Memoria, verdad y futuro

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Memoria, verdad y futuro
Alejandro Katz

En estos años, nuestro país se fue poblando de lo que se ha dado en llamar
"sitios de memoria". Sitios físicos –museos de la memoria, parques de la
memoria, monumentos a la memoria-; sitios virtuales, como la "red nacional
de sitios de memoria" que depende del ministerio de Justicia, y sitios
puramente simbólicos: la reiterada, persistente, protagónica presencia de
algunas Madres de Plaza de Mayo en los actos y las actividades del poder o
la reciente conmemoración de un "día del montonero". Sitios, todos ellos,
que han ido propagando la creencia de que recordar, juntos, colectivamente,
es un imperativo moral, y de que aquello que se recuerda debe ser también
objeto de reivindicación.
Sin embargo, las sociedades no tienen recuerdos: tienen historia.
Hechos que ocurrieron en el pasado, que serán conocidos por medio de
interpretaciones divergentes y valoraciones encontradas, pero sobre cuyo
acontecer en otro tiempo no caben las dudas. Dado que los recuerdos
compartidos son literalmente imposibles, la así llamada memoria histórica,
o memoria colectiva, es en verdad el resultado de complejas operaciones
políticas orientadas a construir un sistema de creencias respecto de un
pasado que se asumirá como común. Es, por tanto, producto del esfuerzo que
algunos realizan para que otros crean. En la tarea de construir una memoria
histórica colectiva, los discursos públicos, los monumentos, las fechas y
los actos de conmemoración son herramientas destinadas a controlar el
relato del pasado, no a conocer y explorar la historia.
Argentina vive peligrosamente escorada sobre una memoria colectiva
que se va poblando de los fantasmas de héroes y de mártires por un lado y
por las sombras de verdugos y cómplices por el otro, y de la cual son
expulsados los hechos, las personas, los conflictos, la infinita
complejidad de la historia, que es sustituida por un relato maniqueo que
manipula y tergiversa. Por supuesto, recordar es elegir. Y elegir la
recordación mitificada de unas víctimas es suprimir los hechos de una
historia que habla de guerra civil, y que enseña que en nuestro país se
anuló la distancia que debe haber entre la diferencia de opiniones y la
lucha sangrienta. Es no querer recordarlo todo, es no querer saber ni que
se sepa.
La memoria es un modo de organizar el olvido: cuando se fija la mirada en
un recuerdo es para dejar de lado otro recuerdo, el de las otras víctimas,
aquellas que no pueden ser nombradas porque en sus nombres resuenan los
ecos de asesinatos de los que no se quiere hablar. Nombrarlas, incluirlas
en la cuenta de las muertes, como pidió Héctor Leis, obligaría a aceptar
que el camino que conducía al cumplimiento de los ideales revolucionarios
de los años setenta estaba siendo pavimentado con cadáveres. Quizá la
violencia política de aquellos años fue resultado de las convicciones de
quienes la ejercieron; quizá obedeció a los valores con que se la
justificaba, y no a oscuras ambiciones de poder o a perversas pulsiones
homicidas. Probablemente, en muchos casos esas fueron las razones, aunque
en otros, indudablemente, no lo fueron. No se debe juzgar el pasado como si
fuera parte de nuestro presente; pero desconocer hoy la abominación del
homicidio ocurrido entre nosotros, aun cuando se haya cometido -¡sobre todo
cuando se ha cometido!- con intenciones supuestamente nobles, es no sólo
recurrir a la hipocresía de la autoexculpación sino también consagrar la
violencia. Ese parece ser, justamente, el fin último de la política oficial
de la memoria: más que recordar, correr un pesado velo sobre el hecho de
que en nombre de valores honrosos se cometieron y celebraron crímenes
abominables. Al convertir a las víctimas de la represión del Estado en los
héroes de la lucha política, absolviéndolas de la responsabilidad que
tuvieron en la historia compartida, el discurso oficial de la memoria deja
un enunciado vacío y falaz; y, al identificar aquellas víctimas solamente
con el ideal de un mundo mejor, omite la fenomenología concreta de sus
prácticas: no ya la capacidad –martirológica- de estar dispuestos a morir
por esos ideales, sino la voluntad –homicida- de matar por ellos.
La política de la memoria se ha convertido, para utilizar la triste y
bella expresión de Nicole Loraux, en el sitio de goce que proporciona "la
cólera de quien no olvida". Memoria peligrosa que pacta con la muerte al
festejarla, esta "memoria colectiva" perdura, como escribe David Rieff, "en
la cultura del agravio y del resentimiento, y conduce al rencor antes que a
la reconciliación y a la venganza antes que al perdón". Una memoria que,
paradójicamente, arroja al olvido el hecho incuestionable de que si bien
hay jerarquías de crímenes, no por ello se puede aceptar, como afirma Paul
Ricoeur, que haya jerarquías de víctimas.
Esa política ha sido parte de una estrategia facciosa para poner la
memoria al servicio del olvido, apropiándosela como si fuera un objeto que
pertenece al gobierno y al poder. Y ha sido, también, una estrategia para
alejar la verdad. No sólo la verdad de los hechos –la respuesta a la
pregunta: "quién hizo qué"-, sino la idea misma de verdad, ese concepto –la
verdad- que es el más intolerable y aborrecible para un grupo que –de las
estadísticas públicas a la autobiografía de sus líderes- construyó y
conserva su poder en y por la mentira. Los nuevos guardianes de los
recuerdos colectivos afirman que rememorar, traer cotidianamente el
recuerdo a la conciencia, es un acto de justicia contra el olvido. Pero lo
opuesto del olvido, como sabían los griegos, no es el recuerdo: lo opuesto
del olvido –Lethé- es la verdad -Alethéia. Hay olvido donde no hay verdad,
donde la historia es sustituida por recuerdos que configuran la identidad
psicológica de un grupo que comparte el relato, donde esos recuerdos
carecen de precisión histórica y de hondura analítica, donde se cumple la
gran exigencia que la memoria colectiva impone para existir: que no se la
confronte con los hechos. Hay olvido donde el relato de la memoria aspira a
la exaltación del sufrimiento propio y de los propios, a la celebración de
lo irrecuperable, a la glorificación de un pasado de supuesto sacrificio
compartido. "El sufrimiento en común –escribió Renan- une más que la
felicidad en común." Así, el olvido provocado por la falta de verdad, por
faltar a la verdad, expresa una vez más el carácter radicalmente
antipolítico del kirchnerismo, ese movimiento que construye una identidad
facciosa a través de un sentimiento compartido entre algunos, y no a través
de las palabras, que son el instrumento privilegiado de la política. Y
exhibe, también, el profundo desapego a la justicia, cuyo principio no es
la sanción penal –resultado de un juicio que es, a su vez, continuación del
conflicto- sino la verdad. Alimentada por el recuerdo del dolor, convertida
en signo de identidad de un grupo, la memoria colectiva lleva casi
inexorablemente a la venganza.
Lo más perverso es que esta política de la memoria no es, con todo,
más que un síntoma. Es el síntoma del gran miedo que padece el
kirchnerismo: el miedo, pánico, que siente ante el futuro. Los
kirchneristas están persuadidos de que el futuro solo existe para cumplir
las fantasías del pasado. De un pasado hecho de imágenes congeladas, de
fotografías en sepia de los años cuarenta, de instantes cristalizados de
los años setenta, de ideas viejas, de muertos heroicos, de sangre seca, de
melancolía. Para ellos, sólo es posible merecer la vida cuando se está
muerto. Es hora de decir, con Nicole Loraux, que "la memoria de las
desgracias es memoria del odio." De decir que es hora de terminar, hora de
perdonar y de saber que quien no perdona enseña sobre todo una falta
absoluta de disposición para pedir perdón; hora de aceptar que el peor
adversario de la política es la cólera, que político es quien sabe olvidar,
que sólo hay política donde hay también olvido. En la Ilíada, Homero hizo
que Aquiles lo dijera: "Dejemos en paz el pasado por mucho que nos aflija…
Yo ya depongo mi ira; no debo mantener para siempre un furor obstinado."
Hay malas maneras de salir del pasado, así como hay buenas maneras de
salir del pasado. No hay, no habrá nunca, buenas maneras de vivir en el
pasado: cuando se niega a olvidar, la memoria hace un pacto con la muerte
porque todo, incluso el duelo, debe concluir.
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