LA CRIPTA OLVIDADA DE FELIPE V

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LA CRIPTA OLVIDADA DE FELIPE V

Eduardo Juárez Valero Cronista Oficial del Real Sitio Publicado en el Adelantado de Segovia

A lo largo de estos años dedicado a la investigación sobre la historia del Real Sitio, un servidor ha escuchado leyendas y rumores varios, algunos ciertamente fantásticos y otros, no tanto. Resulta, cuando menos, lógico, teniendo en cuenta la singularidad del lugar y la notoriedad de muchas de las personas y personajes que con el devenir del tiempo acabaron pasando por este Paraíso. De los mitos fundacionales asociados a reyes cazadores y puercos salvajes, pasando por monjes habitando rocas y monasterios, que no conventos, misteriosos o asnos rebuznando como humanos, a las leyendas históricas de reyes fantasmagóricos de vida disoluta, revoluciones palaciegas, golpes de estado, reinas enamoradas de generales o elecciones de monarcas al calor de una copa de jerez, el Real Sitio de San Ildefonso, como le ocurre a la Insigne Ciudad de Segovia, podría cubrir cientos de páginas asociadas tan solo a la rumorología. De todos esos acasos, ninguno tan sorprendente como el referido a la tumba del rey fundador, Felipe V. A pesar de existir un cenotafio construido ex profeso por Fernando VI para recibir los restos mortales de su padre e Isabel de Farnesio en la Capilla de las Reliquias de la Real Colegiata, siempre escuché que los cuerpos de los reyes no se encontraban allí. Sin saber explicar muy bien porqué, todos los que pregunté desde mi ya un tanto lejana infancia me aseguraban que en un extraño lugar de la Colegiata, entre pasillo y altar, puerta y ventana, tapiz y coro, se encontraban depositados los Reales Restos arrebatados al tétrico panteón del Escorial. El niño fantasioso que siempre fui, amante de misteriosos enigmas, cada vez que entraba en la Colegiata, siempre a hurtadillas, intentaba escaparse del grupo, tratando de localizar alguna señal que diera pista certera del lugar preciso de eterno reposo de aquel triste y apenado rey francés que tuvo a bien construir el Real Sitio. Con el paso de los años, joven y adolescente, la mirada furtiva se transformó en pregunta inquieta y reiterada a cuantos guías y profesores, vecinos o trabajadores de Patrimonio Nacional pudieran saber algo al respecto. Todos estaban seguros de que los reyes no estaban en el cenotafio y algún que otro valiente me aseguró haber sido testigo del hallazgo de los cuerpos en un pasado incierto pero no muy lejano. La leyenda de la tumba real de Felipe V e Isabel de Farnesio, para mi desgracia, quedó en el debe de mi amplio desconocimiento del Real Sitio hasta mejor ocasión. Y la ocasión llegó hace unos días. La tía de mi esposa, Ana Escudero, más tía mía que suya por el aprecio inmerecido que me profesa, decidió entregarme un documento que había atesorado durante los últimos sesenta años y que ha hecho las delicias del que suscribe. Su padre, abuelo de mi señora, había sido sacristán de la Real Colegiata y, como tal, conocía todo lo allí sucedido y de lo que no podía afirmar personalmente, guardaba copia. El documento en cuestión resulta ser copia del acta

levantada en el momento exacto del descubrimiento de la cripta perdida de los Reyes Fundadores. Fechado el 15 de junio de 1954 a las once de la mañana, el texto, de apenas página y media, recoge un suceso de lo más sorprendente. Como bien medio sabían los vecinos adictos al rumor, el hecho tuvo lugar al calor de la restauración de la Real Colegiata afectada por el incendio de la linterna de la misma en 1945. En el transcurso de las obras de restauración, en las que participaría mi abuelo materno, Francisco Valero, maestro escayolista fetén del foro, hubieron los trabajadores de retirar lo que quedaba del altar, derruido por las circunstancias citadas. Uno de los trabajadores, de quien no consta nombre, retirando escombro quedó prendado por un brillo extraño. Ahondando más, dio con una puerta bronceada de dos hojas marcada con lises, emblema de los Borbones. Lógicamente, entre los trabajadores corrió la noticia cual rayo y las malas lenguas dieron por decir que un tesoro había sido encontrado en la obra de la Colegiata. Abad y capitulares se apresuraron a relatar a los obreros que allí se encontraban los restos de Felipe V e Isabel de Farnesio, como bien intuían a tenor de los documentos custodiados en el Archivo Colegial. Sin embargo, puesto que era cosa aceptada por todo la vecindad que los cuerpos de los reyes descansaban en el panteón, a pesar de lo que decían los documentos del archivo colegial, la autoridad competente tomó la decisión de abrir aquellas puertas y acabar con cuentos y leyendas. El día citado se personaron en el lugar Diego Écija, Consejero Gerente Delegado del Consejo de Patrimonio Nacional y Francisco Íñiguez, Vocal del Consejo de Bellas Artes del citado organismo. En la puerta de la colegiata les esperaban Dimitri Grigorof Ivanof, Administrador del Patrimonio Nacional en el Real Sitio; el Abad de la Colegiata, Isidoro Montero y los Capitulares de la Colegiata, Eladio González, Isidoro y Mariano Hernangómez, Amador Barrio, Felipe Galán y el suscriptor del acta, de cuyo nombre no tengo noticias. Allí reunidos, procedieron a la lectura de los documentos que relataban cómo se había entregado el cuerpo del Rey Felipe V a su eterno reposo en aquel lugar. Ese relato, conservado entre los documentos del citado archivo, fue publicado por Bruno Lozano, Canónigo Magistral de la Colegiata, en 1746, año de deceso del rey, y visto por este Cronista en la biblioteca de Alfonso Bullón, Marqués de Selva Alegre, del cual se conserva un ejemplar, además, en la Real Biblioteca del Escorial. Según describió en su momento Bruno Lozano, el rey, que había muerto a las dos de la tarde del 9 de junio de 1746 en Madrid, en el desaparecido Palacio del Buen Retiro, fue trasladado, a petición del propio monarca en su codicilo testamentario, hasta el Real Sitio para ser enterrado. Desde el día 10 de julio, momento en que llegó la noticia, el cabildo y funcionariado del Real Sitio prepararon el templo para la recepción del cadáver, su exposición pública y su enterramiento. Todo ello había de tener lugar en el interior de la Real Colegiata. Para ello, dispusieron la constitución de un túmulo en el centro del templo que permitiera la verificación del cadáver por los testigos y la visión del mismo por la ciudadanía a modo de funeral. El marqués de San Juan, comisionado por el Rey en calidad de Sumiller de Corps y Caballero de la Real Orden de San Genaro para conducir hasta el Real Sitio su cadáver, con el beneplácito de la reina, avisó al Cabildo de la llegada de la Real Comitiva y de la necesidad de constitución del túmulo regio. Partiendo el día 14, después de los tres días de exposición preceptiva en Madrid, llegaron a Valsaín la

noche del 16 de julio, tras pasar el puerto de la Fuenfría de forma más fácil de lo habitual, gracias al acomodamiento del camino hecho por el intendente del Real Sitio. A las cuatro y media de la mañana del día siguiente partieron de Valsaín acompañados en todo momento por vecinos del Real Sitio. En el puente sobre el río Valsaín, que no Eresma, le esperaban todas las cofradías y hermandades del Real Sitio, quienes formaron comitiva tras el féretro hasta la Real Colegiata, entregando el Marqués de San Juan, aquel día 17 de julio de 1746, el cadáver de Felipe V al Presidente del Cabildo de la Real Colegiata, Juan Pizarro de Aragón. El rey descansaba en un ataúd forrado de tela blanca de plata con flores de oro, con dos carreras de galón de oro, clavado con tachuelas doradas y ocho aldabones dorados al fuego, tres a cada costado, uno a los pies y otro a la cabecera, con cordón grueso de seda carmesí. Vestía el Real Cadáver un glasse de plata bordado en oro con el collar del Toisón y banda de Sancti Spiritus. Llevaba corbata y peluca, tocado con sombrero de galón ancho de oro, punta de espada y plumaje blanco. Portaba bastón, espadín y guantes guarnecidos de flecos de oro. Dado que el protocolo exigía que el féretro regio fuera recibido en el pórtico de la iglesia y la Real Colegiata carecía del mismo, se construyó para el caso un atrio de unos 190 m2 cubierto de ricas alfombras en la puerta que da al norte, junto al Patio de Carruajes. En el centro de la iglesia, justo debajo de la linterna, se construyó una tarima a la que se accedía por un graderío enlutado de tres escalones. Allí encima había un túmulo cubierto con un paño de fondo blanco y flores de oro, cuyo campo lo formaba un crucero de glasse de plata y flores de oro guarnecido por galones idénticos. Alrededor de la gradería se dispusieron doce blandones con hachas amarillas encendidas. La capilla mayor, al igual que toda la iglesia hasta el coro, estaba enlutada, incluso la capilla de las Reliquias. En ésta, se dispuso una mesa cubierta con un paño de tisú de plata y oro para colocar sobre ella el cuerpo del Rey y hacer efectiva y legal la entrega. A decir de Bruno Lozano, en el arco toral que se halla a espaldas del altar mayor se había construido, según ordenó el propio Felipe V en real cédula de 1727, un sepulcro abriendo la pared de unos cuatro metros de diámetro, dos metros y medio de profundo y metro y medio de alto, enlosado en mármol blanco y negro y con pilastras laterales coronadas por leones que sostenían una cornisa sobre la que descansaba una urna de medio relieve, con la corona, cetro espada y mano, un corazón esculpido, adornos múltiples y el retrato en busto de Felipe V. El féretro, transportado por los Monteros de Espinosa, fue llevado hasta el pórtico por los Gentiles-Hombres de la Boca y de la Casa hasta el pórtico improvisado. Después de haberse cantado el responso, los Gentiles-Hombres de Cámara y Mayordomos del Rey llevaron el ataúd hasta el túmulo del interior de la Colegiata. Tras el oficio del sepultura, el ataúd fue transportado hasta la capilla de las Reliquias por los Gentiles-Hombres de Cámara y Mayordomos, donde se volvió a abrir el féretro para ser reconocido por todos y entregado a los canónigos de la Colegiata quienes lo introdujeron en el citado sepulcro. Conviniendo, por tanto, que según la documentación existente, los restos de Felipe V habían sido enterrados en el sepulcro que, sin duda alguna, tenían frente a ellos, las autoridades de Patrimonio Nacional procedieron a abrir las puertas con las dos llaves que custodiaba el Cabildo, entregadas por Fernando VI y Carlos III, después

del sepelio de Isabel de Farnesio, su madre. Abierta la puerta, descubrieron un nicho abovedado de siete pies y medio de largo por seis y medio de ancho, vestido y enlosado de jaspe amarillo. Contenía el sepulcro dos ataúdes forrados de tela de tisú de plata y oro floreado y dos carreras de galón de oro claveteadas con tachuelas doradas tan largas como el propio nicho. Para mayor comprobación, Diego de Écija ordenó que se abrieran las cajas con las llaves que el cabildo conservaba. Descubierta la primera, se comprobó que contenía otra caja de plomo soldada con una mirilla en la parte superior. Desgraciadamente, al estar el vidrio esmerilado no permitía vista alguna de su interior. Se procedió entonces a la apertura del segundo. Dentro había otro muy pesado, pero con el cristal de la mirilla terso y limpio. Tras ese cristal pudieron contemplar el rostro de Felipe V en perfecto estado de conservación, con su casaca adornada en oro y la orden del Espíritu Santo. Tras confirmar, como describía la documentación, que aquel incorrupto rostro era el del Rey Fundador, coligiendo que junto a él descansaba la Reina Gobernadora, decidieron cerrar aquellos féretros y puertas, devolviendo las llaves al Cabildo. Evidentemente, a decir del acta de Anita Escudero y como sabiamente afirmaban los vecinos del Real Sitio, Felipe V e Isabel de Farnesio no se hallaban en el panteón de la Capilla de las Reliquias. Ahora bien, resuelta la incógnita del paradero de los féretros, entender porqué Fernando VI mandó construir el cenotafio para no enterrar ahí a su padre o la razón que empujó a Carlos III a introducir el cadáver de Isabel de Farnesio, su madre, en el sepulcro y no el panteón que su hermanastro y predecesor en el trono había construido, siguen siendo un misterio para este humilde cronista. Ambos entregaron las llaves de puertas y ataúdes al cabildo y ambos asumían la existencia del panteón. Obviamente, algo se puede intuir al respecto. En primer lugar, las dimensiones del cenotafio de la Capilla de las Reliquias resultan un tanto pequeñas para albergar dos cuerpos a no ser que, siguiendo las práctica del pudridero del Escorial, solo se introdujeran huesos en ello. Sin embargo, Felipe V fue, según el acta de Anita Escudero, embalsamado, lo que hacía imposible su depósito en el panteón citado. Por otra parte, la aversión de Felipe V hacia el panteón de los Habsburgo en El Escorial y las prácticas de enterramiento allí desarrolladas quizá pudieron empujarle a tomar otras decisiones también entroncadas con las tradiciones familiares propias de su familia y dinastía. Por otra parte, enterrar y sepultar no tiene por qué significar lo mismo. En lo que se refiere a los reyes y monarcas, a lo largo de la historia, ha resultado frecuente la duplicidad de ubicaciones para evitar los saqueos, como en el antiguo Egipto, o las destrucciones rituales, similares a las experimentadas por los reyes franceses de Saint Denis durante los sucesos iconoclastas de la Revolución Francesa. También resulta intrigante la supuesta desaparición del collar de la Orden del Toisón de Oro con que fue enterrado el rey Felipe. No cabe duda de ello, según rezan los documentos históricos y es muy sorprendente que, en la apertura de la caja por parte de las autoridades de Patrimonio Nacional no se describiera collar tan llamativo y sí el de la orden del Espíritu Santo. Quién sabe si Carlos III, al dar sepultura a su madre en la misma cripta, no aprovechara la situación para recuperar tan preciado colgante de la morada eterna de su padre, adornando desde entonces a todos los monarcas españoles.

En cualquier caso y agrandando la singularidad del Real Sito, Felipe V, Rey singular donde los haya, decidió emparedarse en el altar mayor de la Real Colegiata; su hijo le construyó un panteón vacío y la mayoría perdimos el conocimiento de aquello, envolviéndolo en la bruma de la leyenda y el mito; del cuento y la historieta; creando un misterio acallado por generaciones, pasto del interés de historiadores e investigadores, deseosos de enigmas que hagan nuestra vida más intensa y emocionante. Por lo que a mí respecta, seguiré buscando cuantas singularidades existan en este santo Paraíso en el que tengo la suerte de vivir. Seguiré preguntándome porqué Felipe V decidió embalsamarse y su esposa después de él. Quisiera creer que trato con una historia de amor más allá de la muerte, como relata el famoso romance del Conde Olinos, aunque el maldito Ocham y su navaja nos descubrió hace casi setecientos años que todo en la vida es más sencillo de lo que pensamos. Más sencillo y más mezquino. Más, a fin de cuentas, ¿qué sabrá un inglés de la vida?

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