Marzo de 2016

May 30, 2017 | Autor: B. Morales Durán | Categoria: Translation Studies
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Marzo de 2016
Maria Camila Álvarez
Asignatura Cátedra de la Paz
Profesor Felipe Cárdenas
Universidad de La Sabana

El presente trabajo tiene como objetivo responder si es posible o no la paz en Colombia y qué condiciones existen para alcanzarla, desde una perspectiva basada en la experiencia personal. Para comenzar, haré una breve contextualización sobre lo que pasa hoy en día en Colombia con respecto al proceso de paz al que nos enfrentamos y luego me dirigiré a relatar lo que mis vivencias personales me han llevado a creer sobre este idealizado concepto.
Colombia es un país que lleva 52 años en guerra y se encuentra hoy en día enfrentado a unos diálogos de paz que tienen como fin acabar el conflicto armado al margen de la ley, del que han surgido víctimas tanto de los grupos armados (por los ataques del Estado y de aquellas personas obligadas a combatir en contra de éste) como de la sociedad civil (Olave, 2013)
Según Olave (2013), el presidente Juan Manuel Santos y los representantes de la guerrilla dieron a conocer, en el año 2012, el acuerdo que busca iniciar una serie de diálogos que tienen como fin acabar el conflicto armado en Colombia. El acuerdo se llevó a cabo el 18 de octubre del 2012 en Oslo (Noruega) y continuaron en 2013 en la Habana (Cuba) con la supervisión de la comisión representativa de ambas partes y con garantías internacionales.
El proceso de paz busca dar un soporte en el ámbito jurídico y político a las víctimas y a los actores intelectuales del conflicto armado, pues las mencionadas estrategias –impuestas desde el estado– buscan la reparación de las víctimas. Además, y en base a la ley de justicia y paz (ley 975 de 2005) del gobierno de Colombia, se debe tener como fin dar un soporte jurídico al proceso de paz frente a las estructuras de todos los grupos armados y al margen de la ley, haciendo enfoque en la reconciliación, pues esta busca la desmovilización como una manera de contribuir a la 'consecución de la paz' (Delgado, 2011)
Es importante resaltar que en el año 2005 el congreso de la república de Colombia aprobó la ley 975 como la ley de justicia y paz, la cual tiene como fin facilitar los proceso de paz y la reintegración individual o colectiva a la vida civil de miembros que conformaron grupos armados al margen de la ley. De este modo se busca hacer valer los derechos de las víctimas, logrando su aceptación en la sociedad (Delgado, 2011)
Lo anterior es un aspecto que causa controversia ya que no todas las personas se sienten cómodas al recibir en su "vida cotidiana" a miembros de la sociedad que fueron parte de grupos armados al margen de la ley en un pasado cercano. Es entendible el miedo que esta reintegración puede generar tanto en víctimas directas como indirectas ya que no hay certeza de que todos cumplan la palabra, haciendo referencia a los pactos y acuerdos elaborados. Como dicho cumplimiento –o carencia de este– solo se llegará a conocer una vez se continúe y finalice el proceso, hoy en día Colombia se enfrenta a una gran incertidumbre que genera riesgo y miedo en sus habitantes.
Por otra parte, yo no era consciente de que en mi historia de vida he presenciado varios actos de violencia junto con mi familia, hasta ahora que me puse en el ejercicio de ver cuáles vivencias cercanas (directas o indirectas) han sido las que construyeron mi perspectiva hacia el potencial que le veo al logro de la paz.
Empezaré los relatos de esas historias vividas con el secuestro de mi abuela. En enero de 1989 un grupo guerrillero perteneciente al Ejército Liberal Nacional (ELN) interrumpió un fin de semana familiar que se estaba compartiendo en una finca en Málaga (Santander). De manera invasiva, 15 guerrilleros se introdujeron en la convivencia que un grupo de personas estaba viviendo, y elaboraron el plan que tenían para lograr su objetivo: conseguir dinero mediante el miedo y la amenaza que se siente cuando el sufrimiento y la vida de un ser querido está en manos de otro –y de corazón duro–.
Todos los miembros de la familia sintieron miedo e impotencia al saber que lo único que les quedaba por hacer era obedecer al grupo intruso, si su vida querían salvar. El líder del grupo militar ordenó a todos los presentes en la casa a reunirse en el comedor principal y preguntó por una persona en específico: Martha (mi abuela). Ella dio un paso adelante y fue ordenada a empacar un cepillo de dientes y ponerse zapatos cómodos, pues ese grupo guerrillero tenía órdenes de secuestrarla ese día.
Mi tío decidió irse con ella y acompañarla en su cautiverio, aspecto al que no se opuso el grupo del ELN ya que daba paso a un posible secuestro doble. Y así fue, una vez liberaron a mi abuela, le dijeron a ella que si quería volver a ver a su hijo, tenía que pagar más dinero. Mientras tanto, y en el otro lado de la moneda, el resto de la familia vendió gran cantidad de cosas para poder pagar por la libertad, y los testigos aproximan que pagaron alrededor de 50 millones de pesos –en el año de 1989– para poder volver a ver a sus cercanos, lo cual fue posible después de dos meses de su captura.
Luego de unos años, en el 2000, intentaron robar a mi papá mediante el uso de escopolamina, sustancia que actúa como depresor de las terminaciones nerviosas y del cerebro, generando la dilatación de las pupilas, la contracción de los vasos sanguíneos, la reducción de las secreciones salival y estomacal y otros fenómenos causados por la inhibición del sistema nervioso parasimpático. Mi papá se encontraba un martes –del año 2000– en una comida de carácter laboral en un restaurante en el norte de Bogotá (en el municipio de Chía), y los que los atendieron se mantuvieron alerta y observando, con el fin de usar la información que obtuvieran de manera negativa.
Se percataron que el grupo ejecutivo se había transportado al lugar en dos vehículos, y que el primero que llegó movilizaba a 5 hombres mientras que el segundo, el cual llegó un tiempo considerable después, estaba siendo conducido y ocupado solo por un pasajero (mi papá). También pudieron enterarse que se regresarían repartidos de la misma forma ya que el que iba ocupado por la mayoría, se dirigía al sur (hacia Bogotá), mientras que mi papá se dirigía a un lugar cercano puesto que su hogar se ubicaba en Chía.
Al final de la cena, los meseros comunicaron que invitaban a una cerveza, y a cada miembro del grupo fue entregada una botella. La de mi papá contenía escopolamina. El victimario relata haber sentido pérdida de control motor y muscular, falta de ubicación espacial y pérdida de la conciencia, pues no tiene recuerdo de varias partes de la historia que otros testigos vivieron junto a él. Aunque sufrió los efectos fisiológicos de la sustancia, la intención de los que se la introdujeron en el organismo no fue cumplida. Al parecer hubo un momento donde el carro conducido por mi papá se les perdió de la vista y no pudieron seguirlo hasta el momento que perdió la conciencia, y abandonaron el plan de robo.
Paralelamente, mi mamá pasaba una de las noches más estresantes, pues pasaba el tiempo y no le era posible comunicarse con su esposo de ese entonces. Decidió llamar a uno de los compañeros de trabajo que sabía estaría presente también en la reunión de aquella noche, y este le respondió sorprendido que había sido hacía más de hora y media que habían salido del restaurante y que, por el hecho de que mi papá estuviera tan cerca de su casa, era muy raro que no hubiera llegado. Yo y mi hermano éramos pequeños, yo tenía 6 años y mi hermano 10.
Recuerdo que al día siguiente, mi mamá fue la que estuvo presente en la rutina que teníamos antes de ir al colegio y nos comentó que mi papá se había quedado a dormir donde un amigo, y que estaría de vuelta esa tarde. No olvido haber pensado que era curioso saber que mi papá hacía planes como mi hermano, de irse a quedar a dormir en casas de amigos, y me pareció emocionante. Una vez mi mamá quedó libre luego de dejarnos en el colegio, ella relata que acudió a un vecino y amigo de ella y mi papá para que le ayudaran a buscarlo, a lo cual accedieron cuando supieron la historia contada desde la vivencia de mi mamá (llevaba varias horas sin saber de él, no había llegado la noche anterior y sentía que algo estaba mal). Lo encontraron arrodillado en una calle cerrada de Chía cerca de la Valvanera y todas las gestiones consecutivas de emergencias médicas y comunicación con la policía fueron elaboradas.
Antes de relatar dos experiencias propias que me sucedieron a mí, voy a contar una última situación que vivimos a nivel familiar (nuclear, más que todo) cuando nos extorsionaron. Fue en el 2006 que mi mamá recibió una llamada un jueves, de parte de un número desconocido y bloqueado (aunque recibió la llamada al celular, este no mostraba el número de dónde provenía la llamada). El locutor les hizo saber con el tiempo, tanto a mi papá como a mi mamá, que tenían harta información sobre sus vidas, la suficiente para causar miedo y desconfianza de la mayoría de quien nos rodeaba.
Él y su equipo (por inferencia sabíamos que el trabajo de observación que evidenciaba hacer, mediante las llamadas, no podía ser elaborado solo por un agente) sabían quiénes eran los círculos sociales de entonces de mis padres, sabían dónde estudiábamos mi hermano y yo y en qué grado y qué edad teníamos, sabían los nombres de la gran mayoría de nuestra familia, incluyendo algunos pertenecientes a la familia extensa, los horarios y rutinas que llevábamos a cabo en nuestras vidas y los lugares en los que transcurríamos.
Que un extraño –y anónimo– te haga saber que sabe tanto de ti da miedo, y aún más cuando te hace saber que si no actúas como él te lo dice, usará su conocimiento para mal. Quisieron que perdiéramos la confianza en todo. Pero esta vez mis papás decidieron acudir a la seguridad nacional y se entregaron a ella. El apoyo y trabajo fue destacable y el problema obtuvo solución, sin tener que pagar dinero por poder llevar una vida tranquila sin amenaza.
En el año 2014 a mí me robaron la billetera en Bogotá. Alguien me la sacó de la cartera que tenía y sentí mucha impotencia cuando me percaté que no la encontraba donde acostumbraba guardarla. No olvido la sensación de rabia y preocupación al pensar que en menos de un mes (de la fecha cuando sucedió eso) yo viajaba, por un periodo de seis meses, a Europa para hacer un semestre de intercambio. Necesitaba hacer todas las vueltas para recuperar mis papeles, cuánto antes –en las que terminé invirtiendo un mínimo de quinientos mil pesos–. Además de todo, recuerdo que la reacción de varios fue mencionar que me robaron por haber llevado la billetera en un bolsillo de fácil acceso.
Sentía tanta rabia de que me dijeran que yo era culpable de que me robaran, que se me aguaban los ojos de lágrimas; no entiendo cómo podemos estar acostumbrados a justificar dichos actos abusivos con la famosa frase de "dar papaya", en situaciones como hablar por celular por la calle o usar mochilas abiertas. El problema está en identificar como mal comportamiento el de la ingenuidad de actuar confiando en los habitantes de su propio país, en vez de ver el acto erróneo de quien se cree con el derecho o autoridad de tomar lo que no le pertenece.
Más adelante, en el 2015, me robaron dinero estando en otro país. Lo más triste para mí fue que usaran la sensibilización humana para abusar de ella. En pocas palabras, dos señoras se me acercaron en un parque y una de ellas me empezó a hablar de la discapacidad que es ser sordomudo y cómo estaban haciendo campañas para ayudar a aquellas personas; la que estaba al lado de ella, era –o fingía ser– sordomuda.
Entre mi ingenuidad e idealismo del humano, saqué mi billetera para darles algo y muy ágilmente la sordomuda puso un papel encima de mi billetera (bloqueando mi vista de ella) para mostrarme otro tipo de "beneficios" que pueden adquirir al recibir dinero. Simultáneamente la señora que me habló inicialmente me sacó la plata de la billetera; yo me di cuenta y le agarré el brazo, pidiéndole que me devolviera mi dinero y que no me robara. Esta no pudo mantener su vista en mis ojos llenos de angustia, empezó a gritarme, se soltó agresivamente y se fue.
Se podría pensar que es más probable desarrollar desconfianza, rabia y hasta odio hacia la sociedad luego de haber vivido estos acontecimientos, pero no es mi caso. No sé específicamente por qué me he caracterizado desde pequeña por ver el lado bueno de cada persona, y de creer en su buena voluntad, siempre. Soy consciente de que tiendo a ser bastante idealista a veces, pero también siento tener el doble –o más– de razones para creer en el humano como un ser bueno.
Considero que los actos violentos que relaté son extraordinarios de mi vida porque se salen de lo normal o de la cotidianidad, y por eso pueden llegar a marcarnos tanto, pero en el día a día he contado con personas que se preocupan por darme un buen saludo en las mañanas, que me respetan y quieren. Además, pienso que todas las personas nos dejan enseñanzas (así sea que nos aclaren la manera en la que no queremos construirnos) y por eso es importante valorar cada encuentro.
Yo creo en el humano, y en su capacidad de hacer los cambios que quiera, por ser un ser autónomo y autosuficiente con la capacidad de tomar decisiones y luchar por lo que quiere lograr. Considero que lo que debemos hacer es despertar esta tendencia innata que todos los seres humanos tenemos, para que cada uno pueda recorrer el camino que desee, dirigido hacia su propia autorrealización. No dudo que es una mirada bastante idealista a la luz de muchos ojos y a partir de muchas realidades, pero también creo que se necesita gente que crea en lo ideal para que al menos se haga el intento (para aquellos que no ven posible la ocurrencia de la paz) de alcanzarlo.
Siento miedo al pensar en los riesgos que corremos como colombianos en el actual proceso de paz, ya que existe la posibilidad de que falle, y si falla, la violencia aumentará notablemente y como consecuencia, habrá mucho sufrimiento (el cual puede ser sufrido por cualquiera).
Sin embargo, creo que es un riesgo que vale la pena correr, y me siento bien como persona al creer en el cambio y en la palabra de las personas, pues a pesar de los acontecimientos que me pudieron haber hecho pensar lo peor del humano, aún sigo creyendo en él y en sus capacidades que pueden ser usadas para bien. Porque así como he visto el mal, he podido ver el bien también, y exponencialmente en mayor cantidad en el día a día que vivo. Solo hay que aprender a abrir los ojos hacia estas ocurrencias.

Referencias:
Delgado, M. (2011).La ley de justicia y paz en Colombia: la configuración de un subcampo jurídico – político y las luchas simbólicas por la inclusión .Vol.6No.2-Julio- Diciembre.
Olave, G. (2013). Proceso de paz en Colombia según el estado y la Farc –Ep. Universidad de buenos Aires-conicet Copyright 2013 Vol.7 (2) 338-363


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