Imputadas, imputados, amigos todos

June 8, 2017 | Autor: J. Mantecón Sancho | Categoria: Corrupción
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El Diario Montañés, sábado 13 de abril de 2013

«IMPUTADAS, IMPUTADOS, AMIGOS TODOS» ———————————————— Joaquín Mantecón Sancho Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado La impresión de que la corrupción lo invade todo es tan compartida como cierta. Y eso provoca una sensación de angustia muy extendida. Diríase que el país ha entrado en una dinámica de pesimismo con la que resulta difícil luchar

España es un país enfermo. En todos los niveles de su organización social, comenzando por los mas importantes, encontramos a personajes imputados ante la jurisdicción. Miembros de la política —del partido del Gobierno y de la oposición—, del deporte, del mundo artístico, del periodismo, de la aristocracia del dinero y de la sangre, ¡de la Corona! aparecen imputados ante los tribunales de justicia. Tal como encabezo estas líneas, se podría comenzar cualquier discurso ante las más variadas instancias sociales con un «Imputadas, imputados; corruptas, corruptos; señoras, señores, amigos todos». No es algo normal, propio de un país sano. La impresión de que la corrupción lo invade todo es tan compartida como cierta. Y eso provoca una sensación de angustia muy extendida. Diríase que el país ha entrado en una dinámica de pesimismo con la que resulta difícil luchar. Si a ello sumamos la situación económica, la violencia doméstica, el fraude, etc., con sus correspondientes efectos sociales deletéreos, comprobaremos que a los españoles no les basta ya con lamerse las propias heridas. Diríamos que estamos existencialmente necesitados de un muro de las lamentaciones en el que compartir nuestros males. El diagnóstico no resulta particularmente difícil, como vemos. Más complicado parece encontrar los orígenes de todos estos males que nos afligen. Hay una extendida sensación de que nos está fallando la ética. Incluso somos capaces de intuir que la crisis económica (y social) es fruto de una previa crisis ética. Lo difícil es concretar en qué consiste esta crisis de valores. Desde luego, se trataría de una crisis ética no religiosa (¡a dónde iríamos a parar si adoptáramos una ética religiosa! ¡qué horror!). Creo que hay una difusa percepción de que esta crisis hay que atajarla mediante normas —leyes— que contribuyan a poner límites a los delitos y a enderezar las situaciones conflictivas. Así por ejemplo, frente a una violencia doméstica cada vez más extendida y sangrienta se opone una ley contra dicha violencia. Y contra cualquier otro mal social detectado, igualmente, se ponen en pie las correspondientes normas que, habrán de contener los males combatidos. El problema es que estos parches legales son incapaces de llegar a los orígenes del mal. A sus causas, por lo que suelen resultar perfectamente inútiles y sólo contribuyen a enmarañar el conjunto de nuestro ya de por sí complejo ordenamiento jurídico. Y allí es donde nos encontramos con un vacío que provoca un auténtico vértigo. Existe, sí, una serie de valores humanos y sociales compartidos, como la solidaridad,

El Diario Montañés, sábado 13 de abril de 2013 por ejemplo. Pero poco más. La sinceridad, la lealtad, el esfuerzo, la laboriosidad, el altruismo, etc. son valores poco practicados, probablemente porque no han sido inculcados a nuestra juventud. Frente a unos jóvenes que sólo conocen una civilización basada en el hedonismo, el interés propio, el sentimentalismo, y el éxito fácil, resulta absolutamente inútil perorar sobre valores. A la postre el único valor —verdadero contravalor— que reconocen como propio es el egoísmo. De ahí a la corrupción y la violencia hay un paso (no demasiado difícil de dar). Y cuando hemos querido poner remedio a esta situación, por ejemplo, mediante la famosa asignatura de educación para la ciudadanía, resulta que no sólo no ofrecemos soluciones sino que ahondamos en los mismos males que pretendemos corregir. Frente a la posibilidad de sugerir la existencia de reglas morales objetivas se presenta como panacea de tolerancia el relativismo ético total, con lo que lo único que consigue es ahondar en el solipsismo de nuestra juventud. Pero ¿por qué esa descalificación radical a quienes ponen el dedo en la llaga y advierten de la insuficiencia de esta solución? ¿No sería prudente abrirse a otros horizontes? La experiencia sociológica demuestra que una sociedad con valores objetivos compartidos es una sociedad sana, fuerte, con capacidad para enfrentarse al futuro con optimismo e ilusión. Pero ¿qué optimismo e ilusión tenemos hoy en día los españoles? Las normas de conducta, aquí y en Tokio, no son rémoras para la sociedad, sino ayudas para circular en el buen sentido; son la señalética social que garantiza su buena circulación. Por tanto, habrá que plantearse seriamente la posibilidad de establecer unos límites externos a lo sexual —el pansexualismo permisivo no soluciona nada y agrava casi todo—, habrá que favorecer unas reglas de urbanidad social, premiar la ejemplaridad ciudadana, exigir el esfuerzo que requiere la consecución de unos mínimos de vida ciudadana robusta, el sentido de responsabilidad ante los derechos y obligaciones sociales (no hay derechos sin las correspondientes obligaciones), etc. El conjunto de inputs positivos que conlleva la puesta en marcha de estos principios facilita el que las normas sean experimentadas como algo positivo, como una ayuda, y no como una imposición limitadora de derechos. Hay que lograr pasar de una sociedad de imputados y corruptos a una sociedad de ciudadanos comprometidos con el progreso su país. No es cuestión de un día, ni de un mes, ni de un año, ciertamente. Pero será cuestión de comenzar, de dar el primer paso. El resto vendrá por añadidura. I hope.

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