Lubricidades entomológicas. A 100 años de \"La Metamorfosis\"

June 1, 2017 | Autor: Camila Arbuet Osuna | Categoria: Kafka, Metamorfosis
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Lubricidades entomológicas A 100 años de La metamorfosis “El hechizo de la metamorfosis es la condición previa de todo arte dramático” F. Nietzsche Como en una polución nocturna, G. había sido atacado por las tiránicas incontinencias del inconsciente y ahora era un escarabajo… o quizás siempre lo había sido y ahora lo sabía, da igual. De esta forma, hace cien años, Kafka relataba el signo de la lucidez pesdillesca para su tiempo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Así, sin más, con esa caída abrupta en la realidad de la carne hecha exosqueleto, del adentro afuera, el escritor nos advertía de los dolores que le esperan a la exposición metamórfica. Cambiar aparecía –contra toda promesa humanista, clínica o religiosa– como un acto degenerativo y altamente inconveniente. No había compensación alguna tras el sacrificio que imponía la lucidez, la explicitación de la naturaleza de los vínculos familiares y los buceos psicoanalíticos en la estructura subjetiva; cambiar era adentrarse en la producción de lo nauseabundo, transitar una perversa hipersensibilidad que sería contada en tercera persona, por alguien que afortunadamente aún estaba adormecido. Metamorfosearse suponía, ante todo, un conjunto de espectadores de la desbordada intimidad, que registrasen las emergencias de la carne inestable, que alimentasen la fantasía de que “quizás todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban” mientras “el roce le producía escalofríos” a G. La metamorfosis es el relato que da comienzo a la ‘pesadilla kafkiana’, que al año siguiente tomará envión con La colonia penitenciaria y que será coronada una década después con El proceso y El castillo. La burocracia, la conversión religiosa, la ley, el padre, la sociedad, serán las paredes de la asfixia. Pero no es en estos surcados tópicos donde residirá la novedad del autor sino en la posición subjetiva frente a ellos, en la exposición incómoda del protagonista, en la sofocante normalidad del irreconocimiento. El cuero doliente del G. mutado grita con un chirrido sordo, que el propio G. no escucha: la metáfora metamórfica no tiene intérpretes y esto es lo que nos angustia, no hay por qués en el relato. La voluntad de seguir soñando trata de ser completamente insensible a la metamorfosis, al movimiento mimético, y lo logra… “el hombre tiene que dormir” dice Samsa varias veces. En medio de este nocivo despertar, la sublimación extrema del cuerpo hace que solo el cuerpo importe, así como la inhibición pudorosa de la religión azuza la sobrerotización de las formas. El juego entre lo visto y lo no visto, entre los bordes artrópodos obscenos que se cuelan por debajo del canapé, por los pliegues de la sábana o por el filo de la puerta para atrapar al ojo incauto pero expectante, habilita en La

metamorfosis la creación imaginaria de un insecto mucoso a la altura de nuestras fantasías –“un líquido pardusco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo”–, un insecto que puede relatar los más bajos instintos sin (pre)ocuparse de lo que dice…porque después de todo solo es un escarabajo: “el padre le dio por detrás un fuerte empujón, que en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación, sangrando con intensidad”. El padre, un coloso que guarda su último aliento para matar viril y arteramente a su hijo, es también un ‘parásito sucio’ –como lo ha descripto W. Benjamin– que bebe de la sangre culposa de su primogénito hasta que ésta se vuelve hemolinfa y es en este proceso de maltrato, que viene a relevar activamente al inerme vampirismo económico, que G. cobra dimensión de su cuerpo (“El dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizás en estos momentos la más sensible”). La relación paterna, desprovista del filtro de la forma humana, se parecía bastante a una sesión masoquista. La metamorfosis inaugura un padecer que no tiene afuera, no hay más allá del sufrimiento, solo hay más acá; nos encontramos frente a la promesa de una intolerable proximidad. Y entre las espesas capas del dolor y su conciencia, urdido, el goce pervertido punza: corriendo verduzco por los capilares de los insectos, pegoteándose en sus patas, supurando de sus lomos. La rebelión en los insectos La literatura se hará cargo de ese goce antropódico luego de la Segunda Guerra. En la posguerra se da un proceso de explicitación y agudización de la erotización del vínculo entre humanos e insectos, que despega exponencialmente con el desarrollo de la genética y la expansión biotecnológica. La capacidad de pervivencia y adaptación de los insectos, junto con las representaciones de su reproductibilidad infinita, los convirtieron en objeto de analogías sobre las potencialidades “bajas/instituales” del cuerpo. La atracción se hizo tan fuerte que el dilema de G. sobre si prefería los muebles en la habitación para no perder el horizonte de lo humano, o si deseaba una habitación desierta para caminar libremente por las paredes y el techo, se actualizó: si el mundo se había convertido en un lugar hostil, si lo humano se había degradado hasta el horror, quizás las ciudades eran colonias donde solo los insectos, habituados a la roña y a la copulación desprevenida, tenían lugar...había que evolucionar hacia ellos. Así, en estas ciudades que no duermen, plagadas de bichos, el borde entre la vigilia y el universo onírico siguió siendo una constante en el relato de esas contaminaciones de especies. W. Burroughs escribió en su texto atiborrado de insectos, el Almuerzo desnudo (1959): “ojos negros, pequeños, inexpresivos y lascivos, ojos de insecto que no sueñan”... y ahí estaba, una vez más, la inquietante lucidez del bicho que nunca sueña, que debe contentarse con la carne. Pero ahora, esta carne y su pulposo cerebro (inyectado de expansores narcóticos), a diferencia de lo que ocurría en el cuento de Kafka, ofrecían un mar de aceitosas posibilidades.

La obsesión se sostuvo en los setenta –bajo la ciencia ficción, marcada por K. Russell– para que en los noventa, con D. Cronenberg, la metamorfosis antropódica llegará a la siguiente fase: tras la analógía vino la metonimia. En su gloriosa versión del Almuerzo desnudo (1991) los insectos dejan de ser una metáfora para convertirse en los dispositivos de eyección del deseo: en máquinas de escribir que se excitan si el texto es bueno llegando a penetrar a sus autores, en agentes que dan misiones asesinas, en sádicos cazadores de efebos. Lo onírico es la realidad desnuda, el inconsciente liberado, la lucidez alucinógena, y los insectos son, además del pasaje entre un estado y otro, los dueños del lugar. La apuesta se redobla en ExistenZ (1999), del mismo autor, con sus “vainas génicas” –echas de la carne de diversos bichos– que penetran en la espina dorsal de sus dueños para alimentarse de su energía y a cambio liberan su mente hacia un espacio de juegos, en donde es imposible saber cuándo se termina de despertar. En medio de estas dos películas se estrena Mimic (1997), de G. del Toro, y allí la mutación se invierte... el humano deja de perseguir su transformación en insecto y el insecto busca hacerse humano. Esta secuencia pone en foco que lo que importa, más que los puntos de llegada y de partida del cambio (atravesados por los distintos niveles de la consciencia), es el estado mismo de la metamorfosis, la alteración radical de la percepción. En La metamorfosis el tamaño de G., por ejemplo, es algo irrepresentable de manera estable, tan ancho como para trabarse en la puerta pero tan imperceptible como para poder pasar desapercibido a un vistazo rápido o para perderse bajo un canapé. Su estado supone la alteración de todos los estados y las perspectivas, y al mantenerse en el tiempo no puede sino perderse en la pura experiencia, que pareciera tener como tragedia obligada la degradación. La pregunta es ¿hasta dónde aguanta un cuerpo el replanteo constante e irreversible de su materia? De un cuerpo hipersensible G. pasa a un cuerpo adormecido, nuevamente, pero esta vez es un cuerpo consciente de su demasía en la normalidad, que sin poder hacer nada con ello, se retira para morir. Samsa no puede hacerse cargo de su exuberancia, así como antes no podía hacerse cargo de su insignificancia, pero si esto no fuese obligatoriamente así, la metamorfosis –como proceso de encuentro y desencuentro con los pedazos de subjetividad estallados– se volvería un programa en sí, inclusive un programa político. Tal es el caso de la metamorfosis más cantada de la contemporaneidad, la transexualidad, que permite que un pirata del género (gender hacker), como Preciado, escriba: “No tomo testosterona para convertirme en hombre, ni siquiera para transexualizar mi cuerpo, simplemente para traicionar lo que la sociedad ha querido hacer de mí, para escribir, para follar” produciendo “el sentimiento de estar en adecuación con el ritmo de la ciudad”. Es que las grandes ciudades tienen una matriz metamórfica, no se quedan quietas nunca, parecen estar en un constante proceso de descomposición y, sin embargo, son redes de circulación de los más diversos estímulos, usinas de fantasías e insectos: el bicho urbano que sintoniza con estos circuitos, el que los consume en vez de ser consumido por ellos, es necesariamente un sujeto metamórfico.

Cien años después de la publicación del memorable cuento kafkiano la pesadilla ha destilado, conservando su potencia perturbadora, en una promesa pegajosa: un cuerpo sin madre, sin padre, sin hermanos, sin sexo; pero edípico, sexualizado, incestuoso. Quizás, como dice G., “lo más sensato era sacrificarlo todo”, el problema siempre fueron las partes. Camila Arbuet Osuna

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