Lo que vi (fragmento)

July 17, 2017 | Autor: Eduardo Pellejero | Categoria: Literatura, Imagen
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Eduardo Pellejero

LO QUE VI (Fragmento)

Orson Scott Card decía que era necesario distinguir entre el horror, el espanto y el terror. “El espanto es la tensión por la que sabemos que debemos temer algo pero aún no lo hemos identificado. El terror se produce cuando vemos lo que tememos. El horror es la huella después de que ha ocurrido lo que temíamos.” Pasa, no deja de pasar, pasa todo el tiempo, y cada vez es más difícil sobreponerse al estruendo de las bombas, al rumor incesante de los mercados, al silencio escalofriante de los medios de comunicación.

*** – ¿Por qué no desviaste la vista cuando la muerte de la paloma era inevitable, S.? – Vos sabés que precisaba ver, Eduardo. – Sí, pero ¿por qué así, hasta el final? – ¿Te parece que si desviase la mirada cambiaría alguna cosa? – No te dolería tanto, supongo. – Doler, ya no me duele. No te preocupes. – Yo, en cambio, no puedo dejar de ver ese dolor en tu mirada. – Todos somos iguales ante el dolor y la muerte. – Pero yo no me atreví a ver, yo desvié la mirada. –… – No sabría qué hacer con eso. Creo que me volvería loco. – Como Marguerite Duras. –… – Tal vez si no hubieses estado conmigo, si no hubieses estado preocupado de que no mirase, hubieses mirado sin miedo. Quizás hasta hubieses escrito sobre eso. – No sé. A veces siento que escribo para no tener que ver.

– Pero me ves a mí, ¿verdad? Ves el dolor en mi mirada, y no desviás la vista, de este dolor común a la paloma, a tu escritura y a mí. – ¡No me digas que ahora me vas a hacer escribir sobre la paloma! – Murió sin dolor, me dijiste. ¿Te acordás? – No es cierto. – Claro, me dijiste: “por lo menos fue rápido, no debe haber sentido nada”. – No, digo que el dolor sigue, que la muerte sigue, que no nos deja. –… –… – Hoy murieron treinta y cinco africanos más en la costa de Lampedusa. –… – Igual que la paloma. Nadie los vio. Parece que se los hubiese tragado el mar.

***

Duras dice que hubo una época en que pasaba mucho tiempo sola en su casa, en una soledad tan grande que podía presentir la locura. Un día vio una mosca agonizando en la pared. No fue algo rápido. Duras se sentó en el suelo y se quedó quieta. No quería asustarla. Por momentos alentaba una vana esperanza de que la mosca se recuperase, de que pudiese vivir, no podía hacer más, es imposible ayudar a una mosca en esas circunstancias. Al mismo tiempo, es improbable que esa compañía le ofreciese algún consuelo a la mosca, que no es bicho de sentimientos. Ni estas ni otras consideraciones posibles hicieron retroceder a Duras, que permaneció ahí hasta el final, resistiendo al deseo de huir. Sabía que debía mirar. La muerte de una mosca, escribió, es la muerte: la de un perro, la de un caballo, la de los judíos, la del proletariado, la de todas las guerras. La muerte de aquella mosca común, de “aquella reina negra y azul”.

***

Durante el último año, más de tres mil personas han muerto ahogadas en las aguas del Mediterráneo. Hombres y mujeres y niños que escapaban del hambre y la violencia, de la miseria y la guerra, cada quien escapando de su infierno particular, buscando una vida – no una vida mejor, apenas una vida. Desde las costas de Turquía siguen haciéndose al mar, en embarcaciones precarias y sobrecargadas, que naufragan

con una frecuencia espantosa. Vienen a veces desde muy lejos, se diría que de otro mundo, aunque están hechos de la misma sustancia de las que estamos hechos cada uno de nosotros. Su muerte es la muerte, aunque no digamos nada, no demos constancia de nada, aunque miremos hacia otra parte. Los números son terribles, pero son apenas eso: números. Las imágenes que, sin énfasis, rescatan fugazmente los diarios y la televisión, acompañadas sistemáticamente de los datos sobre la inmigración en Europa, tampoco hacen la menor diferencia. Unos y otras dan lugar de inmediato a discusiones que no guardan la menor relación con la tragedia que ahí tiene lugar: el Mediterráneo convirtiéndose en una fosa común. Nadie quiere saber. Después de todo, el problema no parece tener solución. Mejor no hacerse mala sangre. En 1969, Harun Farocki producía Fuego inextinguible, una rara película en la que se preguntaba cómo era posible hacer que la sociedad de su época abriese los ojos para la guerra de Vietnam; cómo mostrar el napalm, por ejemplo, sin que el público desvíe la mirada o se recuse a escuchar, olvidando a seguir todo el asunto. La película comienza con la carta de un joven vietnamita de veinte años, Thai Bihn Dahn, quien escribe que la tarde del 31 de Marzo de 1966, mientras se encontraba lavando los platos, una incursión aérea norteamericana sobrevolara su aldea, arrojando bombas de napalm, una de las cuales acabó por caer muy cerca de él, quemándole el rostro, los brazos y las piernas. Acto seguido, Farocki ofrece una débil

demostración

de

cómo

funciona el napalm, infringiéndose una quemadura de cigarrillo en el brazo, un gesto inesperado y chocante, que espera nos obligue a abrir los ojos para lo que viene a seguir, que es la exploración de la terrorífica economía del napalm. En un ensayo reciente, Didi-Huberman ha mostrado, de forma aguda y original, el modo en que esa quemadura metonímica es capaz desarticular las defensas y la mala voluntad en los que no quieren saber, en aquellos que preferirían no ver. Hay un detalle, en todo caso, que quizá no pase desapercibido: antes de que cayeran las bombas, Thai estaba lavando los platos. Esa imagen, de una cotidianeidad que difícilmente encuentre lugar en nuestra imaginación cuando escuchamos noticias de una guerra distante, nos intima, nos desarma, nos deja expuestos. Casi puedo imaginarlo, quiero decir ponerme en su lugar (aunque intente evitarlo, algunas veces me toca lavar los platos). Luego, no extraña que, al arder, la imagen del cigarrillo me queme en la piel (y el cigarrillo arde apenas a 400 grados, en cuanto que el napalm llega a los 2000 grados).

¿Cómo hacer para sentir lo que pasa en el Mediterráneo, para dejar que nos afecte? ¿Qué imagen será capaz de hacer que abramos los ojos, de despertar nuestra empatía y nuestra sensibilidad, de apelar a nuestro compromiso y nuestra responsabilidad? Carmen me decía que habría que conocer esos rostros, antes de que, hinchados y carcomidos por la corrupción, vayan a dar a la costa italiana. Mostrarlos, en la imagen de los que cruzaron y vivieron, o en la de los que se quedaron, en la de los que los vieron partir, para tener una noción de lo que es y significa que hayan muerto de esa forma, para entender lo que es y significa que sigamos dejando que mueran de esa forma. En cuanto sigamos reduciéndolo todo a cuestiones legales y demográficas, en cuanto continuemos hablando de inmigrantes ilegales y de clandestinos, en cuanto sigamos aludiendo tasas de desempleo y rombos en la seguridad social, nada de lo que pueda haber pasado o pueda venir a pasar tendrá una existencia auténtica, una realidad efectiva, y la gente seguirá muriendo. Roberto Saviano escribió: “Repite una noticia todos los días, con las mismas palabras, con el mismo tono, y lograrás que ya no se escuche. Esa historia no recibirá atención, parecerá la misma de siempre. Será la misma de siempre.” Mientras tanto, las instituciones reducen todo lo que ha pasado y continúa a pasar a una mera cuestión de cálculo, como si fuese posible calcular el costo de salvar una vida sin abdicar por ese gesto de nuestra humanidad. Nadie puede de derecho establecer lo que una vida vale, aunque de hecho ese cálculo sea realizado cotidianamente, y no sólo en la administración de las fronteras. En esa nueva forma de la banalidad del mal, que despierta tantos ecos del holocausto, y no en los fantasmas del mal radical que agitan nuestros gobernantes, radica nuestro mayor desafío. Los límites de nuestra imaginación para articular una solución política no pueden endurecer nuestra sensibilidad ni asombrar nuestro entendimiento. Algo tiene que cambiar. No es posible seguir viviendo de esta manera. Cuando me preguntan cómo es la vida en el Brasil, y hablo de los enormes problemas a los que nos enfrentamos (problemas de discriminación y de indigencia, de marginación y de violencia), la reacción más común en mis amigos europeos es confesarme que no serían capaces de vivir en un lugar así, en el que no pudiesen andar por la calle con tranquilidad o salir a la ventana sin depararse con el espectáculo de la miseria. Los entiendo perfectamente. Nadie puede vivir en un lugar así, al menos no sin hacer algo, sin exigir justicia, sin comprometerse para que cambie. Ni en Brasil ni en

ninguna parte. Los cuerpos que van a dar a la costa del mediterráneo cada día, gastados y desfigurados por la corriente, comienzan a hacer de Europa un lugar así.

Lo que vi es un fragmento del próximo libro de Eduardo Pellejero.

Eduardo Pellejero. Argentino de nacimiento, portugués por adopción, residente en el Brasil, apátrida por convicción. Actualmente es profesor de Estética Filosófica en la Universidad Federal de Rio Grande do Norte.

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