo resulta claro que, en el fondo, el hombre busca al hombre ideal, y la mujer a la mujer ideal, es decir, que no buscan su complemento, sino la plenitud de sus propias cualidades. 412. Confirmación de un juicio de Hesíodo. Una prueba de la astucia femenina es que casi en todas partes han logrado que las mantuvieran, como zánganos, en las colmenas. Considérese lo que esto significa; de hecho, originariamente, y por qué no, son los hombres los que han hecho que los mantengan las mujeres. Seguramente porque la vanidad y la ambición masculinas son mayores que la astucia femenina, porque las mujeres, con su sumisión, han sabido asegurarse la ventaja preponderante y hasta el dominio. Tal vez hasta el cuidado de los niños pudo servir originariamente de pretexto a la astucia femenina para sustraerse lo más posible al trabajo. Incluso hoy, si se dedican en serio a algo, por ejemplo, a las tareas del hogar, hacen una ostentación tan maravillosa de ello, que los hombres suelen estimar el mérito de esta actividad diez veces más de lo que vale. 413. Los que se enamoran están miopes. A veces bastan unas gafas de mayor graduación para curar al enamorado: y quien tenga la suficiente imaginación para representarse un rostro o un talle con veinte años más, irá quizás por la vida sin demasiadas complicaciones. 414. Cuando odian las mujeres. Cuando están llenas de odio, las mujeres son más peligrosas que los hombres; primero, porque una vez excitada su hostilidad no las retiene ninguna apelación a la equidad y, si no encuentran ningún obstáculo, dejan que su odio llegue hasta sus últimas consecuencias; segundo, porque saben descubrir los puntos débiles (todo hombre y todo partido tiene los suyos) y hundir allí el acero, para lo que el afilado puñal de su inteligencia les presta excelentes servicios (mientras que la visión de las heridas retiene a los hombres, inspirándoles a menudo actitudes generosas y conciliadoras). 415. El amor. La idolatría que profesan las mujeres al amor es en esencia, originariamente, una invención de su astucia, en el sentido de que todas esas idealizaciones del amor les sirven para aumentar su poder y para resultar cada vez más deseables a los ojos de los hombres. Pero el hábito secular de esta valoración exagerada del amor, las ha hecho caer en sus propias redes, porque han olvidado ese origen. Ahora ellas son engarzadas más aún que los hombres, por ello sufren más desilusiones de las que se producen casi fatalmente en la vida de toda mujer, suponiendo, —claro está— que tenga la suficiente imaginación e inteligencia para poder distinguir entre ilusión y desilusión. 416. Sobre la emancipación de la mujer. ¿Pueden ser justas las mujeres en general, estando tan habituadas a amar y a dejarse llevar por sentimientos arbitrarios, a favor o en contra? Por eso difícilmente se sienten atraídas por una causa, sino más bien por personas; con todo, cuando abrazan una causa, se convierten pronto en activistas de ésta,

comprometiendo con ello su resplandor puro e inocente. A consecuencia de esto es un peligro nada despreciable confiarles la política y ciertas áreas de la ciencia (por ejemplo, la historia). Efectivamente, ¿hay algo más raro que una mujer que sepa realmente lo que es la ciencia? Las mejores de ellas abrigan incluso un íntimo desdén hacia la ciencia, como si fueran superiores a ella no se sabe en qué aspecto. Tal vez todo esto pueda cambiar; esperémoslo, pero así es. 417. La inspiración en el juicio de las mujeres. Esas decisiones repentinas a favor o en contra que suelen tomar las mujeres, esos estallidos fulminantes de simpatía y de aversión que iluminan de pronto sus relaciones personales, en suma, las manifestaciones de la injusticia femenina, han sido rodeadas de una aureola de gloria por los hombres enamorados, como si todas las mujeres tuviesen sabias inspiraciones, hasta sin el trípode délfico ni la corona de laurel, y mucho tiempo después se interpretan y se comentan sus sentencias como si fueran oráculos sibilinos. No obstante, si consideramos que en toda persona y en toda causa cabe encontrar algo de valor en favor de ella, al igual que algo rechazable, que no hay nada que no tenga no sólo dos, sino tres y cuatro caras, difícilmente diremos que estas decisiones repentinas están sometidas al error total; podría incluso decirse que la naturaleza de las cosas está dispuesta de tal modo, que las mujeres siempre tienen razón. 418. Dejarse querer. Como de dos personas que se quieren, una es ordinariamente la que ama y otra la que es amada, se ha acabado creyendo que en toda relación amorosa se da una cantidad constante de amor, y que cuanto más toma de ella uno de los miembros de la pareja, menos le queda al otro. Excepcionalmente, la vanidad persuade a cada uno de ellos de que él es quien debe ser amado, aunque ambos traten igualmente de dejarse querer; ello produce, especialmente en el matrimonio, una serie de escenas en las que lo cómico compite con lo absurdo. 419. Contradicciones en las cabezas femeninas. Como a las mujeres les interesan mucho más las personas que las cosas, en su círculo de ideas se concilian tendencias que son lógicamente contradictorias entre sí; suelen entusiasmarse alternativamente por los representantes de esas tendencias y adoptar sus sistemas en conjunto; pero de forma que quede siempre un vacío para que pueda ocuparlo otra persona. Es posible que, en la cabeza de una mujer anciana, toda la filosofía se reduzca a vacíos de este tipo. 420. ¿Quién sufre más? Después de una discusión, de una riña personal entre un hombre y una mujer, a uno de ellos le duele sobre todo pensar que ha hecho daño al otro, mientras que a éste lo atormenta principalmente la idea de no haber hecho sufrir lo bastante al primero, razón por la cual se esfuerza luego en angustiarse el corazón con lágrimas, sollozos y expresiones de desolación. 421. Una oportunidad para la generosidad femenina. Si por una vez nos situáramos mentalmente más allá de las exigencias de la moral, podríamos sin

duda preguntarnos si la naturaleza y la razón no forzarían al hombre a contraer varios matrimonios sucesivos, en el sentido siguiente: A los veintidós años se casaría con una mujer madura, intelectual y moralmente superior, y capaz de ayudarlo a sortear los peligros que lo acechan hasta cumplir los treinta años (ambición, odio, autodesprecio, pasiones de todo tipo). Más tarde, el amor de esa mujer se convertiría totalmente en cariño materno y no sólo toleraría, sino que exigiría, en beneficio de ese hombre, que se casara al llegar a los treinta con una muchacha joven de cuya educación se encargaría él directamente. De los veinte a los treinta años el matrimonio es una institución necesaria; de los treinta a los cuarenta sólo es útil; y el resto de la vida ejerce una acción perniciosa, porque fomenta el retroceso espiritual del hombre. 422. Tragedia de la infancia. Indudablemente no es raro que los hombres de aspiraciones nobles y grandes hayan tenido que sostener sus luchas más duras durante su infancia, porque para imponer su forma de pensar tendrán quizás que enfrentarse a la miseria espiritual de un padre dado a la falsedad y a la mentira, o, como Lord Byron, vivir en constante conflicto con una madre pueril y sumamente irascible. Cuando se ha pasado por esto, ya no lo consuela a uno saber el resto de su vida quién ha sido realmente su mayor y más peligroso enemigo. 423. Insensatez de los padres. Los errores básicos de un individuo son los cometidos por sus padres: esto es un hecho; pero ¿cómo explicarlo? ¿Tienen los padres una experiencia demasiado diversa de su hijo y por ello son incapaces de reducirla a la unidad? Cabe observar que quienes visitan países extranjeros sólo captan los rasgos distintivos de sus gentes al principio de su estancia; cuanto más van conociendo a esas gentes, más difícilmente llegan a distinguir sus peculiares características. Cuando sus ojos se acostumbran a verlas de cerca, dejan de percibir las distancias. ¿Juzgarán falsamente los padres a sus hijos porque les ha faltado la perspectiva suficiente? Otra explicación totalmente distinta sería la siguiente: el hábito hace que los hombres se contenten con aceptar su entorno inmediato y dejan de reflexionar sobre él. Esta falta de reflexión debida al hábito ocasiona quizás que los padres, obligados a juzgar a sus hijos, los juzguen tan equivocadamente. 424. Sobre el futuro del matrimonio. Esas mujeres de espíritu libre y noble que se imponen la tarea de educar y elevar al sexo femenino, no deberían descuidar una cuestión: El matrimonio, en su más alto sentido, como una amistad espiritual entre dos seres de distinto sexo, es decir, contraído, como se espera que lo sea en el futuro, con el único fin de engendrar y educar a una nueva generación; un matrimonio así, digo, que no recurre al sexo sino en raras ocasiones y siempre con la vista puesta en fines más elevados, es de temer que necesite la ayuda natural del concubinato; porque si para garantizar la salud del marido, es preciso que la mujer casada se pliegue también a la satisfacción exclusiva de sus necesidades sexuales, el punto de vista que determine la elección de una esposa será falso y opuesto a los fines mencionados; la realización del deseo de tener descendencia será dejado al azar y resultará muy improbable una educación feliz. En general, una buena esposa que fuese a la vez amiga, colaboradora, engendradora de hijos, madre, cabeza de familia y

administradora, teniendo quizás que atender sus asuntos y cumplir sus funciones independientemente de su marido, no podría ser también una concubina, porque supondría exigirle demasiado. De este modo, podría ocurrir en el futuro lo contrario de lo que pasaba en Atenas en la época de Pericles: los hombres, que apenas consideraban a sus esposas más que como concubinas, acudían a veces a visitar a mujeres como Aspasia*, cuando necesitaban el encanto y el desahogo sentimental e intelectual de ese trato agradable que sólo saben proporcionar la gracia y la versatilidad espiritual del sexo femenino. Todas las instituciones humanas, como el matrimonio, no permiten en la práctica más que un grado moderado de idealización a falta de lo cual pronto se deja sentir la necesidad de recurrir a burdos remedios. *Aspasia: Célebre griega notable por su talento y cultura, en cuya casa se reunían los filósofos y escritores más conocidos de la época. (N. de T.) 425. El Storm and drang** de las mujeres. En los tres o cuatro países civilizados de Europa, tras unos siglos de educación, será posible convertir a las mujeres en todo lo que se quiera, incluso en hombres, no en un sentido sexual, por supuesto, pero si en cualquier otro sentido. Sometidas a una influencia educativa tal adquirirán un día todas las fuerzas y las virtudes viriles, necesariamente acompañadas, claro está, de las debilidades y de los vicios correspondientes; como he dicho, esto se puede conseguir. Pero ¿cómo soportaremos el estado de transición que esto implica y que puede abarcar un cierto número de siglos, durante los cuales las locuras e injusticias que nos han estado regalando las mujeres en todas las épocas seguirán predominando sobre todo lo aprendido que hayan sumado a ellas? Será esa una época en que la ira constituirá la pasión propiamente viril, una ira producida por el hecho de ver que todas las artes y las ciencias se encuentran inundadas y encenagadas en un dilettantismo inusitado, que la filosofía agoniza con la palabrería enloquecedora de tales charlatanas, que la política se vuelve más arbitraria y partidista que nunca, que la sociedad se halla en plena disolución, todo ello porque las guardianas de los antiguos usos sociales se sentirán ridículas ante sí mismas y tratarán de mantenerse fuera de ellos en todos los aspectos. Si efectivamente las mujeres ostentaban su mayor poder dentro de esos usos sociales, ¿a qué tendrán que recurrir para recuperar un poder del mismo calibre una vez que hayan renunciado a esos usos? **Literalmente significa Tormenta y Pasión , título de un drama de F. M. Klinger que sirvió para designar un movimiento cultural que floreció en Alemania entre los años 1765 y 1785; se caracterizó por la impetuosidad del pensamiento y del estilo de la nueva generación; inspirada en las obras de Rousseau, Klopstock y Herder, surgió como reacción contra el iluminismo y concedió más importancia a las fuerzas vitales que a la razón. (N. de T.) 426. Los espíritus libres y el matrimonio. ¿Vivirán con mujeres los espíritus libres? En general, creo que quienes, como los pájaros proféticos de la antigüedad, piensan y anuncian la verdad del presente, preferirán volar solos. 427. La felicidad del matrimonio. Toda costumbre nos envuelve en una red cada vez más tupida de hilos de araña; pronto nos damos cuenta de que esos hilos se han convertido en lazos y que nos hemos quedado en medio de la tela, como una araña que está allí prisionera, sin más alimento que su propia sangre. Por eso el espíritu libre odia

todas las reglas y hábitos, todo lo verdadero y definitivo, porque desgarra una y otra vez con dolor la tela que lo envuelve, aunque haya de sufrir con ello numerosas heridas, grandes y pequeñas, porque esos hilos ha de arrancárselos de sí mismo, de su cuerpo, de su alma. Ha de aprender a amar lo que odiaba hasta entonces, y a la inversa. Aún más, debe poder sembrar dientes de dragón en el mismo campo donde antes derramaba los cuernos de la abundancia de su bondad. De esto se podrá deducir si el espíritu libre está hecho para la felicidad del matrimonio. 428. Demasiado cerca. Al vivir demasiado cerca de alguien, sucede como si estuviéramos tocando continuamente con los dedos un buen grabado: un buen día no tendríamos en las manos más que un papel sucio y sin valor. También el alma humana, a fuerza de tocarla constantemente, acaba desgastándose; al menos, acaba pareciéndonoslo, no volvemos a encontrar en ella su dibujo y su belleza originales. Perdemos siempre algo de ellos en nuestro trato demasiado íntimo con mujeres y amigos; y a veces lo que perdemos con eso es la perla de sus vidas. 429. La jaula de oro. El espíritu libre no respirará a pleno pulmón hasta que decida sacudiese esa solicitud y esa vigilancia maternales con que lo rodean tan tiránicamente las mujeres. ¿Qué daño puede hacerle esa corriente de aire algo fuerte de la que lo protegían con ansiedad? ¿Qué importancia tienen un perjuicio real, una pérdida, un accidente, una enfermedad, una deuda, un extravío más o menos en su vida, en comparación con la servidumbre de esa jaula de oro, de esos espantamoscas de plumas de pavo real y del sentimiento abrumador de tener que estar encima agradecido por ser mimado y cuidado como un niño pequeño? De ahí que esa leche que le sirven con un espíritu tan maternal las mujeres que lo rodean puede convertirse muy fácilmente en hiel. 430. Víctima voluntaria. Para las mujeres valiosas, el mejor medio de facilitar la vida a sus maridos, cuando son hombres importantes y célebres, es convertirse de alguna manera en el receptáculo de la hostilidad general y en ocasiones de las muestras de malhumor de los demás. Los contemporáneos toleran ordinariamente muchos errores y manías a sus grandes hombres, e incluso actos vulgares de injusticia, si tienen una víctima a quien maltratar e inmolar para descargar su bilis. No es raro que una mujer sienta la ambición de ofrecerse a tal sacrificio, en cuyo caso el hombre puede sentirse muy satisfecho, a condición, claro está, de que sea lo bastante egoísta para aceptar a su lado esa especie de pararrayos y de paraguas voluntarios. 431. Adversarios amables. La tendencia que tienen por naturaleza las mujeres a una vida tranquila y ordenada y a unas relaciones armónicas y felices, esa especie de aceite que extiende su influjo para apaciguar el mar de la vida, va involuntariamente en contra de la tendencia íntima del espíritu libre a un mayor heroísmo. Sin duda, las mujeres hacen lo que el que quita las piedras del camino por donde ha de pasar un mineralogista para que no tropiecen sus pies con ellas, cuando precisamente éste, se ha puesto en camino con el único fin de

encontrarlas. 432. Disonancia de dos consonancias. Las mujeres quieren servir, y encuentran en ello su felicidad; y el espíritu libre no quiere ser servido, y encuentra en ello su felicidad. 433. Jantipa. Sócrates encontró la mujer que necesitaba, aunque tampoco la hubiera buscado de haberla conocido lo suficiente, porque el heroísmo de este espíritu libre no hubiese llegado hasta ese extremo. El hecho es que Jantipa lo impulsó siempre a cumplir su misión originaria, al hacerle su casa inhabitable e inhóspito: Fue ella quien le enseñó a vivir en la calle y a andar vagabundeando y charlando por todas partes, haciendo de él el mayor dialéctico de las calles de Atenas. Por último, él mismo acabó comparándose con un tábano que un dios hubiera puesto en la parte más alta del lomo de ese hermoso caballo que era Atenas, para no dejarle descansar nunca. 434. Ceguera para lo lejano. Lo mismo que las madres no sienten ni ven realmente más que los sufrimientos de sus hijos, que caen dentro de su sensibilidad y de sus ojos, las mujeres de los hombres con aspiraciones elevadas no pueden soportar tampoco el ver a sus maridos sufriendo incomprensiones y desprecios, mientras que todo ello es quizás no sólo un signo de que han tomado el camino correcto en la vida, sino también la garantía de que un día han de alcanzar sus ambiciosos objetivos. Las mujeres intrigan siempre en secreto contra la grandeza de alma de sus maridos; tratan de frustrarles su futuro, en aras de un presente cómodo y sin preocupaciones. 435. Poder y libertad. Por mucho que valoren las mujeres a sus maridos, respetan más aún el poder y las ideas socialmente reconocidos. Al haber estado, durante milenios, inclinadas ante todos los amos, con las manos cruzadas en el pecho, se han acostumbrado a plegarse a la opinión de otro y desaprueban toda sublevación contra el poder establecido. Del mismo modo, sin pretenderlo deliberadamente y más bien por instinto, se enganchan a las ruedas del pensamiento libre como una especie de cuña que frena su impulso de independencia, y en ocasiones exasperan a sus maridos, sobre todo cuando llegan a convencerlos de que, en el fondo, las mueve el amor que sienten por ellos. Desaprobar los medios que emplean las mujeres y respetar los motivos que los inspiran, constituyen con frecuencia una muestra de buenos modales por parte de los hombres, pero más a menudo aún una causa de su desesperación. 436. Ceterum censeo. Da risa ver que gente sin un céntimo decreta la abolición de los derechos de sucesión, y que individuos sin hijos se dedican a dar leyes prácticas a un país. Es evidente que su navío no tiene bastante lastre para lanzarse con total seguridad al océano del porvenir. Pero resulta igualmente absurdo que quien se ha fijado como tarea alcanzar el mayor conocimiento posible y valorar la existencia en conjunto, se llene de preocupaciones personales por tener que alimentar y proteger a una familia, que cuidar a una

mujer y a unos hijos, y despliegue delante de su telescopio ese tupido velo que apenas deja penetrar algunos rayos del lejano universo de las estrellas. De ahí que haya llegado a pensar que, en el terreno de las especulaciones filosóficas más elevadas, todo individuo casado resulta sospechoso. 437. Para acabar.

Hay varias clases de cicuta y el destino encuentra casi siempre la ocasión de llevar una copa de este veneno a los labios del espíritu libre, para «castigarlo», como dice luego todo el mundo. ¿Qué hacen entonces las mujeres que hay a su alrededor? Se ponen a gritar, a dar lamentos y a turbar probablemente el descanso del pensador cuando se pone su sol; es lo que hicieron en la cárcel de Atenas. «¡Critón, manda que alguien haga salir a esas mujeres!», acabó diciendo Sócrates.

CAPÍTULO OCTAVO: UNA OJEADA AL ESTADO 438. Pedir la palabra. El carácter demagógico y el propósito de influir en las masas son hoy comunes a todos los partidos; en virtud de ese propósito, todos sienten la necesidad de convertir sus principios en grandes necedades de las dimensiones de un fresco para poder pintarlas en las paredes. Nada de esto se puede cambiar y hasta resulta superfluo levantar el dedo para oponerse a ello; ya que en esta cuestión cabe aplicar aquella frase de Voltaire que dice: «Cuando el populacho se pone a razonar, todo está perdido». Una vez consumado este hecho, hay que resignarse a la nueva situación, como nos resignamos cuando un temblor de tierra desplaza las viejas lindes, devastando los contornos y la configuración del suelo, modificando el valor de la propiedad. Además, si de lo que se trata en lo sucesivo es de que toda política haga la vida soportable al mayor número posible, creo que es a esa mayoría a quien toca también decidir qué es lo que entiende por una vida soportable, y si se cree con la suficiente inteligencia para hallar igualmente los medios adecuados para conseguir ese fin, ¿de qué servirá dudar de ello? Han manifestado que quieren ser los artífices de su felicidad, de su desgracia; y si ese sentimiento de autonomía, ese orgullo por las cinco o seis ideas que albergan en la cabeza y que pregonan, les hacen, realmente, la vida tan agradable como para soportar con alegría las consecuencias fatales de su estrechez de espíritu, ya no hay gran cosa que objetar, siempre y cuando esa estrechez no llegue a exigir que todo entre, en este sentido, dentro de la política y que todo el mundo haya de vivir y de actuar según ese criterio. En primer lugar, hay, en efecto, que permitir que algunos se abstengan de la política y que se queden un tanto al margen; porque también a éstos los impulsa el ansia de autonomía y pueden sentir asimismo cierto orgullo guardando silencio cuando hay muchos que hablan demasiado o cuando simplemente se habla demasiado. En segundo lugar, hay que tolerar que esos pocos no se tomen totalmente en serio la felicidad de la mayoría, ya se trate de pueblos enteros o de sectores sociales, y que se permitan de vez en cuando una sonrisa irónica, porque su seriedad está en otra parte, su felicidad se define de otro modo, su meta no se deja tomar por esas torpes manos que no tienen más que cinco dedos. Por último, y esto es lo que más difícilmente se les concederá, aunque debe permitírselas también, salir de cuando en cuando de su taciturna soledad y probar una vez más la fuerza de sus pulmones; entonces, como quien se ha extraviado en un bosque, se llaman para hacerse reconocer y animarse mutuamente: lo que, naturalmente, hace que algunas de las cosas que propagan suenen mal a los oídos de aquellos a quienes no van destinadas. Una vez dicho esto, vuelve a reinar el silencio en el bosque, un silencio tan profundo que deja oír con más claridad que nunca los silbidos, los zumbidos y el revolotear de los innumerables insectos que viven en ese bosque, por arriba y por abajo. 439. La Cultura y la Casta. No puede nacer una cultura superior más que en aquellas sociedades en donde existan dos castas claramente diferenciadas: la de los trabajadores y la de los ociosos, capaces de verdadero ocio; o, con palabras más fuertes, la casta del trabajo forzado y la casta del trabajo libre. El reparto de la felicidad no es un punto de vista fundamental cuando se trata de crear una cultura superior; pero el hecho es que la casta de los ociosos tiene una mayor capacidad de sufrimiento, que sufre más, que su alegría de vivir es

menor y que su tarea es más pesada. Si se produce un intercambio entre las dos castas, de forma que los individuos más obtusos y menos inteligentes de la casta superior son relegados a la casta inferior, y a su vez los seres más libres de ésta tienen acceso a la otra, se logra un estado más allá del cual no se ve más que el mar abierto de las aspiraciones ilimitadas. Esto es lo que nos dice la voz agonizante del pasado; pero ¿habrá hoy oídos que la oigan? 440. En virtud de la sangre. La ventaja que, en virtud de su sangre, tienen hombres y mujeres sobre los demás y que les confiere el derecho indudable de disfrutar de una estima más elevada son dos artes que la herencia ha ido perfeccionando cada vez más: el arte de mandar y el arte de obedecer con orgullo. En nuestros días, allí donde el mando constituye una parte del trabajo diario (como en el mundo de las grandes empresas comerciales y de las grandes industrias), se produce un hecho similar al de esas familias que tienen ese arte «en virtud de su sangre», pero les falta la noble actitud al obedecer, que en aquéllas compone un legado de la vida feudal y que no logra echar raíces en el clima de nuestra cultura. 441. La subordinación. La subordinación, a la que tanta importancia se concede en el Estado de militares y de funcionarios, no tardará en perder su crédito, como ya lo ha hecho la táctica peculiar de los jesuitas; y cuando ya no sea posible esa subordinación, no se seguirán logrando efectos sumamente asombrosos, por lo que el mundo se verá empobrecido. Ahora bien, no puede menos que desaparecer, porque desaparece su fundamento, esto es, la fe en la autoridad absoluta, en la verdad definitiva; incluso en los Estados militares no basta la coacción física para producirla, porque se requiere la adoración hereditaria de la dignidad principesca como algo sobrehumano. En un estado social más libre, no se da más que una sumisión sujeta a ciertas condiciones, en virtud de un contrato recíproco, es decir, con todas las reservas del interés personal. 442. Los ejércitos nacionales. El mayor inconveniente de los ejércitos nacionales, tan alabados en nuestros días, radica en el derroche de hombres de cultura superior que suponen, siendo así que tales individuos sólo se dan en virtud de una feliz coincidencia de circunstancias. ¡Con qué cuidado, economía y celo deberían ser tratados, ya que se requieren enormes períodos de tiempo para crear las condiciones favorables que producen esos cerebros de tan delicada organización! Pero lo mismo que los griegos derramaban a oleadas sangre griega, así hacen hoy los europeos con la sangre europea; bien entendido que siempre se sacrifica en mayor proporción a hombres de la más elevada cultura, pese a ser la garantía de una posteridad abundante y eminente, habida cuenta de que son los que están, como jefes, en primera línea de batalla y de que se exponen en mayor medida a los peligros por ser más ambiciosos que ningún otro. En una época como la nuestra en que se impone llevar a cabo tareas distintas y más elevadas que la patria y el honor, ese patriotismo vulgar al estilo romano, o bien es una muestra de mala fe, o bien constituye un índice de retroceso. 443. La esperanza como arrogancia. Nuestro orden social se fundirá lentamente, como se fundieron todos los órdenes anteriores, en cuanto

los soles de nuevas ideas empiecen a producir con sus rayos un nuevo, ardor en los hombres. No cabe desear ese deshielo más que esperándolo; y no puede razonablemente esperarse más que creyendo que uno mismo y los que son semejantes a nosotros tenemos más fuerza en el corazón y en el cerebro que los representantes del orden establecido. De ahí que, corrientemente, esa esperanza sea una arrogancia, un exceso de autoestima. 444. La guerra. En contra de la guerra podemos decir que embrutece a los vencedores y hace malvados a los vencidos. A favor de ella, que, al introducir la barbarie mediante los dos efectos mencionados y acercarnos por ello a la naturaleza, supone un sueño o una hibernación de la cultura, de los que el hombre sale fortalecido tanto para el bien como para el mal. 445. Al servicio del príncipe. Para obrar sin detenerse ante nada, lo mejor que puede hacer un hombre de Estado es realizar su obra no por él, sino por un príncipe. Los ojos del observador quedarán tan deslumbrados por el resplandor de tamaño desinterés que no verán las perfidias y crueldades que implica la labor de todo hombre de Estado. 446. Cuestión de fuerza, no de derecho. Para quienes tienen en cuenta la utilidad superior de cualquier cosa, el socialismo, suponiendo que sea realmente la rebelión de los oprimidos contra los opresores que los han estado aplastando durante milenios, no constituye una cuestión de derecho (con esta ridícula y cobarde pregunta: «¿hasta qué punto se debe ceder a sus reivindicaciones?»), sino sólo una cuestión de poder («¿hasta qué punto se puede hacer uso de sus reivindicaciones?»). En suma, es como si se tratara de una fuerza natural, como el vapor, por ejemplo, que o bien es sometido por el hombre a su servicio, como dios de la máquina, o bien, si la máquina es defectuosa, es decir, si el hombre al construirla cometió algún error de cálculo, hace saltar a la vez a la máquina y al hombre. Para resolver esta cuestión de poder hay que saber cuál es la fuerza del socialismo, de qué forma puede utilizarse todavía como palanca poderosa en el juego actual de las fuerzas políticas; llegado el caso, haría falta incluso hacer todo lo posible para reforzarlo. Ante toda gran fuerza (aunque fuera la más peligrosa), la humanidad debe pensar en convertirla en instrumento de sus fines. Parece que el socialismo sólo llegaría a tener derechos si se declarase una guerra entre los dos poderes representados por el orden antiguo el orden nuevo, y si un cálculo prudente de las posibilidades de conservación y de acuerdo entre ambas facciones produjera en ellas el deseo de firmar un tratado. Sin tratados, no hay derechos. Pero hasta hoy no ha habido en este terreno ni guerras ni tratados, por lo que tampoco hay derechos ni «deberes». 447. Utilización de la más insignificante falta de honradez. El poder de la prensa radica en que cada individuo se siente poco sujeto a vínculos y obligaciones. Ordinariamente expresa su opinión, pero también puede no expresarla para servir a su partido, a la política de su país o a sus intereses personales. Al individuo no le cuesta demasiado soportar estos pequeños delitos de mala fe o quizás de simple silencio malintencionado, pero las consecuencias de ello son incalculables porque estos pequeños delitos los cometen a la vez muchas personas. Cada una de ellas

se dice: «A cambio de estos servicios insignificantes, vivo mejor, consigo ganar lo suficiente; me resulta imposible evitar estos compromisos». Como moralmente resulta casi indiferente escribir o no una línea más o menos, tal vez incluso sin firma alguna, quien tenga dinero e influencia puede convertir cualquier opinión en una opinión pública. De ahí que, quien sabe que la mayoría de la gente es débil en cuestiones sin importancia y trata de servirse de ella para alcanzar sus fines personales, es siempre un individuo peligroso. 448. Un tono demasiado elevado en los exhortos. Teniendo en cuenta que una situación crítica (como los vicios de una administración o la corrupción y el favoritismo en las corporaciones culturales o políticas) se describen en términos sumamente exagerados, dicha descripción pierde sin duda la oportunidad de impresionar a los espíritus perspicaces, pero produce una impresión mayor en los otros (a quienes una exposición precisa y mesurada habría dejado indiferentes). Pero como tales espíritus sin perspicacia alguna son evidentemente la mayoría y disponen de una voluntad más fuerte y de un deseo de actuar más impetuoso, esta exageración acaba generando investigaciones, sanciones, promesas y reorganizaciones. En este sentido, es útil pintar un cuadro exagerado de las situaciones críticas. 449. Los causantes aparentes del estado del tiempo en la política. Lo mismo que la gente supone tácitamente que quien sabe del asunto y predice con un día de antelación el estado del tiempo es el causante de que llueva o de que haga sol, personas incluso cultas y eruditas incurren en una superstición cuando atribuyen a los grandes hombres de Estado todos los cambios y coyunturas importantes que se producen durante su mandato como si fueran obra suya, siendo evidente que los han barruntado antes que los demás y que han basado sus cálculos en ese saber; en consecuencia, también ellos pasan por ser los causantes de la lluvia y del buen tiempo y esta creencia constituye un instrumento nada despreciable de su poder. 450. Las concepciones antigua y moderna del gobierno. Distinguir entre el gobierno y el pueblo como si se tratara de dos ámbitos separados de poder que negocian hasta ponerse de acuerdo, uno fuerte y elevado y otro débil y bajo, revela un sentimiento político heredado de otros tiempos y que hoy, en la mayoría de los Estados, sigue correspondiendo exactamente a la realidad histórica de las relaciones de poder. Cuando Bismarck, por ejemplo, considera que la forma constitucional es un compromiso entre el gobierno y el pueblo, habla de acuerdo con un principio cuya razón de ser se encuentra en la historia (añadiendo, claro está, la pizca de sinrazón sin la que no puede existir nada humano). Por el contrario, ahora pretenden enseñarnos, según un principio que se han sacado de la cabeza y que esperan que hará historia por sí sólo, que el gobierno no es sino un órgano del pueblo, y no una «alta» instancia, previsora y venerable, en relación con una «baja» instancia, habituada a la modestia. Antes de aceptar esta definición de la idea de gobierno, hoy por hoy antihistórica y arbitraria, aunque más lógica, consideremos al menos las consecuencias, porque la relación existente entre el pueblo y el gobierno representa el tipo de relación más fuerte y es la forma que configura las relaciones entre el profesor y el alumno, el amo y el criado, el padre y la familia, el oficial y el soldado, el patrón y el aprendiz. Actualmente, por la influencia de la forma constitucional de gobierno que las

implica, todas estas relaciones se han transformado un tanto: se han convertido en compromisos. Pero una vez que esta concepción tan reciente se haya adueñado totalmente de los cerebros, ¡cuánto habrá de mortificarse, deformarse y cambiar de nombre y de naturaleza! Bien es cierto que haría falta un siglo para ello. Y es que en esta cuestión nada hay más deseable que prudencia y una evolución lenta. 451. La justicia como reclamo de los partidos. Es posible que nobles representantes de la clase dirigente (aunque no muy perspicaces por cierto) asuman el compromiso siguiente: «Vamos a tratar a todos los hombres como iguales». En este sentido, es posible una concepción de carácter socialista basada en Justicia, aunque sólo, como he dicho, en el seno de la clase dirigente, que en este caso ejerce la justicia a la vez que realiza actos de sacrificio y de renuncia. Por el contrario, reivindicar la igualdad de derechos, como hacen los socialistas de la clase sometida, no es ya algo que emane de la justicia, sino de la avidez. Pero ¿creen que significa justicia el rugido de la fiera a la que retiramos un trozo ensangrentado de carne después de habérselo enseñado? 452. La propiedad y la justicia. Cuando los socialistas declaran que, en la humanidad actual, el reparto de la propiedad es el resultado de innumerables injusticias y actos de violencia, y rechazan en conjunto toda obligación respecto a algo que tiene una base tan injusta, no ven sino un aspecto parcial de la cuestión. Todo el pasado de la cultura antigua se basa en la violencia, la esclavitud, el engaño y el error; pero nosotros como herederos de todas esas situaciones y concreciones de ese pasado entero, no podemos dejar de solidarizarnos con él por decreto, ni permitirnos siquiera suprimir una sola parcela del mismo. El sentimiento de injusticia está incrustado también en el alma de los no poseedores, los cuales ni son mejores que los poseedores ni tienen ningún privilegio moral, porque sus antepasados fueron también en algún momento poseedores. Lo que necesitamos no son nuevos repartos violentos, sino un cambio gradual de nuestros sentimientos, de forma que se fortalezca nuestro espíritu de justicia y se debilite el de violencia. 453. El timonel de las pasiones. El hombre de Estado despierta pasiones públicas para beneficiarse de la pasión contraria que éstas suscitan. Pongamos un ejemplo: un estadista alemán sabe muy bien que la Iglesia católica no tendrá nunca los mismos proyectos que Rusia y que preferirá incluso aliarse con los turcos antes que con ésta; por otra parte sabe que toda posibilidad de alianza entre Francia y Rusia constituye una amenaza peligrosa para Alemania. Por tanto, si logra que Francia sea el baluarte y el reducto de la Iglesia católica, habrá suprimido ese peligro durante largo tiempo. Le interesa, entonces, mostrarse lleno de odio hacia los católicos y recurrir a actos de hostilidad de todo tipo para convertir a los papistas en una potencia política apasionada, que será hostil a la política alemana y que tendrá naturalmente que confundir su causa con la de Francia, adversaria de Alemania. Ese hombre tendrá como objetivo la catolización de Francia tan necesaria como Mirabeau veía en la descatolízación la salvación de su patria. De este modo, un Estado pretenderá la obnubilación de millones de cerebros de otro Estado para sacar ventaja de ello. Es la misma disposición de ánimo que le va a prestar apoyo a la forma republicana de gobierno en un Estado vecino, el «desorden organizado», como dice Merimée, por el único motivo de creer que esta

forma de gobierno aumenta la debilidad, la división y la incapacidad para guerrear del pueblo. 454. Los espíritus peligrosos entre los revolucionarios. Entre los que sueñan con una transformación de la sociedad hemos de distinguir los que quieren conseguir algo para sí mismos y los que lo desean para sus hijos y nietos. Estos últimos son peligrosos, porque tienen la fe y la buena conciencia del desinterés. A los otros se les puede dar un hueso a roer, y la sociedad dominante es siempre lo bastante rica y avispada para hacerlo. El peligro empieza cuando los objetivos se vuelven impersonales; los revolucionarios movidos por intereses impersonales tienden a considerar que todos los defensores del orden establecido tienen intereses personales y a sentirse, por consiguiente, superiores a ellos. 455. Valor positivo de la paternidad. Quien no tiene hijos tampoco tiene derecho pleno a deliberar con otros sobre las necesidades de un Estado constituido. Es preciso haber arriesgado, junto con los demás, aquello que más se quiere, porque sólo eso crea un vínculo sólido con el Estado; es preciso preocuparse por la felicidad de nuestros descendientes, para que lleguen a interesar de un modo justo y natural las instituciones y su transformación. El desarrollo de la moral superior depende del hecho de tener hijos; ello es lo que destruye las disposiciones egoístas del padre o, más exactamente, lo que amplia su egoísmo en el sentido de la duración y le lleva a perseguir seriamente metas que van más allá de su existencia individual. 456. El orgullo por los antepasados. Se puede con justo título estar orgulloso por tener una línea ininterrumpida de buenos antepasados que se extienda hasta el padre, pero no por la ascendencia en sí, ya que cada uno tiene la suya. Descender de buenos antepasados es lo que constituye la verdadera nobleza de cuna; basta una sola interrupción en esta cadena, es decir, un sólo antepasado malo, para que quede suprimida esta nobleza de cuna. A quien hable de su nobleza, hay que preguntarle: «¿No tienes ningún antepasado violento, codicioso, pervertido, malvado, cruel?». Si puede responder negativamente con pleno conocimiento y en conciencia, habrá que buscar su amistad. 457. Los esclavos y los obreros. Concedemos más valor a la satisfacción de nuestra vanidad que al resto de cosas que constituyen nuestro bienestar (seguridad, puesto de trabajo, placeres de todo tipo), como se evidencia hasta extremos ridículos en el hecho de que todo el mundo (al margen de razones políticas) desee la abolición de la esclavitud y rechace con horror la idea de reducir a alguien a ese estado; pero todo el mundo debiera reconocer que los esclavos llevaban una vida más segura y feliz en todos los aspectos que el obrero moderno, que el trabajo servil era poca cosa en comparación con el del «trabajador». Se protesta en nombre de «la dignidad humana», pero lo que se encuentra debajo de este eufemismo es nuestra querida vanidad que nos lleva a considerar que no hay peor suerte que no ser tratado como igual, que ser considerado públicamente inferior. El cínico piensa de otro modo en este aspecto, porque desprecia el honor, de ahí que Diógenes fuera durante un tiempo esclavo y preceptor doméstico.

458. Los espíritus dirigentes y sus instrumentos. Vemos a los grandes políticos y a todos los hombres en general que se ven obligados a servirse de muchas personas para llevar a cabo sus planes, actuar de dos formas diferentes: o bien eligen con gran perspicacia y cuidado a las personas que convienen a sus proyectos, y luego les dejan una libertad relativamente grande, sabiendo que el modo de ser de los elegidos los impulsará precisamente adonde quieren llevarlos; o bien hacen mal esta elección y toman incluso a quien tienen al alcance de la mano, aunque modelando después esa arcilla hasta convertirla en un objeto apropiado a sus fines. Los espíritus de este segundo tipo son más violentos, exigen también instrumentos más sumisos; su conocimiento de los hombres suele ser menor y su desprecio a los demás mayor que los de los primeros, pero la máquina que construyen funciona de ordinario mejor que la máquina salida de los talleres de los otros. 459. Necesidad de un derecho arbitrario. Los juristas discuten si el derecho que debe acabar rigiendo a un pueblo es, o el más sistemáticamente organizado, o el más fácil de comprender. El primero, cuyo modelo inigualable es el derecho romano, resulta incomprensible al profano, que, por ello, no ve en él la expresión de su concepción del derecho. El derecho popular, el germánico, por ejemplo, era rudimentario, supersticioso, ilógico, parcialmente absurdo, pero respondía a costumbres y a sentimientos muy determinados, de carácter natural y hereditario. Sin embargo, allí donde el derecho no es ya una tradición, como en nuestro caso, no puede ser más que un imperativo, una coacción; dada nuestra forma de vida en la que ya no tenemos una concepción tradicional del derecho, hemos de contentarnos con un derecho arbitrario, como expresión de la necesidad absoluta de que exista un derecho. Lo más lógico es entonces, en todo caso, lo más aceptable, que es lo más impersonal; aun aceptando que la más mínima unidad de medida que se aplique a la relación entre el delito y el castigo se fija arbitrariamente en todos los casos. 460. El gran hombre del vulgo. Es fácil dar la receta para hacer que el vulgo considere a alguien un gran hombre. En todo momento proporcional a ese vulgo algo que le agrade mucho, o simplemente meterle en la cabeza que esto o aquello le agradará mucho, y dárselo después. Pero no inmediatamente: luchen con todas sus fuerzas para conseguirlo, sin ahorrar esfuerzo alguno, o finjan que lo hacen así. El vulgo debe tener la impresión de que está actuando una voluntad poderosa e incluso indomable; al menos es preciso que parezca que lo es. Todo el mundo admira una voluntad fuerte, porque nadie tiene una voluntad así y porque todo individuo se dice que, si la tuviera, ni él ni su egoísmo tendrían límites. Si entonces aparece alguien que tiene una fuerza de voluntad así y que da algo muy agradable a los demás, en lugar de satisfacer sus codiciosos deseos, el vulgo lo admirará una vez más y se felicitará a sí mismo. No importa nada que este hombre tenga, por lo demás, las mismas cualidades que el vulgo; cuanto menos vergüenza sienta el vulgo ante él, más popular será. De este modo, puede ser violento, envidioso, explotador, intrigante, adulador, rastrero, henchido de orgullo, todo ello según las circunstancias. 461. Príncipe y dios. En muchos aspectos los hombres mantienen con sus príncipes las mismas relaciones que con su dios,

puesto que es cierto que en muchos aspectos el príncipe era también el representante de un dios o al menos su gran sacerdote. Este sentimiento bastante inquietante de veneración a la vez que de temor y de pudor se ha ido debilitando considerablemente desde el pasado hasta nuestros días, pero a veces vuelve a encenderse para ser dirigido, por lo general, a personajes poderosos. El culto al genio es una supervivencia de esta veneración de los dioses y de los príncipes. Allí donde se hace un esfuerzo por elevar a simples individuos a la categoría de lo sobrehumano, surge también la tendencia a considerar a capas enteras de la población como más vulgares y viles de lo que en realidad son. 462. Mi utopía. En un mejor orden social, habrán de atribuirse las tareas pesadas y los trabajos arduos de la vida a aquél que menos sufra, es decir, al más insensible, e ir subiendo así gradualmente hasta el hombre más sensible a las formas más nobles y sublimes de dolor, a quien una vida aliviada al extremo no impedirá, entonces, que siga sufriendo. 463. Una quimera de la teoría de la revolución. Hay visionarios de la política y de la sociedad que derrochan toda su inflamada elocuencia en aras de un derrumbamiento total del orden establecido, creyendo que inmediatamente después se alzará por sí solo, valga la expresión, el templo más espléndido de una hermosa humanidad. En estos senos peligrosos pervive el eco de la superstición de Rousseau, que creía en la bondad de la naturaleza humana, una bondad admirable y originaria que se encuentra sepultada, por así decirlo, a causa de las instituciones de la cultura, de la sociedad, el Estado, la educación. Tras una serie de experiencias históricas sabemos que desgraciadamente todo derrumbamiento de este género hace que revivan cada vez las energías más salvajes y que vuelvan a suscitarse los horrores y los excesos de épocas pasadas, enterrados desde largo tiempo atrás; que, por consiguiente, un derrumbamiento de éstos puede ser una fuente de energía para una humanidad extenuada, pero nunca será un arquitecto que ordena la naturaleza humana, un artista que la perfecciona. No fue Voltaire , con su naturaleza moderada e inclinada a regularizar, purificar y reconstruir, sino Rousseau, con sus absurdas y apasionadas mentiras a medias, quien suscitó ese espíritu optimista de la Revolución contra el que exclamó: «¡Aplasten al infame!». Fue él quien ahuyentó durante largo tiempo el espíritu de la Ilustración y del desarrollo progresivo , ¡a cada uno de nosotros nos toca comprobar por cuenta propia si es posible evocarlo de nuevo! 464. Mesura. La firme decisión de pensar e investigar, es decir, el pensamiento libre, convertido en rasgo del carácter, garantiza una forma mesurada de obrar, porque debilita la codicia, extrayendo de sí una gran parte de la energía disponible, en beneficio de la ambición intelectual, y muestra la poca utilidad o incluso la inutilidad y el peligro que suponen todos los cambios bruscos. 465. Resurrección del espíritu. Cuando un pueblo cae enfermo políticamente, en general se revitaliza espontáneamente y recupera su espíritu, que había ido perdiendo poco a poco en la conquista y el mantenimiento del poder. La cultura debe sus valores más elevados a sus períodos de debilidad política.

466. Las nuevas ideas en la vieja mansión. Al cambio de las ideas no le sucede inmediatamente un cambio de las instituciones, sino que las nuevas ideas siguen habitando largo tiempo en la mansión ya devastada e incómoda de sus antecesoras e, incluso, la cuidan porque no tienen dónde alojarse. 467. La enseñanza. En los grandes Estados la enseñanza será siempre a lo sumo mediocre, por la misma razón que en las grandes cocinas sólo guisan, en el mejor de los casos, una comida mediocre. 468. Corrupción inocente. En todas las instituciones donde no corre el aire vivificante de la crítica pública, brota como un hongo una corrupción inocente (por ejemplo, en las corporaciones culturales y en los senados). 469. El intelectual como político. Cuando los intelectuales se convierten en políticos, de ordinario se les asigna el cómico papel, de ser, quiéranlo o no, la buena conciencia de una política. 470. El lobo disfrazado de oveja. Casi todo político llega a sentir, en determinadas circunstancias, la necesidad de disponer de un hombre honrado, para hacer lo que el lobo hambriento que irrumpe en un redil, no para devorar luego al cordero robado, sino para cubrirse con su lanuda piel. 471. Tiempos felices. Una era de felicidad es del todo imposible porque los hombres se contentan con desearla sin quererla en realidad, y porque todo individuo, cuando le llegan días felices, aprende literalmente a pedir que le vengan preocupaciones y problemas. El destino de los hombres está regulado por momentos felices, toda vida los tiene, perviven en la imaginación de los hombres bajo la forma de un «ultramontanismo»*, como una herencia de tiempos pasados, porque sin duda desde épocas inmemoriales esta idea de una época feliz derivó de la situación en la cual, tras los esfuerzos violentos de la caza y de la guerra, el hombre se entregaba al reposo, estiraba sus miembros y oía susurrar a su alrededor las alas del sueño. Es un sofisma que el hombre se imagine ahora, conforme a ese antiguo hábito, que tras siglos enteros de angustias y de vicisitudes, puede entrar en posesión de ese estado de felicidad, en un grado proporcionalmente intenso y duradero. *Esta expresión parece ser empleada aquí en el sentido figurado de un excesivo conservadorismo. (N. de T.) 472. La religión y el gobierno. Mientras el Estado o, más exactamente, el gobierno se sienta obligado a ser el tutor de una masa infantil y se plantee la cuestión de saber si debe mantener la religión, como tiene por costumbre, o eliminarla, es sumamente probable que se decidirá siempre por el sostenimiento de la religión. Porque la

religión garantiza la paz interior a los individuos en períodos de frustración, de privaciones, de terror, de desconfianza, es decir, en momentos en que el gobierno se siente incapaz de hacer directamente algo para aliviar los sufrimientos morales de los particulares; aún más, incluso en casos de calamidades generales, imprevisibles y de todo punto irremediables (hambres, crisis monetarias, guerras), la religión asegura una actitud más tranquila, expectante y confiada por parte de la masa. Allí donde los fallos necesarios o fortuitos del gobierno o las consecuencias peligrosas de intereses dinásticos saltan a la vista del hombre perspicaz y lo disponen a la rebelión, los demás, menos perspicaces, creerán ver el dedo de Dios y se someterán con paciencia a los designios de lo alto (noción en la que suelen confundirse los actos de gobierno divinos y humanos). De este modo, se verá salvaguardada la paz civil interior, así como la continuidad de la evolución. El poder que radica en la unidad de sentimientos del pueblo, en la identidad de opiniones y en la semejanza de metas para todos, es protegido y ratificado por la religión, a excepción de los pocos casos en que el clero no llega a ponerse de acuerdo con la autoridad pública sobre el precio y entra en lucha con ella. Ordinariamente, el Estado sabrá atraerse a los sacerdotes porque necesita ese arte suyo tan privado y secreto de educar a las almas y porque es capaz de apreciar a unos servidores que obran en apariencia y externamente en nombre de intereses muy diferentes. Sin la ayuda de los sacerdotes, ningún poder, ni siquiera actualmente, puede llegar a «legitimarse»: esto es algo que comprendió Napoleón. Así, la tutela del gobierno absoluto y el mantenimiento vigilante de la religión corren necesariamente parejos. En tal caso, cabe admitir que las personas y las clases dirigentes son conscientes de la utilidad que les reporta la religión, y se sienten por esto superiores a ella en cierta medida, puesto que la emplean como un medio: esta es la razón de que tenga aquí su origen la libertad de pensamiento. Pero ¿qué se puede decir ahora que empieza a imponerse esa concepción totalmente diferente de la idea de gobierno que se enseña en los Estados democráticos y que ya no ve en dicho gobierno, sino el instrumento de la voluntad popular, no una instancia superior frente a una instancia inferior, sino sencillamente una función de ese único soberano que es el pueblo? Aquí, el gobierno no puede sino adoptar la misma posición que el pueblo respecto a la religión; toda difusión del pensamiento ilustrado deberá repercutir hasta en sus representantes; apenas será ya posible utilizar y explotar los impulsos y los consuelos religiosos con fines políticos (a menos que algún líder poderoso de un partido ejerza temporalmente una influencia semejante en apariencia a la del despotismo ilustrado). Pero cuando el Estado ya no pueda beneficiarse de la religión o el pueblo sustente opiniones demasiado diversas sobre las cuestiones religiosas como para permitir al gobierno aplicar un procedimiento homogéneo y uniforme a la hora de tomar medidas en la materia, la solución a la que se llegará necesariamente será considerar la religión como un asunto privado y remitirla a la conciencia y a la costumbre de cada uno en particular. La consecuencia inmediata será que el sentimiento religioso parecerá fortalecido, en el sentido de que entonces estallarán, impulsadas hasta extremos delirantes, las tendencias secretas y reprimidas que el Estado, voluntaria o involuntariamente, sofocaba; más tarde se caerá en la cuenta de que la religión había desaparecido bajo la proliferación de sectas y que, desde el momento en que se dejó que la religión fuera un asunto privado, se habían sembrado profusamente dientes de dragón. El espectáculo de los conflictos y del descubrimiento hostil de todos los puntos flacos de las confesiones religiosas no dejará a los individuos mejores y más dotados otro camino que convertir la irreligión en un asunto privado: mentalidad que afectará incluso al espíritu de los gobernantes, los cuales, en contra de su voluntad, darán a las medidas que adopten un carácter antirreligioso. En cuanto esto

suceda, la disposición de las personas animadas aún por sentimientos religiosos, que antes adoraban en el Estado algo parcial o totalmente sagrado, se convertirá en una disposición abiertamente hostil al Estado: tales personas rechazarán violentamente las medidas del gobierno, tratarán de paralizarlo, de cortarle el paso, de asediarlo todo lo que puedan, y producirán así, en el sector contrario, el sector irreligioso, impulsado por el ardor de su propia oposición, un entusiasmo casi fanático por el Estado; a lo que vendrá a añadirse el efecto de un fermento secreto, porque desde que ese sector rompió con la religión, sintió un vacío en su alma que tratará de rellenar con ese sucedáneo provisional, con esa especie de sustitutivo que es la devoción por el Estado. Después de estas luchas de transición, tal vez de larga duración, se resolverá al fin la cuestión de saber si los sectores religiosos tienen aún la suficiente fuerza para dar marcha atrás y resucitar el antiguo estado de cosas; en cuyo caso, o bien se hará cargo del Estado el despotismo ilustrado (quizás menos ilustrado y más timorato que antes), o bien lo harán los sectores irreligiosos, los cuales acabarán haciendo imposible la perpetuación de sus adversarios, posiblemente mediante la escuela y la educación, después de haberla obstaculizado durante varias generaciones. Pero entonces también disminuirá en ellos su entusiasmo por el Estado, porque parecerá cada vez más claro que al quebrantarse esa adoración religiosa, para la que el Estado es una institución misteriosa y sobrenatural, se ha quebrantado también toda la veneración y la piedad que se sentía hacia él. En lo sucesivo, los individuos no considerarán ya más que el aspecto en que el Estado puede serles útil o nocivo, y aplicarán todos los medios a su alcance para mantenerlo a raya. Ahora bien, este enfrentamiento será pronto demasiado fuerte, los hombres y los partidos cambiarán demasiado pronto, se lanzarán unos a otros al pie de la montaña, apenas llegados a su cima, en un desorden salvaje. Todas las medidas que imponga un gobierno carecerán de toda garantía de duración; se retrocederá ante empresas cuyos frutos sólo madurarían tras decenas o centenas de años de crecimiento tranquilo. Nadie sentirá ya otra inclinación ante la ley que la de inclinarse ante la fuerza que la haya impuesto; pero pronto se dedicarán a minarla mediante la constitución de una nueva mayoría. A la postre, podemos afirmar con certeza, la desconfianza hacia todo lo tocante al gobierno y la comprensión de todo lo que tienen de inútil y de agotador estas jadeantes luchas no podrán menos que impulsar a los hombres a una decisión radicalmente nueva: Suprimir la noción de Estado, abolir la oposición entre «lo público y lo privado». Las sociedades privadas asumirán progresivamente los asuntos de Estado; hasta el resto más coriáceo que subsista de la vieja acción de gobierno (por ejemplo, su función de salvaguardar a los particulares frente a los particulares) caerá algún día en manos de los empresarios privados. El descrédito, la decadencia y la muerte del Estado, la emancipación del particular (me guardo mucho de decir: del individuo) son la consecuencia de la concepción democrática del Estado: ésta es su misión. Una vez cumplida su tarea (que, como todo lo humano, comporta mucha razón y mucha sinrazón), una vez superadas todas las recaídas en la vieja enfermedad, se escribirá una nueva página en el libro de fábulas de la humanidad, en la que podrá leerse toda clase de historias extrañas, quizás también con algunos buenos pasajes. Resumamos brevemente todo lo dicho hasta aquí: el interés del gobierno en su papel de tutela y el interés de la religión corren hasta tal punto parejos, que desde el momento en que esta última inicia su declive, se quebrantan igualmente los fundamentos del Estado. La creencia en el orden divino de las cuestiones políticas, en el misterio de la existencia del Estado, es de origen religioso: si llega a desaparecer la religión, el Estado perderá inevitablemente su antiguo velo de Isis y dejará de inspirar

veneración. La soberanía del pueblo, vista de cerca, servirá para disipar también los últimos restos de magia y de superstición en el campo de estos sentimientos; la democracia moderna será la forma histórica d e la decadencia del Estado. La perspectiva resultante de esta decadencia cierta no es, sin embargo, catastrófica en todos los aspectos: el buen sentido y el egoísmo de los hombres son sus cualidades mejor desarrolladas: cuando el Estado no responda ya a las exigencias de estas fuerzas, triunfará sobre este una invención más eficaz de lo que era él y no se producirá ni mucho menos una situación caótica. Ya son numerosas las fuerzas organizativas que la humanidad ha visto perecer, por ejemplo, la de la comunidad de raza, que fue durante milenios mucho más poderosa que la de la familia, y que disponía del poder y de la organización mucho antes de que ésta se constituyese. Nosotros mismos vemos que día a día empalidece y se debilita la idea fundamental del derecho y del poder de la familia, que antiguamente imperaba en todo el ámbito del mundo romano. De igual modo, futuras generaciones verán que el Estado pierde toda su importancia, pese a que hoy esta suposición inspira espanto y horror a muchos. Bien es cierto que trabajar en la propagación y en la realización de esta idea es algo muy diferente: hay que sustentar una opinión muy ambiciosa acerca de su racionalidad y no entender la historia más que a medias para poner la mano en el arado, cuando nadie es todavía capaz de mostrar las semillas que tratará de sembrar en el terreno labrado. ¡Confiemos, entonces, en «el buen sentido y en el egoísmo humanos» para dejar que siga subsistiendo un cierto tiempo el Estado y para detener los intentos destructivos de aquéllos que, con un saber a medias, se muestran, excesivamente celosos y precipitados! 473. El socialismo desde el punto de vista de sus medios de acción. El socialismo es el fantasioso hermano menor del despotismo agonizante, cuya herencia pretende recoger; sus aspiraciones son, entonces, reaccionarias en el más hondo sentido, porque desea el poder estatal en ese grado de plenitud que sólo ha llegado a alcanzar el despotismo, superando incluso al pasado al tratar de aniquilar pura y simplemente al individuo, que le parece un lujo injustificado de la naturaleza, que se cree obligado a corregir para convertirlo en un órgano útil de la comunidad. A causa de esta afinidad, se encuentra siempre en los aledaños de todo despliegue excesivo de poder, como hizo el antiguo socialista típico que fue Platón en la Corte del tirano de Siracusa. Desea (y en su caso secunda) el despotismo estatal y cesarista de nuestro siglo, porque, como he dicho, querría ser su heredero. Sin embargo, ni esta herencia colmaría sus fines, ya que precisa la sumisión más servil de todos los ciudadanos al Estado absoluto en un grado que todavía no ha tenido parangón alguno; y como ya no puede contar con la antigua piedad religiosa de la que se beneficiaba el Estado, ya que, de buen o mal grado se ve obligado a combatirla constantemente, ya que se esfuerza, de hecho, en eliminar toda forma de «Estado» constituido, no puede aspirar más que a una existencia breve y dispersa, y ello recurriendo al terrorismo más extremado. Por eso se prepara en secreto para el ejercicio soberano del terror e introduce como un clavo la palabra «justicia» en la cabeza de las masas poco cultivadas para privarlas totalmente de su buen sentido (ese buen sentido que ya ha sufrido en buena medida el efecto negativo de la poca cultura) y darles la tranquilidad de conciencia necesaria para representar el vil papel que les tocará desempeñar. El socialismo puede servir para mostrar de forma brutal y sobrecogedora el peligro que entraña toda acumulación de poder en el Estado y para inspirar la subsiguiente desconfianza hacia éste. Cuando su ronca voz se suma al grito de guerra: «lo más posible de Estado», éste resonará más estentóreo que nunca; pero pronto estallará con no menos energía el grito radicalmente opuesto: «lo

menos posible de Estado». 474. El desarrollo del espíritu motivo de temor para el Estado. La polis griega, como todo poder político organizador, era exclusivista y estaba llena de desconfianza hacia el nacimiento de la cultura: su arraigado instinto de violencia no ejercía en dicha cultura, sino efectos paralizantes e inhibidores. Efectivamente, la educación decretada en la constitución estaba pensada para ser impartida a todas las generaciones y mantenerlas en un mismo y único nivel. Exactamente lo mismo que más tarde quería Platón para su Estado ideal. Así, entonces, la cultura se desarrolló a despecho de la polis, aunque le proporcionara a su pesar una ayuda indirecta al estimular la ambición del individuo hasta su, más alto grado, porque una vez internado éste en la vía del perfeccionamiento intelectual, avanzaba también por ella hasta su último extremo. Y no objetemos estas afirmaciones recurriendo al panegírico de Pericles, ya que su supuesta vinculación necesaria entre la polis y la cultura ateniense no era sino una ficción, un gran sueño optimista. Inmediatamente antes de que cayera la noche (la peste y la ruptura con la tradición) sobre Atenas, Tucídides volvió a hacer brillar ese sueño, como un crepúsculo transfigurador, destinado a hacernos olvidar el mal día que lo precedió. 475. El hombre europeo y la destrucción de las naciones. El comercio y la industria, la circulación de cartas y de libros, el poner al alcance de cualquiera toda la cultura superior, el cambio rápido de lugar de residencia y de país, la vida nómada que actualmente llevan quienes no poseen tierras, todas esas circunstancias acarrean un fatal debilitamiento de las naciones, que acaba en la destrucción, al menos en el caso de las naciones europeas; hasta el punto de que hará surgir, por necesidad, como consecuencia de los continuos cruzamientos, esa raza mezclada que será la del hombre europeo. El cierre de las naciones en sí mismas, resultante del surgimiento de odios nacionales actúa, conscientemente o no, en contra de esta meta, pero no por ello es menor el avance de este cruzamiento de razas diferentes, pese a estas corrientes del momento. Este nacionalismo artificial es, además, tan peligroso como lo fue el catolicismo artificial, porque es en esencia un forzado estado de sitio y de emergencia, decretado por una minoría, sufrido por la mayoría, y necesita recurrir a la astucia, la mentira y la violencia para conservar su crédito. Lo que impulsa a este nacionalismo no es el interés de la mayoría (de los pueblos), como gustan tanto decir, sino, primero, el interés de ciertas dinastías reales y, segundo, el de determinadas clases mercantiles y sociales. Reconocido esto, no queda sino proclamarse sin miedo buen europeo y colaborar con nuestros actos a la fusión de las naciones, obra en la cual pueden cooperar los alemanes mediante su antigua y probada cualidad de intérpretes e intermediarios de pueblos. Diremos de pasada que el problema de los judíos no existe, a fin de cuentas, más que dentro de los límites de los Estados nacionales, porque en ellos es donde su energía e inteligencia superiores, ese capital de ingenio y de esfuerzo que amasaron durante largo tiempo, de generación en generación, en la escuela del infortunio, llega necesariamente a predominar en un grado que despierta envidia y odio, de forma que en casi todas las naciones actuales, tanto más en las que adoptan también una actitud marcadamente nacionalista se propaga esa literatura aborrecible consistente en llevar a los judíos al matadero como chivos expiatorios de todos los males que se produzcan en los asuntos públicos e internos. Ahora bien, habida cuenta que ya no se trata de conservar naciones, sino de producir una raza europea mezclada y lo más fuerte posible, el judío es un ingrediente tan útil y deseable como

cualquier otro residuo nacional. Toda nación, todo un hombre tiene rasgos desagradables e incluso peligrosos; es una barbarie pretender que el judío constituya una excepción. Incluso puede que estos rasgos sean en su caso particularmente peligrosos y repugnantes, y que el joven corredor de bolsa judío represente quizás, en suma, la invención más repugnante del género humano. No obstante, me gustaría saber si en un cómputo general no habría que ser indulgente con un pueblo que ha tenido una historia más llena de desgracias que ningún otro pueblo, no sin la contribución de todos, y a quien debemos el hombre más noble (Cristo) y el sabio más puro (Spinoza), el libro más imponente y la ley moral que más ha influido en el mundo. Además, en los tiempos más sombríos de la edad media, cuando las nubes asiáticas habían extendido su espesor plomizo sobre Europa, fueron los librepensadores, los sabios y los médicos judíos quienes, pese a las enormes violencias a las que se vieron sometidos, siguieron manteniendo la antorcha del espíritu ilustrado e independiente y defendieron a Europa contra Asia; gracias, en buena, medida, a sus esfuerzos, debemos la victoria final que se tradujo en una explicación del mundo más natural, más acorde con la razón y, en cualquier caso, libre de mitos. En virtud de ellos, no se produjo una ruptura en la cadena de la cultura que ahora nos enlaza con la antigüedad ilustrada grecorromana. Si el Cristianismo ha hecho todo lo posible por orientalizar occidente, el judaísmo ha contribuido constantemente a occidentalizarlo de nuevo; lo que, en cierto sentido, equivale a hacer que la misión y la historia de Europa sean la continuación de las de Grecia. 476. La aparente superioridad de la edad media. La edad media nos muestra en la Iglesia una institución que persigue una meta universal que engloba a la humanidad entera y que, además, pretende responder a los ideales más elevados de ésta; los objetivos que en la edad moderna preocupan a los Estados y a las naciones ofrecen una abrumadora impresión de estrechez y presentan una apariencia mezquina, baja, material y de extensión limitada, en comparación con esa meta medieval. Ahora bien, esta impresión diferente sobre nuestra imaginación no debe determinar nuestro juicio; porque esta institución universal respondía a necesidades artificiales y se basaba en ficciones que se veía obligada a crear donde no existían aún (la necesidad de redención). Las nuevas instituciones remedian problemas concretos y reales; y llegará un día en que surgirán instituciones destinadas a servir a las necesidades verdaderas y comunes de todos los hombres y a reducir a la sombra y al olvido ese modelo quimérico suyo que habría sido la Iglesia católica. 477. La guerra, indispensable. Es un sueño quimérico propio de hermosas almas utopistas esperar mucho (e incluso esperarlo todo) de la humanidad cuando haya dejado de hacer la guerra. Por el momento, no conocemos otro medio que pueda transmitir a los pueblos progresivamente extenuados esa ruda energía del campo de batalla, ese odio profundo e impersonal, esa sangre fría de asesino con la conciencia tranquila, ese común ardor en la destrucción del enemigo, esa orgullosa indiferencia ante las grandes pérdidas, de la propia vida y de las vidas de los amigos, ese quebrantamiento sordo, ese terremoto anímico, que les infunde con tanta fuerza y seguridad cualquier guerra. Los torrentes y los ríos que fluyen entonces, pese a las piedras y a las inmundicias de toda índole que llevan en su corriente y a los prados y delicados cultivos que arrasan a su paso, harán luego que giren con nuevas fuerzas, en circunstancias favorables, las ruedas de los telares del espíritu. La cultura no puede prescindir totalmente de pasiones, vicios y crueldades. El día que los

romanos, establecido el imperio, empezaron a cansarse un tanto de guerrear, intentaron sacar nuevas fuerzas de la caza de animales salvajes, de los combates de gladiadores y de las persecuciones contra los cristianos. Los ingleses de hoy, que parecen haber renunciado a la guerra, recurren a otros medios para reanimar sus energías en declive: peligrosos viajes de descubrimientos, navegaciones, ascensiones; aunque consideren que todo ello son empresas con fines científicos, en realidad constituyen un medio de regresar a su patria con el aumento de fuerzas obtenido mediante aventuras y peligros de toda índole. Todavía han de inventarse muchos más sustitutivos de la guerra, pero puede que gracias a ellos se caiga progresivamente en la cuenta de que una humanidad tan sumamente civilizada y, por consiguiente, tan fatalmente agotada como la de los europeos de hoy, no sólo necesite guerrear, sino que las guerras sean enormes y terribles (que necesite, entonces, recaer momentáneamente en la barbarie) para evitar que los medios que procura la cultura atenten contra su propia cultura y contra su existencia. 478. La actividad en el sur y en el norte. La actividad se debe a dos causas diferentes. Los artesanos del sur no son activos por un ansia de lucro, sino porque tienen que responder a las constantes necesidades de los demás. Como siempre hay alguien que necesita que le pongan herraduras a su caballo o que le reparen el carruaje, el herrero se encuentra en constante actividad. Si no fuera nadie a solicitar sus servicios, se iría a pasear por la plaza. No es difícil alimentarse en un país fértil, porque para ello basta con trabajar mínimamente y sin ningún apremio; en el peor de los casos, el individuo se contenta con mendigar. La actividad del obrero inglés se debe, en cambio, a su afán de lucro; se forma una idea elevada de sí mismo y de sus aspiraciones, busca el poder que proporciona la propiedad y trata de alcanzar esa mayor libertad y distinción individuales que permite el poder. 479. La riqueza, origen de una raza noble. La riqueza genera por necesidad una raza aristocrática, porque permite escoger las mujeres más hermosas y pagar los mejores maestros, proporciona limpieza y tiempo para ejercitar el cuerpo, y sobre todo logra evitar el embrutecimiento del trabajo físico. De este modo, suministra todas las condiciones que garantizan, al cabo de algunas generaciones, que los individuos presenten un aspecto, o mejor aún, que se comporten de una forma distinguida y hermosa; mayor libertad de conciencia y ausencia de esas miserables mezquindades que suponen el servilismo ante un patrón y el tener que mirar hasta el último céntimo. Estas cualidades negativas constituyen precisamente el legado más rico y afortunado que puede recibir un joven. En el caso de un individuo realmente pobre, la nobleza de sentimientos lo lleva de ordinario a la perdición, no logra ni progresa lo más mínimo y su raza no es viable. Pero además hay que tener en cuenta que la riqueza produce los mismos efectos aproximadamente; cuando se dispone de trescientos o de treinta mil táleros* para gastos anuales, ya no se produce ningún progreso real de las circunstancias favorables. Sin embargo, es terrible poseer menos y tener que mendigar y que humillarse durante la infancia; aunque éste puede ser un buen punto de partida para quienes cifran su felicidad en el esplendor de las cortes, en subordinarse a los hombres poderosos e influyentes, o para quienes quieren ser príncipes de la Iglesia. De este modo aprenden a doblegarse y a penetrar así en los vericuetos subterráneos del poder. *Moneda antigua alemana de plata, equivalente a cinco pesetas de la época. (N. de T.)

480. La envidia y la pereza, diferentemente orientadas. Los dos partidos opuestos, el socialista y el nacionalista (cualesquiera que sean los nombres que reciban en los distintos países europeos), son dignos el uno del otro, porque la envidia y la pereza constituyen las fuerzas motrices de ambos. En uno de los campos, pretenden trabajar lo menos posible con las manos; y en otro les pasa lo mismo, pero con la cabeza. En el partido nacionalista odian y envidian a los individuos eminentes que sólo deben su grandeza a sí mismos y que no se dejan encuadrar de buen grado en acciones de masas; en el partido socialista sienten lo mismo hacia la casta mejor de la sociedad, que externamente disfruta una posición privilegiada, pero cuya tarea característica, la producción de los bienes culturales más elevados, hace que su vida interior sea tanto más esforzado y dolorosa. Ciertamente, si se logra que este espíritu de acción en masa se convierta en el espíritu de las clases superiores de la sociedad, las tropas socialistas tendrán perfecto derecho a tratar de ponerse al mismo nivel extremo que esas clases, puesto que internamente, en la cabeza y en el corazón, se encontrarían ya en idéntico plano. ¡Vivan como hombres superiores y no dejen de contribuir a la obra de la cultura superior, porque entonces todo ser vivo reconocerá sus derechos, y el orden de la sociedad cuya cima representan no se verá afectado por ningún mal de ojo ni ningún maleficio! 481. La gran política y sus inconvenientes. Del mismo modo que un pueblo no sufre las enormes pérdidas que implican la guerra y su preparación por el hecho de los descomunales gastos que exigen, de las paralizaciones del comercio y de las comunicaciones, ni tampoco por el mantenimiento de ejércitos permanentes, por grandes que puedan ser estos gastos en nuestros días, cuando ocho Estados europeos pierden en ello anualmente la suma de dos o tres mil millones, sino más bien por el hecho de que, año tras año, los hombres más capaces, robustos y trabajadores son arrancados en gran número de sus ocupaciones y profesiones para convertirlos en soldados; del mismo modo, un pueblo que se dispone a emprender una gran política y asegurarse una voz preponderante entre los Estados más poderosos, los mayores perjuicios que sufre no son los que suelen atribuírsela de ordinario. Es cierto que a partir de ese momento no deja de sacrificar a una multitud de talentos superiores en «el altar de la patria» o de la ambición nacional, mientras que antes otros campos absorbían la actividad de esos talentos, devorados ahora por la política. Pero junto a estas hecatombes públicas, se desarrolla un dramático espectáculo, mucho más atroz en el fondo, con cien mil actos simultáneos que se representan sin interrupción: todo individuo capaz, trabajador, inteligente y activo que pertenece a uno de esos pueblos ávidos de laureles políticos, es presa también de esa misma avidez y deja de dedicarse tan por entero a sus asuntos como antes; las cuestiones y las preocupaciones del interés público, renovadas diariamente, devoran cada día un impuesto deducido del capital que suponen la inteligencia y el corazón de cada ciudadano; la suma de todos esos sacrificios, de todas esas pérdidas de energía y de trabajo individuales es tan enorme, que el florecimiento político de un pueblo acarrea casi por necesidad un empobrecimiento y un agotamiento intelectuales, una disminución de la fuerza creadora destinada a obras que exijan una atención abundante y excluyente. Finalmente, cabe preguntar: ¿vale la pena esta espléndida floración del conjunto (que, a decir verdad, sólo se manifiesta en el miedo que inspira el nuevo coloso a los otros Estados y en una cláusula arrancada a los países extranjeros para favorecer la prosperidad del comercio y de los intercambios nacionales), si hay que sacrificar a esa flor vulgar y abigarrada es que la nación, todas las plantas y todos los retoños más

nobles, tiernos y espirituales, que hasta entonces tanto abundaban en su suelo? 482. Y digámoslo una vez más. Opiniones públicas, perezas privadas.

CAPÍTULO NOVENO: EL HOMBRE A SOLAS CONSIGO MISMO 483. Enemigas de la verdad. Las convicciones son enemigas más poderosas de la verdad que las mentiras. 484. El mundo al revés. Criticamos con acritud a un pensador cuando enuncia una proposición que nos desagrada; aunque sería más razonable hacerlo cuando su proposición nos agradase. 485. El carácter. Es mucho más frecuente considerar que un hombre tiene carácter cuando se deja llevar siempre por su temperamento que cuando se deja regir siempre por sus principios. 486. La única cosa necesaria. Sólo se necesita tener una cosa: o un espíritu ligero por naturaleza o un espíritu que se ha vuelto ligero gracias al arte y al saber. 487. La pasión por las causas. Quien se apasiona por las causas (científicas, políticas, culturales, artísticas), le quita mucho fuego a su pasión por las personas (aunque representen a esas causas en el sentido en que los políticos, los filósofos y los artistas representan sus creaciones). 488. La calma en la acción. Lo mismo que una cascada se vuelve más lenta y ligera en su caída, el gran hombre de acción obra casi siempre con más calma de la que cabía esperar, dada la impetuosidad de su deseo antes de ponerse a actuar. 489. No demasiado a fondo. Las personas que han abrazado una causa en toda su profundidad raras veces permanecen fieles a ella para siempre. La razón es que han sacado a luz su fondo, y éste tiene siempre muchas cosas feas. 490. Una ilusión de los idealistas. Todos los idealistas se imaginan que las causas a las que sirven son, en esencia, las mejores del mundo, y se niegan a creer que, para echar mínimamente raíces, necesitan el mismo estiércol maloliente que todas las demás empresas. 491. La observación de uno mismo.

El hombre está muy bien defendido de sí mismo, de sus propias operaciones de reconocimiento y asedio de sí mismo; de ordinario apenas le es posible percibir de sí más que sus actos externos. La fortaleza, propiamente dicha, le es inaccesible e incluso invisible, a menos que sus amigos y enemigos no se vuelvan traidores y lo introduzcan en ella por algún pasadizo secreto. 492. La profesión correcta. Pocas veces ejercen los hombres una profesión sin estar convencidos de que, en última instancia, es la más importante de todas. Esto mismo les ocurre a las mujeres respecto a sus amantes. 493. La nobleza de sentimientos. En buena medida, la nobleza de sentimientos consiste en ser generoso y confiado, es decir, precisamente en eso de lo que tanto se burlan los interesados y los que buscan el éxito. 494. El fin y los medios. Muchas personas se muestran tenaces en el empleo de los medios, pero muy pocas lo hacen en la persecución de los fines. 495. Lo que tiene de irritante un estilo de vida personal. Todas las formas de vida muy personales sublevan a la gente contra quien las adopta, porque, como la gente es vulgar, se siente humillada por el carácter excepcional del régimen que aquél se permite llevar. 496. El privilegio de la grandeza. Hacer felices a los demás dándoles poco, constituye el privilegio de la grandeza. 497. Nobleza involuntaria. Cuando el hombre se acostumbra a no exigir nada a los demás y a darles siempre algo, se comporta noblemente sin pretenderlo. 498. La condición del heroísmo. Cuando se pretende ser un héroe, es preciso que antes la serpiente se convierta en dragón, porque de lo contrario faltará el enemigo requerido. 499. El amigo. Un amigo es quien comparte nuestras alegrías, no nuestras penas. 500. Usar el flujo y el reflujo. Para conocer una cosa, hay que utilizar alternativamente la corriente interior que nos lleva hacia ella y la que, al cabo del tiempo, nos aleja de ella. 501. Disfrutar de uno mismo.

Decimos que disfrutamos de una cosa, pero en realidad disfrutamos de nosotros mismos por medio de esa cosa. 502. El modesto. Cuanto más modesto es un individuo con los demás, más arrogante se muestra en relación con las cosas (ciudad, Estado, sociedad, época, humanidad). Ésta es su venganza. 503. La envidia y los celos. La envidia y los celos son las partes vergonzosas del alma humana. Indudablemente, la comparación puede ir más allá. 504. El más distinguido de los hipócritas. No hablar nunca de uno mismo es la forma distinguida de ser hipócrita. 505. El enfado. El enfado es una enfermedad corporal que no desaparece por el mero hecho de que ya no exista el motivo de tal enfado. 506. Los pregoneros de la verdad. Es más fácil encontrar individuos para pregonar una verdad que es peligrosa decir, que dar con personas dispuestas a pregonar una verdad aburrida. 507. Más molestos que los enemigos. Los individuos de cuya simpatía constante hacia nosotros no estamos seguros, mientras que por cualquier motivo (como el agradecimiento) nos vemos obligados a mostrarles una simpatía aparente en todo momento, atormentan nuestra imaginación mucho más que nuestros amigos. 508. En plena naturaleza. Si tanto nos gusta estar en plena naturaleza, es porque la naturaleza no se forma una opinión de nosotros. 509. Cada uno es superior en algo. En nuestro mundo civilizado, cada uno se siente al menos en algo superior a los demás; en esto se basa la benevolencia general, porque se da por sentado que todo individuo puede prestar un servicio a otro llegado el caso, y que, por consiguiente, no tiene que avergonzarse al aceptar un servicio de otro. 510. El consuelo. Tras una pérdida irreparable, solemos necesitar consuelo, no tanto para aliviar nuestro dolor como para tener la excusa de habernos consolado tan fácilmente.

511. La fidelidad a las convicciones. Quien tiene mucho que hacer apenas cambia sus ideas y sus opiniones generales. Del mismo modo, quien obra en aras de un ideal, no examinará nunca ese ideal, porque no tiene tiempo para ello… ¡qué digo!: porque no le interesa considerarlo, ni siquiera, discutible. 512. Moralidad y cantidad. La superioridad moral de un individuo respecto a otro no suele consistir sino en los fines cuantitativamente mayores que persigue el primero. El otro se queda por debajo al encerrarse en un círculo estrecho y ocuparse de pequeñeces. 513. La vida como fruto de la vida. Por mucho que el hombre amplíe sus conocimientos y se muestre todo lo objetivo que quiera, el único fruto que consigue no es más que su propia biografía. 514. La necesidad inexorable. A lo largo de la historia los hombres acaban dándose cuenta de que la necesidad inexorable no es ni inexorable ni necesaria. 515. Sacado de la experiencia. El que algo sea absurdo no es una razón en contra de su existencia, sino más bien una condición de ella. 516. La verdad. Nadie se muere hoy de verdades mortíferas; hay demasiados antídotos. 517. Una visión fundamental. No hay una armonía preestablecida entre el avance de la verdad y el bien de la humanidad. 518. Destino del hombre. Quien piensa con suficiente profundidad comprende que siempre caerá en el error, ya obre y juzgue de una forma o de otra. 519. La verdad como Circe *. El error convirtió a los animales en hombres; ¿podría la verdad volver a convertir a los hombres en animales? *Personaje de La Odisea que convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises. (N. de T.) 520. Un peligro de nuestra cultura. Vivimos en una época en que la cultura corre el peligro de perecer a causa de sus medios de

civilización. 521. Ser grande equivale a marcar una dirección. Ningún río es ancho y caudaloso por sí mismo, sino por recibir y arrastrar muchos afluentes que lo hacen ser tal. Igual sucede con toda grandeza de espíritu. Lo único que cuenta es que un individuo marque la dirección que luego habrán de seguir tantos afluentes, y no que esté mejor o peor dotado en un primer momento. 522. Una conciencia poco exigente. Quienes hablan de lo importantes que son para la humanidad, tienen, ciertamente, una conciencia poco exigente en una cuestión de simple justicia burguesa como es el respeto a los compromisos establecidos y a la palabra dada. 523. Querer ser amado. No hay arrogancia mayor que exigir que nos amen. 524. Menosprecio de los hombres. El signo menos equívoco de menospreciar a los hombres es, o valorarlos sólo como medios para nuestros propios fines, o no concederles valor alguno. 525. Partidarios por espíritu de contradicción. Quien ha logrado enfurecer a la gente contra sí, siempre consigue también que un grupo se ponga de su parte. 526. Olvidar las vivencias. Quien piensa mucho y lo hace con objetividad, olvida fácilmente sus vivencias, pero es más difícil que olvide las ideas que éstas le sugirieron. 527. Mantener una opinión. Uno mantiene su opinión porque se vanagloria de haber llegado a ella por sí solo; otro, porque le ha costado asimilarla y se siente orgulloso de haberla entendido; en consecuencia, ambos lo hacen por vanidad. 528. Tener miedo a la luz. La buena acción teme a la luz con tanta angustia como la mala; ésta última porque la revelación le acarrea dolor (es decir, castigo); aquélla, porque la elevación disipa el placer (esa pura autocomplacencia que se desvanece en cuanto se une a ella la satisfacción de la vanidad). 529. La duración del día. El día dispone de cien bolsillos para quien tiene muchas cosas que meter en ellos.

530. El genio tiránico. Cuando se despierta en un alma un ansia irreprimible de obrar como un tirano y aquélla aviva constantemente el fuego, hasta un talento mediocre (entre políticos, artistas) se convierte poco a poco en una fuerza natural casi irresistible. 531. La vida del enemigo. A quien vive de combatir a un enemigo, le interesa que éste siga con vida. 532. Más importante. Una cosa oscura y sin explicar, adquiere más importancia que una cosa clara y explicada. 533. La valoración de los servicios prestados. Valoramos los servicios que otro nos presta por el valor que éste les concede, no por el que tienen para nosotros. 534. La desgracia. La distinción que va unida a la desgracia (como si sentirse feliz fuera un signo de vulgaridad, de bajeza y de superficialidad) es tan grande que si alguien nos dice que somos muy felices, no podemos menos que protestar. 535. La angustia imaginaria. La angustia imaginaria es ese gnomo malvado y simiesco que salta sobre nuestros hombros en el momento preciso en que su carga nos resulta más difícil de soportar. 536. La ventaja de tener enemigos ineptos. A veces seguimos siendo fieles a una causa tan sólo porque sus enemigos continúan siendo ineptos. 537. El valor de una profesión. La virtud principal de una profesión es que nos deja la cabeza vacía, constituyendo así un baluarte tras el cual podemos legítimamente atrincheramos cuando nos asaltan dudas y preocupaciones comunes y corrientes. 538. El talento. El talento de más de uno parece menor de lo que es porque siempre se ha propuesto emprender tareas demasiado grandes. 539. La juventud. La juventud resulta desagradable, porque, de joven, no es posible o no es razonable ser productivo en el sentido que sea.

540. Respecto a las grandes metas. Quien se propone abiertamente grandes metas y luego se da cuenta de que es demasiado débil para ellas, de ordinario tampoco tiene la suficiente fuerza para reconocerlo públicamente, y entonces se convierte inevitablemente en un hipócrita. 541. En la corriente. Los ríos poderosos arrastran consigo muchas piedrecitas y maleza, y los espíritus poderosos muchos cerebros necios y ofuscados. 542. Los peligros de la liberación de la inteligencia. Cuando un hombre se empeña seriamente en liberar su inteligencia, sus pasiones y apetitos esperan en secreto beneficiarse de ello. 543. La encarnación de la inteligencia. Cuando se piensa mucho e inteligentemente, no sólo el rostro sino todo el cuerpo adquiere un aire inteligente. 544. Ver mal y oír mal. Quien ve poco, siempre ve demasiado poco; pero quien oye mal, siempre oye demasiado. 545. Autocomplacerse en la vanidad. El vanidoso no busca tanto distinguirse como sentirse distinguido, razón por la cual no desdeña ningún medio de engañarse a sí mismo. No es la opinión de los demás lo que lo preocupa, sino su propia opinión. 546. Vanidoso excepcionalmente. El hombre que suele bastarse a sí mismo, es excepcionalmente vanidoso y sensible a la opinión y a las alabanzas ajenas cuando se encuentra físicamente enfermo. Como se siente perdido, trata de recuperarse aferrándose a algo externo como es una opinión ajena. 547. Los ingeniosos. Quien trata de ser ingenioso, no tiene ingenio. 548. Advertencia a los líderes de partidos. Cuando se puede hacer que varios hombres se declaren públicamente en favor de una causa, la mayoría de las veces se habrá conseguido también que se declaren a favor de ella en el fondo de ellos mismos, porque desde ese momento pretenderán que se los considere consecuentes. 549. El desprecio. Somos más sensibles al desprecio ajeno que al autodesprecio.

550. El lazo de la gratitud. Hay almas serviles que llevan tan lejos su agradecimiento por los beneficios recibidos, que se estrangulan a sí mismas con el lazo de la gratitud. 551. Truco de profeta. Para adivinar de antemano la forma de obrar de un individuo vulgar, hay que tener en cuenta que siempre hará el menor gasto posible de ingenio para librarse de una situación desagradable. 552. El único derecho del hombre. Quien se separa de la tradición es víctima de la excepción; quien se mantiene en la tradición es esclavo de ella. En ambos casos, el individuo se encamina hacia su perdición. 553. Por debajo del animal. Cuando el hombre se echa a reír a carcajadas, supera en vulgaridad a todos los animales. 554. El saber a medias. Quien habla más o menos un idioma extranjero disfruta más que quien lo habla bien. Obtiene placer quien sabe las cosas a medias. 555. Una forma peligrosa de ser servicial. Hay personas que pretenden hacerles penosa la vida a los demás sin otra razón que ofrecerles luego recetas para aliviar la vida, por ejemplo, su cristianismo. 556. El celo y la escrupulosidad. El celo y la escrupulosidad suelen ser antagónicos, en el sentido de que el celo quiere sacar verdes los frutos del árbol, mientras que la escrupulosidad los deja colgando de él tanto tiempo que terminan cayendo y reventándose. 557. La sospecha. A las personas que no podemos soportar, tratamos de hacerlas sospechosas. 558. La falta de ocasiones. Muchas personas esperan toda su vida la ocasión de ser buenas a su manera. 559. La falta de amigos. La falta de amigos hay que achacarla a la envidia o a la arrogancia. Más de uno debe sus amigos a la feliz circunstancia de no tener nada que le puedan envidiar. 560. El peligro de la pluralidad.

Con un talento de más se suele estar menos asentado que con uno de menos; del mismo modo que una mesa se sostiene mejor con tres patas que con cuatro. 561. Dar ejemplo. Quien quiera dar buen ejemplo a los demás ha de añadir un grano de locura a su virtud; entonces la gente conseguirá lo que le agrada: imitar y al mismo tiempo elevarse por encima de su modelo. 562. Servir de blanco. A menudo, las murmuraciones de otros a cuenta nuestra no van dirigidas realmente contra nosotros, sino que son la manifestación de un despecho y de un malhumor que responden a otras causas muy diferentes. 563. Una forma fácil de resignarse. Sufrimos menos decepciones si ejercitamos la imaginación en afear el pasado. 564. En peligro. Corremos más peligro de que nos atropellen cuando acabamos de esquivar un vehículo. 565. El papel, de acuerdo con la voz. Quien se ve forzado a hablar más alto de lo que acostumbra (por ejemplo), corrientemente exagera lo que tiene que decir. Más de uno se vuelve conspirador, calumniador, intrigante, por el único motivo de que su voz se presta muy bien al cuchicheo. 566. El amor y el odio. El amor y el odio no son ciegos, sino que están cegados por el fuego que llevan en sí mismos. 567. La ventaja de ser atacado. Los individuos que son incapaces de exponer a plena luz sus méritos ante los ojos de la gente, tratan de suscitar una fuerte hostilidad hacia ellos. Entonces tienen el consuelo de pensar que dicha hostilidad se interpone entre sus méritos y la valoración justa de los mismos… y que otros muchos piensan igual, lo que beneficia en buena medida a su reputación. 568. La confesión. Olvidamos nuestra falta cuando se la confesamos a otro, pero éste no suele olvidarla. 569. La autosuficiencia. El toisón de oro de la autosuficiencia protege de los porrazos, pero no de los alfilerazos. 570. La sombra en la llama. La llama no es tan luminosa por sí misma cuanto por las cosas que alumbra; lo mismo, le pasa al

sabio. 571. Las opiniones personales. La primera opinión que se nos ocurre cuando nos preguntan de improviso sobre algo no suele ser realmente la nuestra, sino la opinión general que corresponde a nuestro rango, nuestra situación y nuestro origen; las opiniones personales raras veces suben a la superficie. 572. El origen de la valentía. El hombre corriente es valiente e invulnerable como un héroe cuando no ve el peligro, cuando no tiene ojos para él. A la inversa, el héroe tiene su único punto vulnerable en la espalda, es decir, donde no tiene ojos. 573. El peligro del médico. Hay que haber nacido para nuestro médico; de lo contrario, moriremos a causa de él. 574. Asombrosa vanidad. Quien ha sido lo bastante osado para predecir tres veces el tiempo y ha acertado, cree en su fuero interno que en determinada medida posee el don de profecía. Cuando lo milagroso e irracional halaga nuestra autoestimación, lo admitimos sin discusión. 575. La profesión. Una profesión es la espina dorsal de la vida. 576. El peligro de la influencia personal. Quien sabe que ejerce una gran influencia moral en otro, debe darle rienda suelta y hasta brindarle la ocasión de que resople a placer; de lo contrario, se creará sin remedio un enemigo. 577. Aceptar a su heredero. Quien ha fundado algo grande con ánimo desinteresado, sueña tener a alguien que lo herede. Es propio de una naturaleza tiránica y vil considerar enemigos a todos los posibles herederos de su obra y vivir en constante actitud de defensa contra ellos. 578. El saber a medias. El saber a medias se impone con más facilidad que el saber completo, porque concibe las cosas más sencillas de lo que son y se forma luego una idea de ellas más asequible y convincente. 579. No apto para la militancia. Quien piensa mucho no tiene las aptitudes requeridas para militar en un partido; porque pronto su pensamiento lo llevará más allá de ese partido.

580. La mala memoria. La ventaja de la mala memoria es que se disfruta en varias ocasiones de las mismas cosas como si fuera la primera vez. 581. Causarse daño. El pensamiento intransigente suele enmascarar un espíritu profundamente inquieto, que trata de aturdirse. 582. El mártir. El discípulo de un mártir sufre más que éste. 583. Vanidad que viene de atrás. La vanidad de muchas personas que no necesitarían ser vanidosas es un hábito ya muy arraigado que les ha quedado de una época en que no tenían todavía una base justificada para creer en sí mismas y no hacían sino mendigar de los demás la limosna de dicha creencia. 584. El punto en que se desborda la pasión. Quien está a punto de montar en cólera o de dejarse llevar por una violenta pasión amorosa llega a un umbral en el que su alma está llena como un tonel; pero hay que añadir aún esa gota de agua que es la buena disposición para la pasión (o la mala, como se suele decir también). Basta esa gota para que se desborde el tonel. 585. Una idea negra. Con los hombres sucede como con esos montones de carbón que hay en los bosques. Sólo si ardieron y se carbonizaron de jóvenes, como les pasa a aquéllos, resultan útiles después. Durante el largo tiempo en que están echando humo y quemándose son quizás más interesantes, aunque inútiles y muy a menudo incómodos. La humanidad emplea sin consideración a todo individuo como combustible para sus grandes máquinas; pero ¿qué sentido tienen todas esas máquinas si todos los individuos (es decir, la humanidad) no sirven más que para mantenerlas? ¡Máquinas que son un fin en sí mismas!… ¿Consiste en eso la comedia humana? 586. El minutero de la vida. La vida se compone de unos pocos momentos aislados, sumamente llenos de sentido, y de infinitos intervalos en los que, a lo sumo, se proyectan sobre nosotros las sombras de esos momentos. El amor, la primavera, una bella melodía, la montaña, la luna, el mar, todo nos habla plenamente una sola vez al corazón, si es que todas esas cosas llegan alguna vez a expresarse por entero. Pero muchas personas no conocen en absoluto ninguno de esos momentos y ellas mismas son intervalos, silencios en la sinfonía de la vida real. 587. Atacar o introducirse.

A menudo incurrimos en el error de atacar con ardor una tendencia, un partido, una época, porque por azar no hemos llegado a ver más que su aspecto externo, el momento en que se marchitaba, o «los vicios de sus virtudes», de los que están necesariamente afectados y en los que quizás hemos participado nosotros mismos de forma considerable. Entonces les damos la espalda y buscamos la tendencia contraria, aunque sería mejor que nos pusiéramos a buscar sus aspectos buenos y positivos o que desarrolláramos en nosotros mismos los que tenemos. Bien es cierto que se requiere una mirada más potente y una voluntad mejor para contribuir a la génesis de algo todavía imperfecto, que para vislumbrarlo y renegar de su imperfección. 588. La modestia. Hay una modestia verdadera (consistente en reconocer que somos obra de nosotros mismos), que conviene, sin duda, a los grandes espíritus, porque éstos son capaces de concebir la idea de la irresponsabilidad total (incluso respecto al bien que crean). La inmodestia del gran hombre produce odio, no por el sentimiento de su fuerza que expresa, sino porque sólo pretende probar esa fuerza hiriendo a los demás y tratándolos despóticamente para ver hasta dónde llega su paciencia. De ordinario, ello revela una falta de seguridad en el sentimiento de su fuerza, lo que hace dudar a los hombres de su grandeza. En este sentido, vista desde el ángulo de la habilidad, la inmodestia es muy desaconsejable. 589. El primer pensamiento del día. La mejor forma de empezar la jornada es preguntarse al despertar si durante ese día podemos favorecer al menos a una persona. Si esta idea llegara a reemplazar a la costumbre religiosa de rezar al levantamos, nuestros semejantes se beneficiarían del cambio. 590. La arrogancia como última forma de consuelo. Cuando un individuo considera que un fracaso, una incapacidad intelectual o una enfermedad forman parte de un destino que le estaba prefijado, que son una prueba personal o incluso un castigo por sus faltas anteriores, su ser se vuelve al punto más interesante y se eleva con la imaginación por encima de sus semejantes. El pecador arrogante es un personaje conocido en toda secta religiosa. 591. La vegetación de la felicidad. Muy cerca de las desgracias del mundo y a menudo sobre su volcánico suelo, plantó el hombre el jardincito de su felicidad. Ya consideramos la existencia desde la perspectiva de quien no pide a la vida más que conocimiento, o desde la del que se entrega y se resigna, o desde la del que es feliz superando dificultades, siempre encontraremos alguna forma de felicidad brotando al lado del infortunio, felicidad que será tanto mayor, incluso, cuanto más volcánico sea el suelo donde crece. Lo único ridículo sería pretender que esa felicidad justifica el sufrimiento. 592. La ruta de los antepasados. Por algo es más razonable desarrollar por nuestra cuenta el talento al que nuestro padre o nuestro abuelo dedicaron sus esfuerzos, en lugar de entregarnos a algo radicalmente nuevo: ya que de no ser así,

no se podría alcanzar la perfección en ningún oficio. De ahí el proverbio que dice: «¿Qué ruta debes emprender? La de tus antepasados». 593. La vanidad y la ambición como educadoras. Hasta que un individuo no se haya convertido en instrumento del interés general de la humanidad, sin duda lo atormentará la ambición; pero una vez alcanzado ese objetivo, si trabaja por necesidad como una máquina por el bien de todos, lo asaltará la vanidad; ésta lo humanizará hasta en los detalles, lo hará más sociable, más soportable, más tolerante, cuando la ambición haya acabado de pulirlo (de hacerlo útil). 594. Los novicios en filosofía. Hay individuos que en cuanto reciben la sabiduría de un filósofo, salen a la calle con la sensación de haber experimentado un cambio y de haberse convertido en grandes hombres; porque encontramos por doquier a gente que, aunque ignora esa sabiduría, emite juicios nuevos e inauditos sobre todo; habiendo dado su visto bueno a un código, se cree obligada a erigirse también en juez. 595. Agradar desagradando. Los individuos que pretenden llamar la atención por encima de todo y por ello desagradan, desean lo mismo que los que quieren agradar sin llamar la atención, aunque indirectamente y en un grado más elevado, dando un rodeo que los aleja aparentemente de su objetivo. Desean influencia y poder, y muestran por ello su superioridad, aunque produzca una sensación de desagrado, ya que saben que quien acaba teniendo poder agrada casi con todo lo que hace y dice, y que hasta cuando desagrada, parece, pese a todo, agradar. El espíritu libre, e igualmente el creyente, también desean el poder para lograr agradar así algún día; si a causa de su doctrina, se ven expuestos al infortunio, a la persecución, a la cárcel o al suplicio, se alegran pensando que de este modo su doctrina quedará grabada en la humanidad a sangre y fuego: aceptan todo esto como un medio doloroso aunque eficaz, pese a que sus resultados sólo se verán más tarde, de llegar también al poder. 596. El motivo de guerra y otros casos similares. El príncipe que, una vez tomada la decisión de declarar la guerra a su vecino, la completa inventando algún motivo para la misma, se asemeja al padre que impone a su hijo una madre distinta de la suya propia, que en lo sucesivo deberá considerar como la verdadera. ¿Y no es cierto que casi todos los motivos que atribuimos a nuestros actos son también madres supuestas? 597. La pasión y el derecho. Nadie habla con más pasión de su derecho que quien duda de éste en el fondo de su alma. Al poner a la pasión de su parte, trata de aturdir su razón y de acallar sus dudas; de este modo, tranquiliza su conciencia y con ello logra el éxito ante los demás. 598. Treta del que se abstiene. Quien protesta contra el matrimonio a la manera de los sacerdotes católicos, tratará de formarse una idea de él que será la que corresponde a su concepción más baja y vulgar. Del mismo modo, quien

rechaza ser honrado por sus contemporáneos, tomará la noción de honor en un sentido vil; así le será más fácil estar privado de él y rechazarlo. Por lo demás quien rechaza muchas cosas importantes, será con facilidad indulgente consigo mismo en las cosas pequeñas. Es posible que quien se ha situado por encima de la aprobación de sus contemporáneos, no quiera privarse de satisfacer pequeñas vanidades. 599. La edad de la arrogancia. Entre los veintiséis y los treinta años se extiende entre los hombres de talento su período de arrogancia; es la época de la primera madurez, con un fuerte residuo de acidez. Basándose en su sentimiento íntimo, exigen a la gente que no ve nada o casi nada, respeto y veneración, y como no aprecian ninguna señal de esto, se vengan con esa mirada, esa actitud arrogante, ese tono de voz que unos oídos y unos ojos finos reconocen en todas las producciones de esa época, ya se trate de poemas, de filosofía, de pinturas o de música. Los hombres de experiencia más madura se sonríen y recuerdan con emoción esa bella época de la vida en que se reprocha al destino ser tanto y parecer tan poco. Pasado el tiempo, se parecerá realmente más, pero se habrá perdido la hermosa creencia de que se es mucho; a menos de ser toda la vida un vanidoso necio e incorregible. 600. Un apoyo ilusorio, pero firme. Así como para bordear un precipicio o atravesar un río profundo sobre una viga, necesitamos una barandilla no para apoyarnos, porque se desplomaría con nuestro peso, sino para dar a la vista una sensación de seguridad, de igual modo, de jóvenes necesitamos personas que nos presten inconscientemente el servicio de esa barandilla; bien es cierto que no podrían socorrernos si, en caso de gran peligro, tratáramos de apoyamos realmente en ellas, pero nos dan la sensación tranquilizadora de una protección muy cercana (por ejemplo, los padres, los profesores, los amigos, como suelen ser de ordinario todos ellos). 601. Aprender a amar. Hay que aprender a amar, aprender a ser bueno, y ello desde la juventud; si la educación y el azar no nos brindan la oportunidad de experimentar estos sentimientos, nuestra alma se resecará y no podrá comprender los tiernos hallazgos que han hecho las personas que aman. Del mismo modo, hay que aprender a sentir odio y a alimentarlo, si se quiere llegar a odiar como es preciso; de lo contrario, su germen perecerá también poco a poco. 602. Las ruinas como adorno. Quienes experimentan numerosos cambios intelectuales, conservan algunas ideas y hábitos de sus estadios anteriores, que entonces se alzan al igual que un lienzo de murallas grises, como restos de una antigüedad inexplicable, en su pensamiento y su conducta nuevos: lo que a menudo sirve de adorno a todo el paisaje. 603. El amor y el respeto. El amor desea, el miedo rehuye. A ello se debe que no podamos ser amados y respetados por la misma persona, al menos en el mismo momento. Porque quien muestra respeto reconoce el poder, es

decir, le teme; lo que experimenta es un temor respetuoso. El amor no reconoce poder alguno, ni nada que separe ni oponga diferencias o jerarquías de superior e inferior; desconoce el respeto, aunque a las personas que, interna o abiertamente, ansían que las respeten, les repugna ser amadas. 604. Prejuicio en favor de los hombres fríos. Los individuos que se enardecen pronto, se enfrían con rapidez, por lo que, en general, apenas podemos confiar en ellos. De ahí que todos aquellos que son o aparentan ser constantemente fríos generan un prejuicio que los favorece, según el cual se cree que son especialmente seguros y dignos de confianza; se los confunde con quienes se enardecen lentamente y conservan el fuego largo tiempo. 605. El peligro de las opiniones libres. Un leve contacto con las opiniones libres produce una excitación, una especie de comezón; si nos rozamos un poco más con ellas, empezaremos a rascarnos esos puntos sensibles hasta el extremo de que se formará en ellos una llaga grande y dolorosa, es decir, hasta que llegará un momento en que la opinión libre empezará a turbar y a atormentar nuestra actitud ante la vida y ante las relaciones con los demás. 606. El deseo de sufrir profundamente. Una vez pasada, la pasión nos deja una oscura nostalgia de sí misma y nos lanza, al desaparecer, una última mirada zalamera. Tuvimos que sentir un cierto placer cuando recibíamos sus latigazos, porque ahora los sentimientos moderados nos resultan insípidos, en comparación; por lo que parece, preferimos siempre un dolor intenso a un placer débil. 607. Enfadados con los demás y con el mundo. Cada vez que, como es frecuente, descargamos nuestro enfado en los demás, mientras que, a decir verdad, sentimos que con quien estamos enfadados es con nosotros mismos, lo que en el fondo intentamos es oscurecer y engañar a nuestro raciocinio: buscamos a posteriori un motivo de nuestro enfado y lo atribuimos a errores y a defectos de otros, para así perdernos de vista nosotros. Los hombres que practican estrictamente su religión y que se juzgan sin piedad a sí mismos, son a la vez los que peores cosas han dicho de la humanidad en general; nunca ha existido un santo que se haya atribuido los pecados a sí mismo y las virtudes a otro; como tampoco se ha dado nunca un hombre que, siguiendo el precepto de Buda, haya escondido sus cosas buenas a los demás, para no dejarles ver más que las malas. 608. La confusión de la causa con el efecto. Buscamos inconscientemente los principios y doctrinas que responden a nuestro temperamento, de forma que da la impresión de que tales principios y doctrinas acaban configurando nuestro carácter y dándole seguridad y firmeza. Pero lo que, sucede es justamente lo contrario. Al parecer, consideramos a posteriori que nuestros pensamientos y juicios son la causa de nuestro ser; pero de hecho, nuestro ser es la causa de que pensemos y juzguemos de tal o cual manera. Pero ¿qué es lo que nos hace representar casi inconscientemente esta comedia? La inercia, el gusto por la comodidad y, en buena medida, el deseo de nuestra vanidad que ansia que nos consideren consecuentes de cabo a rabo, que nuestro pensamiento y nuestro ser constituyan una única realidad; porque esto despierta la valoración de otros y, por

consiguiente, nos suministra confianza y poder. 609. La edad y la verdad. A los jóvenes les gusta lo interesante y lo extraño, sin importarles que sea verdadero o falso. A los espíritus más maduros les gustan los aspectos más interesantes y extraños de la verdad. Por último, a los cerebros plenamente maduros les gusta la verdad, incluso cuando se presenta simple y desnuda, inspirando aburrimiento al hombre vulgar, porque han observado que la verdad sólo comunica el espíritu sublime que posee con un aire de sencillez. 610. Los hombres como malos poetas. Lo mismo que los malos poetas buscan, al llegar a la segunda parte del verso, la idea en función de la rima, los hombres, asaltados por una creciente preocupación en la segunda parte de su vida, suelen buscar los actos, las actitudes y las situaciones que encajen con los de su vida pasada, de modo que todo ofrezca externamente una armónica concordancia; pero entonces su vida ya no está determinada cada vez por una nueva idea poderosa, la cual es sustituida, en cambio, por la intención de encontrar la rima. 611. El aburrimiento y el juego. La necesidad nos obliga a un trabajo cuyo producto sirve para satisfacer la necesidad; el constante resurgir de necesidades nos acostumbra al trabajo. Pero en los intervalos en que las necesidades se encuentran satisfechas y, por así decirlo, adormecidas, nos sorprende el aburrimiento. ¿Qué es lo que ocurre? Que el hábito mismo del trabajo se deja sentir ahora bajo la forma de una necesidad nueva y sobreañadida, que será tanto más fuerte cuanto más fuerte sea el hábito de trabajar, y quizás cuanto más fuerte sea también el dolor causado por las necesidades. Para escapar del aburrimiento, el hombre, o bien trabaja más de lo que le exigen sus necesidades normales, o bien inventa el juego, es decir, el trabajo que no está ya destinado más que a satisfacer la necesidad del trabajo mismo. Aquél a quien el juego acaba hastiándole y que no tiene razón alguna para trabajar con vistas a satisfacer nuevas necesidades, siente el deseo de un tercer estado que sería respecto al juego lo que votar es a bailar, lo que bailar es a andar: un estado de serena dicha en movimiento, como es la visión que tienen los artistas y los filósofos de la felicidad. 612. Una enseñanza extraída de los retratos. Si observamos una serie de retratos nuestros, desde la infancia hasta la edad adulta, descubrimos agradablemente sorprendidos que el individuo maduro se parece más al niño que al adolescente; que en el intervalo y en paralelo sin duda con este fenómeno, se ha producido, entonces, un extrañamiento pasajero del carácter fundamental, pasado el cual, la fuerza acumulada, reunida del hombre ya formado ha recuperado su dominio. A esta observación corresponde otra: las poderosas influencias de las pasiones, de los maestros y de los acontecimientos políticos que nos arrastran en todos los sentidos durante la juventud, parecen haberse sometido luego a una medida fija; evidentemente continúan existiendo y actuando en nosotros, pero no obstante, se impone lo fundamental de nuestra sensibilidad y de nuestro pensamiento, que empleará dichas influencias como fuentes de energía y no ya como reguladores, que es lo que ocurría entre los veinte y los treinta años. De este modo, el pensamiento y la sensibilidad del

hombre maduro parecen, asimismo, más acordes con los de su período infantil, y esta realidad interior se expresa en el hecho externo al que me he referido. 613. El tono de voz en las diferentes épocas de la vida. El tono con el que los jóvenes charlan, alaban, critican y recitan, desagrada a las personas de más edad, porque es demasiado alto y a la vez apagado y confuso como si, al igual que en una sala abovedada, el sonido sacara del vacío esa intensidad resonante. Y es que la mayor parte de las cosas que piensan los jóvenes no brota de la abundancia de su naturaleza, sino que constituye una resonancia, un eco de lo que se piensa, se dice, se alaba y se critica en su entorno inmediato. Pero como los sentimientos (de simpatía y de aversión) resuenan en ellos con mucha más fuerza que los motivos a los que responden, cuando ceden la palabra a sus sentimientos, se produce ese tono de sordas resonancias que revela la falta o la escasez, de motivos. El tono de la edad madura es preciso, breve y lacónico, moderadamente elevado, pero, como todo lo que está claramente articulado, llega muy lejos. La vejez, en fin, suele imprimir a la voz una cierta dulzura y tolerancia, azucarándola en cierta medida; aunque es cierto que en muchos casos también la vuelve agria. 614. Hombres atrasados y hombres avanzados. El carácter desagradable, lleno de desconfianza, que envidia todos los éxitos felices de sus competidores y allegados, que reacciona con fuerza y arrebato contra las opiniones contrarias a la suya, es una muestra de que corresponde a un estadio anterior de la cultura, que es algo que ha sobrevivido; ya que su forma de tratar a los demás es la que se ajustaba perfectamente a las condiciones de una época en la que imponía su ley el más fuerte; es un hombre atrasado. Otro carácter, que está lleno de simpatía, que hace amigos en todas partes, que ama todo lo que crece y cambia, al que agrada compartir los honores y los éxitos de los demás, y que no pretende el privilegio de ser el único que está en posesión de la verdad, sino que rezuma una modesta desconfianza, es un hombre avanzado, que tiende con todas sus fuerzas a una cultura superior de la humanidad. El carácter desagradable procede de los tiempos en que todavía no se habían establecido las bases rudimentarias de las relaciones humanas; el otro vive en los niveles superiores, lo más alejado posible del animal salvaje que se agita y aúlla rabioso desde su encierro en los sótanos excavados en los cimientos de la cultura. 615. Un consuelo para los hipocondríacos. Cuando un gran pensador se ve temporalmente sometido al autotormento de la hipocondría, no puede menos que decirse a título de consuelo: «Ese parásito se alimenta y se desarrolla gracias a tu gran fuerza personal: si ésta fuera menor, sufrirías menos». Lo mismo puede decirse el hombre de Estado cuando se introducen en sus relaciones personales, haciéndole la vida difícil, la envidia y el resentimiento, en general esa tendencia a «la guerra de todos contra todos», para la que, como representante de una nación, ha de estar eminentemente dotado. 616. Alejado del presente. Tiene grandes ventajas alejarse un buen día del presente en buena medida, dejándose llevar, valga la expresión, desde sus costas hasta flotar en el océano de las concepciones pasadas del mundo. Lanzando

desde allí una mirada al litoral, se abarca, sin duda por primera vez, la configuración de conjunto, y a la hora de volver a acercarse a ella se tiene la ventaja de comprenderla en su totalidad mejor que quienes nunca la han abandonado. 617. Sembrar y recoger utilizando los defectos propios. Hombres como Rousseau saben utilizar sus debilidades, carencias y vicios como estiércol para su talento. Cuando éste lamenta la corrupción y la degeneración de la sociedad como una funesta consecuencia de la civilización, se está basando, de hecho, en una experiencia personal, cuya amargura confiere esa causticidad a su condena general y envenena los dardos que dispara; es decir, descarga individualmente su cólera y luego trata de buscar un remedio que sirva directamente a la sociedad, aunque, indirectamente y por vía de ésta, también a sí mismo. 618. Tener espíritu filosófico. De ordinario, la gente se esfuerza en adquirir una sola orientación anímica, una sola forma de ver las cosas, que sea aplicable a todas las situaciones y a todos los acontecimientos de la vida, y a eso lo llama, en especial, tener espíritu filosófico. Sin embargo, para el enriquecimiento de la conciencia, puede ser más beneficioso no uniformarse así sino escuchar más bien la voz prudente de las diversas situaciones de la vida, las cuales encierran sus propios puntos de vista. De este modo se participa mediante el conocimiento en la vida y en la naturaleza de muchos seres, dado que ya no nos consideramos como un individuo constante, fijo y único. 619. En el fuego del desprecio. Constituye un paso más hacia la independencia atreverse al fin a expresar opiniones que se considera que deben avergonzar a quien las sustenta: entonces amigos y conocidos empiezan a mostrar cierto temor. Una naturaleza bien dotada debe someterse a esta prueba de fuego, pasada la cual será más dueña de sí. 620. El sacrificio. Cuándo podemos elegir, preferimos un sacrificio grande a otro pequeño; y la razón es que del grande nos resarcimos mediante la autoadmiración, cosa que no es posible con el pequeño. 621. El amor como treta. Quien quiera realmente conocer algo nuevo (ya sea un hombre, un acontecimiento, un libro) hará bien en acoger esa cosa nueva con todo el amor posible, en desviar inmediatamente la vista de todo lo que encuentre en ésta de hostil, chocante y falso, incluso olvidándose de ello, y en dar, por ejemplo, al autor de un libro toda clase de ventajas al principio, para luego, igual que en una carrera, desear realmente, con el corazón palpitante, que llegue a la meta. En efecto, mediante este procedimiento llegaremos al corazón de esa cosa nueva, a su punto móvil; a esto precisamente se llama conocer. Una vez ahí, el razonamiento hará posteriormente sus restricciones; esa estimación excesiva, esa suspensión pasajera de la balanza de la crítica no era más que una treta para lograr que la cosa nos mostrara su alma. 622. Pensar demasiado bien y demasiado mal del mundo.

Si pensamos demasiado bien o demasiado mal de las cosas, siempre obtendremos la ventaja de disfrutar de un placer añadido, porque una opinión preconcebida demasiado buena nos permite de ordinario poner en las cosas (en las vivencias) más dulzura de la que contienen realmente. A su vez, una opinión preconcebida demasiado mala produce una agradable decepción; a lo agradable que tenía la cosa se añade lo agradable de la sorpresa. Un temperamento sombrío, por lo demás, experimentará lo contrario en ambos casos. 623. Los hombres profundos. Aquellos cuya fuerza radica en la profundidad de sus impresiones, se les suele llamar hombres profundos, se muestran relativamente serenos y decididos ante cualquier cosa sorprendente; aunque en un primer momento su impresión era aún superficial, sólo después se hizo profunda. Son las cosas o las personas previstas y esperadas desde largo tiempo atrás las que más agitan a estas naturalezas, haciendo que sean casi incapaces de conservar su presencia de ánimo cuando éstas llegan por fin. 624. Las relaciones con el yo superior. Todo hombre tiene un día afortunado en el que encuentra a su yo superior; y la humanidad verdadera exige que ya no se valore a nadie más que según ese estado y no según sus días laborables de dependencia y servidumbre. Debemos, por ejemplo, valorar y honrar a un pintor según la visión más elevada que haya sido capaz de tener y de reproducir. Pero los propios hombres tienen relaciones muy diversas con ese yo superior, y a menudo son comediantes de sí mismos, en el sentido de que luego ya no dejan de imitar lo que son en esos instantes. Algunos, llenos de humildad, viven aterrados por su ideal y les gustaría renunciar a él; temen a su yo superior porque cuando al fin les habla, su voz es exigente. Además dispone de una libertad milagrosa que le permite aparecerse o no a su antojo; de ahí que se le suela considerar un don de los dioses, cuando en realidad es todo lo demás lo que constituye propiamente un don de los dioses (del azar), ya que él es el propio hombre. 625. Los solitarios. Ciertos individuos se hallan tan acostumbrados a estar a solas consigo mismos y a no compararse nunca con nadie, que desarrollan, de continuo, el monólogo de su vida con el alma tranquila y feliz, conversan consigo mismos y hasta se ríen. Pero si se los invita a que se comparen con alguien, tienden a menospreciarse siempre con mucha sutileza, hasta el punto de que hay que forzarlos a que adquieran de otros una idea favorable y justa sobre su persona; sin embargo, cuando escuchan este juicio valorativo de sí mismos, se empeñan en negarlo o en rebajarlo. Debemos, entonces, permitir a ciertos hombres su soledad y no cometer nunca la torpeza tan frecuente de compadecerlos. 626. Sin melodía. Hay hombres cuya característica consiste en estar tan constantemente en paz consigo mismos y en mantener un equilibrio tan perfecto entre todas sus facultades, que rechazan cualquier actividad encaminada a conseguir un fin. Se parecen a una música que estuviera compuesta sólo de acordes armónicos de larga duración, en la que nunca llegara a desarrollarse una melodía articulado con un movimiento diestro. Todo movimiento llegado de fuera, no sirve más que para que la barca restablezca

de inmediato su equilibrio en el lago de la consonancia armónica. Los hombres de hoy suelen impacientarse mucho cuando se encuentran con una de estas naturalezas que ignoran todo movimiento, sin que puedan decir de ellas que no son nada. Pero cuando al verlas nos encontramos en cierto estado psicológico, nos hacemos esta insólita pregunta: «¿Para que sirve, en última instancia, una melodía? ¿Por qué no nos basta que la vida se refleje serena en un lago profundo?». La edad media era más rica que nuestra época en naturalezas de esta clase. Es muy raro encontrar aún a alguien que, en medio de la prisa general, se diga como Goethe: «No hay nada mejor que esta calma profunda en que vivo y crezco respecto al mundo, consiguiendo algo que nadie podría arrebatarme ni por el hierro ni por el fuego». 627. Vivir y tener vivencias. Al ver cómo ciertos individuos recogen las experiencias diarias e insignificantes que tienen y forman con ellas un terreno fértil que da fruto tres veces al año; mientras que otros (¡y cuántos!) se lanzan al impetuoso oleaje de las más apasionantes aventuras y de las corrientes más variadas que agitan a los pueblos y a las épocas, quedándose siempre en la superficie y siendo llevados aquí y allá como un corcho, uno termina por sentirse tentado a dividir a la humanidad en una minoría (un mínimo) de seres que se esfuerzan en hacer mucho partiendo de poco y en una mayoría que hace muy poco de mucho; incluso encontramos a quienes, al revés que los brujos, en lugar de sacar el mundo de la nada, no sacan nada del mundo. 628. La seriedad en tela de juicio. En Génova, al atardecer, oí un largo repique de campanas en una torre: no acababa nunca y vibraba insaciable por encima del ruido de la calle, extendiéndose por el cielo del ocaso y por la brisa del mar, con un sonido sumamente lúgubre a la vez que infantil, impregnado de una infinita melancolía. Me acordé entonces de unas palabras de Platón y las sentí de pronto en el fondo de mi corazón: «Nada humano merece ser tomado en serio; pero no obstante…». 629. La convicción y la justicia. Asumir después a sangre fría y con la cabeza serena lo que el hombre ha dicho, prometido y decidido cuando estaba apasionado, es una obligación que constituye una de las cargas más pesadas que abruman a la humanidad. Verse forzado a admitir para siempre las consecuencias de la cólera, de la venganza enardecida, de la devoción entusiasta puede suscitar una extraordinaria irritación contra tales sentimientos, tanto más cuanto que en todas partes y especialmente entre los artistas, dichos sentimientos han sido objeto de idolatría. Son los artistas quienes han impulsado la valoración excesiva de la pasión, cosa que siempre han hecho, aunque también han exaltado las terribles satisfacciones que obtiene el individuo de esas explosiones de venganza seguidas de muerte, de mutilaciones, de exilios voluntarios, y esa resignación del corazón destrozado. Siempre han mantenido despierta la curiosidad por las pasiones, como diciendo: «La vida sin pasiones carece de interés». ¿Estamos para siempre obligados, indisolublemente, por haber jurado fidelidad incluso a un ser tan ficticio como un dios, por haber entregado nuestro corazón a un príncipe, a un partido, a una mujer, a una orden religiosa o a un artista, en un estado de ilusión ciega que nos sumía en el éxtasis y nos hacía creer que esos seres eran dignos de toda nuestra veneración y de todos nuestros sacrificios? ¿No nos habremos engañado? ¿No sería la

nuestra una promesa hipotética, sometida a la condición, por supuesto tácita, de que esos seres fueran realmente como parecían ser en nuestra imaginación? ¿Seguimos obligados a ser fieles a nuestros errores, incluso después de haber reconocido que con esa fidelidad estamos atentando contra nuestro yo superior? No, no existe esa clase de ley y de obligación; tenemos que ser traidores, practicar la infidelidad, ir abandonando uno tras otro nuestros ideales. No pasamos de un período a otro de nuestra vida sin causar dolores por nuestras traiciones, y sin sufrirlos nosotros mismos. Pero entonces ¿habríamos de guardarnos totalmente de experimentar ningún sentimiento impetuoso para evitar esos dolores? ¿No resultaría el mundo en ese caso demasiado desolado, demasiado espectral? Preguntémonos mejor si los dolores que acompañan a un cambio de nuestras convicciones son necesarios, y si no dependerán de una apreciación y de una valoración equivocadas. ¿Por qué se admira a quien permanece fiel a sus convicciones y se desprecia al que cambia de ellas? Temo que ésta sea la respuesta: porque todo el mundo supone que la causa de ese cambio no es otra que un interés mezquino o un temor personal; es decir, en el fondo se cree que nadie modifica sus opiniones mientras le resultan provechosas o al menos no lo perjudican. Ahora bien, de ser así, queda en entredicho el valor intelectual de toda convicción. Examinemos, entonces, brevemente cómo se forman las convicciones y veamos si no les estaremos concediendo excesivo valor. Nuestro análisis nos llevará a concluir que estamos midiendo el cambio de nuestras convicciones según una escala que, en cualquier caso, es falsa también, y que hasta ahora nos hemos acostumbrado a sufrir excesivamente a causa de dicho cambio. 630. Una convicción consiste en creer que, en un punto cualquiera del conocimiento, estamos en posesión de la verdad absoluta. Esta creencia supone que existen verdades absolutas, que hemos encontrado asimismo los métodos perfectos para llegar a ellas, y por último, que quien tiene convicciones aplica esos métodos perfectos. Estas tres proposiciones revelan de inmediato que quien tiene convicciones no es un individuo que piense científicamente, que está en la edad de la inocencia teórica, que es un niño, por muy adulto que sea su aspecto corporal. Ahora bien, durante miles de años se ha vivido con estas suposiciones infantiles, y de ellas han brotado las fuentes de energía más poderosas para la humanidad. Los innumerables hombres que se han sacrificado por sus convicciones creían hacerlo por la verdad absoluta. Pero en esto se han equivocado todos; es verosímil que nadie se haya sacrificado nunca aún por la verdad; al menos la expresión dogmática de su creencia no ha tenido nada, o casi nada, de científica. Pero lo que pretendía realmente un individuo era que tenía razón, porque creía que no tenía más remedio que tener razón. Dejar que alguien lo despojara de su creencia implicaba quizás poner en tela de juicio su salvación eterna. En cuestiones de suma importancia como ésta, la «voluntad» era a todas luces la inspiradora de la inteligencia. La hipótesis previa de todo creyente de cualquier tendencia era que no podía ser refutado; si las razones contrarias resultaban muy sólidas, siempre quedaba la posibilidad de denigrar a la razón en general e incluso de enarbolar esa bandera del fanatismo extremo que es el «creo porque es absurdo». La causa de tanta violencia a lo largo de la historia no ha sido la lucha entre opiniones, sino la lucha de la fe en las opiniones, es decir, las convicciones. Si todos los que han sustentado una idea tan grande de sus convicciones, hasta el punto de ofrecerles sacrificios de toda índole y de no ahorrar en su servicio ni su honor ni su vida, hubieran dedicado sólo la mitad de sus esfuerzos a investigar a título de qué se

aferraban a tal o cual convicción y por qué vías habían llegado a ellas, ¡qué aspecto tan pacífico ofrecería la historia de la humanidad! ¡Cuántos más conocimientos habríamos conseguido! Nos habríamos ahorrado todas las escenas de crueldad que acompañaron a la persecución de herejes de todo tipo, por dos razones: primera, porque los inquisidores se habrían puesto ante todo a inquirir acerca de ellos mismos y habrían abandonado la pretensión de defender la verdad absoluta; y, segunda, porque los herejes, a su vez, tras haber sondeado sus ideas, no habrían mostrado el menor interés por defender unos principios tan mal fundados como suelen estarlo los de todos los sectarios y «ortodoxos» religiosos. 631. Los tiempos en que los hombres estaban habituados a creer en la posesión de la verdad absoluta se encuentran en el origen del profundo malestar que afecta a todas las posturas escépticas y relativistas en cualquier campo del conocimiento que sea: la mayoría de las veces la gente prefiere abrazar sin reservas una convicción sustentada por personas que tienen alguna autoridad (padres, amigos, profesores, príncipes), y cuando no lo hace, experimenta una especie de remordimiento. Esta inclinación es muy comprensible, y sus consecuencias no justifican los violentos reproches que se han hecho a la evolución de la razón humana. Ahora bien, el espíritu científico debe hacer que vaya madurando progresivamente en el hombre la virtud de la abstención prudente; esa sabia moderación que es más conocida en el terreno de la vida práctica, que en el de la vida teórica, y que, representada, por ejemplo, por Goethe en el personaje de Antonio*, constituye un motivo de exasperación para todos los Tasso; es decir, para todas las naturalezas que son a un tiempo pasivas y enemigas de la ciencia. El hombre de convicciones tiene derecho a no entender a ese hombre del pensamiento prudente que es el teórico Antonio; en cambio, el hombre de ciencia no tiene derecho a censurar al otro por ello; lo observa desde arriba y sabe, además, que, llegado el caso, volverá a aferrarse a él, como acaba haciendo Antonio. *Personaje que aparece en la obra teatral de Goethe Torquato Tasso, escrita en el segundo período de su producción (1790) e inspirada en el conocido poeta italiano cuyo nombre da título a la pieza. Su compleja personalidad atrajo mucho a Goethe. (N. de T.) 632. Quien no ha tenido diversas convicciones a lo largo de su vida, sino que se ha quedado retenido en la primera creencia que lo atrapó en sus redes, representa siempre, en virtud de ese inmovilismo, a las civilizaciones atrasadas. A causa de la falta de cultura (la cultura supone siempre la posibilidad de educar) es duro, incapaz de entender, reacio a toda posible enseñanza, intolerante, eternamente suspicaz e irreflexivo, y está dispuesto a recurrir a cualquier medio para imponer su opinión porque no puede en modo alguno entender que ha de haber otras opiniones; en este aspecto es quizás una fuente de energía, incluso saludable, en civilizaciones demasiado liberadas y relajadas, pero sólo en la medida en que incita fuertemente a que se le haga frente: porque, al hacerlo, el carácter delicado que tiene la nueva cultura obligada a combatirlo saca energías de ello. 633.

Seguimos siendo, en esencia, los mismos hombres que los de la época de la Reforma, ¿cómo iba a ser de otro modo? Pero ya no nos permitimos ciertos medios para hacer que triunfen nuestras opiniones, y esto, que nos distingue de dicha época, prueba también que pertenecemos a una cultura elevada. En nuestra época, cualquiera que siga recurriendo, como los hombres de la Reforma, a sugerir sospechas y a producir explosiones de ira para combatir y aplastar opiniones, revela claramente que habría quemado a sus adversarios si hubiese vivido en otros tiempos, y que hubiese apelado a todos los procedimientos de la Inquisición si hubiera sido enemigo de la Reforma. En aquella época la Inquisición pareció razonable, porque no significó otra cosa que el estado general de sitio que fue necesario decretar en todo el territorio de la Iglesia y que, como cualquier estado de sitio, justificó el empleo de los medios más extremos, al haber partido del postulado (que hoy ya no compartimos con aquellos hombres) de que la Iglesia poseía la verdad y que había que salvaguardarla a toda costa, con los sacrificios que fueran precisos, para la salvación de la humanidad. Pero en nuestros días no se concede ya tan fácilmente a nadie el derecho que confiere estar en posesión de la verdad: los métodos rigurosos de la investigación han extendido la confianza y la prudencia lo suficiente como para que todo hombre que defienda sus opiniones con palabras y actos violentos sea considerado enemigo de nuestra cultura actual, o al menos como un individuo retrógrado. El hecho es que la pasión que se ponía en la pretensión de estar en posesión de la verdad ha perdido ahora casi todo su valor frente a esa otra pasión, más modesta y menos estruendosa, es cierto, con la que se la busca, sin cansarse nunca de revisar y de examinar una y otra vez nuestros conocimientos. 634. Por lo demás, la búsqueda metódica de la verdad es el resultado de las épocas en que las opiniones combatían entre sí. Si el individuo no se hubiera mantenido en su «verdad», es decir, en esgrimir el presunto derecho que ello le confería, no existiría ningún método de investigación; pero de ese modo, en ese combate perpetuo entre las pretensiones de diversos individuos a la verdad absoluta, se fue avanzando paso a paso en el descubrimiento de principios irrefutables, según los cuales se pudiera examinar el derecho de los pretendientes y apaciguar su conflicto. Se empezó a cortar por lo sano recurriendo a las autoridades; más tarde se pasó a una crítica recíproca de las vías y medios por los que se había llegado a la presunta verdad; hubo un período intermedio en que se extraían las consecuencias del principio opuesto, encontrándolas quizás perniciosas y nocivas; de lo que el raciocinio de cada cual debía deducir que la opinión de su adversario contenía algún error. La lucha personal de los pensadores acabó perfeccionando los métodos que hicieron posible descubrir realmente verdades y poner en evidencia, ante los ojos de todos, los errores de los métodos anteriores. 635. En conjunto, los métodos científicos son una consecuencia de la investigación tan importante al menos como cualquier otro de sus resultados; ya que el espíritu científico se basa en la aceptación común del método, y si dichos métodos llegaran a desaparecer, todos los resultados de la ciencia no podrían impedir un recrudecimiento de las absurdas supersticiones que les precedieron. Aunque los individuos inteligentes pueden aprender todo lo que quieran de los resultados de la

ciencia, no deja de observarse en sus conversaciones, y sobre todo en las hipótesis que proponen en ellas, que les sigue faltando el espíritu científico, porque no tienen esa desconfianza instintiva hacia las aberraciones del pensamiento que ha echado raíces en el alma de todo hombre de ciencia tras un largo ejercicio. Les basta dar con cualquier hipótesis sobre una determinada cuestión, para sentirse inflamados por ella y creer que ya está dicho todo. Para ellos, tener una opinión significa, así, convertirse en fanáticos de ella y acabar tomándola a pecho a guisa de convicción. Ante algo que no ha sido explicado, se enardecen con la primera fantasía que les pasa por la cabeza y que parezca una explicación; lo que produce continuamente, sobre todo en el campo de la política, las peores consecuencias. Por esta razón, toda persona debería hoy conocer a fondo al menos una ciencia; entonces sabría siquiera lo que es el método, y toda la prudencia que requiere. Este consejo vale especialmente para las mujeres, que hoy son víctimas incurables de todas las hipótesis, y en especial de las que parecen ingeniosas, irresistiblemente encantadoras, vivificadoras y tonificantes. Cuanto más cerca observamos, más nos damos cuenta de que la mayoría de las personas cultas sigue pidiendo al pensador convicciones y nada más que convicciones, y que sólo una minoría ínfima desea certidumbres. Los primeros desean ser arrastrados con fuerza para lograr así ellos mismos un aumento de energía; los segundos aportan un interés objetivo que hace abstracción de toda ventaja personal, incluyendo la de ese aumento de energía. La primera clase de personas, ampliamente extendida, es la que interviene siempre que se considera a un pensador como un genio, teniéndose éste además por tal, es decir, como un ser superior, a quien corresponde la autoridad por derecho. Mientras el genio de esta clase mantenga el fuego de las convicciones y suscite desconfianza hacia la prudencia y la modestia del espíritu científico, será un enemigo de la verdad, aunque se crea el mayor de sus amantes. 636. Bien es cierto que hay también otra clase totalmente distinta de genio: el de la justicia; y no puedo en modo alguno decidirme a considerarlo inferior a cualquier otro tipo de genio, ya sea filosófico, político o artístico. Es propio de su naturaleza apartarse con abierta repugnancia de todo lo que turba y ciega nuestro juicio sobre las cosas; por consiguiente, es enemigo de las convicciones, puesto que quiere dar a cada ser, vivo o inanimado, real o imaginario, lo que le corresponde, para lo cual ha de adquirir un conocimiento exacto; también expone todo objeto a la luz lo mejor posible, y da vueltas a su alrededor con atenta mirada. Por último, concede a su enemiga, la ciega o miope «convicción» (como la llaman los hombres; las mujeres le dan el nombre de «fe»), lo que le corresponde… y ello por amor a la verdad. 637. Las pasiones dan origen a las opiniones; la pereza intelectual hace que cristalicen en convicciones. Pero quien se siente espíritu libre y con una incansable vitalidad puede impedir esa fijación mediante cambios constantes; y si, en todo momento, es una bola de nieve pensante no serán ya opiniones lo que tendrá en la cabeza, sino sólo certidumbres y probabilidades exactamente medidas. En cuanto a nosotros, que somos de naturaleza mixta, que tan pronto amamos con el fuego de la pasión, como nos sentimos ateridos por el frío de la inteligencia, doblaremos la rodilla ante la justicia, que es la única diosa que reconocemos por encima de nosotros. Ese fuego que hay en nosotros nos hace de ordinario ser injustos y,

a los ojos de la diosa, impuros; en ese estado no nos está permitido tomarle la mano, ni ella nos dirigirá desde arriba la grave sonrisa de su favor. En ella veneraremos a la Isis de nuestra vida, oculta por un velo; contritos, le ofreceremos nuestro dolor como sacrificio expiatorio cada vez que el fuego de la pasión nos quema y amenaza devorarnos. La inteligencia nos salvará de ser consumidos por entero y calcinados; nos apartará de cuando en cuando del altar de los sacrificios de la justicia o nos envolverá en un tejido incombustible como el asbesto. Entonces, liberados del fuego de la pasión, avanzaremos impulsados por la inteligencia de una opinión a otra, cambiando de facción, como nobles traidores de todas las cosas que sean, a fin de cuentas, susceptibles de ser traicionadas y, no obstante, sin sentimiento de culpabilidad alguno. 638. El caminante.

Quien ha alcanzado la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida, no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante, pero un caminante que no se dirige hacia un punto de destino, porque no lo hay. Mirará, sin embargo, con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en el mundo; asimismo, no deberá atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza; es preciso que tenga también algo del vagabundo al que agrada cambiar de paisaje. Sin duda ese hombre pasará malas noches, en las que, cansado como estará, hallará cerrada la puerta de la ciudad que había de darle cobijo; tal vez incluso, como en oriente, el desierto llegue hasta esa puerta, los animales de presa dejen oír sus aullidos tan pronto lejos como cerca; se levante un fuerte viento, y unos ladrones le roben sus acémilas. Quizás entonces la terrible noche será para él otro desierto cayendo en el desierto y su corazón se sentirá cansado de viajar. Y cuando se eleve el sol de la mañana, ardiente como un airado dios, y se abra la ciudad, puede que vea en los ojos de sus habitantes más desierto, más suciedad, más bellaquería y más inseguridad aún que ante sus puertas, por lo que el día será para él casi peor que la noche. Es posible que a veces sea así la suerte de este caminante. Pero pronto llegan, en compensación, las deliciosas mañanas de otras comarcas y de otras jornadas, en las que desde los primeros resplandores del alba, ve pasar entre la niebla de la montaña a los coros de las musas que lo rozan al danzar; más tarde, sereno, en el equilibrio del alma de la mañana antes del mediodía y mientras se pasee bajo los árboles, verá caer a sus pies desde sus copas y desde los verdes escondrijos de sus ramas una lluvia de cosas buenas y claras, como regalo de todos los espíritus libres que frecuentan el monte, el bosque y la soledad, y que son como él, con su forma de ser unas veces gozosa y otras meditabundo, caminantes y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana temprana, piensan qué es lo que puede dar al día, entre la décima y la duodécima campanadas del reloj, una faz tan pura, tan llena de luz y de claridad serena y transfiguradora: buscan la filosofía de la mañana.

ENTRE AMIGOS Epílogo Es bello callar juntos, pero más bello aun reír juntos…, bajo el manto sedoso del cielo, apoyados en el musgo de un haya, reír entre amigos, con cordiales carcajadas que dejen ver los blancos dientes. Si obré bien, nos callaremos; si obré mal… nos reiremos; y cuanto más mal obremos, cuanto más mal obremos, más nos reiremos, hasta que bajemos a la tumba. Sí, amigos, ¿a que debe ser así? ¡Amén y hasta la vista! ¡Nada de excusas ni perdones! Ustedes, los alegres, ¡presten libremente corazones, oídos y cobijo a este libro lleno de sinrazón! ¡Créanme amigos, mi sinrazón no es fruto de una maldición! Lo que yo descubro y lo que busco, ¿se halló alguna vez en un libro? ¡Honren en mí a la estirpe de los locos! ¡Aprendan de este libro loco cómo la razón vuelve a entrar… «en razón».! Sí, amigos, ¿a que debe ser así? ¡Amén y hasta la vista!

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