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May 23, 2017 | Autor: Susana Díaz Núñez | Categoria: Literatura Hispanoamericana
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Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura Facultad de Filología y Traducción

Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

Tesis doctoral

Presentada por Susana Díaz Núñez

Dirigida por las Dras. María Jesús Fariña Busto y Beatriz Suárez Briones

Vigo, septiembre de 2015

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A mis padres y abuelos, por alentar mi amor por la lectura.

A mi hermana, por escucharme.

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AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer, en primer lugar, a la Universidad de Vigo, institución en la que trabajo como personal de administración y servicios, por darme la oportunidad de haber podido realizar los cursos de doctorado y mi tesis doctoral. En segundo lugar, mi gratitud y reconocimiento van dirigidos a María Jesús Fariña Busto y Beatriz Suárez Briones, directora y co-directora de esta tesis, respectivamente, por los consejos, la paciencia y el cariño que he recibido de su parte durante todo este tiempo. También por los diálogos en torno a la escritura y sobre la figura de Alejandra Pizarnik: la pasión de nuestras conversaciones mantuvo vivo mi interés por seguir avanzando en la investigación. No puede faltar mi agradecimiento para mis compañeros de trabajo, sus palabras de ánimo fueron un constante estímulo para mí. Y finalmente a mi familia, por su apoyo y comprensión. Especialmente a Ramiro, Xoel y Anxo.

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ÍNDICE

I.-INTRODUCCIÓN

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II. MORADAS, ESPACIOS DE REVELACIONES: BUSCANDO UNA VOZ POÉTICA PROPIA

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II.1. Primeras coordenadas

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II.2. Habitar la alcantarilla

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II.3. Un viaje a París

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II.4. La última poeta, la última lectora. De la lectura como subversión a la lectura como parte fundamental del proceso creativo II.4.1. Los libros del mal

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III. LOCURA FEMENINA, EXCENTRICIDAD Y RECURSO LITERARIO

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III.1. Elogio de la locura

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III.2. La escritura del cuerpo enfermo

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IV. TODO ES MUERTE O AMOR: DEL EROTISMO A LA OBSCENIDAD

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IV.1. El erotismo según Bataille

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IV.2. Grietas, fisuras, desgarraduras

224

IV.3. De la imposibilidad de tener un cuerpo. Reivindicación de una estética fragmentaria.

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IV.4. La experiencia de la feminidad. Violencia y abyección

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V. CONCLUSIÓN

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VI. BIBLIOGRAFÍA

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La escritura es apuesta de soledad, flujo y reflujo de inquietudes. También es reflejo de una soledad reflejada en su nuevo origen. En el corazón de nuestros deseos confusos y de nuestras dudas forjamos su imagen. Edmon Jabès

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I. INTRODUCCIÓN

Descubrí a Alejandra Pizarnik por casualidad, en un semanario de contenido artístico que se recibía puntualmente en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Vigo, donde entonces yo estaba trabajando. En medio de las noticias más relevantes del entorno cultural contemporáneo, mi mirada se encontró con un par de versos que cambiaron mi vida para siempre. Sí, descubro poetas de forma sospechosa, llegan a mí por azar, me llaman, se me vienen. En mi infancia, un calendario de cocina reproducía “La caricia perdida”, de Alfonsina Storni. Nunca pude olvidarlo. Yo quería vivir en esa pasión y con esa sensualidad. Porque la literatura tiene el poder de transformar lo real en irreal, y al contrario; nos empuja, como dice Blanchot (2007), a la conquista de nuestra realidad, de nuestra vida, aunque luego tengamos que admitir que tanto la realidad como la vida están en otra parte. Lo reconozco, están en la parte de lo imaginario, en la parte del fuego donde la palabra nos salva de la voracidad de los días. Aquel poema de Alejandra Pizarnik no sólo puso en marcha mi curiosidad intelectual, pues desconocía por completo a la escritora, sino que con él se inició un proceso de búsqueda que, de alguna forma, se refleja en este trabajo. Sus palabras me arrastraron desde mi campo de formación en Lengua y literatura inglesas a un territorio en el que era una advenediza, pero el querer saber más acerca de su figura y de su obra –que responde al deseo, en definitiva, de saber más acerca de quiénes somos- me

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impulsó a continuar mi investigación, alentada por la intensidad y el sentimiento poético de su voz. Pizarnik recoge en su obra la experiencia de la palabra, su preocupación por el lenguaje al servicio de una identidad en proceso de construcción. La materia verbal será un objeto estudiado y explorado, llevado hasta sus límites, en cuanto ofrece a la poeta una posibilidad otra de ser, de decirse, de transformarse. En este sentido, César Aira en su artículo “Las metamorfosis de Alejandra Pizarnik” define su poesía como “una investigación de las metamorfosis del sujeto, realizada con espíritu científico sobre los hechos mismos”, poesía que en absoluto es confesional ni subjetiva (2001b: 8). Pero esta misma definición podríamos aplicarla para su prosa, por ejemplo para La condesa sangrienta (1971)1 cuya protagonista, a través de sus crímenes, se hunde en el terreno de la transfiguración partiendo de un espejo hasta alcanzar la revelación de la muerte en las cimas del goce erótico. Y es que los espejos no son inocentes, y llegar a saber quiénes somos y qué somos es un proceso arduo y ciertamente peligroso. Como tampoco son inocentes las palabras, aludiendo constantemente a la ausencia de la cosa, nombrando su vacío, su misterio y, a la vez, inscribiéndose en la carne como una parte más de nuestro cuerpo. La relación de Pizarnik con las palabras se basa en un amor casi incondicional. Si la poesía fue su destino, el lenguaje, la palabra, no es una mera herramienta con la que trabajar. Al contrario, la poeta intuye su naturaleza de espejo, su capacidad de máscara, un lugar donde experimentar la multiplicidad y la escisión del yo. Un yo, por otra parte, en movimiento 1

Esta es la fecha de publicación en la editorial Aquarius, Buenos Aires, en forma de libro. Con anterioridad había sido publicada en la revista Testigo en 1966.

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constante, en un proceso continuo de revelación y ocultamiento, de afirmación y rechazo. La palabra es el vestido que se ciñe al cuerpo, aunque en su reverso gobiernen el silencio y la propia desnudez, es decir, lo innombrable, el absoluto, lo que no se puede representar. La condesa sangrienta llega a saber mucho sobre el silencio, paralizada ante la sucesiva visión de un vestido que era blanco y que acaba siendo rojo; muda, transpuesta, ante la muerte que todo lo alcanza salvo a sí misma. En efecto, la muerte es un deseo anunciado, largamente descrito. Asociada a la locura, al anhelo de ser y al lenguaje, el suicidio2, la muerte, adquieren un peso especial que atraviesa todo el corpus poético y prosístico de la escritora. Heredada de la tradición romántica, la muerte es esa dama funesta y bella al mismo tiempo, la libertadora del tedio insoportable de la cotidianidad, donde el sujeto se disuelve siempre en las mismas aguas. Muerte contra el hastío, contra el vacío vital, muerta contra la mano que se niega a acariciar, contra los ojos que no transportan ansia. Aquel animal cansado de rodar, que decía Alfonsina Storni, continúa vagando por las páginas pizarnikianas en pos de la última excusa que la salve del suicidio. Porque la muerte siempre espera, cálida, espectral, seductora como un susurro: “Toda la noche escucho el Alicia Genovese, en el texto “En busca de una genealogía: Storni y Pizarnik”, afirma que el suicidio de ambas poetas ha sido un obstáculo a la hora de interpretarlas, pues se tiende a identificar la poesía con un veneno letal para las mujeres, al tiempo que sus textos de cargan de excepcionalidad, ligados a la patología suicida y a la tragedia romántica. “La textualidad filosa, fisuradora, que hay en estas obras, es absorbida, alisada de sus pliegues transgresivos, por la imagen trágica que el relato cultural ha enfatizado. Imagen cruzada también por otros rasgos que actúan como materiales degradadores: la poetisa (Alfonsina) y la niña (Alejandra)” (Genovese, 1998: 53). Genovese destaca la presencia femenina en la poesía argentina, donde, al lado de Pizarnik y Storni figuran las voces de Susana Thénon, Juana Bignozzi, Olga Orozco y Amelia Biagioni. Además, propone ubicarlas en la misma línea genealógica para conformar un discurso alternativo al canónico representado por Borges y Bioy Casares (54). Para la influencia en poetas de otras generaciones, o de la suya propia, véase Erika Martínez (2012). Su artículo forma parte del número 8 de la revista Letral dedicado a Pizarnik. 2

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llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama” (2001: 254). En la obra de Pizarnik, las imágenes de la muerte se pueblan de cenizas, de cuerpos fragmentados, torturados, de miembros desollados, de asfixia; sin embargo, el personaje de la Muerte es dulce e inocente, partícipe de la locura al más puro estilo del personaje alejandrino. No obstante, la verdadera muerte aparece disfrazada con tintes de espanto por toda una galería de personajes grotescos: enanas peludas, niños mutilados, niñas perversas que se niegan a crecer, muñecas malignas que no ofrecen ningún consuelo ni espacio para el juego, que tan sólo reflejan la indiferencia de la realidad exterior ante la demanda de inquietudes del yo interno. Si la muerte seduce mientras es un susurro, es un arma letal cuando se transforma en palabra. La voz lírica de Pizarnik busca continuamente, desde su oficio consciente de escritora, la palabra perfecta que defina con exactitud lo que quiere ser dicho. Cuando esa palabra es encontrada, se disipan la lucha y la obsesión, los esfuerzos de la búsqueda se ven compensados en este plácido microcosmos instaurado fuera del tiempo real: el poema, al fin, ha sucedido. Blanchot (2007) destaca la densidad y el espesor sonoro de las palabras como cualidades esenciales que les permiten encarnarse en cosas, en cuerpos. La poeta busca entonces la correspondencia directa entre la palabra y lo que significa, arrastrada por la sensualidad del lenguaje y la promesa de verla adherida a su objeto.

A pesar de ello, la

escritora desconfía de la abstracción de la lengua y tiene que aceptar finalmente que el poema no es más que un escenario en el que está representada la ausencia de lo real, que siempre se escapa, siempre es

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inasible. La palabra pasea alrededor del cuerpo, le pide que arroje sus sábanas, que se quede desnuda, sin velos. Anda alrededor del cuerpo, pero no es el cuerpo. El corpus pizarkiniano responde, sobre todo, a ese anhelo de ser cuerpo, cuando sólo puede hacer con su cuerpo el cuerpo del poema, lo que es, por otra parte, la culminación de la experiencia poética: el poema es la muerte, la destrucción de su creadora y el espacio que nace al silencio, imprescindible para que un lenguaje nuevo sea posible: “La muerte es una palabra. La palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en el lugar de mi nacimiento” (2001: 255). Traducirse en palabras, pues, significa situar el cuerpo en un lugar inaccesible y someterlo a la tiranía de la materia verbal, pues el lenguaje exige a la poeta el firme compromiso de explorar sus límites. Cuerpo y lenguaje sellan de este modo una alianza de carácter metafísico. Pero en el caso de los grandes y las grandes poetas, y Alejandra Pizarnik lo es, su cuerpo se sacrifica al servicio de la lengua, obedece su mandato3, experimenta la sensación de haber entrado en contacto directo con ella, de “caer al instante en sus manos, de todo aquello que en ella se ha dicho, escrito o creado”. Con estas palabras de Joseph Brodsky, Premio Nobel de Literatura en el año 1987, Ana María Moix se refiere en el artículo “Fuera del poema” a la figura de Alejandra Pizarnik en cuanto a musa o medio que el lenguaje utiliza para desatarse. De ese contacto con la lengua, Moix señala en 3

A este respecto, me parece apropiada la transcripción de este fragmento, correspondiente a la entrada del diario del día 23 de octubre de 1957: “Aunque llegara a definir la poesía –aspiración estúpida, por otra parte-, aunque descubriera su esencia, aunque desvelara su origen más profundo, aunque la poesía toda y todos los poetas me fueran tan conocidos como mi propio nombre, llegado el instante de escribir un poema, no soy más que una humilde muchacha desnuda que espera que lo Otro le dicte palabras bellas y significativas, con suficiente poder como para izar sus pobres tribulaciones y para dar validez a lo que de otra manera serían desvaríos” (2003: 80).

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el universo de Pizarnik la influencia del romanticismo de Hölderlin y Nerval, el viaje sin retorno de Artaud, Rimbaud y Lautréamont, así como del surrealismo francés (Michaux, Mandiargues, Breton, Valentine Penrose), sin descuidar el quehacer poético de Oliverio Girondo, Olga Orozco y Antonio Porchia (Moix, 2001: 8). En efecto, en esta experiencia de alcanzar el fondo del lenguaje (aun sabiendo que más allá de él sólo está la locura y la muerte), el cuerpo es la imagen del sufrimiento, del esfuerzo, la lucidez, la paciencia, la entrega que supone vivir en exclusiva para gozar de la palabra poética o de la visión artística. El rostro torturado de Artaud es prueba de ello, y el cuerpo doliente de las páginas pizarnikianas también puede considerarse así, un cuerpo sacrificado por y para la literatura. Porque desde el momento en que Pizarnik decide dedicarse a escribir, solamente existe la posibilidad de escribir bien. No obstante, el deseo de ser cuerpo no se acalla pese a la gloria de la poesía, y esto es especialmente doloroso en una obra como la de la autora argentina, donde el erotismo y la sexualidad tienen una gran presencia y se conciben como fuente de (auto)conocimiento, inseparables del problema de la identidad. Después del escándalo que había supuesto la afirmación sexual en la poesía de Storni y de Agustini, la voz de Pizarnik se caracteriza por una sexualidad y un erotismo violentos, íntimamente asociados con la muerte, pues la naturaleza de esta relación es intrínseca según los planteamientos filosóficos de Bataille, cuya obra Pizarnik conocía y admiraba. Lo que parecía un canto a la liberación –conquistada, por cierto, con fuerza y lágrimas- en la obra de sus precursoras,

el aspecto erótico-sexual en la joven escritora deviene una

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cuestión de carácter ontológico. Pizarnik siempre excede los límites, siempre va más allá. Más allá del lenguaje, más allá del placer, más allá de lo permitido y de lo prohibido; como si en la violación de los límites accediera a un profundo conocimiento del ser, o este pudiera ser sentido en toda su amplitud. La violencia sobre el cuerpo no es solamente una forma de acercamiento a lo otro, o una forma de extrañamiento consigo misma, sino también la manera a través de la cual el yo se pierde, se extravía, se disuelve en la carne corrompida y abyecta de una feminidad que es motivo de disidencia. Carolina Depetris afirma que su inusual tratamiento del erotismo femenino contribuyó a hacer de ella una figura mítica en el panorama literario argentino, más incluso que su propia muerte (Depetris, 2004: 23). Mención aparte merece el tratamiento de la locura y el suicidio, especialmente este último. Aunque son temas recurrentes en su obra y normalmente aparecen asociados, el suicidio real de la escritora en 1972 vierte sobre su corpus un aura de malditismo, de fatalidad poética, de muerte anunciada a consecuencia de las palabras, las perras palabras. En Pizarnik se viven las sucesivas muertes de un yo en continua metamorfosis –cada uno de mis nombres ahorcados en la nada-, se vive la muerte del yo de paso ante la indiferencia de la realidad cotidiana; la muerte supone un lugar de reposo para esa identidad en permanente lucha. Morir no es un proceso que forme parte del ciclo natural de la vida –como sí sucede en la obra de la brasileña Clarice Lispector-, ni tampoco lleva consigo esa idea de inmortalidad o eternidad – típicamente dickinsoniana-, sino que morir, en la obra de Pizarnik, es la única

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alternativa y además morir es elección, un derecho que el sujeto discursivo reclama y ejerce como propio:

se está sifilítica, sí, no objetivamente, no como para irme a consultar a un sifiliógrafo, sino mentalmente comida, mordida y luego escupida por un tigre no del todo hambriento (por eso el suicidio pronto, prontísimo. (Pizarnik 2002: 18)

Frente a la muerte como fin, descanso y libertad de no ser, en Extracción de la piedra de locura (1968) la muerte aparece personificada como una seductora dama vestida de rojo, la cual, tocando el arpa junto a un río y entonando una canción, consigue el sueño de la voz poética. Ambas voces se funden, a modo de encuentro erótico, en ese lugar de nacimiento y muerte que significa el poema. Esta caracterización de la muerte como una bella y atrayente mujer se hace más evidente en el énfasis con el que se describe a Erzébet Báthory, la espectral, la funesta condesa sangrienta que, a través de la tortura y agonía de sus doncellas y sirvientas alcanza no solamente el placer sexual, sino que además experimenta una especie de metamorfosis que está asociada a la búsqueda de su identidad personal. Ángeles Mateo del Pino, en su artículo “El territorio de la memoria: Mujeres malditas, La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik”, señala que la confluencia de muerte, erotismo y locura ya se manifiesta en el romanticismo alemán; de ahí pasa a los poetas malditos (recordemos el poema “Las metamorfosis del vampiro”, de Baudelaire; curiosamente Lautréamont era apodado “el vampiro”), hasta llegar a los surrealistas franceses (2009: 21). Para Mateo del Pino, Pizarnik comparte

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con el grupo surrealista “la fascinación por las experiencias extremas en el campo de lo vital, la familiaridad con los estados límites de conciencia y la transgresión social y sexual” (21). Muerte y vida fluyen paralelamente en el universo de Pizarnik, siendo especialmente significativo el imaginario de la muerte que se utiliza para caracterizar al sujeto discursivo: su sangre está poblada de féretros y su memoria es un cementerio de animales. Y es significativo porque el yo lírico no habla desde la tumba, al contrario, Pizarnik magnifica la presencia de la muerte para resaltar el tedio de vivir, la soledad, el pasado irrecuperable o el deseo imposible; si bien es cierto que el concepto de muerte como salvación es una constante en su obra poética, dada la impotencia para realizar sus sueños. De manera que en El infierno musical (1971) asistimos al doloroso duelo de las voces que constituyen su unicidad, duelo que ya se había producido en Extracción de la piedra de locura. Pero sucede que esta vez las voces han perdido su antiguo vigor, sucede que la que habla está aterrada e insegura, que la palabra no es suficiente, que nada ha sido nunca suficiente y que, más que lucha, lo que en realidad sucede es todo caída:

no, he de hacer algo, no, no he de hacer nada. (2001: 264)

Aun así, todavía existe su vieja sed de vida, esa necesidad de liberarse de la mortaja (poema) y experimentar con su propio cuerpo, sabiéndolo

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prácticamente imposible, como se manifiesta en el triste lamento de la endechadora. Y tras esa elegía la mujer vuelve a ser la niña que alza su voz en Los pequeños cantos (1971), la antiprincesa, la habitante de un castillo fantasma en el que todos han desaparecido. No quedan más que las sombras de sí misma, las sombras que hablan entre sí y a través de los espejos, aunque quedan también las máscaras, la oscuridad de los jardines y la densidad de la noche en la cual el silencio suena como una música prometida. Así lo reflejan sus poemas póstumos, en los que la derrota es anunciada con la misma sinceridad y orgullo con que se enfrentó en la lucha: así, altiva, habla ella para quienes no se atreven a buscar su verdad. La crítica se ha dividido en torno a este aspecto –el del suicidio, quiero decir- que tanta controversia ha suscitado. Así, por ejemplo, Cristina Piña (2012) plantea la cuestión del suicidio literario como una puesta en escena de la muerte real, en su artículo “Formas de morir: de Alberto Greco a Alejandra Pizarnik”4. En su análisis, la experiencia transgresora llevada a cabo en las obras tanto del artista plástico como de la escritora, en las que el cuerpo está fuertemente comprometido y sometido a los dictados del proceso creativo, estaría detrás de sus suicidios. Además, para Piña, Pizarnik “configuró su vida según el conjunto de rasgos tradicionalmente atribuidos al mito del poeta maldito, mito éste que culmina con la muerte –real o metafórica, voluntaria o accidental- como gesto extremo ante la imposibilidad de unir vida y poesía” (1999: 19). César Aira destaca la dificultad de la poeta para vivir, pero esencialmente explica su muerte desde la implicación de Pizarnik con su 4

El artículo, recogido en 2012 en Límites, diálogos, confrontaciones (que agrupa casi todos los estudios de Cristina Piña en torno a Alejandra Pizarnik), había sido publicado previamente en la revista Arrabal, nos. 5-6 (2007), 173-183.

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quehacer poético. En este sentido, ir hasta el fondo del lenguaje es un viaje sin retorno posible. Vila Matas (2001), en su artículo “La poeta que lloró hasta romperse”, asegura que “cuando vemos que vida y obra se funden en la figura de un(a) escritor(a), pensemos que su vida es deliberadamente falsa y ha sido inventada sólo para dar soporte a la obra, que sí es verdadera”. Carolina Depetris, en su tesis doctoral Sistema poético y tradición estética en la obra de Alejandra Pizarnik, concluye que el suicidio real de la autora nada aporta o esclarece a su corpus literario; en cambio, en Aporética de la muerte: un estudio crítico sobre Alejandra Pizarnik (2004), considerará que la carga de muerte hace obscena su obra y que la muerte como Otro se impone a Pizarnik como una verdad, estableciendo una relación devorador-devorada en términos vampíricos: “La poeta siente deseo y temor porque de ella depende su fin y también su supervivencia” (Depetris, 2004: 75). Por su parte, Patricia Calahorrano en “Cuerpo y muerte: la sexualidad que exhala Alejandra Pizarnik a través de la muerte deseada” también subraya el compromiso en cuerpo y alma de Pizarnik con su obra. Partiendo de ahí entiende que “Pizarnik y la muerte terminan convertidos en un solo ser, porque su cuerpo lo reclama, como reclama el sexo para sentir la intensidad de la vida. Además, la presencia explícita de la muerte implica su antítesis, el eros, conectado a la vida, existencia que se arriesga a fuerza de la palabra constructora de belleza a través de su propia autenticidad” (Calahorrano, 2010: 93). En cuanto a la locura, la posibilidad de enloquecer despierta sentimientos encontrados en la autora. La locura es la pérdida absoluta del yo,

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por tanto el sujeto del discurso teme la pérdida de su identidad, este ir más allá de las fronteras que lo definen. Otras veces, en cambio, desea la locura: “ojalá enloquezca o muera pronto”, porque tanto la muerte como la locura son la alternativa a dejar de ser5. La locura en la obra de Pizarnik tiene al menos tres posibles orígenes: en primer lugar, está relacionada con su neurosis. Elijo este término porque es el que con más frecuencia aparece en sus diarios para referirse a su enfermedad mental6 (Alejandra comienza a psicoanalizarse desde una edad muy temprana). En segundo lugar, la consideración de la homosexualidad como una enfermedad mental en la época en que vivió la autora. Por último, la locura como consecuencia de su frenética actividad literaria, como fruto de la intensidad del proceso creativo, que también incluye su trabajo como lectora. A este respecto, en La imaginación pornográfica, Susan Sontag afirma que el arte es una forma de conciencia, y que “es harto sabido que cuando las personas se aventuran por los confines últimos de la conciencia, arriesgan su cordura, o lo que es lo mismo, su humanidad. Pero “la escala humana”, o el patrón humano propio de la vida y la conducta normales, parece estar fuera de lugar cuando se aplica al arte” (Sontag, 1967: 62). La locura, prosigue la filósofa americana en La enfermedad y sus metáforas, “es un tipo de exilio. La metáfora del viaje psicológico es un extensión de la idea romántica de viajar” (1996: 16).

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Vida, poesía y locura son los tres conceptos que Paulina Daza reúne en un artículo a propósito de El infierno musical: “La poesía es un juego peligroso. Vida, poesía y locura en El infierno musical de Alejandra Pizarnik” (2007). 6 Los casos de Ana Cristina César, poeta brasileña; Martha Kornblith, poeta venezolana; Ingeborg Bachmann, narradora y poeta austríaca; y Sarah Kane, dramaturga inglesa, serían también ejemplos de interés por la estrecha relación entre creatividad y enfermedad mental. Más adelante en el trabajo se desarrollarán algunas de estas cuestiones.

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En efecto, el exilio y el viaje son conceptos que también están presentes en la obra de Pizarnik y que pueden entenderse desde su origen judío o bien como parte de la búsqueda que la poeta debe emprender para traer la palabra. La poeta es de este modo la viajera, la que siempre está partiendo, la que recorre todos los desiertos. También es la extranjera, la exilada de sí, lo que podría relacionarse con el proceso de construcción de su identidad o incluso con su condición sexual, pues al vivirla como un conflicto nunca el sujeto está fuera de sí, dislocado. La posibilidad de abordar e interpretar la obra de esta escritora desde múltiples lecturas nos da la dimensión de su calidad y en ello reside en buena medida el magnetismo y la fascinación que despierta entre el público lector y el círculo académico. En consecuencia, su producción literaria es cada vez más conocida y apreciada, como mayor es también el número de artículos y ensayos tejidos alrededor de ella. La obra de creación y la obra crítica de Alejandra Pizarnik se desarrollan entre los años 1955-1972. Diecisiete años de creatividad intensa que se traducen en el corpus que particularizo a continuación. En cuanto a su obra poética, su primer poemario fue el titulado La tierra más ajena, en el año 1955, al que siguió La última inocencia, dedicado a León Ostrov. En 1958 llega Las aventuras perdidas, y, en 1962, Árbol de Diana. Tres años más tarde, Los trabajos y las noches (1965) marca un punto de inflexión en su proceso creativo7. Con este poemario la autora obtiene el Premio de la Municipalidad de Buenos Aires, algo que la llena de satisfacción

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Sobre esta obra remito al estudio de Sarah Martin (2007).

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porque, dice, “tenía dentro de mí un ideal de poemas y logré realizarlo. Sé que no me parezco a nadie (esto es una fatalidad). Este libro me dio la libertad de encontrar la libertad en la escritura. Fui libre, fui dueña de hacerme una forma como yo quería” (Pizarnik, 2002: 314). Ya en 1968 publica Extracción de la piedra de locura, dedicado a su madre, y, en 1971, El infierno musical y Los pequeños cantos. En cuanto a Textos de sombra y últimos poemas, publicado póstumamente, comprende poemas escritos entre los años 1970 y 1972. La editorial Lumen publicó en el año 2000 su poesía completa8. Pizarnik simultaneó la poesía con la prosa de los diarios (los publicados comprenden desde el año 1954 al 1972), pero a la vez realizó estudios críticos y reseñas literarias para varias revistas. Estos textos, además de La condesa sangrienta, Los perturbados entre lilas y La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa constituyen, hasta la fecha, la obra en prosa publicada. Los denominados “textos malditos” de Pizarnik, es decir, estos tres últimos citados, junto con una serie de relatos entre los que figura “Escrito en España”, se publicaron también en Lumen en el año 2002 (Prosa completa). La misma editorial sacó a la luz en el año 2003 la primera edición de sus Diarios9 y, diez años después, en 2013, una edición mucho más ampliada, pero ninguna de estas dos ediciones incluye los últimos diarios del año 1972. La labor editorial de la obra publicada en Lumen corrió a cargo de Ana Becciu, poeta, ensayista

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En Argentina, en 1994, Cristina Piña había preparado para la editorial Corregidor una edición de la obra de Pizarnik que se publicó bajo el título Obras completas; incluía la poesía completa y una selección de los textos en prosa, tal como indicaba el subtítulo de la edición: Poesía completa y prosa selecta. Bastantes años antes, en 1975, en España, la editorial Seix Barral había publicado El deseo de la palabra, en edición de Antonio Beneyto. 9 En Semblanza (1984), una compilación de textos realizada por Frank Graziano para Fondo de Cultura Económica, se habían incluido algunas entradas de diarios de los años 1962 a 1968.

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y amiga personal de Alejandra Pizarnik10. Patricia Venti tuvo la oportunidad de visitar el Archivo Pizarnik en la Universidad de Princeton, Estados Unidos, y de acceder al material que todavía permanece inédito. En este material trabajaba Pizarnik cuando falleció, y en él continuaba insistiendo en la línea de la obscenidad sexual que había inaugurado en La condesa sangrienta y cuyo máximo exponente fueron los textos de La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa. Gracias a la labor de Venti, sabemos que al menos hay dos manuscritos, Diana de Lesbos y Leika, en los que el tema predominante es el lesbianismo sadomasoquista. Precisamente los avatares del legado Pizarnik, contados por Ana Becciu11 en el artículo del mismo título (2002), dan cuenta de la dificultad que tuvieron ella y Olga Orozco para custodiar el material después de la muerte de la escritora, y ante la incertidumbre de los tiempos políticos tan nefastos que se acercaban. Su paso por sucesivas manos hasta que fue recibido por Aurora Bernárdez en París, quien de común acuerdo con Myriam Pizarnik decidieron depositarlo en Princeton, explica, junto a la censura impuesta en gran parte de su obra, el desorden y el silencio que impera sobre la publicación de su obra, y en concreto en lo que atañe a sus diarios12. 10

Ana Becciu es también responsable de la edición facsimilar Fragmentos de un diario. París 1962-1963, publicada por Del Centro Editores en 2013. 11 Al parecer, la propia Ana Becciu y Olga Orozco, poco después de la muerte de Alejandra, trabajaron con material a petición de la madre de ésta, hasta que llegó el momento en que, aconsejadas por la poeta Elvira Orphée, decidieron trasladarlos al despacho de un abogado, pues los documentos no estaban seguros. Una vez entregados a Aurora Bernárdez, Nora Catelli será la encargada de fotocopiar todos los textos. En su conferencia para el congreso sobre Alejandra Pizarnik celebrado en París en noviembre de 2012, titulada “Cuarenta años de Alejandra Pizarnik: materia y lectura en los Diarios”, Catelli retoma las peripecias que tuvo que atravesar su legado, e insiste en que en Princeton está todo el material de la escritora, pues se creía que había un cuaderno que había sido extraviado, precisamente el que guarda alusiones no demasiado agradables sobre Martha Moia, compañera y amante de Pizarnik en sus últimos años. 12 Al respecto de estas cuestiones, puede verse además Crsitina Piña (2007).

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Andrea Ostrov, profesora de Literatura Latinoamericana y ensayista, hija del psicoanalista León Ostrov, al que Alejandra acudió durante su adolescencia, publicó en el año 2012 sus Cartas a Ostrov, donde se reproducen las misivas conservadas de Pizarnik y León Ostrov durante la estancia de la escritora en París. En las cartas, Pizarnik relata la lucha por forjarse un retrato de su yo de escritora, dejando atrás la protección y el calor de su familia. Se enfrenta a una vida nueva en una ciudad que, a mediados de los años sesenta, era un hervidero cultural y artístico. De esta lucha participa la pasión homoerótica y las dudas por su aptitud literaria. En el año 2014, Cristina Piña e Ivonne Bordelois editan la Nueva correspondencia Pizarnik, en la que se amplía el número de misivas de la Correspondencia Pizarnik editada en 1986. A través de esa relación epistolar que mantuvo a lo largo de su vida con amistades, familiares y personalidades del ámbito artístico, literario y editorial, podemos componer el retrato íntimo de una escritora que cuidaba de sus amistades, perfectamente instalada en el ambiente literario de su época, y, como no podía ser de otra forma, preocupada por su escritura y proyectos creativos, entre ellos la posibilidad de fundar una editorial con el pintor y escritor Antonio Beneyto. Fruto de la amistad surgida entre ambos, en el año 2003 se publica Dos letras, edición que recoge parte de la correspondencia que mantuvieron entre los años 1969 y 1972. La figura de Alejandra Pizarnik parece despertar cada vez más interés por parte de la crítica, tanto hispánica como anglosajona. Los trabajos mencionados hasta ahora en esta introducción reflejan parte de ese interés, y son solamente unos pocos. Cristina Piña, biógrafa y pionera en el estudio de su

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obra, continúa prodigándose en ensayos sobre la autora así como interesada en la edición de sus textos. Como ya he señalado en una nota, en el año 2012 publicó Límites, diálogos, confrontaciones. Leer a Alejandra Pizarnik, en el que recopila casi toda su producción crítica sobre la escritora, así como las ponencias y conferencias de los últimos años; y, en el 2014, como también he comentado en el párrafo anterior, comparte con Ivonne Bordelois la edición de la Nueva Correspondencia Pizarnik. La disolución en la obra de Alejandra Pizarnik. Ensombrecimiento de la existencia y ocultamiento del ser (2003) es el título del estudio de Ana María Rodríguez Francia, poeta, ensayista y crítica poética argentina. Aquí, la crítica se detiene en las raíces ontológicas del ser tomando como base los textos póstumos de Pizarnik: Los poseídos entre lilas13 y La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa, de los que dice que son textos que conforman “verdaderas fiestas de locos donde la no aceptación de las reglas confluye, en el marco de la oscilación entre Eros y Thánatos manifiesta en todo momento (en la ambivalencia de lo que muere, nace y viceversa), en un ámbito crítico de tendencia utópica. Las obras revelan, como en las antiguas menipeas, transformaciones de mundos donde un mal subterráneo opera con el hálito de la fatalidad. En última instancia, es el deseo de muerte lo que triunfa” (2003: 245)14. Rodríguez Francia analiza los elementos carnavalescos que existen en

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Se refiere a Los perturbados entre lilas; con este título aparece la obra teatral en la edición de Prosa Completa (2002: 165). No obstante, esta particularidad no es única de Rodríguez Francia y son varios los estudios sobre Pizarnik que se refieren a esta obra como Los poseídos entre lilas. Esto puede deberse a que Pizarnik escribió un poema en prosa cuyo título es “Los poseídos entre lilas”, poema que fue incorporado en la pieza teatral hacia el final de la misma. 14 A estas dos obras se refiere también Carolina Depetris en su artículo “Alejandra Pizarnik después de 1968: la palabra instantánea y la ‘crueldad’ poética” (2008), y a La bucanera de Pernambuco o Hilda la Polígrafa lo hace Patricia Venti en “Innocence & non sense: el cuerpo

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ambos textos partiendo del concepto de carnavalización expuesto por Bajtín, es decir, la transposición del carnaval al lenguaje de la literatura. Otras estudiosas han centrado sus análisis en la figura de la condesa sangrienta. Así, Lourdes Yunuen Martínez Puente en su tesis doctoral La figura de lo siniestro en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik (2013), Gema Areta en su artículo “La textura de la oscuridad: el castillo frío de Alejandra Pizarnik” (1999), Ana Figueroa en “La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik: una reescritura del yo”, y Patricia Venti en un ensayo al que aludiré a continuación (2008). Precisamente, las investigaciones llevadas a cabo por Patricia Venti, así como también los trabajos de Nuria Calafell, abren nuevas líneas de interpretación sobre el corpus pizarnikiano e incluyen la perspectiva de género en sus aproximaciones. Los estudios de Venti se agrupan principalmente en La escritura invisible. El discurso autobiográfico en Alejandra Pizarnik (2008) y La dama de estas ruinas. Un estudio sobre “La condesa sangrienta” de Alejandra Pizarnik (2008)15, y forman parte de su tesis doctoral. Venti se centra en el análisis de los textos en prosa de Pizarnik, especialmente en sus diarios, e incide en el lesbianismo de la escritora y en su origen judío como punto de partida de una voz y un cuerpo que no cesan de buscar su identidad. Partiendo de la problemática del diario como género literario y teniendo en cuenta la censura que todavía impera sobre la obra de la escritora argentina16, lleva a

fraudulento de la lengua en los textos póstumos de Alejandra Pizarnik” (2007) y “María Clara Lucifora en “Una escritura sobre la escritura” (2011). 15 De la misma autora y del mismo año es la Bibliografía completa de Alejandra Pizarnik. 16 En relación con este asunto, véase, también de Patricia Venti, el artículo “Los diarios de Alejandra Pizarnik: censura y traición” (2004).

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cabo un análisis riguroso y exhaustivo, perfectamente documentado, de la configuración de su voz. Los diarios constituyen, igualmente, el objeto de estudio en la investigación de Nuria Calafell. Tanto en su tesis doctoral La convulsión orgiástica del orden: sujeto, cuerpo y escritura en Alejandra Pizarnik y Armonía Sommers (2010), como en el artículo “Los Diarios de Alejandra Pizarnik: una escritura en el umbral” (2011), Calafell trabaja en torno a la cuestión ontológica del sujeto posicionado entre el cuerpo y el lenguaje, considerando que es en ese límite donde lo corporal se disuelve en lo verbal donde Pizarnik construye un discurso cada vez más esquizofrénico y abyecto. Otros estudios inciden en cuestiones de orden distinto. Así, Mariana Di Ció en “Una escritura de papel. Alejandra Pizarnik en sus manuscritos” se centra en el análisis del material de escritura utilizado por la autora. Di Ció estudia la variedad de soportes textuales (folios sueltos de todo color y formato, cuadernos de tipo escolar) así como gran variedad de instrumentos de escritura de diversas formas y colores; asimismo, entre ese material depositado en Princeton figuran dos máquinas de escribir con las que Pizarnik alternaba fuentes y estilo. La fascinación de Pizarnik por los objetos de papelería queda reflejada en este archivo. La investigadora resuelve que “el papel es tanto el espacio donde la escritura se vuelve plenamente visible como la materia de esas construcciones imaginarias –“la casa del lenguaje”, “la casa de citas” y el “Palais du Vocabulaire”- que contienen, y a la vez constituyen, la escritura de Alejandra Pizarnik: una escritura profundamente metapoética y metaliteraria, una escritura que, a modo de palimpsesto, se forma a partir del diálogo con los

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textos propios, pero también con la tradición, una escritura que, en definitiva, está hecha de papel” (2007: 05). Silvia Molloy, en “Figuración de Alejandra” (2014) abre también una muy interesante vía de investigación a partir de la puesta en escena del cuerpo de la escritora, partiendo de la vestimenta de Alejandra Pizarnik, calificada como “desaliñada” o “desastrosa”. Para Molloy, nada más lejos de la realidad. Precisamente sus ropas forman parte de su identidad como escritora (algo que también le ocurría a Segismunda, la heroína de Los perturbados entre lilas), y son una manifestación más de su escritura. Molloy no hace diferencias entre la Pizarnik que lee continuamente y siempre está con un libro en la mano o bien anotando y reflexionando alrededor de sus lecturas –método de trabajo que incidirá directamente en la configuración de su identidad como escritora-, y la Pizarnik que se muestra al público como la escritora que es, es decir, la escritora como dandy. Así, en una entrevista con Victoria Ocampo, Molloy cuenta que Pizarnik lo planifica todo: de qué va a hablar, qué escritores le va a mencionar, y sobre todo, qué ropa se va a poner. La performance del cuerpo va más allá de la pose y es parte fundamental de la afirmación de Pizarnik como escritora17. En el ámbito anglosajón, destacan los estudios de Fiona Mackintosh, Florinda Goldberg y Susana Chávez Silverman. En Pizarnik Reassessed (2007), colección de artículos publicada con motivo de la conmemoración del treinta y cinco aniversario de la muerte de la escritora18, se recogen los últimos

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En 1997, Molloy había dedicado a Pizarnik un artículo de signo muy distinto: “From Sapho to Baffo: Diverting the Sexual in Alejandra Pizarnik”. 18 Cristina Piña también participó en dicha colección con el trabajo titulado “The ‘Complete’ Works of Alejandra Pizarnik? Editors and Editions”.

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trabajos realizados por estas analistas de la obra y figura de Pizarnik. Chávez Silverman, estudiosa de los aspectos femeninos en su poesía, particularmente el silencio y la invisibilidad, aborda en su artículo “Gender, sexuality and silence(s)” la noción de lo que ella denomina “textos del minotauro o la voz del minotauro”, para referirse a La condesa sangrienta y especialmente a Los perturbados entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. La principal novedad con respecto a los anteriores trabajos de Chávez Silverman es su lectura como lesbiana sobre los textos pizarnikianos. En esta lectura, el objeto del análisis es otra voz, también lesbiana, cuya sexualidad monstruosa contrasta con lo que en un principio Silverman consideraba asexualidad o simplemente ausencia de la corporalidad, en cuanto a su obra poética. Esta presunta bipolaridad, construida a través de La condesa sangrienta como puente o bisagra, está fundada en la cuestión del lesbianismo como imposibilidad. Florinda Goldberg, en “Alejandra Pizarnik, the Perceptive Reader”, se encarga del estudio de la figura de Pizarnik como lectora y ensayista, admitiendo que los estudios sobre el discurso crítico de la escritora están todavía en fases muy tempranas; asimismo, sería preciso dar un paso adelante en la reedición de los artículos que Pizarnik publicó originariamente en periódicos y revistas de diversos países sudamericanos y cuya recopilación es muy difícil de obtener en la actualidad (2007: 92). Pese a ello, Goldberg elabora una lista con los textos críticos escritos por Pizarnik, comprendidos entre los años 1956, en el que figura el ensayo titulado “Antonio Porchia”, publicado en El Hogar, Buenos Aires, y 1972, con “Humor de Borges y Bioy Casares”. La

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lista, formada en total por 33 textos (entre los que destacan las entrevistas a Borges y Victoria Ocampo), de los cuales 16 están recogidos en Prosa completa (2002), da cuenta de la intensa labor de Pizarnik como ensayista y lectora. En su análisis, Goldberg no sólo se basa en este corpus, sino que también utiliza su correspondencia publicada así como los diarios, ya que, como hemos visto, en ellos Pizarnik recogía sus reflexiones e impresiones sobre el material que leía y estudiaba. Goldberg destaca que Pizarnik como lectora crítica nunca pierde de vista el texto objeto de estudio, pero que al mismo tiempo refleja en sus comentarios, de forma implícita o explícita, los principios de su poética personal. Así, por ejemplo, en el ensayo sobre el poeta argentino Ricardo Molinari, Pizarnik dice:

Si no fuera por esa sed o nostalgia, tal vez estaría muerto. Y en verdad, en Molinari hay algo muerto, algo anonadado –lo atestigua el hecho de que tantos poemas suyos, muy ricos en artificios del lenguaje, no emitan ninguna señal. Y no sólo está, de algún modo, muerto, sino que estar muerto es, precisamente, uno de sus deseos más profundos y activos. Pero su deseo, al ser activo y profundo, rescata y vivifica, a veces, la parte muerta. (2002: 224-225)

Esta intensificación de la vida a través de la presencia anunciada y deseada de la muerte es también un lugar común en la obra pizarnikiana. Finalmente, Fiona Mackintosh, editora de la colección en colaboración con Karl Posso, reflexiona en su artículo “Alejandra Pizarnik´s ‘Palais du vocabulaire’: Constructing the ‘cuerpo poético’” acerca de los lugares

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habitables, aquellos en los que es posible la escritura. Entre esos lugares, está el edificio literario “palacio del vocabulario”, así como “la pequeña casa del canto” o “la pequeña casa de la esperanza”, espacios que protegen a la poeta del desafío del lenguaje. Como vemos, la figura de Pizarnik continúa siendo de actualidad y su interés por su obra y por su persona no deja de crecer en los últimos años. Su influencia en jóvenes escritoras como la novelista mexicana Cristina Rivera Garza o las poetas gallegas Dores Tembrás y Marta López Luaces19, esta última afincada en Estados Unidos, constituyen un signo de la riqueza y vigencia de su legado. En su país natal se han llevado a cabo varios documentales que indagan en la personalidad de la escritora, entre los que destacan Memoria iluminada (2011), dirigido por Virna Molina,

y Soy lo que soy20 (2014), de

Sandra Mihanovic. En el año 2012, coincidiendo con el cuarenta aniversario de su muerte, se celebró en la Facultad de Filosofía y Letras de la Sorbonne, París, el Congreso Internacional Alejandra Pizarnik, en el que partiparon veintitrés ponentes de dieciocho universidades de distintos lugares del mundo. El Centro Cultural de Avellaneda lleva su nombre, y en él se ha representado la adaptación teatral de La condesa sangrienta, dirigida por 19

Dores Tembrás, por cierto, también desarrolló su tesis doctoral sobre Alejandra Pizarnik: La obra poética de Alejandra Pizarnik. Arquitectura de un desencuentro (2008). Igualmente, Marta López Luaces ha escrito y estudiado sobre la obra de la escritora argentina: “Los discursos poéticos en la obra de Alejandra Pizarnik” (2002). En cuanto a la mexicana Cristina Rivera Garza, en su novela La muerte me da (2007) toma como referencia la figura y la obra de Pizarnik dentro de una trama de corte policíaco. 20 En este documental participan Cristina Piña, su biógrafa, Ivonne Bordelois, Arturo Carrera, Antonio Requeni y Myriam Pizarnik, hermana de la escritora.

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Natalia Gatabria. Por otra parte, Mujeres terribles es el título de la pieza teatral escrita por Marisé Monteiro y Virginia Uriarte, en la que se reproduce la relación de amistad y amor acaecida entre Pizarnik y Silvina Ocampo a lo largo de diez años, cuando ambas fueron presentadas en la casa de la fotógrafa Sara Facio. Como directora figura Lía Jelín y las actrices protagonistas son Marta Bianchi y Noemí Frenkel, en los papeles de Ocampo y Pizarnik, respectivamente. Teniendo en cuenta todos los trabajos a los que me he referido, mi aportación en esta investigación, como su título manifiesta, está orientada al análisis del erotismo y la obscenidad en la obra de la escritora argentina. Decía anteriormente que el erotismo tiene un gran peso en toda su producción, y que está asociado a la identidad. Concebido como una experiencia interior, al modo de Bataille, el sujeto del discurso contrapone la fuerza erótica al espíritu melancólico invadido de muerte. Así ocurre, por ejemplo en La condesa sangrienta, pero es igualmente visible en la poesía y en los diarios. Considero una fortuna haber podido trabajar con la última edición de los mismos, a cargo de Lumen en el año 2013, en la que se amplió un gran número de entradas que, por razones de espacio, no habían podido incorporarse en la edición anterior, según afirma su editora Ana Becciu. Estas nuevas entradas arrojan luz sobre la obra y sobre la figura de la escritora en cuanto a la cuestión que nos ocupa, pues en ella se visibiliza el conflicto sexual generado en torno a su identidad. Si bien la edición del 2003 contaba también con diversas entradas donde estaba latente su particular experiencia del erotismo, la aportación de nuevos textos, nombres, situaciones y encuentros en la última edición dan cuenta de la importancia de esta cuestión en su vida y en su obra. El deseo del

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sujeto discursivo es un deseo lesbiano, confuso, hiriente, rechazado, fascinante; en todo caso, es su deseo y se materializa en un cuerpo femenino que sufre los embistes del placer, cuerpo como escenario donde se representa el sacrificio de una identidad torturada, viscosa e inestable. Mi trabajo se organiza en tres partes. En la primera, que he titulado Moradas, espacios de revelaciones, nos acercamos al núcleo contextual donde se forja la voz poética de la autora, teniendo en cuenta sus orígenes y su formación cultural. La voz de Pizarnik trae reminiscencias de un pueblo antiguo, el pueblo judío, que, si bien, al parecer, no tuvieron mucho peso en su vida personal, sí lo alcanzaron en el plano literario. Realizar una lectura de su obra desde la perspectiva del judaísmo no sólo es posible, sino que además proporcionaría una apertura enriquecedora en el campo de la investigación 21. En este sentido, las valiosas aportaciones de Patricia Venti y Alicia Borinsky nos permiten comprender el alcance de su condición judía en la identidad de la escritora. A partir de ahí, se puede explicar su errancia por el lenguaje, su extranjerismo, la noción del viaje y el desierto como destino. La formación literaria de Pizarnik es también otro elemento sumamente importante en cuanto a la configuración de su voz. Su obra parte de un diálogo constante con sus lecturas, en las cuales la escritora lo analiza todo, desde el significado de una frase, por nimio que parezca, a las pasiones de un personaje, captando a la perfección el sentido que el autor o autora quieren

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En “Las cenizas del reino. El hermoso delirio de Alejandra Pizarnik”, Vicente Cervera Salinas analiza el simbolismo de la ceniza en la cultura judeo-cristiana, en relación con la poética de Pizarnik. También Susanne Zepp ha tratado este aspecto en el artículo “El deseo de la palabra: sobre la relación entre la reflexión lingüística y la experiencia histórica en la obra de Alejandra Pizarnik” (2012).

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imprimir en su creación22. Veremos, en este primer apartado, a Pizarnik en su papel de lectora compulsiva y voraz, tremendamente apasionada y atrapada en el universo de la ficción literaria. La literatura ofrece la posibilidad de vivir otras vidas, de experimentar emociones extremas sin que nuestra vida corra demasiado riesgo. Pizarnik encuentra en los libros esa pasión de la que adolece la vida, y se entrega en cuerpo y alma a la lectura viviendo en el libro de paso. Comienza, así, el sacrificio de la vida por la literatura. En primer lugar, por sed de experiencias. Después, para perfeccionarse como escritora. Su desmesura no conoce límites y el hábito de la lectura trastorna las costumbres cotidianas, pues el sujeto está permanentemente aislado, arrojado en las páginas, sin vivir ni conocer otra realidad. Pizarnik “justifica” su necesidad de alimentarse con lecturas porque es la única manera de aprender bien el idioma23 para poder escribir una novela. A partir de ahí, sus diarios constituyen un excelente lugar de trabajo donde se amasa el material de escritura, donde lo ajeno se mezcla con lo propio. Al margen de todas las lecturas críticas, impresiones y reflexiones llevadas a cabo por Pizarnik sobre los textos de otros escritores y escritoras, y que son una muestra de su lucidez y gran capacidad 22

“Poemas de John Donne. Huelen a sol viejo, a muro derruido y tajado pero cuyas grietas dejan escapar palabras de distintos colores, frescas, calientes, y sobre todo, reveladoras” (2003: 80). 23 No puedo estar de acuerdo con esta afirmación, que interpreto como una ironía por su parte. Pese a que, ciertamente, la escritora afirma en varias ocasiones su falta de dominio del idioma español, creo que la voracidad literaria de Pizarnik se debe, en primer lugar, a su pasión por la literatura, a su deseo de apreciarla y conocerla en sus distintas manifestaciones; en segundo lugar, a su necesidad de aprender y experimentar con las formas en busca de aquellas con las que se identifique y pueda asumirlas como propias. En este caso, la lectura, además del que placer que proporciona, es un medio de aprendizaje, pero no por falta de dominio sino como método de estudio (algo que Pizarnik corroborará más adelante). Por ejemplo, en la entrada del 18 de de noviembre de 1959, escribe: “Oscilación entre distintas expresiones poéticas: Hölderlin o los densos poemas surrealistas. Poesía desnuda (Ungaretti, Jiménez) o exceso de imágenes fundidas tan estrechamente que devienen explicables. Gusto por expresiones como ‘lo incierto’, ‘lo devastado’, ‘lo sagrado’, frecuentes en Trakl, Hölderlin, reminiscentes de la metafísica, de vida antigua. Dificultades con adjetivos y adverbios. (‘El adjetivo cuando no da vida, mata’. Huidobro)” (2003: 87).

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crítica, el vínculo que se crea entre su palabra y la palabra de la que se apropia es evidente. Muchos de sus poemas suelen estar encabezados por una cita, algo que también ocurre en su vasto poema en prosa La condesa sangrienta, donde cada viñeta o fragmento están introducidos por un verso, frase o cita literaria. De hecho, el propio ensayo sobre la condesa nace de la lectura y reflexión acerca del personaje novelado por Valentine Penrose en 1962. Fiel a los parámetros de su predecesora, Pizarnik también se centra en la belleza convulsiva de la condesa24, organizada en torno a la crueldad y a la melancolía. La intertextualidad25, tal como la define Genette en Palimpsestos. La literatura en segundo grado (1982), es una constante en su obra, producto de este ir y venir de unos textos a otros: citas, plagios y alusiones invaden su escritura de tal manera que forman parte, también, del séquito de voces que configuran la suya propia. Así, cuando el sujeto poético enuncia con su poderosa frase “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces”, independientemente de su referencia al yo escindido, al enfrentamiento entre su voz humana y su voz animal, o incluso a su esquizofrenia, también tendrían una cabida posible las otras voces procedentes de los textos literarios en los que la escritora se forma como tal.

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Gema Areta Marigó, en su artículo mencionado (1999), relaciona a esta dama de costumbres nocturnas con Nadja, de Breton. El castillo frío y el personaje siniestro de la condesa contrastan con la niña de seda (¿o es una de sus posibles metamorfosis? Mucho me temo que es así) y el jardín como lugar de celebración y encuentro, lo que Areta considera moradas sucesivas que configuran el mapa de la obra de Pizarnik. 25 Quizás el ejemplo más significativo de intertextualidad en la obra de Pizarnik sea La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa, por la confluencia de voces de tan distinta procedencia. Además, una bucanera es una pirata, con lo cual la apropiación ya está implícita en el título. Cristina Piña ha trabajado este aspecto en Límites, diálogos, confrontaciones. Leer a Alejandra Pizarnik (2002), así como Miguel Dalmaroni en el artículo “Alejandra Pizarnik: el último fondo del desenfreno” (2004).

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Sandra Buenaventura ha estudiado este influjo en Los perturbados entre lilas, cuya relación con Final de partida de Beckett se mantiene a lo largo de toda la obra. En su artículo “Los perturbados entre lilas de Alejandra Pizarnik, entre Beckett y Pizarnik ella misma. Reescritura y auto-reescritura por anticipación” (2010), Buenaventura afirma que la pieza teatral de la escritora argentina, considerada como hipertexto, es una reescritura masiva y directa de la obra de Beckett, que funciona como hipotexto. En ambos casos, el dramatis personae consta de cuatro personajes que actúan a modo de parejas simétricas, cuya correspondencia también puede establecerse de la siguiente forma: Seg//Ham, Carol//Clow, Macho//Nag, y Futerina//Nell. Aparte de las similitudes contextuales (los personajes de Beckett viven rodeados de basura; los de Pizarnik están atrapados en unos triciclos mecanoeróticos y, según Buenaventura, evolucionan en un contexto erótico-escatológico), los diálogos y las indicaciones escénicas se reproducen de forma idéntica en ambas piezas. Para esta crítica argentina, Pizarnik no oculta los elementos que toma del hipotexto y reescribe literalmente ciertos pasajes hasta desarrollar un proceso de amplificación, realizado a través de la propagación de un bloque significante que se manifiesta en juegos del lenguaje, delirios poéticos, sexuales, sugerencias soeces, etc. Esta amplificación es lo que hace que la obra de Pizarnik sea, en palabras de Buenaventura, independiente y singular, y totalmente identificada con la voz literaria de Pizarnik. Por otra parte, asiento completamente con la idea de que este movimiento expansivo permite la apertura a las temáticas principales de la obra de Pizarnik hacia lo grotesco, lo escatológico, lo obsceno y lo pornográfico.

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Lo mismo sucede con los diarios, en los que la incorporación de citas, alusiones, transcripciones de frases, fragmentos o poemas, al espacio del diario constituyen una fase más del proceso creativo; el resultado es una fusión perfecta, alquímica, de lo propio y lo ajeno. De este modo, por ejemplo, cuando habla en sus diarios de lo difícil que le resulta sobrellevar la vida en Buenos Aires, una ciudad que no le gusta y en la que siente un sentimiento de extranjería constante, Pizarnik escribe:

El hérem judío es la maldición sinagogal por la que se expulsa a algunos de sus miembros. En términos más amplios, puede emplearse para maldecir una ciudad, un pueblo, una nación. Cuando el hérem recae sobre un individuo o un pueblo, éste es considerado maldito. Ningún judío puede favorecerlo sino, al contrario, perjudicarlo. (2013: 766)

En el texto que sigue a este, Pizarnik acepta el hérem, llega a comprenderlo como judía a raíz de un episodio sucedido en España, y a continuación aparece, en cursiva, un poema, escrito en francés, cuyo primer verso pertenece al poema “Yo remo”, de Michaux, y que dice así “Maldije tu frente, tu vientre, tu vida”. Pizarnik continúa el poema, cuyo tema es la maldición que cae sobre ella. No obstante, este fluir de unos textos a otros nos sitúa en lo que Foucault considera la desaparición del autor, en el sentido de que el autor no es exactamente la persona propietaria del texto ni la responsable de él, como tampoco el texto es producto o invención suya (1983: 51). En su conferencia “¿Qué es un autor?” (pronunciada en 1969), Foucault explicaba que la escritura

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contemporánea sólo se refiere a sí misma y que el gesto de escribir consiste en la apertura de un espacio en donde el sujeto que escribe no deja de desaparecer, algo que es aplicable a La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa, donde la materia verbal devora con su protagonismo a la figura de la autora. Foucault también habla en dicha conferencia de la relación entre la escritura y la muerte. La escritura actual está ligada a la idea de sacrificio, al sacrificio de la vida: en este sentido, la desaparición de la figura del autor o autora ya no tiene que representarse en los libros, puesto que se cumple en la existencia misma. Foucault señala los casos de Baudelaire y Kafka, a los que podemos añadir sin lugar a dudas el de Alejandra Pizarnik. La lucha de esta última por construir una identidad comprendería también la amenaza de la escritura, es decir, podemos entender el continuo deshacerse y recomponerse del sujeto discursivo como consecuencia del poder destructivo de la escritura, en el que la escritora tiene que representar el papel de la muerta. Y no podemos, por supuesto, olvidarnos de su identidad, es decir, hemos de tener presente que quien escribe es una mujer y que el sujeto del discurso es también un sujeto femenino que no deja de preguntarse alrededor de sí. Como si sólo pudieran responderse a través del lenguaje –aun sabiendo que existe otro tipo de sabiduría que dice mucho o tal vez más de nosotros sin mediación de la palabra (el sexo, el cuerpo)- la obra de Pizarnik plantea cuestiones existenciales en torno al ser y a la identidad, con el propósito de alcanzar la verdad última acerca de sí misma y establecer unos lazos fuertes con el mundo que la rodea, a través de algo que sea más sólido y estable que un hilo de miserable unión. En mi trabajo de investigación conducente a la

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obtención de la suficiencia investigadora traté el tema de la identidad; en esta tesis me he centrado en la construcción de su identidad lesbiana, aspecto que considero decisivo o esencial en la configuración de su voz, pues nos dice desde dónde parte ésta y cómo es representada en su corpus literario. De esta manera, teniendo en cuenta este hecho –que en la autora fue, además, fuente de conflictos y confusión, algo que también es propio de su voz poética- es posible recabar nuevas lecturas de sus textos, más allá de los más evidentes como La condesa sangrienta o algunos fragmentos de sus diarios. El lesbianismo de su voz se cimienta sobre todo en un imaginario donde el cuerpo propio se percibe abyecto, hediondo, una zona de plagas que aspira secretamente a alcanzar su esplendor erótico. El estigma que pesaba socialmente sobre el lesbianismo y la homosexualidad en la época en que vivió Pizarnik está detrás de su rechazo a esta parte de su identidad, así como la percepción de su cuerpo con características negativas relacionadas con la inmundicia y el sufrimiento. La obscenidad comienza a poner en marcha su mecanismo de funcionamiento. Pequeños y dolorosos trazos que irán progresando hacia una intensidad ardiente donde el sujeto discursivo no solamente da cuenta de su herida sino que llega a ser su propia herida por mediación del lenguaje. La interpretación de su poesía y, en general, de su obra, desde esta perspectiva ofrece, a mi parecer, una nueva visión y un nuevo acercamiento a su palabra, la posibilidad de una lectura otra que enriquece tanto al hecho literario como a quien lee los textos, y nos da la idea del talento y la capacidad creativa de Pizarnik a la hora de no levantar sospechas, de decir sin querer decir, sorteando la censura. ¿Cuál es, entonces, la herida antigua de

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Pizarnik, esa que siempre está abierta? Evidentemente, hay tantas heridas como síntomas de dolor: su enfermedad mental, la herida del pueblo judío desterrado y exterminado, la herida de la palabra, del lenguaje o de la escritura, pero también es posible que la herida tenga un carácter sexual, que su origen sea éste. Porque no aceptarse sexualmente, esconderse, revelarse, estar en desacuerdo con el propio cuerpo es una fuente enorme de desdichas. La sexualidad es una dimensión de la personalidad, y en el esfuerzo por construir su identidad el sujeto poético va dando tumbos, avanzando y retrocediendo, contradiciéndose y afirmándose. En el segundo apartado, Locura femenina, excentricidad y recurso literario, la locura y, por extensión, la enfermedad, son el objetivo central de mi análisis. La relación entre las mujeres y la locura viene de antiguo, fundada en las características biológicas del cuerpo femenino, considerado inferior, sucio e imperfecto con respecto al cuerpo masculino. Así lo explica Pilar Iglesias Aparicio en el capítulo “La mujer según la ginecología del siglo XIX”, perteneciente a su tesis doctoral Mujer y salud: las Escuelas de Medicina de Mujeres de Londres y Edimburgo (2003). El estudio de esta traductora y doctora en Filología Inglesa parte de la visión aristotélica, que después heredó el cristianismo, de la mujer como un hombre disminuido, y de sus órganos sexuales como la versión invertida de los órganos masculinos A partir de los siglos XVII y XVIII, a raíz de los estudios anatómicos, se construye la visión de hombre y mujer como sexos diferentes26. La frase del científico belga Van Helmont “Propter solum uterum mulier est id quod est” define a la mujer en

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Sobres estas cuestiones, véase también Thomas Laqueur (1994).

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función de los órganos que la diferencian radicalmente del hombre (2003: 02). En la época victoriana, la mujer es un ser enfermo, condicionada por su fisiología, con lo cual ser enferma es lo natural, lo propio de una mujer respetable. En esa misma época se mantiene la concepción griega de que la menstruación es una forma de eliminar residuos superfluos o de limpiar el cuerpo, llegando a estar incluida bajo el epígrafe de las enfermedades de la mujer en los tratados de ginecología más importantes de los siglos XVIII y XIX (03). De esta manera, la menarquia es percibida como un hecho traumático, una ruptura que marca la separación de la vida familiar, cercana a la de sus hermanos, y la represión de la actividad sexual, social e intelectual que se impone desde la pubertad. Esta ruptura, por ejemplo, se puede ver en Wuthering Heights,

representada en la herida sangrante de Catherine

Earnshaw, producida cuando ella y Heathcliff van por primera vez a la Granja de los Tordos y Cathy es mordida por un perro de los Linton, y se ve obligada a quedarse durante una temporada en dicha mansión con el propósito de recuperarse. A su regreso a las Cumbres, Cathy es Catherine, una jovencita cultivada y de buenos modales, que prefiere la conversación y el baile en lugar de correr con Heathcliff por los pantanos. Aunque los hombres también podían padecer histeria, las funciones reproductoras de la mujer la hacían más proclive a esta enfermedad; en el siglo XIX se seguía creyendo que el útero estaba estrechamente relacionado con el sistema nervioso, y cualquier desorden en el aparato genital femenino podía afectar al equilibrio psicológico. Entre los muchos tratamientos posibles para esta enfermedad en el caso de las mujeres, llama la atención la

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ovariotomía o extirpación de los ovarios. Aunque en principio este método se utilizó para tratar trastornos ginecológicos, posteriormente se empleó para aquellos casos de “mujeres que estaban locas, histéricas, infelices, que eran difíciles de controlar por sus maridos, por ejemplo aquellas que eran infieles o a las que no les gustaba llevar una casa” (14). Como podemos observar, la locura ya no es una manifestación de un desequilibrio mental, sino simplemente un estar fuera de la norma, un apartarse de las obligaciones impuestas a las mujeres por su condición de género. Locas son, pues, las mujeres que escriben y las mujeres que leen, puesto que la actividad intelectual no las beneficia en absoluto y, además, es propia de los hombres y de su capacidad superior. Así nace el mito de la loca del desván, relacionado con la lectura y la escritura y que será reclamado por la tradición femenina como un símbolo de la lucha por su autoría. Alrededor de esta imagen, propiciada por el libro The Yellow Wallpaper de Charlotte Perkins Gilman, emerge la del monstruo, cuyo ejemplo más conocido es Frankenstein, de Mary Shelley. La loca y el monstruo pertenecen al imaginario de la literatura escrita por mujeres, y a través de estas imágenes sus autoras volcaron el malestar y la opresión del género femenino en la cultura. En el caso de Pizarnik, la locura, como decía al principio de esta introducción, puede estar provocada por diversos factores. En primer lugar, por la neurosis que padece la escritora desde una edad muy temprana y que fue la causa de que se psicoanalizara durante casi toda su vida. En unas ocasiones se refiere a su desorden como “neurosis”, “nervios”, “depresión”, “angustia” o “miedo”, indistintamente. En segundo lugar, la locura está relacionada,

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efectivamente, con la actividad mental, pero considero que esta relación se funda en la naturaleza del proceso artístico, de manera que tiene que ver con la creatividad y la autodestrucción27, es decir, con el desgaste que dicho proceso ejerce, en este caso, sobre la escritora, ya que está sometida a un alto ritmo de trabajo en el que no sólo escribe sino que también lee mucho, toma notas, estudia, corrige. Por otra parte, escribir significa aislar el cuerpo para someterlo al espacio que nace entre la palabra y el soporte. Un cuerpo que escribe es un cuerpo solo, anclado, arrancado del lugar común donde se desarrolla la vida para ser un no cuerpo y desaparecer en el acto de la escritura. Pizarnik da cuenta en sus diarios de lo difícil que le resultaba esta soledad, rodeada de palabras con las que tenía que debatir, añorando encuentros amorosos o eróticos, siempre sopesando los riesgos de la escritura y siempre favoreciendo el fluir y la calidad de la misma. La locura a la que teme es la consecuencia de su entrega total al reino de la palabra. Por último, la locura es la posibilidad de dejar de ser, de perder la identidad, y en esto comparte características propias de la muerte28. Por esta razón, en su obra una y otra caminan de la mano, y el siguiente fragmento lo ejemplifica muy bien:

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He trabajado en torno a estos aspectos en el artículo “Los límites de la escritura: Alejandra Pizarnik y Marguerite Duras” (2013). 28 Desde una perspectiva mítica, Concepción Pérez Rojas en su texto “A propósito de Alejandra Pizarnik. Creación, locura y muerte”, asegura que la escritora argentina “escribe para salvarse y muere para salvarse; escribe para acceder al conocimiento (del mundo, de sí), y muere para restituirse en él” (Pérez Rojas, 2003: 393) Según sus palabras, “la creación artística, lo mismo que la cósmica y la antropológica, requiere de un demiurgo ejecutante que, desde el afuera de la obra, sea capaz de introducirse, de tomar parte y ser parte, hasta ser muerto por ella, incluso” (2003: 413). Pizarnik era conocedora de esta máxima, convencida de su destino de poeta y de su compromiso con la obra, cuando explica que el acto de escribir conlleva aceptar todas sus consecuencias, y así dice: “el poeta trae nuevas de la otra orilla. Es el emisario o depositario de lo vedado puesto que induce a ciertas confrontaciones con las maravillas del mundo pero también con la locura y la muerte” (Pizarnik, 2002: 304).

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Ojalá enloquezca o muera pronto. Estoy segura de que pronto va a suceder algo. No es posible continuar así, tan sola, viviendo y llorando. Y en resumen, ¿qué quiero? Ah, no sé, no sé. Tal vez no quiera nada. Pero un gran vacío, un bicho que es vacío me muerde. Siento que me duele el corazón. Y no hay solución para mí. (2013: 199)

En este fragmento, el bicho al que alude es la enfermedad, la que no puede extraer como una piedra y quedar liberada, curada. Así, en el poema “Continuidad”, de Extracción de la piedra de locura, la voz poética suplica:

No nombrar las cosas por sus nombres. Las cosas tienen bordes dentados, vegetación lujuriosa. Pero quién habla en la habitación llena de ojos. Quién dentellea con una boca de papel. Nombres que vienen, sombras con máscaras. Cúrame del vacío –dije. (La luz se amaba en mi oscuridad. Supe que no había cundo me encontré diciendo: soy yo). Cúrame –dije. (2001: 235)

La presencia de la enfermedad recorre los diarios de Pizarnik, ya sea su enfermedad mental, su asma, su escoliosis, así como otras manifestaciones sintomáticas. Por esa razón me pareció importante dedicar un apartado que analizase el tratamiento de la enfermedad, así como la relación que existe entre creatividad y enfermedad, partiendo de los casos de Proust, Gil de Biedma y Martha Kornblith, entre otros ejemplos. Desde la enfermedad como excusa para escribir, pues no se puede hacer otra cosa, a la escritura de la enfermedad, al registro minucioso de dolores y achaques, al sufrimiento del cuerpo que, pese a ellos, continúa escribiendo aferrado a la palabra. De ahí

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que en la obra de Pizarnik podamos afirmar que el sujeto del discurso es a través del dolor. En última instancia, teniendo en cuenta que el cuerpo doliente es un cuerpo femenino sacudido por diversos padecimientos, la experiencia de la enfermedad está asociada a la victimización de la mujer en la sociedad y a su doloroso esfuerzo por salir de esta situación, pero también como una manifestación de la carga física y emocional que encierra el proceso creativo. Por otro lado, en tanto que parte de la comunidad judía, el viacrucis del cuerpo representa también el sufrimiento y exterminio de su pueblo, pues, aunque ella es una superviviente, arrastra el dolor de sus antepasados o, dicho de otra forma, el dolor, la enfermedad, son las consecuencias de haber sobrevivido a ese horror. En el último apartado, Todo es muerte o amor: del erotismo a la obscenidad, me acerco a los postulados teóricos de George Bataille acerca del erotismo y su relación con la muerte. La experiencia erótica pone en juego los resortes íntimos de la individualidad, cara a cara con la muerte, a la que quiere anular mediante la plétora sexual en busca de una continuidad que, paradójicamente, sólo la muerte nos puede devolver. En el corpus pizarnikiano, el erotismo es un saber del cuerpo donde el yo se reafirma y se pierde, una interrupción en el universo reglado de la escritura, pero caótica y necesaria para instaurar de nuevo el ciclo de la creación. Erotismo entendido como desorden y silencio, como transgresión del ser que se extravía en un laberinto donde no tiene cabida el lenguaje. Precisamente la imagen del laberinto tiene un significado especial en el universo erótico de Pizarnik. Así, en La condesa sangrienta, afirma que el laberinto es el lugar propio del extraviarse, un

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descenso a las profundidades del yo, al mundo de los instintos, de la sexualidad reprimida. Por tanto, no resulta sorprendente que Pizarnik envíe una postal a Silvina Ocampo, de quien estaba enamorada, en la que se reproduce la imagen del cuadro “The Labyrinth”, cuyo autor es Robert Vickrey (1951). Se trata de una escena nocturna, en la que una monja, a quien vemos de espaldas, se encuentra ante la entrada de un laberinto. Es de noche, la oscuridad no nos permite ver con claridad la sombra del personaje proyectada sobre la pared, una pared a modo de espejo que devuelve la imagen de ese rostro con los rasgos de la muerte, pues los ojos y la boca nos recuerdan a una calavera. El erotismo es la sublimación del cuerpo, de la animalidad de la carne escondida detrás de la belleza. Su rostro oculto es el de la muerte, iluminado por el fuego del deseo sexual. Pizarnik insiste repetidamente en su vocación erótica, en su deseo de darle al cuerpo lo que le pertenece, pasión y goce, pero, sobre todo, ese momento de silencio en el que el yo se disuelve en las delicias carnales. Sin embargo, en Pizarnik no hay paz ni descanso eróticos. Su erotismo evoluciona con violencia hacia lo obsceno, hacia lo abyecto. El conflicto con su identidad sexual está relacionado con el silencio y la mudez, con la invisibilidad de un erotismo lesbiano que atraviesa su corpus poético. Incluso así, veremos cómo es posible rastrear y descifrar algunas claves de lectura que nos permiten entrever ese deseo y su representación, a pesar de la estrategia de ocultamiento en el lenguaje. El desdoblamiento de la voz poética es en realidad un tú de carne y hueso, y además de sexo femenino. Veremos

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también cómo en los textos en prosa hay una apertura evidente hacia el homoerotismo, el cual se manifiesta de forma clara en sus diarios. La culpa y los prejuicios con los que Pizarnik asumió su lesbianismo se trasladan al campo del discurso, donde la percepción y la representación del cuerpo propio como “lo abyecto” o “lo obsceno” están en consonancia con su identidad lesbiana y femenina a la vez. Paralelamente, la escritora desarrollará una estética fragmentaria en el tratamiento del cuerpo. Pizarnik no quiere ser una mujer, como tampoco quiere definirse lesbiana, ni judía, ni siquiera escritora, podríamos afirmar. Ella simplemente quiere vivir. Desconfía del yo, de las identidades, quizás porque, como dice Octavio Paz, nos encierran y nos obligan a convivir con un fantasma. Esta convivencia es la que incorpora Pizarnik a su creación: la convivencia con su cuerpo y con su escritura, traumáticas ambas, dolorosas e inevitables, porque el cuerpo que escribe y el cuerpo de su escritura denuncian, desde la obscenidad y la abyección, los principios de una sociedad opresora y dominante que ahoga con sus normas las voces disidentes, los cuerpos disidentes, las sexualidades periféricas. ¿Qué es, entonces, esto que somos, si no podemos reconocernos en ningún signo ni situarnos en ningún mapa? La obra de Pizarnik puede leerse como la fragmentación de un cuerpo que lucha por recomponerse o disolverse, porque no es posible disponer del cuerpo libremente, sentirlo en su plenitud como una totalidad. Un texto-cuerpo desgarrado por el deseo. Si, como dice Cixous, el cuerpo de la mujer es un “cuerpo sin fin, sin “extremidad”, sin “partes” principales, si ella es una totalidad es una totalidad compuesta de partes que son totalidades” (1995: 48), la

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estética fragmentaria del cuerpo tiene el poder de visibilizar esa parte como totalidad, sin jerarquías, erotizándola incluso en el dolor. Pero a la vez la incapacidad de no poder “ponerse el cuerpo” sume a la voz poética en un vacío mortal, en una lengua callada que la carcome por dentro. Los huesos y la sangre se exponen a la luz, a la mirada. El cuerpo ruinoso, harapiento, avanza entre palabras, las perras palabras.

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El lenguaje es mezcla de semejanzas –pruebas y contrapruebas de semejanzas-. Escribir sería entonces hacer fuego con toda semejanza, marcar con eso las etapas, los grados. Edmond Jabés

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II. MORADAS, ESPACIOS DE REVELACIONES: BUSCANDO UNA VOZ POÉTICA PROPIA

II.1. Primeras coordenadas La obra de la escritora judeo-argentina Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 29 de julio de 1936-25 de septiembre de 1972) gira alrededor de dos cuestiones fundamentales: la identidad y el lenguaje. En torno a ellas se erigen otros temas que, en última instancia, no dejan de preguntarse por la razón existencial del ser humano y la función que cumple la literatura. El “quién soy yo” se sirve de la palabra como herramienta de exploración de un sujeto femenino, único, particular, en una época y con unas características socioculturales también específicas. Ese yo aislado y particular consigue dar el gran salto a la universalidad, pues en el fondo no deja de indagar acerca de los grandes asuntos humanos: la vida, la muerte, el amor, la enfermedad, el sexo, la capacidad creadora. Estos conceptos se articulan en el valor añadido que posee la palabra escrita. Judaísmo y escritura confluyen en una alianza especial: la persona que escribe está condenada al nomadismo29, al aislamiento, al exilio al que es arrojada por el lenguaje, pues, en tanto que representación, el lenguaje es siempre ausencia: lo nombrado desaparece a pesar de que para que exista es preciso que se verbalice. Quien escribe milita

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La escritura vendría a ser, entonces, una metáfora de la diáspora. Escribe Pizarnik: “Heredé de mis antepasados las ansias de huir. Dicen que mi sangre es europea. Yo siento que cada glóbulo procede de un punto distinto. De cada nación, de cada provincia, de cada isla, golfo, accidente, archipiélago, oasis. De cada trozo de tierra o de mar han usurpado algo y así me formaron, condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen (2003: 30).

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en la errancia de las palabras, atraviesa el desierto en busca del vocablo exacto, del significado preciso30. Sin patria, ha elegido habitar la palabra y, aunque esta tarea se presuma fácil, los libros sagrados advierten de que cada letra posee setenta rostros. Por eso, la poeta desmiente al espejo: escribir es enfrentarse a un rostro desconocido que, una vez desvelado, nos devolverá al silencio de la página en blanco. La palabra, la escritura, es a la vez nacimiento y muerte. Por otra parte, la palabra escrita, el texto, ha sido el lazo cultural transmisor, el nexo de unión de la comunidad judía extendida por el mundo, es decir, sus miembros descienden de una comunidad literaria, pertenecen a los textos producidos en dicha tradición (Oz y Oz-Salzberger, 2014), de ahí la importancia que adquiere la escritura en su sociedad. En este sentido, la historia y la identidad del pueblo judío se configura de manera especial a través de la palabra, de la genealogía cultural, más incluso que a través de la etnia o la política. Flora31 Pizarnik fue la segunda hija del matrimonio formado por Elías Phozarnik y Rosa Bromikier, judíos de origen ruso y eslovaco, respectivamente, que se habían instalado en Avellaneda, Buenos Aires, a principios de la década de los años treinta. Cuando llegaron, Rosa estaba embarazada de Myriam, la hermana mayor de Alejandra, que nació en 1934. Myriam Pizarnik recuerda que su madre decía que había sido la última en cerrar la casa familiar que 30

“Judaísmo y escritura son una misma espera, una misma esperanza, un mismo desgaste” (Jabès, 1984: 29). 31 Como se sabe, este era su nombre de pila, al cual añadió posteriormente el de Alejandra. Su primer libro de poemas, La tierra más ajena, aparece publicado con el nombre de Flora Alejandra Pizarnik. Fue el único. A partir de ahí siempre publicará como Alejandra Pizarnik. No obstante, en la intimidad familiar era llamada Buma, sobrenombre en iddish de Flora, o Blímele (Piña, 1991: 31).

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tenían en Rovne, una ciudad situada al noroeste de Eslovaquia, en el valle del río Väh. La familia se dispersó huyendo del avance del nazismo: algunos consiguieron llegar a París, otros cayeron en campos de concentración. La madre les hablaba de su infancia sobre lagos helados donde podían patinar, de los días de fiestas y otras celebraciones32. Después, durante la infancia de Myriam y Alejandra, las noticias que llegaban desde Europa eran desoladoras y la mayoría de sus parientes murieron en el Holocausto. Una vez en Buenos Aires, el funcionariado de los registros civiles cambió el Phozarnik original, un término que significaba en polaco “hijo del incendio”, por Pizarnik. Alejandra bromeaba con ese significado y en una carta dirigida a su madre el 5 de octubre de 1969 le deseaba que dentro de ella siempre ardiera un buen fuego (Bordelois y Piña, 2014). La madre se quedó al cuidado de la casa y de las hijas, el padre se dedicó a la venta ambulante de joyería. No conocían el idioma y debieron luchar mucho para integrarse y sacar a sus hijas adelante. Entre ellos hablaban yiddish, lengua que también conocieron las hijas en la Zalman Reizie Schule de Avellaneda, un centro formativo donde estudiaban los fundamentos de la religión y de la historia judías. Paralelamente, también estudiaron en la Escuela nº 7 de Avellaneda. El sentimiento de extranjería de la comunidad judía y, a la vez, la dificultad de preservar y transmitir su cultura ocupa gran parte del artículo de Alicia Borinsky sobre la relación entre la escritura y las raíces judías (Borinsky, 2010). Para esta escritora y crítica literaria, Argentina hizo de esponja que 32

Relacionado con estos recuerdos destaca un pequeño texto titulado “Desconfianza”, datado en 1965: “Mamá nos hablaba de un blanco bosque de Rusia …y hacíamos hombrecitos de nieve y les poníamos sombreros que robábamos al bisabuelo… Yo la miraba con desconfianza. ¿Qué era la nieve? ¿Para qué hacían hombrecitos? Y ante todo, ¿qué significaba un bisabuelo?” (Pizarnik, 2002: 30).

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absorbió a judíos y nazis, convirtiéndose en un espacio que despertaba emociones encontradas: por un lado un país a modo de refugio, por otro, símbolo del peligro extremo, el trauma de haber sobrevivido a la exterminación y a los pogroms rusos. Estos judíos no pertenecían a aquí o a allá, la mayoría hablaban en ruso y en polaco, algunos en yiddish, y en su opinión no fueron asimilados por la sociedad argentina, sino fusionados de una forma poco sensible y rigurosa. Estudiosa de la obra poética de Pizarnik, Borinsky considera que “Alejandra escribe la expulsión”, y que precisamente su nomadismo33 le permite explorar con libertad los lindes del lenguaje (la obscenidad, la irreverencia, el absurdo, los juegos de palabras), así como fabricar una infancia que “no se puede ubicar en ninguna instancia biográfica”. La infancia de los poemas de Pizarnik comparte los jardines artificiales de Rubén Darío y los simbolistas y la mitología de los textos de Olga Orozco. A través de los diarios de Pizarnik sabemos que fue sionista a los doce años y que su madre estuvo a punto de enviarla a Israel, y, aunque en principio admite su desconocimiento sobre algunos de los textos más importantes del judaísmo34, a lo largo de su vida se fue acercando a ellos y perfeccionando su aprendizaje: los relatos jasídicos, la Cábala, el Talmud, la Torá. Kafka fue, desde siempre, uno de sus autores preferidos, cuyos Diarios llegaron a ser el 33

“La sensibilidad de Alejandra es judía por su pasión nomádica, por la celebración de lo escrito como sagrado y la visión de lo secular como una suerte de condena. El silencio está allí para ser descifrado. Su peso y presencia se apoyan en esa pérdida del mundo religioso que advertimos en Kafka. La mirada absorta ante la crueldad y la pasión por el detalle tiene ecos de Primo Levi y su humor desrealizador se articula con el Elias Canetti de Testigo de oídas” (Borinsky, 2010: 411). 34 “Hoy, al despertar, retornó a mí una canción judía que me apasionaba a los ocho o nueve años. La tarareaba y cantaba sin considerar su texto. Hoy volvió y supe que lo que más me había conmovido era esto: Adónde iré. Golpeo cada puerta y cada puerta está cerrada. Me sobresalté y me dije si mi sufrimiento no proviene de algo anterior a mis padres. Instantáneamente pensé en el hermetismo, que no conozco y en la Cábala, que tampoco” (Pizarnik, 2003: 178).

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libro de cabecera de la escritora. Venti sostiene que en los manuscritos inéditos depositados en la Universidad de Princeton, Pizarnik volcó sus grandes obsesiones: su identidad judía y el lesbianismo (Venti, 2008a), temas sobre los que estaba trabajando en las fechas anteriores a su muerte. También en su obra poética aparecen referencias a la cultura judaica: el candelabro de siete brazos, las endechas; pero sobre todo en los diarios y en los textos en prosa encontramos términos como hérem, Sabbat, golem, incluso un cuento sobre un cementerio judío, así como referencias a artistas de su raza, como Chopin o Marc Chagall, a quien admiraba profundamente. Por otra parte, las imágenes de tortura y prisión son frecuentes en su obra: la esclava, la asfixiada,

la

torturada, la supliciada, la violada, la aprisionada, imágenes que se insertan en un paisaje donde predomina la violencia sobre el cuerpo y que se asocian irremediablemente con el holocausto. A día de hoy, esta cuestión no ha sido muy desarrollada por la crítica, como ya he señalado anteriormente en la introducción de este trabajo. Cristina Piña, biógrafa de Pizarnik y rigurosa investigadora de su obra, admite su falta de conocimiento sobre la cultura judaica para emprender un estudio de estas características (Piña, 2012). Patricia Venti, en su tesis doctoral sobre la autobiografía en los diarios de la escritora argentina, dedica un apartado para tratar el peso y la influencia de la cultura judaica en cuanto a elemento determinante de la opresión y marginalidad de su voz. Sin embargo, creo que una investigación que tratase las referencias culturales propias de su pueblo arrojaría una nueva luz sobre la obra de Alejandra y su acercamiento a ella. Pizarnik nunca se desprendió de sus raíces; su afán de aprendizaje, su interés

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y su amor por la lectura –y por su origen- están detrás del estudio de los textos sagrados, por lo que estoy convencida de que el influjo de lo judaico tiene gran importancia en su obra: en Extracción de la piedra de locura, por ejemplo, las referencias son numerosas. Pizarnik irrumpe en el prolífero panorama literario argentino donde se escuchan las voces consagradas de autores como Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Alfonsina Storni, Oliverio Girondo, Norah Lange, Victoria Ocampo, Silvina Ocampo, Olga Orozco, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Antonio Porchia, Roberto Juarroz, Elizabeth Azcona Cranwell, Susana Thenon. Son algunos de los casos más importantes. La edición de numerosas revistas literarias35 contribuyó a estrechar, por otra parte, la relación entre el público lector y los textos publicados. La sociedad argentina esperaba con avidez dichas publicaciones, en las que se recogían los principales postulados estéticos, culturales

y filosóficos de la época. Martín Fierro es la primera

revista literaria que aparece en torno a los años 1924 y 1927. Europa abría paso al movimiento de vanguardias, celebrando la ruptura con las tendencias artísticas anteriores y explorando nuevos recursos que permitieron renovar el panorama cultural de la Europa de entre guerras. Las vanguardias primaban las cuestiones de índole universal frente a lo nacional o particular, es decir, los artistas consideraban que su única patria era el arte, y en general se despreocuparon de los asuntos de problemática social. La renovación estética, 35

Irina Lavallen, en la reseña del libro Panorama de la literatura argentina contemporánea (2009), destaca la influencia de tres pilares fundamentales en la representación literaria argentina de la segunda mitad del siglo XX: las revistas, como hemos señalado anteriormente, los conflictos políticos (el peronismo y la dictadura militar) y la importancia de la figura de Borges.

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partiendo del uso de la metáfora, el humor y la libertad absoluta del artista, buscaba la originalidad, la diferencia, desarrollando un arte deshumanizado (en el sentido de que no interesaban las pasiones y sentimientos humanos) y fiel a su época: un mundo en plena expansión industrial, donde la máquina sustituye a la mano obrera y es el símbolo del avance y la técnica. El “Molinillo de chocolate” y el “Molinillo de café”, o el “Gran Vidrio”, de Marcel Duchamp, muestran esa progresiva maquinización de la sociedad. Entre los movimientos vanguardistas, el surrealismo fue uno de los más importantes, fundado en París por André Bretón en torno a 1920. Su objetivo principal aspiraba a unir arte y vida, a transformar la vida mediante la liberación del ser humano, reprimido por las normas y la mentalidad burguesas. Las teorías de Freud y el psicoanálisis serán determinantes en este movimiento. Se potencia, pues, la escritura automática, dejando de lado la razón y favoreciendo la asociación de palabras e imágenes que aparentemente no tienen relación entre sí, así como la importancia del mundo del subconsciente y de los sueños. En España, la llamada Generación del 27, una de las más relevantes y fructíferas de nuestra literatura, se hizo eco del arte de vanguardias, y escritores como Federico García Lorca, Rafael Alberti o Luis Cernuda, de proyección universal, convivieron con artistas de otras disciplinas, como Maruja Mallo, Remedios Varo, Luis Buñuel, Pablo Picasso o Salvador Dalí, artistas cuyo arte ha traspasado fronteras y reconocimiento internacionales. Una de las revistas argentinas más importantes es Sur, cuya fundadora fue Victoria Ocampo, escritora, traductora, ensayista y mecenas. En Sur se publicaron en español las obras nacionales e internacionales más importantes

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de la época. Sirvan como ejemplo El romancero gitano, de Federico García Lorca, o Un cuarto propio, de Virginia Woolf, así como textos de D.H. Lawrence, Adolf Huxley o Albert Camus. La editorial de igual nombre fue asimismo un importante punto de lanzamiento de escritores jóvenes. Y, junto a Sur, convivían El ornitorrinco, Contorno, El Grillo de papel, Babel,Literal, Nosotros o La Rosa blindada. Pizarnik, desde siempre, fue fiel a la necesidad de desarrollar su vocación literaria, de llevar hasta sus últimas consecuencias su pasión por la literatura. Comienza

publicando poemas, pero la escritura de sus diarios

arranca ya en el año 1954 bajo el nombre “flora alejandra pizarnik”, en el que además figuran dibujos y borradores de poemas. La joven escritora plasma en sus entradas los grandes temas u obsesiones que caracterizan su obra: la relación entre el lenguaje y la escritura, (la escritura es la posibilidad del lenguaje, su realización material, concreta), el doble, el suicidio, la enfermedad mental, el amor, el deseo sexual erótico. Todas estas coordenadas se relacionan entre sí cuando el sujeto poético se pone a prueba a través de ellas, enfrentándose, fragmentándose, exponiéndose, en busca de su identidad. La identidad del sujeto poético, el quién soy, parece ser la pregunta principal que configura la obra pizarnikiana (Venti 2008a). En esta línea, el sujeto discursivo no deja de explorarse a sí mismo, de buscarse, en pos de una unidad/identidad perdida, de negarse, de complacerse, con el propósito de hallar un lugar donde sea factible la posibilidad de ser.

Ese lugar utópico será, en principio, el

lenguaje: “Me pruebo en el lenguaje en que compruebo el peso de mis muertos”.

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¿Cómo es, entonces, ese lenguaje? Cuando Alejandra Pizarnik nace en 1936, Victoria Ocampo acaba de fundar la organización Unión Argentina de Mujeres, con el propósito de reivindicar los derechos de la mujer, algunos de los cuales habían retrocedido con respecto a 192636, particularmente los referidos a la mujer casada. El conocido como Proyecto de 1936 sitúa a la mujer al mismo nivel de los niños, necesitando en muchos casos la autorización y permiso de su marido para hacer pequeñas gestiones. El famoso manifiesto de Victoria Ocampo a favor de los derechos, y de la voz, de las mujeres trata de hacerse oír ante una sociedad donde únicamente los hombres tienen la palabra, a la que además acompañan de un “no me interrumpas” dirigido a la mujer, que sólo puede vivir en el silencio bajo la subordinación del sistema patriarcal.

También ese mismo año Alfonsina Storni daba una

conferencia titulada Teresa de Jesús en sangre, en la primera fundación de Buenos Aires, cuyo tema principal era la reivindicación de la creatividad femenina. Si Victoria Ocampo llevó a cabo su lucha en uno de los más selectos círculos de la intelectualidad de su época, donde cabían personajes como Rabindranath Tagore o Lacan, Alfonsina Storni hizo lo mismo a pie de calle, desde la humildad de su posición como maestra de escuela, hallando en la poesía la fuerza necesaria para elevar su voz y hablar de la identidad y el deseo femeninos, denunciando la desigualdad entre hombres y mujeres. Alejandra Pizarnik, no obstante, necesitaba más referentes, más precursoras: Storni o Mistral e incluso Olga Orozco, aunque muy valiosos, no dejaban de ser escasos ejemplos de mujeres que, en efecto, habían conseguido consolidarse 36

Ese año se modifica el Código Civil, de manera que las mujeres casadas ya no necesitan la tutela de su marido para acceder a una profesión, trabajo o administrar sus bienes (VV.AA., Historia general de América Latina, 2008: 506).

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como escritoras reconocidas, pero que, sin embargo, eran juzgadas como transgresoras por no ceder al imperativo social de casarse y tener hijos: una cosa excluía la otra. En esta primera toma de conciencia de una Alejandra Pizarnik todavía adolescente, su principal temor es la soledad que exige el proceso creativo y el miedo que causa el apartarse del grupo, desobedecer la norma. Alejandra teme esa soledad, que contrasta con sus deseos de compañía y de noches sexuales en un gesto que afirma la importancia que le concedía a la experiencia y a su libertad sexual. Así pues, las primeras reflexiones en el comienzo de su andadura literaria, recogidas en su diario de 1954, ponen de manifiesto la dificultad de las mujeres para acceder a la cultura y desligarse de un sistema que las condicionaba y oprimía, definiéndolas exclusivamente como madres y esposas. En el otro lado de la balanza, Pizarnik siente la llamada de la creación, del arte, lo que ella considera “una vida excepcional”. La literatura, la pintura y el dibujo se presentan como la posibilidad de una existencia otra, como un sustento primordial para quien necesita ampliar su ser frente al hastío vital, la sombra de la muerte y la amenaza de la locura. El sujeto poético y el sujeto discursivo de los diarios necesita justificar continuamente el esfuerzo que supone el proceso creativo y la importancia que éste tiene en su manera de concebir el mundo: escribir es precisamente acercarse al mundo, intentar comprenderlo, describirlo. Justificar que una escribe, que es escritora, no es otra cosa que reclamar su valor como mujer, dignificar su vocación, su trabajo, en un sistema donde las mujeres adquieren valor únicamente a través de unos roles muy definidos y limitados. Alejandra se preparó desde muy temprano para su

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carrera literaria, no sólo fue una lectora apasionada, voraz y reflexiva, lo que la llevó a escribir destacables reseñas, estudios y traducciones, sino que también cultivó sus inquietudes con la asistencia a clases de arte en el taller de Juan Batlle Planas, e incluso cursó asignaturas de Periodismo, Literatura y Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, donde posiblemente conoció al escritor Juan Jacobo Bajarlía, con quien compartió sus inquietudes literarias y entabló una estrecha relación. En su época en París, amplió sus estudios en Religión y Literatura. El perfeccionismo que exigía en su obra creativa así como su método de trabajo están plasmados en las páginas de sus diarios, donde se observa cómo la autora analiza y estudia la obra de escritores y escritoras consagrados, haciendo comentarios, reflexiones, subrayando las partes que considera interesantes, anotando y apropiándose de términos y expresiones, incluso frases o citas, para incorporarlos posteriormente en sus propias creaciones, ya con un nuevo significado que ha entrado de lleno en el universo pizarnikiano o bien manteniendo la referencia original; en cualquier caso, este método de apropiación sitúa su obra

en un contexto literario especial y

particular, pues la autora se ha encargado de dicha selección por las connotaciones que ella estime oportunas, y a la vez sitúa su obra en una tradición literaria concreta. Por otra parte, en los diarios también se refleja el trabajo de escritura, o de re-escritura constante. La visualización del poema como un cuadro es aplicada a la hora de elegir las palabras, concebidas como objetos. La importancia de la pintura en su obra es significativa. Hay referencias a grandes pintores: Miró, Goya, el Bosco, Klee, Chagall, y ella misma dibujaba y pintaba. Pero además las páginas de los diarios recogen ese

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trabajo de reelaboración y reescritura del texto, poemas que se transforman en prosa poética. Prosa poética que aparece seccionada en múltiples versos. Los diarios vienen a ser un taller a la manera artesanal, el espacio donde la escritura nace, se hace y se rehace. Todo ello demuestra la profunda entrega de Pizarnik a la literatura, su deseo de ser una gran escritora. No bastaba escribir ni publicar, su dedicación le instaba a ser una de las mejores37. Esta exigencia lógicamente produce un desgaste y siembra dudas sobre la aptitud y el talento, incluso sobre la disciplina adquirida para escribir. Pizarnik siempre luchó contra estos fantasmas, levantándose cada vez que consideraba que sus poemas o sus textos no eran lo suficientemente buenos, que su dominio del idioma no era el adecuado, que no tenía capacidad para escribir una novela38. A pesar de que nunca tuvo problemas para publicar, de las becas y premios obtenidos, así 37

Aira (2001a) reconoce la calidad de la poesía de Pizarnik, es más, considera que esa es una de sus características más importantes, la calidad unida a un perfecto mecanismo de concisión formal y al deseo de pureza en la elección de palabras y temas, entendido en última instancia como el deseo de unir arte y vida. Sin embargo, considera que este modelo de escritura se agota en sí mismo, una vez hecho un poema perfecto su propia perfección cierra el círculo. 38 En palabras de César Aira, “en ella siempre faltó el impulso narrativo que caracterizó a otros surrealistas argentinos, como Orozco o Molina. Faltó inclusive cuando quiso capturarlo explícitamente, en los poemas largos en prosa de la última etapa” (Aira, 2001a:19). Personalmente, creo que Pizarnik era ante todo una poeta, no una narradora o novelista. Y en efecto, los textos en prosa no dejan de ser poesía o prosa poética. Simplemente cambia su estructura formal. Los Diarios, concebidos como un espacio que recoge los ecos de la voz interior suspendidos a lo largo de los años, con sus anhelos y sus desgarros, han sido considerados como un bildungsroman o relato de la experiencia. Más adelante, Aira admitirá que la concisión y brevedad de su poesía son totalmente opuestas a la escritura de una novela, y que en cierta medida agotaban el método poético pizarnikiano, por eso el recurso de escribir una novela le permitía poder seguir escribiendo (Aira, 2001: 82). Aira añade que “Hilda la Polígrafa” fue el experimento de escribir esa novela, experimento que, por otra parte, considera fracasado. Aira argumenta que para escribir una novela el escritor o escritora necesitan documentarse, y que este tiempo de documentación supondría períodos inertes poéticamente. La escritura de La condesa sangrienta demuestra precisamente todo lo contrario. Pizarnik no solamente se documentó sacando a la luz un texto conocido casi exclusivamente en círculos reducidos, así como a su autora, la escritora Valentine Penrose, sino que la recreación llevada a cabo por la poeta argentina ha sido difícil de encasillar por la crítica especializada: poema en prosa, narración, novela corta. Por otra parte, creo que los géneros literarios, actualmente, no están perfectamente delimitados como en siglos anteriores, sino que en ocasiones atraviesan las barreras formales y toman elementos o rasgos que no les son propios por definición.

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como del reconocimiento de la intelectualidad de su época, Pizarnik dudaba. Amaba las palabras y el lenguaje, pero su abstracción la intimidaba; su pronunciación y su discurso se veían afectados por una tartamudez y un acento español que causaban cuando menos extrañeza, y por los que la escritora se sentía muy acomplejada. No obstante, a partir de esa debilidad nació precisamente el personaje alejandrino. Una figura diferente, una mujer extravagante. ¿Una mujer? No una mujer al uso, por descontado. Pizarnik aprovecha su apariencia infantil, su fragilidad, para explotar un modelo de mujer artista, la escritora, la mujer que utiliza otros recursos para decir quién es: ropas anchas, de colores llamativos, zapatos planos, pelo corto. Su apariencia no pasa desapercibida pero su cuerpo ya no es un reclamo sexual (Mackintosh, 2003: 136)39. Su feminidad queda así oculta, sepultada. Las formas femeninas dejan de ser percibidas para los demás. No es una mujer disponible en apariencia. No se muestra a la mirada del otro. Resulta significativo –todo un síntoma del malestar en la cultura- que muchas creadoras se cuestionen continuamente su feminidad, es más, que necesiten separar la feminidad de la creación, como si ambos conceptos estuvieran reñidos y fueran irreconciliables. Y, en efecto, en cierta medida, la única creación reservada en exclusiva para las mujeres es la maternidad, el destino por excelencia, por eso a principios del siglo XX la mujer que se apartaba de la norma –la oveja descarriada, la loba de Storni-, era tenida por una alocada y juzgada con dureza. En la actualidad, las mujeres artistas se han ganado a pulso un lugar

39

En este estudio sobre la infancia en las obras de Silvina Ocampo y Alejandra Pizarnik, Fiona Joy Mackintosh recoge varios testimonios de personas que se relacionaron con Alejandra Pizarnik y que la calificaron como “una muchacha vestida con exagerado y afectado desaliño” (Bordelois), o “una adolescente entre angélica y estrafalaria” (León Ostrov).

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en la historia, ya no sorprende que una mujer quiera dedicarse al arte o a la escritura, pero las estadísticas siguen diciendo que ellas no son tan visibles, que sus trabajos no están tan reconocidos o premiados40. Louise Bourgeois, Anaïs Nin, por citar algunos ejemplos, y la propia Pizarnik no pudieron escapar de esta dicotomía. El disfraz, la máscara, la performance de la artista anula el poder sexual de la mujer, su atractivo. Para Nin, es la artista quien seduce porque de algún modo intimida a los demás desde su posición mágica. El arte, para ella, se relaciona estrechamente con una fuerza ancestral que contrasta con la debilidad de la carne femenina subyugada:

Siempre creí que era la artista que llevo dentro la que hechizaba. Creía que era mi casa esotérica, los colores, las luces, mis vestidos, mi trabajo. Siempre estuve dentro de la concha de la gran artista que trabaja, temerosa e inconsciente de mi poder. (Nin, 2014: 15)

Cuando su relación amorosa con el doctor Otto Rank se hace más íntima, Nin siente la amenaza de la feminidad:

Seduje al mundo con un rostro cargado de tristeza, con un libro cargado de pesares. Y ahora me preparo para abandonar esa tristeza, ese pesar. Voy a salir de la cueva de mis libros protectores. Salgo sin mi libro. Me mantengo de pie sin muletas. (287)

40

Sigue siendo de actualidad el legado y la lucha de las Guerrilla Girls, agrupación de artistas feministas que en 1985 protestó ante el MOMA de Nueva York por la escasa representación de mujeres artistas en la exposición “An Internacional Survey of Painting and Sculpture”.

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El arte actúa a modo de tabla de salvación, la escritura, el lenguaje como útero donde se gesta otra vida: la concha, la cueva y, por extensión, los sótanos oscuros del castillo húngaro donde la condesa Erzébet da rienda suelta al sadismo lésbico pizarnikiano. Ser mujer es una amenaza, es la locura, la muerte. Prosigue Nin:

[…] Elegir entre quedarme en medio de la habitación y romper a llorar histéricamente, o escribir […]. La sensación de que, para abandonar mi ceguera, voy a declararme en rebeldía furiosa y salvaje contra mi vida, la dominación que en ella ejerce la ternura de Hugh, la dominación de mi Padre, mi deseo de ser una artista libre con Henry […] Miedo a la furia de mi fiebre y desesperación, a mi excesiva melancolía. Miedo a volverme loca. Entonces me siento ante la máquina de escribir y me digo: Escribe, mujer débil; escribe, mujer loca, saca afuera tus miserias, tus entrañas, vierte afuera lo que te atasca, grita obscenamente. Qué es la rebelión sino una forma negativa de vivir. Crucifica a tu Padre. Y es la mujer maldita que llevo dentro la causante de la locura, la mujer con su amante, su dedicación y sus cadenas. Oh, ser libre, ser masculina, puramente artista. Ocuparse sólo del arte. (291-292)

Crucificar al Padre, destruirlo o comerlo (Bourgeois), es desobedecer su ley, huir del destino común de las mujeres y construir caminos diferentes. Transgredir, disentir. Liberarse del peso del sistema patriarcal que vuelve a las mujeres locas, débiles y melancólicas. Ese deseo de liberación, de nuevo orden, también aparece en los textos de Alejandra Pizarnik; veamos un ejemplo en el fragmento de los Diarios titulado “Sueños”:

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Ella corre por un corredor interminable. Los cuchillos la persiguen. Risas viejas retumban en sus oídos. Un escenario. Se abre el telón y baja un falo como la columna de una catedral. En lo alto se divisan los testículos. Ella aparece bailando, vestida como una plañidera medieval española, y se abraza al falo. Los testículos se abren como la boca de una grúa y dejan caer cabezas de indios, de rabinos, de mongoles, de pequeños dioses. Ella se abraza más fuerte, hasta que el falo se sacude y lanza una serpiente que la enrosca. (Pizarnik, 2013: 248)

El sujeto discursivo de este texto es un yo femenino, contemplado desde la distancia de un sueño, desde el espacio de un escenario teatral; esta lejanía es lo que permite la transformación del yo en un ella. Asistimos a una representación, a un rito fúnebre donde tiene lugar la muerte del Padre. El poder del sistema patriarcal aparece representado en ese falo enorme, como la columna de una catedral. La figura femenina, identificada con una plañidera medieval, se abraza al falo, en un gesto que alude directamente al acto sexual o a la masturbación. Frente al poder simbólico del falo, se encuentra el poder real, humano y efímero de los testículos. Ambas fuerzas están amenazadas, no obstante, por el temor a la castración, a pesar de que es ella, la mujer, en principio, la víctima de esta amenaza: los cuchillos la persiguen. La fertilidad abundante precipita su apertura: de su interior caen –son vomitadas-, como reliquias inútiles, las cabezas de antiguas etnias, de Oriente y Occidente, y de autoridades religiosas masculinas. A pesar de ser una escena mortuoria –la presencia de la plañidera así lo atestigua-, no hay gemidos de dolor ni llanto, al contrario: la plañidera baila y las risas viejas que se escuchan –retumbanparecen ocupar el lugar de las lágrimas. El acontecimiento esperado está a 70

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punto de suceder: una caricia más profunda y la eyaculación final, el éxtasis sexual, anuncia la muerte del Padre: la flacidez del miembro lo desprovee de su poder, el orden simbólico del Falo se ha visto alterado: en su lugar una serpiente enrosca al cuerpo de la mujer. La serpiente, emblema de la sabiduría, del conocimiento y de la curiosidad y, en algunas civilizaciones, de la fuerza femenina, relacionada con la creación y el simbolismo lunar. La imagen de este falo desproporcionado y perfectamente instalado en la cultura –y a la vez tan frágil-, se hermana con las piezas escultóricas The Destruction of the Father y Fillette, de Louise Bourgeois. Para la artista francoestadounidense (1911-2010), la cultura ha negado a las mujeres la capacidad de creación en el ámbito artístico, no ha previsto para ellas ningún rol –salvo el de musa o modelo, podríamos añadir. A partir de esta premisa, la escultora siente la necesidad de justificar su obra, de reivindicar su papel como artista dentro de la sociedad41. The Destruction of the Father (1974) es la propuesta que Bourgeois ofrece para representar la muerte del Padre, la caída del falo. La escena tiene lugar en una cueva-concha-guarida, en la cual, dispuestas en círculo, numerosas formas redondas con características orgánicas –pechos, penes, dientes- van a celebrar un banquete, no en vano el segundo título de esta pieza es The Evening Meal. En el centro, sobre una mesa, el cadáver desmembrado del Padre cuyos hijos y esposa van a devorar. El poder femenino está omnipresente a través de esas suaves formas redondeadas y de 41

“Tengo un complejo de culpabilidad a la hora de promover mi obra, y tanto es así que cada vez que estaba a punto de hacer una muestra sufría algún tipo de ataque, de modo que decidí sencillamente no intentarlo más. Tenía la sensación de que la escena artística pertenecía a los hombres y de que yo estaba, en cierto modo, invadiendo sus dominios. Por ello, hacía las obras y después las escondía, aunque al mismo tiempo nunca destruí ninguna. Guardé cada pieza. No obstante, hoy día estoy haciendo un esfuerzo por cambiar” (Bourgeois, 2002: 54).

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manera especial en esa cueva/vagina dentata. La castración masculina se lleva a cabo en este caso mediante un rito canibalístico, en el cual comerse al Padre supone la superación del orden fálico y el nacimiento de la individualidad, de un nuevo sujeto femenino, liberado del peso del pasado y dispuesto a entrar en el mundo del arte en un acto reivindicativo. Fillette (1968), en principio, es la representación por excelencia del poder fálico, pero también de su debilidad. Un pene de látex suspendido en el techo, los testículos también colgando, no en lo alto como en el texto de Pizarnik, sino suspendidos en el vacío. Más que un símbolo, parece un simple órgano al que irónicamente la escultora ha bautizado con un diminutivo cariñoso42. La ambigüedad de la pieza se disuelve en la famosa fotografía de Robert Mapplethorpe, de 1982, también llamada Fillette, en la cual la escultora posa con su pieza catorce años después de haberla creado. Bourgeois lleva un abrigo de lana oscuro y la pieza bajo el brazo, a modo de paraguas, mientras mira sonriente a la cámara con una sonrisa pícara. Para Patricia Mayayo, Bourgeois “cuestiona con sorna la sobrevaloración simbólica del falo en la cultura patriarcal. Así parecen confirmarlo, al menos, su sonrisa burlona y el brillo travieso que asoma en sus ojos”. Asimismo, el hecho de portar el símbolo fálico bajo el brazo supone un guiño sarcástico a las teorías freudianas, en las cuales la sexualidad femenina aparece minusvalorada por la envidia del pene: la artista ha conseguido el ansiado trofeo que no era otra cosa que un objeto vulgar y corriente, una muñeca, un paraguas, un bolso o simplemente una niña (Mayayo, 2002: 29).

42

La traducción del término fillette, del francés, podría ser chiquilla.

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Pizarnik, al ocultar sus formas femeninas, huye del juego de la seducción, aunque a veces no puede evitar las miradas que se posan sobre ella cuando está sola en un bar o cuando camina sola sin rumbo fijo, distraídamente, por la calle. Sin embargo, ese ocultamiento de su feminidad, de su belleza, contrasta con el deseo de ser una mujer bella, aunque sea escritora. Una mujer ha de ser siempre bella. La imposición de la belleza como signo de valor en la mujer la conduce a un examen y una observación minuciosos y constantes sobre su cuerpo y su apariencia. Es joven, pero añora la frescura adolescente. Un perfil atractivo, el otro, de plañidera judía. Unos ojos que piden, que llaman. Un cuerpo andrógino que contrasta con las curvas femeninas y que, no obstante, es bello en sí mismo. El alivio que siente al descubrir que Marguerite Duras es fea. Pizarnik parece decirnos que para que la tomen en serio tiene que mostrar otras características, poseer otros atributos. Sin embargo, ese personaje público, la escritora joven y rebelde, el futuro de las letras argentinas, contrasta con la persona que era Alejandra Pizarnik. El asistir a actos, estar en sociedad, no convive fácilmente con el aislamiento necesario para desarrollar su trabajo. Pizarnik ironiza con esta ambigüedad demoledora, ya que, por otra parte, la soledad del proceso creativo puede tener consecuencias devastadoras. El amor, el sexo, la amistad, interfieren en dicho proceso y Pizarnik no quiere implicarse emocionalmente en todo aquello que la aparte de su camino trazado. La vieja consigna surrealista de unir arte y vida todavía le parece posible, pese a los peligros. El delirio de Hölderlin le resulta hermoso, auténtico, pese al dolor. El sufrimiento de Artaud,

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inevitable. La espiral del lenguaje la envuelve en su interior y a este respecto los siguientes versos del poema “Hija del viento” así lo ejemplifica:

Pero tú te abrazas como la serpiente loca de movimiento que sólo se halla a sí misma porque no hay nadie. (2001: 77)

La escritura, el conocimiento, simbolizados en la serpiente, aíslan al sujeto poético: después del lenguaje no hay nada, no existe nadie. Los datos biográficos que disponemos sobre Alejandra Pizarnik no ofrecen un diagnóstico exacto de su enfermedad mental: “neurosis”43 es la primera palabra que aparece en sus diarios, al lado de una cita de Proust a propósito del carácter creativo de los neuróticos. El psicoanálisis, tan de moda en los años cincuenta en Argentina, parece ser el tratamiento más adecuado dada su juventud y a él accede Pizarnik por insistencia de su madre. En otras ocasiones, su dolencia mental se denomina con la palabra “nervios” hasta que, en posteriores entradas de sus diarios, Alejandra habla ya de “depresión” y finalmente de “esquizofrenia”. Patricia Venti (2008a) atribuye esta esquizofrenia al consumo abusivo de anfetaminas, a las que Alejandra presuntamente era adicta, pues se tenía la creencia de que ayudaban a adelgazar. Lo cierto es que sí hubo un desorden o trastorno de este tipo, una dolencia mental que llevó a Alejandra Pizarnik de psicoanalista en psicoanalista durante toda su vida, hasta que en 43

Aunque para Freud y para el psicoanálisis freudiano el ser humano es el animal neurótico por excelencia, la neurosis –como el lenguaje- nos hace humanos. La neurosis es el precio que pagamos por nuestra inserción en la cultura. Es el resultado de la represión. Es el producto de nuestro particular malestar en la cultura (que en el caso de las mujeres, para Freud, tiene además la marca de género de la historia).

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sus últimos años tuvo que ser ingresada para tratar sus crisis depresivas debido a reiteradas tentativas de suicidio. Su primer psiquiatra fue León Ostrov, con el que Alejandra entabló una profunda amistad y al que dedicó su libro La última inocencia. Ostrov comprendía y alentaba la sensibilidad artística de Pizarnik, y no solamente la animó a escribir, sino que también la alentó a realizar el viaje que Alejandra emprende en el año 1960 con destino a París. La edición que recoge la correspondencia de estos años, Cartas a Ostrov (Andrea Ostrov, 2012), pone de manifiesto una relación que sobrepasa la barrera estrictamente profesional de médico y paciente, en la que ambos compartían su gusto por el arte y la literatura. Las cartas dejan ver a una Alejandra entusiasmada ante esa nueva etapa de su vida, peleando con sus miedos, sus dudas, sus inquietudes, absorbiendo todas las posibilidades que ofrece la vida cultural parisina. Sus primeros trabajos –la independencia soñada, aún a costa de “trabajar para vivir”-, sus amores obsesivos, sus impresiones acerca de la ciudad y el modo de vida, así como de las personalidades literarias que conoce, todo eso es contado para el confidente, al que en ocasiones Alejandra pide consejo o con el que simplemente se desahoga. A través de estas cartas, se puede comprender lo que para Pizarnik significaba salir de Buenos Aires, dejar la casa familiar, y aterrizar en un continente diferente en uno de los rincones más especiales del mundo y más activos artísticamente. Pizarnik conocerá a André Breton, a Marguerite Duras, Simone de Beauvoir, André Pieyre de Mandiargues, Julio Cortázar, Aurora Bernárdez, Octavio Paz, entre otros. Se hospedará en casa de unos familiares,

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pero al poco tiempo consigue un trabajo en la revista Cuadernos como copista y también se hará cargo de diversas traducciones y reseñas literarias. Estos trabajos le permiten alquilar una habitación propia y vivir por sí misma, sin utilizar el dinero que sus padres le enviaban puntualmente desde Buenos Aires. Asimismo, en las cartas queda reflejada la naturaleza de la relación que Alejandra tenía con su madre: una relación excesivamente dependiente, conflictiva, con tintes posesivos, que oscilaba entre el amor y el odio. Precisamente, la obsesión, identificación y rechazo con la madre parece estar en la raíz del lesbianismo de Pizarnik: tanto ella como Ostrov hablan de “la transferencia” para definir, desde la psiquiatría o el psicoanálisis, la atracción y el deseo sexual de Pizarnik por otras mujeres, provocado por la substitución de la madre como objeto de deseo. Desde las entradas de sus primeros diarios, Pizarnik aspira a tener un encuentro sexual con otra mujer, pero el reconocimiento de su deseo homoerótico fue un proceso doloroso y lleno de desencuentros. La palabra “lesbiana” producía rechazo y connotaciones negativas. A menudo, tanto en su poesía como en su obra en prosa, las alusiones a su cuerpo están relacionadas con la inmundicia y la suciedad, es la leprosa por excelencia, la mendiga, la que no merece ese amor que suplica a voces. El viaje a París desnudará su conflicto: Alejandra asume su identidad sexual, lo que no le impide tener relaciones con hombres, a los que considera simples objetos sexuales con los que obtener placer. Incluso así, la petit mort es imposible con una mujer, y esta contradicción pareció acompañarla durante toda su vida.

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II.2. Habitar la alcantarilla

Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo Alejandra Pizarnik

Escribía Machado que un ojo “no es ojo porque tú lo veas/ es ojo porque te ve”. En la obra de Pizarnik, ver y mirar se alimentan mutuamente como parte fundamental del proceso de construir una identidad, donde lo de afuera y lo de adentro, la mirada y su reflejo, están en constante intercambio44. Todo es un interior, sentencia la poeta, creando una obra impactante y sobrecogedora donde el juego de espejos permite avanzar en la interpretación de su hermetismo –en el caso de la poesía, por ejemplo-, así como en la posibilidad de sus múltiples lecturas. La mirada de Pizarnik se asoma desde una condición marginal (mujer, judía y lesbiana) para ofrecer su visión del mundo en un alarmante y progresivo contexto de restricción de libertades y derechos sociales que tiene su desembocadura en la dictadura militar de Jorge Rafael Videla. Si bien Pizarnik murió en 1972, ya durante los años previos al Proceso de Reorganización Nacional hubo numerosos disturbios y altercados, especialmente durante la dictadura de Juan Carlos Onganía. Aunque siempre se ha destacado el carácter apolítico de la obra de Pizarnik, lo cierto es que parece poco probable que estos acontecimientos no la afectaran de alguna 44

Esto es así incluso en la pieza teatral Los perturbados entre lilas. Car está continuamente mirando por la ventana pero lo único que ve es la sombra de la dactilógrafa, espejo de Pizarnik. Al final de la obra, Car expresa: “Si todo lo que está afuera entrara de una vez a fin de vivificar esta casa. (Va hacia la puerta). Ocurrió. Ninguna salida” (Pizarnik, 2002: 194). La identificación entre los paisajes devastados de lo interno y de lo externo es total.

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forma o que Pizarnik permaneciera indiferente o impasible ante ellos. Si lo personal es político, como afirma Carol Hanisch en su ya mítica frase, creo que la obra de Pizarnik no puede separarse del momento histórico que le tocó vivir. En primer lugar, porque por su condición de judía ya es una víctima de la historia, expulsada de la tierra de sus antepasados más lejanos y de la de sus familiares directos. La historia arranca la raíz de su ubicarse en el mundo, la condena a ser una extranjera perpetua, una apestada. En segundo lugar, sus prácticas sexuales –así se refiere Venti a la transgresora sexualidad de la escritora, marcada por excesos o experiencias bisexuales con clara preferencia por las relaciones sáficas- también la alejaron del grupo y su código moral. Pizarnik procuró ocultar todo rastro de su identidad lesbiana. Al menos esto es así en su producción poética, donde el misterio de su voz, especialmente en sus poemas eróticos o amorosos, tiene mucho que ver con su condición sexual. Este ocultamiento está relacionado con la marginalidad de las prácticas homoeróticas, sobre todo las femeninas, repudiadas y condenadas al silencio, identificadas con la locura, el pecado o la enfermedad. De hecho, la homosexualidad en la Argentina conservadora de la década de los cincuenta y sesenta no sólo era considerada como una enfermedad, sino también como un disturbio público: en 1964 el escritor Renato Pellegrini45, autor de Asfalto, la primera novela latinoamericana que habla abiertamente de la homosexualidad entre hombres, fue condenado a tres meses de prisión por infringir el artículo 128 del Código Penal sobre publicaciones obscenas. Esta pena fue posteriormente conmutada por doce años sin problemas judiciales. Los 45

El autor había publicado Siranger en 1957, donde el tema también es la homosexualidad, aunque ésta aparece de forma velada.

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ejemplares de la primera edición fueron confiscados, la crítica optó por el silencio y la carrera de Pellegrini se apartó del ambiente literario bonaerense. (Izquierdo Reyes, 2011). En cambio, en los textos en prosa y particularmente en los Diarios, Pizarnik confiesa su lesbianismo y registra la experiencia y la evocación del encuentro sáfico, lo que no impide que lo viva como un hecho traumático y conflictivo. Por último, el poder de una voz aprisionada que clama por la libertad y un nuevo orden de entender el mundo, con avidez de ser, contrasta con el silencio y el oscurantismo que todavía hoy existe en torno a su figura y a su obra, depositada en la Universidad de Princeton, donde permanece gran cantidad de material inédito. Creo firmemente que la fuerza seductora de la voz poética de Pizarnik radica en su apertura total, es decir, estamos ante una voz que ofrece múltiples posibilidades de lectura. Y aunque en alguna de las entradas de los diarios confiesa su desprecio por la política, en otras hace referencia a ese exterior 46 al que presuntamente permanece ajena, pero sabiendo perfectamente lo que acontece. También en su poesía, si bien no es comprometida socialmente, podemos hallar rasgos de su visión sobre lo externo. Así, por ejemplo, tomemos el poema titulado “En la otra madrugada”, de Extracción de la piedra de locura (1968): “Veo crecer ante mis ojos figuras de silencio y desesperadas.

46

En la entrada del diario correspondiente al 30 de junio de 1969 Pizarnik declara: “Los sucesos políticos de estos días transforman B. Aires en una ciudad peligrosa”. Pizarnik seguramente se refiere al estado de sitio decretado por el gobierno de Onganía con motivo del asesinato del sindicalista Augusto Vandor. El 8 de junio de 1970, escribe: “Cabe agregar que, afuera, hubo (¿hay?), un golpe de Estado o algo parecido. (Alguien golpea en algún lado y los golpes me dan en mi, digamos, centro). Hay alguien aquí que tiembla”. Se trata del golpe de estado que derroca al general Onganía, al que suceden los generales Levingston (1970-1971) y Lanusse (1971-1973). (Las citas textuales proceden de Pizarnik, 2013: 880 y 953 respectivamente).

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Escucho grises, densas voces en el antiguo lugar del corazón” (Pizanik 2001: 220). Que dos líneas puedan decir tanto sólo está al alcance del privilegio de algunas personas. Pizarnik fue una de ellas. En este poema se habla del dolor de la identidad fragmentada de la voz poética, donde las figuras de silencio y desesperadas remiten a esas partes del yo que luchan por salir a la luz, o a la persona que se fue o se quiso ser en otras etapas de la vida; también pueden referirse al colectivo homosexual, que ha tenido que vivir una doble vida bajo una constante represión; pero esas figuras con sus voces pueden aludir igualmente al pueblo judío masacrado o se pueden interpretar como un preludio de lo que sucedió en Argentina antes y después de 1976. En última instancia, las figuras que luchan por salir de su desesperación y silencio, con su séquito de voces, remiten a la escritura, son los trazos de las palabras, con lo cual el poema tendría como tema la soledad y el dolor que encierra el proceso creativo47. En cualquier caso, Pizarnik mira desde la alcantarilla, aunque insiste en ver el jardín, y su voz no sólo legitima la mirada marginal, sino que entra en el devenir literario situándola en lo más alto del canon. Las alcantarillas, con sus pasadizos y túneles subterráneos, oscuros y misteriosos, recogen la inmundicia, las aguas fecales, el agua de la lluvia, los desechos de la sociedad. La alcantarilla acoge lo que nadie ve, lo que nadie quiere ver. Su trazado recuerda a los sótanos lúgubres del castillo de Cséjthe, residencia de Erzébet

47

En sentido parecido puede interpretarse el siguiente poema en prosa de Árbol de Diana: “Aquí vivimos con una mano en la garganta. Que nada es posible ya lo sabían los que inventaban lluvias y tejían palabras con el tormento de la ausencia. Por eso en sus plegarias había un sonido de manos enamoradas de la niebla” (2001: 29).

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Báthory, la condesa sangrienta. ¿Estará habitando la voz poética la misma charca, viendo siempre el mismo paisaje desde las paredes de su cloaca? Es muy probable que sea así. Pero incluso ese espacio inmundo propicia una visión particular, a modo de refugio amurallado, de cálido útero. En el diario del 3 de agosto de 1962, escribe:

Alguien mira el mundo desde debajo de una alcantarilla. También desde aquí se ve. Y se juzga, se condena, se reprueba. Si alguna vez me sacaran de mi escondite me volvería loca furiosa, hablaría una lengua inventada, me pondría a bailar danzas obscenas y no querría comer ni beber. (Pizarnik, 2013: 454)

Su identificación con la marginalidad queda reflejada en el siguiente fragmento, donde la voz discursiva muestra sus preferencias por una tipografía social “inútil” o “improductiva”, llena de miserias, frente al modelo de éxito aceptado por el grupo:

Anoche bebí demasiado porque comí con unos idiotas, unos arquitectos –con sus mujercitas- que hablaban de aviones y del servicio militar en todos los países del mundo. Eran muchachos de veinticuatro a treinta años. (Odio a la gente joven –seria y estudiosa- con su Porvenir abierto y sus miserables deseos de automóviles y departamentos. Los únicos jóvenes que acepto son los bizcos, los cojos, los poetas, los homosexuales, los viudos inconsolables, los frustrados, los obsesionados, sean condes o mendigos,

comunistas

o

monárquicos,

andróginos o castrados. (2013: 410)

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mujeres,

hombres,

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Para la experiencia de la palabra no se necesitan bienes materiales, sino precisamente alguna experiencia, vida, dolor. Porque en esos personajes marginales Pizarnik reconoce su propia alienación y sufrimiento: el defecto físico, la sensación de falta de unidad, de fragmentación, la enfermedad mental y la sexualidad controvertida o ambigua. Según Patricia Venti, Pizarnik “trató de crearse una identidad dentro de la sociedad argentina que definía a la mujer en términos de roles fragmentados: madre, hija, esposa y hermana48. Pero sus prácticas sexuales junto al judaísmo terminaron marginándola en su entorno social. Ese existir en función de los otros la llevó al extranjerismo, lo cual expresa la marca de un distanciamiento en el que el yo, paradójicamente, puede solamente hacerse cargo de su propia voz desterrándose de sí mismo; es decir, a partir de la construcción de (un) otro imaginario en el que puede enmascararse” (Venti, 2008a: 51). La noción de fragmento tomará una importancia crucial en su obra, como veremos más adelante en el capítulo dedicado al tratamiento del cuerpo. El sujeto discursivo de los textos pizarnikianos aspira a una continuidad que sólo halla en la escritura – especialmente en el diario-, y en la experiencia erótica. El poder del lenguaje y el deseo sexual permiten la construcción identitaria de ese yo. Así, en el poema L´obscurité des eaux la voz poética dice: “Toda la noche espero que mi lenguaje logre configurarme” (Pizarnik, 2001: 285). La intensidad de la pasión sexual devuelve al yo a un estado de silencio que supone un momento de paz -de felicidad ilusoria-, para la voz textual, pues el cuerpo consigue su máxima expresión paroxística y ese gesto es intraducible en palabras. El silencio está a 48

“La conciencia no existe. Pero aun así no hay derecho a tanto irse, a tanto viaje alrededor de mí. Vanidad del deseo físico. Espectro de mi cuerpo. Yo soy una aunque me desdoble. Aunque me destriple. Una. ¿Lo comprendo acaso?” (Pizarnik, 2013: 415).

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la altura de la palabra, o incluso es más que la palabra, pues siempre hay algo que no se puede decir con exactitud y, en el caso de la escritora argentina, algo que necesita ser velado o enmascarado. Para Izquierdo Reyes (2011), este enmascaramiento está relacionado de manera especial con su identidad sexual. Pizarnik ha de utilizar fórmulas, recurrir al artificio lingüístico para decir sin ser juzgada, aunque ello implique a veces morir en el silencio. El filólogo canario señala el clima homofóbico de la Argentina que conoció Alejandra, y de la preocupación por ésta de no llamar la atención, así como su ingenio a la hora de crear una obra poética donde las referencias a su lesbianismo no fueran evidentes. Así, el poemario Árbol de Diana, cuyo prólogo escrito por Octavio Paz contiene una acepción relacionada con la ambigüedad sexual, esconde en su título la historia de amor frustrada de la autora con una muchacha, posiblemente una compañera de facultad, Diana, a mediados de los años cincuenta. Diana aparece en las páginas de los diarios preferentemente como D., una joven inaccesible para el deseo y desesperación de Alejandra. Y de Árbol de Diana a Diana de Lesbos, su último gran texto homoerótico del que hasta ahora sólo han salido a la luz algunos fragmentos en el estudio crítico realizado por Patricia Venti, que tienen un marcado carácter sadomasoquista49. Por otra parte, la diosa Diana, siempre rodeada de mujeres, es un icono de la cultura lésbica. A pesar de ello, los poemas de temática

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Reproduzco uno de los fragmentos dados a conocer por Venti: “Además, me gusta violarte, me gusta echarte de espaldas y meterte a la fuerza dos o tres dedos mientras tu culo da cuentas por el dolor y eso me excita y esto te excita y despacito van cediendo como (una tiernísima) princesita de la más alta torre del castillo medieval de mis sueños más depravados, (quiero) es decir místicos. Y a veces te rompo el culo. Poco importa si con mis manos, si con un palo, si con una vela –una vez se me rompió la vela, era negra, y te dolió y te salió sangre y me juraste amor eterno” (Venti, 2008a: 185). El texto se halla en el archivo 7 de Alejandra Pizarnik Papers, carpeta 10, Departamentos de Libros Raros y Colecciones Especiales, Biblioteca de la Universidad de Princeton.

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erótico-amorosos eluden la identificación del género de la persona evocada, un manto de silencio se cierne sobre ellos: “cuando vea los ojos /que tengo en los míos tatuados”. La intensa brevedad poética y el hermetismo que encierra cada verso reducen el lenguaje a lo esencial, ni siquiera los pronombres hacen acto de presencia. Es más,

el enunciado está inconcluso, ¿qué sucederá

cuando vea ante mí esos ojos que añoro, que son igual que los míos? La promesa de la espera se alía con el silencio y la fuerza del lenguaje se suspende en lo no dicho, en lo que permanece velado. Y es que Pizarnik sabía a lo que se exponía. Hasta dónde podía decir y lo que debía callar. En un mundo gobernado por las apariencias, Pizarnik tenía que aparentar “normalidad”, aunque con un lenguaje muy medido llevase a cabo una rebelión silenciosa.

II.3. Un viaje a París

Mi visión de la felicidad es siempre la misma: un poder trabajar en y con las cosas que uno quiere. Alejandra Pizarnik

En el año 1960 Alejandra Pizarnik realiza el viaje añorado, un viaje largamente rumiado y sopesado, con el que deja atrás la opresión del entorno provinciano y familiar de Buenos Aires. El viaje a París supone el salto a su independencia económica y emocional, y su crecimiento y madurez no sólo como poeta, sino también como autora de importantes artículos, traducciones y

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ensayos literarios. Pizarnik cae en la élite cultural parisina -y en la comunidad hispanoamericana encabezada50, entre otros, por Octavio Paz51, Julio Cortázar y Aurora Bernárdez o la escultora Alicia Penalba-,

estudia Letras en la

Sorbona y se empapa del ambiente bohemio e intelectual de la ciudad del Sena. Convive con unos parientes al principio, pero en cuanto se puede desenvolver con cierta holgura económica52 decide instalarse por su cuenta y traza planes de futuro alrededor de la escritura y la posibilidad de mantener su trabajo como copista en Cuadernos. La correspondencia que Pizarnik mantuvo con su amigo y analista León Ostrov supone una fuente primordial para valorar la experiencia del viaje. En estas cartas, Pizarnik confiesa abiertamente sus temores e ilusiones y constituyen, junto a sus diarios, un valioso testimonio de su vida en París, de sus encuentros y desencuentros, de su actividad como escritora y como una ciudadana más en la efervescencia cultural de la década de los sesenta. Pizarnik se alimenta del círculo literario en el que se adscribe, de nuevas lecturas, de los estrenos cinematográficos y de las exposiciones a las que asiste. París es una prueba de fuego y Pizarnik descubre su propia fortaleza al poder vivir, por fin, de sus propios medios. Aunque su familia le envíe 50

Pizarnik no renuncia a su origen judío en París. Es más, su círculo de amistades se amplía a los miembros de la comunidad judía. Así, en una misiva enviada a León Ostrov escribe: “He visto al matrimonio Kogan –ambos profesores en la Facultad y muy encantadores. Con ellos y otros amigos comimos en un restaurant judío de la fascinante Rue de Rosiers. El resultado fue un violento ataque de sionismo que me duró una semana. En esos días leí un artículo de Victoria Ocampo sobre el proceso Eichman. Me conmovió tanto que le mandé poemas a Murena. Es así como pronto –según me anuncian- publicaré en Sur (Ostrov, 2012: 81). 51 “También dibujo. Le mostré lo que hice a Octavio Paz y lo estima mucho. Con Paz tengo una relación rara. Hay algo misterioso –nada sexual- que nos une y nos obliga a una familiaridad que asomó en cuanto nos vimos” (Ostrov, 2012: 46). 52 Pizarnik encontró trabajo en la revista Cuadernos, y al respecto dice en su carta a León Ostrov: “[…] estoy contenta y no lo estoy, tengo un horario de oficinista, 9 a 12 y 14 a 18. El sueldo es muy bueno y sirve para vivir tranquilamente en esta ciudad que ya está en mí y que, según todos mis deseos, no abandonaré tan pronto” (Ostrov, 2012: 57). La escritora permaneció en París hasta el año 1964.

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puntualmente una asignación económica, Alejandra alterna varios trabajos y finalmente consigue ser admitida en una importante editorial. Resulta significativo, no obstante, que oculte a sus padres la obtención de este buen puesto de trabajo, como si este silencio salvaguardase el vínculo paterno-filial a través de la dependencia económica, con lo cual Alejandra sería siempre la hija necesitada de sus padres, incapaz de valerse por sí misma y que, por tanto, no puede entrar en el orden normal de casarse y fundar su propia familia, quedando así a la entera disposición de su vocación literaria. En cierta medida, este viaje supone el despertar de Alejandra, la toma de conciencia de muchas cosas: la escritura ya no es una simple posibilidad, ahora es una escritora que vive en París, que es valorada como tal por su círculo de amistades, que realiza importantes reportajes (a Simone Beauvoir, a Marguerite Duras, un documental sobre César Vallejo) y otros encargos literarios. Por otra parte, Pizarnik es más consciente de su enfermedad, de su neurosis. Siente que en París no se podrá psicoanalizar con la misma confianza que tenía con Ostrov. Y, por último, París supone la oportunidad de vivir la pasión erótica con una mujer. Su conflicto sexual se agudiza53. Pizarnik recuerda las dolorosas amistades femeninas que ha dejado en Buenos Aires 54, tiznadas por la 53

“Vi Les liaisons dangereuses y Les quatre cents coups. El primer film me enfermó. Me enfermó una escena: cuando Jeanne Moreau abraza a Cécile, cuando Cécile se acuesta con su malla de baile y la otra le toca los muslos y le habla mirándole el sexo. Me importa poco si soy homosexual o no, pero esa escena me dejó delirante. Indudablemente mi fin o uno de mis fines es dar rienda suelta a mis delirios homosexuales aquí, en París, creyendo que a mi paso todas las lesbianas se me arrojarían” (Pizarnik, 2013: 321). 54 “Cuando pienso en Buenos Aires, veo cerrado, veo un pozo, veo algo que se abrirá por un segundo como una flor devoradora y se cerrará sobre mí. Cuando pienso en Olga, en Elizabeth, en Susana, siento el infierno que fueron esas relaciones” (Ostrov 2012: 63). Véase la asociación de la figura femenina con una flor devoradora o vagina dentata, es decir, una sexualidad amenazante y castradora. Pizarnik habla de la angustia que le causaba vivir su lesbianismo en la sociedad bonaerense, una situación sin salida (un pozo, término que también se relaciona con la cloaca, con el útero) que intentará cambiar en el anonimato y la discreción que le proporciona el ambiente parisino. En la entrada del diario del 8 de diciembre de 1958, a

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confusión o ambigüedad sexual. En París Pizarnik se reconoce lesbiana, admite al fin su lesbianismo, aunque como veremos en el capítulo dedicado al cuerpo este conflicto nunca se resolvió y esto quizás fue el aspecto más marginal desde el que escribió la argentina. Aunque la sed, emblema del deseo sexual insatisfecho y símbolo del lesbianismo asociado a la película del mismo título de Ingmar Bergman55, recorre su poesía (y de ahí las imágenes de la viajera con el vaso vacío, el desierto y las alusiones al agua) y sus diarios, el homoerotismo en su obra está asociado a lo abyecto, a lo obsceno, y es motivo de culpa y de enfermedad. Pizarnik permaneció en París hasta 1964, y durante su estancia conoció otros lugares de la geografía francesa y también visitó Italia y España: Madrid, Toledo, Santillana del Mar y Santiago de Compostela, entre otros lugares. En la Prosa Completa aparecen recogidos varios textos fruto de estos viajes, bajo el título Escrito en España, un legajo de quince hojas mecanografiadas y manuscritas datadas en el año 1963. Su temática principal es el erotismo, si

propósito de Elizabeth, escribe: “Elizabeth vendría a ser la encarnación de mi demonio. (Claro que no en una forma absoluta). Por eso no la juzgo. Su inmoralidad concuerda con mis más peligrosos deseos, que reprimo y expulso. Y tal vez, el saber que ella realiza tales actos, me sirve de catarsis. Mientras ella se hunde en la falsedad, en la mentira y en la enajenación, yo hago planes positivos y constructivos. Pero cuando ella construye y realiza, siento que estoy perdiendo la vida, y me siento fea, y solterona, y frustrada” (Pizarnik, 2013: 251). Pizarnik demoniza su identidad sexual y reprime su deseo lesbiano, a la vez que secretamente admira a su amiga por su capacidad de afirmación. 55 “Vi de nuevo La sed. Salí del cine transformada en una estatua. No más sentir. No más luchar. Un perfume a fin del mundo me rodeaba como un halo. La muerte se me apareció como la única salvación […]. La homosexual de La sed. Sus ojos, en la escena de su encuentro con la mujer histérica, tenían un brillo tan mítico, una fijeza tan terrible, que hubiera querido levantarme e introducirme en la pantalla. Una mujer así no es homosexual, no es nada. Es de otro mundo. Por eso aún vibro y me disuelvo en deseos de encontrarla. (Posiblemente esta noche fantasee con ella muchas horas)” (Pizarnik, 2013: 296). Nótese cómo Pizarnik no utiliza en este fragmento la palabra “lesbiana”, sino “homosexual”, pues la primera tiene connotaciones peyorativas que Pizarnik no quería atribuir a este personaje, al que más adelante califica como “mágico” o “esfinge”.

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bien la relación lésbica permanece velada o trazada de modo sutil56. Este abrirse al mundo lejos de la realidad familiar, este proceso de madurez y aprendizaje, nos lleva a cuestionar la siguiente pregunta: ¿Ha abandonado la voz poética definitivamente la alcantarilla? ¿De qué lugar procede ahora su mirada? Pizarnik, dejada atrás la casa de sus tíos, se establece en la residencia universitaria de Antony, cerca de París, y posteriormente se traslada a una habitación en la Place de Clichy, un barrio “lleno de prostitutas y compañía”. La escritora describe la pieza como hermosa, pues “no tiene ratas ni pieles sarnosas de viejas locas, pero en cambio no tiene agua y el baño (un agujero detrás de la puerta) queda a unos sesenta metros, y para ir allí ¡¡¡no hay luz de noche!!! Quiere decir que te prendes un fósforo y tanteas las paredes y las puertas hasta llegar a un infecto agujero casi siempre ocupado por un viejo siniestro que te saluda con los ojos en tu…” (Ostrov, 2012: 58). En principio, parece ser que el espacio físico donde habita la escritora sigue siendo el inframundo, aunque con el sueldo procedente de su trabajo en la revista decide trasladarse a un hotel que califica de excelente. Es aquí, en este lugar acogedor y confortable, donde Pizarnik añora su “piecita de prisionera” en Buenos Aires, al amparo de su familia, sin necesidad de trabajar para poder escribir libremente, pero quedando en deuda eterna con sus padres, asustada por convertirse en la imagen de una “solterona frustrada e idiotizada por su 56

En la entrada del diario del 26 de agosto de 1963, Pizarnik escribe: “Terminé de copiar el texto escrito en España. ¿Cambiar el sexo de L.? ¿Ordenar la prosa poniéndole comas y signos de puntuación?” (Pizarnik, 2013: 611). Izquierdo Reyes también ha apreciado la modificación del texto original, en el que presumiblemente “los amantes ardidos” eran dos mujeres. El cambio de sexo y una puntuación correcta sugiere el ocultamiento de su identidad lesbiana, de un magma o cuerpo femenino desbordante y la adaptación formal a los parámetros literarios del canon. El texto en cuestión, de marcada carga erótica, abre la edición de Prosa Completa (Pizarnik, 2002: 13).

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madre” (Ostrov, 2012: 64). Ante esa visión la vida y el paisaje parisinos asomando en sus ojos revelan el encanto de pertenecer a esa ciudad, de ser una habitante más con un trabajo cualquiera, sumergida en la belleza de sus calles y en los rostros sin nombre con los que se cruza cada día. La comunión entre el exterior y su yo interno es perfectamente plena. En cambio, el ritmo de una humanidad despersonalizada, dirigida a su trabajo, es el lado negativo de esta visión. El encanto de una “vida normal”, lejos, eso sí, de la escritura, convive con el materialismo de la vida laboral:

Pero después es la mañana, y me despierto enamorada de mi vida, son las ocho y el autobús bordea el Sena y hay niebla en el río y el sol en los vitrales de Notre Dame, y ver a la mañana, camino a la oficina, una visión tan maravillosa, y aún la lluvia, y aún este cielo de otoño absolutamente gris –tan de acuerdo con lo que siento- este cielo que amo mucho más que el sol, pues en verdad no amo el sol, en verdad amo esta lluvia, esta tristeza en lo de afuera. Me asusta tal vez caminar por la Gare St Lazare, cuando desciendo del autobús, y confundirme y entrar en la masa anónima de oficinistas y seres que van como si les hubieran dado cuerda, rostros muertos, ojos mudos. Entonces digo: en vez de estudiar y hacer lo que te corresponde he aquí que eres como ellos: una oficinista más; lindo destino para una poeta enamorada de los ángeles. (Ostrov, 2012: 65)

La reducción de su jornada laboral le permite tener más tiempo para escribir, pero también se ve obligada a trasladarse a un “horroroso departamento” en Saint Michel y de ahí a una habitación sin agua y sin calefacción al lado de Saint-Germain y Rue du Bac. Escribir ocupa la mayor

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parte de su tiempo, la soledad y el sentimiento de alienación, de amenaza, de locura, son más fuertes. Comienza a escribir relatos obsceno-humorísticos: “Anduve haciendo unos relatos obsceno-humorísticos. En uno hice el amor con mi madre. En otro me torturaban y gozaba” (Ostrov, 2012: 74). Su sexualidad sigue despertando sentimientos encontrados. Para Alejandra, quizá influida por las teorías psicoanalíticas de Ostrov, la naturaleza de su lesbianismo está directamente relacionada con su madre57; como ya he mencionado, psiquiatra y paciente se refieren a “la transferencia” para explicar la atracción sexual que Pizarnik siente hacia los rostros fantasmas, hacia esas mujeres que llaman su atención y su deseo. Entre ellas, en París, destacan la M.J. (Mary Jeanne, muy posiblemente Mary Jeanne Noirot a la que dedica el poema “En un otoño antiguo”) de sus diarios, y también una conocida periodista argentina, lesbiana confesa, que Pizarnik se encarga de guardar muy bien en el anonimato. En Capri se afianza su relación con la comunidad homosexual (“es una suerte de paraíso de la homosexualidad”), donde Pizarnik despliega su encanto seductor en el juego de la mirada:

he jugado el terrible juego de las miradas sin desenlace (yo en un café y una mujer misteriosa que se acerca y se sienta en la mesa de al lado y no hace más que mirarme; esto duraba horas;

57

En un fragmento del 20 de julio de 1960, Pizarnik se desdobla y ejerce a la vez de jueza y acusada consigo misma para reflejar la contradicción y los sentimientos confusos que profesaba hacia su madre. Pizarnik va en busca de Simone de Beauvoir para hablar con ella, quizás porque representa esa figura maternal en la ausencia de su verdadera madre. La escritora dice: “Me detuve para insultarme […]. Habrase visto semejante idiota, rezongaba la Alejandra juez. Pero la acusada lloraba. Creo que se enamoró de S. de B. Al diablo los desdoblamientos. Creo que me enamoré. El problema persiste. Alguna vez lo tendré que enfrentar. Usted busca a su madre. Sí, indudablemente, pero si la busco es porque la preciso, la necesito. Y no está bien frustrarme tanto. Por qué diablos no se enamoró ella de mí” (Pizarnik 2013: 351).

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levantarme y sentir que me sigue, pero mirarla de nuevo y ver que no es la de recién sino otra, una nueva, et c´est toujours la seule, ou c´est le seul moment. (Ostrov, 2012: 79)

Pizarnik recrea esta situación vivida en sus Diarios, en un texto que despliega un deseo y erotismo dolorosos, ardientes, violentos, suspendidos en el juego ocular, en la pulverización de la mirada, para luego acabar profundamente dolida:

Y lo que sucedió la vez pasada, el horrible error, la errata fatal, cuando fui a Le Danton y me senté, desprevenida e inocente, a tomar un café y luego ir a pasear, entonces veo que de lejos me mira una mujer, no una sino muchas veces, con insistencia, mirándome sólo a mí, y la vi hermosa, una cabeza rubia, una nariz muy pequeña, el pelo tan corto, casi lesbiana típica, y mirando, mirando como se mira en los sueños […]. Pero mientras tanto, durante esa hora, una mujer, muy cerca de mí, una hermosa mujer, me había estado mirando también, y yo no, es más, su mirada me molestaba, y cuando bajé al baño estaba, y sospecho que habrá creído que vine a encontrarme con ella. Yo me peinaba desganada, esperando con impaciencia a mi amada contemplada y contempladora. Pero me ponía nerviosa esta segunda mujer, que me miraba por el espejo y sonreía, no sé si insinuante o burlona. Yo miraba el reloj, hasta que pasó mucho rato, y comprendí que la soledad seguía y seguiría. Salí despacio […] Al poco rato salió un muchacho […]. El muchacho se detuvo a mi lado, absolutamente sorprendido, creyendo que yo lo esperaba. Esto me enfermó: una situación tan absurda, tan para ponerse a gritar: no es a ti, hijo de puta, es a esa mujer, es a su lejanía, es a su misterio. Entonces él se fue. Y por fin, después de media hora

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de espera salió la cabeza rubia con su correspondiente cuerpo: ella salía y yo huí: era una vieja, una cuarentona horrible, con el rostro desfigurado, gorda, y la nariz pequeña parecía haber pasado por un incendio o una operación. No me miró siquiera, es más, tal vez se asustó. (Pizarnik, 2013: 322)

En realidad, lo que ha sucedido en el texto es el rechazo hacia su propio deseo homoerótico, la atractiva mujer es de pronto una horrible señora de mediana edad, cuyos rasgos físicos no son destacables y, es más, producen espanto: Pizarnik ha trasfigurado su rostro, a él le atribuye su propia repulsa. La no aceptación de su identidad sexual y, por otra parte, su deseo hacia las mujeres, supondrá para Pizarnik un enorme conflicto que a menudo se resuelve en el autocastigo58, en el masoquismo, preferentemente relacionado con los hábitos alimenticios. El texto finaliza así: “Naturalmente salí corriendo y me compré docenas de chocolates que comí como quien se suicida, que vomité

para

tener

espacio

y

seguir

comiendo,

envenenándome,

anonadándome, aniquilándome”. De ahí que su propia percepción del lesbianismo sea contradictoria: se es la mendiga hedionda, la lesbiana infecta, la leprosa, la que vive en una zona de plagas, la paralítica. Pizarnik no da muchos detalles de la cultura lésbica, incluso alguna vez menosprecia el amor entre mujeres, pero a la vez se admira a las lesbianas confesas, a las seguras de sí mismas, a aquellas que no

58

Sirva como ejemplo este fragmento de la entrada del diario del 22 de agosto de 1962: “Toda esta lucha perversa está en mí, en el centro de mí, me clavaron, me remacharon, me acuchillaron con cuchillos mellados y oxidados. Ripio, rabio, ruina, risa, resina, remanente de graznidos, retroceso de rezos triviales. Dientes entrechocándose. Un frío se acerca nacido de mi aliento. Todo lo que no lloré lo llorarán dentro de un momento cuando me destroce y me muerda como una perra rabiosa y me dentelle y me descuartice, porque todos ellos están en mí y cuando yo me asesine mi venganza estará cumplida” (2013: 482).

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esconden su condición y que están en primera línea del ambiente social y cultural: Djuna Barnes, Natalie Clifford, Renée Vivien, Lou Andreas Salomé. Quizás este esconderse bajo máscaras sucesivas está detrás de estos versos de Árbol de Diana: “Más allá de cualquier zona prohibida / hay un espejo para nuestra triste transparencia” (Pizarnik, 2001: 37). Pizarnik estaba atrapada entre la voluntad de construirse una identidad (como mujer, como escritora, como lesbiana) y el peso de la determinación cultural, especialmente el judaísmo, que marca la conducta femenina de una forma reglada. Así, dice Venti:

A la Ley Judía no le interesan los homosexuales por lo que son, sino que le preocupa establecer un patrón de conducta para todos, sin excepciones a la regla general. El Talmud se divide en seis áreas temáticas u órdenes (sedarim). Una de esas áreas aborda todo lo relacionado con las mujeres (menstruación, casamiento, divorcio, etc.), en la que se intenta considerar y legislar lo atinente a la transferencia ordenada de una mujer como propiedad de un hombre (su padre, el clan de su padre) a otro (su marido, el clan de su marido) de manera fiable y legítima así como el comportamiento adecuado, en caso de desórdenes naturales (menstruación) o sociales (adulterio, violación, divorcio, etc.). Este comportamiento implica una profunda preocupación por separar lo permitido de lo prohibido […]. Para los preceptos sionistas, el lesbianismo es condenable como acto, pues implica un desafío al modelo ordenado, fundado en la familia patrilineal. (Venti, 2008a: 75)

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Pizarnik también vivió de forma conflictiva, como si de un absurdo se tratase, su origen judío y su nacionalidad argentina. Desconfía de todo lo que imponga una definición, de todo lo que generalice y borre las huellas de la individualidad propia. Ser argentino(a) es pertenecer a un terreno difuso, inconcreto, marcado por costumbres populares de las que no se siente partícipe. Por otra parte, el peso de la cultura judaica le resulta insoportable, sobre todo en cuanto al rol sexual que desempeñan las mujeres como simplemente máquinas reproductoras, cuyo gozo debe reprimirse en beneficio del amor a la prole:

Y la Virgen María es una madre judía típica. Vos sabés que una madre judía no tiene vagina, solamente tiene amor para sus hijos y sangre que sea derramada en el caso de que haya que defender a sus hijitos. La V. María fue una idishe mame tan genial como la mamá de Freud o como la mamá de Einstein. (Pizarnik, 2013: 828)

Así pues, si la sexualidad únicamente puede vivirse asociada a la procreación, el placer queda totalmente anulado, más incluso si se trata de un deseo lesbiano. Anularlo o reprimirlo (“hay un disfrazarse de monja a pesar suyo”) no sólo supone transformar el cuerpo femenino en un paisaje devastado con violencia, donde se pierden los límites entre lo vivo y lo muerto 59, entre lo

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La entrada del diario del 22 de septiembre de 1962 es un ejemplo: “Amas entre pieles sarnosas, restos de uñas, dolores físicos fantasmas que vuelan por tus huesos, entre mendrugos de palabras, entre pelos, sonidos guturales, mierda hecha polvo. Que venga Malte Brigge y celebre tu estatua doliente, rodeada de relojes y de palabras repulsivas. (Produce náuseas recordarlas: patria, familia, fecundidad, construcción, plenitud, felicidad)” (2013: 495). El cuerpo y sus desechos se enfrentan a la norma representada en los términos sobre los que se construye la sociedad patriarcal. Recordemos que Malte Brigge es la protagonista de la

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humano y lo animal (Venti, 2008a), sino también vivir en una suerte de perpetua melancolía y vacío vital, en una permanente insatisfacción:

Y es siempre la sed ávida, aviesa, triste, como llevar un color marchito en la mano, una pluma desplumada. Me trago mi sed, me la bebo, la rumio con hastío invisible. Cada noche mi mirada se rebela. Mis ojos se toman en serio, se recuerdan, se comprometen: descartan los muelles y el río y los libros y las caras que sucedieron bajo el sol de agosto. Se abren mis ojos. Me obligan a seguirlos por altitudes de sombra y silencio y vientos y frío. (Pizarnik, 2008: 468)

No obstante, Pizarnik mantuvo a la par relaciones heterosexuales, algunas de ellas verdaderamente íntimas como con el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, a quien conoció en París y con el no sólo compartió proyectos literarios –ambos pensaban en la publicación de los diarios de Alejandra en la revista Mito-. Pizarnik confiesa a Ostrov que eran más que amigos, pero el fallecimiento del poeta en un accidente de aviación dejó inconclusos estos planes y esperanzas. En cualquier caso, la sexualidad no convencional de Pizarnik fue fuente de desencuentros y de dolor, pero a la vez de ahí la escritora extrae una suerte de conocimiento y de placer que no alcanza en otros aspectos de su vida. Fuerza para crear, para sentir que todavía se pertenece a este mundo. Pizarnik asocia el frenesí sexual a la ebriedad para abolir la noción del tiempo, para borrar las fronteras entre la que es y la que desea ser. Incluso a veces deja abierta la posibilidad de haber participado en

única novela del poeta Rainer María Rilke, una obra que, según la crítica, es semiautobiográfica y transcurre en un París expresionista, alienante, de pesadilla o infierno.

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orgías. Fruto de esa actividad sexual, en agosto de 1963 Pizarnik se queda embarazada y aborta a finales de septiembre. Esta experiencia fue muy traumática para ella, pues

Quedarme preñada es sinónimo de muerte. Es un sonido de alarma. Algo que me dice: se cerró el cielo. Anillo perfecto [...]. Abortar no me da miedo ni culpa. Sí, me da miedo de recibir un castigo no menos asfixiante: prisión a perpetuidad. No podré vivir un solo día con un hijo, con algo creciendo y alimentándose de mí. (2013: 611)

Pizarnik reconoce su incapacidad para la maternidad y planifica su aborto. La entrada del diario del 28 de septiembre reproduce lo acontecido (2013: 621). Se trata de una prosa poética impregnada de muerte, de separación de sí misma, de desmembramiento del cuerpo contenido en la expresión reiterada “tiran de ti” que unifica un fragmento extenso y dramático. Al margen del sufrimiento y dolor que transmite, entre la oscuridad de la muerte y la fuerza del cuerpo representada en las manchas rojas, en la sangre –pues la feminidad y la sangre están estrechamente asociadas-, la mujer se pone la máscara de la escritora para describir su experiencia: las piernas abiertas, las formas, un pequeño corazón, el silencio, el grito contenido, el bosque abierto, el borde de la gran boca. A continuación Pizarnik reescribe de nuevo el texto en el diario, que ahora es mucho más breve y, descontextualizado, es difícil apreciar en él referencias a su aborto. Lleva como título “Contemplación”. Por otra parte, en su Poesía Completa figura de nuevo otra versión de este texto, por supuesto también

más

reducida.

Un

poema

96

en

prosa

con

el

mismo

título,

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“Contemplación”, apareció publicado en Poesía Argentina de Hoy, de la editorial Aguilar, en el año 1971:

Con miedo antiguo se lamentan o lloran las voces. Formas fugitivas venidas para la ceremonia en la que arrancarán de ti el corazón de tu lejana figura. La noche relampaguea dentro de tu máscara. Te agujerean con graznidos, te martillean con pájaros negros. Colores enemigos se unen en la tragedia. Cuando llegamos al centro de la oscuridad el bosque se abrió. Murieron las formas despavoridas de la noche y no hubo más un afuera ni un adentro. Te precipitaron, desapareciste con la máscara en la mano. Y ya nada se pareció a un corazón. (Pizanik, 2011: 366)

La condensación realizada sobre el primer texto original ha sido máxima. Pizarnik ha borrado toda huella que pudiera identificar la experiencia física del aborto, ya no hay piernas abiertas ni formas ensangrentadas, ni una gran boca abierta ni un embrión con forma de pequeño corazón, ni un “tiran de ti”. El bosque, en este contexto, resulta difícil de identificar con una vagina. Hay, como dice el título, una contemplación dolorosa de un paisaje interior devastado: la visión de una ceremonia en la que la víctima va a ser sacrificada en un ambiente de pesadilla. La intensidad dramática es álgida. En cuanto al primer texto del diario, me interesa especialmente la despersonalización, no hay un yo, solamente un rostro cubierto por una máscara y unas piernas y un sexo abiertos. La vagina es un bosque, una gran boca, donde unas manos ajenas operan. Por lo demás, la pasividad es absoluta, la voz que habla ni siquiera se permite el lujo de gritar.

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También Anaïs Nin describe un aborto en una etapa avanzada del embarazo60, sin embargo, este hecho se cuenta

de una forma totalmente

diferente. Para empezar, seis extensas páginas en las que la escritora habla con su hijo para explicarle que “debería estar contento de que no lo arrojen a este oscuro mundo, donde hasta las mayores alegrías están teñidas de dolor, donde somos esclavos de las fuerzas materiales” (Nin, 2014: 344). A continuación prosigue: “Quiero hombres y no una extensión futura de mí misma, una ramificación”. Nin, casada con Hugh Guiler, estaba embarazada de Henry Miller, a quien considera artista pero no padre, por lo que “eres un niño sin padre, igual que yo fui una niña sin padre. Este hombre, que se casó conmigo, hizo de padre mío. No puedo soportar que cuide de otro hijo y yo vuelva a ser huérfana. Con todos los demás, fui yo quien se encargó de cuidarlos. He criado a todo el mundo”. Nin describe el ambiente que la rodea: los frascos de medicinas, el médico alemán que habla de la persecución de los judíos en Berlín, sus piernas que se abren a los instrumentos (los pájaros negros pizarnikianos). Después, la operación, el olor a éter, la imposibilidad de empujar, el sueño. El parto/aborto la deja sin fuerzas, exhausta. Pero al despertar y encontrarse mucho mejor, Nin describe esta situación como una experiencia mística, como si hubiera sobrevivido a una catástrofe después de haberse debatido entre la vida y la muerte:

60

Anaïs Nin estaba embarazada de seis meses. El texto mantiene cierta ambigüedad pues no se sabe con certeza si el aborto es necesario dadas las características físicas de la escritora, o si fue un parto prematuro. O un aborto por elección propia. Dado lo avanzado de su estado, descarto esta última opción. En cualquier caso, la escritora habla de aborto y no de parto.

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Morí y resucité por la mañana, cuando el sol iluminó la pared enfrente de la ventana. Un cielo azul, y el sol en la pared. La enfermera me ayudó a incorporarme para que viera el nuevo día. Me

quedé

allí,

tendida,

sintiendo

el sol,

unida

al

sol,

abandonándome a la inmensidad y a Dios. Dios penetrando en todo mi cuerpo […]. La luz y el cielo en el cuerpo, Dios en el cuerpo, fundida con Dios […]. Supe que lo que había hecho estaba bien. Supe que no necesitaba dogmas para comunicarme con Él. No necesitaba más que vivir, amar y sufrir […]. Viviendo mi vida, mis pasiones, mi creatividad hasta el límite, comulgaba con el cielo, con la luz y con Dios. Creí en la transubstanciación de la carne y de la sangre […]. Nací. Nací mujer […]. Nací a una gran serenidad, a un júbilo sobrehumano, por encima y más allá de todas mis tristezas humanas, trascendiendo el dolor y la tragedia.[…]. Caminé con la alegría de haber escapado de las fauces de un monstruo. (Nin, 2014: 354-355)

La tragedia de Pizarnik contrasta con la alegría redentora de Nin, pero las fauces de ese monstruo, en cualquier caso, aluden a una concepción atormentada y negativa de la maternidad, común en ambas escritoras: la maternidad no es un instinto femenino ni mucho menos un destino o una imposición, sino una elección personal meditada. El testimonio de su aborto acentúa, pues, la marginalidad y la periferia desde la que tanto Pizarnik como Nin escriben; es también una experiencia de la alcantarilla que atraviesa el cuerpo femenino y maldice su fecundidad. Escribir lo femenino, escribir el cuerpo, supone dar forma a esa voz que procede de la cloaca, que es la cloaca misma o, como dice Alejandra, las paredes viscosas de su laberinto melancólico. Una escritura del útero que

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transforma la corporalidad en materia verbal, un cuerpo textual donde la carne de la mujer expía todas las culpas, las suyas propias y las ajenas, las antiguas y las de ahora. La estancia en París reafirmó a Pizarnik en su vocación literaria y en su crecimiento personal; aprendió, conoció, vivió, sufrió, y sobre todo cogió el impulso necesario para seguir escribiendo y enfocar desde una nueva perspectiva su trayectoria vital y su carrera de escritora. A pesar de la desesperanza y del estigma que pesaba sobre el lesbianismo, a su vuelta a Buenos Aires, a principios de 1964, Pizarnik establece una profunda amistad con Silvina Ocampo, que poco después dio paso al amor entre ellas. La diferencia de edad y el hecho de que Silvina estuviera casada con Adolfo Bioy Casares dificultaron la prosperidad de esta relación, a pesar de que mantuvieron una correspondencia mutua hasta la muerte de Pizarnik. Rastreando sus diarios casi podemos afirmar que a partir de ese momento, del regreso parisino, las relaciones amorosas de Alejandra fueron exclusivamente con mujeres. Bajo la llave de Princeton, en el archivo Papeles Pizarnik, permanece también en secreto la naturaleza de su amistad con la escritora Cristina Campo, a quien Alejandra admiraba y estimaba mucho. La Nueva Correspondencia Pizarnik, de Ivonne Bordelois y Cristina Piña, incluye una carta61 del dos de julio de 1970; el material restante no se puede publicar por voluntad expresa de Cristina Campo.

61

“Mi Cristina, Le escribo en mi peor invierno, presa de la fiebre y de una perpetua crisis asmática que empezó hace un par de meses y se quedó y parece decidida a no irse. Le cuento esto para que justifique mi silencio. A la vez, no puedo no decirle que estoy habituada al asma, que no sufro cuando estoy en crisis, ya que forma parte de mis hábitos el enfermarme y no comprendo por qué me lamentaría. Hay otras cosas, Cristina, querida Cristina en la noche de hoy, la noche más fría del año.

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En el plano literario, Pizarnik obtiene el Premio de la Municipalidad de Buenos Aires con el poemario Los trabajos y las noches (1965), del que se siente especialmente orgullosa por la libertad alcanzada en la escritura. Al año siguiente publica en Testigo La condesa sangrienta, un texto difícil de clasificar para la crítica estudiosa de su obra, y al que su autora se refería como ensayo, estudio o poema, simplemente. La distancia entre lo narrado y la voz poética le otorgó seguridad y confianza en su capacidad de escritura. Después llegaron Extracción de la piedra de locura y El infierno musical, en poesía; Los poseídos entre lilas, en teatro, y La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa, en prosa. Su salud ya estaba muy deteriorada, y de ello dan fe sus diarios, pero la escritora continuó trabajando pese a que tenía prohibido leer y escribir. El proyecto de la “Casa de citas o Palacio del Vocabulario” emerge con toda la fuerza y el brillo del lenguaje en lo que hubiese sido un cambio significativo en su escritura. Y sigue escribiendo poemas y textos breves en prosa. A la vez, la obsesión por tratar sus grandes temas sigue viva; Pizarnik necesita escribirlos, ordenarlos por preferencia o tratamiento como una manera de no perderse en la selva verbal, ahora que desconfiaba plenamente del lenguaje: el espacio, el doble, el humor, el poema en prosa. A pesar de que sus últimos años fueron

Cristina querida en la noche más fría del año, la noche de hoy, en que intento romper el silencio (no lo romperé). Hace unos meses fue encerrada en el hospicio una persona muy importante en mi vida. Hace poco logró ser libertada gracias a mí. Por eso no le escribía. Otra cosa (Cristina ¿me quiere siempre? ¿le gustaría verme ahora, anormalmente aniñada por los cabellos largos, muy largos, (como de chica) y tan pálida y frágil que cuando me encuentro en un espejo me sonrío para darle ánimos (no es para asustarla que anoto estos detalles: me gusta ser pálida, me gusta ser una enferma, etc.). Otra cosa: necesité NO escribirle para atreverme a escribir lo que evité durante años. No creo que a Ud. Le interese y aunque a mí me interesa interesarla en mí, acepto, en este sentido, su desinterés. Aun así, le cuento que se trata –desde hace varios años –de expresar de algún modo MI HUMOR (“le don sacré du rire” decía usted, Cristina, en su 3ª carta”) (Bordelois y Piña, 2014: 403). A continuación, Pizarnik le habla entusiasmada acerca de los textos que componen La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa.

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especialmente difíciles, siguió ocupándose personalmente de sus papeles, mantuvo una correspondencia muy activa con sus amistades y tenía en mente la fundación de una editorial. Salvo su estancia en el Hospital Pirovano, nunca dejó de lado su actividad literaria. La metáfora del jardín, fue, en su caso, un pretexto para escribir de otras cosas, para hablar de las princesas enclenques y de las reinas desvariadas, de los sótanos tortuosos, del miedo, de la inmundicia. No quería un final feliz para su historia sino una historia llena de intensidad, sobrecogedora, auténtica, donde fuera posible hablar de su cuerpo de mujer y de su experiencia como mujer. Por eso, a pesar de París y del viaje efímero a Nueva York cuando obtuvo la beca Fullbright, nunca abandonó la alcantarilla.

II.4.

La última poeta, la última lectora. De la lectura como

subversión a la lectura como parte fundamental del proceso creativo

El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un

texto,

personificaciones

narrativas

de

la

compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida. Ricardo Piglia

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Siguiendo a Ricardo Piglia en el ensayo titulado El último lector (2005), la figura de Alejandra Pizarnik como mujer que lee encajaría perfectamente en las anteriores definiciones, hasta el punto de ser capaz de representar a esa lectora que vive hasta las últimas consecuencias la experiencia de la literatura. Y esta figura, la de la mujer que lee, es de importancia suma a la hora de explicar a la mujer que escribe y, en particular, la configuración de su voz poética. En este sentido, los diarios de la escritora constituyen un excelente material para rastrear sus lecturas y establecer un itinerario y universo literarios que datan su inicio en el año 1954, cuando Alejandra Pizarnik tenía dieciocho años. Lectora atenta y voraz, registra en su primer diario las lecturas de Proust, Dante, Shakespeare, y al año siguiente las de César Vallejo, Katherine Mansfield, Nietzsche, Apollinaire, Novalis, Dostoievski, Françoise Sagan, Celia Bertin, François Mallet, Rimbaud, Julien Green, Simone de Beauvoir, Alfred Jarry, Baudelaire, Gide, Clara Silva, Claudel, García Lorca, André Malraux, Unamuno,

Pablo

Neruda,

Jaspers,

Louÿs,

Joyce,

Azorín,

Descartes,

CyrilConnolly, Leopardi, Bioy Casares, Antonio Machado, Kierkegaard, MarjorieGrene, Garcilaso de la Vega, Quevedo, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Rosalía de Castro, Lope de Vega, R. de Campoamor, Vicente Huidobro, Evelyn Waugh y Henry James. El diario correspondiente al año 1956, brevísimo, comprende las referencias a Pascal y a Alfonsina Storni. Entre las lecturas del año 1957, destacan las de la poesía de John Donne, Dylan Thomas, Juan Ramón Jiménez, Horacio, Rilke, Trakl y Hölderlin; y especialmente la prosa de Franz Kafka, cuyos Diarios fueron el texto predilecto de Pizarnik y al que dedicó a lo largo de su vida sucesivas relecturas. La

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relectura proporciona una especie de conocimiento gradual sobre el texto, además de una profunda comunión entre lo que está escrito y quien lo lee. Concebidos como un espacio para la escritura y la reflexión crítica, destinados a edificar reglas morales y formas de vida, los cuadernos o diarios pizarnikianos registran el modus vivendi y el modus operandi de una escritora que hace de la literatura el centro de su existencia, de manera que de ellos se extraen no solamente las fuentes literarias con las que convive, sino también el material de ficción de su escritura así como las obsesiones, los grandes temas que configuran su universo creativo. La lista de sus fuentes es tan extensa que merece la pena dedicarle un apartado62, y no únicamente por este motivo, pues me parece crucial a la hora de acercarnos a su escritura y conocer la formación literaria de la escritora, toda vez que ella consideraba la lectura, estrechamente ligada al acto de escribir, como una fuente de conocimiento. Por eso este registro resulta sumamente significativo: para comprender mejor qué textos y qué autores y autoras le sirven de modelo o inspiración, o cómo son tratados por la tradición los temas que configuran su obra. Por otra parte, cabe destacar que las referencias literarias de otros autores y personajes de ficción no sólo aparecen en los diarios, sus poemas y los textos en prosa suelen estar dedicados a escritores

y escritoras que admiraba o con quienes había

entablado una amistad. Sin embargo, el mundo de la creación literaria, la efervescencia y el bullicio de la literatura, el pensamiento y la sensibilidad circulando alrededor de ella, todo este mundo está tratado con especial interés

62

A este respecto, véase el riguroso inventario de lecturas llevado a cabo por Patricia Venti bajo el título “Lectora de oficio”. En él figuran ordenadas cronológicamente las lecturas realizadas desde 1953 hasta 1970, quedando especificadas el título de la obra y su autoría (Venti, 2008a).

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en los diarios; en primer lugar, porque son los diarios de una escritora, por lo cual hablar de literatura es casi una necesidad más que obligada; en segundo lugar, la escritora persigue la conquista de un espacio propio en la tradición literaria: en el eco de tantas voces sonando, la suya fluctúa lentamente, desesperada, rabiosa, impotente, constante. Entre las líneas de lo que se dice y lo que se calla. Los Diarios se han convertido en un cuarto interior al que sólo visitan las palabras. Las referencias externas aparecen en cuanto a su importancia a la hora de tratar ciertos temas, los temas pizarnikianos por excelencia. Los muros aprisionan al ser que vive dentro, la libertad consiste entonces en dar cuenta de ese registro, minucioso, histérico. Cada vez hay más libros, más papeles, más carpetas. Alguien lee como si en ello se le fuera la vida, a duras penas sostiene su columna vertebral, su cuerpo que engorda y adelgaza, nicotina entre versos, sexo alguna vez, algunas veces. Una mujer lee amurallada: entre el espacio de las obras literarias que en ocasiones la conducen al éxtasis, se levantan las torres del castillo, una escritura intensa por la que emerge su yo, el yo acompañado de otro yo, y de otro yo, y así sucesivamente, el yo que se sitúa en la escritura para vivir y hablar de ese yo, y del amor y de la muerte. Quien lee demasiado y mal corre riesgos, parece decirnos Piglia en su ensayo, en el sentido de que lee mal quien acaba viviendo únicamente la experiencia literaria, quien permite a la literatura girar e interferir sobre su vida, quien acaba reduciéndose a una sola palabra o quien hace de su vida literatura. Don Quijote, Madame Bovary, Ana Karenina, Ana Ozores, forman parte del elenco de personajes literarios a quienes la lectura ha provocado su

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locura o está asociada a su desafortunado destino. Hay quien piensa que la literatura es la intromisión más profunda de un ser en otro ser, y hay quien ha visto, en la manera de inclinarse una cabeza sobre un libro, mientras se lee, uno de los gestos humanos más inofensivos. La paz de la lectura y el vértigo de la vida literaria, el texto como punto de fricción entre la realidad y la fábula. Porque leemos, trascendemos, desaparecemos, vivimos en el tiempo discursivo y en el espacio sin tiempo construido en las palabras. Sentimos las pasiones de otros seres, sus anhelos, sus culpas, compartimos la mesa en la que comen, sus miserias, sus tormentos. Como esos seres, nos emocionamos, corremos

peligros,

sufrimos,

podemos

morir.

Vivimos

intensamente

reconciliándonos con otro yo, reconociéndonos en ella, en un aquel, somos, en definitiva, otros. Y ahora añádase un estilo, una forma, añádase un modo de nombrar que descubra la peculiaridad de las palabras tejiendo un pensamiento, brillando como las espadas que Emily Dickinson aprendió a manejar para la dicha de quienes la admiran. En efecto, apropiándonos de un verso de Alejandra Pizarnik, y aplicándonoslo aquí, la literatura, la palabra, nos trasmuta y nos transmite. Y nos refleja, por supuesto o, mejor dicho, nos vemos reflejados en ella como si de una superficie lisa y transparente se tratase. La literatura es también espejo, de ahí nuestra identificación o rechazo con quienes crean y con sus personajes, de ahí el riesgo de experimentar un acontecimiento metafísico, metaliterario o extraliterario, donde los límites que separan el mundo ficticio y el real se funden más allá o más acá de la ficción y de la vida. La pregunta en torno a la cual gira el texto de Piglia es la pregunta por la

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lectora o el lector, con la intención de arrebatarle su discreto anonimato y responder a la pregunta de qué es o para qué sirve la literatura. Pregunta y respuesta que, por supuesto, variarán en función de quien lee y bajo qué circunstancias desenvuelva su lectura. Piglia establece una serie de puntos para configurar lo que llama una lección de lectura, en la cual estaría representada la persona que lee, y de este modo responder a la pregunta quién es el que lee: dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia. Seguiré estas líneas para conocer a la Pizarnik lectora, a partir del material que contienen sus Diarios y textos en Prosa completa, y añadiré, además, otra pregunta: qué es lo que lee. Empezaré por la historia, la historia de esta voz que se sitúa en un contexto, voz que, a pesar de su carácter íntimo, ha perdido su privacidad al ser nombrada como lectora y ser leída a la vez, y empezaremos por decir que es la historia de una mujer que escribe o, antes bien, la historia de una mujer que quiere escribir. A lo largo de casi veinte años, desde 1954 a 1971, los diarios están recorridos, diríase vertebrados, por el deseo imposible de escribir una novela. Un texto en prosa, sumamente bella, que trate de la angustia, del amor y de la muerte. Que posea la intensa brevedad y la belleza estilística de la Aurelia de Nerval. Un texto que desafíe al tiempo real habitando los espacios del tiempo discursivo, un texto, en definitiva, que prolongue la vida y en el cual la vida sea posible. Y mientras ese deseo se perpetúa, a nuestra lectora le pasan cosas: lee, escribe y se angustia. Se es angustiada por naturaleza, independientemente de la trayectoria vital, se lee y se escribe por vocación y con convicción, pese a las dudas literarias y personales. Se lee, y por ende, se escribe; sin embargo, la mirada del otro, la

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lectura del otro sobre sus lecturas y textos es la que Piglia califica de lectura enemiga o lectura hostil. Ver desde la hostilidad a quien está leyendo y, por consiguiente, a quien escribe. Esta mirada no tiene por qué reservarse con exclusividad al ámbito público, al contrario, el entorno familiar en algunos casos ha propiciado este tipo de lectura sobre el ver leer y escribir de sus allegados: Kafka y Pizarnik son buenos ejemplos de ello. Si consideramos, además, que la propia literatura devuelve a menudo la imagen del o de la letraherida desde una posición marginal, rayana a la locura, las escritoras y los personajes femeninos de ficción sedientos de lecturas han salido todavía peor parados. Eduardo Galeano, en el homenaje a Alfonsina Storni en su antología de textos titulada Mujeres, resume de manera acertada la creencia generalizada y sostenida de que “a la mujer que piensa se le secan los ovarios. Nace la mujer para producir leche y lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida, sino para espiarla desde las ventanas a medio cerrar”. La mujer es meramente un elemento de producción; animalizada por su fecundidad, debe permanecer recluida, con la única función de perpetuar y garantizar la especie. La educación, la literatura, el pensamiento, han sido espacios negados a la mujer en aras del equilibrio del sistema patriarcal. Por eso la conquista de la palabra ha sido tan larga y difícil. Porque el lenguaje, aún en su abstracción, abre ventanas medio cerradas, y los ojos que espían acaban viendo la posibilidad de vivir una vida. La realidad histórica que es la humanidad está deviniendo, por fortuna, al menos en el mundo occidental, en una convivencia donde los dos sexos cuenten sus propias historias sin que uno de ellos, el segundo, el débil, sienta que está usurpando el poder. Adán y Lilith se reconcilian, después de

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haber aprendido a hablar, a callar y a escucharse. No obstante, las diferencias son significativas entre los géneros. Don Quijote, aun en su delirio, conservaba una estupenda dignidad que despertaba la ternura y el amor de sus lectores. ¡Los molinos eran tan reales, tan valiente su rocín! La locura del caballero aleccionaba y hacía de lo real una fantástica aventura ante los ojos de un incrédulo Sancho-lector que, paulatinamente, entra en la locura de su amo hasta el punto de perturbar su propia visión, encontrando en el mundo ficticio y de ensueños la única realidad que le interesa. Mundo que se revela maravilloso, genuino y verdadero. Hasta que Alonso Quijano dice basta, ahora puedo morir en paz. Las locas literarias, sin embargo, no protagonizan tan bellos argumentos ni su enfermedad desencadena un recorrido vital de reseñable factura. Nuestras locas jamás han podido asumir la libertad con la que don Quijote leía y enfermaba. Antes bien, la historia era así: porque estaban ociosas y se sentían completamente insatisfechas, leían, y, como ello no era apropiado, enfermaban. Entiéndase el ocio como consecuencia de la falta de un proyecto de vida en el cual el sujeto pueda trascender, en términos sartreanos. El fin de la historia es bastante conocido: infidelidades conyugales, arrepentimientos, suicidios, la exclusión social como metáfora de la muerte. Como diría Peri Rossi, la literatura me mató pero te le parecías tanto. Así, madame Bovary y Anna Karenina son ávidas lectoras que comparten un destino semejante, como si la lectura trajese de la mano la compañía del adulterio y la pasión amorosa. Ana Ozores, la Regenta, es reprimida de pequeña por sus tías debido a su afición a los libros y a escribir poemas. En la novela, suele estar leyendo o paseándose con un libro en la mano. Y mientras

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Fermín de Pas es un consumado lector no sólo en aras de su vocación religiosa, sino también por amor al saber, Ana Ozores se aficiona a la lectura porque en los libros se revelan “un manantial de mentiras hermosas” que le compensan de la miseria de su vida (Alegre, 1986: 5-13). Nos hallamos, pues, ante el bovarismo63, lo que Piglia define como querer ser otro u otra, querer ser lo que son los personajes de las novelas: “[quien] lee ha quedado marcado, siente que su vida no tiene sentido cuando la compara con la de los héroes novelescos y quiere alcanzar la intensidad que encuentra en la ficción. La lectura de la novela es un espejo de lo que la vida debe ser”. Y prosigue:

Sartre lo ha dicho bien: “¿Por qué se leen novelas? Hay algo que falta en la vida de la persona que lee, y esto es lo que busca en el libro. El sentido es evidentemente el sentido de su vida, de esa vida que para todo el mundo está mal hecha, mal vivida, explotada, alienada, engañada, mistificada, pero acerca de la cual, al mismo tiempo, quienes la viven saben bien que podría ser otra cosa. (Piglia, 2005: 36)

Comparto con Piglia la idea de que este malestar, este vacío, ha estado representado en la literatura por las mujeres, cuyo universo íntimo, considerado frívolo y sentimental, estaba condicionado por lo que se creía una capacidad intelectual limitada frente a los lectores masculinos, cuya lectura era siempre instructiva, práctica y, por supuesto, perteneciente a la esfera pública (por ejemplo, la lectura de periódicos). 63

El término bovarismo, que curiosamente no reconoce el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, fue introducido por el psicólogo francés Jules de Gaultier, para referirse a la alteración, de raíz esquizoide, por la que una persona se considera otra de la que realmente es.

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Pizarnik es seducida desde muy temprana edad por la literatura. Son frecuentes los pasajes de sus Diarios que hacen referencia al único interés que la sostiene: leer y escribir; la vida, el mundo, por lo demás, carecen de belleza y suelen ser calificados de horribles. La intensidad que transmiten los textos es insólita e inalcanzable en la vida real. La tendencia a buscar en la literatura la pasión y el ardor que no se hallan en otra parte es perfectamente comprensible, teniendo en cuenta que la literatura propicia el espacio donde el yo insatisfecho puede vivir en los textos las ilusiones y las historias a las que aspira. Una mujer comienza a escribir y a leer desordenadamente. El bovarismo es elegido, asumido, intencionado: “Del diario de Du Bos respecto de una definición de Dostoievski: un ser que durante toda su vida no vive, sino que no deja de imaginarse a sí mismo. He aquí Alejandra” (Pizarnik, 2003: 127). El vacío de la vida se llena con la literatura, a sabiendas de que se está viviendo de la ficción. Por otra parte, nuestra lectora busca una autoría afín, una literatura acorde a sus necesidades, personajes similares con quienes identificarse. La literatura deviene el soporte anímico de la vida. Y precisamente porque sabe leer, entiende de los peligros literarios, por lo que su actitud, al margen de la pasión y la voracidad, incluso de la admiración con la que se enfrenta a los textos, es una actitud calculada. En primer lugar, posicionándose como lectora y escritora, renunciando a los convencionalismos en aras de su vocación artística, enfrentándose al otro hostil representado por la sociedad, la figura de sus padres y sus analistas, quienes no veían de buen grado las fantasías literarias para una joven sensible y enfermiza. En segundo

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Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

lugar, Pizarnik explora hasta el límite la experiencia de la palabra, la ajena y la propia. Conocedora del riesgo, asumiendo la pérdida, quiere jugar hasta el final; la partida, parece decirnos, se ha perdido hace tiempo. No obstante, pese a su suicidio, y a la prohibición de leer y escribir que cae sobre ella en su último año de vida, resulta conmovedora su firmeza para seguir estudiando (leyendo, releyendo y reflexionando sobre lo leído) y trabajando en el pilar que configura su obra: el lenguaje, sostenido en una “Casa de Citas” o “Palacio del Vocabulario”, a partir de los cuadernos antológicos donde anotó, a lo largo de su vida, las citas de sus lecturas preferidas. Decíamos anteriormente que en el caso de Pizarnik la literatura constituye un referente para la vida, una vida plena debería poder leerse como un libro, susurra Pizarnik entre líneas. La literatura interfiere en la vida, proporcionando claves para comprenderla y enriquecerla, el pensamiento que se desarrolla a través de la literatura debe ayudarnos a interpretar la realidad de la vida. Por otro lado, la experiencia de lo literario se comprende y constata desde la experiencia y la sensibilidad propias, de manera que el texto elegido refleja a la lectora en su círculo vital:

No estoy de acuerdo con Clara Silva en lo referente a las influencias nocivas de un Proust, Gide o Baudelaire. No creo que estrellen la fe innata e inocente de nuestra alma con una violenta y angustiosa voluptuosidad. Si es que leo a Proust, es porque mi estructura se identifica con él y elige su obra y no cualquier otra. Mis angustias no nacen al contacto de las líneas, sino que se limitan a asentir familiarmente y a reconocerlas como cosas ya experimentadas. (Pizarnik, 2013: 33)

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El mundo de los libros propicia, pues, emocionantes encuentros y desencuentros con escritores, poetas, ensayistas y filósofos, sobre quienes Pizarnik reflexiona incidiendo en aquellos aspectos que han suscitado su interés, analizando el fondo y la forma, y mostrando una especial inclinación por los textos que pongan al desnudo la naturaleza humana con sus miserias y sus pasiones, sus deseos y sus miedos, desdeñando aquella literatura que no amenace la vida, la destinada a ser un mero entretenimiento o la que permanezca fiel a los tópicos:

Hojeando las novelas policiales se me ocurre preguntar cómo es posible escribir tanto sin decir dolor, vida o angustia. Aborrezco esa estúpida deshumanización. Ese actuar sin raíz. Ese horroroso desprendimiento de lo más vital e importante. (Pizarnik, 2013: 27)

¡Soy Argentina! Argentum, i: plata. Mis ojos se aburren ante la evidencia. Pampa y caballito criollo. Literatura soporífera. Una se acerca a un libro argentino. ¿Qué ocurre? Viles imitaciones francesas, modismos en bastardilla, fotografías pesadas del campo. De pronto aparece un escrito rrrealista. ¡Magnífico! Encuentro entonces palabras como “puta” escrita cincuenta veces o diez variaciones más made in Dock Sud: Descripción de la viejita, del mate y de doña XX. O si no una bibliografía de los mejores libros clásicos o unos cuentos del tiempo de los valsecitos y las crinolinas, o un affaire in love en las montañas cordobesas llenas de cabritos y ¡de nuevo! Mates amargos. (28)

Kafka será su escritor preferido, la única gratificación literaria cuando la

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literatura deje de encantarle. Marcel Proust, Virginia Wolf, Gérad de Nerval, Caroline de Günderode, Valentine Penrose, Arthur Rimbaud, Antonin Artaud. Nuestra lectora demanda la palabra en la que podamos convivir con nuestra angustia, en la que pueda recrearse el amor, el romanticismo, la seducción, el misterio, la muerte, la que nos enfrente a nuestro vacío vital y a nuestro ser en el mundo. Porque se quiere responder a esta demanda con una escritura desgarrada, ardiente, delicada y feroz, se quiere escribir la desgarradura y solamente desde ella. Así pues, su preferencia por determinados autores y autoras constituye el punto de partida para abordar los temas de su obra: el proceso creativo y la lucha por la palabra, la identidad, el erotismo, el deseo y la muerte. Al filo de las lecturas se erige la propia voz, el universo pizarnikiano comienza a desplegarse. Citas que sostienen, citas que embriagan y que vienen a cumplir una función, la corroboración de sus pensamientos, un diálogo con la autoría, una palabra de ánimo, un consuelo, de forma que, con frecuencia, las entradas de sus diarios suelen aparecer encabezadas o finalizadas por estas citas literarias; así, por ejemplo, hablando de su neurosis y el sufrimiento que le causa, finaliza su discurso con una cita de Proust:

Aguante usted el ser calificada de nerviosa. Pertenece usted a esa familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra. Todo lo grande que conocemos nos viene de los nerviosos. Ellos y no otros son quienes han fundado las religiones y han compuesto las obras maestras. Jamás sabrá el mundo todo lo que se les debe, y sobre todo lo que han sufrido ellos para dárselo. (45)

O hacia el final de su vida, cuando acepta la derrota física y la imposibilidad

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de vivirse en palabras, es Kafka quien viene a decir del desánimo y la soledad:

Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana. En cuanto a escribir, sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran. Decir que me abandonaste sería muy injusto; pero que me abandonaron, y a veces me abandonaron terriblemente, es cierto. KAFKA. (503)

La empatía o inclinación por un escritor o escritora la conduce, a su vez, a la identificación con sus personajes literarios, atormentados, locos, trágicos y lúcidos, como Don Quijote, Kay Conway, Mariana Alcoforado, el príncipe Mishkin, lady Macbeth, Heloísa, Bartleby, Stephen Dedalus, madame Lamort, Robin Vote, Alicia y Lolita. Personajes que representan los distintos rostros que la voz alejandrina va mostrando a lo largo del tiempo discursivo. Frente a una realidad en la que es difícil sostenerse, el atractivo de los personajes de ficción reside en su capacidad de ser en el tiempo o, mejor dicho, de resistir en ese mundo extemporal azotados por el eco de sus propias pasiones. Esa resistencia hasta el final, ese suspenderse en el tempus narrativo, lógicamente resultaría embriagador para quien perdurar en el tiempo, resistir, se hacía una palabra difícil, y que solamente era sobrellevada con el consuelo de leer y escribir una novela. Se vive, a priori, porque se quiere escribir, y se lee sobre todo para aprender a escribir, y porque del acto de leer deviene la escritura:

Y si leo, si compro libros y los devoro, no es por un placer

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intelectual –yo no tengo placeres, sólo tengo hambre y sed- ni por un deseo de conocimientos sino por una astucia inconsciente que recién ahora descubro: coleccionar palabras, prenderlas en mí como si ellas fueran harapos y yo un clavo, dejarlas en mi inconsciente, como quien no quiere la cosa, y despertar, en la mañana espantosa, para encontrar a mi lado un poema ya hecho. (198)

El caso más significativo de esta relación entre la lectura y la escritura es la recreación de La condesa sangrienta, de Valentine Penrose, llevada a cabo por Pizarnik en 1968. La escritura es un viaje que se inicia en la lectura, y entre ambos destinos transcurre lo que Alejandra llamaba su aprendizaje, el análisis pormenorizado de todo cuanto leía, y en el que, por supuesto, también se incluía la relectura. Su estudio pretende abarcar el conjunto de elementos que confluyen en una obra literaria, desde la semántica hasta la sintaxis, voces narrativas, estilo, ritmo, musicalidad, la estructura formal, planteamiento filosófico, los temas… Este aprendizaje era fundamental para quien ansiaba escribir una novela y, según alegaba, carecía de estilo y desconocimiento del idioma. El aprendizaje al que se sometía era, asimismo, una forma de prolongarse en el tiempo, y podemos ver en este sujeto riguroso y obsesivo la figura exquisita de una Pizarnik traductora de obras como La vida tranquila, de Marguerite Duras, la obra de teatro de Pablo Picasso El deseo atrapado por la cola, poemas de Éluard, así como la Pizarnik escritora de ensayos, artículos y reseñas literarias64.

64

A este respecto, considero que el artículo de Florinda Goldberg “Alejandra Pizarnik, the Perceptive Reader” (2007), que he mencionado en la introducción de esta tesis, aborda esta cuestión perfectamente.

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Pizarnik sienta en sus Diarios las bases de su propia tradición, creando una autobiografía ficticia y literaria, donde la lectura desempeña un papel indisociable del acto de escribir; y si tenemos de ella la imagen de una escritora adicta y compulsiva, como lectora esta imagen no lo fue menos. Se debe destacar, no obstante, que la lectora Alejandra Pizarnik se ve a sí misma, desde sus inicios, como la mujer que lee, la mujer que accede voluntariamente a la cultura sin olvidar su condición de mujer. Esta condición es, por ejemplo, la que le impide disfrutar de la lectura en una cafetería sin ser molestada por espontáneos admiradores, o vagar en una librería, extraviada en los libros, sin aparentar lo que ella denomina la posesión de un fin. Su vocación literaria irá contradiciendo las reglas morales, las formas de vida que tradicionalmente se han considerado las propias de una mujer: una educación convencional, un trabajo burgués, el matrimonio, los hijos. Y, finalmente, esta vocación contradirá al amor, por supuesto, al amor acomodado en la cotidianidad y exento de silencio y de erotismo. Los libros y los escritos suplantarán los rostros y los cuerpos, se preferirá su soledad polvorienta, anquilosada, a la seguridad de la rutina, regularmente retribuida, a los gestos que el tiempo desdibuja. Sin embargo, su elección la distingue de las demás mujeres que han obedecido: la poeta y lectora es la mujer desprovista de encanto y de belleza, la que pasa desapercibida, desaliñada, la que entrega la desnudez de su ser al diablo de la literatura:

Profunda tortura cuando camino por Santa Fe entre el 1200 y el 1800, donde transitan, no comprendo por qué, las mujeres más bellas de Bs. As. Las miro o mejor dicho no las miro porque yo

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cuando camino no miro nada ni a nadie, sino que las intuyo o las veo de alguna manera, y sólo yo sé cuánto y cómo me fascinan los rostros bellos, y qué culpable me siento, inexplicablemente, de andar con mi ropa vieja, toda yo desarreglada, despeinada, triste, asexuada, cargada de libros, con mi expresión tensa, dolorida, neurótica, mis zapatos polvorientos, en medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles. Está dicho: una mujer tiene que ser hermosa. Y no hay excepciones válidas: aunque escriba como Tolstoi, Joyce y Homero juntos. (164)

Pero, por otra parte, también comprende que la imagen de la mujer engalanada para seducir está muy cerca de la imagen de la mujer objeto, atada al patriarcado y sin otras aspiraciones que las de gustar, mujer privada e incapaz de acceder a la cultura y desarrollar su creatividad:

Quisiera ser un hombre para tener muchos bolsillos. Hasta podría tener siempre un libro en un bolsillo. La ropa femenina es muy molesta. ¡Tan ceñida e incómoda! No hay libertad para moverse, para correr, para nada. El hombre más humilde camina y parece el rey del universo. La mujer más ataviada camina y semeja un objeto que se utiliza los domingos. (57)

Las primeras referencias de las lecturas de Pizarnik sobre El segundo sexo, de Simone de Beauvoir datan del año 1955. Los aspectos que despiertan su atención son los relacionados con la independencia necesaria para llegar a ser una artista, la consecución de una autonomía literaria. Si Simone de Beauvoir habla de la independencia económica y el tiempo libre necesario para tener, como postulaba Virginia Wolf, una habitación propia donde registrar, como

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soñaba Rimbaud, sus mundos de ideas, Alejandra pone en tela de juicio su viabilidad, por ejemplo, si, como mujer, intenta llevar la vida desordenada y excéntrica de Alfred Jarry. En una entrevista del año 1970 realizada por la revista Sur, Alejandra Pizarnik reflexiona sobre la situación de la mujer en su contexto histórico-social, considerando que para que alcance los mismos derechos que los hombres y su crecimiento como ser humano se necesita ya no una reforma en la sociedad, sino un categórico cambio radical, un changer la vie. A la pregunta de si ha encontrado impedimentos en su carrera por el hecho de ser mujer, Alejandra responde:

La poesía no es una carrera; es un destino. Aunque ser mujer no me impide escribir, creo que vale la pena partir de una lucidez exasperada. De este modo, afirmo que haber nacido mujer es una desgracia, como lo es ser judío, ser pobre, ser negro, ser homosexual, ser poeta, ser argentino, etc., etc. Claro es que lo importante es aquello que hacemos con nuestras desgracias. (Pizarnik, 2002: 310)

Por otra parte, poco antes de su viaje a París, en 1959, Pizarnik acaba de leer Una habitación propia, de Virginia Woolf, y reconoce en su lectura los principios que De Beauvoir ha tomado para su ensayo. Pizarnik se aplica tales principios a su persona, comprobando que, en efecto, puede disponer económicamente de esa habitación así como de independencia personal para materializar sus inquietudes. Además, sabemos que su vocación literaria se asume también desde la libertad, valorando los riesgos y renuncias que su dedicación le exige. Sin embargo, y he aquí lo significativo, Pizarnik presenta

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una conciencia enjaulada en su interior, oprimida, tiranizada; es decir, aunque se den las condiciones propicias para crear la obra, la voz que se erige en los diarios muestra abiertamente su culpabilidad por haber elegido su camino, y esta culpabilidad está íntimamente relacionada con la creación, y con ella, a su vez, la enfermedad, la locura:

Estuve pensando sobre las quinientas libras al año y el cuarto propio. Yo tengo un cuarto propio, no tengo dificultades económicas apremiantes, gozo de libertad para ir adonde yo quiera. No obstante, soy el ser menos libre. En verdad exagero: la posibilidad de una experiencia rica y vasta está hoy tan vedada como lo estuvo siempre. No me puedo ir al puente a mirar los barcos por la noche, etc., etc. Pero mi carencia de libertad es debido a mi no asunción de la realidad. Nada es objeto de mi interpretación ni de mi examen, salvo cuando declaro que no vale la pena. (Pizarnik, 2013: 144)

Escribo como detrás de una vitrina. La gente me observa, me avergüenza escribir como me avergüenza, en cualquier instante, sentarme en una silla y mirar el cielo. Esta herida no se curará nunca. Por más que lo ruegue. Horror de mi tragicomedia. Yo sé. Yo veo. Yo tengo frío. Y mi feroz alegría cuando encuentro una imagen que lo expresa. Una metáfora. Una palabra. Siempre que hay lenguaje en vez de silencio estoy alegre y casi diría que me atrevo a mirar el cielo desde un sillón, balanceándome suavemente en mi respiración penosa, que no se atreve, sin embargo, a confiarse a su ritmo. (164)

Pizarnik nos habla de varias cosas en estos fragmentos. Por un lado,

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reconoce la importancia de poseer cierta libertad económica y espacio personal para poder escribir, por otro lado, nombra los obstáculos con los que se encuentra: en primer lugar, la lectura o mirada hostil de la que habla Piglia a propósito de Kafka, la vergüenza de escribir es la consecuencia de esa mirada:

Todos los escritores son ciegos, no pueden ver sus manuscritos. […] La lectura enemiga, la mirada hostil (y familiar). Siempre se le arruina lo que escribe porque lo lee desde los ojos del otro-hostil. (Piglia, 2005: 71)

En segundo lugar, Pizarnik habla de su carácter obsesivo y depresivo, su tendencia al suicidio, ¿por qué no puede mirar los barcos desde un puente de noche?, ¿qué quiere decir que no asume la realidad?, ¿por qué le interesa lo que ya ha rechazado? En el siguiente apartado de esta tesis, analizaremos con detalle la locura como elemento ficticio asociado a la escritura femenina, locura que está presente en toda la obra de Pizarnik, desde la poesía hasta la prosa y el teatro. Aquí, me parece oportuno señalar que la locura ha sido un recurso muy utilizado por las escritoras de los siglos XIX y XX en la búsqueda de su autonomía literaria. La imagen de la loca y la imagen del monstruo acuñadas por estas escritoras se contraponen a la imagen del ángel/monstruo que la tradición miltoniana había impuesto en las mujeres, y responden a la necesidad de romper con esa concepción aniquilante y cultivar nuevos mitos o formas en los que las mujeres que escriben y las mujeres que leen se reconozcan. Sin embargo, en la avidez por contar y contarse desde una perspectiva femenina, la imagen del monstruo y la imagen de la loca emergen

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como el reflejo de la escritora que se considera y se siente desligada de esa tradición, y que en su lucha por construir nuevos modelos de mujer simboliza tanto su orfandad literaria como una visión desquiciada e inhumana de sí misma. Es lo que Sandra M. Gilbert y Susan Gubar en La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX denominan “ansiedad por la autoría”, siguiendo las teorías de Harold Bloom. Así por ejemplo, mientras los poetas masculinos experimentan la “ansiedad por la influencia”, el temor a que no sean los propios creadores de sus obras, ya que éstas se sitúan en una tradición donde sus precursores han asumido una prioridad esencial sobre sus propios escritos, las poetas, cuyos precursores masculinos simbolizan la autoridad y no logran definir los modos en que percibe su propia identidad como escritoras, experimentan esta ansiedad de manera aún más primaria: un miedo radical a no poder crear, a que nunca pueda convertirse en una precursora, a que el acto de escribir la aísle o la destruya (Gilbert y Gubar, 1998: 61-63). Según Bloom, el artista masculino propone desviaciones, huidas y malinterpretaciones contra el mundo de su precursor, de manera que la obra de éste quede invalidada de algún modo, mientras que la escritora se ve implicada en un proceso de revisión no de la interpretación del mundo de su precursor, sino contra su interpretación de sí misma. El término revisión es definido por Adrienne Rich como “el acto de mirar hacia atrás, de ver con ojos nuevos, de entrar en un texto antiguo desde una nueva dirección crítica, [...], un acto de supervivencia” (Gilbert y Gubar, 1998: 63). Cabe preguntarnos, pues, si las lecturas y relecturas sin fin de Alejandra Pizarnik están

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relacionadas íntimamente con este proceso de revisión. La escritora insiste en su necesidad de leer y desmembrar el lenguaje para llegar a saber cómo se articula un texto prosa, para llegar a escribir bien:

Estoy leyendo Forma y poesía moderna de H. Read. [...], se siente tan seguro en su intuición y conocimiento respecto a la materia que se olvida del lector, de la poesía y del ensayo que está escribiendo. Se sienta en un sillón, con un vaso de scocth en la mano y habla. Habla pero no crea ni sistematiza. Los ensayos sobre poesía debieran elegir dos caminos: la información objetiva histórica o la creación que parte de la palabra poética para llegar a su esencia, a la que tiene de más entrañable (Heidegger, Pfeiffer, etc). Los poemas de Milosz. Apenas empiezo a abrazarlos. Un gran poeta. [...] También he comenzado la relectura de Los hermanos Karamazov. Desde ya estoy prevenida en contra del desaforado estilo del traductor: R. Cansinos Assesns. Esto de las traducciones no me es indiferente. Por ello es que ya no leo la Biblia. [...] Anotar todas las impresiones literarias. Aún las más obvias, aun aquellas que me avergüencen. Es la única manera de aprender y tomar conciencia de lo que leo y de mí misma. Debo releer a Kafka, Joyce, Gide y Proust. (Pizarnik, 2013: 125-126)

Su añoranza de un maestro literario al estilo medieval toma cuerpo en los textos de autores clásicos y contemporáneos, en busca de un modelo que se ajuste a sus necesidades creativas:

Los problemas que me plantea el escribir. En primer lugar, mi exilio del lenguaje [...] Otra cosa que se origina en mi carencia de

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lenguaje conceptual interno es la ignorancia absoluta del lenguaje hablado. No hablo yo en un idioma argentino, yo uso lo poco que sé del español literario en general. [...] Quiero decir que debo forzarme una retórica personal, si es que deseo escribir un libro prosa. Esto es lo que me angustia, lo que me obliga a leer clásicos que me hastían y poetas que me disgustan. (2013: 331332)

No obstante, su ir y venir por los textos de distinto tiempo le proporciona una especie de libertad que nada ni nadie condiciona:

Deseo hondo, inenarrable (!) de escribir en prosa un pequeño libro. Hablo de una prosa sumamente bella, de un libro muy bien escrito. [...] Es extraño: en español no existe nadie que me pueda servir de modelo. El mismo Octavio es demasiado inflexible, demasiado acerado, o, simplemente, demasiado viril. En cuanto a Julio, no comparto su desenfado en los escritos en que emplea el lenguaje oral. Borges me gusta pero no deseo ser uno de los tantos epígonos de él. Rulfo me encanta, por momentos, pero su ritmo es único, y además es sumamente musical. Yo no deseo escribir un libro argentino sino un pequeño librito parecido a Aurelia de Nerval. ¿Quién, en español, ha logrado la finísima simplicidad de Nerval? Tal vez me haría bien traducirlo para mí. (412)

Si dedicarse a la creación literaria supone la apropiación de un espacio reservado a los hombres, la escritora que irrumpe en el canon, al concienciarse de sí misma y de su subversión, siente el lenguaje como algo ajeno, que no le pertenece, y que por tanto escapa a su control:

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Si yo tuviera el lenguaje en mi poder escribiría día y noche, pues es lo que más deseo. Pero ya es obsesiva mi desconfianza en el manejo del idioma. Y la novela se convierte en utopía. (122)

Tartamudez, afasia, falta de ritmo, acentuarán la carencia de un lenguaje en el que la voz poética pueda hablar como en ella se habla:

He leído demasiado y mal. ¿Sé lo que es una novela? ¿Lo sabré si la escribo? Oscilación entre el diletantismo y el esteticismo. Dostoievski y Mallarmé. A pesar de esto, aún no sé manejarme con los verbos complicados. (333)

Si a ello añadimos que en la obra pizarnikiana la experiencia del lenguaje posibilita la experiencia del ser, pulverizado en la palabra exacta que lo identifique con el mundo y con las cosas, sin traiciones ínfimas, aun aceptando la fisura, se comprende que el fracaso que vaticina Alejandra deja un camino abierto para la exploración de nuevas lectoras y escritoras en su lucha por la autoría:

Culpa por haberme ilusionado con el presunto poder del lenguaje. [...] Escribir no es lo más lo mío. [...] Ya no es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. Los que decían: "y era nuestra herencia una red de agujeros", hablaban, al menos, en plural. Yo hablo desde mí, si bien mi herida no dejará de coincidir con la de alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que no puedo decir nada. (Pizarnik, 2002: 61)

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La precursora de futuras escritoras ha llegado al final de su visión, a la imposibilidad de avanzar, y toda su trayectoria, desde la impotencia y la soledad, se le revela inútil. La conquista del lenguaje, como poeta y sobre todo como mujer, puesto que se dirige a una lectora supliciada, es comparada con la conquista de los indígenas mexicanos por los españoles, los cuales después de saquear las tierras y dominarlos, les dejaron como herencia “una red de agujeros”. Si bien los indígenas formaban un pueblo, mientras que cada escritora, sugiere Pizarnik, es responsable de su propia herencia y de la que deja tras de sí, debe luchar para que en esa red no se pierdan las palabras que sirvan de referente a las sucesoras, no sólo en los aspectos creativos de la obra, sino también en la normalización de una práctica en la que las mujeres no se sientan culpables ni locas. El fragmento, por otra parte, y como suele acontecer con los textos de Pizarnik, resiste otras lecturas: la poeta sin palabra que vivir ni que contar es la extranjera, la apátrida. La experiencia vivida es polvo de cenizas filtrándose en los agujeros de la red. La palabra se ha negado a sí misma y ha negado también al objeto designado. Todo es ausencia. Pizarnik escribió este texto en 1971, después de haber pasado por varias crisis mentales que le habían imposibilitado leer y escribir, pero hubo un tiempo donde las palabras –la literatura, el lenguaje-, saltaban vivas en la red, inquietantes.

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como peces hermosos e

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II.4.1. Los libros del mal

Quien ansía leer para vivir y quien ansía vivir para escribir, quien se consuela con un idealismo venido de viejas lecturas que han condicionado su respuesta a interrogantes vitales como la soledad, el amor, la ternura, renunciando a encontrarlos en el mundo real, halla en la ficción el rostro seductor que la vida sepulta. Y no hubo propiamente un libro del mal, un libro responsable del dolor y del desorden. Tampoco, exactamente, fueron varios. No echemos la culpa a los libros, no exijamos culpables. Versionemos de nuevo a Peri Rossi: la vida me mató pero la literatura se le parecía tanto. Pizarnik pertenece a esos y esas artistas que deseaban aunar arte y vida, que no podían concebir separadamente la creación de la experiencia vital. Y en ese sentido, el arte era la herramienta adecuada para cambiar la vida, aunque ella, conocedora de ese giro imposible, prefirió vivir la vida en el arte, sabiéndolo, no obstante, también inviable:

Deseos de escriturarme, de hacer letra impresa de mi vida. Instantes en que tengo tantas ganas de escribir que me vuelvo impotente. Digo escribir por no decir bailar o cantar, si se pudieran hacer estas dos cosas por escrito. El lenguaje me desespera en lo que tiene de abstracto. (Pizarnik, 2013: 218)

La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Quiero decir, por querer hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues esta no existe: es literatura. (200)

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Me parece muy importante insistir en que Pizarnik no fue una lectora ciega, sus lecturas nunca fueron inocentes y cada referencia literaria es una clave significativa a la hora de trazar el mapa de su cuerpo discursivo. Reflexiones sobre las lecturas de Rilke y de Simone Weil, por ejemplo, nos dan una idea de su pensamiento lúcido sobre la esencia de la poesía y sobre las relaciones entre la poesía y la justicia. Alusiones a Bettina Brentano, Louise Labbé, Whilhelmine Schroeder-Devrient (la cantante alemana, a quien se atribuyen las famosas Memorias de una cantante alemana,

el libro más famoso de la

literatura erótica germana), Nora Mitrani o Djüna Barnes, amplían el marco histórico y cultural en que se movía la escritora en busca de referentes personales y literarios para afrontar los múltiples rostros del amor,

la

obscenidad y las conductas sexuales, sin descuidar la lectura de sus contemporáneas y participando así de su campo de creación: Olga Orozco, Silvina y Vitoria Ocampo. Las tres amigas cuyas iniciales aparecen en el texto “Toda Azul”, (Pizarnik, 2002: 54), y con las que Pizarnik mantuvo una relación en vida y a las que abría que añadir Ana Becciu, Ivonne Bordelois, Martha Moia o Silvia Molloy. Por otra parte, a finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta, Alejandra retoma con fuerza su condición de judía, cuestionándose la naturaleza última de lo que ello significa. América de Kafka es el texto que viene en su auxilio. Patricia Venti asegura que en esta época Pizarnik trabajaba en este tema, así como en el de la homosexualidad. Los últimos propósitos que aparecen por escrito en sus Diarios son, además del proyecto del “Palacio del Vocabulario”, algunas relecturas: Kafka, Hölderlin, Lichtenberg,

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Beguin, Günderode, revisar los poemas de Sala de psicopatología (en la Poesía Completa de Lumen se publicó lo que parece ser un único y extenso poema), así como ver el texto sobre “La locura y la lógica”. Es precisamente en estas últimas páginas de los diarios donde la voluntad de la escritora asoma con fuerza: ya no se puede leer ni escribir, aun así, Pizarnik se debe, ante todo, a la consecución de sus proyectos literarios. Su decisión de continuar creando nos indica el grado de compromiso con su obra en las circunstancias más desfavorables, y podemos acertar a comprender los distintos rostros de una lectora que comienza ilusionada sus andanzas literarias, depositando en los textos la confianza y la pasión que suprimía la vida: “Ya no me importa tanto que J. se case con otra: un cuento de Henry James y una carta de Lewis Carroll me han consolado” (2013: 210). La literatura reconforta y la eleva hasta que el periplo vital y creador estreche el cerco al hábito de la lectura y haga de su fin inicial (proporcionar el aprendizaje necesario para escribir bien) una odisea desordenada e impúdica:

Escribir es un esfuerzo. Hoy me dediqué a corregir un cuento. Lo hice sin pasión, como si mi hastío, mi fatiga, mi coerción, fueran sustitutos de la necesidad. También leer es un esfuerzo, pero de distinta índole. Leer un solo libro me es imposible. Leer un libro solo es leerlo con la mirada mientras yo, detrás de mis ojos, medito en todos los libros que no leo en ese momento. Siento un deseo espantoso de devorar todos los libros. (2013: 328)

Se lee, pues, varios libros a la vez; nuestra lectora se fragmenta y se desquicia. Y el mundo ficticio se cuela hasta en los sueños, penetra en el

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espacio del reposo otra vez como un juego de espejos, reproduciendo el mundo imaginario con tintes de anhelo y de tristeza, de un humor perverso:

Me desperté a las cinco de la mañana muerta de risa. Recordaba, después de tanto tiempo, las aventuras de Alicia. La Reina, el Rey, el Sombrerero, la Liebre Loca, el Lirón, los flamencos para jugar al cricket, los hongos que hacían crecer y disminuir, el niñito que estornuda en la cocina llena de pimienta. Pero la tortuga llorona… sobre todo ella. (2013: 330)

La confusión entre literatura y vida es el atentado que la escritora comete contra su propia existencia. Confusión que es, por otra parte, deliberada y asumida. Los riesgos de ser65 Mariana Alcoforado, Heloísa o Caroline de Günderode son anunciados y valorados desde la voz que está dispuesta a vivirlos, comprendiendo que el lenguaje, la palabra, nos puede trasladar a la órbita de los personajes literarios, pero, en definitiva, no se es la palabra. Reflexionando sobre el amor imposible, Pizarnik escribe:

Sí. He confundido literatura y vida. Me sedujo, por un instante, reencarnar a Mariana Alcoforado. Pero ella se desagarraba con razón, a posteriori. Ella vibró, estalló en el amor, en un amor real, concreto, correspondido. No como yo, que parto de la inmanencia, después de la cual sólo hay locura y muerte. (2013: 107-108)

65

Seguramente Pizarnik había leído “Meditación en el umbral”, de Rosario Castellanos, poema en el que la escritora mexicana reflexiona precisamente sobre esta cuestión (véase en Castellanos, 1984: 146). Por cierto, Castellanos también vivió una profunda depresión tras una sucesión de abortos involuntarios.

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Este desorden de lecturas, esta falta de fe en el lenguaje y en el talento personal, esta atención obsesiva a todo lo literario que viene de afuera están provocados por la angustia de no poder escribir la novela en prosa, de admitir que el tiempo pasa y que resulta doloroso estar aquí, deseando el suicidio y la muerte porque en este mundo no se pueden vivir las pasiones que transmiten los libros. Aquí se vive al pie de la letra:

Ayer pensé en lo poco que me instruyen los libros. Lo que sé de lo importante lo aprendí a los tumbos, cayendo y levantándome sola. Ningún maestro espiritual, ninguna palabra consoladora venida de afuera. (2013: 318)

La lectora piensa y siente en soledad, su única compañía es el cuerpo del libro, su abrazo más intenso una abstracción. Y no hay consuelo posible. No obstante, más allá de lo estrictamente literario, los libros poseen una función catártica, pues no sólo elevan o purifican su ser, sino que también representan sus temores, miedos, frustraciones y anhelos, de manera que éstos pueden verse desde una cierta distancia para poder comprenderlos y comprenderse. La literatura no es la enfermedad, sino fuente de salud:

Debo hacer que la literatura sea eficaz para mí, es decir, volver a ella con la antigua convicción mía de que se trata de una terapia. Siempre tendremos tiempo de aprender la gramática y los recursos retóricos. (Pero esto contradice mi otra tentación de hacer de la literatura mi profesión). (2013: 366)

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Voz escindida, voz desdoblada. La mujer que lee y la mujer que escribe. La que devora libros y la que es incapaz de escribir un libro. La instruida y la analfabeta. La que trasciende penetrando otros textos y la que arruina sus propios textos, corrigiendo, destruyendo, criticando. Pizarnik se desdobló, al menos, en esas dos imágenes para afrontar su escritura, donde una flaqueaba emergía la otra y viceversa. Y ambas sabían de los riesgos que supone leer y escribir completamente a oscuras, sin luz. En los casi veinte años que abarcan sus Diarios, jamás hay una referencia a una ventana o a la luz, desde el despacho o habitación donde suponemos que lee. Breves referencias a algunas calles, o a algún monumento en su viaje a París, salvo eso, apenas nada. Salvo el desorden de sus papeles en su despacho o habitación, apenas nada. Sabemos que preferentemente lee y escribe de noche, y aun así en ningún pasaje se refiere a la luz. A propósito de Ana Karenina, Piglia dice que “la luz de la linterna de Anna es la metáfora de la luz del lector, del aislamiento del lector en la oscuridad. La realidad está del lado de la lámpara: la lámpara, la luz, la ventana, la ventanilla. Lo irreal y lo fantástico están, en cambio, del lado del libro: las letras mínimas, los signos impresos y su efecto enceguecedor (Piglia, 2005: 147). Para Pizarnik, la última lectora es la que ha llegado a prescindir de las lámparas. La iluminan las palabras que componen los textos. Es ahí donde lee, en la oscuridad de lo irreal, donde la mujer que escribe sitúa a la mujer que lee, donde la mantiene a raya para vampirizar las retóricas y los sueños de sus laboriosas lecturas.

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¿por qué habría de escribir cuentos fantásticos si yo no existo, si yo misma soy una creación de un novelista neurótico? Alejandra Pizarnik

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III. LOCURA FEMENINA: EXCENTRICIDAD Y RECURSO LITERARIO

La locura comienza cuando se quieren realizar los deseos más profundos Alejandra Pizarnik

Entiéndase la excentricidad, bajo este epígrafe, como sinónimo de trastorno, de enfermedad, como síntoma de la locura metafórica o real de la cual se hicieron eco las escritoras, a partir del siglo XIX, en su lucha por la autoría. Se ha señalado en el apartado anterior que la tradición patriarcal había impuesto la imagen de la mujer ángel66 como ideal femenino, en contraposición a la de la mujer monstruo. La división quedaba, así, establecida, se era una cosa o se era la otra, su perspectiva no contemplaba otras posibilidades con las que enriquecer el imaginario femenino. La obediencia, candidez y sumisión, la rígida espiritualidad, la confluencia de virtudes, primaban sobre los demonios de la carne, el poder de seducción, la rebeldía. Vírgenes y sirenas, damas santas y medusas condenadas poblaban las páginas de la literatura escrita por hombres67. Unas y otras, no obstante, carecían de salvación, no ganaban cielo ni infierno, en realidad eran víctimas de un destino difícil de purgar puesto que

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Virginia Woolf, en su “Professions for Women” (1931), ya había augurado, prolíficamente, que “Killig the Angel in the house was part of the occupation of a women writer”. 67 Sobre esta cuestión, puede verse el libro de Pilar Pedraza La Bella, enigma y pesadilla: esfinge, medusa, pantera (Barcelona, Tusquets, 1991).

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nunca se extendía más allá de los dominios masculinos. Dominio económico, político, cultural, sexual e incluso religioso. Recluida en las paredes del hogar, afanada en los quehaceres domésticos y en el cuidado de los miembros de la familia, sin otra inquietud personal que la que dictaba el día a día supervisando y realizando estas funciones, hasta hace bien poco la mujer occidental, a decir verdad, no ha sido ángel ni monstruo: apenas un magnífico ejemplar botánico, una extraordinaria especie zoológica, privada de la libertad y dignidad de las que gozan los hombres como derechos imprescindibles para desarrollar su autonomía. Simone De Beauvoir explica muy bien la manera en que ha acontecido esta degradación, a partir de los postulados de Engels, los cuales son una referencia en su estudio. Según ella, dos son las causas fundamentales que han conducido a un sexo a establecer relaciones de poder sobre el otro: por un lado, la aparición de la propiedad privada y, por otro lado, la naturaleza fisiológica de la mujer68. Si bien, siempre siguiendo a Engels, en una época de la historia la división del trabajo recaía sobre los dos géneros y además de las tareas domésticas las mujeres se ocupaban de la alfarería y del cuidado de los huertos, el descubrimiento del bronce supuso la invención de herramientas pesadas cuyo manejo requería la fuerza de los hombres. Éstos, a su vez, esclavizaron a otros hombres para realizar estos trabajos, de manera que el sexo que daba vida se devaluó en relación al sexo que arriesgaba la vida por llevar a cabo un proyecto o una meta, lo que Engels consideraba desde una

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Hoy estas ideas tradicionales han sido revisadas a la luz de los nuevos descubrimientos paleontológicos y antropológicos y, sobre todo, desde la arqueología e historiografía feministas (por ejemplo en el libro de María Encarna Sanahuja Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria, Madrid, Cátedra, 2002).

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perspectiva marxista un trabajo de producción (De Beauvoir, 2005: 116-117). La mujer, creadora de vida, frente al hombre que ponía en peligro su vida en las cacerías y batallas, pasó a formar parte de esa propiedad que constituían la casa, las tierras y el linaje. Más débil por naturaleza que el hombre, acuciada por las sucesivas maternidades y el cuidado de la descendencia, su papel se relegó a un segundo plano desempeñando estas tareas menores, no porque su importancia así lo fuere, sino porque carecieron de valor y reconocimiento en el seno de sus semejantes. Además, De Beauvoir incide en el hecho de que estas funciones, por ejemplo parir o amamantar, son específicamente fisiológicas, es decir, no implican la superación de un proyecto en el que trascienda la libertad individual. No obstante, De Beauvoir lleva su análisis hasta sus últimas consecuencias y ambas causas, en sí mismas, no tienen porqué suponer la sumisión del género femenino. Hay que tener en cuenta, según ella, otro aspecto sumamente importante: la construcción del género a través de la cultura, de ahí la célebre frase no se nace mujer, se llega a serlo, y de forma significativa la construcción de la mujer como Alteridad, alteridad respecto al Uno, al yo, representado en lo masculino y por extensión el mundo, y en relación consigo misma:

Todo sujeto se afirma concretamente a través de los proyectos como una trascendencia, sólo hace culminar su libertad cuando la supera constantemente hacia otras libertades; no hay más justificación de la existencia presente que su expansión hacia un futuro indefinidamente abierto […]. Ahora bien, lo que define de forma singular la situación de la mujer es que, siendo como todo ser humano una libertad autónoma, se descubre y se elige en un

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mundo en el que los hombres le imponen que se asuma como la Alteridad; se pretende petrificarla como objeto, condenarla a la inmanencia, ya que su trascendencia será permanentemente trascendida por otra conciencia esencial y soberana. El drama de la mujer es este conflicto entre la reivindicación fundamental de todo sujeto que siempre se afirma como esencial y las exigencias de una situación que la convierte en inesencial. (De Beauvoir, 2005: 63)

Simone De Beauvoir indaga en la forma en que se ha llevado a cabo esta noción de alteridad, en qué pilares se ha sostenido y las consecuencias que ello ha supuesto. La filósofa viaja a través de la historia para ofrecernos una visión de la situación de la mujer en distintas épocas y sociedades, así como el papel que asumía o, precisando, el papel que debía representar. Este análisis retrospectivo abarca varios aspectos, desde el económico hasta el político, desde el religioso hasta el más estrictamente biológico, y también desde el campo de la psicología. Para ejemplificar sus teorías, presenta una selección de textos literarios escritos por reconocidos autores masculinos, donde los personajes femeninos responden a la construcción arquetípica de la mujer: la sumisa, o la que De Beauvoir llama mujer mujer: la pueril e ingenua; también la mujer poderosa, la madre naturaleza, la ensalzada o sublimada cuyo reconocimiento no se basa en una relación de igualdad o reciprocidad. De Beauvoir prolonga su análisis hasta su contemporaneidad, destacando los logros que las mujeres han alcanzado en determinados países y señalando las metas que todavía quedaban por conseguir. Finalmente, la ensayista muestra una caracterización psicológica de tipos de mujer o una tipología de la

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alteridad, llamémosla así, que desvela cómo se vive desde una perspectiva femenina el sometimiento a la autoridad o, de manera más apropiada, cómo se construye el género femenino: entre las voces de la joven, la lesbiana, la mujer casada, la madre, la vida de sociedad, entre prostitutas y hetairas, se revelan las voces de la narcisista, la enamorada y la mística como posibles puntos de fuga en una situación de realización imposible. Básicamente, las leyes y los poderes del patriarcado han velado por los intereses políticos y económicos de los hombres, situando a la mujer en una posición de dependencia cuyos confines la cercan casi con exclusividad al ámbito privado: negándosele el protagonismo de la vida pública, expulsándola de la realidad que se construía día tras día desde los distintos puntos que configuran un enclave histórico-social, la historia de la mujer es la historia de una esclavitud, de una opresión, es la historia de lo que Simone De Beauvoir califica de producto intermedio, y que define y sitúa a la mujer entre el macho y el castrado69.Despojada hasta hace bien poco de los derechos que privilegian al hombre, la historia de la mujer es también la historia de un silencio, de una afasia, de una voz inaudible que ha logrado persistir en los resortes milenarios de la memoria. Para registrar su impotencia contra esas leyes que la ignoraban, contra aquellas que la sometían, contra el dios que le retiraba la palabra70. Para mostrar su desencanto ante quienes dirigían, representaban e

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Nótese la relación de jerarquía. En la cúspide de la pirámide, el género masculino, en el centro la mujer y en la base el castrado. 70 “La fantasía, sin embargo, nos lleva a conjeturar por dónde anduvo esta memoria y lo que engendró a lo largo de sus andanzas. A afirmar que, en la consecución del enigma humano, ella estuvo presente en la Biblia. Y que, partícipe del Antiguo Testamento, tuvo abundantes razones para sentirse ofendida con el Dios hebraico que pregonó, hasta la extenuación, su complicidad con los profetas, con los hombres elegidos, en continuo detrimento de la mujer. De aquellas mujeres bíblicas que, aun con su fuerte temperamento, aceptaron de buen grado la realidad religiosa forjada mediante los acuerdos que consolidaron el monoteísmo. Y que,

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interpretaban su propia historia sin haber escuchado de su boca su percepción más íntima; ante quienes consentían que su cuerpo y su espíritu fuese ese producto intermedio destinado a procrear, a almidonar camisas, a ser el símbolo de una clase y una posición social a juego con la biblioteca o el salón, aunque ello supusiera recriminarse a sí mismas. Producto fabricado para la disposición del señor, para su uso y deleite, adiestrado en las artes y ardides de la seducción, en la ficción de la caza. Producto utilizado, asimismo, para la disposición de la patria, como las mujeres francesas durante la Revolución, que lucharon por los ideales revolucionarios al igual que los hombres, siendo obligadas, una vez finalizada la revuelta, a regresar al canon tradicional del hogar y del decoro. También las mujeres alemanas y rusas de principios del siglo XX, una vez prestados sus servicios como combatientes en los períodos de guerra, fueron relegadas a la mera función de encargarse del hogar y parir hijos. En el caso de Alemania, Küche, Kirche, Kinder (ideal napoleónico que se traduce por cocina, iglesia, niños), se impuso a unas mujeres emancipadas que habían obtenido un escaño en el Reichstag, ante la declaración de Hitler de que “la presencia de la mujer deshonraría al Reichstag”. En Rusia, en el artículo 122 de la Constitución de 1936 se establece que en “la URSS la mujer goza de los mismos derechos que el hombre en todos los aspectos de la vida económica, oficial, cultural, pública y política”. En la Internacional Comunista se exige “Igualdad social de la mujer y del hombre ante la ley y en la vida práctica. confrontadas con tantos desafíos inéditos, se habían sometido a los estatutos impuestos por los varones hebraicos; sabedoras ellas, de antemano, que Jehová, al rechazarlas como interlocutoras activas, les estaba causando un intenso dolor histórico. Una tristeza que, contrariamente a la tesis freudiana de que la mujer padece de una nostalgia fálica, se originaba, más bien, en el hecho de haber sido puesta al margen de los episodios bíblicos esenciales. Como cuando Sara, cómplice de Abraham, con quien podía ser perfectamente equiparada, es alejada del pacto establecido entre Dios y su marido, del cual deriva la Sagrada Alianza” (Piñón, 2008: 104-105).

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Transformación radical del derecho conyugal y del código de familia. Reconocimiento de la maternidad como función social. Crianza y educación de los niños y adolescentes a cargo de la sociedad. Lucha civilizadora organizada contra la ideología y las tradiciones que convierten a la mujer en una esclava”. La mujer rusa participa activamente de la vida social y política, su salario es equiparado al de los hombres, y en la última guerra su protagonismo va desde sus labores en la metalurgia y las minas al paracaidismo y la aviación. No obstante, no fue fácil conciliar la vida pública con la vida familiar. Al servicio de la revolución, se respeta la unión libre, el divorcio, incluso el aborto; se habilitan guarderías, jardines de infancia, se dictan leyes sobre las bajas por maternidad, pero en cuanto la repoblación fue necesaria la familia aparece de nuevo como la unidad social básica y la posición de la mujer adquiere una doble vertiente: trabajadora y ama de casa a la vez. En consecuencia, la moral sexual se vuelve cada vez más estricta, se prohíbe el aborto así como el divorcio, y se fomenta la imagen y las maneras de una mujer educada para seducir como el deber y la obligación propios de la mujer:

Las mujeres soviéticas deben tratar de hacerse tan atractivas como la naturaleza y el buen gusto lo permitan. Tras la guerra deberán vestirse como mujeres y tener una actitud femenina [...] Habrá que decir a las chicas que se comporten y caminen como chicas, y para ello adoptarán probablemente faldas muy estrechas que las obligarán a moverse con gracia. (De Beauvoir, 2005: 208211)

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La perpetuidad del producto intermedio se impone a la lucha por la igualdad. La alteridad en detrimento de la afirmación de la individualidad y su realización trascendente, aprendiendo a ser el otro para los demás en detrimento de sí mismas. El otro necesario para la confrontación con el uno, con el Yo por excelencia, quien realiza sus proyectos a través de esa alteridad que lo relaciona con el mundo y que según la necesidad, según la mirada que mira, adquiere distintos rostros sin llegar a realizarse en ninguno:

[…] la mujer tiene un rostro doble y desolador: es todo lo que el hombre busca y todo lo que no alcanza. Es la mediadora prudente entre la Naturaleza propicia y el hombre; es la tentación de la naturaleza indomable frente a toda sabiduría. Del bien al mal, encarna carnalmente todos los valores morales y su contrario; es la sustancia de la acción y lo que se opone a ella, el dominio del hombre sobre el mundo y su fracaso; […] Proyecta en ella lo que desea y lo que teme, lo que ama y lo que odia. Si es difícil expresarlo, es porque el hombre se busca todo entero en ella y porque ella lo es Todo. Pero es Todo en el mundo de lo inesencial: es toda la Alteridad. Y como alteridad, lo es también para sí misma, para lo que se espera de ella. Al serlo todo, nunca es precisamente aquello que debería ser; es la perpetua decepción, la decepción misma de la existencia que nunca consigue alcanzarse y reconciliarse con la totalidad de los existentes. (De Beauvoir, 2005: 289)

En una línea diametralmente opuesta se mueve el pensamiento de Jean Baudrillard. A partir de la sentencia Seducir es morir como realidad y producirse como ilusión (1987) puede analizarse la posición de objeto (es decir, de objeto

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sexual) que viene desempeñando la mujer en nuestra cultura. Baudrillard destaca esta posición, considerándola superior a la de sujeto -ocupada por el hombre-, pues mientras éste se enfrenta a su verdad, a lo real, cae bajo el dominio de las apariencias representadas en la mujer. Pero debemos subrayar aquí que, en primer lugar, el juego de la seducción es concebido por Baudrillard como un movimiento fatal, circular, de desafío y muerte, en el que intervienen dos elementos: el masculino y el femenino. Mientras el masculino apuesta en este juego toda su subjetividad, el femenino, representado por la mujer, se ofrece como objeto cuya identidad es su apariencia de irrealidad, de ilusión, el espejo donde se proyecta el deseo íntimo del sujeto. Esa apariencia de irrealidad es la que otorga poder al objeto sobre el sujeto, pues alude directamente al universo simbólico y no al universo real cuyo dominio pertenece al sujeto, al elemento masculino:

La feminidad es el ser alienado de la mujer [...] La feminidad aparece como una totalidad abstracta, vacía de toda realidad que le pertenece en sentido propio, totalidad del orden del discurso y de la retórica publicitaria. La mujer perdida entre máscaras de belleza y labios perpetuamente frescos ya no es productora de su vida real [...]. Contra todos esos discursos piadosos hay que volver a hacer un elogio del objeto sexual en cuanto que éste encuentra, en la sofisticación de las apariencias, algo del desafío al orden ingenuo del mundo y del sexo, en cuanto que él y sólo él escapa a este orden de la producción al que quieren hacernos creer que está sometido, para entrar en el de la seducción. En su irrealidad, en su desafío irreal de la prostitución mediante los signos, el objeto sexual va más allá del sexo y alcanza la seducción. Vuelve a ser un ceremonial. Lo femenino siempre fue 145

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la efigie de ese ritual, y hay una temible confusión en quererlo desacralizar como objeto de culto para hacer de él un sujeto de producción, en querer extraerlo del artificio para devolverlo a lo natural de su propio deseo. (Baudrillard, 1987: 89)

Aunque Baudrillard privilegie al objeto en el juego de la seducción, en su apariencia de objeto sexual deseable, no puedo estar de acuerdo con él por cuanto lleva implícita la pasividad, que Baudrillard directamente no menciona y disfraza de irrealidad e ilusión. Pizarnik rechaza precisamente ese aspecto de la feminidad cuyo único objeto es despertar la atracción en el sexo contrario: las ropas ceñidas, el maquillaje. Por otra parte, tratándose, como en el caso de la escritora que nos ocupa, de un deseo y un erotismo lesbianos, este argumento excluiría al sujeto discursivo del campo de la representación.

III.1. Elogio de la locura

Elegir ser escritora en un mundo donde los hombres tienen otorgados y asumidos los poderes de creación y representación despertó en el sistema patriarcal, como no podía ser de otra manera, rechazo y desconfianza. Si las mujeres accedían al mundo laboral a condición de obtener sueldos más bajos y, en ocasiones, en un entorno deplorable, las que elegían dedicarse a una vocación artística se consideraban todavía más sospechosas. Por un lado, se cuestionaba su talento, su inteligencia; por otro lado, se ponía en tela de juicio su feminidad, dando por sentado que el fracaso de aquélla era la causa de que

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las mujeres se volcasen en algo tan abstracto, fútil y complejo como la práctica artística. Solamente una mujer frustrada en su ambiente familiar, en su entorno legítimo y exclusivo, podría buscar en el arte aquello de lo que carecía en la vida. Sin embargo, si pensamos en la inmanencia de su cotidianidad, sumergida en actividades intrascendentes, en el encierro de la domesticidad, caer en las redes de la ficción y crear su propio discurso resulta una inclinación casi inevitable e incluso natural. Y, por supuesto, peligrosa para el poder del patriarcado, pues el discurso registrado por excelencia, asumido literal y subliminalmente, es su discurso. Aunque hubo escritoras desde los tiempos de Safo, el silencio y el oscurantismo que cayó sobre ellas en aras de la conservación de ese poder fragmentó la voz femenina que osaba apropiarse de la palabra, a la vez que creó un terreno baldío en la literatura escrita por mujeres, siendo usurpado por las fuerzas de dominación masculina. De manera que, como dice Nélida Piñon, a la mujer le correspondió guardar la arcaica memoria colectiva, mientras los hombres realizaban y escribían sus hazañas (Piñón, 2008). Sin embargo, la incorporación de la mujer al mundo laboral propició la conquista de ciertos derechos cívicos y económicos; si a ello unimos la insurgencia de los movimientos feministas del siglo XIX, puede explicarse que en ese momento trasciendan en el canon literario, especialmente en la literatura inglesa y americana, una serie de escritoras cuya voz ha llegado hasta nuestros días, y que constituyen una referencia sumamente importante a la hora de hablar de las escritoras en la historia literaria: nos referimos a Jane Austen, las hermanas Brönte, Mary Shelley, George Eliot, Christina Rosseti, Emily Dickinson y, ya en

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el siglo XX, Virginia Woolf y Silvia Plath. En literatura española y latinoamericana hablaríamos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, Delmira Agustini y Alfonsina Storni. Su importancia reside, al margen de la calidad poética y narrativa de sus obras, en la inteligencia de su discurso, muchas veces velado y siempre subversivo, en el cual registran la experiencia femenina en un mundo construido por los hombres. Temerosas de escuchar su propia voz, oscilando en la contradicción de asumir la palabra o callar en silencio, desmadejando el imaginario colectivo para dar paso al imaginario individual, Nélida Piñon cuenta de este modo la inquietud que experimentaron estas escritoras, a la vez que descubrían la vastedad del territorio que les había sido vedado:

A la luz de la vela, con el pabilo tremolante, formando siluetas en la pared, la memoria femenina, habiendo cruzado tantas eras, ganaba una intensa representación corpórea. Ofrecía a la joven el imaginario exacerbado, fantasías eróticas. Le devolvía un cuerpo sin freno que podía manosear a gusto, aventurándose así por las regiones íntimas, secretas, un haz de nervios, hasta conocer el fuego temido del cual ya no prescindiría; cuando la alcoba, paraíso e infierno, inducía a la joven a emprender en medio de la oscuridad un viaje pionero y seductor. Tan embriagante que alejaba de ella en el día a día el deseo de transgredir normas familiares, de huir de la cárcel doméstica, de rendirse a lo desconocido. Vuelos poéticos que, por excederse en confidencias escritas con letra adolescente, había que destruir inmediatamente. No podía ella alimentar pretensiones literarias, implicarse en asuntos fuera de su alcance. No debían la esperanza, resultado

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de la práctica de un oficio, y la perennidad, asociada a la inmortalidad del texto, brotar de un eventual talento literario. Escrito a media luz, este discurso de servidumbre conducía a la mujer a crear unas normas que corrían el riesgo de tornarse impenetrables para ella misma. Al punto de que se le escaparan las verdades que iba intuyendo mientras redactaba su diario. Pues le convenía, bajo el régimen del miedo, olvidar los productos de la inspiración, sus artimañas. (Piñón, 2008: 115)

Este desasosiego, ya no solamente de la escritura, sino el provocado por la propia condición de ser una escritora que desestabilice el discurso normalizado, ha sido reflejado sucesivamente en la obra de estas autoras que, como también hemos visto anteriormente, interpretándose a sí mismas como escritoras inmersas en una tradición, no encajaban con las imágenes con las que el patriarcado había catalogado a las mujeres. En el párrafo anterior, Nélida Piñon menciona el “régimen del miedo”, bajo el cual las mujeres abandonan sus aspiraciones literarias, por ser impropias de cualquier mujer. La que sostiene la pluma mientras piensa no puede poseer el decoro y la nobleza de la que no lo hace. Pasa a ser directamente la mujer poco femenina, bien lejos del ideal, el monstruo, la loca. Precisamente estas dos últimas imágenes se repitieron en la obra de las escritoras inglesas y americanas, cuyo análisis han recogido Sandra M. Gilbert y Susan Gubar de manera exhaustiva y ejemplar en su ya mencionado ensayo La loca del desván, imágenes que, por otra parte, son frecuentes en la obra de Alejandra Pizarnik. Ese régimen del miedo es el que, por ejemplo, se impone a Charlotte Perkins Gilman para mantenerla encerrada en su casa, recuperándose de una

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depresión postparto, y alejada de la lectura y la escritura71. Su vivencia dio origen al relato El papel de pared amarillo, en el cual la protagonista es recluida en la buhardilla de una mansión ancestral, por prescripción médica de su marido, siguiendo las indicaciones de un reconocido especialista en enfermedades nerviosas. A medida que el tiempo transcurre, aislada totalmente del mundo exterior, su ser se debilita tanto que comienza a ver en el papel que cubre la pared, de color amarillo, figuras borrosas que poco a poco adquieren la forma de una mujer tras los garrotes de una jaula. Esta mujer, que es la doble, a su vez, de una loca que habita los desvanes, consigue finalmente alcanzar la libertad, después de haberse arrastrado por los muros, llevándose consigo a la escritora salvada mediante el acto de la escritura. El papel amarillo es el soporte del discurso patriarcal, oxidado, anquilosado en el tiempo, cuyo abrigo en realidad oprime y aprisiona porque en ningún momento recoge un testimonio de mujer contado por ella misma, ninguna imagen que dé fe o haga soñar según su voluntad lo disponga. Conserva en su envoltorio, de viva voz, el sello que se imprime a las mujeres para que éstas elijan entre vírgenes milenarias o ridículas esfinges, doncellas inocentes y horripilantes madrastras. Recoge, bajo sus muros, las figuras de piedra que han configurado la tradición, donde las mujeres lloran y ríen, posan y aman disimulando o mostrando su malestar, su impotencia, su esplendor, su desesperación, a pesar de sí mismas.

71

Esto mismo, la misma receta (nada de lectura, nada de escritura, reposo absoluto) imponen a Virginia Woolf. El relato de esta situación en sus Diarios es sobrecogedor. Llega a decir que acabará con su vida (en su última depresión) para no volver a pasar por ese “tratamiento.

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Quizás, por todo ello, la figura opuesta a la ideal en el canon, la representada en el monstruo y en la loca, haya resultado, si no atractiva, sí una gran aliada para las escritoras de los siglos XIX y XX. Tal vez las madrastras resulten personajes cautivadores y especialmente interesantes desde una lectura subversiva. Aprender a leer de otra manera, y por tanto, a escribir, son, entre otros, algunos de los aspectos que reflejan las autoras de La loca del desván, comenzando con una mirada enriquecedora y distinta sobre las heroínas del cuento de Blancanieves según la versión original de los hermanos Grimm: la madrastra y la doncella enfrentadas entre sí por la voz patriarcal recogida en el espejo. Esta voz es la que dice quién es bella y quién no, quién es aceptada según las normas y quién queda al margen de las mismas. Es también esta voz la que pone de manifiesto –como sugería sutilmente De Beauvoir- que la vinculación entre mujeres en una sociedad patriarcal es difícil o imposible, pues la propia voz del espejo las enemista entre sí: ambas mujeres, una joven y casta, otra mayor y astuta, rivalizan por el amor de un hombre. La madrastra se revela entonces una artista, una artera, de agudo ingenio y con capacidad de acción. Blancanieves, en cambio, encarna a la mujer pueril y virginal que vive sometida a las leyes del sistema, aceptándolas pasivamente sin llegar siquiera a cuestionarlas (recordemos que está dormida, enclaustrada en un ataúd de cristal, a la espera del príncipe que la despierte con un beso). Sin embargo, la distancia entre ambas mujeres es mucho más pequeña de lo que pensamos, pues podríamos considerar que se trata de un desdoblamiento de la misma identidad: la sumisa y la que desborda energía y pasión, la que acepta el encierro de la domesticidad de su mundo en

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miniatura, para ser erigida un objeto de arte eternamente joven, la reina adecuada, en definitiva, y la que advierte que las artes femeninas con las que es seducida acaban matando a las mujeres en la sociedad patriarcal. Blancanieves se casa con el príncipe, y la madrastra se convierte en la reina loca condenada a bailar hasta la muerte con unos zapatos de hierro calentados al rojo vivo. La rebeldía de esta reina destronada ha inspirado significativas imágenes y figuras temáticas en la poesía de Silvia Plath y de Anne Sexton, así como en la obra de Alejandra Pizarnik. Para Plath será la reina cuya ausencia habrá que recobrar; los zapatos rojos de esta reina serán el símbolo de la subversión y de la creatividad femenina en los poemas de Sexton; mientras que para Pizarnik la reina loca aparece sepultada en el fondo de sus cantos, o bien completamente trastornada en el universo claustrofóbico de las palabras. Ponerse los zapatos rojos, pues, puede interpretarse como el gesto metafórico de la escritura femenina. Y los zapatos heredados por las mujeres de generación en generación componen la danza, triunfal y dolorosa, con la que se asienta su autoría. De manera que, aunque se corten los pies, la garantía de recibir el legado establece o funda un paso más en la danza universal de la creación. Nótese, no obstante, que la convivencia con estas imágenes no fue sencilla para las escritoras, y aunque establecen puntos de fuga ante la opresión patriarcal, la liberación que posibilitan es más bien reducida. En consonancia con este malestar, también transmitido de generación

en

generación,

algunas

escritoras

utilizaron

seudónimos

masculinos a la hora de publicar sus libros, otras restaban importancia a su

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actividad literaria, alegando que se trataba de un simple pasatiempo, y no faltaban aquellas que, con una sólida cultura y formación en varias disciplinas, eran calificadas, sin más remilgos, de locas, vanidosas y ridículas. Este es el caso de la duquesa de Newcastle, lady Margaret Lucas Cavendish, poeta, filósofa, ensayista y dramaturga, cuya novela New Blazing World, supuso en 1666 la primera publicación de un libro de ciencia ficción. No le perdonaron su condición de mujer, pese a su ingenio, y sobre ella escribe Virginia Woolf: “la gente se apiñaba alrededor de su carruaje cuando salía, porque la duquesa loca se convirtió en un espantajo con el que asustar a las niñas listas” (citado en Gilbert y Gubar, 77). Por una mujer poco cuerda y atípica en su contexto fue tomada Marie Gouze, más conocida como Olympe de Gouges, dramaturga y filósofa, cuyos textos y personalidad excepcional le valieron la guillotina en el año 1793. Hija de un aristócrata y de una lavandera franceses, su padre, que no podía reconocerla, se ofreció a costear su educación, a lo que se negó su madre. Olympe de Gouges recibió, no obstante, una exquisita formación, llegando a fundar su propia compañía teatral. Precisamente por una de sus obras, La esclavitud de los negros, en la que denunciaba las condiciones en las que vivían y cómo eran tratados los esclavos, fue encarcelada en la Bastilla y liberada poco después gracias a la intervención de sus amistades. Bajo el terror jacobino de Robespierre, fue declarada enemiga de la República por la autoría de un cartel, Las tres urnas, en el que convocaba a la ciudadanía francesa a pronunciarse, mediante el voto, sobre el modelo político de estado. Después de pasar por diferentes prisiones durante casi tres meses, y sin la

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presencia de ningún abogado defensor, fue guillotinada el 3 de noviembre de 1793. A ella debemos la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, en el que queda reflejada su impronta feminista, reconociendo la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer y promoviendo reformas sociales, y Carta al pueblo. La misoginia de la época la tachó de loca, y sus textos cayeron en el olvido hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se produce la recuperación de su figura y su legado. María Rosa Cutrufelli, en La ciudadana (2009), recrea los últimos días de la vida de Olympe, en un texto polifónico exclusivamente femenino. Son las mujeres, las cercanas al entorno íntimo de Olympe y aquellas con las que se encuentra en la prisión, o en la casualidad de un balneario, o las vencidas por la curiosidad del juicio, quienes poseen la voz en esta historia, al igual que la escritora, en su camino hacia el cadalso, el escenario por excelencia donde Olympe representa y defiende a todas las mujeres y a sí misma. Un universo de cofias y sombreros, de escarapelas traidoras y seducciones equívocas. Sin dejar indiferente a nadie, la figura de Olympe de Gouges despierta desprecio y admiración, respeto y burla a partes iguales entre las de su mismo sexo. Pero aún entre aquellos que la quieren, como su hijo Pierre, su nuera Hyancithe y Justine, la fiel criada, Olympe ha sido siempre “una cabeza loca”, o simplemente “una loca” por el hecho de sustentarse a sí misma, no volver a casarse después de haber enviudado y, especialmente, por la excentricidad de escribir y de tener inquietudes políticas. Sin embargo, las palabras de Olympe no suenan vacías en los oídos de Justine. Acostumbrada a dictar sus escritos,

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la voz de Olympe suena en toda la casa, y Justine, testigo privilegiada, puede escucharla desde cualquier rincón. Un caso similar, no tan lejano, es el de la escritora neozelandesa Janet Frame (Dunedin, 1924-2004). Nacida en el seno de una familia humilde, estudió para ser maestra, pero su verdadera vocación era la poesía y la escritura. A causa de su carácter excesivamente tímido, fue diagnosticada desde autista a esquizofrénica, viviendo internada en un hospital psiquiátrico durante ocho años, soportando tratamientos muy duros y un trato humillante. Creación y locura siempre han estado íntimamente asociadas, sin embargo, mientras que para los creadores masculinos la locura es una consecuencia de su genio, de la desproporción de su talento, para las creadoras la locura es el precio con el que pagan su osadía, la desgracia acontecida por no saber estarse quietas en sus casas. La sombra de la locura, por otra parte, caía con más facilidad sobre las mujeres quienes, por naturaleza, eran propensas a padecer de histeria y otros trastornos nerviosos que, en realidad, denunciaban su malestar silencioso y opresor en la cultura. Esta idea está ligada a la creencia generalizada de que la menstruación causaba frecuentes desórdenes psíquicos. De ahí que la locura femenina esté relacionada, al menos metafóricamente, con la condición enfermiza de la sexualidad, como si el cuerpo femenino, precisamente por su naturaleza, fuese propenso a la enfermedad. La histeria es esta dolencia arcaica, la sexualidad amenazadora que, especialmente en las mujeres, se resiste al ejercicio impuesto por las normas. Su denominación proviene del griego hyster (útero), órgano que, una vez alcanzado su desarrollo, se desplaza a través del cuerpo

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femenino demandando el fin para el que ha sido creado. Así, si se encuentra en el estómago causa náuseas y vómitos, si se halla en el pecho, palpitaciones y ahogos, ataques de ansiedad y desvanecimientos. El texto médico más antiguo es un papiro egipcio descubierto en Kahoun en el año 1900 antes de Cristo, en el que se recogen los síntomas así como la idea del tratamiento para lo que entonces se denomina “perturbaciones del útero”, y que incluía desde la ingesta de productos nauseabundos a insertar en la vagina perfumes balsámicos. Con ello se pretendía engañar al útero y que éste regresara a su lugar. Con Hipócrates, en el siglo V a. C., la terapia aconsejaba tomar esposo lo más rápidamente posible, opinión que se mantuvo en muchos círculos médicos a través de los tiempos, de ahí la célebre frase del ginecólogo de la Universidad de Viena, Rudolf Chrobac, maestro de Freud: “el tratamiento de la histeria requiere pene normal en dosis repetidas”. Más artificioso es el famoso compresor de ovarios diseñado, en el último tercio del siglo XIX, por el neurólogo francés Jean Martin Charcot, con cuyo invento la paciente experimentaba una crisis similar al orgasmo. El valor terapéutico del falo venía a enriquecer su valor simbólico; por otra parte, el tratamiento de la histeria era una forma más de control sobre la sexualidad y el cuerpo de la mujer. Las propias fotografías tomadas por el doctor Charcot, entre las que se encuentra la célebre imagen de una de sus pacientes más jóvenes, Agustine, una muchacha de quince años, en pleno trance extático, sitúan al cuerpo femenino como objeto de fatal atracción, un campo de lujuria que provoca curiosidad y repulsa al mismo tiempo.

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La lección del doctor Charcot en la Salpêtrière (1887), óleo de P.A. Brouillet, reproduce una escena académica en la que el doctor francés está exponiendo ante sus alumnos y colegas, perfectamente vestidos en sus trajes negros, sus nociones sobre la histeria, sirviendo como modelo una atractiva enferma cuya blusa blanca deja al descubierto sus hombros e insinúa sus formas turgentes, con la piel bañada por la luz que entra por la ventana izquierda, despidiendo una dulce sensualidad. Todas las miradas masculinas caen sobre ella, sostenida amablemente por un discípulo del doctor. En Philipe Pinel en la Salpêtrière, de Robert Fleury, el psiquiatra y director de este hospicio parisino para mujeres locas aparece liberando a sus pacientes de sus cadenas, entre las que destaca la hermosa joven, también vestida de blanco que, aunque un tanto desaliñada, conserva intacto cierto encanto erótico acentuado por su pose tranquila, su dejarse sacar las cadenas extendiendo suavemente el brazo, mientras la blusa desabrochada muestra desnudos su hombro y pecho izquierdos. Aunque en las telas está perfectamente establecida la relación de poder entre géneros, destaca, sin embargo, al igual que en la fotografía de Agustine, el tratamiento que se da al cuerpo femenino, funcionando como un escenario donde se representa la belleza del erotismo, el esplendor de la carne que hay que dominar, la fuerza de los impulsos inconscientes. La histérica protesta contra el ángel del hogar, desafía a la autoridad y sus normas morales, de ahí que, por ejemplo, la figura de Agustine se haya convertido en un icono admirado por los surrealistas, o que Flaubert crease en su Emma Bovary el prototipo de la histérica. Su lenguaje es la rebelión del cuerpo contra los dictados sociales, aquellos que niegan el placer

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sexual de las mujeres encerrándolas en su propia carne en aras de una sensibilidad y espiritualidad demasiado dolorosas. Del encierro doméstico al encierro del cuerpo, hasta el extremo de vivir la enfermedad como un hecho más de la condición femenina: los buenos ángeles del hogar tenían que retirarse por encontrase indispuestos o se hacían acompañar de sus frasquitos de sales. Es decir, la mujer honrada era, ante todo, un ser espiritual y, para probar su valía, además, debía estar enferma. De ahí que algunas escritoras subversivas utilizasen la enfermedad como recurso, el símbolo literario del acoso de un sistema que acababa enfermando a sus mujeres. En Wuthering Heights, de Emily Brontë, Catherine Earnshaw, la heroína femenina que se enfrenta a la vida y al amor con una actitud apasionada y salvaje, cae enferma al contraer matrimonio con Linton, el caballero ideal con el que toda dama aspira a casarse. Asimismo, sus cuñadas Frances e Isabel gozan de poca salud, la primera muere al dar a luz a Hareton, e Isabel muere poco después de haber huido de Heathcliff. Clarice Lispector, en La imitación de la rosa, sitúa a Laura, su protagonista, en una encrucijada personal tras haber sido hospitalizada por una crisis de ansiedad, propiciada por cumplir a la perfección sus deberes de esposa: abnegación, gobierno de la casa, pérdida de sí misma. A pesar de no ser demasiado bella ni demasiado inteligente, Laura, viéndose a sí misma en las rosas que ha comprado esa mañana, se niega a ser un mero adorno, un bello objeto, pues en la naturaleza de las flores se le ha revelado la naturaleza de su propio ser, así como su fuerza, por lo que no puede evitar volver a enfermar (no pude impedirlo) cuando Armando llega a casa, si bien la enfermedad es, por supuesto, su

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lucidez, la capacidad de verse a sí misma en la situación en que está inmersa. En la obra de Alejandra Pizarnik la locura es un destino anunciado, la enfermedad por excelencia que aparece asociada a la escritura. Con los trabajos médicos de Sigmund Freud y Jacques Lacan la histeria logra cierta dignificación, destacando el posicionamiento de la histérica como el del sujeto deseante por excelencia. La teoría psicológica de Freud sitúa al paciente en un contexto múltiple en el que intervienen la historia, la educación, la antropología, las artes y la sociología. Con Freud, la histeria viene a demostrar que el ser humano se halla dividido, actuando sobre él causas inconscientes que le obligan a comportarse de modo contrario a sus ideales, muchas veces opuestos a su propia salud y bienestar. La puesta en escena de un encuentro sexual por parte de una enferma de histeria, que con una mano trataba de desnudarse y con la otra de impedirlo, ponía de manifiesto esta división. Braudillard entiende la histeria como una incapacidad del sujeto hacia la seducción. Freud aúna varios síntomas como las alucinaciones visuales recurrentes, convulsiones epileptoides, vómitos permanentes, perturbaciones de la visión, anorexia y parálisis, en la teoría traumática de la histeria, para explicarlos posteriormente mediante el mecanismo de la represión. Los síntomas histéricos dependían de conflictos psíquicos internos reprimidos, cuyo tratamiento se llevó a cabo a través del psicoanálisis. Para ello, la terapia se dividía en tres fases: la hipnosis, en la que la paciente reproducía los sucesos traumáticos que habían originado el conflicto; la asociación libre, en la que la paciente expresaba todo aquello que se le venía a la conciencia de manera espontánea, y la interpretación de los sueños, entendiendo que el

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sueño expresa a través de un lenguaje de símbolos el conflicto origen del trastorno psíquico. Además, el psicoanálisis tiene en cuenta la transferencia, es decir, la actualización de sentimientos, deseos y emociones primitivas e infantiles que la paciente tuvo hacia sus progenitores o figuras representativas, y que ahora pone en el terapeuta. Si bien el carácter sexual de la histeria era algo que ya se había reconocido y se daba por sentado, la importancia de los análisis de Freud consistió en destacar la influencia de la sexualidad en el comportamiento humano, desde las fases más tempranas de la infancia, de manera que nuestra conducta estaba regida por la pulsión de vida, en la cual confluían el impulso de autoconservación y los impulsos sexuales, y la pulsión de muerte, entendida como la reducción completa de tensiones, teniendo en cuenta que, para Freud, el ser humano siempre orientaba su conducta hacia la consecución de placer. Irene González Hernando, en su artículo “La piedra de la locura” (2012) trata el antiguo tema de la extracción de la piedra de la locura, del cual se hace eco la pintura flamenca entre los siglos XV y XVIII. Entre sus representaciones, destaca la pequeña tabla del Bosco datada a finales del siglo XV. El cuadro reproduce la escena de extirpación de la piedra de la locura, pues se creía que las personas afectadas tenían una piedra en el cerebro, la cual era causa de su necedad. Lógicamente esta extirpación era un simulacro, pues nadie hubiera sobrevivido a semejante intervención. En la escena de esta pintura aparecen cuatro personajes, el presunto médico, el paciente, y dos representantes del clero, fraile y monja, ambos tratados de forma satírica y burlesca, pues se alude al gusto del fraile por el vino y a la ignorancia de la

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monja a través de su expresión de aburrimiento y del libro que porta sobre su cabeza72. González Hernando explica que el término loco tenía significados muy ambiguos en la Edad Media. Por un lado, designa a aquella persona “cuya actitud no se corresponde con la regla social establecida, y que, por eso mismo, se convierte en marginado, más aún en peligroso” (2012: 80). Pero habría al menos otras tres acepciones posibles: la primera, estaría relacionada con el desorden mental; la segunda estaría relacionada con la figura del bufón, el que divierte y entretiene a los demás y que puede poseer alguna tara o defecto físico; por último, la tercera está vinculada a la sexualidad: el loco es aquel que se deja llevar por el impulso sexual o la lujuria. Esta última acepción incluiría también a la figura del enamorado. En torno a estas categorías, González Hernando expone que se desarrollaron dos líneas interpretativas que justificaban la trepanación cerebral: la primera consideraba necesaria esta intervención con el objeto de curar los males o mejorar los síntomas de aquellos pacientes afectados de migrañas, epilepsia, cefaleas; y la segunda consideraba

que esta ceremonia representa la castración o anulación del

deseo sexual en aquellos pacientes que han caído en las redes de la lujuria. En el poema “Extracción de la piedra de locura” (2001: 247), Pizarnik, admiradora confesa de la pintura flamenca, retoma este tema. A raíz de lo expuesto por González Hernando en su artículo, y teniendo en cuenta la vinculación del loco con la sexualidad desenfrenada o la lujuria, el poema de Pizarnik puede tener otra lectura interpretativa. Al margen de la locura relacionada, efectivamente, con su dolencia mental o neurosis, o de aquella

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El cuadro es una sátira y una burla a la charlatanería e ignorancia de la época.

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derivada de una intensa actividad intelectual (y que ambas confluyen en su obra), la homosexualidad también estaba considerada hasta hace muy poco como una enfermedad mental. El poema es un extenso poema en prosa donde emergen dos voces contrapuestas: una humana, caracterizada por rasgos culturales que remiten al judaísmo (el templo, el Eclesiastés), y otra animal, oculta, relacionada estrechamente con el cuerpo y la sexualidad. El diálogo constante y la intromisión entre ambas voces transmiten el desgarro del sujeto poético y su crisis de identidad. Así, mientras la voz humana alude a un paisaje interno devastado, la voz animal o sexuada recuerda la dicha del cuerpo en la unión sexual:

En el amor yo me abría y ritmaba los viejos gestos de la amante heredera de la visión de un jardín prohibido (2001:252)

La voz poética está hablando de una sexualidad no normativa, diferente; por tanto la extracción de la piedra de la locura equivaldría a normalizar, a regularizar su sexualidad, a curar esa identidad ilícita que es ella, irrenunciable: “No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio” (248). Pero, en última instancia, esta extirpación de lo propio deja en el cuerpo un agujero de ausencia sobre el cual no es posible hablar. El silencio con el que finaliza el poema sólo está a la altura del sufrimiento de una voz escindida en un cuerpo fisurado e invisible: “Ebria de mí, de la música, de los

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poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿y para qué este gran silencio?” (2001: 253).

III.2. La escritura del cuerpo enfermo

La enfermedad separa de manera insuperable; el ser sano y el enfermo pertenecen a dos mundos incompatibles Jean Reverzy

Hemos visto cómo la enfermedad simbolizaba el malestar de las mujeres en la cultura patriarcal, donde el sexo femenino era apodado indistintamente el bello sexo o sexo débil. Sin embargo, desde el punto de vista de los escritores y escritoras, la enfermedad ha sido a menudo un pretexto o un recurso para escribir; la imposibilidad de vivir otra vida ha significado, para algunos creadores, ceñirse más estrechamente a la literatura. La enfermedad, en principio, al igual que la muerte, lleva consigo la discontinuidad, supone la interrupción de un orden cíclico por el cual se rige la sociedad, orden dominado por períodos de trabajo y descanso perfectamente regulados. El arte, y en este caso la escritura, no se deja llevar por los mismos mecanismos que, por

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ejemplo, un trabajo en una fábrica, donde el personal tiene que prestar atención al ritmo y a la cadena de producción. La creación artística se mueve por otros parámetros, y si bien hay artistas a quienes la inspiración encuentra trabajando o bien se adhieren a un horario estricto de escritura, a otras y otros los sorprende buscando, mirando, perdiéndose en el azar de encuentros anónimos e inesperados que provocan la puesta en marcha del proceso creador. En el caso de aquellos escritores que vivieron de forma conflictiva su capacidad artística, como es el caso de Pizarnik, cuestionándose la finalidad o la utilidad de la escritura en un mundo gobernado por el orden del trabajo reglado y sus momentos de ocio, donde todo lo producido se consume o tiene utilidad, incluso aquellos escritores que repartían sus días entre la creación y el gobierno de una fábrica, o la contabilidad de una oficina, o el cuidado de los hijos y el hogar, muchos de esos escritores descubrieron en la enfermedad un poderoso aliado que los liberaba de las cargas cotidianas para dedicarse por entero a la literatura. La enfermedad abole el tiempo, éste deja de existir pues el cuerpo ya no sirve, ya no es útil en ese sistema de producción donde la gente se levanta temprano y va a trabajar, permaneciendo en el espacio laboral las horas acordadas en su contrato y después regresando de nuevo a su casa como en otra jornada más, parecida a la anterior y que no diferirá mucho de las futuras, marcada en todo caso por un horario inamovible. La enfermedad, en una frontera indefinida entre la vida y la muerte,

rompe el equilibrio de la

persona con el medio social y también el equilibrio de la persona con el cosmos73. La persona enferma, a priori, está maldita. Su cuerpo está maldito, 73

El magnífico estudio del pensador francés François Laplantine (1999) ofrece una visión muy completa sobre la noción de enfermedad y los distintos modos de comprenderla a lo largo del

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ha sido tocado por la desgracia, por la enfermedad. Si los organismos patógenos que provocan una enfermedad o una infección pueden ser aislados para saber cómo funcionan y de este modo poder destruirlos,

también el

cuerpo enfermo debe ser apartado –como si la enfermedad le arrebatara esa entidad que lo configura como persona, y de ella quedase solamente ese cuerpo-sudario, ese cuerpo-envoltorio alterado, contaminado-: las leproserías de la Edad Media cumplían ese cometido de aislar, estigmatizando, al cuerpo llagado (Foucault, 1998), de alejar de la mirada lo obsceno de la enfermedad. Y es que, en efecto, la lepra era una enfermedad letal y contagiosa. Pero lo que aquí nos interesa es la asociación simbólica del leproso, de la enfermedad por extensión, con la abyección, con la suciedad, los desechos, donde la persona enferma emerge como una figura temible y amenazante que debe ser aislada y controlada74. La mendiga errante de El vicecónsul, de Marguerite Duras, termina cubierta de lepra, pero en realidad el único pecado que ha cometido es haber sucumbido a un amor de juventud y quedarse embarazada, razón por la que ha sido excluida del grupo social. La relación entre la literatura y la enfermedad comienza a finales del siglo XIX. Los avances de la ciencia, especialmente de la Medicina y la tiempo, así como su relación con la literatura, estudiando en particular los casos de Marcel Proust, Frankz Kafka, Virginia Woolf, Celine, Albert Camus, Katherine Mansfield, Borges y Thomas Mann, entre otros. Laplantine aborda el efecto de la enfermedad en los escritores y cómo su actitud ante ella determina e influye en la obra literaria. 74 Foucault explica que este es el origen de los manicomios, de los hospitales donde están recluidos los enfermos mentales. Las stultifera navis del Medievo no fueron solamente un mito literario o un tema pictórico (su exponente más conocido es el cuadro del Bosco La nave de los locos, que parece haberse inspirado en la obra satírica alemana La nave de los necios (1494), en la que un grupo de locos embarca en una nave hacia Narragonien, la tierra prometida de las gentes insanas). Parece ser que existieron en realidad. En esas naves, los locos eran transportados de ciudad en ciudad en busca de la razón, hasta que en el siglo XVII los dementes, mendigos y vagabundos fueron encerrados en los hospitales generales. En su Historia de la locura en la época clásica (1967), Foucault afirma que el éxito del tema en la Edad Media “nos muestra que desde el siglo XV el rostro de la locura ha perseguido la imaginación del hombre occidental” (30).

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Biología, despertaron el interés cultural e irrumpieron en la literatura y en la crítica literaria. El Realismo, y en especial el Naturalismo francés, con Zola, incorporaron a los textos aquellos aspectos de las llamadas ciencias de la vida, tratando de representar al ser humano de la manera más objetiva y empírica posible. El vocabulario médico se filtra en la literatura, se describen estados patológicos que se valoraban como síntomas de la genialidad del artista (Clúa Ginés, 2009). Aparecen los diarios de enfermedad, y la literatura médica se dirige al gran público a través de enciclopedias y tratados. La experiencia de la enfermedad, en cuanto a su cualidad de estado que raya en lo más íntimo e individual, pero a la vez forjado en lo social, determinará las diferentes actitudes novelísticas o narrativas. Por ejemplo, en Proust la enfermedad es un instrumento de transfiguración artística: el modo de vivir su enfermedad, privándose de cualquier vida, le permite dedicarse a la literatura. La enfermedad, en su caso, puede interpretarse como rechazo de la sociedad y refugio en la individualidad, es la “búsqueda” de la elaboración de un sentido en el universo que ya no lo tiene (Laplantine, 1999: 169); la enfermedad es una oportunidad de conocimiento de sí mismo; la obra, un homenaje rendido a la enfermedad y al sufrimiento. Proust, quien desde muy temprana edad había dado muestras de un espíritu hipersensible y una salud delicada y enfermiza, hijo y hermano de médicos de prestigio, plasmó en su obra numerosas referencias a la medicina y a diferentes procesos clínicos, especialmente del campo de la neurología y de la uremia. Presa de un asma que lo acompañó durante toda su vida, asume la enfermedad, aliándose con ella para poder

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escribir su obra maestra, A la busca del tiempo perdido75, una de las grandes creaciones de la literatura universal. Ordena insonorizar su habitación para que nadie ni nada lo perturbe. Duerme de día, escribe de noche, echándole un pulso al tiempo para poder finalizar la obra en la que emplea los últimos trece años de su vida76. La enfermedad como ideal –y el artista como genio enfermo- se asoció al discurso literario de la decadencia. La melancolía o el spleen de fin de siglo se asocia a la imagen del artista enfermo, decadente o loco, bajo la inspiración de Baudelaire, quien había relacionado la convalecencia con el paradigma de la actitud artística, ya que la persona enferma es capaz de observar el mundo sin estar condicionada por los convencionalismos adquiridos (Clúa Ginés, 2009). En Retrato del artista en 195677, Jaime Gil de Biedma, convaleciente de una tuberculosis, aprovecha el reposo al que le obliga la enfermedad para escribir sus propios poemas y dedicarse al estudio de la poesía de Jorge Guillén, a quien admiraba. Nacido en una familia de la burguesía catalana, Gil de Biedma estudió Derecho en Barcelona y Salamanca y, obligado por la presión familiar, se ocupó de los negocios que su familia tenía en Filipinas con 75

Para Laplantine, antes que la novela de Proust, es El idiota, de Dostoievsky, la obra que permite concebir la enfermedad como un estado glorioso, ya que la enfermedad afecta por igual al individuo y a la sociedad, cuando el individuo enferma se produce una falla en el sistema. A través de la enfermedad, el individuo posee una conciencia aguda de sí mismo, es lo que le ocurre al príncipe Mishkin. Por otra parte, Pizarnik era una gran admiradora de Dostoievsky, la frase “mi adorado príncipe Mishkin” transmite su identificación con este personaje enfermizo. 76 El arte, la literatura, se erigen en la obra proustiana como la única posibilidad de recuperar nuestra vida vivida, de liberarnos del tiempo y de la muerte. La concepción del arte y del tiempo, así como la enfermedad, permitieron a Proust emprender su trabajo (Mario Campaña, 1994). 77 Este texto, publicado póstumamente, es una versión ampliada del Diario del artista seriamente enfermo (se habían suprimido los fragmentos relacionados con su homosexualidad), al que además se añadieron “Las islas de Circe” e “Informe sobre la administración general en Filipinas”.

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importantes compañías tabacaleras. En los ratos muertos de oficina, escribía poesía y estudiaba. Poseedor de una vasta cultura literaria, especialmente en literatura inglesa, escribe este texto íntimo agradeciendo a la enfermedad el haberle apartado de su rutina y su trabajo para poder dedicar ese tiempo a la escritura: “Estos días he pensado mucho en mi libro de versos. Temo que se atasque una vez más, a la espera de otra tuberculosis, y es necesario terminarlo cuanto antes” (Gil de Biedma, 1991: 200). Cualquier otro achaque también es bienvenido, siempre y cuando la escritura esté garantizada: “Cansado y de buen humor. Anoche tenía un catarro fuerte y hoy me he quedado en la cama. Trabajo en el capítulo sobre el poema guilleniano: nueve holandesas sin dificultad. Leo a Hugo. Viene Carlos Barral a verme” (Gil de Biedma, 1991: 196). Diríase, además, que su buen humor está relacionado con la posibilidad de escribir, y que, a pesar de que el catarro era fuerte, ha avanzado en su estudio de una manera por lo demás sencilla. No solamente eso: lee y recibe visitas, es decir, la enfermedad le otorga una energía de la que quizás carecía previamente, impulsa su actividad mental actuando a modo de motor en su creación poética, porque le regala el tiempo necesario para no hacer otra cosa diluyendo las fronteras temporales:

Al Policlínico, para una radiografía. Luego nos llama Reventós. Dice que ha descubierto unos ganglios anteriores a la lesión, que la nicotina no le había dejado ver hasta ahora […]. Lo bueno, lo verdaderamente bueno, es que me recomienda veinte días más de reposo en la Nava, por Navidad, o luego, en enero. Eso acelerará mi libro. Y quisiera también escribir poemas. Esta vez, 168

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acostumbrado al reposo, sabré ponerme al paso desde el primer día. Lo importante es creer firmemente en la vastedad del tiempo. (Biedma, 1991: 192-193)

También Pizarnik, a pesar de dedicarse enteramente a la literatura, recurrió en algún momento al pretexto de la enfermedad para canalizar sus energías en la actividad intelectual:

Antes […] vivía a la espera de una enfermedad grave y prolongada que me permitiría leer y escribir y estar en calma. Apartada del mundo y de mí misma Ahora no. Por primera vez sé –he aprendido- que no deja de ser importante contar con un cuerpo sano y perfectamente disponible. (Pizarnik, 2013: 308)

Pero hay también algo sumamente importante: la distancia que provoca la enfermedad al apartar a la persona enferma provoca a la vez una suerte de renacimiento. Todo es visto como si fuera la vez primera, detalles que la cotidianidad ocultaba y que pasaban inadvertidos adquieren de pronto un brillo especial que solamente pueden ver los ojos convalecientes en un despertar eufórico de todos los sentidos:

Primera salida al jardín después de veintinueve días en cama. Algo como una embriaguez, una felicidad enorme, apacible […]. Distingo cada olor y cómo varía y se suma a todos los otros: el de la tierra caliente, el de la acacia a mi espalda, el de los setos de boj que ahora ya sé a qué huelen: a siglo XVI […]. Además es domingo y hay campanas. Paso el tiempo mirando los trenes de hormigas, las hierbas de tallo nudoso que crecen en los rincones

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foscos, y la continua vibración de sol y sombra bajo el arbolado y los hilos de araña que a veces centellean en el aire […]. Más que todo, me llena de felicidad mi capacidad para apreciarlo […]. Así ahora no me resulta difícil escribir, ni deprimente. Mi nuevo poema tiene ya ochenta versos y está para terminarse. En cinco días no he conocido una sequedad –esa horrible sensación de estar removiendo polvo en un ámbito vacío: las ideas concretas, las variaciones y las palabras vienen solas. (Biedma, 1991: 158-159)

El cuerpo enfermo puede ser un desecho, incluso un estorbo para la función productiva de la sociedad, pero la escritura que mana de él, el escribir desde esa posición, le otorga una valía, un aura de grandeza que enaltece su débil condición. El lenguaje permite que el cuerpo hable, que se exprese y expulse su dolor, que le otorgue un sentido cuando todo aparece gobernado por el caos. El lenguaje moldea los cuerpos, los toca, y hay palabras que enferman y palabras que sanan, pero también el cuerpo es dueño de su propio discurso. Decir la enfermedad es una forma de acercarse a ella, de convivir con ella, para configurarla y transcenderla desde el cuerpo propio, incluso sublimarla. La escritura, entonces, puede transformar el dolor en arte, exorcizar los demonios interiores. Al escribir el dolor,

la poeta consigue poner una

distancia, una dislocación entre el yo que sufre y la causa de sufrimiento:

La angustia siguió caminando, solitaria y desdeñosa. Se sintió liberada, pero una sensación sombría la despegaba del tiempo, algo nauseabundo y extraño lleno de olor a féretro y flores putrefactas. Abrió los labios recordando que hacía dos días que no pronunciaba una sola palabra. Oyó un chasquido como una queja endeble, que provenía de su boca hermetizada. Con gran 170

Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

esfuerzo y desesperanza dijo: Es el fin. Sensación fuertísima y premonitoria. Algo está por venir: un gran dolor o una tremenda alegría. (Pizarnik, 2013: 23)

Pizarnik se sorprende de la calidad de sus poemas en contraposición con su inestabilidad mental. El arte le permite superar esa falla y la ilusión de “curar” la enfermedad, de calmar el dolor. En una sociedad donde la salud está normalizada y regulada, escribir desde la enfermedad es una metáfora de las voces disidentes y críticas con el pensamiento y la cultura imperantes. En cambio, cuando la enfermedad o sus secuelas actúan sobre el lenguaje y debilitan su estructura, cuando es la palabra la que enferma78 y la creación ya no es posible, ni puede actuar como tabla de salvación, entonces, en ocasiones, el cuerpo enfermo prefiere la muerte antes que el silencio y la página en blanco. El heroísmo del alma transformado en heroísmo del cuerpo, como decía Tsvietáieva. La falta de control sobre el lenguaje o incluso la imposibilidad de decir, de decirse, es la frágil cuerda que aparece en el verso de la poeta judeo-venezolana Martha Kornblith79: 78

Para Kristeva, la palabra del depresivo es “repetitiva y monótona. En la imposibilidad de concatenar, la frase se interrumpe, se debilita, se detiene. Los sintagmas no alcanzan a formularse. Un ritmo repetitivo, una melodía monótona dominan las secuencias lógicas quebradas y las transforman en letanías recurrentes, obsesivas […]. El melancólico parece suspender la articulación de cualquier idea naufragando en la nada de la asimbolía o en la demasía de un caos de ideas imposible de ordenar” (Kristeva, 1997: 33). Sirvan como ejemplos este poema de Pizarnik de Árbol de Diana: “has construido tu casa/has emplumado tus pájaros/has golpeado al viento/con tus propios huesos/has terminado sola/lo que nadie comenzó”, o este de Los trabajos y las noches: “en la mano crispada de un muerto/ en la memoria de un loco/ en la tristeza de un niño/ en la mano que busca el vaso /en el vaso inalcanzable/ en la sed de siempre”. 79 Nacida en Lima en 1959 y fallecida en Caracas en 1997. Entre su producción, destacan los poemarios Oraciones para un dios ausente (1994) y El perdedor se lo lleva todo (1997), en los que son recurrentes las imágenes y metáforas de la soledad, así como del horror a los sanatorios mentales. A pesar de que su obra ha sido objeto de interés académico y no ha caído en el olvido, su poesía es desconocida para el gran público y no ha sido reeditada. Para mayor acercamiento a su figura, véase el ensayo Poesía y suicidio en Venezuela. El caso de Martha Kornblith, de Miguel Marcotrigiano Luna (2012).

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Por eso me volví poeta Porque pasa lento el tiempo en soledad. ¿No es apenas un peligroso instante lo que sostiene nuestra cordura? ¿No depende la locura De nuestra única, frágil cuerda? ¿No pende ella de un solo término, del preciso término aquel que nos salva o nos condena? (Kornblith, 1994: 13)

El lenguaje, la poesía, es una forma de cubrir el tiempo o, mejor dicho, de estar en el tiempo y dejarse hablar en soledad. Pero es además un terreno peligroso porque los límites en los que se mueve el sujeto deciden la salvación o su muerte. “Se muere siempre de una palabra frustrada”, escribe Edmond Jabès en El pequeño libro de la subversión. El lenguaje poético, con su código particular, evoca a la Cosa, no admite la pérdida irreparable que, en última instancia, es el seno materno (Kristeva, 1997). A través de ese lenguaje podemos evocarlo porque no admitimos su ausencia. Ahora bien, en los estados depresivos la capacidad verbal se presenta menguada, el lenguaje se ha derrumbado y ha perdido su capacidad de evocación, ya nada se puede construir. La pérdida entonces es definitiva, y esta Cosa inaccesible no es Nada, es la Muerte (Kristeva: 1997). En el “Poema por la falta de mi madre”, de Martha Kornblith (1997b: 29), la muerte de la madre viene a ser también la tragedia del lenguaje: la palabra-madre habita en la casa- cuerpo, da un sentido, un orden al caos. Ahora que el lenguaje-madre ya no está, se escucha un canto repetitivo que anuncia la desesperación y la muerte; la ruina del 172

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paisaje interior aparece simbolizada en las cucarachas que el sujeto poético se limita a mirar, perdida toda expresión y capacidad del habla. Aquejada por la depresión y la esquizofrenia, Kornblith se ahorcó cuando el poema, el lenguaje, no pudo sostenerla, cuando la palabra desaparece. En este sentido, resulta significativa la escena en la que los gemelos Klaus y Lucas, los personajes principales de El gran cuaderno, de Agota Kristof (1935-2011), repiten incesantemente las palabras de cariño que su madre ausente les decía; a la vez, se insultan a sí mismos y el uno al otro, con el fin de que dichas palabras, a fuerza de repetición, ya no signifiquen nada, se queden vacías. De este modo, no pueden afectarles y se hacen más fuertes. La manipulación del lenguaje garantiza su supervivencia. La propia escritora, de nacionalidad húngara y exiliada en Suiza, desarrolló toda su obra en francés, lengua que tuvo que aprender durante el exilio. En su caso, llegar analfabeta a otra lengua fue poner la distancia necesaria entre sí misma y la lengua natal para emprender una nueva vida y crear una obra literaria en un país que ya no era el suyo y en una lengua que no le pertenecía 80. La lengua natal castra, dice Pizarnik, porque es un órgano de re-creación, de re-conocimiento, pero no de resurrección (“En esta noche, en este mundo” del poemario Los pequeños cantos).

80

Al llegar a Suiza, Kristof estuvo cinco años sin poder leer nada. Trabajó como obrera en una fábrica de relojes; ella misma relata: “Mi marido se empeñó en que nos fuéramos [...] Muchas veces he pensado que más habría valido que él hubiera estado dos años en la cárcel que yo cinco en una fábrica. Suiza me parecía el desierto. Lo pasé mal” (en Rodríguez Marcos, 2007). Kristof no entendía una palabra de francés. Después fue conociendo el idioma, podía hablarlo, pero no era capaz de leerlo. Tuvo que asistir a clases durante dos años para acreditar su nivel de conocimiento. Una persona que aprende a devorar libros a los cuatro años, ¿cómo puede estar tanto tiempo sin leer? ¿Por qué no escribió en su propio idioma? A este respecto, resultan apropiadas las palabras de Kristeva: “el melancólico es un extranjero en su lengua materna. Perdió el sentido del valor de su lengua materna, por no perder a su madre […]. Habla, entonces, una lengua muerta que no traiciona ni traduce a la Cosa” (Kristeva, 1997: 49).

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Virginia Woolf se suicida porque su enfermedad, una psicosis maníacodepresiva o trastorno bipolar, además del sufrimiento que le causaba, le impedía leer y escribir como a ella le gustaba. Su experiencia de la enfermedad está íntimamente relacionada con su escritura, llegando a admitir que gran parte de su material era producido durante los períodos agudos de sus crisis. Marina Tsvietáieva pasó por lo mismo, soportó las graves consecuencias sociales y políticas de su país, su familia perdida, pero no pudo soportar perder su escritura81. El suicidio, de algún modo, supone la última forma de control que el sujeto ejerce sobre su propio cuerpo. Un caso similar es el del escritor americano David Foster Wallace, autor de novelas, ensayos y relatos cortos y una

de

las

voces

más

prometedoras

de

la

literatura

americana

contemporánea82. También impartía clases de escritura creativa en la Universidad de Pomona. La medicación que tomaba para su depresión disparó su creatividad; cuando tuvo que dejarla, por los efectos secundarios que le producían, su actividad intelectual se vio mermada. Probó otras terapias alternativas para tratar su dolencia, pero no mejoraron su depresión y, por otra parte, su capacidad para la escritura siguió bajo mínimos. Se suicidó en el 2008 a la edad de 46 años83.

81

“Me imagino perfectamente que un buen día dejaré de escribir versos […]. Esa historia con los versos sería-mi primer paso hacia la no-existencia. Y el pensamiento: puesto que he podido dejar de escribir versos, un buen día podré dejar de amar. En ese momento moriré […]. Por supuesto, pondré fin con el suicidio, pues mi deseo de amor –es un deseo de muerte” (Tsvietáieva, 2008: 572). 82 Entre sus obras destaca La broma infinita, considerada obra de culto y una de las novelas más innovadoras de la literatura americana del siglo XX. 83 La relación de transitividad locura /escritura /suicidio ha sido bastante analizada, tanto desde la crítica literaria como desde la psiquiatría y el psicoanálisis. Sirvan de ejemplo los siguientes textos que profundizan en esa relación: el psiquiatra Pérez Rojo ha publicado Los escritores suicidas (Madrid, Uno Editorial, 2014), entre los que contempla a Pizarnik; el catedrático de Literatura Española en la Universidad de Lyon Carlos Janin Diccionario del suicidio (Pamplona, Laetoli, 2009); el musicólogo, ensayista y poeta Ramón Andrés Historia del suicidio en

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La enfermedad, compañera del cuerpo y del viaje, siempre está presente en la obra de Pizarnik, es un tema más, relacionado con la creación y la muerte. Los personajes de su obra teatral, Los perturbados entre lilas, padecen discapacidades físicas y se mueven con gran dificultad pedaleando sobre unos triciclos. La condesa sangrienta, Erzébet Báthory, además de melancólica depresiva, procede de una estirpe castigada por enfermedades mentales y otras taras84. Pizarnik, con su asma,

su tartamudez,

su escoliosis, sus

desórdenes alimenticios y su neurosis, plasma en su obra su particular experiencia del cuerpo enfermo. En su caso, además, la muerte se vislumbra desde una edad muy temprana como la única posible salida. ¿Qué significa estar atrapada en un cuerpo doliente, un cuerpo lesbiano –además-, que en su época era también un cuerpo enfermo85? Los Diarios recogen un discurso que da cuenta de las constantes crisis de angustia, el insomnio, el dolor, las sesiones terapéuticas, el desgaste psicológico al que está sometida. En su poesía, “Extracción de la piedra de la locura”, “El infierno musical” y “Sala de psicopatología”, entre otros, son los poemas más representativos de su dolencia mental.

Occidente (Barcelona, Península, 2003); y el poeta y ensayista Al Álvarez El dios salvaje (Barcelona, Emecé, 2003). 84 “Los numerosos casamientos entre parientes cercanos colaboraron, tal vez, en la aparición de enfermedades e inclinaciones hereditarias: epilepsia, gota, lujuria. Es probable que Erzébet fuera epiléptica ya que le sobrevenían crisis de posesión tan imprevistas como sus terribles dolores de ojos y sus jaquecas (que conjuraba posándose una paloma herida pero viva sobre la frente” (Pizarnik, 2002: 287-288). 85 En 1973, la Asociación de Psiquiatras Americanos retira el término homosexualidad de su manual de diagnóstico, después de estar considerada una psicopatología sexual desde 1870 (Izquierdo Reyes, 2011)

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La precocidad con la que se manifestó su neurosis –y que ella describía como incapacidad de pensar con lucidez86, lo que tal vez provocaba el puente insalvable entre el deseo y el acto- hizo a Pizarnik muy consciente de que sus días en este mundo estaban contados:

Creo que ya no hay nada que defender. Aun con mi ínfima capacidad reflexiva, puedo deducir mi vida. Ha de ser una vida corta en la que no me casaré ni tendré hijos (hasta diría que no tendré relaciones sexuales). Moriré acá en este cuarto, de alguna cosa

aparentemente

violenta

como

es

algún

choque

automovilístico o un cáncer de pulmón. (Pizarnik, 2013: 126)

Con apenas diecinueve años recurre al psicoanálisis87, aconsejada por su madre, como terapia de ayuda. La joven poeta describe su vacío existencial, su inmovilidad interior, su falta de un plan, de un objetivo que la anime a vivir. Confiesa que lo único que le interesa en este mundo es la poesía y la lectura. Por lo demás, todo carece de interés y en general su postura es profundamente disconforme con las convenciones sociales y la distancia que existe entre la vida y el arte. Su inteligencia es brillante y no admite trampas, no puede engañarse a sí misma, así que lo máximo que se concede son plazos de vida, 86

“Ya aprendí cabalmente que soy distinta de la mayoría de la gente. Que ellos piensan y yo no porque no puedo, porque me ocurre algo, porque estoy enferma. Sí. Estoy enferma. Me pregunto si a todos los neuróticos les ocurre lo mismo” (Pizarnik, 2013: 107). Un poco más adelante insiste en la misma idea: “Pienso en mi neurosis. La odio porque no me permite pensar coherentemente. Acepto las angustias, las extravagancias, sensaciones y explosiones más violentas pero… ¡a condición de meditar!” (Pizarnik, 2013: 117). 87 “Pienso en el análisis. Tal vez lo necesite aún pero no siento el menor deseo de continuarlo. Lo que me inquieta es mi ocio, mi no hacer nada. Me paso los días obsesionada por este viento frío que me penetra, este mensajero de mi soledad, este castigador innominable. Debiera leer mucho pero mi pensamiento está congelado, pasmado ante tanta angustia, tanta sensación de muerte. Creo que debería trabajar, tener un empleo. Sería una manera de intentar la adultez, si bien no deja de ser externa. Pero necesito trabajar y probarme” (Pizarnik, 2013: 120).

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temporadas, años –a veces, esos plazos eran simplemente certificados diarios que le expedía Olga Orozco garantizándole que no le iba a pasar nada, que estaba a salvo- amenizados por la lectura y la creación de su obra:

Anoche hice planes para mi importantísimo futuro […]. Traté de ponerme un plazo de cinco o diez años dedicada a una sola actividad, un solo aprendizaje. Tengo que salir de mi estado actual. ¿Actual? Hace ya veintitrés años que estoy en él. ¿Qué me hace suponer que cambiará? Y ahora que lo escribo me hago trampa. Siento que lo escribo para romper el hechizo, para que se interrumpa. Pero cinco o diez años en una tarea y después suicidarme no es un futuro desdeñable. (Pizarnik, 2013: 300)

Ayer, antes de dormir, hice este plan: vivir hasta los treinta años. En estos seis años y medio hacer una novela. Vivir sólo para el arte. (304)

La anticipación de la muerte a través del lenguaje, no obstante, tiene al menos un efecto positivo: es lo que le permite al sujeto poder-ser en autenticidad. Aceptando el planteamiento de Heidegger, de que el ser humano es un ser-para-la-muerte, la anticipación subjetiva de ésta lo libera de los valores ajenos, pues enfrentándose y aceptando la muerte comprendemos que sólo nosotros podemos ocupar ese lugar, que debemos responder por nuestra muerte. En la entrada del diario correspondiente al 28 de septiembre de 1954, Alejandra reflexiona sobre la eternidad y el sentido de la vida, y le parece que sólo alcanza esa condición quien logra transcender como persona, por ejemplo, los escritores y artistas. Después continúa: “De pronto, siento náuseas de mi

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resignación de ser-para-la-muerte. ¡No! ¡Quiero liberarme! ¡Quiero vivir!” (2013: 30). Y continúa copiando una cita de Victoria Ocampo y escribiendo un poema. La angustia vital ante la muerte, la conciencia de la propia muerte, nos enfrenta a nuestros miedos y al código de valores en los que hemos crecido, nos da el empujón necesario para transcender. Alejandra se anticipó en numerosas ocasiones a su propia muerte, la imaginó de diversas formas posibles y nunca dulcemente, sino de forma violenta. Ella, que no quería morir, sino simplemente dejar de ser. Sí, la literatura fue quien la sostuvo, el deseo de escribir una novela que nunca llegaba, que se iba postergando entre las líneas silenciosas de sus diarios. Estaba la poesía, aún a costa del sufrimiento que nacía de un hondo compromiso con su arte. La escritura es una forma de transformar el desorden en significación:

Cada vez me atormenta más la incapacidad de hilar un pensamiento. Mi actividad mental consta de un suceder de imágenes vertiginoso, recuerdos desordenados, palabras que se van en cuanto trato de apresarlas (como un ladrón huyendo del que sólo se ve el extremo del saco, al doblar una esquina). ¡Es desesperante! Trato de llegar a cierta coherencia, pues no es posible seguir tan despegada de mí misma. (2013: 105)

Al igual que en la obra de su admirado Nerval, el corpus pizarnikiano se caracteriza por una estética del sufrimiento, un vía crucis del cuerpo. La herida del ser humano no se puede curar, pero sí se puede decir, se puede tocar, visibilizar. Y cada cual tenemos nuestra herida. Si no hay libertad ni justicia, si

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el absurdo existencial y la muerte son la única certeza, si no podemos gozar ni creer en el amor, al menos podemos hablar del dolor:

Estoy perdiendo mis últimos objetos. Se acercan la locura o la muerte o ambas o es lo mismo. Soy un vacío convulsionado por el dolor. Sufro. Sólo sé que sufro. Sólo sufro. Y nada más. Y nunca más. (200)

En torno a esta confesión se estructura una apología del sufrimiento. Al sujeto le duele todo porque, en principio, no desea nada: el mundo, la vida, su vida, no es un lugar amable. Su extranjerismo la condena y la aísla del grupo social. Son varios los temas en torno a los cuales gira este sufrimiento: la infancia desdichada, la inmovilidad interior o melancolía, que tan bien describe la narradora de La condesa sangrienta88. En los Diarios se dice: “sufrir es ver un color blanco corriendo hacia una catarata ardiente” (2013: 402), que recuerda al momento en que el vestido blanco de Erzébet se cubre de la sangre de las vírgenes89. También está su enfermedad mental y su conflicto sexual. Venti habla de “prácticas sexuales” para referirse a su promiscuidad, hombres y mujeres entrarían en su círculo. Pizarnik ironiza al respecto: que vengan también las mujeres y los niños. Lo cierto es que su identidad sexual fue conflictiva y le costó admitir su

88

“Al melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión del transcurrir –en verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas de los muertos- que precede y continúa a la violencia fatalmente efímera. Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz velocidad, revestida de variadas formas que van de la inocente ebriedad a las perversiones sexuales y aun al crimen”(Pizarnik, 2002: 291). 89 Para Pizarnik, el contrapunto a la melancolía es el encuentro sexual. No sólo lo ejemplifica la descripción de la personalidad de la condesa, sino que en su diario también lo pone varias veces de manifiesto, llegando a reconocer que su vocación más profunda era el erotismo (entrada del diario correspondiente al 5 de junio de 1964; Pizarnik, 2003: 365).

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lesbianismo. No sólo eso, sino que en una sociedad intolerante donde todo estaba vigilado y censurado, Pizarnik tenía que medir muy bien sus pasos y ocultar su deseo homoerótico. Podemos imaginar el cansancio y el esfuerzo que esto supone, y especialmente el sufrimiento por no aceptar su sexualidad y el no poder vivirla con naturalidad. Valgan las palabras de Javier Izquierdo Reyes en su ensayo Caminos del armario para explicar su situación:

Ser una poeta homosexual, sadomasoquista y judía en este ambiente no es precisamente un sueño. Significa estar jugando al escondite constantemente, una vigilancia constate sobre la indumentaria y la presentación en sociedad, tener una especial sensibilidad en lo referente a la gestualidad y a las relaciones y sus

modos

con

el

funesto

y

anhelado

Otro,

escoger

cuidadosamente cada palabra que se emite, vigilar con sagaz ojo crítico cada palabra que se recibe […]. Ello supuso un continuo partirse y repartirse, doblarse y desdoblarse, romperse y corromperse en mil pedazos. (2011: 189)

Posiblemente de este lugar, de este jugar al despiste, proceda la autocensura que Pizarnik impone a sus poemas, especialmente aquellos poemas de contenido erótico o amoroso: el destinatario de sus poemas es un tú que no aparece marcado genéricamente o que es aludido mediante adjetivos que tampoco lo están. Pizarnik guarda, protege su identidad sexual, encierra en el poema un secreto. Por eso dice “mi solo deseo era… hasta yo me traiciono/ como un niño de pecho he acallado mi alma”. Siempre dice más que lo que dice, sugiere más de lo que presenta.

Sufrir es una pasión

voluptuosa, déjate caer y doler, mi vida, pide Alejandra en un poema, como

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otra cualquiera. Pero hay más: el sujeto pizarnikiano es a través del sufrimiento; el cuerpo somatiza esta pesadumbre manifestándose en toda clase de síntomas –“Recién, por ejemplo, sentí que dentro de mi cerebro hay plomo, o que mi cuero cabelludo recubre una esfera de metal. Además mi temor de que se me caiga el pelo, de que me crezca una barba, de perder los dientes” (2013: 328)-, y experimenta el dolor como una posibilidad de ser. En contraposición a la nada melancólica, al vacío existencial, a la falta de deseo, a través de la angustia y del dolor –algo que nos recuerda a Bataille-, el sujeto transciende, siente la sacudida de la vida:

a veces me pregunto si mi enorme sufrimiento no es una defensa contra el hastío. Cuando sufro no me aburro, cuando sufro vivo intensamente y mi vida es interesante, llena de emociones y peripecias. En verdad, sólo vivo cuando sufro, es mi manera de vivir. (2013: 378)

Sufrir es la manera de continuar evocando la pérdida, de recordarla, de seguir hablando de ella ad infinitum. Sufrir y escribir, por tanto, son lo mismo: un acto de afirmación, de recomposición de la identidad fragmentada. Un lamento inmenso, profundo, desde un yo herido de muerte a un Otro ausente o indiferente a su llamada. A la manera de Celine, el sufrimiento es el lugar del sujeto y la enfermedad una forma de estar en el mundo, de ser:

Suffering as the place of the subject. Where it emerges, where it is differenciated from chaos. An incandescent, unbeareable limit

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Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

between inside and outside, ego and other. (…). Being as ill-being. (Kristeva, 1982: 140)

La filósofa búlgara también trata en su ensayo la cuestión judía, en el capítulo titulado “Ser judío o morir, partiendo de la escritura de Celine”. Según ella, el judío representa la abyección, y más que un cuerpo es una frontera donde se pierden los límites estrictos entre lo mismo y lo otro, entre el sujeto y el objeto, entre lo de dentro y lo de afuera. El judío es abyecto, sucio, podrido. También en Pizarnik ser judío está relacionado con la abyección, cuyo rostro más íntimo es el sufrimiento y su rasgo público el horror. Pizarnik examina su perfil izquierdo, perfil de plañidera judía, y a continuación expone que execra todo lo que está en el lado izquierdo de su cuerpo. Otras veces cae en los tópicos que definen su raza (inteligencia, avaricia), para utilizarlos de forma peyorativa contra su persona. Y aunque en los últimos años de su vida se había reencontrado con sus raíces, ser judía contradecía el ser argentina a la vez, como si ambos términos supusieran diferencias irreconciliables y simbolizasen el punto de partida de su nomadismo, de su extranjería. Aunque hablaré de la abyección en el apartado dedicado al tratamiento del cuerpo en su obra, no quiero dejar pasar por alto este fragmento de sus Diarios, donde lo abyecto ha ocupado el lugar del cuerpo en su totalidad:

Es la noche, en la noche, sucede en la noche, cuando rodar, caer, lágrimas tiritando bajo los puentes cerca del agua donde fluyen casas iluminadas y seres sin cabeza y horas sin relojes y mi corazón en una pira, en una piragua letal, mi corazón disuelto en pequeños soles negros palpita y naufraga hacia donde no hay

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olvido. No hay olvido y el esfuerzo de ser es muy grande, el esfuerzo de vestirse de sí misma cada día y remontarse como a una ciénaga, arrastrarse como a un duro cadáver, bolsa compacta de chillidos y maldiciones y cosas muertas y puños cortados amenazando el suelo y el cielo. La vía alcohólica del cielo percute en mi cerebro iluminado como una galería de espanto en la que alguien busca con ardor. Viviera en otro mundo, viviera en algo más pequeño, sin nombre, sin lenguaje, no llamado y cuya única característica consiste en su silencio lujurioso. (Pizarnik, 2013: 401)

La identidad, fraguada en un cuerpo que no existe, está condenada a su ser inestable, movedizo, a escurrirse de las manos como agua fangosa. Solamente la voz puede restituirla pero el sujeto poético ya no aspira al lenguaje. Curiosamente, la palabra “cuerpo” no aparece en el fragmento. Lo hacen en su lugar las secreciones (lágrimas) y los órganos (corazón, cerebro) y los verbos que se refieren a acciones del cuerpo: rodar, caer, palpitar. Pero el cuerpo no está: en su espacio, cadáveres y ciénagas, lo putrefacto, el desecho, lo abyecto por excelencia. Según Kristeva (1997), el cadáver es el signo de la extrema abyección, la frontera entre lo vivo y lo muerto, lo que perturba una identidad. Etimológicamente, el término procede del latín cadere, caer, palabra que está presente en el texto, con lo cual se anuncia su carácter fúnebre, mortuorio: la muerte del cuerpo, que adquiere la forma de una bolsa de chillidos y maldiciones, no palabras, es decir, el lenguaje también es abyecto como otra parte o fluido corporal. El yo vive en la angustia de vestir todos los días su cadáver. ¿Con qué prendas, con qué lenguaje? Lo que Pizarnik pretende decir es que la identidad está amenazada, que actúan sobre ellas fuerzas poderosas

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a las que solamente se puede responder con angustia, con el deseo de seguir siendo. Y el cuerpo avanza entre ellas cayendo y levantándose, arrastrándose en la ciénaga de los deseos y las normas, las imposiciones. La vida ideal sería aquella en la que no hubiera que decir, en la que no hubiera carencia ni necesidad, un recuerdo de las aguas fetales, del útero materno, de la vida previa a la palabra, ya que la experiencia del lenguaje no auxilia a la angustia: la palabra es insuficiente, falsa, no tiene precisión, es injusta, porque define, anula, limita, no recoge la voz de las identidades fronterizas, de los espacios divergentes. En última instancia, Pizarnik habla de la importancia del cuerpo a la hora de formarse una identidad, así como del enfrentamiento entre el cuerpo y la cultura. Y la posición del cuerpo siempre es incómoda, siempre está subordinada al lenguaje, a la norma. En su caso, sus rasgos andróginos no encasillaban en ningún canon, su tendencia a engordar la acomplejaba; tampoco su visión del sexo estaba normalizada, ya no únicamente su identidad sexual, sino su concepción del sexo como fuente de sabiduría, lo que comprendía encuentros desprovistos de perjuicios que tenían que convivir en el espacio cerrado de sus cuadernos de escritura. Por otra parte, su procedencia, la cultura heredada y la aprendida, su amplia formación intelectual, todo eso influyó en la configuración de su identidad plural, rica, inestable, que no pertenecía a ningún lugar definido. ¿Cómo interpretar, desde el dolor, la escritura de sus últimos textos? Me refiero a Los perturbados entre lilas (1969) y La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa (1982)90. Tanto en la pieza teatral como en el conjunto de 90

Fecha de publicación en Textos de sombra y últimos poemas. Algunos manuscritos están datados en el año 1970 según indica Ana Becciu (Pizarnik, 2002:91).

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escritos que Pizarnik calificó de “humor porno”, la obscenidad recorre las páginas, asociada al dolor existencial. Aunque esa obscenidad se prodigue en referencias al cuerpo que caen en lo escatológico, destaca el enunciado “La obscenidad no existe. Existe la herida”; así pues, en el texto dramático el dolor de vivir es lo obsceno, lo que molesta, lo que no se puede mostrar. En el capítulo siguiente analizaré con más detalle la cuestión de la obscenidad, sirvan estas líneas simplemente para mostrar su asociación con el dolor en el corpus de la escritora argentina. El sufrimiento y la angustia que atraviesa su poesía, así como las entradas de los Diarios, han alcanzado su clímax en estas producciones. La promesa del lenguaje como posibilidad de crear nuevos espacios e identidades ha fracasado, y estamos ante lo que se presiente como una tragedia del lenguaje. En la misma línea que trata el absurdo existencial y el vacío de la palabra -reflejo del fracaso de una comunicación e integración auténtica entre el sujeto poético y el mundo- del teatro de Ionescu y Beckett, Pizarnik recurre a un texto teatral, Los poseídos entre lilas, para representar la dispersión y fragmentación de una identidad múltiple, inestable, a través de las cuatro voces de los personajes (en realidad, son dos personajes, Car y Seg y sus dobles, Macho y Futerina. Todos ellos, en última instancia, son las voces desdobladas de Alejandra Pizarnik, que hablan de su dolor, del dolor de estar vivos91. El vacío existencial alcanza la desesperación absoluta: la identidad es

91

En la entrada del diario del 10 de agosto de 1969, Pizarnik escribe: “[…] Hace diez días, más o menos, que me consagro a Los triciclos, mi primera OBRA (la palabra es esencial) teatral. He cometido el error de contar que “ahora hago teatro”. Grave error. Desde hoy, nadie más lo sabrá”. En cambio, al día siguiente anota: “Revisé toda la obra. Mi deseo es llevársela el lunes a P.R.”. Y el día 12 confiesa lo siguiente: “Anoche no me acosté. Tampoco trabajé. Me siento enferma. Quisiera estar un mes o más en cama. […] Estoy fatigada. Soy fatigada”. En cambio, el 14 de agosto Pizarnik de nuevo encuentra en la escritura la clave para seguir viviendo: “Quiero hacerme comprender que sólo si termino la obra y si reescribo los poemas (el i. musical) mi vida tendrá algún sentido”. El 16 de agosto Pizarnik manifiesta su deseo de

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una ilusión, una utopía, el ser humano nunca podrá realizarse en esta vida, siempre estará incompleto, falto de algo. Car y Seg están mutilados, se desplazan a través de unos triciclos mecanoeróticos. El sexo posee una dualidad desconcertante: por un lado es esa fuerza arrolladora, hilarante, que conduce a la vida, pero por otra parte también está asociada a la abyección, a lo obsceno. Cuando están jugando a los médicos, Car dice a Seg:

Desdeño entretenerme con enfermedades ordinarias, tales como

reumatismo,

estreñimiento.

Lo

prurito que

anal,

yo

quiero

dolores son

de

cabeza

enfermedades

y de

importancia, buenas calenturas con delirio, satiriosis, fulgor uterino, hidropesía, priapismo, cabecitas de alfiler, talidomídicos, centauros, talón de Aquiles, Monte de Venus, Chacra e Júpiter, Estancia de Atenea; en fin, en eso es donde yo gozo, en eso es donde y triunfo. Desearía, señora, que estuviese Vd. Abandonada de todos los médicos, desahuciada, en la agonía, para mostrar a Vd. la excelencia de mis remedios. (Pizarnik, 2002: 176)

Los cuerpos de Car y Seg representan esa condición ambivalente: el ser humano está reprimido sexualmente, no puede vivir su sexualidad más allá de las prácticas normativizadas, recogidas en un código que la sociedad acepta. Por otro lado, esta represión es un atentado contra el cuerpo, que tiene también sus propias normas y deseos. Pizarnik se vale de las funciones y líquidos

corporales

(se

jadea,

se

canturrea,

hay

eructos,

gemidos,

defecaciones, referencias al acto sexual, llantos…) para simbolizar el estigma del cuerpo y, también, el fracaso del lenguaje; éste ya no es un lugar donde rehacer la obra según sus necesidades literarias. En esa misma entrada escribe: LA FALTA DE TIEMPO [sic]. O presiento mi muerte cercana o me volví loca” (Pizarnik, 2013: 889-893).

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guarecerse o construir una identidad, sino que ahora el lenguaje describe sin piedad el trabajo de la muerte: la mutilación de los cuerpos, su actividad fisiológica, lo obsceno de la vejez. La palabra poética, descontextualizada, puesta en boca de Car y de Seg, produce un eco monótono y sin sentido, la poesía ya no sirve para nada. Los personajes repiten versos y otros fragmentos de la obra pizarnikiana, en lo que es una simple conversación o un diálogo convencional, si cabe, un sinsentido. Si nos hemos separado de nuestra vida auténtica, de nuestro yo más íntimo, el lenguaje no tiene tampoco ninguna posibilidad de evocar y crear, las palabras se limitan a una simple repetición, son, como dice Ionescu en su conferencia “La tragedia del lenguaje” (1965) “cáscaras sonoras que anuncian el desmoronamiento de la realidad”. La locura, o la muerte, se asoman al umbral. El arte y la vida son irreconciliables y nada parece salvarnos. Y aunque Car diga al final de la obra que quiere vivir, recordemos que Seg le ha pedido unas palabras amables, “bien escogidas” antes de que se vaya. El “quiero vivir” más allá del lenguaje no es posible. Car y Seg se separan, Car se va hacia el mundo de las sombras (las sombras me esperan), y Seg hacia un espacio infinito de silencio. Macho y Futerina han muerto, y con ellos la energía de la fuerza sexual. Avanzamos en el mundo como sombras, sin poder tocar ni ser tocados, recitando palabras huecas que nada significan. El desenfreno del lenguaje, su dolor, tiene en esta obra su punto de partida, y adquiere su máxima expresión en el conjunto de escritos titulado La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa, publicados póstumamente en Buenos Aires, en 1982, bajo el título Textos de Sombra y últimos poemas.

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Pizarnik siempre gozó de los juegos de palabras, de los chistes lingüísticos, de las amalgamas verbales. Su aguzado sentido del humor la predisponía a ello, de tal forma que en ella convivían no sólo la poeta y escritora de culto, sino también la narradora desvergonzada e hilarante, la malabarista del lenguaje que somete a éste a una desestabilización formal, a un baile de significantes y significados que, por supuesto, atentan contra el código estandarizado. De hecho, este conjunto de textos que se agrupan bajo el título arriba mencionado, se conocen como los escritos no canónicos de Alejandra Pizarnik. Pero ya en las cartas dirigidas a sus amistades Pizarnik experimentaba con las posibilidades del lenguaje en un tono completamente jocoso, lúdico, apropiándose de palabras y expresiones de otros idiomas (francés, inglés, alemán, incluso términos del castellano medieval) y creando nuevos vocablos. Sirvan como ejemplo las cartas tempranas dirigidas a Ana María Barrenechea, Ivonne Bordelois y especialmente a Otsías Stutman92, escritas estas últimas dos años antes del fallecimiento de la escritora. Piña califica los escritos de La bucanera en el Pernambuco o Hilda la polígrafa como producciones lingüísticas que se caracterizan por su intertextualidad, diseminación de sentido, masificación de citas literarias y desaparición de la figura del autor (Piña: 2012). Pizarnik estaba muy ilusionada con su nuevo campo de trabajo, si bien las personas de su círculo de confianza

92

Stutman publicó en 1991 en la revista Atlántica las cartas que le envió Alejandra, con este comentario final: “Aparecen así textos que se transforman espontáneamente en un lenguaje claro, sin necesidad de conocer la tragedia o el detalle de la palabra que se oculta detrás del juego. Pero el querer descifrar esa palabra en su nueva forma es también una parte del juego, y el juego es el motor de esa creación. Sin embargo, el juego es maniobra de exhibición y ocultamiento porque oculta lo que muestra. Por ser juego es actividad que a veces asusta, pero por ser juego es también obra de maravilla” (Bordelois y Piña, 2014: 380).

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no valoraban en la misma medida la calidad de sus escritos93, que de hecho fueron “ocultados” por su autora y publicados solamente en revistas extranjeras (“La pájara en el ojo ajeno”, en la revista Papeles de Sons Armadans, Mallorca, 1971), lo que ya había sucedido con La condesa sangrienta, por ejemplo, cuya publicación fue autocensurada por la propia Pizarnik, y vio la luz en 1965 en la revista mexicana Diálogos. Según Cristina Piña, esta falta de reconocimiento de su trabajo aumentó la angustia con la que Pizarnik se enfrentaba al proceso creativo. Los textos que componen La bucanera del Pernambuco son profundamente transgresores en cuanto a su estilismo formal (alteraciones ortográficas o tipográficas, contaminación con idiomas extranjeros, abundantes paronomasias, letras de tango, de bolero…) así como a su contenido: en un ambiente aparentemente festivo y humorístico reina la obscenidad, una vez más asociada a la funciones del cuerpo y a la sexualidad. Además, a través de estos recursos Pizarnik parodia personajes históricos de Argentina y de la historia universal, así como referentes culturales en todos los campos del saber y del arte. Como si en esta fiesta loca del lenguaje la escritora “vomitara” las bases sobre las que se asienta la cultura occidental, todo lo leído y aprendido. En este sentido, considero muy apropiada la imagen que propone Miguel Dalmaroni en su artículo “Alejandra Pizarnik: el último fondo del desenfreno” (2004), en la que una niña perdida “saca la lengua en una mueca disoluta en la 93

Con motivo de la publicación de “La pájara en el ojo ajeno” en Sons Armadans, Pizarnik envía una separata con una dedicatoria a su amigo Julio Cortázar: “Julio, este textículo les parece joda. Solamente vos sabés que el más mínimo chiste se crea en momentos en que la vida est à l´hauteur de la mort. Muy tuya Alejandra. P.S.: Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio – que fracasó, hélas)” (Bordelois y Piña, 2014: 397) Cuando se publicó póstumamente La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa, el crítico González Lanuza, en un artículo de La Nación, calificó los textos como “lamentables” (Piña, 2012).

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que se mezclan sin vergüenza las partes vergonzantes del cuerpo y las palabras santas de la nación, desplegadas por el uso violento de la voz del otro, de todos los otros, como yéndose de la boca” (87). Esta imagen transgresora coincide con lo escrito por Cristina Piña acerca de la obscenidad en estos textos. Para la ensayista argentina, el carácter subversivo de los mismos se da en el nivel del significante y desde ahí se ataca a la lengua y a la cultura. La invocación constante a la sexualidad es su característica más llamativa: “¿Y qué dicen los textos de “La bucanera”? Dicen sexo, sexo omnipresente y obsesivamente nombrado” (Piña, 2012: 45). Lo más significativo para Piña es que, en contraste con la economía verbal de la poesía, donde lo sexual aparece enmascarado o fuera de escena, en los escritos póstumos la obscenidad es dicha (y aparece representada en la obra teatral), en un acto que pide legitimar la palabra femenina en un contexto tan arduo y novedoso como es el sexo y lo obsceno. Tomemos como muestra de esta prosa el siguiente fragmento del capítulo titulado “El periplo de Pericles a Papuasia”94, donde el loro Pericles se dirige a la Coja Ensimismada en los siguientes términos:

-¡Coronela cojíbara! ¡Hasta en las tetas tenés pelos, igual que Cisco Kid! Orgiandera perniabierta llena de permanganato! Papusa inane: tu peripatetismo te arrastra a bailotear pericones cual perinolla de Perigord. La verdad, papusa: no servís para mostrar la perlita, ni para oír a Pergolese, ni siquiera para parafrasearme a mí, que soy un pobre periquito que perora para 94

Insisto en la soledad de la escritora en su círculo de amistades a la hora de apreciar la importancia que para ella suponía este nuevo giro del lenguaje. En la entrada del 8 de junio de 1969 dice: “El texto de Pericles (el sábado leí algunas páginas: nadie rió)” (Pizarnik, 2013: 952).

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Pizarnik y para nadie más. Porque yo no peroro para vos ni para Perséfone. ¡Pedrito se caga en Perséfone! Aunque me dean un pirulín a transistores, me cago en Perséfone. (Pizarnik, 2002: 159)

Como podemos ver, el texto muestra una gran riqueza cacofónica marcada por la insistente aliteración del fonema /p/: en torno a él se alternan la creación de nuevos vocablos (perniabierta, peripatetismo, orgiandera, coronela, cojíbara) con otros que remiten a la cultura popular y a personajes del western cinematográfico (Cisco Kid, especie de llanero solitario del celuloide de mediados de los cincuenta). A pesar el tono humorístico que en principio domina el discurso, la imagen que emerge transmite el pathos de la figura femenina de la poesía y diarios pizarnikianos: la mujer sola, desesperada, con la violencia de un deseo sexual irreductible e insatisfecho que la obliga a girar sobre sí misma, pues no existe nadie más. La Coja, coronela cojíbara en este caso, arde en deseos (su furor es como el permanganato, compuesto químico que se utiliza para acelerar la combustión de materiales inflamables), pero lo único que puede hacer es bailar sola frenéticamente (se alude a la danza folclórica argentina, el pericón, donde las parejas bailan de forma suelta e interdependiente, mas sus gestos recuerdan a los de una peonza, la perinola). Esa figura que en la poesía es aludida a través de metáforas como la paralítica, por ejemplo, aquí es la papusa inane. Resulta llamativa la invocación o intromisión de la figura de la autora en el texto: el loro no quiere parafrasear para Pizarnik, aunque vemos que realmente lo hace. Esta intromisión también se aprecia en el siguiente fragmento del texto “Diversiones púbicas”, donde la voz culta de Pizarnik, aludida mediante el

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apelativo familiar Sacha, intenta hacerse oír junto a la voz que narra la historia de la Coja Ensimismada o Miss Cojé:

Hay cólera en el destino puesto que se acerca… -Sacha, no jodás. Dejá que empiece el cuento: Resulta que la mina se fue a nueva york por un día. Si algún lector preguntase: ¿y qué carajos hizo en nueva york?, nosotros le diremos, redimiéndolo y remendándolo: Resulta que fue a la capital del cheque pues habíase metejoneado con un cregyman de pito arromadizo. Cuando la Coja Ensimismada le oyó cantar algo sobre un hormiguero de percherones en la sangre, se rió con rara risa, la que turbó a las damas por un nosé qué de ¿cómo seguir?, y sobre todo, ¿para qué? -¿Quiere Vd.?-dijo el cregyman. -Te la doy es la única locución for me y no hay tu tía, ¿you cojesme?-dijo Miss Cojé y déjate de joder. El canalla del capitán, vestido de canillita, risueño cual cigüeña, saltó como un gorrión y gritó al pasajero pajero: “el Danubio entró en erección”. Yo…mi muerte… la matadora que viene de la lejanía. ¿Y cuándo vendrá lo que esperamos? ¿Cuándo dejaremos de huir? (2002: 133).

En este caso, el deseo sexual es ese hormiguero de percherones en la sangre, su imposible realización se sustenta en la imagen de la matadora que viene de la lejanía, imagen que también aparece en el texto “Toda Azul”, que, si bien no pertenece a La bucanera, fue incluido en Textos de Sombra y últimos poemas:

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Mostré, uno a uno, los dedos de una de mis manos. -El lujurioso, el voluptuoso, el lúbrico, el mórbido y el lascivo. Mi mano es el espejo de la matadora”. (2002: 55)

La muerte se asocia al deseo sexual, que debe consolarse en un triste onanismo95. Pero volviendo al fragmento de “Diversiones púbicas”, las preguntas finales aluden a la necesidad de la llegada de un nuevo tiempo en el cual los deseos se puedan realizar y vivir sin temor de ocultarlos ni de darse a la fuga96: ¿está Pizarnik transformado su desorden interior, su caos, transformado

en

verborrea,

en

significación?

¿está

deseando

salir

abiertamente del armario? Es muy posible. En las entradas de los últimos diarios publicados, Pizarnik corrige cada texto de La bucanera, sigue habiendo proyectos literarios y la escritora enumera sucesivamente los temas que la obsesionan, sobre los cuales tiene que escribir. No obstante, su salud se deteriora. Una amiga importante para ella es internada en un hospicio, con el lesbianismo como problema de fondo97. 95

Las últimas páginas son breves,

También en Los poseídos entre lilas hay muchas referencias al onanismo. Sirva como ejemplo el personaje de la dactilógrafa. Sobre ella dice Seg: “Pregúntale en dónde metió sus dedos sarnosos. (Pausa). Nadie quiere vivir. Las promesas son más bellas. (Pausa). Pero esos dedos. Si le ofrecieran lilas, al llegar a sus manos se volverían negras” (Pizarnik, 2002: 179). Como vemos, el deseo sexual tiene connotaciones negativas, es sucio, enfermo, y está asociado a la muerte. 96 Nótese que ambas preguntas también hacen alusión al pueblo judío en lo que respecta a la llegada del Mesías. 97 Se trata de Renée Cuellar, a la que dedicó el poema “Jardín o tiempo”, en el que la estrofa final es especialmente significativa: “Serás desolada / y tu voz será la fantasma/que se arrastra por lo oscuro/jardín o tiempo donde su mirada/silencio, silencio” (Pizarnik 2001: 441). El internamiento de Renée afectó mucho a Alejandra. En la entrada del diario del 12 de mayo de 1969 escribe: “Y Renée en el hospicio. Eso me angustia. Y más aún ayer, al sentir que de algún modo me alegraba de saber dónde estaba. Ella, tan inasible. Supongo que muchos se alegrarán al ver que los malos son encerrados y duramente castigados. […]. Diálogo con P.R.: “Le vendría bien ir al hospicio para ver en qué termina la homosexualidad…”. Tuve mucho miedo. Traté de que se desdijera. Imposible. De pronto recordé a Djuna Barnes, a Robin Vote” (Pizarnik, 2013: 947). Como vemos, el estigma del lesbianismo es bien patente, y todo el

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recorridas por la melancolía, la soledad, el enfado con el mundo y todo lo que la rodea. Asimismo, el deseo de morir como única salvación posible es persistente y cada vez más ávido. La identidad se desmorona, la sensación de irrealidad es palpable98. Por otra parte, las anfetaminas que tomaba para sus problemas de acné y para adelgazar, muy populares en su época y cuyos efectos no se conocían por completo, alteraron su ritmo de sueño y agudizaron su insomnio, lo cual también deterioró su calidad de vida y su ánimo. La esquizofrenia que presuntamente padeció en sus últimos años fue también consecuencia de la ingesta de estas substancias. Las voces que asomaban en su escritura no sólo pretendían la configuración desesperada de su identidad personal, sino que también hacían eco de su salud quebrada, de testimonio polifónico de su afección. En sus Diarios aparece toda clase de síntomas y enfermedades: fatiga, palpitaciones, vértigos, vómitos, taquicardia, disnea, terrores nocturnos, confusión entre la realidad y el sueño, dolor de huesos, dolor de espalda, hipertensión, anorexia, bulimia, desajustes hormonales, rubeola, dipsomanía, cólicos intestinales, incluso una apendicitis; el cuerpo está bajo constante vigilancia y constantemente amenazado. Es un lugar sitiado, corrupto, inestable. Las páginas de los Diarios constituyen un registro fidedigno de la vulnerabilidad corporal: Pizarnik sufre, su cuerpo es el espacio que acoge las embestidas del dolor, porque no hay nada más, no hay otra cosa más que sufrimiento que gira a su alrededor. Pizarnik sabe que tiene que silenciar, ocultar su sexualidad, aunque este ocultamiento sea causa de dolor y desequilibrios mentales. Por otra parte, en contraposición, las figuras poderosas de Djuna Barnes y Robin Vote emergen como iconos de un lesbianismo liberado y reforzado socialmente. 98 Para Dalmaroni, la identidad de la voz que habla en la escritura de Los poseídos y La bucanera queda “multiplicada y desarticulada por una masiva entrada de textos ajenos” (Dalmaroni, 2004: 87).

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cuerpo. Es más, diríase que al margen de sus padecimientos físicos, todo le molesta, todo le afecta: las voces de sus vecinos, el comportamiento en sociedad, los rostros vacíos de la gente, hay una hostilidad mutua entre su mirada y el entorno; salvo la música, el cine y la literatura lo demás le produce apatía y aburrimiento. Su obra es la expresión de un profundo malestar en la cultura. El cuerpo femenino es victimizado, sacrificado, herido. Es el cuerpo enfermo por excelencia. Sin embargo, esta rebelión fisiológica, esta sublevación del cuerpo y de la muerte ofrece, al menos, dos lecturas. Por un lado, Pizarnik habla de las consecuencias del dolor heredado de sus antepasados, ella también es una superviviente del holocausto, su sufrimiento físico es el sufrimiento de su raza, la expulsión, el exterminio. Su voz es la que canta por los ausentes. La obra de Pizarnik corrobora que en Auszwitch se intentó borrar al pueblo judío de la historia, pero no se pudo borrar ni la palabra ni la memoria de los campos de concentración. Escribir después de Auszwitch no sólo es posible sino que también es necesario: hablar del dolor es una manera de continuar con vida, es escuchar la voz que se arrebató a las víctimas. El texto “Sous la Nuit”,99 dedicado a su padre, es quizás uno de los ejemplos más claros del compromiso de Pizarnik con su identidad judía. En la dedicatoria del poema figura el nombre completo de su padre (Y. Yván Pizarnik de Kolikovski),

99

“Los ausentes soplan grismente y la noche es densa. La noche tiene el color de los párpados del muerto. Huyo toda la noche, encauzo la persecución y la fuga, canto un canto para mis males, pájaros negros sobre mortajas negras. Grito mentalmente, el viento demente me desmiente, me confino, me alejo de la mano crispada, no quiero saber otra cosa que este clamor, este resolar en la noche, esta errancia, este no hallarse. Toda la noche hago la noche. Toda la noche me abandonas lentamente como el agua cae lentamente. Toda la noche escribo para buscar a quien me busca. Palabra por palabra yo escribo la noche” (Pizarnik, 2001: 420).

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seguido de un signo de puntuación (una coma, en este caso), y la frase aclaratoria “mi padre”. La poeta quiere dejar claro cuáles son sus raíces, de dónde viene100. Y en la noche, bajo esa noche gris y solitaria en la que el viento trae las voces de los que ya no están, ella recrea en el poema el exilio y la persecución de los mártires, los pájaros negros sobre mortajas negras, la causa de sus males. La poeta escribe “palabra por palabra” para que su historia no caiga en el olvido. Escribir la noche es escribir la historia del pueblo judío. Por otro lado, los males del cuerpo quizá no se refieran tanto a su vulnerabilidad como a la capacidad de resistencia frente a los imperativos de la cultura. Los achaques y enfermedades vendrían a representar la fuerza del cuerpo y el poder de la individualidad frente a las constantes normas impuestas desde el exterior. Más que afecciones, serían actos, gestos de protesta. La enfermedad como resistencia frente al sistema y todos sus ámbitos de dominio nos hablaría entonces de que el cuerpo, el cuerpo femenino, finalmente, no se puede colonizar, siempre habrá un espacio donde las normas se cuestionen o se desobedezcan, donde la propia voz se escuche sobre las voces ajenas. El cuerpo enfermo y la literatura comparten, por tanto, el mismo espacio crítico contra las convenciones de lo social. Por eso, quizás, Pizarnik afirma que la locura es el arma del poeta: es el poeta quien debe estar atento, vigilante a las intrusiones del sistema, es quien tiene que dar la voz de alarma.

100

Distintas versiones de este texto son los poemas “En un principio fueron mis muertos” (Pizarnik, 2001: 424), y “Linterna sorda” (215). “Sous la Nuit” parece ser la versión definitiva, enviada a Félix Grande en agosto de 1972 para su publicación en Cuadernos Hispanoamericanos.

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Sus crisis psicológicas se hicieron más frecuentes en los últimos años de su vida, agravadas por problemas personales. La terapia con el doctor Pierre Riviére no mejoró su estado101, y su inestabilidad emocional se agudizó. También su estado físico: “Enorme malestar en la columna vertebral cuando, tal vez por la menstruación que se anuncia o, acaso, por la mezcla de Noginan y Haloperidol” (Pizarnik, 2013). Pizarnik intuía que el final se acercaba, y la solución sólo pasaba por la muerte o la locura102. Aún así, continuaba cultivando la amistad de su círculo personal y literario a través de hermosas cartas, organizaba la publicación de su obra e incluso planeaba la creación de una editorial. Recuperada de un intento de suicidio previo al definitivo, se encontró con una persona conocida en la calle, a la que llamó la atención el aspecto desmejorado y taciturno de Pizarnik. Ella, entre risas, le contó que había sufrido un atropello, y siguió charlando divertida. Hablaba para no decir.

101

“Al doctor P.R. no le importa ni mis posibilidades literarias (jamás me alienta; todo lo contrario, hizo lo posible por arruinarme el homenaje a Breton, cosa que logró). Tampoco me ayuda como analista: alguna que otra vez manifestó una repulsión puritana por la homosexualidad. ¿Sabe curarla? ¿Y por qué no hace algo? Porque no puede. Porque no puede aunque quisiera” (Pizarnik, 2013: 754). 102 He dejado el psicoanálisis. No sé por cuánto tiempo. Estoy muy mal. No sé si neurótica, no me importa. Sólo siento un abandono absoluto. Una soledad absoluta. […] He pensado en la locura. He llorado rogando al cielo que me permitan enloquecer. No salir nunca de los ensueños. Ésta es mi imagen del paraíso. Por lo demás, no escribo casi nada. […] Tal vez esté enloqueciendo. Porque lo deseo, lo deseo tanto como la muerte. Cierro los ojos y sueño la locura. Un estar para siempre con los fantasmas amados, llámense paraíso, vientre materno o lo que el demonio quiera” (2013: 138).

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Del combate con las palabras ocúltame y apaga el furor de mi cuerpo elemental Alejandra Pizarnik

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IV. TODO ES MUERTE O AMOR: DEL EROTISMO A LA OBSCENIDAD

Mi sola preocupación es lo erótico Alejandra Pizarnik

Eros es, ante todo, el dios trágico George Bataille

IV.1. El erotismo según Bataille

Desde los tiempos en los que la humanidad se preguntó acerca de sí misma y quiso dejar constancia

de su ser y de su estar en el mundo, el

erotismo acompañó dicha pregunta a la vez que ésta era formulada. Pero como la respuesta, tal vez, no fuese fácilmente revelada o de una manera sencilla no dejaba decirse, el erotismo se hizo presente en muchas manifestaciones artísticas como una cuestión ineludible, y a menudo fatal, sobre nuestra naturaleza y comportamiento. En este sentido, podríamos considerar el erotismo como una de las posibles respuestas, respuesta implícita, escondida, oculta y ocultada en el reverso de las palabras que plantean la pregunta. Somos sujetos eróticos tuvo que ser la respuesta primera, la del principio, la original. Al menos los hombres y mujeres del Paleolítico Superior que pintaron el interior de las cuevas de Lascaux no sólo se representaron en una escena que muestra su organización y actividad en aras de la supervivencia cotidiana,

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sino que también se representaron a sí mismos como seres sexuados, conocedores de la voluptuosidad y de la muerte, es decir, sabían lo que ambas significaban y posiblemente también conocían la estrecha relación que las une. Hay, desde los primeros desnudos femeninos, desde las Venus de las cavernas y el imaginario de figuras itifálicas que participa del arte de la guerra, una generosidad de las formas que es más que generosidad, que es más que vida: se trata de un exceso. No lejos del movimiento cíclico de fin y renovación, propio de la naturaleza, reina silenciosamente el imperio del desorden, el fantasma del caos, la disolución de las formas. Una interrupción –aunque silenciosa, violenta-, del equilibrio establecido amenaza las fuerzas que luchan por conservar la vida. Se nos invita a la danza de la naturaleza y una pérdida o un derroche se producen y se dice entonces que un ser zozobra, que pierde pie; que se pierde, en definitiva. Sucede que ese hombre o esa mujer han excedido sus límites, han alcanzado su cima, han excedido su ser. En otras palabras, el ser les había sido arrebatado para venir a poseerlo una vez más, al igual que un río recupera su cauce habitual después del desbordamiento de las aguas. Y regresó el orden y se hizo la luz, y todo aconteció como al principio, pero a través del ascenso y el descenso de su movimiento más íntimo el ser humano conoció, fue conocido. No se puede olvidar que la noción de muerte desempeña un papel importante en el terreno del erotismo, una y otro aparecieron en nuestra conciencia cuando la humanidad se alejó de la noche animal y huyó de su universo de tinieblas. La belleza de los cuerpos quedó grabada para siempre en las paredes de caliza, la fiesta del origen, la virilidad de los hombres. En el

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principio del mundo también fue la exuberancia. Pero al mismo tiempo que se sucedían los legados imborrables de la carne la muerte silbaba una canción y en su letra advertía que la carne era mortal, perecedera. Después habló de un pacto cuyo código secreto, aunque de voz en voz, discurría en el silencio que asola al individuo cuando tiene el valor de abrirse al mundo. Su mensaje era claro y contundente: la creación disponía sus mandamientos y el primero de ellos nos convocaba al gozo. Y en ese momento, o tal vez poco después, o incluso antes, pero casi en ese instante supremo se supo de la existencia de la puerta que conducía al abismo y decidimos abrir. Y entonces entramos. De aquellos antepasados que encubrían con piedras el horror de la muerte heredamos la herida y la memoria. El fallecimiento extendía sobre la víctima la sombra maldita del castigo, la angustia de lo ignoto. Sin embargo, cuando aquella lejana humanidad enterró a sus muertos no respondió únicamente al impulso de prevenir contagios ante el temor de que la sombra pudiera darle alcance, más bien respondió a su deseo de perseverar, de permanecer para siempre. Este anhelo de continuidad más allá de la muerte resulta inherente al ser humano, común en todas las épocas y generaciones. El descubrimiento de nuestra naturaleza discontinua exige, cuando menos, una difícil aceptación, un rebelde lamento. Nos resistimos a admitir nuestra individualidad aislada, pero el ser que nos es dado, además de mortal, es exclusivamente personal e intransferible. Sin embargo, diría Bataille103, podemos compartir el vértigo del abismo. Podemos, en la unión sensual,

103

Georges Bataille (1897-1962), escritor, historiador y filósofo francés. Preocupado por la cuestión del erotismo, escribió sus ensayos El erotismo (1957) y Las lágrimas de Eros (1959), además de las novelas El azul del cielo, Madame Eduarda e Historia de un ojo. Su pensamiento influyó en los trabajos posteriores de Derrida y Foucault.

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recuperar la nostalgia de la continuidad perdida, aquella que realmente no tuvimos más que como una huella persistente, constante, desde los tiempos del inicio. Parece que todo comenzó cuando el mundo del trabajo organizó nuestro mundo, cuando el ser humano se humanizó al amparo de una poderosa estructura que dictaminaba períodos de ocupación, de producción destinada a un beneficio o utilidad. Un conjunto de leyes gobernaba esta estructura104. Pero este código, más allá de mantener el perfil del mundo organizado y ordenado, en realidad daba cuenta de la dimensión profunda, oscura, de su rostro. A grandes rasgos, toda ley se asienta sobre una prohibición. Entre las leyes fundamentales, llamémoslas así, destacan las que se basan en el respeto hacia la vida, por un lado, y las que gobiernan la actividad sexual, por otro. Precisamente la prohibición de matar y la prohibición de la sexualidad, salvo en determinadas circunstancias como el matrimonio o la guerra, nos sitúan en un terreno que no podemos ignorar y mucho menos silenciar, pues también nos constituye, y no es otro que el de la violencia. También somos violencia. Más que el amor, la brutalidad de las guerras mueve el mundo, y nuestro universo 104

Octavio Paz entiende el origen del erotismo de una forma muy similar a Bataille, así lo define en su ensayo La llama doble: “Lo mismo en las ciudades modernas que en las ruinas de la Antigüedad, a veces en las piedras de los altares y otras en las paredes de las letrinas, aparecen las figuras del falo y la vulva. Príapo en erección perpetua y Astarté en jadeante y sempiterno celo acompañan a los hombres en todas sus peregrinaciones y aventuras. Por esto hemos tenido que inventar reglas que, a un tiempo, canalicen al instinto sexual y protejan a la sociedad de sus desbordamientos. En todas las sociedades hay un conjunto de prohibiciones y tabúes –también de estímulos e incentivos- destinados a regular y controlar al instinto sexual. Esas reglas sirven al mismo tiempo a la sociedad (cultura) y a la reproducción (naturaleza). Sin esas reglas la familia se desintegraría y con ella la sociedad entera. Sometidos a la perenne descarga eléctrica del sexo, los hombres han inventado un pararrayos: el erotismo. Invención equívoca, como todas las que hemos ideado: el erotismo es dador de vida y muerte. Comienza a dibujarse ahora con mayor precisión la ambigüedad del erotismo: es represión y es licencia, sublimación y perversión. En uno y otro caso la función primordial de la sexualidad, la reproducción, queda subordinada a otros fines, unos sociales y otros individuales. El erotismo defiende a la sociedad de los asaltos de la sexualidad pero, asimismo, niega a la función reproductiva. Es el caprichoso servidor de la vida y de la muerte (Paz, 2004: 18-19).

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personal se desplaza fuera de sí bajo el influjo de la pasión que, aun silenciosa, siempre es estridente, ensordecedora. Quiero decir: lo violento desata una fuerza subversiva que disturba el equilibrio sostenido por la norma y el trabajo. Dicha fuerza es un exceso, y mediante ella violamos lo prohibido siendo conscientes de que estamos violando, de que, ya abandonado, lo prohibido seguirá siendo prohibido pues ésta era la condición sine qua non. Pero habremos conocido, habremos experimentado la transgresión que reconcilia al ser humano con su lado irracional, con la sexualidad de la cual se avergonzó cuando se sensibilizó acerca de sí mismo. Sobre esta vergüenza comenzó su andanza erótica. Y a través de la transgresión recorrió de modo humano, esto es, con conciencia, los laberintos de su animalidad rechazada. A menudo, el erotismo tiende a confundirse con la sexualidad, de la cual, sin duda, se nutre105. Si comentamos a alguien que estamos leyendo, por ejemplo, una novela erótica, la primera impresión es que todo el argumento de la novela gira en torno al sexo. Pero en realidad no tiene por qué suceder así. Puede que el encuentro sexual ni siquiera haya existido, puede incluso que no se mencione en absoluto la posibilidad de dicho encuentro, y en cambio su alusión erótica esté presente. El erotismo es al sexo como un roce al abrazo. Más que soñar, es vislumbrar la posibilidad de entrar en el sueño. Más que ver, es aceptar el regalo de mirar, insinuar en lugar de mostrar abiertamente. Evocación, despliegue, sublimación del momento que precede al goce. Pero

105

A este respecto, explica Octavio Paz: “La muerte es inseparable del placer, Thanatos es la sombra de Eros. La sexualidad es la respuesta a la muerte: las células se unen para formar otra célula y así perpetuarse. Desviado de la reproducción, el erotismo crea un dominio aparte regido por una deidad doble: el placer que es muerte” (2004: 162).

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también hay un instante para la tensión, para el repliegue. Hay una lucha de fuerzas similares que define la situación hacia uno u otro lado, y en la belleza de esa tensión descansa la esencia del erotismo. Tuvo que haber en nuestra historia un momento de pureza similar, en el cual la magnitud de la vida, los grandes acontecimientos como el nacimiento o la muerte nos fueron revelados. Pero la magnitud de la vida es sobrehumana. Y así, mientras nuestro ser se extraviaba dulcemente en los pasillos del laberinto, la razón se empeñaba en rechazar los lances –aterradores, por fascinantes- del turbador abismo. Por supuesto, definir el erotismo es la muerte del erotismo, rondar el erotismo es alimentar su magia, asomarse a los cimientos sobre los que se sustenta para después decir que no, que no queremos pronunciarnos: debemos callar pues siempre faltaría una palabra o bien el lenguaje se perdería, enardecido. La culminación del erotismo conduce al silencio, no a la paz contemplativa de la experiencia mística, sino a la llanura extensa de lo inefable. Donde habla el silencio habla también la soledad. Pero, algunas veces, el valor de las emociones más intensas sólo puede ser comprendido bajo el sol del desierto, donde el ardor de la luz nos obliga a cerrar los ojos y mirar hacia dentro, al interior. Y es ese zumbido bullicioso, ese vapor que destilan los recuerdos y anhelos y deseos y temores lentamente hirviendo, ese vapor íntimo, personal e intransferible pero construido sobre nuestro soporte cultural, sobre la memoria milenaria; es nuestra vida interna fluyendo a borbotones, es nuestro ser lo que se pone en juego, lo que se escapa cuando Eros pasa a nuestro lado y, mirándonos a los ojos, nos invita a viajar por la sinuosidad de las dunas y las tormentas de arena.

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Fuera de nosotros, la continuidad. El movimiento perpetuo de seres y frutos que son llamados a conocer la tierra. El misterio insondable que organiza dicha tierra, aniquilando y devorando las cosechas que ha ofrecido, el púrpura de la madurez, el oro de la espiga. En su acontecer caótico, vida y muerte parecen confundirse. El nacimiento de las cosas anuncia su fin en la misma expresión con la que nacen. Para nosotros este destino es incomprensible, se aleja de lo racional, y lo que no se puede interpretar bajo el juicio de la razón cae en el terreno de la violencia, donde la vida y la muerte constituyen la antípoda de un mismo exceso. A este movimiento violento, primordial, de producción y pérdida, el ser humano opuso el sistema organizado del trabajo y la razón cuyo ordenamiento le permitía controlar, reducir, alejarse de los impulsos vehementes del deseo, o al menos no responder a ellos de forma inmediata. El mundo del trabajo supuso el inicio de la humanidad al utilizar la razón como principal herramienta, destinada a la consecución de un beneficio no sólo individual sino también para el colectivo. Y todo ello de forma constante. Es decir, la colectividad humana se fundó –se definió, según Bataille- en las prohibiciones relacionadas con la violencia de la sexualidad y de la muerte, siendo el mundo del trabajo, precisamente, el que suprimía dicha violencia. Sin embargo, la supresión no fue en modo alguno definitiva, las reminiscencias de un primer universo de sacrificios y orgías brillaban bajo el resplandor diabólico de la primera transgresión. Transgresión que en absoluto significó libertad, sino un exceso más allá de los límites establecidos, los cuales siempre quedaban preservados106. Aquellos hombres y mujeres que, desde 106

La transgresión está magníficamente representada en La condesa sangrienta, así como la alianza entre erotismo y muerte.

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nuestra perspectiva, parecen emerger de las sombras de un sueño, en realidad participaban del conocimiento y de la revelación de los dones más sagrados107. Bataille define lo sagrado como aquello que es objeto de una prohibición (de nuevo nos remite a las dos prohibiciones fundamentales), y a cuya comprensión se accede mediante la transgresión, que no es sino una forma de violencia organizada. Así, en los antiguos sacrificios, la víctima elegida poseía de antemano un carácter sagrado. La primera humanidad consideró inadmisible inmolar a una persona, por lo que las víctimas solían ser animales en el caso de los sacrificios sangrientos. Además, el animal no sólo se separaba del ser humano por la prohibición, sino que incluso gozaba de un carácter más sagrado por el hecho de no observar la prohibición y responder a sus impulsos violentos. La mayor parte de los dioses antiguos eran también animales, por lo que, en este sentido, es perfectamente comprensible que dar la muerte a un animal fuese considerado un acto sacrílego mediante el cual la víctima adquiría, sin embargo, su velo sagrado, su consagración108. El ser que lo animaba le era arrebatado mientras los asistentes a dicha ceremonia, esos espíritus ansiosos de quienes habla Bataille, participaban de la revelación de ese ser que, una vez arrebatado, le era nuevamente devuelto a la víctima. En

107

Véase a este respecto Catherine Clément y Julia Kristeva (2000). La traductora de este epistolario precisa, en una interesante y productiva aclaración: “El término sacré es muy utilizado en francés en expresiones para las que utilizaríamos en español los términos ‘maldito, bendito, dichoso’ (24, nota a pie). 108 Para Kristeva, lo sagrado es justamente “el establecimiento religioso del sacrificio” (1997: 14). El padre, matar al padre; la madre, el cuerpo de la madre: ese imaginario nutricio y perverso sirve de trasfondo. Ya Freud, en Totem y tabú, analizaba cómo las dos morales del totemismo, asesinato e incesto, están asociadas a una serie de interdicciones sexuales y alimentarias.

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esto consiste lo sagrado, en la revelación de la continuidad del ser en un ser discontinuo y mortal109:

Suele ser propio del acto del sacrificio el otorgar vida y muerte, dar a la muerte el rebrote de la vida y, a la vida, la pesadez, el vértigo y la abertura de la muerte. Es la vida mezclada con la muerte, pero, en el sacrifico, en el mismo momento, la muerte es signo de vida, abertura a lo ilimitado. (Bataille, 2002: 97)

En la muerte se manifiesta la continuidad. La muerte nos posee eternamente permitiéndonos entrever nuestra propia inmortalidad: cada uno de nosotros morirá, pero el ser al que no podemos poner límites se queda intacto, perdura. Por eso la muerte abre a la continuidad, excede los límites que no conocemos y que tan sólo rozamos en la experiencia erótica. En efecto, ¿acaso no nos sirven las mismas palabras que utiliza Bataille en la cita anterior a propósito del sacrificio para atribuirlas al trance erótico? En la obra del escritor húngaro Sándor Márai, la pasión erótica es una fuerza arrolladora que engendra vida y a la vez ejerce un influjo devastador que aniquila, siempre, a los personajes implicados –para Bataille la pasión siempre pide muerte, caos, destrucción-. Sin embargo, en sus palabras resplandece el brillo del claroscuro: tal vez la vida sólo merezca la pena cuando se cae en los brazos de Eros. Aunque nos mate, aunque se muera. Debemos aceptar no su fugacidad, sino su mortalidad, la pasión es humana y como tal perecedera, entre otras cosas porque es imposible mantener siempre 109

¿Acaso los reiterados sacrificios que lleva a cabo Erzébet Báthory, la condesa sangrienta, no aspiran, por incompresible que esto parezca, a esa revelación de lo sagrado, a ese anhelo de continuidad?

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el mismo grado de intensidad, locura o delirio. A la vez, es una experiencia que cabalga entre dos mundos, la vida y la muerte,

cuyo horizonte no puede

definirse. Veámoslo en un texto de El último encuentro en el cual está presente, además, el concepto de lo sagrado:

Según algunas teorías, la raza humana surgió por esos lugares, en las profundidades del mundo árabe, en el principio de los tiempos, antes de que surgieran los pueblos, las tribus, las civilizaciones. Quizás por eso son tan orgullosos. No lo sé [...]. Como te decía, vivíamos en una casa árabe, en una casa que parecía un palacio: éramos los invitados de una familia árabe por recomendación de nuestro embajador. [...]. El fuego ya ardía en medio del patio y se elevaba un humo maloliente, el humo penetrante de la hoguera, alimentada con excrementos de camello. Todos nos sentamos alrededor del fuego sin decir palabra. Krisztina era la única mujer entre nosotros. A continuación, trajeron un cordero, un cordero blanco; el anfitrión sacó su cuchillo y lo mató con un movimiento imposible de olvidar. Ese movimiento no se puede aprender, ese movimiento oriental todavía conserva algo del sentido simbólico y religioso del acto de matar, del tiempo en que ese acto significaba una unión con algo esencial, con la víctima. [...] Aquella noche comprendimos que en Oriente todavía se conoce el sentido sagrado y simbólico de matar, y también su significado oculto y sensual. Porque todos sonreían, todos aquellos hombres con rostro de piel oscura, de rasgos nobles, todos entreabrían los labios y miraban con una expresión de éxtasis y arrobamiento, como si matar fuera algo cálido, algo bueno, algo parecido a besar. Es extraño, pero, en húngaro, estas dos palabras, matanza y beso, öles y ölelés, son parecidas y tienen la misma raíz. (Márai, 2005: 124-125)

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El erotismo, viene a decir Bataille, es la ilusión de la continuidad. La aprobación de la vida hasta en la muerte. Una construcción cultural para la que debemos sensibilizarnos en aras de interpretarla como el objeto de una contemplación poética o, como diría Pizarnik, enunciando secretamente su deseo, de un objeto a mirar y a admirar. Claro está que George Bataille además de filósofo, antropólogo e historiador, era también poeta, por lo que su aspiración en este caso no sólo está justificada, sino que es además lo natural. Para el pensador francés, el erotismo es el problema esencial del ser humano. O el problema humano por excelencia, sobre todo para quienes su naturaleza tiende a la exuberancia. Bataille sitúa el erotismo dentro del campo de la experiencia interior, diferenciándolo de la actividad sexual propiamente dicha, aquella que tiene por única finalidad la reproducción de la especie. En la experiencia interior el individuo toma conciencia de sí mismo, movilizándose su vida interna, y precisamente este movimiento interviene en la experiencia erótica. Así pues, el erotismo, dado su carácter íntimo, no puede considerarse desde fuera o como una cosa. Bataille va más allá y afirma que, finalmente, el erotismo nos conduce a la soledad, al menos porque resulta difícil hablar sobre él ya que es una de las emociones más intensas de las que podemos participar. Allí donde el lenguaje se pierde enardecido, el erotismo es la carne hecha palabra. Bataille aborda este problema relacionándolo con la animalidad del ser humano, por un lado, y su naturaleza social, por otro. Por naturaleza social se refiere al mundo organizado por la ley y la prohibición, en el cual se fundamenta el mundo del trabajo. Precisamente esta organización supuso el

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inicio de la humanidad, mientras que su animalidad (o sexualidad), de la cual se avergonzó, subsistió al margen de ese mundo organizado, sirviéndose de la transgresión para poder vivirla humanamente. La transgresión, así la define Bataille, consiste en la violación de la prohibición, pero sin suprimirla. El erotismo participa de ese carácter transgresor porque es violencia, porque pesa una prohibición sobre la sexualidad (la animalidad del ser humano), y porque excede los límites: “Toda la operación del erotismo tiene como fin alcanzar al ser en lo más íntimo, hasta el punto del desfallecimiento” (Bataille, 2002: 22). Y Kristeva, que se inspira en la figura del “caníbal melancólico” de Freud y K. Abraham, dice: “Tener al otro intolerable a quien tengo ganas destruir para poseerlo mejor. Más vale dividido, despedazado, cortado, tragado, digerido que perdido”

(1997:16),

vinculando,

inseparables,

las

imágenes

del

desvanecimiento y la posesión erótica. En efecto, este proceso de acercarse a la intimidad del ser no tiene otro camino que el de sentirla hasta el extremo, en lo más profundo, para después desbaratarla, aniquilarla, dejarla morir. Es en esta sensación de muerte donde los seres discontinuos que somos percibimos la noción de la continuidad perdida: es la aprobación de la vida hasta en la muerte. Por supuesto, el concepto de muerte o desfallecimiento al que se refiere Bataille es el momento del máximo gozo sexual. Las convulsiones, los gestos, el estar fuera de sí propios del espasmo erótico son aspectos que se manifiestan en la esfera de la muerte. Sin embargo, más allá de esta similitud, y precisamente por la sensación de trance de la cual participan ambas experiencias, se encuentra el misterio, el secreto, la contradicción de nuestra esencia humana: el deseo de

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permanecer, ligado estrechamente al deseo de morir, y ambos confluyen en íntima alianza. Pizarnik, admiradora confesa de Bataille y de su obra, se ciñe estrechamente a estos conceptos y así se perciben en el siguiente fragmento de los diarios, donde el deseo de muerte se anuda al deseo sexual, al trance erótico:

La fascinación de la muerte como lugar de origen. […] El mal es querer el amor queriendo en ello a la muerte. Muerte o anonadamiento. Hablo del mal. No lo conozco. El mal es estar aquí, interrogándome sobre él. Pensando todo el día en la oscuridad, en mis imágenes sexuales de niña (ese país imaginario en el que todo estaba permitido). Lo prohibido. No está en mí lo prohibido. O sí. Lo prohibido es el día y los relojes, los horarios y la idiota expresión “morir de hambre” o “ganarse la vida”. Lo permitido es lo que alienta en mí: la noche, un silencio sexual perpetuo. Nadie se anima a acompañarme por esos lugares terribles. Mejor dicho, los que se animan son gente viciosa, atraídos por algo distinto de lo que yo busco y encuentro. Los que me acompañan creen que lo hago por ellos. No es así: lo hago por el instante, por la noche, por la muerte, por el anonadamiento. Pero siempre que me recuerde, cualquiera que sea mi edad o la circunstancia, sólo hay sexo, sed de sensaciones físicas tan internas que dejan de ser físicas. Este no cumplir totalmente mi – digamos- vocación sexual es terrible. Y creo que mis tentaciones suicidas vienen de ahí. (Pizarnik, 2013: 632)

La alusión a la figura de la infancia, la imagen de la niña que no conoce la prohibición, que todavía no ha entrado en el orden social y cultural, contrasta

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con el mundo organizado en categorías opuestas: lo permitido y lo prohibido, es decir, lo sometido al peso de la ley. Nótese como, sin embargo, para la voz discursiva lo prohibido110 consiste en el mundo del trabajo, el trabajar para vivir, el ganarse la vida; mientras que lo permitido es precisamente el recorrido del deseo sexual, las noches de silencio lujuriosas. Y este deseo es, también, un deseo de muerte, de reducir el ser a la nada, a la pulverización, a la ceniza, que nos recuerda a su famosa sentencia “Yo no quiero morir, yo quiero dejar de ser”. El extravío del trance erótico proporciona, en este sentido, la posibilidad de no ser, la experiencia de la muerte. Esta experiencia de la muerte, contrariamente a lo que pueda parecer, es la que nos reconcilia con la continuidad perdida, con la sensación de la inmortalidad. Por otra parte, el recurso de la figura infantil aparece para anular el conflicto sexual de la mujer adulta atrapada en un deseo e identidad sexual no convencionales, cuyas prácticas la sitúan en la marginalidad111. La niña excusa los actos “ilícitos”, el comportamiento de la adulta transgresora:

110

Pizarnik entiende el intercambio sexual como una forma de expresión o comunicación, como una manifestación del ser. Por tanto, no puede estar prohibida: “Un encuentro sexual no compromete a nada. Sólo dos seres sedientos que se unen en el desierto para ir en busca de la calma. Pero esto es independiente del hecho fundamental: el encuentro sexual no compromete a nada. Profundo asombro. ¿Qué relación hay o puede haber entre ética y sexualidad? ¿Por qué “lo prohibido”? No puedo comprenderlo. (Quiero nadar desnuda en tu sangre)” (Pizarnik, 2013: 216). 111 Venti explica que en los años cincuenta hubo un aumento del clima homofóbico en Argentina, propiciado por el segundo gobierno de Perón así como por la toma del poder de los militares en el año 1955, quienes se veían en la necesidad de tratar la decadencia moral porteña. Los códigos en el vestir masculinos debían respetarse celosamente, de lo contrario eran interpretados como símbolos de homosexualidad. Como podemos observar, se reconoce, aunque no se admita y se penalice, la homosexualidad masculina: las lesbianas parecen haber sido borradas del mapa. Venti las describe “escondidas en el silencio para no distinguirse del resto del mundo y sufrir así marginación por parte de un entorno tradicional y conservador” (Venti, 2008a:176). Este silencio y marginalidad extrema es la causa de su desarraigo, ya que tampoco pertenecen a su comunidad histórica. En estas condiciones, la discriminación social a la que son sometidas está relacionada con el desprecio, la culpa y la falta de autoestima que pueden sentir por sí mismas: “Y de pronto siento asco de mí misma. Me veo a través de una imagen espeluznante: una especie de molusco viscoso girando alrededor de sí mismo. Ahora me

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Conflictos sexuales. No vivo el sexo como un problema. Sólo advierto que soy una niña, no una mujer. No tengo conciencia del bien ni del mal. Lo mismo que entonces, cuando era muy niña y me excitaba pensando en dios. Quisiera ser menos inocente. (2013: 232)

Lo lógico, prosigue Bataille, lo natural, es que, sabiéndonos mortales, separados y, por ende, discontinuos, aspiremos a la inmortalidad, a la fusión o, lo que es lo mismo, a la continuidad. Podemos reproducirnos en nuestros hijos pero seguiremos siendo individuos aislados. Sabemos que este deseo es imposible. Nuestra inmortalidad sólo puede hallarse en nuestra muerte y en principio rechazamos la idea de la muerte, nos negamos a morir. Bataille destaca la profunda relación existente entre muerte y vida y cómo ambos conceptos intervienen en la conducta humana. Por un lado, y como he señalado anteriormente, la especie humana tiende a conservar, a mantener su vida. El mundo reglado de la prohibición y el trabajo contribuiría al equilibrio de esa duración de la vida. Sin embargo, partiendo de la premisa indiscutible de que todo se borra de la faz de la tierra, de que unos seres mueren para que otros nazcan, la humanidad, desde tiempos antiguos, festejó el desorden, el caos, es decir, transgredió la prohibición. Esta transgresión le permitía acercarse a su otro mundo, al de su naturaleza voluptuosa y sensual a través de la cual conocía que la vida no solamente era una economía o un ahorro (un guardarse) sino también, íntimamente, un exceso o un despilfarro (un explico este abandono de que soy presa. Ahora comprendo mi singular destierro. ¡Cuánto me humillo! Recordando a Alfonsina diría: ‘Yo quiero ser blanca…’. Blanca, es decir, sin culpabilidad” (Pizarnik, 2013: 193).

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perderse). Esta pérdida que acentuaba el valor de la vida, intensificándola, reside en el carácter deletéreo de la muerte. Pero hemos dicho anteriormente que en la muerte se manifestaba nuestra continuidad, en ella se revela lo sagrado de la vida, su dimensión inconcebible. Precisamente la revelación de este aspecto sagrado era lo que se perseguía en los sacrificios, cuyas ceremonias rituales responden a la prohibición de matar, siendo el sacrificio la transgresión de dicha prohibición:

Hay, como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del ser, a la cual se devuelve a la víctima. (Bataille, 2002: 86-87)

El arrancar al ser de sí (para devolverlo) o la contemplación del ser desde la cima del ser es el sentido de la violencia que posee el erotismo, un exceso, una exuberancia de vida cuya magnitud sólo puede conocerse desde la angustia del desfallecimiento. Bataille insiste en que la condición humana se basa en la superación de la angustia. La vida es una continua sucesión de producción y muerte, es más: la vida destruye constantemente lo que crea, pero en el revés de esa angustia, o en su superación, subyace otra verdad y es que el ser humano encuentra placer en esa destrucción o despilfarro. Así, los movimientos gratuitos de ganancia y pérdida, o de búsqueda de placer son una cuestión cuantitativa, es decir, dependen de las fuerzas de que disponga un ser dado, de su cantidad de energía. En la entrada del diario del 22 de agosto de 1955, Pizarnik escribe:

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Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma. Produce un alegre cosquilleo que recorre mi cuerpo. Dan deseos de tocarlo, de mirarlo, de ver de dónde sale ese latir tan independiente de mi querer. ¡Es tan dueño de sí! Cruzo las piernas. Se calma un tanto. El sexo. El eterno sexo. […]. Vuelve a aletear. Es muy tarde y la angustia asciende de nuevo. […]. Me sube la angustia. Siento un espeso vacío y una gran oleada de euforia sexual. Esto me humilla. No quiero sentir deseos. Cada vez son más fuertes. Superan al cansancio. (2013: 161) 112

Cuanta más energía posea más derrochará, esto es, más peligros buscará, porque en el peligro, en la violación, reside el goce:

El juego de la angustia es siempre el mismo: la mayor angustia, la angustia que va hasta la muerte, es lo que los hombres desean, para hallar al final, más allá de la muerte y de la ruina, la superación de esa angustia. Pero la superación de la angustia es posible con una condición: que la angustia guarde proporción con la sensibilidad que la llama. (Bataille, 2002: 93)

No se puede pasar por alto la expresión “el juego de la angustia”, ya que en ella se contiene, implícitamente, el concepto de placer al cual se desemboca después de su superación. La humanidad, al alejarse de su

112

Resulta significativo como Pizarnik sitúa este discurso de afirmación de deseo sexual en un contexto donde reflexiona sobre lo que significa ser mujer y ser hombre. La construcción cultural del género no sólo anula o silencia el deseo femenino sino que restringe por completo la libertad individual, niega a la mujer su capacidad como individuo. Tal vez la angustia que sienta esté relacionada con la opresión femenina en el marco social y la transgresión que supone admitir y describir el ansia sexual.

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animalidad y construir el mundo organizado, o de la utilidad, que conocemos, necesitó echar mano de la angustia para llevar a cabo la transgresión y experimentar, como humanos, el mundo del placer. Dicho de otro modo, si bien el mundo del placer representa ese exceso de vida al que accedemos mediante las energías que nos sobran o que, de algún modo, nos son gratuitas, nunca accedemos a él gratuitamente. Este pensamiento es el que, llevado hasta el extremo, constituyó la actitud del hombre soberano de Sade:

[...] el deseo que tenemos de consumar y de arruinar, de hacer una hoguera con nuestros recursos y de forma general la felicidad que nos dan la consumación, la hoguera, la ruina, esto es lo que nos parece divino, sagrado y lo que determina en nosotros actitudes soberanas, es decir, gratuitas, sin utilidad, que no sirven más que para lo que son, sin subordinarse jamás a resultados ulteriores. (Bataille, 2002: 191)

Teniendo en cuenta lo expuesto, podríamos considerar que la literatura es también un exceso, energía que sobra, algo improductivo. Dedicar el tiempo a escribir es sacrificar la posibilidad de otra vida (así lo afirma Blanchot a propósito de Kafka y así lo afirmo respecto a Pizarnik), una vida reglada dentro de lo permitido que es el mundo organizado del trabajo, de la cosecha –un trabajo remunerado, casarse y tener hijos-. Así pues, la literatura comparte con el erotismo ese despilfarro, esa destrucción, ese estar fuera de sí o en otro lugar, ese conocimiento de la muerte. Pizarnik cumple con su vocación sexual escribiendo, sacrificando el cuerpo cual sirvienta de Erzébet Báthory, erotizando y, a la vez, sometiendo el lenguaje a un sacrificio representado en

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el dolor y en la obscenidad de sus textos póstumos. Al igual que Kakfa, es la soltera por excelencia, aquella que además desafía al sistema patriarcal rompiendo el patrón de disponibilidad para los hombres hasta convertirse en materia verbal, en literatura. Ha quebrantado la ley, y valiéndose de máscaras sutiles consigue, valga la redundancia, desenmascarar su rostro torturado, visibilizar la mirada marginal, la existencia lesbiana que reclamaba Adrienne Rich, ya no como estilo de vida alternativo sino como “fuente de conocimiento y de poder disponible para las mujeres” (2001: 45). Basándose en el análisis del artículo The Origin of the Family, de Kathleen Gough, en el cual se analizan las formas de poder masculino en sociedades arcaicas y contemporáneas, Rich estudiará las consecuencias de dicho poder ejercido sobre el cuerpo de las mujeres a la hora de vivir, por ejemplo, el derecho a su propia sexualidad, y de cómo ésta ha sido atacada con métodos como la clitoridectomía o la infibulación, los cinturones de castidad, el castigo al adulterio femenino (lo que nos recuerda el asesinato de Delmira Agustini), y a la sexualidad lesbiana, la negación psicoanalítica del clítoris, la negación de la sensualidad materna y posmenopáusica, así como la destrucción de imágenes y archivos relacionados con la existencia lesbiana. De especial interés es la reivindicación de la sensualidad materna, de la divinidad y el poder femeninos, que aparecen en las páginas de Pizarnik, especialmente en los Diarios. Esta sensualidad alude directamente a un mundo intrauterino, donde no entra la luz, inundado por un mar de aguas natales donde la plenitud del ser garantiza su entidad de cuerpo sexual y

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erotizado en el que todavía no existen las marcas que la cultura inscribe sobre él, determinándolo:

La noche. Es ella, detrás de los cristales. La infancia muerta esboza un saludo. La Madre Universal. Ella gime detrás de mi sangre. Disolverme en el humo de mi cigarrillo. (Si por lo menos fuera puta –dijo la muchacha). Pienso en el mar. En las olas fosforescentes. En mi miedo la noche aquella cuando los caballos silbaban en la alameda y dentro de mí un ser crecía hasta hacerme reventar de existencia. Y yo me dejaba seducir por las aguas. Las aguas rodeaban mi cuerpo desnudo. Y era en una noche carente de luna, enferma de nubes. Y fue una noche de banderas que aleteaban para festejar a la muchacha enamorada del mar. Y yo era inocente. Y el mundo fue en mi sangre. Pero ¿qué? ( 213: 233)

Ese universo femenino es el espacio anterior a la vida donde todas las necesidades están cubiertas, es la fuerza del útero y su protección, el goce preedípico, el esplendor de las formas redondas, confusas; el cosmos placentero donde el ser está a salvo y satisfecho:

[Tachado] mundo femenino. [Tachado] coordina con el mundo de los sueños, de la alimentación, del ensueño en vez de pensamiento. Todo, en él, es detrás de la vida, en un vestíbulo umbrío, reminiscente de la atmósfera de Matisse. Mundo obeso y dulce como un poema árabe. Opio. Alcohol. Humo. Todo lo que es opuesto a esto es lo masculino. Aprender a amarlo es como curarse de una toxicomanía. (2013: 293)

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El recuerdo del útero también asoma cuando el conflicto sexual impregna la actividad erótica de connotaciones negativas. Así, después de una reflexión amarga sobre sus experiencias y deseos sexuales, en la que, sin perder su sentido del humor, se denomina a sí misma Alejandra Nabokov por su inocencia y falta de prejuicios –y la culpa posterior-, Pizarnik escribe desolada:

Lo del sexo es otra mentira. Un instante de onanismo, nada más. La gente debería masturbarse. Amarse platónicamente y masturbarse. Así sería el reino de la poesía. Fornicar sería como rascarse. Hasta podría ser público. La chair est triste. Y en verdad, mucho mejor que no hubiera sexo. Sin deseos, sin anhelos, un flotar, un deslizarse, sin sed, sin hambre. El vientre materno. (2013: 295)

En la cápsula natal todo está dado, el cuerpo del feto y el cuerpo de la madre son el mismo cuerpo, se confunden. La vida intrauterina remite a la continuidad, quizás a la fusión carnal más íntima que pueda existir entre dos seres. Al nacer, la carne se separa y las necesidades del pequeño ser ya no están garantizadas como en su vida en la matriz, sino que hay que satisfacerlas, interpretar sus demandas. Hay, pues, desde el principio, una tristeza de la carne por esta separación primordial, por nuestro devenir en seres discontinuos. Con el verso de Mallarmé, Pizarnik alude a una tristeza del erotismo: la nostalgia de no poder alcanzar la continuidad perdida, a pesar de todos los encuentros sexuales que se pueda tener. Por eso Bataille dice que Eros siempre será un dios trágico.

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Para Pizarnik, la experiencia erótica es similar a la experiencia de la muerte porque en ambas se anulan las coordenadas del tiempo y del espacio. Además, en el caso de la masturbación, se contempla la posibilidad de poder ser a la vez sujeto y objeto del mismo acto. No obstante, esa tristeza de la que hablé más arriba es palpable en el siguiente fragmento de los Diarios:

Tristeza de los libros eróticos y tristeza del erotismo. (Una vez terminado el acto de amor hay una tristeza de deseos apagados, un desorden mudo, un arrepentimiento absurdo). Sade me hace morir de tristeza, Restif de la Bretonne me aburre, Casanova –el más lejano, casi irreal- no me resulta erótico, y los italianos (Arentino, Baffo, Nicolas Chorier) me divierten y me angustian. Ayer leí les Mémoires d´une chanteuse allemande. (2013: 407)

Frente al erotismo, la obscenidad se perfila como una alternativa estremecedora que disipa la angustia erótica. Desde Freud, la obscenidad está asociada a lo siniestro, a lo fatal, a lo fuera de escena. De raíces sexuales, coincide con el goce lacaniano “como lo que está más allá del placer, aquello inarticulable, irrepresentable, pues se hunde en el tabú, en la falta primera, en la imposible completud, que por imposible y por más allá del placer coincide con el instinto de muerte, ese Thanatos indisolublemente unido con el Eros pues va más allá de él” (Piña, 2012: 126). La obscenidad (lo que Pizarnik considera “un erotismo raro y distinto”) irrumpe en el orden de los días con una violencia superior que lo transforma todo, incorporando el concepto de lo ajeno y lo inseguro, es decir, desplazando al sujeto de su posición habitual para

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arrojarlo en una suerte de estado incierto, de trastorno, donde la vida de escritora, organizada por el trabajo, es impracticable. El fragmento continúa así:

Pero sin una vida sexual extraña y peligrosa no puedo vivir pero tampoco puedo incorporar el escándalo a mis deseos de trabajar, de aprender, de estudiar. Imposible ninguna orgía si me levanto a las 8 para ir a la oficina. Si es orgía tiene que abolir el tiempo y si el tiempo está abolido no tengo por qué levantarme temprano para ir a trabajar. Quiero decir, hay dos maneras de vida que me seducen igualmente y que en mí son incompatibles. (2013: 408)

La incorporación de las prácticas orgiásticas tiene como finalidad, según Bataille, la negación de los límites, ya que la orgía posee un carácter festivo que transgrede la vida ordenada del trabajo. La orgía es “signo de una perfecta inversión del orden” que se manifiesta del lado de lo “nefasto, lleva consigo el frenesí, el vértigo y la pérdida de la conciencia.”(Bataille, 2002: 119). Sabemos del amor de Pizarnik por la literatura, y también de su deseo de desaparecer, su impulso de muerte. Por eso podemos comprender que sus prácticas sexuales –en las que se inició en su adolescencia y que calificó de decadentesaún incompatibles con su cotidianidad, fuesen necesarias; pequeños simulacros de la caída en una continuidad total, un extravío perpetuo no en el jardín, sino en el laberinto, donde la sombra de Erzébet anuncia la llegada de noches funestas.

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IV.2. Grietas, fisuras, desgarraduras

Pizarnik convivió con su lesbianismo desde la discreción y el ocultamiento, presa de un desasosiego que identificaba su condición como una anomalía que la atormentaba. Un constante ir contra la norma. Quizás el origen de sus visitas para psicoanalizarse provenga de ahí, de este lugar, porque Alejandra no podía reconciliarse totalmente con esta dimensión tan importante de su sexualidad. Por otra parte, ya he mencionado en el capítulo anterior que Pizarnik había mantenido a lo largo de su vida relaciones íntimas con personas del sexo masculino, pero si rastreamos en sus diarios la palabra “lesbiana” y el conflicto que le produce la necesidad de tener que definirse observamos que su experiencia en este aspecto es angustiosa. Apenas hay referencias positivas al lesbianismo, todo lo contrario, antes bien. Algunas ya han sido señaladas en ese apartado, pero creo que merece la pena presentar las siguientes para insistir en la depreciación de sí misma por su identidad sexual. Así, en París, enamorada de M., Alejandra odia su propio rostro porque “no supo fascinarla”, pero además del odio está la vergüenza con la que se enfrenta a sus sentimientos:

Creo que aún moribunda no la llamaría por temor a lo que pudiera pensar E., por temor a lo que pudiera pensar todo el mundo de la gran Alejandra que se muere clamando por una lesbiana. (2013: 379)

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También el amor entre lesbianas aparece degradado: a propósito de la pareja entre M. y E., dice: “Debo sentir celos por su amor. Si bien amor de lesbianas, es amor. Es evidente que se aman”. Frente a estas relaciones abiertas y asumidas, su determinación sociocultural le impide integrarse como una más de la comunidad lésbica, por lo que su exclusión y su autocastigo son extremos; el párrafo concluye así: “La dulce Alejandra, la hija de puta. Tiene miedo. Tengo miedo” (2013: 305). En su artículo “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana”, publicado en 1980, Adrienne Rich pone de manifiesto que la heterosexualidad es una construcción social del patriarcado y que en modo alguno es una respuesta natural o “normal” entre sexos, sino un lazo de obligado cumplimiento para las mujeres, un contrato social, como lo llamará posteriormente Monique Wittig. El pensamiento de Rich parte de la premisa según la cual si una mujer es la fuente primaria de atención, amor y cuidado emocional tanto para las niñas como para los niños, por qué se imponen a las mujeres unas ataduras tan violentas para mantener su lealtad, servilismo y erotismo hacia los hombres. Para Rich, la heterosexualidad obligatoria es la institución mediante la cual los hombres se apropian del cuerpo y del poder femeninos en su propio beneficio, de tal manera que siempre estén garantizados el derecho de acceso a las mujeres y su disponibilidad inmediata a la hora de satisfacer todas sus necesidades (sexuales y económicas). La intelectual americana lamenta que la existencia lesbiana y su discurso hayan sido obviados por la crítica y la investigación feministas, lo cual oscurece el sentido que pueden tener algunos textos o manifestaciones artísticas que, de

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estudiarse bajo esta perspectiva, arrojarían nueva luz sobre las posibilidades que tenemos las mujeres para vivir nuestro cuerpo, nuestra historia, para desarrollarnos

con

capacidades

plenas

fuera

del

entramado

de

la

heterosexualidad. La existencia lesbiana supone, pues, “un ataque directo o indirecto contra el derecho masculino de acceso a las mujeres” (2001: 66), así como la negación a un modo de vida obligado, una especie de tabú. Rich la califica, además, de forma de rechazo al patriarcado y de acto de resistencia que

ha incluido, por supuesto, el aislamiento, el odio hacia una misma, la crisis nerviosa, el alcoholismo, el suicidio, y la violencia entre mujeres; idealizando, a riesgo nuestro y bajo castigos inmenso, lo que significa amar e ir contra la norma; y la existencia lesbiana se ha vivido (a diferencia de la existencia judía o la católica, por ejemplo) sin acceso a conocimiento alguno de una tradición, una continuidad, un entramado social. La destrucción de los registros, de los recuerdos y de las cartas que documentan las realidades de la existencia lesbiana ha de ser considerada muy en serio como la forma de mantener la heterosexualidad obligatoria para las mujeres, ya que lo que se ha mantenido lejos de nuestro conocimiento es tanto la alegría, la sensualidad, la valentía y la comunidad, como la culpa, el autoengaño y el dolor. (Rich, 2001: 66-67)

La imposibilidad de otorgar a sus escritos editados una dimensión pública de su lesbianismo llevó a la Pizarnik escritora a borrar toda clase de huellas que pudieran identificarla como una lesbiana más (no sólo la propia autora, sino también sus familiares y editoras ejercieron censura en una parte

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considerable de su obra). Pizarnik comenzó siendo conocida por su labor poética, y es precisamente en esos poemarios donde el lesbianismo aparece velado o silenciado, donde el objeto de deseo erótico no aparece identificado genéricamente. Simplemente hay un tú, que en la mayoría de las ocasiones es un desdoblamiento del yo lírico, y ambos participan o disienten del enunciado. Sin embargo, si reunimos todas las pistas disponibles podemos encajar las piezas del puzle, recorrer el interior del laberinto que trazó Pizarnik en su casa de palabras y papel. Así, por ejemplo, podemos partir del fragmento del diario donde Alejandra escribe que ha ido a ver la película La sed, de Bergman, y que he mencionado en el apartado anterior. Se siente cautivada por el rostro de la mujer lesbiana, por sus ojos y su mirada que desprenden un “brillo mítico”, una “fijeza terrible”. La entrada concluye de la siguiente forma: “Yo sólo sería feliz en un mundo de esfinges. Sin palabras. Sólo la música, el vino, y los ojos más intensos del universo contemplándome” (2013: 297). Comparémoslo ahora con el poema “Luz caída de la noche”:

Vierte esfinge tu llanto en mi delirio crece con flores en mi espera porque la salvación celebra el manar de la nada vierte esfinge la paz de tus cabellos de piedra en mi sangre rabiosa yo no entiendo la música del último abismo 227

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yo no sé del sermón del brazo de hiedra pero quiero ser del pájaro enamorado que arrastra a las muchachas ebrias de misterio quiero al pájaro sabio en amor el único libre (2001: 89)

En principio, el poema habla del deseo desesperado de ser amada, de conocer el amor. El sujeto poético apenas puede contener la violencia ante este deseo, que se manifiesta en su rabia interior y en su delirio –la propia alusión a la sangre es ya en sí una expresión de esa violencia. La persona destinataria del poema no comparte el mismo nivel que la voz del enunciado, pues no solamente su tranquilidad contrasta con el furor de aquélla, sino que además es un ser mitológico, una esfinge, el enigma necesario del juego de la seducción. Si relacionamos esta esfinge con la de la película de Bergman (la entrada del diario corresponde al año 1959 y el poema se publicó en 1958 dentro de la colección Las aventuras perdidas), tal vez el poema hable secretamente de un deseo homoerótico que preludia un encuentro sexual largamente esperado. Además, si interpretamos el brazo de hiedra como un símbolo del matrimonio (según el sermón 304 de San Agustín), el desconocimiento de este sermón reafirmaría la idea de que la voz poética se está dirigiendo a otra mujer. Lo mismo sucede con el poema “Cuarto solo”, perteneciente a Los trabajos y las noches (1962):

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Si te atreves a sorprender la verdad de esta vieja pared y sus fisuras, desgarraduras, formando rostros, esfinges, manos, clepsidras, seguramente vendrá una presencia para tu sed probablemente partirá esta ausencia que te bebe (2001: 193)

La voz poética describe la soledad de su cuarto, prestando atención a una pared poblada de grietas, fisuras, desgarraduras, en medio de las cuales asoman rostros, manos, esfinges. La pared, el cuarto, representan al espacio del cuerpo femenino, un cuerpo doliente atenazado por heridas que tienen nombre: son las causadas por otras personas que aparecen humanizadas a través de su rostro, de sus manos. Su mirada de esfinge. No hay otra referencia corporal. Pero aparece la clepsidra. El reloj de agua con forma de útero, de vagina, compuesto por dos piezas exactamente iguales, unidas por un estrecho conducto a través del cual el agua pasa de una a la otra. El agua cae, desciende, desde el recipiente superior al recipiente que está debajo. Pizarnik nos desarma con una metáfora que reproduce una escena amorosa entre mujeres, el intercambio del flujo sexual. La verdad de la vieja pared es la verdad del cuerpo, la reconciliación con su lesbianismo, la sed calmada. Este poemario, Los trabajos y las noches, destaca por la temática erótico-amorosa de la mayoría de sus poemas, que se caracterizan por su brevedad y gran condensación poética, como si se tratara de pequeños objetos cuidadosamente elaborados, portadores de un secreto. Como indica su título, 229

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las noches tienen un protagonismo especial, pues es en el refugio de la oscuridad donde suceden los encuentros amorosos: así sucede en los poemas “Revelaciones”, “Amantes”, “Encuentro”. En estos cuatro poemas el silencio adquiere un protagonismo especial. Así, en “Revelaciones” (156), se espera que las palabras desentierren un mundo que permanece oculto, cerrado bajo llave o, mejor dicho, un deseo que está callado y que se revelará a través de los signos del cuerpo:

En la noche a tu lado las palabras son claves, son llaves. El deseo de morir es rey. Que tu cuerpo sea siempre un amado espacio de revelaciones.

En el poema “Amantes” (159), un cuerpo, también mudo, se abre como una flor en la tensa espera de recibir placer. La flor como símbolo del sexo femenino y el flujo sexual transformado en la humedad del rocío desvelan el misterio que encierra el texto:

Una flor No lejos de la noche Mi cuerpo mudo Se abre a la delicada urgencia del rocío.

En “Encuentro” (163), la noche propicia un encuentro amoroso, no hay referencias al cuerpo, solamente un “tú” que disipa la soledad, que comparte un

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único, un mismo lenguaje: el lenguaje de la noche, del sexo, el lenguaje de la sed:

Alguien entra en el silencio y me abandona. Ahora la soledad no está sola. Tú hablas como la noche. Te anuncias como la sed.

Además, en el poema titulado “A un poema acerca del agua, de Silvina Ocampo” (356), Pizarnik recurre nuevamente a la metáfora de la flor y a la del agua para referirse a la intimidad de las amantes:

Tu modo de silenciarte en el poema. Me abrís como a una flor (sin duda una flor pobre, lamentable) que ya no esperaba la terrible delicadeza de la primavera. Me abrís, me abro, Me vuelvo de agua en tu poema de agua que emana toda la noche profecías.

La voz poética se identifica con una flor cuya apertura anticipa el deseo sexual: “me vuelvo de agua en tu poema de agua”. El poema “Al alba venid”, también dedicado expresamente a la autora de Cornelia frente al espejo, reproduce el esquema y la temática de las canciones del alba, o albadas, en las que los amantes deben separarse (o se encuentran) cuando llega la primera luz del día. La voz poética le pide a su amante que no escuche el viento, que no se vaya la noche, que no llegue la mañana:

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Al viento no lo escuchéis, Al viento. Toco la noche, a la noche no la toquéis, Al alba, voy a partir, al alba no partáis, al alba voy a partir. (2001: 443)

Por otra parte, el título del poema está incompleto: lo correcto sería “al alba venid, buen amigo, al alba venid”, que la identificaría ya plenamente como una canción de tintes amatorios. La particular relación que mantuvieron ambas escritoras113 estuvo marcada por la enorme amistad, la pasión y admiración literaria que Pizarnik sintió por ella y que no fue correspondida por Ocampo de igual manera (Piña, 2012); se conocieron cuando Pizarnik regresó de París y comenzó a publicar en la editorial Sur. Silvina pasa de ser una persona maravillosa que despierta la ternura y el amor de Alejandra a ser una “revieja histérica que sólo sirve para hacer el mal –insecto dañino, bruja mediocre” (Pizarnik, 2013: 924) o simplemente una “loca de mierda” (2013: 934). Ocampo era una escritora consagrada y toda una precursora de la inscripción de la obscenidad en la literatura argentina, por su “exploración de los costados más perturbadores, violentos y letales de la sexualidad, produciendo, asimismo, una desestabilización de la oposición binaria hombre/mujer al centrarse en la presencia de la sexualidad en el niño” (Piña, 2012: 128). Piña también coincide 113

Merece la pena destacar el estudio Childhood in the Works of Silvina Ocampo and Alejandra Pizarnik (2003), de Fiona Mackintosh, sobre los mundos imaginarios en el universo literario de ambas escritoras, en los que la infancia ocupa un lugar privilegiado.

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con Mackintosh en que Ocampo fue para Pizarnik una precursora, ambas adoptaron la pose de niñas rebeldes respecto a Victoria Ocampo, hermana mayor de Silvina, y a Olga Orozco, a quien Pizarnik consideraba su madre literaria (Piña, 1991:18). La relación que mantuvieron entre sí queda plasmada en una correspondencia activa hasta el fallecimiento de Pizarnik. La Nueva Correspondencia Pizarnik, a cargo de Ivonne Bordelois y Cristina Piña, incluye dieciséis misivas114 de Alejandra enviadas a Ocampo, en las que es visible la amistad, la complicidad, el sentido del humor que comparten ambas escritoras; en definitiva, una pasión amorosa cuyo final afectó profundamente a la poeta. En cualquier caso, esta amistad, este apoyo emocional y profesional, este amor, está dentro de lo que Rich considera el continuum lesbiano: la identificación entre mujeres, independientemente de la experiencia sexual o del deseo de una mujer hacia otra mujer y al que Rich también llama doble vida, en el que podemos vernos todas las mujeres, reconociéndonos o no como lesbianas:

Si profundizamos en ambos términos (existencia lesbiana y continuum lesbiano) se podría llegar a descubrir lo erótico en términos femeninos: aquello que no está reducido a una única parte del cuerpo o sólo al propio cuerpo; como una energía no sólo difusa sino, como lo decribe Audre Lorde, omnipresente en la 114

Como ejemplo, reproduzco un fragmento de la carta del 31 de enero de 1972: “[…] Te dejo: me muero de fiebre y tengo frío. Quisiera que estuvieras desnuda, a mi lado, leyendo tus poemas en viva voz. Sylvett mon amour, pronto te escribiré. Sylv., yo sé lo que es esta carta. Pero te tengo confianza mística. Además la muerte tan cercana a mí (tan lozana!) me oprime. […] Sylvette, no es una calentura, es un reconocimiento infinito de que sos maravillosa, genial y adorable. Haceme un lugarcito en vos, no te molestaré. Pero te quiero, oh no imaginás cómo me estremezco al recordar tus manos que jamás volveré a tocar si no te complace puesto que ya lo ves que lo sexual es un “tercero” por añadidura. En fin, o sigo. Les mando los 2 librejos de poemúnculos meos –cosa seria. Te beso como yo sé i a la rusa (con variantes francesas y de Córcega” (2013: 206).

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alegría compartida, física, emocional o psíquica y en el trabajo compartido. (Rich, 2001: 68)

Precisamente, Rich afirma que la sensualidad erótica, central en la existencia lesbiana, ha sido el hecho que se ha borrado con más violencia de la experiencia femenina. La relación entre Pizarnik y Silvina Ocampo y su enriquecedora correspondencia pueden estar detrás del texto Una traición mística, publicado en la Prosa Completa de Pizarnik, en el que el goce amoroso se consolida a través de una relación epistolar de naturaleza vampírica (“Toda la gama de los silencios en tanto de ese lado beben la sangre que siento perder de este lado”, 2002: 41). Precisamente es el silencio entre carta y carta lo que mantiene vivo el deseo, lo que lleva al sujeto poético a “tragar olas de silencio”, a alcanzar los límites de la locura. Por otra parte, ese silencio es identificado con “un útero”, por su capacidad para la creación –el silencio en este caso sería la condición indispensable para la creación de un poema, “el poema que escribirás después, en lugar de la masacre”), pero el hecho de que se identifique con este órgano femenino, a pesar de que no hay referencias al género ni a los rasgos físicos de la persona que emite las cartas, no deja lugar a dudas de que es alguien del sexo femenino. Una carta de Pizarnik a Ocampo, sin lugar ni fecha, deja entrever la decepción de Pizarnik ante la falta de correspondencia de Silvina: “Querida Silvina, aún no llegó su carta. No llegó porque yo la esperaba. Es la vieja historia” (2014: 191)

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Tal vez también la influencia de su relación con Silvina Ocampo esté detrás del texto “Violario”, escrito en el año 1965 y publicado en Revista de Occidente en 1971. Además, forma parte de la selección de textos de Prosa Completa (2002: 33). En él se describe un encuentro de índole sexual entre la voz narrativa (caracterizada como caperucita) y otra persona, una mujer, “una vetusta femme de lettres”, con cara de lobo, en un velatorio, estando el difunto de cuerpo presente. El humor sarcástico invade todo el texto, no sólo por la caracterización de los personajes, en quienes contrasta la juventud y la vejez, sino por la situación en la que se produce su intercambio, una atmósfera “decadente”, pues la mujer mayor roza su cuerpo y se frota junto a la mujer joven (que se siente violada), mientras procuran desviar la atención de los demás mirando hacia las flores del muerto. Izquierdo Reyes (2011) destaca la opacidad del yo discursivo frente a este encuentro, pues las sacudidas que atraviesan el cuerpo de la narradora (risa, terror) sugieren interpretaciones diferentes que no se resuelven fácilmente. ¿Por qué tiene miedo, por el acto de la violación o porque es una mujer la que viola? ¿De qué se ríe, de su nerviosismo o de la ancianidad de su compañera? En cualquier caso, el lesbianismo aparece degradado, es objeto de risa, de humor, a pesar de las referencias a Renée Vivien (1877-1909) y Nathalie Clifford Barney (1876-1972), iconos respetados de la cultura lésbica. Por otro lado, las distintas emociones que atraviesan el cuerpo de una y otra mujer nos hacen pensar que no comparten ya no el mismo sentimiento, sino tampoco su identidad sexual. Si la voz narrativa decide que ya no escribirá jamás un poema con flores tal vez lo haga para no asociarlo a este suceso o para ahuyentar (despistar) a otras

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posibles seductoras (lectoras), pero también puede ser para dejar clara su posición de que ella no pertenece a la comunidad lesbiana. Para Venti, esta negativa tiene que ver con el poder de ocultamiento que tiene la palabra, de manera que “proscribir las flores equivale a callar el deseo lésbico, sumiéndolo en el exilio de lo innombrable” (2008a: 183). A este silencio impuesto, Venti añade la invisibilidad de la propia autora lesbiana, que sitúa el encuentro en un lugar “donde todos miran (junto al ataúd abierto en un velorio) pero nadie ve” (188). Izquierdo Reyes considera que la lectura en clave homofóbica fue quizás la más extendida entre el público lector, a la vez que la más sencilla. En ese sentido, teniendo en cuenta el lugar y la época en que fue escrito, Alejandra dejaría bien atado el control sobre el texto, que a la vez queda abierto a otras claves interpretativas: conflicto generacional entre lesbianas, diferentes modos de entender lo lésbico o lo sexual. En definitiva, como sostiene su investigación, aunque podríamos afirmar que en las últimas creaciones de Pizarnik hay una apertura progresiva hacia lo sexual de la que también participan el sadomasoquismo y el deseo homoerótico, la escritora argentina tuvo que cuidar muy bien sus palabras y su actitud para no levantar sospechas, valiéndose de múltiples recursos que finalmente obraron a su favor, a pesar del sufrimiento y del excesivo autocontrol que tuvo que soportar, pues “la censura nunca pudo juzgarla”. En este contexto, Venti (2008a) también destaca la situación marginal de la literatura homoerótica latinoamericana. Además de la ya mencionada novela Asfalto, de Pellegrini, subraya que Manuel Puig también sufrió la censura

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gubernamental y su novela The Buenos Aires Affair terminó en la lista de libros prohibidos por el gobierno de Juan Domingo Perón. Paralelamente, la revista Sur publicó un panfleto de tintes homofóbicos titulado La erótica del espejo, de Héctor Murena, en el cual la homosexualidad era desprestigiada situándola a la par de la autoidolatría, el narcisismo o la locura. Así pues, Pizarnik tuvo que lidiar con el ocultamiento, con los repetidos juegos de máscaras, para preservar y proteger su intimidad y una identidad que no encajaba ni en su entorno social ni en su época. No le resultó fácil vivir de esta manera porque ella fue la primera que sintió su condición sexual como un peligro o una amenaza. El compromiso de sus textos póstumos –especialmente los que todavía no han visto la luz- con la cuestión de la sexualidad en sus más amplias vertientes nos permiten comprender el alcance y la preocupación acerca de este tema, primordial tanto en su obra literaria como en su vida personal. En una y otra, el cuerpo y el corpus de Pizarnik se pobló de grietas, de fisuras, de desgarraduras. La herida eterna que nunca se cerró. Pero precisamente estas quiebras poseen la virtud de ser a la vez un lugar de paso, de tránsito de un espacio a otro, permiten mostrar y ver el interior. Por estas hendiduras se coló su voz en clave, desde ahí nos pudo hablar del peso de la soledad y de la furia, del deseo y el anhelo, de la necesidad de ser más allá de las categorías que injustamente imponen las normas.

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IV.3. De la imposibilidad de tener un cuerpo. Reivindicación de una estética fragmentaria Soy un deseo suspendido en el vacío Alejandra Pizarnik

Soy, pues, un cuerpo y nada más. Michel Onfray

Mi cuerpo es el lugar irremediable al que estoy condenado Michel Foucault

El cuerpo femenino ha venido siendo –y podríamos decir que todavía es - el lugar de la expropiación, un espacio habitado y colonizado por la cultura patriarcal, o según palabras de Rich, el territorio donde se erige el patriarcado (1986: 102), siendo el útero la parte mínima sobre la que ejerce su control 115, 115

En su apasionante ensayo Nacemos de mujer (1986), Adrienne Rich explora la cuestión de la maternidad y su diferente tratamiento en varias sociedades a lo largo del tiempo. Rich analiza especialmente la coyuntura económico-social por la que el patriarcado ha conseguido arrebatar a la mujer el protagonismo y la fuerza de su capacidad creadora, como cuerpo gestante y como cuerpo que pare. La capacidad de decisión sobre la maternidad, el acceso a los métodos anticonceptivos, están en relación con una cultura o educación sexual urgente y necesaria para las mujeres. Por otra parte, la instrumentalización y la praxis médica generalizada en el momento del parto (y añado que, hasta hace bien poco, el embarazo era tratado como una enfermedad y el permiso de maternidad era una baja laboral, no un permiso) han transformado un momento de poderío femenino en una escena donde destaca la pasividad de la mujer. En este sentido, Luce Irigaray en Yo, tú, nosotras (1992) también propone una reflexión muy acertada acerca del uso de las placentas en los hospitales. La placenta, órgano que se desarrolla en el útero desde el comienzo de la gestación, es utilizada con fines cosméticos, medicinales, pero es una parte que ha sido generada por y en nuestro cuerpo –para Irigaray esta parte pertenece al bebé, pues es la que ha propiciado su vida- sobre la que no tenemos ninguna conciencia ni ningún tipo de control. No obstante, cabe destacar que en los últimos años, a raíz de las reivindicaciones feministas, el tratamiento del embarazo y el parto tienden a una práctica individualizada, donde determinados recursos, como la episiotomía, por ejemplo, sólo se utilizan en los casos estrictamente necesarios. Unas infraestructuras más modernas y adaptadas no sólo a hacer más fácil este momento especial sino a crear una atmósfera íntima

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símbolo del puro cuerpo116 al servicio de la reproducción y al placer sexual ajeno. En este sistema, donde la dominación masculina impone e inscribe sus normas, los cuerpos de las mujeres no solamente han sido sus cárceles, sino que se han convertido en instrumentos que ratifican el poder ajeno, un poder que alcanza su máxima expresión cuando estos cuerpos se banalizan, se vacían de contenido, es decir, cuando están al servicio de esa cultura imperante y son incapaces de generar otros significados más allá de los que autorizan sus normas. Por supuesto que el cuerpo masculino también ha sido objeto de represión: el cuerpo humano, al menos en la cultura occidental, ha sido el lugar de la culpa, de la humillación que suponen tanto los excesos y placeres de la carne como su propia mortalidad. El cuerpo es lo que hay que sujetar, el espacio mínimo donde se ejerce la libertad y la tiranía. Como sugiere Foucault en la cita que encabeza este apartado, perteneciente a la conferencia del año 1998 El cuerpo utópico, el cuerpo es asimismo nuestro encierro, el espacio o lugar que nos contiene y al que estamos unidos de por vida, sin excepción, mientras haya vida. Soportar siempre el mismo cuerpo –incluso con los cambios físicos, los retoques quirúrgicos, los implantes, las prótesis, esos gestos que persigue la belleza, los

y agradable, donde la madre pueda participar activamente del nacimiento de su bebé sin que este momento sea traumático, se presumen imprescindibles en una sociedad del siglo XXI. Por otra parte, el reciente resurgimiento de las doulas (no exento de cierta polémica y rechazo sobre todo por parte del sector médico) retoma la figura de las antiguas parteras que ofrecen acompañamiento, asistencia e información a la mujer en el momento de parir, haciendo posible que el alumbramiento sea posible en su hogar. 116 El cuerpo silenciado de las mujeres, agravado por la carga sexual, es objeto de estudio por María Jesús Fariña Busto en su artículo “De puro cuerpo a un cuerpo propio. Textualizaciones del deseo en algunas escritoras hispánicas” (2003). A través del cuerpo textual de escritoras como Ana Istarú, Cristina Peri Rossi, María Negroni o Ana Becciu, el sujeto femenino tomó conciencia de su propio cuerpo, nombrando partes y órganos que habían permanecido ocultos o silenciados, reivindicando y legitimando de este modo no sólo su deseo sino también otras formas de deseo.

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maquillajes, los tatuajes, los afeites, el artificio. El cuerpo es también nuestra frontera, el espacio donde somos y el espacio que ocupamos, algo concreto pero, por otra parte, inabarcable: no podemos vernos completamente, no podemos fusionarnos con nosotros mismos y con los demás, a pesar de que el cuerpo es penetrable, abierto, moldeable. Las palabras pesan sobre el cuerpo, lo configuran, le dan forma. Veinte siglos de moral judeocristiana dejan como resultado la separación (por otra parte, de raíces profundamente platónicas), entre la persona que habita el cuerpo y el cuerpo propio, la eterna dicotomía entre el cuerpo y el alma. Lejos de la celebración del mundo sensible y del don que supone tener un cuerpo, la cultura occidental lo ha vejado y rechazado, relegándolo a un lugar muy secundario, subyugándolo a la superioridad del mundo de las ideas, de la espiritualidad, del alma. Lo invisible y lo intangible en detrimento de lo visible y lo tangible. El cuerpo es un recipiente de miseria y de dolor que contrasta con la perfección y pureza del alma. Somos, en definitiva, una complejidad, una escisión, acarreamos una herida muy antigua. Debemos someternos, para hacer posible la convivencia en sociedad, a una obligación escénica (Baudrillard, 2000). Todo lo que queda fuera de esta obligación constituye la obscenidad117, estrechamente relacionada con el cuerpo: el sexo, la enfermedad, las actividades fisiológicas, los líquidos y excreciones. Particularmente, el aspecto sexual ha sido uno de los más castigados y reprimidos de la corporalidad humana. La llegada del cristianismo, que aprovechó del platonismo la división entre cuerpo y alma y la superioridad de ésta, sustentándose especialmente en la influencia de Pablo de Tarso, es el

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Como marca el significado etimológico del término: “fuera de escena”

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motor de arranque de una cultura que avala la escisión, la herida, en una búsqueda continua de nuestra otra mitad inalcanzable. En otras palabras, el sexo no es un don, sino un castigo, una mancha imborrable que se sostiene en el deseo entendido como falta. Por mucho que busquemos nunca encontraremos esa otra mitad, por lo tanto hay que reprimir el deseo, la actividad sexual. Onfray (2002) explica que, como eso no fue posible, entonces se instaló la figura del matrimonio, donde la sexualidad está permitida siempre y cuando se asocie estrictamente a la reproducción de la especie. De este modo, al lado de esta figura social, crecen a su alrededor la misoginia, la prostitución, la división del trabajo, creándose así una cultura que ensalza el sufrimiento y la muerte en detrimento de la cultura del placer, de celebración de la vida, de la igualdad auténtica en el placer y en otras facetas de la vida (2002). En Historia de la sexualidad I, Foucault analiza la sexualidad y su relación con el poder partiendo de las diferentes formas del discurso. Es a partir de los siglos XVIII y XIX cuando empieza a configurarse un discurso (desde distintos ámbitos: médicos, políticos, económicos) en torno a la sexualidad y cuando ésta comienza a ser firmemente reprimida. Partiendo de la base de que la pareja heterosexual legítima es el ejemplo normativizado, la sexualidad de la infancia, la de quienes aman a las personas de su propio sexo, la de quienes caen en el crimen, en la locura, en las ensoñaciones, manías, obsesiones, constituyen lo que Foucault denomina sexualidades periféricas, figuras que tienen que avanzar y tomar la palabra para realizar la difícil confesión de lo que son. Sin embargo, si el sexo está reprimido, prohibido, condenado al silencio, hablar de él es un hecho transgresor y liberador, de manera que quien usa ese

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lenguaje hasta cierto punto se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley; anticipa, aunque sea un poco, la libertad futura (Foucault, 1991). A ello que habría que añadir que la represión del deseo y el impulso sexual se suavizó o se legitimó para los hombres, considerándolo una parte “natural” e “irreprimible” de su fisiología, mientras que a las mujeres el goce, el deseo, les fue directamente prohibido: las mujeres decentes no tenían deseos, estaban obligadas a silenciarlos y aquellas que no lo hacían eran juzgadas con crueldad y ligereza por haberse apartado de la conducta moral. En este sentido, para Onfray, Eva representa el deseo, el nacimiento de la filosofía, pues fue capaz de desobedecer las leyes y preguntarse acerca del placer. A partir de Eva, el odio y la represión a las mujeres y a la carne femenina están justificados. El postulado de Michel Onfray en sus dos ensayos –La fuerza de existir (2008) y Teoría de los cuerpos enamorados. Hacia una erótica solar (2002)-, se basa en las enseñanzas de Epicuro, en las que básicamente se persigue la felicidad de la vida procurando alcanzar un equilibrio entre los apetitos del cuerpo y los del alma, es decir, nuestra meta es el placer, reivindicar el placer sin hacer daño a nadie, darle al cuerpo lo que es del cuerpo, restablecer la dignidad del cuerpo precisamente por todo lo que somos en él, lo que experimentamos a través de los sentidos. La muerte siempre nos estará esperando, por eso es tan importante cultivar la felicidad del aquí y ahora. A partir de este pensamiento podemos considerar la obra de Pizarnik como el anhelo o el reclamo de una cultura otra del cuerpo, de un nuevo tiempo donde las personas puedan vivir libremente y sin prejuicios su sexualidad y sus

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deseos. Así, en el poema XIV de Los pequeños cantos (2001: 392), la voz poética se pregunta acerca del cuerpo –o acerca de su identidad, en definitiva, de ser en un cuerpo no normativizado- a la vez que formula la imposibilidad de vivir un amor contrario a la ley:

Qué es este espacio que somos una idea fija una leyenda infantil hasta nueva orden no cantaremos el amor hasta nuevo orden

Bajo este sistema opresor, la individualidad no puede madurar ni alcanzar una autonomía, el cuerpo queda reducido a la obediencia de la idea, inútilmente infantilizado. Las imágenes del cuerpo torturado y violado que atraviesan su obra y que constituyen un verdadero vía crucis, además de la necesidad extrema

de sentir placer, nos permiten pensar en una

deconstrucción de los conceptos que rigen la corporalidad normativa y en la urgencia de atender nuevas formas de expresión, de vivir con y en nuestro cuerpo. ¿Podríamos, desde esta violencia ejercida sobre él tender un puente hacia los planteamientos filosóficos de Monique Wittig en El cuerpo lesbiano? Bien podría ser así. Porque, aunque Pizarnik no lleve la experiencia de desmembración hasta el extremo de la escritora francesa, una y otra participan del apremio por derribar los pilares que sostienen el cuerpo femenino en la cultura patriarcal, y de acuñar e inscribir nuevos significados sobre dicho cuerpo.

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Si aceptamos la máxima de Lucrecio según la cual “desear es experimentar el trabajo de una energía que obstruye y llama a la expansión”, reprimir los deseos supone que toda esa energía queda atrapada en el cuerpo, sin liberación, y que se vuelca sobre él transformándose en rabia y furia sin salida a expensas de una canalización que la redima. Por eso, en cierto modo, podemos afirmar que nuestro cuerpo no nos pertenece, no somos completamente dueños de él, pues la cultura los moldea, los educa, nos obliga a contener los impulsos, a ocultar los sentimientos, la desnudez, el goce erótico. Por otra parte, es esa cultura la que dictamina la normalidad o anormalidad de los cuerpos, en cuestiones varias como la salud, el género o la belleza. Pizarnik sufre, y mucho, porque considera que no posee un cuerpo bello; su tendencia a engordar la arrastra miserablemente a lo largo de las páginas en busca de una esbeltez que sólo consigue a base de anfetaminas y cigarrillos que calmen su apetito118. ¿Cómo se puede vivir en un cuerpo que rechazamos, cuando sentimos que nuestra alma es bella o, en este caso, es el alma de una mujer bella? Pizarnik no consigue encontrar ese equilibrio, a pesar de que a veces sí es consciente de su propia belleza:

118

La psicoanalista argentina Liliana Vázquez señala la relación obscenidad / obesidad con un sentido bien sugerente: “[Roland Barthes escribe] en sus notas sobre la fotografía: ‘el cuerpo pornográfico, compacto, se muestra, no se da, no hay ninguna generosidad en él’, es decir, la hipervisibilidad convierte al cuerpo en un monstruo sin deseo, la imagen no se nos entrega –en el sentido erótico de la expresión-, simplemente se nos muestra en una suerte de exhibicionismo monstruoso. No es raro que la palabra monstruo provenga del latín monstrum, aquel que se muestra, que no puede ocultarse a las miradas. De nuevo nos encontramos con lo obsceno en términos de representación, el monstruo nos remite a unos signos excesivos [...]. Es lo que Fenichel señala al hablar de la obesidad como un ‘exhibicionismo de la fealdad’, un zoom que hace del cuerpo un objeto demasiado visible” (“Obesidad-Obscenidad. Dos términos. La enfermedad”, en: www.aabra.com.ar/textos12.htm ). En esta misma línea que vincula obesidad y obscenidad se mueve también (pero leída desde y con la teoría feminista) Susan Bordo en su Unbearable Weight: Feminism, Western Cultura and the Body (1993).

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Por un instante, en la playa, se me presentó la vieja imagen de la adolescente que quise ser: una muchacha de rostro fino y noble, bella tal vez pero de una manera sobria, que lleva por la playa soleada su cuerpo menudo y armonioso, un poco ambiguo sexualmente, pero no demasiado y en todo caso sería una ambigüedad provocada por lo juvenil de ese cuerpo y no por un conflicto sexual. […] Creo que mi aspecto físico es una de las razones por las que escribo: tal vez me creo fea y por ello eximida del exiguo rol que toda muchacha soltera debe jugar antes de alcanzar un lugar en el mundo, un marido, una casa, hijos. Pero a veces, mirándome bien, veo lúcidamente que no soy nada fea y que mi cuerpo, aunque no intachable, es muy bello. (2003: 266)

Yo tengo alma de una mujer bella119, afirma, y afirma esto incluso cuando no quiere ser una mujer, cuando rechaza pertenecer a la categoría mujer que establece la cultura y su proyección en el hogar familiar: “Mi posibilidad de casarme y tener hijos es mínima. Mejor dicho, no hay ninguna. En el fondo, me repugna ser mujer” (2013: 307). Como podemos observar, Alejandra rechaza categóricamente

los

planteamientos

sobre

los

que

se

sostiene

la

heterosexualidad, donde las funciones que desempeñan los sexos están muy bien definidas y reguladas. Este pensamiento nos lleva directamente a las premisas filosóficas de la pensadora francesa Monique Wittig, ya mencionada, quien va más allá del discurso de Simone de Beauvoir y afirma que, puesto que no nacemos mujeres, no podremos llegar a serlo, salvo que lo consintamos 120,

119

“No me resigno a no ser bella. Es como si se hubieran equivocado. Yo debería ser bella. Toda yo estoy hecha para serlo. Tengo un alma de mujer bella” (Pizarnik, 2013: 291). Entrada del diario del 23 de septiembre de 1959. Unos días después, el 24 de octubre, insiste en esta idea: “No me resigno a no ser bella. No hay nada que hacerle” (301). 120 “Mientras no haya una lucha de las mujeres, no habrá conflicto entre los hombres y las mujeres. El destino de las mujeres es aportar las tres cuartas partes del trabajo en la sociedad

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y es más, concluye: las lesbianas no somos mujeres (2006)121. La escritora y pensadora francesa plantea estas cuestiones alrededor del marco económico de la heterosexualidad, entendida ésta como un sistema mediante el cual las mujeres no sólo tienen que estar visibles –como seres sexuales, pero no como seres sociales- y disponibles para los hombres, sino que además su trabajo, su producción, son expropiados. Ahora bien, la división social por sexos puede desmantelarse porque en realidad no hay sexos, ya que es la opresión la que los crea y categoriza como hombres y mujeres para garantizar el funcionamiento del sistema. Por tanto, son categorías políticas que naturalizan el sexo, sometiéndolo a una economía heterosexual, donde la reproducción es la producción llevada a cabo por las mujeres, y permite a los hombres apropiarse de todo su trabajo (26). Pizarnik, pues, está cuestionando este sistema y haciendo valer su propia identidad, pues, como dice Wittig “una puede convertirse en alguien a pesar de la opresión”, para lo cual es necesario poseer una identidad, pues sin ella se “carece de una motivación interna para salir”. (39). Así las cosas, la figura de la lesbiana no sólo hace posible salir de la opresión, pues está más allá de la categoría de sexo, sino que ofrece también un punto de fuga: no es una mujer, puesto que no mantiene una relación social específica con un hombre, no es una mujer económicamente ni políticamente, es una “desertora” de la clase mujer, una “fugitiva”. Ahora bien, (tanto en la esfera de lo público como de lo privado), trabajo al que hay que añadir el trabajo corporal de la reproducción según la tasa preestablecida de la demografía. Ser asesinada y mutilada, ser torturada y maltratada física y mentalmente; ser violada, ser golpeada y ser forzada a casarse, éste es el destino de las mujeres” (Wittig, 2006: 23). 121 En el libro homenaje a Monique Wittig con motivo del décimo aniversario de su muerte, Las lesbianas (no) somos mujeres, Beatriz Suárez Briones escribe que esta es la frase con la que Wittig finaliza su conferencia “La mente hetero”, en 1978. Al parecer, cuando esta frase fue pronunciada “fue como si hubiese caído una bomba en el auditorio”. El texto, ejemplo de lesbianismo radical, es considerado hoy en día uno de los textos fundacionales de la teoría queer (Suárez Briones, 2013: 37).

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el lenguaje es el instrumento que permitirá llevar a cabo la liberación, la abolición de las categorías sexuadas, ya que, como afirma Fariña Busto en su artículo Haciendo cosas con el lenguaje. La escritora en su taller, “las palabras importan. El lenguaje tiene una repercusión vital en la construcción de los sujetos y su reflexión atraviesa toda la obra de Wittig, la de ficción y la teórica, dos caras de la misma preocupación intelectual, política y creativa” (2013: 121). Este es el punto de partida de una obra y un pensamiento revolucionarios donde no sólo el cuerpo femenino es deconstruido y nombrado en su totalidad, paladeado órgano a órgano, atravesado en su interior, sino que también el lenguaje es estudiado como estrategia a la hora de subvertir el contrato social, ya que el lenguaje, el discurso, crea realidades y atraviesa los cuerpos. Así pues, es necesaria una nueva gramática que destruya el discurso del sexo y del género. ¿Qué hacer, entonces, con el cuerpo? ¿Y qué significa, pues, tener un cuerpo? Sí, evidentemente todas las personas vivimos en un cuerpo, a través del cual nos expresamos, sentimos, lloramos, trabajamos. El cuerpo es el recipiente de nuestra identidad, de nuestra persona, la materia significante. Materia carnal, carne, carne en la que se inscribe nuestra personalidad, en la que aprehendemos la conducta que asimilamos para vivir en sociedad. Porque cada cuerpo, por mínimo que sea, por trivial que parezca, aún los perfectamente normativizados, supone una amenaza al sistema, pues lleva consigo el peligro de la carne122.

122

Pongo como ejemplo el cuerpo de las activistas Femen, sólo son cuerpos desnudos, mujeres con el pecho desnudo, pero este desnudo es un desafío al poder al menos por dos razones: primera, irrumpen en un espacio público donde gobiernan las normas del decoro y la decencia, por tanto, lo obligatorio es ir vestido, y la segunda razón es que en este caso son las

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“Si hablo tanto de mi cuerpo y tanto medito en él es porque no hay nada más”, confiesa Alejandra en una entrada de su diario del año 1962. Tampoco dice nada nuevo, nada que no hayamos percibido desde sus diarios más tempranos, porque desde las primeras entradas es perfectamente visible el peso del cuerpo y el protagonismo que adquiere en su escritura. El cuerpo proyecta nuestra imagen interior, nuestra personalidad, el cuerpo dice al mundo quiénes somos. Primera disidencia: la escritora ve, siente, que es dueña de un cuerpo cuyos rasgos estéticos no entran en el canon, le gustaría ser alta y esbelta, admira en cierta medida el modelo imperante de feminidad –mujeres perfectamente vestidas con prendas ajustadas paseando por las calles de Buenos Aires-, pero, a la vez, rechaza ese modelo porque no se corresponde con su identidad, con quien es ella. Vestir el cuerpo es, pues, una manera de mostrar conformidad o disonancia con la norma imperativa, de plasmar de algún modo algo que se identifique con la propia personalidad. Así, critica la imposibilidad de caminar con soltura con esas ropas y tacones, y critica también lo que conlleva este modelo: ser objeto de deseo en un sistema marcado por la dominación masculina. Consciente de ello, Alejandra viste su cuerpo de una forma acorde a su identidad: ella es la poeta, la bohemia, la escritora, la artista, y puede permitirse vestir con cierta extravagancia 123, arriesgando los colores y utilizando prendas amplias que ocultan su cuerpo. Y

mujeres las que, como dueñas de su propio cuerpo, ejercen un desnudo en señal de fuerza propia y de protesta. 123 “[…] Mi ropa causaría trágica envidia a cualquier muchacha de las caves de Saint-Germain: pollera de abrigadísimo paño verde con el cierre roto; pullover enorme de marino, campera desteñida y rota que aspira a tener color celeste, y unas medias de lana verde con adornos marrones, a mis pies están los zapatos, felices en su negrura y modelo como esos mocasines que llevan los jugadores de baseball yankies. Me gustan mucho… Detengo el examen de mi vestimenta y trato de abrirme paso al interior ¡desesperada! ¡Efímeramente desesperada!” (Pizarnik, 2013: 107).

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pese a ello se acentúa su desconcierto porque la imagen que proyecta es una imagen disonante, transgresora o, como ella dice, profundamente asexuada, que tampoco encaja totalmente con su mundo interior, un mundo pasional, rico y lleno de emociones, un mundo que construye paso a paso, reflexionando, creando y escribiendo, lo que le lleva a decir: “Yo tengo el alma de una mujer bella”. Eso afirma, desilusionada en plena lucha contra el cuerpo y reivindicando, a la vez, una nueva manera de vivirlo, de recobrar la unidad entre el cuerpo soñado y el cuerpo real. Ahora bien, esta elección es difícil de mantener porque supone ir contra la norma, enfrentarse a los prejuicios y a las miradas, por un lado, y, por otro, ocultar el cuerpo es un acto doloroso ya que con él enterramos una parte sustancial nuestra: nos escondemos, perdemos visibilidad. Segunda disidencia: este ocultamiento del cuerpo está íntimamente relacionado con la vivencia de la sexualidad. En efecto, el rol que las mujeres tienen que asumir en la sociedad heterosexual choca profundamente con los proyectos que Alejandra ha trazado para sí misma. Ella no quiere casarse ni tener una vida tradicional: quiere escribir y ser una escritora reconocida. Su lucha comienza en el núcleo familiar, el primer estamento que transmite los valores y los códigos del grupo social. Por otra parte, la falta de modelos124 que se alejen del grupo devuelve una mirada solitaria y vacía, apenas hay rostros más allá del espejo, aunque estos sean de suma relevancia: Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Marina Núñez del 124

Su búsqueda de referentes femeninos también es visible en estas páginas: “Miro unas fotos de Colette. Descubro que la mayoría de las mujeres literatas tienen el mismo tipo: morenas, delgadas (al envejecer engordan), ojos negrísimos, nariz grande, pelo tieso y expresión mística. ¡Sí! No encuentro fácil distinguir a Colette (a pesar de los ojos verdes) de K. Mansfield o de M. de Noailles o C. Silva o M.A. Domínguez (¡qué hermosa!) o… Miro mi rostro. ¿De qué tengo cara? ¡No sé! Sin embargo, una compañera de la Escuela me envió un día un papelito preguntando mi nombre, pues “debes ser poeta”. (¿Por qué estimas tanto a esa chica, Alejandra?)” (Pizarnik, 2013: 103).

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Prado. A ello habría que añadir el clima intelectual de una sociedad que no comprende a sus artistas y que desconfía y critica todo lo que es diferente125. Por otra parte, decía anteriormente que el ocultamiento del cuerpo está relacionado con la identidad sexual, pues en el caso de Alejandra Pizarnik el conflicto en torno a su lesbianismo propicia esa atmósfera de represión, de incertidumbre, un no saber, un no poder ser, una tristeza absoluta del cuerpo – la melancolía de la condesa Erzébet-, una conspiración de invisibilidades o la existencia imposible del ángel. El ángel que aparece en la obra de Pizarnik es el símbolo de ese conflicto, de la represión del deseo sexual por otras mujeres, y se hermana con el ángel del hogar woolfiano. Pizarnik es una mujer que ama a las mujeres, que se siente feliz con ellas y sin embargo no puede aceptar su lesbianismo:

125

Me parecen de interés a este respecto las impresiones de Dora Maar sobre el Buenos Aires de 1928, unos años antes del nacimiento de Pizarnik. En una carta a su amiga Solange de Bièvres, Dora le dice que “París es incomparable a Buenos Aires, pues esta última no es más que una pequeña ciudad provinciana, hipócrita y pretenciosa donde la alta sociedad siempre habla de sus ancestros olvidando a su vez al antepasado que vendía cacahuetes”. Además – añadía-, “hay sobre todo una falta de espíritu artístico absolutamente desolador. Estoy agotada de discutir con gente idiota y fatua que no comprende nada del arte moderno, ni del arte antiguo ni del arte simplemente”. […] También me parece oportuno transcribir la carta de Marcel Duchamp, quien diez años antes había estado en Buenos Aires: Mis Dreier está aquí desde hace un mes pero sufre en esta ciudad. Quiero decir que ésta no admite mujeres solas. La insolencia y la estupidez de los hombres de aquí son absolutamente increíbles. […] Buenos Aires no existe, es sólo una gran ciudad de provincia llena de gente muy rica de muy poco gusto, que compran todo en Europa, hasta las piedras sobre las que edifican sus casas. La gente no sale de noche: la gente bien se ven entre ellos, no tienen nada de conocer a otras personas que no sean las de su entorno habitual. Son muy arrogantes en sus maneras. Respecto a la vida artística dice: aquí no hay nada, ni siquiera talleres, aquí los pintores son jóvenes muy serios que viven con su familia y utilizan el desván o un patio acristalado como estudio. Ningún pintor interesante. Galerías ridículas. Catherine Dreier también manifiesta que se rechaza a las mujeres que acuden solas a los hoteles más importantes de la ciudad, donde es imposible caminar libremente por las calles e ir al cine sin ser acosada por los hombres: Aquí raramente se ve a una mujer y, a diferencia de París, sólo los hombres frecuentas los cafés. […] Hay algo terriblemente penoso y monótono en el aislamiento de los sexos en Argentina, enfatizado por las miradas llenas de envidia que estos hombres solos lanzan a los grupos ocasionales que cuentan con alguna mujer, o a una joven rebosante de la vida de la juventud”. Resulta significativo comprobar lo poco que habían cambiado las cosas cuando una Pizarnik adolescente vivía estas mismas situaciones (Tomado de Combalía, 2013: 44-45).

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[…] Y todo porque quise ver a M. en la realidad y a la salida de la oficina me tomé un taxi hasta la suya: Verla salir, hacer como si la encuentro por azar, tal vez tomar un café juntas y hablar un poco, lo suficiente como para que me dé cuenta que es una persona como cualquier otra y no me obsesione más. Pero no la vi, y hay algo de maleficio en ello. Y pensé que tal vez ella sí me vio y qué creerá ahora de este pequeño monstruo que la persigue; creerá que soy una lesbiana infecta, y no me importa sino no haberla visto, lo que me hizo jurar olvidarme para siempre de ella, lo cual es imposible, etc. (2003: 176)

La edición de los Diarios de Pizarnik del año 2013 incluye nuevas entradas que confirman lo que aparecía velado en la edición anterior (de 2003), una revelación del secreto y del misterio que atraviesa su obra poética. En ellos, Alejandra desnuda abiertamente su herida, el sentirse atrapada en una orientación sexual que va contra la norma. El pecado de la homosexualidad, la transgresión por excelencia. En sus páginas aparecen numerosos personajes femeninos que despiertan el deseo y la admiración de la escritora; también se reafirma en su intención de mantener encuentros sexuales con mujeres y, no obstante, más adelante, dirá que es precisamente el contenido sexual de esos encuentros lo que ella no puede aceptar, es eso por lo que ella no puede ser lesbiana o no se identifica como tal. Pizarnik se va a París en 1960 para emprender su viaje iniciático, para cumplir su destino de poeta y para vivir, lejos del provincianismo bonaerense, su lesbianismo. Su condición sexual está confrontada también con su condición de mujer: “¿Por qué soy tan poco femenina si no soy homosexual?” (2013: 307). Pizarnik es la que desobedece dos veces: es la mujer que no vive como

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se espera que viva una mujer, y además es una mujer que ama a las mujeres, a pesar de que lo niegue, por lo que se pregunta, en última instancia, por la posibilidad de vivir en una sociedad donde las diferencias sólo pueden experimentarse desde la marginalidad y el silencio. Atrás han quedado las críticas a las lesbianas porteñas126, y es en París donde Pizarnik confiesa por escrito su identidad sexual:

Dejé de pintarme. Ahora parezco una lesbiana típica. Bienvenida sea. Para qué mentirme. A mí me gustan las mujeres, sólo las mujeres. Pero no sexualmente. He aquí el problema. (2013: 330)

Como vemos, el maquillaje está reñido con el lesbianismo. Pizarnik cae en el tópico de que una mujer que no se maquilla es una mujer poco femenina, una lesbiana. La confesión de su lesbianismo coincide con el abandono de un hábito propiamente femenino. Ahora bien,

dice que “parece” una lesbiana

típica.

parece.

Todavía

no

es.

Solamente

lo

Después

recibe

con

agradecimiento su revelación, desvela el secreto, pero solamente hasta cierto punto, solamente hasta donde su moral se lo permite: no le gustan sexualmente las mujeres, es decir, puede amarlas, sentirlas, desearlas, porque 126

Me parece significativa la entrada del diario del 31 de diciembre de 1959. La mirada de Pizarnik sobre su conocimiento de la comunidad lesbiana bonaerense es perspicaz, crítica, y, no obstante, no está exenta de prejuicios: “De todos mis encuentros con elementos lesbianos he llegado a ciertas conclusiones. Y no deben ser muy erradas pues conozco a las lesbianas más notables de la homosexualidad porteña: las insoportables son las viriloides, las que han luchado durante años por aceptarse definitivamente homosexuales, soportando las opiniones y censuras y escándalos del medio ambiente (casi todas las homosexuales son de familia de alta sociedad o alta burguesía), hasta que mandaron al diablo todo y ostentaron gallardamente sus melenas cortas, sus camisas, sus cigarros negros o rubios de mala calidad sospechosa, sus miradas particularísimas, etc. Cuando una lesbiana así se enamora y no es correspondida es capaz de todo. Su amor está hecho, entre otras cosas, de rabia, de ira, de desafío, de egoísmo llevado a sus últimas consecuencias, etc. Y siempre hablan en términos judiciales y éticos: ‘Hay que…’, ‘No tengo derecho…’, etc. Releo esto último y me entristezco. Ojalá fuera yo así como ellas. Ya no deseo a nadie” (2013: 317).

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de esa manera su cuerpo –su estabilidad emocional- no aparece totalmente comprometido, puede amarlas en espíritu, sentirlas en espíritu, pero no se acepta el encuentro sexual, el compromiso del cuerpo. En mi opinión, este conflicto es el punto revulsivo que está detrás de la obra de Pizarnik. El hambre, la sed, el suicidio, sobre todo la sed, la melancolía, la muerte en vida, están relacionados con la herida primordial, con la carencia: la imposibilidad del encuentro sexual con otra mujer. Pizarnik va contra las normas y se autocastiga imponiendo al cuerpo un duro régimen al que podríamos llamar sexualidad angelical, períodos de inanición que alternan con intervalos de orgías. Al mismo tiempo, sus hábitos alimenticios sufren un mecanismo parecido. O bien no come, o bien se llena de comida. La boca y el sexo, las aperturas del cuerpo. Alianza antigua, inexpugnable. La masturbación es un consuelo ante la ausencia del cuerpo –de un cuerpo otro-, pero no aplaca la voracidad sexual, el deseo queda siempre insatisfecho porque para saber que somos necesitamos la confrontación, el encuentro con el otro para que nos devuelva la imagen de nuestro cuerpo y podamos tener conciencia sobre él. Por tanto, Pizarnik come abundantemente, suple el placer sexual que se prohíbe con la promiscuidad oral, hasta saciarse:

¿Cómo llegar a la verdad de mi cuerpo? Estos días tengo hambre, un hambre histérica. Como quien se suicida, así yo como. […] He comido mucho. Vorazmente. Y leyendo revistas femeninas, folletines idiotas. He comido como quien se masturba. (2013: 268)

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Vemos en estas líneas que el castigo es también intelectual, la escritora se alimenta de lecturas que considera banales y sin ninguna utilidad (la lectura como entretenimiento que propicia el patriarcado al público femenino). El sexo, el cuerpo por extensión, se convierte de esta forma en el lugar de la ausencia. Y al igual que los vestidos ocultan el cuerpo, la escritora se ocultará en las palabras para mostrar su herida y señalar la pérdida. Así lo manifiesta en el poema Cold in hand blues:

Y qué es lo que vas a decir Voy a decir solamente algo Y qué es lo que vas a hacer Voy a ocultarme en el lenguaje Y por qué Tengo miedo (2001: 263)

La poeta tiene miedo por varias razones. En primer lugar, no sabe con certeza cómo decir lo que necesita ser dicho. En segundo lugar, dice que va a ocultarse en el lenguaje, única posibilidad de ser, por lo que esta experiencia supone el destierro corporal. Y, en tercer lugar, tiene miedo porque sabe que las sensaciones y emociones y deseos que atraviesan el cuerpo son difícilmente silenciados. El lenguaje también nos traiciona. Además, como poeta, tiene que asumir otro riesgo: destruir el lenguaje común para crear el suyo propio, aquel que la represente. Baudrillard en Las estrategias fatales, afirma que la obesidad está relacionada con la sexualidad, con su desaparición, con la pérdida del cuerpo:

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El obeso escapa, en cierto modo, a la sexualidad […].

Está

engrosado, simbólicamente, por todos los objetos de los que no ha sabido separarse, o de aquellos respecto a los cuales no ha encontrado la distancia adecuada para amarlos. No separa el cuerpo del no-cuerpo. Su cuerpo es un espejo convexo o cóncavo, no ha conseguido producir el espejo plano que le reflejaría. (2000: 30)

La obesidad es obscena porque borra la frontera del cuerpo, al ser éste más cuerpo que el propio cuerpo por haber perdido sus rasgos específicos:

No existen animales obesos, de la misma manera que no existe el animal obsceno. ¿Se debe a que el animal nunca ha sido enfrentado a la escena, a su imagen? Al no estar sometido a esta obligación escénica, no puede ser obsceno. En cambio, para el hombre esta obligación es absoluta, y en el obeso hay como una rescisión de esta obligación, de todo orgullo de la representación, de toda veleidad seductora: la pérdida del cuerpo como rostro. Así pues, la patología del obeso no es endocrina, es una patología de la escena y de lo obsceno. (Baudrillard, 2000: 31)

Estar gorda, ser obesa, son dos obstáculos que la escritora se interpone para abolir el encuentro sexual, para rechazar su sexualidad conflictiva. Si estoy gorda no estoy feliz y además no tengo cuerpo que ofrecer, no tengo cuerpo que mostrar, no puedo ser objeto de deseo, viene a decir. Pero hay algo más. Baudrillard manifiesta que, por último, “el obeso ha engullido su propio sexo”, y que “este engullimiento del sexo es lo que origina la obscenidad de este cuerpo hipertrofiado” (32); para concluir en que la obesidad es obscena

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porque en ella el cuerpo resulta superfluo. A propósito de la obscenidad, Pizarnik también considera que la obesidad es obscena, en la medida que supone una traición a ese ideal de belleza añorado, pero a la vez es una traición por impotencia, inevitable:

Después me llamó Beatriz Tuninetti, esa montaña de prejuicios y de grasa. Me descubrí avergonzada: si me llegaran a ver por la calle con una persona tan gorda. Pero debe ser otra cosa, es decir, mi aversión a la obesidad, que es profundísima. La obesidad me parece una mentira, algo retorcido y triste, como pegar a un niño por un placer sádico. Hay algo obsceno en ella. Oh y tengo tanto miedo de engordar. Quiero reducir mi cuerpo a su verdad. Quiero adelgazar, recuperar aún mi rostro y mi forma. Esto me importa enormemente. (2013: 265)

El fantasma de la obesidad está presente en muchos fragmentos y las alusiones al hambre, al peso127, al deseo de comer y su reverso –el rechazo a los alimentos- son muy frecuentes en sus diarios. La escritora come compulsivamente en un intento frustrado de calmar su angustia existencial; sus problemas con la comida atentan contra la imagen del cuerpo soñado, el cuerpo ideal que desea habitarse, ese que debería de tener toda mujer bella. En consecuencia, el espejo proyecta su imagen real pero es ésta también una imagen deformada, ya que la escritora sólo puede ver su defecto y, en cambio, veremos que todo su sufrimiento con la comida es provocado simplemente por la excedencia de tres quilos de peso: 127

“Engordé mucho. Ya no debo angustiarme. No hay remedio. Es un círculo vicioso. Para no comer necesito estar contenta. No puedo estar contenta si estoy gorda” (2013:271). “Hoy me pesé. Es el fin. Y he pasado hambre…” (2013: 273).

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Mi vida es una larga digestión. Todo depende y está subordinado a la heladera y su contenido. Abalanzarme sobre ella y comer. He aquí mi compulsión desde el mes de agosto. Y ello, a qué se debe. […] Mi sensación de ser inferior física e intelectualmente. Descubro que estoy encerrada en mi habitación porque me siento gorda. De lo contrario, hubiera ido a la fiesta de H.P. Pero calculé las calorías de todo el vino que tomaría y decidí quedarme aquí comiendo. Esto es absurdo. Y son solamente tres quilos de más. (2013: 303)

La ingesta de alimento provoca, a la vez, sentimientos encontrados. Por un lado se rechaza el alimento, pero, por otro, se admite el placer que se siente a la hora de comer:

Nunca me odio tanto como después de almorzar o cenar. Tener el estómago lleno equivale, en mí, a la caída en una maldición eterna. Si me pudiera coser la boca, si me pudiera extirpar la necesidad de comer. Y nadie goza en esto tanto como yo. Siento un placer absoluto. Por eso tanta culpa, tanta miseria posterior. (2013:404)

Entonces, comer compulsivamente es también una manera de ocultar el cuerpo, en cierta medida para preservarlo hasta que éste pueda mostrarse tal como es. Vemos que Pizarnik anhela alcanzar a la verdad del cuerpo, y que no es otra que el reflejo de su identidad, que la asunción de una sexualidad diferente. Y así, por fidelidad a ese rostro, el viaje en ocasiones exige cruzar el otro extremo:

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mi alimentación disminuye, comienzo a amar la sensación de hambre no saciado. Es más: quiero que el hambre acentúe mi indiferencia, que me envuelva en una nebulosa de olvido. Porque comer normalmente, en mí, es una humillación, es aferrarme a la fuerza a una vida que me rechaza […]. Quisiera –con Rimbaudcomer piedras. (2013: 262)

Ese aferrarse a la vida a través de la alimentación tiene su reverso no sólo con la retirada progresiva del alimento, sino también con el vómito y lo abyecto de la comida. Rechazar el alimento e identificarlo con desechos (sangre, pus, tierra maloliente)128 es una de las más antiguas abyecciones, un símbolo de protesta frente al sistema que todo lo contamina, pero que además de esta repulsa provoca también atracción (Kristeva, 1988: 07). Lo abyecto, pues, es lo que invade o perturba la identidad, lo que reafirma al sujeto más allá de sus límites. Siguiendo con la idea de Baudrillard, si finalmente el cuerpo es superfluo o superficial, entonces ¿qué es lo que importa? Me parece muy interesante esta conclusión, porque a partir de ella vemos cómo Pizarnik no solamente busca la desaparición del cuerpo para reprimir el deseo sexual o anular el conflicto (algo, por otra parte, imposible), sino cómo también, y lo que me parece más importante, esto la lleva a crear una estética en su obra 128

“Me siento mal. Todo lo que como, cada alimento terrestre, se detiene en mi garganta como si dudara. Hace meses que sobrellevo estas náuseas, esta imposibilidad de asimilación. La comida me provoca espantosas imágenes. Pus, sangre, tierra maloliente, escombros, cuerpos desnudos sucios y heridos. […] Pero vomitar no me libera, me obliga a creer que eso que vomito fue ingerido de la misma manera: estuve comiendo vómitos” (2003: 290). Las barreras entre el exterior y el interior se han disipado, la identidad se encuentra gravemente amenazada, pues el texto continúa así: “Si no sucede algo definitivo no sé qué haré. Probablemente algo definitivo”.

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literaria: el ocultamiento en el lenguaje, por un lado, y la fragmentación corporal, por otro. En cuanto al primer recurso, podríamos decir que la voz poética cae en el lenguaje arrastrada tanto por la atracción que sobre ella ejercen las palabras –como diría Blanchot, la sensualidad del lenguaje la arrastra aquí y la palabra sueña con unirse al cuerpo- como por

la capacidad de metamorfosis que

ofrece el lenguaje, es decir, las palabras permiten nombrar, evocar, despertar conciencias, desterrar silencios, dar cuenta de las múltiples identidades, de los yos sumergidos, de los añorados. Hay una simbiosis total entre poesía y poeta. El lenguaje es la posibilidad de vivir, la tabla de salvación ante la angustia vital y la muerte. Ahora bien, Pizarnik sabe de la exigencia del cuerpo, de sus placeres, de sus deseos, porque sabe que el cuerpo no solamente pide sino que también tiene memoria, que las verdaderas fiestas sólo tienen lugar en el cuerpo (y en los sueños, añade en “Extracción de la piedra de locura”). El cuerpo es el jardín añorado de la poesía de Pizarnik, el espacio que pide ser revelado mientras se habla de otra cosa. Celebrar el cuerpo es vivir la sexualidad, festejar sus pasiones. Aceptar el don de tener un sexo. Pizarnik se reprochará qué ha sido de ese don, qué hemos hecho de él, en qué nos hemos convertido para arrojar sobre el cuerpo prejuicios injustos y normas que atentan contra su equilibrio. Así, en el poema “Ojos primitivos” 129, de El infierno musical, la voz poética se lamenta de que pasamos la vida obedeciendo normas y leyes, 129

En Textos de sombra y otros poemas aparece una nueva versión de este poema, aunque el tema continúa siendo el mismo: la evocación de las antiguas pasiones y el sufrimiento que causa el reprimirlas, representado, en este caso, en la figura de la reina loca: “El color infernal de algunas pasiones, una antigua ternura. Los faltos de algo, de todo, al sol negro de sus deseos elementales, excesivos, no cumplidos. Alguien canta una canción del color del nacimiento: por el estribillo pasa la loca con su corona plateada. Le arrojan piedras. Yo no miro nunca en el interior de los cantos. Siempre, en el fondo, hay una reina muerta” (2002: 425).

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silenciando nuestros deseos más profundos; en definitiva, de que perdemos el tiempo en pos de un orden y compromiso social que borra o reprime la individualidad personal. La poeta ha aceptado el lenguaje en detrimento del cuerpo. Selecciono los dos últimos fragmentos del poema:

Escribo contra el miedo. Contra el viento con garras que se aloja en mi respiración. Y cuando por la mañana temes encontrarte muerta (y que no haya más imágenes): el silencio de la comprensión, el silencio del mero estar, en esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal. (2002: 267)

También en el poema “En esta noche, en este mundo” (399), en Los pequeños cantos, que debido a su extensión no reproduzco aquí, la poeta hace un llamamiento al mundo interior que ha sido sepultado bajo un manto de silencio. La tensión entre el interior y el exterior, entre el silencio y las palabras, entre lo que se quiere decir y lo que se puede decir, entre la palabra y el cuerpo, recorre la composición de principio a fin. La fiesta del lenguaje implica la muerte del cuerpo, la imposible realización de los deseos personales -¿o deberíamos de decir de los deseos sexuales?-. Pizarnik opone el mundo de las ideas, el mundo del lenguaje (lo invisible, lo espiritual), al mundo real y visible, a lo palpable, a lo que únicamente podemos acceder y conocer a través del cuerpo: la lengua es un órgano de re-conocimiento, de re-creación, frente al cuerpo (y por ende, al sexo), que es la fuente principal o primordial de conocimiento: “los deterioros de las palabras / deshabitando el palacio del

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lenguaje / el conocimiento entre las piernas / ¿qué hiciste del don del sexo?”. Y es que lo sexual es fuente de saber porque, según afirma Suárez Briones,

en la sexualidad confluyen lo individual (físico, psíquico, afectivo y emocional) y lo colectivo (el conjunto de autorizaciones, prohibiciones y valoraciones que cada cultura construye alrededor de las prácticas de la sexualidad). Esto hace que la sexualidad se separe

de

lo

estrictamente

biológico

y

se

imbrique

inextricablemente con lo cultural. (2003: 153)

Por tanto, lo sexual es un gesto humano de considerable dimensión, donde el cuerpo expresa quienes somos teniendo en cuenta todas nuestras variables íntimas y sociales, el registro que nos constituye. Cuando el cuerpo no puede hablar por sí mismo, cuando se reprime, le asiste la palabra, lo sustituye, aunque de algún modo ese lenguaje se convierta en una “conspiración de invisibilidades”, en el agujero de la ausencia incapaz de decir la verdad del cuerpo, de dar vida: la lengua no es un órgano de resurrección, si el cuerpo ha muerto tan sólo sirve para dar cuenta de ese fracaso. Porque solamente los cuerpos pueden hacer el amor, las palabras siempre significarán la ausencia. La pérdida del cuerpo se llora de manera especial en “Sala de psicopatología” (2001: 411). Con rabia, con desesperación. Escrito en el Hospital Pirovano un año antes de la muerte de su autora, este extenso poema hace estallar la violencia de los cuerpos sometidos, de la sexualidad reprimida, de la lucha, nuevamente, entre la razón y la pasión, entre la ley y la sensualidad, mostrando el dolor que causa la renuncia de la verdad íntima, de

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la realización sexual, en aras de una norma a la que no se reconoce. La voz poética parte de un tono evocador que rápidamente se instala en una provocación a la moral y a las buenas costumbres. Y aunque este poema es el lamento desgarrador de un yo agotado que ha levantado la bandera, en él la fuerza arrolladora de la sexualidad puede percibirse como un impulso irrefrenable e imposible de contener. En cierta medida, la verdad del cuerpo, la supervivencia del deseo, emergen pese a la condena de la ley. Pero hay más: el poema apunta abiertamente hacia la hipótesis de que todos nuestros males, nuestras viejas heridas, tengan un origen sexual. El conflicto entre el cuerpo y la norma, entre individuo y sociedad, es causa de enfermedad porque el orden social impide la satisfacción de los deseos más íntimos. El dolor sólo puede transmitirse rayando en lo obsceno, precisamente para mostrar su intensidad: el sufrimiento, en cierto modo, es algo que se oculta, que está condenado a ser vivido en la intimidad. Los órganos erótico-sexuales se nombran con acepciones vulgares o propias de un lenguaje coloquial: concha, pija, tetas. Hasta en esa elección manifiesta el sujeto poético su rebeldía. Por otra parte, la afirmación sexual se ratifica en las prácticas amatorias que incluyen a ambos sexos: se goza a la vez del cunnilingus y de la felación, en una orgía polifónica que no diferencia los cuerpos. Masculinos y femeninos, son evocados como fuente de placer sexual, aunque éste sea un placer abyecto. Así, los órganos genitales femeninos están asociados con la suciedad: son la roña, la inmundicia, el fluir de la humedad constante. Llama la atención el contraste entre el deseo del personal del hospital por mantener la sala perfectamente

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limpia y ordenada y la pocilga a la que se refiere la autora, donde las pacientes, mujeres, entran y salen hablando de sus miserias:

Pretenden explicaciones lógicas los pobres pobrecitos, quieren que la sala –verdadera pocilga- esté muy limpia, porque la roña les da terror, y el desorden, y la soledad de los días habitados por antiguos fantasmas emigrantes de las maravillosas e ilícitas pasiones de la infancia. (2001:412-413)

El hospital y el personal sanitario representan la norma, la sociedad organizada y civilizada, mientras que las pacientes son las personas que han transgredido el código cayendo en la impureza y por eso están enfermas y son percibidas como sucias. Pertenecen al mundo de la pasión, de los impulsos, de los bajos instintos. Son mujeres que han nacido de mujer, de un útero o pestilente guarida. La infancia tiene connotaciones positivas, en este caso, porque es la etapa de la inconsciencia, de la impudicia, en la que todavía el ser humano no ha sido aprehendido totalmente por la sociedad, por eso las pasiones vividas en esa época dejan un recuerdo positivo, a pesar de que sean prohibidas desde la perspectiva de una persona adulta. La prohibición se regula, se asientas las normas que todos los individuos de una sociedad van conociendo a medida que crecen y se desarrollan en ese contexto. La perra en celo pizarnikiana, la pajera furibunda del Pirovano, se hermana con la masturbadora solitaria de Anne Sexton conciliando sexo y muerte, como únicas fuentes de consuelo ante el dolor provocado por

el

rechazo, la incomprensión y la hostilidad de la normativa social. Dos mujeres se masturban rotas de dolor, rotas de deseo insatisfecho. Pizarnik suspira por 263

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una buena frigidez. Sexton da la espalda al mundo acurrucada sobre sí misma en la soledad de su cama. Y sólo el suicidio puede asistirlas. El suicidio, el mayor atentado contra el cuerpo, otro de los grandes pecados de la moral judeocristiana. El tabú del suicidio sigue vigente en nuestros días, y hasta hace poco las personas fallecidas por suicidio no podían ser enterradas en camposanto. En el poema “Deseando morir”, del poemario El asesino y otros poemas (1996: 35)130, la escritora americana habla de una herida antigua que sólo la muerte puede reparar, a pesar de que reconoce el suicidio como una traición al cuerpo. En “Sala de Psicopatología” Pizarnik habla de una vieja herida y de la impotencia que siente porque nada ni nadie puede cerrarla. La voz poética asume este fracaso y encuentra en la muerte no sólo una expresión formal de belleza sino también su única salida. En la prosa poética de Caminos del espejo (1962), magnífica composición estructurada en diecinueve fragmentos caracterizados por la brevedad y depuración verbal, la voz poética habla desde la desgarradura, desde la mordaza que se impone al cuerpo cuando éste se sacrifica en pos de la escritura: la poeta ofrece al poema su cuerpo y su voz porque la palabra tiene la capacidad de crear nuevas vidas, en ella podemos explorar la posibilidad de dejarnos morir, de ser otros: “todos los gestos de mi cuerpo y de

130

Dada su extensión, reproduzco las tres primeras estrofas:

Ahora que lo preguntas, la mayor parte de los días no consigo recordar. Camino vestida, sin marcas de ese viaje. Luego la casi innombrable lascivia regresa. Ni siquiera entonces tengo nada contra la vida. Conozco bien las hojas de hierba que mencionas, los muebles que has puesto al sol. Pero los suicidas poseen un lenguaje especial. Al igual que los carpinteros, quieren saber qué herramientas. Nunca preguntan por qué construir.

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mi voz para hacer de mí la ofrenda, el ramo que abandona el viento en el umbral”. El cuerpo se ha transformado en palabras, en poesía, son esas flores traídas por el viento. No obstante, el recuerdo de la corporalidad, de la entidad perdida, conduce a un hastío vital desesperado, a un no cuerpo: “Como quien no quiere la cosa. Ninguna cosa. Boca cosida. Párpados cosidos. Me olvidé. Adentro el viento. Todo cerrado y el viento adentro” (2001: 242). Venti afirma que la costura sitúa al cuerpo en los límites del no sexo, pues coser “es hacer un mundo sin costuras, remitir el cuerpo fragmentado a la abyección del cuerpo liso, del cuerpo total” (2008a: 206). La abolición del cuerpo/sexo lleva consigo la muerte. El sujeto poético está paralizado por el silencio y la inanición, por el rechazo a las formas más elementales de la vida. Todo es un interior, no hay paisajes externos, la mirada está condenada a mirar hacia dentro, donde un viento huracanado es el símbolo de la devastación. ¿Y qué hay en el interior? El recuerdo de la persona que se ha sido, la máscara del lenguaje que provoca la asfixia al sumergir el deseo íntimo de ser, de nuestra autenticidad, para nacer con una identidad distinta. El interior es un poema, el espacio de revelaciones, que actúa a manera de espejo y cuyo único reflejo devuelve siempre la imagen del rostro oculto, torturado. La tensión de la máscara se deja notar en el siguiente fragmento:

Me compré un espejo muy grande. Me contemplé y descubrí que el rostro que yo debería tener está detrás –aprisionado-del que tengo. Todos mis esfuerzos han de tender a salvar mi auténtico rostro. Para ello, es menester una vasta tarea física y espiritual. (2013: 250)

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Y, volviendo de nuevo a Caminos del espejo, está por encima de todo la memoria imborrable de la alegría animal, el furor sexual, la sed eterna que atraviesa su obra. Saciar la sed equivale a satisfacer los deseos, actuar para que se realicen: “Y la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo” (2001: 242). Es decir, hubo un tiempo en el que el deseo y la acción avanzaban de la mano, pero ahora el sujeto poético ha abandonado la acción por el lenguaje, de manera que los deseos sólo pueden nombrarse o decirse, pero no pueden satisfacerse. Y el deseo queda suspendido en el vacío, pues el cuerpo está ocupando el lugar de la ausencia. Por mucho que se escriba, por mucho que el cuerpo y el poema hagan el amor la muchacha ahogada en el fondo del canto es obligada a recordarse, su salvación pasa por beber nuevamente de la fuente de conocimiento que es el cuerpo: “Volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender lo que dice mi voz” (2001: 244). Pero, además, en la frase “he de volver a mis huesos en duelo” el sujeto poético reclama el dolor como signo identificativo de su identidad y, en efecto, el dolor es un emblema del sujeto femenino en la obra pizarnikiana, lo que ha llevado a Venti a denominarla, en este sentido, como una mística del dolor (2008a). Debemos recordar, además, que la experiencia del cuerpo femenino en su obra habla de un cuerpo aquejado por emociones o estados que tradicionalmente han sido inexplorados en la tradición literaria por la corporeidad femenina: sexualidad y deseo violentos, furia y angustia sexual, prácticas orgiásticas, onanismo, lesbianismo, bisexualidad. Pizarnik habla desde el temblor del deseo a la tristeza del desencuentro, desde las ansias de

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expansión al dolor del encierro, de la represión, sin ceder un ápice al humor o a la desesperanza; habla también del temor de que sus hábitos sexuales interfieran negativamente en su creación literaria.

Por todo esto, unido al

conflicto de su identidad sexual, el cuerpo es el elemento reprimido, sujetado (a pesar de su ímpetu irrefrenable, de sus deseos grandiosos), subordinado a la experiencia poética a través de un hilo de miserable unión que es el lenguaje. Al conceder al cuerpo un espacio simbólico, el lugar de la ausencia, ¿no estará acaso Pizarnik colocándolo en un lugar utópico, inaccesible, cuya imagen opuesta sería el castillo de Csejthe como la expresión suprema de un cuerpo liberado? Al menos la condesa húngara vive en el plano real su deseo desatado, obedece a la voluntad de su sadismo. Dispone de las muchachas más bellas de la región, a las que tortura con los métodos más horripilantes mientras las contempla, arrebatada, arrojada a su abismo pasional, hasta alcanzar el éxtasis. Después se sume en una profunda melancolía, hasta que la siguiente muchacha la lleve de nuevo, con su muerte, a las cimas del placer. Es ella, Erzébet, la que elige, la que vive en los sótanos y oscuros corredores de su castillo su sexualidad desenfrenada, mitad dicha, mitad locura. Víctima de una sociedad que también ha decidido por ella, obligándola a casarse y a ser educada para complacer por su futura suegra cuando apenas era una niña, es ahora la dama siniestra que disfruta apropiándose de los cuerpos ajenos, oprimiéndolos, objetualizándolos, despojándolos de la personalidad única que encierran para ir fragmentándolos lentamente en sus noches de agonía y desfallecimiento. Arranca uñas, corta dedos, manos, senos,

penetra con

diversos utensilios las partes virginales, derrama sangre. Benévola, desnuda a

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sus doncellas en las horas de costura y las obliga a permanecer así, sin ropas, poseídas por la propia desnudez que no sólo las avergüenza sino que las marca sexualmente. Todo el cuerpo, todas las partes del cuerpo de las doncellas están sexualizadas, idealizadas en su cosificación. No pueden hacer nada, no pueden escapar de una muerte segura. En su lectura / versión de La condesa sangrienta, Pizarnik habla de la belleza siniestra de este personaje, de las consecuencias terribles de la libertad absoluta, incapaz de pronunciar una sentencia moral perfectamente definida. Más allá de eso, Pizarnik muestra la fascinación que causa el sucumbir a la satisfacción de los deseos y fantasías más íntimas, independientemente de la valoración y el juicio con el que los interpretemos. Erzébet es la mujer que actúa, la mujer que vive sus pasiones al margen de la sociedad, la depredadora sexual que bebe la sangre de sus víctimas para alejar a la muerte. Es la mujer que se apropia del cuerpo cosificado e hipersexualizado de la mujer. Erzébet Báthory arranca el cuerpo femenino del lugar utópico e inaccesible en el que la cultura patriarcal lo ha situado para disfrutar de él de la única manera que sabe: repitiendo el patrón de la conducta patriarcal. Alimaña o loba, ella también es una víctima que busca en el espejo la causa última de su vacío vital, la última razón de su existencia. Para Patricia Venti, Erzébet Báthory “es la caracterización de un universo transgresor sin límites” (2008b: 43) que, desde una posición de poder absolutista, privilegiado, mediante la cual puede disponer de las vidas ajenas para satisfacer los deseos propios, desafía al poder patriarcal apropiándose de unas prácticas sexuales extremadamente

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violentas, asumiendo así una posición masculina. De gran acierto es la reflexión de Venti a propósito de la condesa:

Báthory posee no sólo el poder del habla, también tiene la facultad de eliminar el lenguaje. Su mundo se reduce a un estadio de animal (gritos de loba) donde los inarticulados sonidos pueden comunicar significado. […] La condesa prescinde de la palabra y se comunica a través de una sustancia silenciosa formada de gritos, jadeos e imprecaciones. (44)

Me interesa esta reflexión porque hemos visto anteriormente cómo el lenguaje paralizaba la realización de los deseos, inhabilitaba la acción. El personaje poético se perdía en el abismo del lenguaje, sustituía el cuerpo por palabras. La condesa supera la barrera del lenguaje y habla con el cuerpo, continúa Venti, “rompiendo el cerco del sentido mediante la irrupción en los dominios prohibidos del sueño, el inconsciente y el sexo; se liberan las vastas regiones de la experiencia exiladas en las profundidades de la realidad” (45).

Esta misma idea es la que aparece en el poema homenaje a Janis Joplin, Para Janis Joplin, donde el código del lenguaje humano es devaluado por los gestos elementales, primarios, como el llanto o el grito, intensificando la pérdida de esa humanidad con la presencia del infinitivo ladrar. Así, la cantante ladra, no canta, en un intento desesperado de traducir literalmente el sufrimiento, el dolor, la pasión de estar viva. La poeta se identifica con ese ladrido como forma de expresión suprema que prevalece sobre las palabras, en este caso no para pasar del deseo a la acción, sino como símbolo de un

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proceso creativo comprometido y desgarrador, cuya experiencia es llevada hasta el límite:

a cantar dulce y a morirse luego. No; a ladrar. así como duerme la gitana de Rousseau. Así cantás, más las lecciones de terror. Hay que llorar hasta romperse para crear o decir una pequeña canción, gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia Eso hiciste vos, eso yo. Me pregunto si eso no aumentó el error. Hiciste bien en morir. Por eso te hablo, Por eso me confío a una niña monstruo. (2001: 422)

Pero quizás la transgresión más significativa de la que habla Venti en su ensayo sea el lesbianismo de la condesa, por todo lo que implica la reivindicación y el reconocimiento no sólo de una identificación sexual, sino también de una práctica concreta dentro de esa categoría: el sadomasoquismo. Así, Venti asegura que en La condesa sangrienta

Pizarnik nos da elementos para situarnos en el interior mismo del mundo lésbico al que pertenece, el estereotipo de una libertina. En este contexto, el cuerpo no es sólo un sujeto físico, capacitado para el placer sino para un tipo específico de placer, un placer sadomasoquista al que se le niega reconocimiento y que pugna por ser admitido históricamente. La violencia le permite al sujeto

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explorar el cuerpo del Otro sin restricciones morales y convertir el placer físico en un conocimiento peligroso de los extremos. El sadomasoquismo pone en práctica la desacralización del sexo y explora todas las fuentes del placer mediante el estímulo del daño, del riesgo de la propia muerte imaginada. (2008b: 85)

La amoralidad de la condesa, en este sentido, es una suerte de inocencia melancólica que no entiende la imposición de su castigo final, el emparedamiento en vida. El sujeto discursivo de los diarios también halla el placer sexual en el masoquismo. En la entrada correspondiente al 21 de noviembre de 1959, Pizarnik escribe:

Soy masoquista. Descubrimiento de ello. Ayer, cuando de pronto cayó la imagen: me pegaban con un látigo. Tuve un orgasmo. No comprendo. No comprendo nada si aún soy tan niña, tan inocente. No comprendo. (2013: 307)

En los mismos términos se pronuncia en este texto:

Tú no deseas nada, si bien esto no es verdad. Desearías morir. No

mueres

porque

el

sexo

te

importa

todavía:

sufrir

voluptuosamente, sufrir con un lujo inigualado, ser golpeada, fustigada, ah, tu pequeño cuerpo se anima, palpa, se reconoce. Orgasmo maravilloso después de un diluvio de humillaciones e injurias. (2003: 290)

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Y en un fragmento del 3 de agosto de 1961, de fuerte carga erótica, el goce se alcanza salvajemente a través del sufrimiento del cuerpo:

Calma, desenfreno, calma, desenfreno. Horas enlutadas y un minuto blanco. Paisaje de dientes de tigre. Muda, la alucinada; ciega, la devastada; la imposibilitada por su país de muros amándose. […] ¿Quién está aquí? ¿Quiénes están aquí? Y estas risas en un corredor donde un enmascarado te bordea con cuchillos para tatuar tu cuerpo en la pared, para que de ti quede una sombra siniestra y después nada. ¿Nada más que miedo al filo de la noche? Abrázame, penétrame, hazme llenar la noche con gritos de mi cuerpo; dame tu luz, tu sexo real en la cercanía salvaje. Húndeme, empálame, dame tu sexo, vertiginosamente tu sexo, mójame, delírame. […] Llévame en vilo en tu sexo por los tejados de la ciudad. Seremos ángeles obscenos, una vez más. […] Es tarde. Abrázame. Es noche. Abrázame. Es día. Pasa mi dolor a otro día, mi hato de verdades malolientes, purulentas. Oscuro. Tengo miedo. Tengo miedo. Calor, sol, me hacinan, me hierven, este cuerpo inocente, confuso. (2013: 453)

En una escena horrorosa, fantasmagórica, invadida por la muerte y la tortura

física,

el

cuerpo

femenino

permanece

pasivo,

amordazado,

recreándose en ese dolor para subrayar lo insoportable de la espera. Del otro lado, en la poesía y en los diarios, la voz poética pizarnikiana devuelve imágenes de represión, de inmolación, se anuncian poemas y suicidios. Una vida sin deseos, o con deseos imposibles, silenciados, una vida más allá del cuerpo es también una siniestra tortura. Desgraciadamente, el deseo imposible y silenciado o, mejor dicho, la ausencia de todo deseo, supone

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la castración suprema que soporta la mujer en sociedad, es su rol idealizado. Deseo sí, pero para el otro, para despertar los deseos ajenos, los del otro sexo, nunca los propios. Desnudas y marcadas con el sello sexual, inaccesibles para sí mismas, los cuerpos de las mujeres continúan silenciados, obligados a pronunciar el mismo discurso. Pizarnik, magistralmente, en una visión lúcida y desesperada, dará cuenta de la devastación de los cuerpos expropiados, de los deseos innombrables, utilizando figuras de represión individualizadas como la monja o el ángel, la muñeca petrificada, la prisionera, la supliciada; o bien infantilizadas (la niña, la hija de los reyes, la princesa) o carentes de vida y voluntad (la autómata). En definitiva, figuras cuya sexualidad y personalidad han sido sometidas en el marco cultural o no se han desarrollado completamente dentro del mismo. Por otra parte, esa represión también se verá representada físicamente por los colectivos marginales, los desposeídos, los que viven con una mano en la garganta, los faltos de todo, y, en especial, por las alusiones al pueblo judío como símbolo supremo de expropiación física y alienación social, el pueblo victimizado hasta el exterminio. En definitiva, Pizarnik plasma en su obra el peso dramático del cuerpo, su sufrimiento, el anhelo y la fuerza de la sexualidad, el ardor del deseo erótico. Un cuerpo rebelde, transgresor, que se resiste a la norma, que hace de la violencia su espacio propio, a pesar de su fragmentación y ocultamiento. Un cuerpo que arrastra su sed en paisajes siniestros de belleza convulsa, que ha adoptado lo obsceno y lo abyecto como algo natural, como si de una segunda piel se tratase. Porque violento es el deseo y violenta es la angustia que nos pone contra las cuerdas de la existencia. Porque es violento vivir en un cuerpo

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que no aceptamos completamente, que percibimos como un elemento extraño, ajeno, sucio:

Animal lanzado a su rastro más lejano o muchacha desnuda sentada en el olvido mientras su cabeza rota llora vagando en busca de un cuerpo más puro. (2001: 145)

Ella sabía que esa unidad o reconciliación con su cuerpo era indispensable para ser mínimamente feliz, que era necesario habitar y estar en él:

En el pequeño espacio de tu cuerpo tienes que hallar refugio. Tienes que enfundarte en tu cuerpo como si fuera un traje de buzo. Una vez en él no será difícil el descenso ni tampoco el retorno. Tu cuerpo es la clave. Entrar en él comenzando por los brazos, los hombros, luego las piernas, la columna vertebral, y por último lo más penoso y difícil: revestirte de tu pecho, de tu garganta y de tu cabeza. (2013: 476)

Y ya, por último, añadir que la estética fragmentaria en la obra de Pizarnik está relacionada con el desmembramiento o desintegración del cuerpo femenino, aunque, en un sentido más amplio, podríamos admitir que en general toda su obra responde al prototipo del fragmento: los diarios se organizan en entradas; La condesa sangrienta en pequeñas viñetas minimalistas; Car y Seg, los protagonistas de su obra teatral Los poseídos entre lilas, tienen los cuerpos fragmentados, pues carecen de extremidades

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inferiores,

y a su vez se desdoblan en otros dos personajes secundarios,

Macho y Futerina. Y, en general, respondiendo al anhelo de crear una novela, podemos entender que esta otra obra, su obra, es un gran fragmento de la creación añorada e inconclusa. Incluso los poemas, que salen solos, como decía la autora, vienen a ocupar el lugar que ella querría llenar con una prosa que hablara de los grandes temas vitales: la angustia, el amor, la muerte. Sus famosos versos Yo no puedo hablar con mi voz, sino con mis voces nos remiten también a esa idea del fragmento, de división del yo, de su multiplicidad, también de su desgarramiento interno. El fragmento resalta la idea del conflicto. Pero me interesa esta fragmentación aplicada al cuerpo femenino, esta omnipresencia del cuerpo que sacude su obra cual volcán, pues hasta en el más mínimo fragmento el cuerpo es un elemento revulsivo, indomable, que no puede ser acallado. Sin embargo, el cuerpo nunca es contemplado como una totalidad, y esto es algo perfectamente visible en los diarios:

Incomodidad con mi cuerpo. Lo terrible de ser bella en ciertas partes y horrible en otras. Así, en vez de mis hermosos ojos verdes preferiría un par de ojos castaños sumamente vulgares. En vez de mis pequeñas caderas suavemente redondeadas un cuerpo derecho y delgado, anguloso si quieren, pero sin escoliosis. La desviación de mi columna es imperceptible, pero yo la siento, yo la siento. (2003: 223)

En este caso, la belleza mutila el cuerpo. El sujeto discursivo examina minuciosamente su aspecto y decide cuáles partes responden a su ideal y

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Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

cuáles no. Podemos ver que hay rechazo a la redondez de las formas femeninas y se prefiere un cuerpo de carácter andrógino, tal vez porque esa ambigüedad no le obligue a definirse como mujer, y sea más próxima a su identidad sexual. Por otro lado, la columna vertebral, y la escoliosis, aparecen nombradas varias veces en los diarios. La columna se erigirá como símbolo de la totalidad del cuerpo:

Pensar en la columna vertebral: nunca, nunca vas a poder pensarla en su totalidad, porque apenas comenzaba los dolores me impedían seguir, los hacía desaparecer pero reaparecían. (2003: 202)

Venti sostiene que esta sobreexposición del cuerpo en su obra en realidad responde a la idea de nombrar lo innombrable, de dar voz a un discurso silenciado. De manera que el personaje, en efecto, no tiene vida corporal, ésta es el resultado de una rica puesta en escena, de una combinación de disfraces (2008a: 67) donde el cuerpo femenino es víctima de una violencia y crueldad supremas, casi siempre asociadas al erotismo, pues si ésta es una experiencia interior, los resortes del yo están en juego y en constante

movimiento.

Estas escenas suelen

tener

el

espejo

como

denominador común, el espacio donde confluyen la mirada propia y la mirada del otro, donde se revelan las fronteras del cuerpo propio:

[…] Me saqué los pantalones para ver cómo soy con el buzo y el slip; vi mi cuerpo adolescente; después bajé de la silla y me acerqué al espejo nuevamente: Tengo miedo, dije. Revisé mis

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rasgos y me aburrí. Tenía hambre y ganas de romper algo […]. Me mordía los labios y no sabía qué hacer con las manos. Yo misma me asustaba porque me miraba a mí misma en mi piecita desordenada, andando y viniendo en slip y pullover sin pensar, con la memoria petrificada, con la boca devorándose. Pasé junto a la silla y me subí de nuevo en el espejo pero mi cuerpo me dio rabia y me tiré en la carga creyendo confiada en que el llanto vendría. (2003: 185-186)

Existe, pues, una disonancia profunda entre el cuerpo y el rostro, sometida a un análisis riguroso que produce, finalmente, hastío vital, pues no conduce a nada. Las manos y la boca palpan y saborean la amargura del vacío. Porque ese devorarse a sí misma, ese canibalismo infligido, responde a un deseo de desaparecer, de borrar el cuerpo y sus marcas visibles. En el poema “Extracción de la piedra de la locura”, del poemario del mismo nombre, el cuerpo y la voz tienen un protagonismo especial en un texto dominado por el terror a la pérdida de la identidad. El cuerpo femenino 131 aparece aludido mediante términos como médula, huesos, vértigo, respiración, sangre, piel, corazón, aunque también está representado por las estatuas 131

Sigue siendo de actualidad el trabajo de David William Foster (1994) sobre la representación del cuerpo en la obra de Pizarnik. Además, en su libro Gay and Lesbian Writing in Latin American (1991), Foster analiza La condesa sangrienta como parte de su objeto de estudio del cuerpo relacionado con la violencia y el poder durante la dictadura militar argentina. Por otra parte, su ensayo “The representation of the body in the poetry of Alejandra Pizarnik” (1994) estudia el tratamiento del cuerpo en su obra poética. Foster destaca que Pizarnik escribió en una época donde la identidad lesbiana no podía ser articulada, y lo pone en relación con la ausencia de marcas de género en su poesía, tanto para el sujeto poético como para la persona destinataria, normalizando de esta manera el discurso amoroso masculino/femenino (1994: 323). En una primera aproximación, Foster lleva a cabo un inventario de términos que aluden al cuerpo, tomando como muestra los poemarios Las aventuras perdidas y La tierra más ajena. En Extracción de la piedra de locura recoge hasta cincuenta términos relacionados con el cuerpo, entre los que destacan huesos, corazón, sangre, sexo, y la palabra genérica cuerpo también aparece dieciséis veces. Además, Foster incluye los grupos de imágenes relacionadas con la voz (incluyendo labios), la mano (incluyendo gestos), los ojos (incluyendo visión y mirada) y la lengua. Estos elementos poseen una función metapoética y forman parte de un proceso de participación poética o asimilación, composición y comunicación (325).

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rotas, las muñecas sin cabeza, una pequeña marioneta rosa y por las grietas y agujeros que invaden a “mi persona escapada de un incendio” (2002: 251), así como por los animales desollados que atraviesan el bosque hecho cenizas. En este reino de lo devastado, el lenguaje tiene la difícil función de recomponer el cuerpo, miembro a miembro, de tratar de otorgar sentido a la unidad perdida: “Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura” (251). Volviendo al poema, la voz, por otra parte, se escinde en una voz humana, que intenta desprenderse de la herencia cultural recibida –hay muchas alusiones a la cultura judía en este poema- y en otra animal, presumiblemente irreconciliables, aunque funcionan a modo de diálogo que alguna vez se interrumpe: “Rápido, tu voz más oculta. Se transmuta. Te transmite” (252). La voz humana recoge los despojos del cuerpo, las ruinas de la memoria de un jardín que una vez fue un lugar privilegiado. La voz animal reclama para sí ese poder del cuerpo, su esplendor sexual, su sed y su furia como punto de partida hacia la salvación, si es que ésta es posible:

Mi cuerpo se abría al conocimiento de mi estar y de mi ser confusos y difusos mi cuerpo vibraba y respiraba según un canto ahora olvidado yo no era aún la fugitiva de la música yo sabía el lugar del tiempo y el tiempo del lugar en el amor yo me abría y ritmaba los gestos de la amante heredera de la visión 278

Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

de un jardín prohibido (252)

El fluir de ambas voces finaliza con un gran silencio ante la imagen del cuerpo desgarrado. Su conocido verso “La cantidad de fragmentos me desgarra” resume mejor el proceso de metamorfosis, ocultamiento y desintegración que sufre el cuerpo. Las palabras, la fluidez verbal de la composición, donde la lengua discurre como el flujo de un torrente, han invadido el lugar del cuerpo. Su desintegración y la imposibilidad de reconciliar figuras como la mujer-loba, la creadora y la mujer a secas, la hija de, desatan la furia de la materia verbal y, en última instancia, parece que es el propio lenguaje el que habla. En ese caso, más que de locura podríamos hablar de una histeria del lenguaje que habla en el lugar de un yo sin cuerpo. Así, la poeta asegura que no quiso ser estos fragmentos, pero, como dice Nuria Amat132 , los fragmentos, imprescindibles, también son cuerpo, parte de nuestro cuerpo que debemos unir para poder configurarnos.

132

En “La erótica del lenguaje” (1979), Amat reivindica el tratamiento del cuerpo en la literatura de Alejandra Pizarnik y Monique Wittig, reconociendo la importancia de su trabajo a la hora de recuperar el cuerpo en la escritura hecha por mujeres.

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IV.4. La experiencia de la feminidad. Violencia y abyección

Mi feminidad está roída por las ratas. Roída por dentro y por fuera como un huevo agujereado con un alfiler y luego sorbido hasta vaciarlo. Hay que fortificarla reforzarla hacerla como una pelota de espuma que rebota hasta el techo. Louise Bourgeois

Estas palabras de Louise Bourgeois denotan el malestar que muchas mujeres han sentido a lo largo de los siglos dentro de los roles asignados a su feminidad133, impidiéndoles vivirla de manera plena y satisfactoria. La división sexual del trabajo confirió al sexo masculino poder y autonomía para realizarse en todas las actividades de la esfera pública, mientras que para las mujeres, como se ha visto anteriormente, quedó reservado el ámbito privado, la esfera doméstica, pasando de ser un objeto o símbolo de la propiedad privada a cándidos ángeles del hogar, oprimidas y al servicio del sistema patriarcal, confinadas en el papel de madres y esposas. El propio proceso de socialización de niños y niñas nos dice cómo hemos de comportarnos, cómo debemos ser o actuar, respetando las características que la cultura y la 133

Expresado, también, este malestar en la sucinta belleza del poema de Cristina Peri Rossi: “La aplicación de las manos / de los dedos / la concentrada inclinación de la cabeza / el sometimiento/ una tarea tan minuciosa / como obsesiva / El aprendizaje de la sumisión / y del silencio / Madre, yo no quiero hacer encaje / no quiero los bolillos / no quiero la pesarosa saga / No quiero ser mujer”. Como se recordará, el poema remite a “La encajera”, de Jan Vermeer de Delft.

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construcción social han atribuido a cada género. Así, podemos decir que las mujeres, condicionadas por su naturaleza biológica, han sido las víctimas de un sistema que desde tiempos antiguos ha primado las funciones desempeñadas por los hombres en detrimento de aquellas realizadas por ellas mismas. La caza, la guerra, el mundo del trabajo, frente a las tareas de cuidado del hogar, de los hijos y familiares. El acceso a la educación y al trabajo hoy en día todavía resulta mucho más difícil para una mujer que para un hombre. Las mujeres continúan siendo víctimas de la violencia de género y sus derechos como ser humano y como mujer no están plenamente garantizados. En España, por ejemplo, en el año 2012, sesenta mujeres fueron asesinadas en manos de sus parejas o ex parejas. En el año 2011 el número se redujo a cuarenta y seis, mientras que en el 2010 fueron setenta y tres las mujeres fallecidas. La presencia de organismos a nivel estatal y autonómico, como el Ministerio de Igualdad, los observatorios, centros de información a la mujer, así como una legislación que, desarrollada a partir de la Carta Magna, tiene su máxima expresión en la Ley Orgánica 3/2007 para la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, se muestran medios insuficientes para solucionar un problema social que, por desgracia, está bien anclado en nuestra sociedad y, por ende, podríamos decir que en todo el mundo. La realidad, el día a día, la convivencia entre hombres y mujeres en los espacios públicos y privados se antoja, sin embargo, un tanto anquilosada y menos dispuesta a hacer cambios o concesiones. La incorporación de las mujeres al mundo laboral ha contribuido sin duda a su independencia económica y desarrollo personal, pero, a cambio, en la

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mayoría de las ocasiones a costa de hacer dobles jornadas de trabajo y de seguir ocupándose de las tareas tradicionalmente asignadas. La maternidad y las cargas familiares han sido valoradas de modo negativo en el sistema de producción y continúan siendo obstáculos para muchas mujeres a la hora de acceder a un puesto de trabajo, o incluso de conservarlo, por no hablar de la promoción profesional y la remuneración económica. La publicidad y los medios de comunicación siguen tratando de forma desigual a hombres y mujeres. En estos ámbitos, nosotras las mujeres todavía somos objetos decorativos, bellos, inferiores y, en muchas ocasiones, sencillamente ridículos. Nuestro espacio “natural” continúa siendo las paredes del hogar, el mundo del orden y la limpieza, el afecto y el cuidado. Incluso a las mujeres que ocupan puestos de poder se las observa desde otra perspectiva: se juzga su aspecto físico, su modo de vestir, y se desconfía de su feminidad. La prensa suele referirse a ellas por sus nombres de pila o con algún diminutivo. Por otra parte, la segregación horizontal y vertical, consecuencias ambas de la discriminación de sexo, han provocado que las grandes empresas no cuenten

con una

presencia significativa de mujeres en sus consejos de administración y puestos directivos, y lo mismo podría decirse de los partidos políticos, la administración, la misma universidad. La sociedad del siglo XXI, y especialmente las mujeres del siglo XXI, necesita un mayor compromiso político y social que fomente medidas conciliadoras, de participación y corresponsabilidad, para poder desarrollar nuestra individualidad y desarrollarnos como seres humanos completos. Los modelos de mujer tradicionales parecen agotados ya, es preciso un cambio, un viraje, un nuevo modo de vivir nuestra feminidad. Y es

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preciso hacerla visible. No podemos recluirnos en la pasividad y en la sumisión, no podemos tampoco asumir el papel de víctimas. Debemos conquistar todos los espacios. La crisis económica que golpea a Europa y, por extensión, a nuestro país, intenta solventarse con medidas de represión y austeridad. Desde una perspectiva de género, las mujeres son las más afectadas por este tipo de políticas. La explotación laboral se ceba especialmente con el sexo femenino, conciliar es más difícil en épocas de crisis. Por otra parte, las ayudas públicas a asociaciones, institutos u organismos que velan por los derechos de las mujeres también se reducen considerablemente o, en el peor de los casos, desaparece la institución o entidad. También en España, de tener un Ministerio de Igualdad en el año 2007, se ha pasado a una Secretaría General en el año 2011, integrada en el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. La ausencia de políticas comprometidas con la conciliación y la igualdad de hombres y mujeres, así como la falta de medidas que apoyen la maternidad chocan notablemente con los cambios que se han operado a nivel legislativo: reforma y endurecimiento de la ley del aborto. Las mujeres españolas no somos dueñas de nuestro propio cuerpo ni tenemos capacidad de decisión sobre nuestra maternidad. La maternidad continúa siendo un destino, nuestro espacio natural, la condición indispensable para vivir nuestra feminidad, y no un derecho ejercido desde una libertad responsable. Ser madre y trabajadora nunca ha resultado fácil. Se echan de menos medidas eficientes por parte de los poderes públicos para facilitar la incorporación y promoción profesional de las mujeres. Se necesitan políticas de formación que despierten conciencias y

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abran mentes. Se necesitan más acciones positivas. Se necesita que se nos tome en serio. Como sugiere Louise Bourgeois en el breve poema con que se abre esta página, es preciso fortalecer la feminidad devastada en aras de nuevos modelos que no opriman a las mujeres. A lo largo de la historia han sido muchas las voces femeninas que han hecho constar su desacuerdo con ese sistema que las castraba y que, a través de su trabajo y de su testimonio de vida, han contribuido a la lucha por la igualdad y por ofrecer nuevas visiones y nuevos modos de vivir como mujeres, otras experiencias de ser mujer, en definitiva. La construcción de la propia identidad pasa, no obstante, por enfrentarse y superar el conflicto que supone rechazar los estereotipos asignados en los cuales se permite vivir la feminidad. Entiendo este proceso de construcción de la identidad asociado al concepto de autonomía definido por Marcela Lagarde en Claves feministas para el poderío y la autonomía de las mujeres:

Para nosotras entonces el hecho de la autonomía tiene un doble significado: uno, estamos construyendo la autonomía y dos, nos identificamos como mujeres en la autonomía. Esto es una revolución en la identidad de las mujeres, que tradicionalmente no está basada en la autonomía, sino más bien en la fusión con otras personas. Cuando reconocemos y decimos que necesitamos autonomía estamos cambiando profundamente nuestra identidad tradicional de género, nuestra identidad tradicional como mujer. (Lagarde, 1999: 06)

Para esta teórica feminista, la autonomía no es un estado natural, no aparece dada, sino que está en construcción constante; a ella se llega a través 284

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de procesos vitales y culturales y, para que exista como tal, debe estar reconocida por el entorno social donde nos posicionamos como mujeres para habitar ese espacio constituido por hechos concretos y tangibles, por un lado, y que poseen a la vez una carga subjetiva y simbólica, por otro. La autonomía está conectada, pues, con la individualidad. Sin autonomía no hay individualidad, y eso es especialmente subversivo en el caso de las mujeres, ya que se nos ha educado para ser la alteridad, la otredad, para que todas cumplamos prácticamente las mismas funciones:

El gran aporte de la modernidad fue el enunciado de que la autonomía es un derecho de las personas. Solamente que hasta antes del feminismo134 la autonomía era un derecho de los varones, no de las mujeres. Y como los varones eran la representación universal de la humanidad, cuando decían “un derecho de todos” hablaban de un derecho del género masculino como si abarcaran a toda la humanidad. (34)

¿Qué significa, entonces, la autonomía para las mujeres?

En primer

lugar, deseo de ser, de trascender. La autonomía implica un (re)conocimiento de las capacidades o habilidades que debemos potenciar para desarrollarnos como personas completas, y en este sentido está relacionado con el concepto existencialista de trascendencia, atesorado por Simone de Beauvoir en El segundo sexo. La transcendencia supone un movimiento del ser hacia fuera, la manifestación de una individualidad sustentada en un proyecto de vida; en cambio su opuesto, la inmanencia, reside en la pasividad, en el estancamiento, 134

En este texto, Marcela Lagarde sitúa el feminismo a finales del siglo XVIII, cuando Olimpia de Gouges es decapitada públicamente al reclamar derechos para las mujeres.

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en el recogimiento: no hay una voluntad real de ser ni de desarrollar las potencialidades del yo. Podríamos decir de una manera sencilla que los estereotipos femeninos se han construido e identificado con la inmanencia, mientras que los masculinos lo han hecho con la trascendencia, de manera que el sujeto (asociado con la masculinidad) es transcendente, y el objeto (el ser para los demás, asociado con la feminidad) es inmanente. Esa inmanencia o ser para los demás sitúa a las mujeres fuera de sí mismas, siendo los demás quienes pasan a ocupar el centro de su vida. Las diferencias biológicas y la construcción socio-cultural del género han sido determinantes a la hora de posicionar a las mujeres en un lugar secundario tanto en la historia universal como en la particular de cada mujer. La autonomía de género lleva consigo la toma de conciencia por parte de la mujer como ser único y como mujer única, la búsqueda y conocimiento de sí misma, de sus deseos y necesidades, de sus objetivos, de sus derechos, así como la puesta en marcha de un proyecto vital que aspire a la realización y al crecimiento personales. Este proceso ha de llevarse a cabo en un contexto político-social, y sólo puede ejercerse desde la libertad. Pero ¿qué sabemos las mujeres de la libertad? Adrienne Rich apunta a la ignorancia impuesta por el patriarcado como factor determinante de la desigualdad femenina, por encima de las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer. Esta ignorancia o falta de educación de las mujeres tiene como consecuencia el silencio y el profundo desconocimiento de las actividades desarrolladas por las mujeres a través de los tiempos y en los más diversos ámbitos, de sus pensamientos y

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Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

experiencias,

lo que se traduce como una

ausencia de modelos y de

referentes en los que poder reconocerse:

¿Qué necesita saber una mujer para convertirse en un ser humano consciente de sí mismo y con capacidad para definirse? ¿No necesita conocer su propia historia, su cuerpo de mujer usado tantas veces con fines políticos, conocer el genio creativo de las mujeres del pasado, la habilidad, las destrezas, las técnicas y las vivencias que poseían las mujeres en otros tiempos y culturas, y cómo se las ha sumido en el anonimato y se las ha censurado, interrumpido, devaluado? […] ¿no necesita una mujer un análisis de su condición, conocer a las pensadoras que en el pasado han reflexionado sobre todo ello, conocer también las rebeliones individuales y los movimientos que las mujeres han organizado en todo el mundo contra la injusticia social y económica, y cómo estos se han visto fragmentados y silenciados? ¿No necesita saber cómo se han institucionalizado condiciones aparentemente naturales como la heterosexualidad o la maternidad, para arrebatarle su poder? Sin tal educación, las mujeres hemos vivido, y continuamos viviendo, ignorantes de nuestro contexto colectivo, vulnerables a lo que la fantasía de los hombres ha proyectado sobre nosotras, tal y como se ve en el arte, en la literatura, en las ciencias, en los medios de comunicación y en los llamados estudios humanísticos. Mi sugerencia es que no es la anatomía, sino una ignorancia impuesta la que ha sido crucial en nuestra falta de poder. (Rich, 2001: 23-24)

Rich advierte que no hay neutralidad en la cultura, que la ideología sobre la que se sustenta el entramado económico y social responde a la supremacía

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del hombre blanco, a su subjetividad masculina, por lo que también hay que mirar con desconfianza el sistema educativo que se impone, especialmente en las altas esferas de la educación. Frente a esto, Rich reivindica el poder de la mirada que se ejerce desde la marginalidad, una mirada crítica, profundamente consciente de su poder femenino y que une a las mujeres como grupo:

Los silencios, los espacios vacíos, el lenguaje en sí mismo con su extirpación de lo femenino, las formas de discurso, nos dicen tanto como el contenido, una vez que aprendemos a ver lo que se ha dejado fuera, a oír lo que no se ha pronunciado, a estudiar los modelos establecidos de ciencia y erudición con una mirada marginal. Uno de los peligros de la educación privilegiada para las mujeres es que podemos perder la mirada desde el margen y llegar a creer que esos modelos funcionan para toda la humanidad, que son universales y que nos incluyen. (25)

Precisamente, para esta poeta activista y feminista, son las mujeres que tienen acceso a esa educación privilegiada las responsables de ejercer la mirada marginal desde sus distintas profesiones o áreas de trabajo, de no olvidar nunca esta perspectiva, de unir sus voces con las voces silenciadas de tantas mujeres a lo largo de la historia, en todas las sociedades. Una mujer, concluye, necesita autoeducarse constantemente para saber, para ser capaz de utilizar el poder, entendido éste como energía creativa, como poder capaz de transformar las estructuras culturales. (2001: 23-24.) Adrienne Rich también analiza los conceptos de maternidad y heterosexualidad, pilares fundamentales, institucionalizados políticamente, sobre los que se sostiene el sistema patriarcal y que se han erigido a costa de 288

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arrebatar, por un lado, el poder natural de las mujeres, desposeyéndolas del protagonismo y la elección de una maternidad responsable y, por otro, de construir una identidad sexual basada en la atracción supuestamente natural entre lo masculino y lo femenino, lo que ha llevado a condenar y a silenciar otras formas distintas de vivir la sexualidad. La autora lamenta que la existencia lesbiana y su discurso hayan sido obviados por la crítica y la investigación feministas, lo cual oscurece el sentido que pueden tener algunos textos o manifestaciones artísticas que, de estudiarse bajo esta perspectiva, arrojarían nueva luz sobre las posibilidades que tenemos las mujeres para vivir nuestro cuerpo, nuestra historia, para desarrollarnos con capacidades plenas fuera del entramado de la heterosexualidad. Relacionado con este poder, continúa Rich, está el de imponer a las mujeres la sexualidad masculina, a través de la violación, el incesto, la pornografía con su proliferación de imágenes violentas y humillantes para las mujeres, el matrimonio infantil, el matrimonio concertado, la idealización del amor heterosexual en el arte, la publicidad y los medios de comunicación. El control sobre el cuerpo femenino también se percibe en ciertas prácticas que impiden el movimiento y confinan físicamente, como el vendado de pies, el velo, el burka, los tacones altos, el acoso sexual en la calle, la dependencia económica de la esposa o la reclusión de las madres a tiempo completo. Con el fin de dirigir o explotar el trabajo de las mujeres para controlar el producto, a través de la maternidad y el matrimonio como instituciones, se imponen prácticas como la segregación horizontal, las cuotas femeninas, el control masculino del aborto, la anticoncepción, la esterilización y el parto, el

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proxenetismo y el infanticidio femenino, entre otras. A esto habría que añadir la obstaculización de la creatividad femenina (y de la investigación científica y tecnológica), restringiendo la realización de las mujeres únicamente a través del matrimonio y la maternidad, primando los valores culturales que reflejan la subjetividad masculina, impidiendo la educación a las mujeres o silenciando las voces femeninas, así como la existencia lesbiana en la historia y en la cultura. Asimismo, la imposición de roles de género formaría parte de esta obstaculización. Para Rich, todos estos factores confirmarían que la heterosexualidad obligatoria no solamente provoca graves desigualdades, sino que nos enfrentamos “a grupos de fuerzas omnipresentes que van desde la brutalidad física al control de la conciencia, lo que nos indica que se está teniendo que mantener a raya una enorme y potencial fuerza contraria” (55). Por otro lado, Rich insiste en la estrecha relación que subyace entre la heterosexualidad obligatoria y la economía. Para ello, toma como base el estudio

de

Catharine

A.

WorkingWomen: A Case of

MacKinnon

titulado

Sexual

Harassment

of

Sex Discrimination, según el cual las mujeres

ocuparían puestos de poco prestigio y bajo salario, especialmente en el sector servicios, porque la sexualización es parte del trabajo. Es decir, las mujeres tienes que ser visibles sexualmente, señalar su disponibilidad, aceptar el riesgo del acoso sexual. El matrimonio, por tanto, podría ser una vía de escape a esta disponibilidad, una forma de protección esperada a la que se accede desde una posición de desventaja. Para una mujer lesbiana, el acceso al mundo laboral no sólo significa ocultar la verdad de su sexualidad, sino también la

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Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

posible pérdida de su trabajo por no responder o actuar como una “mujer auténtica”. En la obra de Pizarnik, la feminidad, o lo que significa ser mujer, es una experiencia traumática y asfixiante, donde lo general femenino, es decir, los rasgos arquetípicos que se han atribuido a la categoría mujer, chocan contra lo particular, con una identidad fuerte e independiente como la que presenta el sujeto lírico y discursivo, que sólo puede sentir hacia ellos angustia y un profundo rechazo. La idea del matrimonio, la percepción del cuerpo propio y de la sexualidad, y en especial la vocación artística, son elementos que introducen la discordia respecto al planteamiento de una vida tradicional, ésa que Pizarnik detestaba porque se sentía llamada a la excepcionalidad del arte. En las primeras páginas de sus diarios de adolescente, en el año 1955, la posibilidad del matrimonio135se perfila como un paso más hacia ese destino común de todas las mujeres. La presión familiar parece estar detrás de esta idea:

Viene mi tía. Bromeo preguntándole si comenzó el ayuno que le recomendé. Está eufórica de adhesión a cierto pintor judío. Le explico un cuadro de Picasso. Dice que es muy vieja para cambiar sus gustos. Tiene razón. Mi madre habla de enviarme a Francia. Mi tía habla en francés. Recito un poema de Verlaine y canto la Balada de Guitry. Mi madre está orgullosa de mí, pues amenizo esta reunión familiar. Dice que vale la pena tenerme en casa, pues conmigo nadie se aburre. Entreveo su lucha respecto al 135

Carolina Depetris, en su tesis doctoral Sistema poético y tradición estética en la obra de Alejandra Pizarnik, hace referencia a este episodio, recogido en el libro Alejandra Pizarnik. Anatomía de un recuerdo, de Juan Jacobo Bajarlía. Alejandra, presumiblemente, habría considerado casarse con el profesor y escritor, al que habría conocido en la Facultad de Filosofía. Depetris critica que en este texto Bajarlía no aporte nada nuevo a la biografía de la poeta, salvo anécdotas que desprestigian tanto a su autor como a la figura de Alejandra.

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famoso asunto del casamiento. Quiere convencerse. Quiere ver si puede convencerse. Quiere arrancarse las ideas burguesas. Sé que el éxito de su lucha depende de mí. Si estoy agradable, todo va bien. Si no…¡Oh, soy una masa de contradicciones! Eres un ser humano, Alejandra. Iones negativos y positivos explotan en tu esfera. (2013: 170)

La madre, pues, estaría atenta al crecimiento personal de Alejandra, a su desparpajo y habilidades artísticas, a su pasión por la cultura, para valorar en lo posible que su hija pudiera vivir de un modo diferente, sin depender de otra persona. Pues en la madre recaería el papel fiscalizador del sistema patriarcal, como asegura María Jesús Fariña en su artículo “¿Qué hacer con las madres? Disidencias y contradicciones en escritoras hispanoamericanas”. Según sus palabras, las madres divulgan la ley del padre, puesto que han sido “formadas dentro de sus parámetros y victimizadas por ellos” (2004: 140). Como vemos, también es la madre quien está detrás del viaje a París que Pizarnik emprenderá casi cinco años después, y que, teniendo en cuenta las consideraciones que hemos expuesto anteriormente respecto a la autonomía de las mujeres, sería el símbolo de la lucha, el primer paso hacia esa realidad independiente. Pizarnik, no obstante, valora en varias ocasiones la idea del matrimonio, sobre todo cuando duda de sus aptitudes para la escritura y cuando debe enfrentarse a la soledad que exige el proceso creativo. El hogar tradicional aparece como una imagen que destila cobijo, descanso, compañía, y que abole la necesidad de preocuparse por el absoluto. Sin embargo, la visión de las mujeres casadas en su entorno más cercano no la deja indiferente y la lleva a

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una reflexión crítica –e irónica- donde la mujer como ganado, o como rebaño, si se prefiere, disuelve por completo sus dudas:

Escena familiar. Mis padres y mis tíos (cuatro cabezas nada más) pegotean sus pupilas ausentes de intensidad en la gruesa pantalla del televisor. Éste grita toscamente y lanza su sonido hasta mi oído. Oigo también sus plañideras voces. Hablan de la ingratitud de los hijos. Elogios a M o a B (ambos terneras, es decir hijas de respectivas de las cuatro cabezas). M136 es una maravilla: 21 años, casada, 1 niño, 1 marido, 0 cuerno, gran mujer que sólo se interesa por el hogar y nada más. B es otra casualidad del destino tan parco en estos prodigios: 29 años, 1 marido (encontrado en una cacería realizada en Quilmes contando con la ayuda de un amigo de ambos, quien decidió unir estas dos almas convertidas al nacer en culos para mejor aprovechamiento de sillón familiar, 2 niños y un millón de perros (orgullo de sus padres que ven recompensado en ello sus luchas, torturas y afanes (no sé qué daría por comprender este orgullo). (2013: 68-69)

Pizarnik critica la escena familiar, ante el televisor, donde su hermana y su prima aparecen caracterizadas como amas de casa a las que sólo interesa la vida doméstica. A la vez, hay una crítica soslayada a la sociedad burguesa del tener, del aparentar (la televisión, los perros, la cacería), frente a la necesidad de ser, de crecimiento íntimo y personal, que Alejandra demanda y espera encontrar en la creación. Al lado del convencionalismo de las buenas costumbres, la figura de la escritora es profundamente subversiva, y más cuanto que Pizarnik adopta la

136

Entiendo que M es la hermana de Alejandra, Myriam Pizarnik de Nesis.

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Perras palabras: del erotismo a la obscenidad en la obra de Alejandra Pizarnik

bohemia del personaje alejandrino, doble público de la escritora, caracterizado, según Aira, por la eterna juventud, los hábitos nocturnos, la dificultad para la vida, y una inmensa vocación poética respaldada por la admiración hacia los poetas malditos (Aira, 2001a: 13). En lo que me parece una provocación y una falta de respeto hacia la autora, César Aira añade el lesbianismo como otro rasgo más de este personaje137 junto a “otros hábitos o gustos”, ya que dicho lesbianismo es coherente con la construcción del personaje (14). Queda dicho que para el escritor y crítico argentino el lesbianismo y la homosexualidad, o la diversidad sexual en su sentido más amplio, no son identidades que, en muchos casos, han resultado difíciles de asumir, como lo fue en el caso de Pizarnik, que han sido castigadas y penalizadas, silenciadas, que se han privado los derechos de estos colectivos. Aira obvia el dolor, la lucha y la 137

Tampoco coincido con la idea de Cristina Piña acerca del personaje alejandrino, sustentada por Fiona Mackintosh en su trabajo Childhood in the Works of Silvina Ocampo and Alejandra Pizarnik. Piña sostiene que este personaje comienza siendo el juego de una niña que juega a ser adulta sin ser capaz de percibir los peligros que entraña dicho juego. En esta línea, Mackintosh afirma que la poesía de Pizarnik comenzó siendo eso, un juego, y acabó siendo una fuerza destructiva al aceptar las reglas del surrealismo o el juego de los poetas malditos de forma demasiado literal (Mackintosh, 2003: 37-38). Considero una frivolidad calificar la vocación poética como un simple juego de niños, ya no peligroso. Y más cuando, a, través de los diarios, nos acercamos a la figura de la escritora y vemos cómo alimentaba, cómo cuidaba esa vocación. Sus lecturas, sus renuncias, su trabajo corregido una y otra vez en busca de la palabra perfecta. ¿Es el surrealismo, el malditismo, una amenaza? En absoluto. Las palabras de Pizarnik auxilian mi pensamiento y recurro de nuevo a esta cita: “Si es que leo a Proust es que yo elijo a Proust y porque mi estructura se identifica con él y elige su obra y no cualquier otra. Mis angustias no nacen al contacto de las líneas, sino que se limitan a asentir familiarmente y a reconocerlas como cosas ya experimentadas” (Pizarnik, 2003: 33). La escritora busca un tipo de literatura en la que pueda verse reflejada, por voluntad propia, siendo consciente de lo que hace como así lo demuestran sus reflexiones y comentarios acerca de sus lecturas, donde dejó un amplio registro no sólo de las emociones que experimentó sino también de sus conocimientos literarios y métodos de estudio. Además, si bien acepto la influencia del surrealismo y de los poetas malditos en su obra, ¡se filtran tantas otras voces en ella! ¡se respira tanta literatura, sin ismos que la clasifiquen, tanta filosofía, tanta pasión y pensamiento! ¿Podemos afirmar acaso que Kafka fue una mala influencia para ella? Porque el peligro del juego que se volvió real (aunque Pizarnik escribe algo parecido en la recta final de su vida, “lo presentido malo”, exactamente) nos conduce inevitablemente al suicidio de la escritora y nos lleva a interpretar su muerte como una consecuencia de la escritura. Personalmente, el personaje alejandrino es la pose pública que adopta Pizarnik, la puesta en escena de la escritora en sociedad, esa que contrasta con la imagen de la escritora sola encerrada en su cuarto. La que cuenta chistes y juegos de palabras, la que se divierte con un humor obsceno y viste de forma estrafalaria; aquella cuyas costumbres atentan contra la moral.

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reivindicación que hay detrás del proceso de normalización y que, a juzgar por sus palabras, son percibidas como una simple costumbre rutinaria, una inclinación o una mera pose. Sin embargo, sí considero que la sexualidad fue un importante elemento transgresor que Pizarnik incorporó a su obra y a la configuración de la identidad femenina: una sexualidad en absoluto convencional, erótica, sumamente violenta, caracterizada por el dominio de lo obsceno y de lo abyecto. Si Alfonsina Storni había escandalizado a los círculos literarios argentinos al afirmarse un sujeto presa del deseo, Pizarnik va más allá al reclamar el cuerpo femenino como territorio de la violencia y del furor sexual. Y es más: pone voz a la carne insatisfecha, nombra el dolor de la carne invisible, aquella que se tiene que ocultar porque su trémulo temblor no es legítimo. En el erotismo de sus primeros poemarios apenas se filtran términos que remitan a esa obscenidad, aunque entre las imágenes de estrangulamiento y de anhelo de ser, los deseos del cuerpo se piensen pestilentes (en el poema “Voy cayendo”) o el futuro se resuelva en sueños enfermos (en el poema “La jaula”). El poema “Formas”, perteneciente a Los trabajos y las noches, propone un posible autorretrato donde la voz poética se define sexualmente a través de un sutil juego de máscaras basadas en el eje binario de la pasividad/actividad:

no sé si pájaro o jaula mano asesina o joven muerta entre cirios o amazona jadeando en la gran garganta oscura o silenciosa pero tal vez oral como una fuente 295

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tal vez juglar o princesa en la torre más alta (2001: 199)

En cambio, en la prosa de los diarios, las imágenes de las que disponemos varían desde el erotismo hasta la abyección más violenta. Por ejemplo, es recurrente la imagen de la muchacha desnuda cabalgando en la playa138, de gran factura poética, que contrasta con la identificación del sujeto femenino, su cuerpo, en un ente putrefacto habitado y corroído por lo abyecto:

Huesos sustituidos por piedras. Te cosieron. Te remendaron. Gigante de pus avanza temblando. Larvas y ratas, babas y mocos. Todo por mi garganta. Agua en la memoria. Muñecas hacinadas entre cadáveres de puercoespines […] Esto es un océano de ganado muerto, de un olor a pelos muertos. […] Libérame de ti pues te amo y no estás. […] Me abandonas loca furiosa, comiendo sombras furiosamente, girando convulsa con las manos espantadas, revolcándome en tu huida hasta los atroces orgasmos y gritos de bestia asesinada. Pero te amo. A ti te asumo, ante ti sin pasado ni relojes ni sonidos. Sucia y susurrante, leve, ingrávida, llena de sangre y de sustancias sexuales, húmeda, mojada, reventando de calor, de sangre que pide. Me dañas la columna vertebral, tantos días despeñada sobre tu cuerpo imaginado […]. Entro en los bares más siniestros y tomo un vino como sangre coagulada, como menstruación, y me rodean brujas negras, perros sarnosos, viejos mutilados y jóvenes putos de ambos sexos. Yo bebo y me miro en el espejo lleno de mierda de moscas. (2013: 517) 138

“Luego quedarás tú, con tu amor imposible, flameante, enardecida, cabalgando un caballo negro, muchacha desnuda irrumpiendo en la playa, de noche, corriendo con el sonido del galope y del mar y del corazón y gritando el nombre de quien amas con una precisión salvaje, hasta que suscites rayos y tinieblas y el abismo abra a tus pies su magnífica boca y todo vuelva al caos primordial” (2003: 263).

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El amor, el deseo insatisfecho, convierte el cuerpo femenino en una zona de plagas donde los deshechos del cuerpo (sangre, pus, babas, mocos, pelos, flujo) se mezclan con elementos funestos provenientes del exterior. Los límites del cuerpo se han perdido y el afuera y el adentro configura un único paisaje. Kristeva explica que, en relación con los orificios corporales, los objetos que contaminan el cuerpo (la identidad) son de dos tipos: excrementicio y

menstrual.

El

excrementicio

asimilaría

también

la

enfermedad,

la

putrefacción, la infección, el cadáver; este tipo de contaminación representaría el peligro que viene del exterior de la identidad, la sociedad amenazada por su afuera, la vida por la muerte. En cambio, la sangre menstrual representaría el peligro proveniente del interior de la identidad (1988: 96). Y en este fragmento, los

elementos

contaminantes

comparten

esta

naturaleza

ambivalente,

profundamente amenazante, tanto del exterior (en este caso, el temor de que el encuentro sexual lesbiano sea descubierto y por tanto censurable), como del interior (la repulsa ante el cuerpo propio por albergar esos deseos impuros que van contra la norma). Además, recordemos que Bataille situaba la sangre menstrual139 dentro del terreno de la violencia, de lo que amenaza la integridad 139

En Poderes de la perversión, Kristeva asocia la sangre menstrual a la impureza, según lo dispuesto en los textos bíblicos. Tomando como punto de partida el Levítico, libro que forma parte del Antiguo Testamento y de la Torá judía, escrito en torno al año 1512 a.C. en el desierto del Sinaí, la pensadora búlgara explica que la madre parturienta está impura por la sangre y las sustancias del parto. Si da a luz a una hija, esta hija será impura “dos semanas, como en el tiempo de su menstruación”; mientras que si da a un luz a un varón, la impureza se eliminaría mediante la circuncisión. Por otro lado, la madre, para purificarse de las labores del parto, debe ofrecer un holocausto (sacrificio antiguo propio de la comunidad judía, en el que la víctima era quemada) y un acto expiatorio (Kristeva, 1997: 133). En este contexto, resulta sumamente reveladora la frase de Pizarnik, recogida en las Cartas a Ostrov: “Y hablando de mi vocación de objeto sigo dándome en holocausto a la sombra de la Madre” (Ostrov, 2012: 74), pues demuestra ya no sólo el conocimiento de Alejandra sobre las escrituras sagradas, sino, como asegura Andrea Ostrov en el prólogo de la edición, se refiere a “una forma suya de posicionarse ante las relaciones humanas” (25).

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del cuerpo, por lo que la identidad femenina, en lo que tiene de cuerpo, es también una fuerza inestable y peligrosa. Otro ejemplo del cuerpo invadido por lo abyecto se presenta en el siguiente fragmento: “Hoy desperté viéndome como un cuerpo sin piel, una llagada que anda por el mundo y solicita que le peguen duro y fuerte (Pizarnik, 2013: 377). Además del gesto masoquista –el autocastigo necesario para justificar el derecho al placer- la imagen del cuerpo desollado borra también las fronteras del cuerpo con el exterior, pues la piel es el órgano que delimita la frontera entre el espacio que somos y el mundo de afuera. Kristeva explica que la impureza de la piel es un ataque a la envoltura que garantiza la integridad corporal, herida en superficie visible, presentable (1988: 135). El cuerpo llagado está asociado a la lepra y alude a las connotaciones negativas que históricamente han convivido con esta enfermedad (expulsión de la comunidad, nomadismo de las personas afectadas, aislamiento social). La leprosa lleva en su rostro la impureza, la imperfección, la putrefacción; lo abyecto de sí misma se relaciona con el propio rechazo de las no-conformidades a una identidad corporal. Este rechazo tiene su origen, siempre según Kristeva, en el vientre materno, ya que, según los textos levíticos, la sangre del parto y la placenta, ya inútiles para el cuerpo nacido, son desechos, podredumbre. En el momento del nacer, el cuerpo que viene a la vida lleva impregnada en su piel las impurezas del parto, transformadas en la realidad de la lepra. La feminidad –y la maternidad como signo de lo femenino- no sólo es de una naturaleza inmunda, se mire por donde se mire, o naturaleza a secas, sino que su mancha se extiende más allá del cuerpo de la madre y atraviesa la piel de sus vástagos.

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En el caso de los varones, esta falta puede expiarse, como hemos visto en la nota anterior, pero en el caso de las hijas, la condena no finaliza nunca. Además, dice Kristeva, el asunto se agrava cuando no es posible la identificación con la madre preedípica:

entonces el sujeto se da a luz a sí mismo140, fantasmatizando sus propias

entrañas

como

el

feto

precioso

del

que

debe

desprenderse, feto sin embargo abyecto, ya que la única idea que tiene de las entrañas, aunque las pretenda suyas, es la de la abominación que lo liga a lo abyecto, a esa madre no introyectada sino incorporada como devorante, como intolerable. (136).

A propósito de la madre preedípica, Suárez Briones, en su texto “El cuerpo a cuerpo con la madre en la teoría feminista contemporánea”, explica perfectamente el concepto de esta madre como fuente primordial de confort, alimento y placer, que atiende todas las necesidades básicas de la criatura, incluido el afecto. La madre, una mujer, es el primer vínculo con el mundo, la 140

No puedo dejar pasar por alto la asociación de estas palabras con el poema en prosa “El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos” (2001: 254-256), un extenso poema en el que se pone en escena el sacrificio de la escritura y la función ontológica de la poesía y del lenguaje, de manera que el cuerpo poético, el poema, sustituye al cuerpo real en una ceremonia donde se representa el rito del nacimiento. Al hilo de las palabras de Kristeva, transcribo el siguiente fragmento: “Detrás, a pocos pasos, veía el escenario de cenizas donde representé mi nacimiento. El nacer, que es un acto lúgubre, me causaba gracia. El humor corroía los bordes reales de mi cuerpo de modo que pronto fui una figura fosforescente […]. Sin luz ni guía avanzaba por el camino de las metamorfosis. Un mundo subterráneo de formas no acabadas, un lugar de gestación, un vivero de brazos, de troncos, de caras, y las manos de los muñecos suspendidas como hojas […], y los troncos sin cabeza vestidos de colores tan alegres danzaban rondas infantiles junto a un ataúd lleno de cabezas de locos que aullaban como lobos, y mi cabeza, de súbito, parece querer salirse ahora por mi útero como si los cuerpos poéticos forcejearan por irrumpir en la realidad, nacer a ella, y hay alguien en mi garganta, alguien que se estuvo gestando en soledad, y yo, no acabada, ardiente por nacer, me abro, se me abre, va a venir, voy a venir”. (255). Aunque una interpretación literal aluda a la creación poética y a la muerte que en la cosa provoca el lenguaje, este gestarse/nacerse a sí misma, su forma inacabada, desde lo abyecto de cuerpos mutilados, fragmentados, guarda relación, a mi entender, con las palabras de Kristeva, toda vez que la relación de Pizarnik con su madre fue, como veremos, conflictiva, de atracción y rechazo a partes iguales.

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primera relación amorosa que el bebé conoce. Sin embargo, la teoría psicoanalista freudiana y lacaniana sitúan a la madre en un lugar muy secundario en el sistema cultural, ocupando la figura paterna el centro de este sistema, pues el complejo de Edipo y su superación sientan las bases sobre las que se construye la cultura humana (2004: 69). La madre y la sexualidad femenina quedan relegadas a su condición de “ruinas cretomicénicas”, en palabras de Freud, es decir, a la etapa anterior al desarrollo del lenguaje, al complejo de Edipo. Ahora bien, aunque Freud no desarrolló con creces su teoría sobre la madre preedípica, tuvo que admitir la influencia que ejercía sobre la etapa edípica, en la que el niño supera el amor a la madre para identificarse con su padre y desear ser como él, por todos los privilegios que posee, mientras que la niña sufrirá un proceso más complejo, pues se identificará con su madre y tendrá que aceptar ser un ser inferior como ella, deseará ser madre, para poder ser una mujer normal. Suárez Briones destaca los trabajos de las teóricas feministas Nancy Chodorow y Dorothy Dinnerstein, que consideran profundamente subversivo el hecho de que sea una mujer la primera vinculación amorosa del ser humano. Su pensamiento restituye la importancia de la figura de la madre en la formación de la vida psíquica y en el relato psicoanalítico. En todas las culturas patriarcales es una mujer, la madre, la que posibilita nuestro encuentro con el otro, quien satisface nuestro alimento y nuestra felicidad. En este sentido, su forma se va definiendo paulatinamente hasta convertirse en una figura poderosa, caprichosa, a la que también la criatura debe sumisión si quiere complacerla. Lo importante en esta etapa es que la relación entre la madre y el

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bebé es una relación cuerpo a cuerpo, anterior al lenguaje, sobre la que se sientan vínculos y emociones fundamentales. En la etapa edípica, en torno a los tres y cinco años de edad, la figura del padre se perfila con nitidez, y la niña, cuyo primer objeto de amor fue también una mujer, debe hacer un viraje para desear eróticamente al sexo opuesto (representado en el padre), permaneciendo anclada en una alianza con la madre que nunca terminará de disolverse. La añoranza de la madre preedípica está presente en el fragmento que se refiere al cumpleaños de la escritora. En él queda reflejado su deseo de no nacer, de permanecer en la calidez del útero materno, del lugar confortable donde todas las necesidades estaban cubiertas y del que no ha salido por voluntad propia:

Frío en el alma: mañana cumplo años. Aniversario de mi nacimiento. Aniversario del día y la hora en que me secuestraron del vientre de mi madre. Si me hubieran preguntado : ¿quieres ir al frío, a lo desconocido, a lo que desampara y sobrecoge, a lo que da hambre y sed y deseos de abrazar a alguien que sea un poco más que una sombra, un poco más que un poco de nada? Entonces yo hubiera dicho no. (2013: 323)

La madre como figura poderosa y caprichosa, que no accede a todos nuestros deseos, es la madre cuyo cuerpo niega el alimento, o el amor que se demanda, es aquella cuyos senos están “colmados de piedras” (200). Por otra parte, como dice Fariña Busto, “la alusión al deseo de la madre sitúa a ésta en posición transmisora obediente en la cadena normativa: la madre espera que la

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hija responda a las expectativas genéricas” (2004: 140), que se amolde a sus sueños:

Esto se relaciona con el descontento que siempre me manifestó mi madre. Todo lo que yo hacía (todo lo que yo era) resultaba precario y desilusionador comparado con lo que ella deseaba de mí. Se forjó una figura ideal (hecha de elementos dispersos: lecturas de revistas femeninas, prejuicios personales, etc.) y quería que yo me le pareciera. Lo malo del asunto es que profundamente mantengo en mí ese arquetipo. Que todo lo que hago sin desear es para acercarme a él, para complacer a mi pobre madre, a quien tanto hice sufrir por no ser como me soñaba. (Pizarnik, 2013: 607)

La hija ha interiorizado en su ser la voz de la madre, el eco de la autoridad patriarcal. Voz disonante, invasora, que precipita al sujeto discursivo al fracaso y a la culpa por no haber querido obedecerla. En el caso de Pizarnik, la relación con su madre nunca fue fácil, al menos eso es lo que dejan entrever las entradas de los diarios. A pesar de que fue la madre quien despertó sus ganas de viajar a París (“El viaje a París se hace cada vez más posible: quieren que me salve”, 2013: 313), al poco tiempo de estar allí recibe “cartas nostálgicas y llenas de afecto de mi madre: quiere que vuelva” (Ostrov, 2012: 38). Por otro lado, Ostrov considera que Pizarnik siente una profunda nostalgia por su madre, pero no solamente por el hecho de que estén lejos la una de la otra: “Ahí está en gran parte el problema, oscuro, negado, ambivalente, pero intenso y presente como una herida actual, a pesar de los días y los años. Tendrá que encararlo, inevitablemente” (2012: 39).

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Ostrov habla de una relación traumática, que Pizarnik explica un poco mejor en la siguiente carta:

Lo que me dice del problema con mi madre es más que cierto. Aquí en París me surgieron recuerdos de cosas viejas, que creí sepultadas para siempre: rostros, sucesos, etc. Los anoté y traté de analizarlos seriamente. Pero lo que me interesa es haber descubierto que no conozco el rostro de mi madre (yo, que tengo una memoria excepcional para los rostros) sino que lo veo en la niebla,

esfumado,

como

el

negativo

de

una

foto.

Conscientemente, no la extraño. No sé qué decirle en mis cartas ni tengo ganas de decirle nada. Ella me envía tres o cuatro frases convencionales y muchos abrazos. (Ostrov, 2012: 42)

La imagen de la madre devoradora de la identidad de la hija se perfila en la siguiente misiva de Alejandra:

Cuando pienso en mi familia, en mi pieza, tengo horror ante la idea de envejecer allí, y me imagino absolutamente idiota, sin juventud, neutra, imposibilitada para hablar, imposibilitada de todo (casi diría que veo una plaza: yo ya soy casi vieja, mi madre me lleva a la plaza y me da órdenes, me dice que no juegue, que me voy a ensuciar y a darle más trabajo del que ya le doy). Esta imagen de la solterona frustrada e idiotizada por su madre me persigue. (64)

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En definitiva, la madre parece manipular los sentimientos de la escritora141, y a juzgar por lo expuesto en esta correspondencia, el viaje a París también significó para Pizarnik la independencia de la sombra de la figura maternal. El deseo de ser objeto de amor único y exclusivo para la madre, y exigirle a la vez ese sentimiento mutuo, se perfila en el enunciado: “Deliro con una madre que me quiere más que a Dios” (371) y “Usted busca a su madre. Sí, indudable, pero si la busco es porque la preciso, la necesito. Y no está bien frustrarme tanto. Por qué diablos no se enamoró ella de mí”. De ahí surge también la idea del suicidio para castigar a la madre por esa falta de amor absoluto e incondicional, y también como acto supremo de desobediencia hacia ella: “Mi madre y su prohibición tácita de mi suicidio. Suicidarme para desobedecer a mi madre” (609). La madre también representa a la muerte, pues al darnos la vida nos ha arrojado, a su vez, al camino de la mortalidad, de la discontinuidad –ya no somos una entidad fusionada con su cuerpo- de la enfermedad, de lo perecedero. Simplificando, la feminidad está asociada a lo negativo, a lo inestable, a la naturaleza convulsa, a lo sucio, mientras que lo masculino responde a la idea de un sistema ordenado, civilizado y limpio. Si asumimos que el rol de la feminidad ha sido y es una construcción social, en la obra de Alejandra Pizarnik emergen voces y figuras que muestran su desencanto con ese tipo de feminidad que condena a las mujeres a encorsetarse en 141

“Mi madre me envía cartas melancólicas. Me dejan culpable, criminal. Apenas no le escribo durante un mes que mi hermana envía mensajes trágicos preguntando por qué hago sufrir tanto a mamá. Esta ternura trasnochada, este amor súbito, me maniatan” (76). “Mi madre me invita a pasear por Buenos Aires uno o dos meses. Grandes miedos ante esta proposición deshonesta” (89).

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estereotipos que podemos considerar de cuatro tipos: casarse y tener hijos, estar siempre bella (ser bella), y adoptar una conducta heterosexual y tener un trabajo que no sea el de artista. Ser artista, dedicarse a la creación, es también una opción marginal. Los Diarios reflejan especialmente su desencuentro con estos parámetros, su dolor y su angustia ante la incapacidad de adaptarse a la norma, a la normalidad; pero también en la poesía así como en sus textos en prosa late una lucha constante por llegar a ser otra cosa, otra mujer, una lucha por aceptarse con esa multitud fragmentada, subyace en sus páginas lo que podríamos llamar una estética de la deconstrucción de la tradicional identidad femenina. Emergen entonces figuras de tránsito hacia una monstruificación de lo femenino: la enana equilibrista, la Muerte, las muñecas, la reina loca, así como

personajes

que

representan

el

monstruo

femenino:

Futerina,

Segismunda, Hilda la polígrafa y, entre todas ellas, Erzébet Báthory, la condesa sangrienta, la transgresora por excelencia. Báthory, poseedora de una sexualidad violenta, de un erotismo melancólico, habita en un espacio casi exclusivamente femenino, el castillo de Csejthe, donde son torturadas y asesinadas las muchachas y doncellas de la población, con el auxilio de las sirvientas y criadas de la condesa. El texto pizarnikiano, a medio camino entre el ensayo y el poema en prosa, es una recreación de la novela homónima de Valentine Penrose, en la que la protagonista es Erzébet Báthory, una condesa húngara que existió en torno al año 1600 y que asesinó en torno a unas 650 muchachas de los alrededores. La condesa sangrienta es su historia, a modo de biografía poética, escrita por Valentine Penrose y publicada por primera vez en París en 1962. Pizarnik se

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sintió fascinada por la maestría con que se describe la siniestra belleza del personaje y, a su vez, en 1966, publicó un texto con el mismo título, basado en la obra de Penrose, que después en 1971 se editaría en forma de libro. Así pues, lo original de Pizarnik es su recreación, centrada en la belleza convulsiva de la condesa y en su sádico ritual de muerte como elemento indispensable para su propia vida142. El libro de Penrose está formado por una breve introducción, once capítulos y un epílogo titulado El Proceso,

y en él se narran los

acontecimientos que transcurrieron en la Hungría todavía feudal del siglo XVI y que marcaron la existencia de Erzébet Báthory y 650 muchachas que trabajaban a su servicio. En la introducción, Penrose explica grosso modo esta historia y la dificultad que supuso escribirla, pues a la distancia en el tiempo habría que añadir la dispersión, de archivo en archivo, de los documentos con ella relacionados, los cuales, por otra parte, sólo se hallaban en latín. Por lo que respecta a los capítulos, la voz que narra, pese a mantener una estricta fidelidad con los hechos históricos, no puede prescindir del

marcado tono

poético que sirve para caracterizar a la condesa y, en general, ese ambiente salvaje, agreste, gris, de la región de los Cárpatos en la cual se sitúa el castillo de Csejthe. Seres mágicos, brujas, diosas y fieras conviven con los rudos campesinos de esta zona inhóspita, cuya vegetación se utiliza para preparar pócimas y otros elixires. Los nobles alternan las celebraciones en sus fortalezas con las batallas contra los turcos; las dos dinastías más importantes son los Báthory y los Nádasdy. Ambos linajes se unen cuando, a los once años 142

Para mayor conocimiento sobre la enigmática figura de la condesa, véase el artículo de María Victoria García-Serrano “Perversión y lesbianismo en Acerca de La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik”, Torre de papel, 2 (1994), 5- 17.

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de edad, Erzébet es prometida en matrimonio con Ferenzc Nádasdy, para lo cual abandona su hogar y se traslada a vivir con su futura suegra, que se ocupará de su preparación como esposa de su hijo, encargándose, además, de su formación intelectual. Erzébet demostró que los esfuerzos a ella dedicados no fueron en vano, pues sabía dirigir perfectamente los quehaceres domésticos y disponer sus recursos; hablaba y escribía en latín, húngaro y alemán; había asegurado la continuación de su estirpe a través de los tres hijos del matrimonio y a todo ello, como broche de oro, se unía una deslumbrante belleza que ella se encargaba muy bien de conservar. Belleza que no dejaba indiferente a nadie que osase mirar la oscura inmensidad de sus ojos, los cuales delataban un carácter ciertamente indómito, profundo, asociado con algún poder sobrenatural o maligno. El Proceso es una reproducción fidedigna de los interrogatorios acaecidos el 2 de enero de 1611, una vez descubiertos los horrendos crímenes de la condesa, que es condenada a permanecer prisionera en su castillo, totalmente incomunicada, para el resto de sus días. No se la castigó con la muerte, pues a pesar de su crueldad portaba un ilustre apellido y, en el fondo, se temía que los nobles se viesen agraviados u ofendidos en sus derechos con la penalización de Erzébet. Por el contrario, sus fieles sirvientas, las cómplices de sus noches de tortura, Dorkó y Jó Ilona, así como la lavandera Katalin y su criado Ficzkó, fueron juzgados y ejecutados públicamente el 7 de enero de ese mismo año. Pizarnik reproduce la historia en once escenas tituladas, muy breves, en las que se mantiene una estricta correspondencia con el texto de Penrose,

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incluso por lo que respecta al carácter poético de algunos fragmentos de la obra. Pizarnik da a conocer la figura de la condesa a través de los instrumentos y técnicas con que se sacrificaban a las jóvenes, siendo el primero de ellos el conocido como la virgen de hierro. Pizarnik describe la apariencia de esta doncella, desnuda, y su mecanismo de funcionamiento, que consiste en abrazar estrechamente a la víctima, también desnuda, para asestarle, desde la apertura de sus senos férreos, los cinco puñales que terminarán con su vida. No es difícil identificar esa doncella metálica con la impasible Erzébet que contempla en silencio la escena. Por otra parte, tal como Pizarnik reproduce el aspecto físico de la virgen de hierro -maquillada, sonriente, enjoyada, de largos cabellos rubios, dispuesta al abrazo de la muerte-, no deja de recordar, en su poesía, a esa rosa que se abre para traicionar o simplemente para revelar el corazón que no tiene. Y a propósito, hablando de espejos, ¿serán los cinco puñales que emergen de los senos de esta virgen los que forman la mano de la matadora, de la llamada Loba Azul?143 Los fragmentos o viñetas están titulados y precedidos todos de citas literarias de reconocidos escritores a quienes Pizarnik admiraba: Rimbaud, Baudelaire, Sartre, Sade, Octavio Paz; podemos interpretar este gesto como el deseo de Pizarnik de inscribir su texto en la tradición, un reconocimiento o lucha por la autoría. Por otra parte, estas citas guardan relación con el contenido de los fragmentos, aunque sea de

143

Se trata de un texto titulado “Toda azul” (Pizarnik, 2002: 54-55), al que ya he hecho referencia en otro apartado. La voz poética se encuentra en una jaula o prisión metafórica. En un momento dado, ante la visita de sus amigas, V., S. y O. (que bien podrían ser Victoria Ocampo, Silvina Ocampo y Olga Orozco), S muestra su mano y revela el nombre de cada uno de sus dedos, rayando el límite de la obscenidad. Asegura que su mano es el espejo de la matadora, y seguidamente evoca su antigua ternura, su inocencia perdida, lo más puro de sí misma en relación con el cuerpo. Creo que este gesto representa una manifestación de onanismo, a diferencia de la condesa. La condesa da muerte real a sus víctimas para alcanzar su “muerte extática”.

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forma irónica en algunos casos. Por ejemplo, en el fragmento titulado “Baños de sangre”, en el que se describe cómo las sirvientas cortaban las venas y arterias de las doncellas y recogían la sangre en vasijas, precioso líquido que posteriormente sería el elixir de juventud de la condesa, la cita que lo precede forma parte de un villancico del Cancionero de Upsala: “si te vas a bañar, Juanilla, dime a cuáles baños vas”. Valentine Penrose presenta a su personaje como “un ser humano inacabado, emparentado con el tronco del árbol, la piedra o el lobo (Penrose, 1987: 16). Como vemos, la feminidad aparece de nuevo asociada a lo natural, a la imperfección. ¿Qué es lo que veía Pizarnik en este personaje para sentirse tan atraída hacia él? Gran parte de responsabilidad se debe a la propia Penrose, que ha sabido combinar espléndidamente los datos históricos con los aspectos poético-narrativos, como si un afuera y un adentro habitasen la existencia de Erzébet. Los primeros corresponderían a ese afuera, a la sucesión de los hechos en el tiempo y en su contexto así como todo lo que conforma la cotidianidad, lo que Pizarnik llama el orden profano de los días; los segundos se rigen por el ritmo interno que marca cada movimiento de Erzébet, los destinados a desvelar la cara oculta de la luna. Y la verdad sobre su adentro no nos sorprende: Penrose desde un principio nos previene sobre el carácter malévolo de la condesa y su gusto por la sangre, partiendo de la descripción de su retrato con la que se inicia la historia. Del exterior al interior. Su brutalidad constituye de por sí una sólida barrera que garantiza la distancia entre el personaje y quien lee. La habilidad de Penrose consiste en debilitar dicha barrera a través de la filtración de esos elementos meramente poéticos

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con el fin de enseñar la identidad, la autenticidad del ser de la condesa, independientemente del juicio moral que podamos tener sobre la misma. Penrose no es condescendiente con su personaje. Nunca lo justifica. Su crueldad se muestra al desnudo. Pero más allá del desprecio y de la repulsión, Penrose nos acerca a la salvaje, a la imperfecta humanidad de la condesa no para juzgarla ni comprenderla, ni mucho menos para redimirla, sino para aceptar esa imperfecta humanidad como rasgo de lo humano a través de la estética del lenguaje. Y esa cercanía se evidencia generosamente casi al final del relato: la condesa sangrienta, la loba, la alimaña de Csejthe, habla. La voz narrativa se funde con el personaje en una inesperada introspección que nos trasmite su desesperación, de manera que hemos visto y hemos oído, y por encima de todo nos hemos conmovido con la representación de esta historia:

A su vez, la lechuza, los búhos pequeños y

los grandes

asomaron su cabeza de mirada sabia por la rendija de cielo nocturno que vislumbraba Erzébet, azul, por encima de las sombras. ¿Por qué rayo podría deslizarse, subir; dónde estaba Darvulia, dónde estaba el bosque? Nube, nubecilla o cisne, ojalá supiera convertirme en ti y marcharme [...] Después, ¿qué más sabía?, ¿quién estaba allí sentada, contemplando en trance dedos cortados, cuerpos desnudos lacerados, venas abiertas y sangre envolvente que por fin se liberaba? ¿Quién era ese personaje que poseía los derechos de Erzébet, la última Báthory, y que yo no he sido nunca? ¿Por qué estoy yo aquí, duramente acusada, para expiar lo que han hecho mis deseos, pero cuya realización jamás he sentido yo? Mis deseos se han realizado fuera de mí, sin mí; mis deseos no me han dado alcance. (1987: 253)

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Pizarnik percibió perfectamente la esencia de ese adentro revelado y supo valorar la riqueza del personaje, como si se hubiese producido, citando uno de sus versos, una alianza entre lo contemplado y su contemplación. Y eso es lo que Pizarnik pretende: que contemplemos, que nos dejemos seducir por esa otra mirada inmersa de belleza pese a ser, como también ella dice, una belleza inaceptable. Pizarnik selecciona poderosas imágenes que aluden al universo personal de la condesa y a ese ambiente siniestro donde lo más íntimo de su identidad se asocia a la sexualidad y al erotismo. Esta selección recibe el tratamiento de una puesta en escena en la que el personaje principal parece arrancado del mundo de los sueños, en un estado transitorio entre la realidad y la inconsciencia y, salvo excepcionales y tristes ocasiones, sumido en una actitud meramente contemplativa. Su caracterización comparte algunos rasgos del sujeto discursivo típicamente pizarnikiano144, tales como el hastío vital y su preferencia por el mundo de la noche; además, es un personaje sumido en la búsqueda de sí mismo a través de su constante observación en el espejo (creo que este acto no responde solamente a la obsesiva autocomplacencia de comprobar su propia belleza, sino a la búsqueda constante del yo, de ese que habita detrás de los espejos, nuestro doble) y, para mayor coincidencia, la condesa es la “sonámbula vestida de blanco, la sombría dama, la espectadora silenciosa” que se erige en su trono como una reina loca sobre su paraíso de cenizas. 144

Susan Basnett ofrece un ensayo muy completo basado en el análisis de las voces en Pizarnik. En él se compara la lucha de estas voces con el personaje de la condesa sangrienta (Basnett, 1990).

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Tras la presentación de la virgen de hierro, Pizarnik ofrece otro espejo que proyecta la imagen de Erzébet, esta vez a través de la descripción de la escena titulada “Muerte por agua”, en la que al final el cadáver desnudo de la adolescente, literalmente congelado, erguido como una estatua sobre el camino nevado y rodeado de antorchas, simboliza no sólo la fría deshumanización de la condesa Báthory sino también su erotismo de piedra, de nieve y de murallas. La virgen es ahora una virgen de hielo. Respecto a esa deshumanización, Pizarnik profundiza en el lado animal y feroz del personaje, cuya palabra aparece silenciada145 o solamente presente cuando es necesario demandar más sangre –y consecuentemente más placer-: «Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto” (Pizarnik, 2002: 286). En relación con la animalidad, la cualidad que caracteriza a Erzébet es su perversión sexual, su hambre de sexo y muerte asociada a la violencia. Venti, en su referido ensayo La dama de estas ruinas, considera que es precisamente la violencia la que:

le permite al sujeto explorar el cuerpo del Otro sin restricciones morales y convertir el placer físico en un conocimiento peligroso de los extremos. El sadomasoquismo pone en práctica la desacralización del sexo y explora todas las fuentes del placer mediante el estímulo del daño, del riesgo de la propia muerte imaginada. (2008b: 85)

145

El tratamiento del lenguaje y el silencio en esta obra ha sido tratado con profundidad por Nina L. Molinaro en su artículo “Resistance, Gender and the Mediation of History in Pizarnik´s La condesa sangrienta and Ortiz´s Urraca”, Letras Femeninas, XIX/ 1-2 (1993),.

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Pizarnik escribe:

Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba146 haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). (2002: 285)

Vemos de nuevo en este fragmento la sombra de lo abyecto, el cuerpo femenino transformado en llaga, las bocas cosidas. La extirpación de lo femenino sella la alianza entre erotismo y muerte, borra la distancia entre sujeto y objeto por el tentador camino de la metamorfosis: la posibilidad de ser otro, de cruzar la frontera entre lo conocido y lo desconocido, la ley y su prohibición, el cuerpo y el cadáver: “Cuando se repone de su trance se aleja lentamente. Ha habido dos metamorfosis: su vestido blanco ahora es rojo y donde hubo una muchacha hay un cadáver” (2002: 285). La condesa se cambia de ropa quince veces al día, cambiarse de ropa es mudar la piel, desnudarse de nuevo, volver a vestirse para enfrentarse al mundo o entregarse a las pasiones turbulentas. Cambiarse de ropa es mudar la piel, matar doncellas. Pero lo más ajeno de su humanidad –y la metamorfosis más terrorífica- se manifiesta en la identificación que se establece entre la condesa y lo que Pizarnik llama la Muerte, con mayúsculas, esa muerte que

146

Nótese la ironía pizarnikiana.

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despersonaliza y despoja a sus víctimas de todo vestigio humano, como por ejemplo las vestiduras. Y Pizarnik continúa con su juego de espejos: a través de la muerte física, real, de las muchachas, la condesa experimenta o vive su propia muerte metafórica, aquélla producida por el éxtasis sexual:

[…] el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. (2002: 286-287)

Pizarnik sitúa en esta escena la alianza entre melancolía y muerte. El texto está precedido por una cita de Octavio Paz con la exclamación “¡Todo es espejo!”, y en efecto, la poética y rigurosa descripción del yo melancólico que se encuentra atrapado entre la pulsión de muerte y la pulsión erotica remite a un estado que es frecuente en sus diarios y en su poesía, posiblemente Pizarnik esté hablando de sí misma. María Negroni remite a Kristeva y a su libro Sol negro: depresión y melancolía para explicar el origen de la melancolía: una doble negación, por un lado, una oposición a dar por perdida la Cosa y por otro, una negativa a reemplazarla con las palabras (Negroni, 2003: 36) 147. Por eso la condesa no se expresa con palabras. 147

En este ensayo, El testigo lúcido, Negroni analiza los “textos malditos” de Pizarnik, Los poseídos entre lilas, La condesa sangrienta y La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa. En un primer momento del análisis, Negroni concibió estos textos como “la podredumbre” expulsada de la fortaleza medieval que constituían los poemas. En cambio, pronto comprendió que prosa y poesía no sólo no se oponían sino que estaban íntimamente relacionados. En su profundo examen sobre La condesa sangrienta, Negroni considera este texto como “una reflexión alucinatoria del acto de escribir”, donde las muchachas sacrificadas representan ese mundo que se sustrae a las palabras (Negroni, 2003:29).

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De algún modo, Pizarnik “justifica” o “perdona” los actos criminales de la condesa al permitirnos acceder a su interior devorado por la melancolía. Isabel Monzón, en su libro Báthory. Acercamiento a la condesa sangrienta (1994), relaciona el carácter melancólico de Erzébet con el hecho de que fue arrancada de su hogar en la más tierna infancia para cumplir con sus obligaciones de género Es esa enfermedad, esa posesión demoníaca, la causa de todos sus males. Las ansias de vida contrastan con la muerte interior del personaje, al que sólo anima la violencia sexual. Pizarnik también alude en esta escena al lesbianismo de la condesa, y lo hace de una manera sorprendente:

Y a propósito de espejos: nunca pudieron aclararse los rumores acerca de la homosexualidad de la condesa, ignorándose si se trataba de una tendencia inconsciente o si, por el contrario, la aceptó

con

naturalidad,

como

un

derecho

más

que

le

correspondía. (2002: 290)

Por un lado, Pizarnik trata el asunto con cierta ironía o frivolidad, al considerar el lesbianismo como un derecho legítimo por su posición privilegiada. En ese caso, lo que en principio sería una transgresión se vive con “normalidad”, se acepta sin más dilaciones. Por otro lado, concebirlo como una tendencia inconsciente implica, en cierta medida, que no puede ejercer control sobre él, que no se ejerce con voluntad o por decisión consciente porque es esa su identidad. Pizarnik tal vez lo describa así desde la posición psicoanalítica de su época. Por último, la frase “y a propósito de espejos” es sumamente provocadora. Pizarnik la utiliza al hilo de la caracterización de Erzébet como una criatura ávida que habita los espejos. Pero situar esta frase 315

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en el contexto de la homosexualidad, después de lo que hemos visto sobre la actitud de la escritora en torno a su identidad sexual, su conflicto y sus máscaras para pasar inadvertida y no levantar sospechas, me lleva a pensar que Pizarnik está hablando de sí misma, que se está viendo en el espejo de la condesa, que ella, al igual que Erzébet, sigue esquivando los posibles rumores. Fuera de ese estado melancólico y de su depravación sexual, la condesa es una mujer que vive la cotidianidad como cualquier otra, realizando los quehaceres y ocupaciones propios de su género:

Dueña de un gran sentido práctico, se preocupaba de que las prisiones del subsuelo estuvieran siempre bien abastecidas; pensaba en el porvenir de sus hijos –que siempre residieron lejos de ella; administraba sus bienes con inteligencia y se ocupaba, en fin, de todos los pequeños detalles que rigen el orden profano de los días148. (294)

Pizarnik sitúa el retrato de Erzébet en el interior de un castillo (Negroni explica que, en su origen, el castillo se construye sobre el cadáver de una joven muerta, según una antigua costumbre húngara) habitado solo por mujeres, una especie de gineceo del horror. En un primer análisis, nos encontramos ante una sociedad femenina fuertemente jerarquizada, que respeta la estructura de la sociedad medieval: en la base de la pirámide estarían las jóvenes y las criadas, y en la cúspide la figura de la condesa, Erzébet Báthory, a la que se atribuyen los siguientes rasgos: bella, melancólica, frígida (o no), que al límite desde su posición de poder, de señora noble, sus fantasías sexuales sobre las 148

A juzgar por estas palabras, creo intuir que la condesa se aburría profundamente.

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hermosas muchachas que trabajan para ella, las sirvientas y costureritas (este término es una filtración de la voz que narra la historia, una voz omnisciente que, desde el personaje, espía las escenas de tortura149 y participa de ellas). Pizarnik pasa de puntillas por el matrimonio de la condesa con Ferencz Nadasdy y en cambio destaca la influencia negativa que tuvo Darvulia, la bruja, en Erzébet, a la hora de iniciarla en ritos satánicos para preservar su belleza, así como la ayuda inestimable de sus sirvientas Dorkó y Jó Ilona, que son descritas como sucias y malolientes, “escapadas de alguna obra de Goya” (2002: 94). Nuevamente, nos hallamos ante la asociación de lo femenino con lo obsceno, con lo siniestro, lo que Freud identifica con el dominio de lo espantable, lo angustiante, lo espeluznante, y que debe ser abordado desde la estética (Freud, 1919: 01). Juzgada y condenada por sus crímenes al emparedamiento en el interior de su castillo, Pizarnik destaca el hecho de que la condesa nunca comprendió por qué la castigaban, y a pesar de que se esfuerza por pedir que no haya compasión ni emoción ni admiración por ella, ya que en ningún momento se arrepiente ni muestra debilidad, no se puede evitar sentir cierta compasión, cierto eco lejano, cierto reconocimiento entre los hechos narrados y los lectores, entre la condesa y Pizarnik. ¿Qué es lo que está pasando en esta historia, en este cuento con moraleja final? La condesa de Pizarnik es una mujer noble, poderosa, con capacidad absoluta para decidir sobre la vida y la muerte de sus doncellas, a las que 149

Así lo entiende Graciela Aletta de Sylvas en su artículo “Para una lectura de La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik”: “Hay un plus de sentido en la enunciación, en el deslizamiento de la subjetividad, que me parece reveladora, en los epígrafes y citas y también en el placer con que Pizarnik, desde el personaje, espía las escenas de tortura. Se desliza en los sótanos húmedos y oscuros del castillo de Csejthe, travestida en la condesa, maquillada, con un antifaz que la oculta y que le permite introducirse en la escena sin arriesgarse, porque al mismo tiempo este disfraz la distancia, protege y deja a salvo” (2000: 243-244).

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somete a toda clase de torturas para obtener placer sexual y otros sucedáneos: juventud, belleza. Se mueve en un ámbito femenino, el marido viene de vez en cuando entre guerra y guerra, después muere. A partir de ahí, la condesa comete crímenes. Pizarnik no cuenta de manera cronológica la historia, sino que presenta aquellos aspectos más tenebrosos y siniestros de la personalidad de Erzébet a través de unos hechos reprobables. Esta es Erzébet y esto es lo que hace. Así es ella. Después la melancolía, el linaje familiar, la magia negra. Erzébet es una mujer sola que gobierna en un castillo, sus hijos están lejos, no tiene que cuidarlos. Esta autoridad, este poder del que dispone la condesa no es propio de una mujer, ni siquiera de una mujer noble. Sus víctimas son mujeres jóvenes, niñas, adolescentes vírgenes. Una mujer, que da la vida a otro ser, en este caso la quita sin parpadear. Según Seabra Ferreira, en su artículo “Alejandra Pizarnik´s “Acerca de la condesa sangrienta” and Angela Carter´s “The lady of the house of love”: transgression and the politics of victimization” (1996), el texto pizarnikiano invita a una profunda reflexión entre la sexualidad, la violencia y la muerte, temas que por otra parte se trataron en muchas películas de los años 70, especialmente a través del personaje de la mujer vampiro, ligada a un deseo sexual voraz así como a una gran agresividad. Este interés por el crimen y la monstruosidad asociados a las mujeres es el síntoma de los cambios producidos en la sociedad y de los nuevos patrones de pensamiento y comportamiento que están constantemente emergiendo y son representados en los medios artísticos. Los monstruos son especialmente provocadores porque están situados entre los límites de lo humano, pero en los confines, son a la vez

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animalescos y antropomórficos. La abundancia de los monstruos en esta época de siglo se puede considerar síntoma de las sociedades inseguras de su propia condición humana, enfrentadas a los nuevos cambios, la ambigüedad de los roles sexuales. Pizarnik escribió el texto en el año 1966, poco después de su regreso de París, donde había vivido nuevas experiencias y madurado como mujer y escritora. Su personalidad y su creatividad habían crecido. Precisamente en París, en mayo de 1968 estalló la revolución, donde los postulados feministas, empapados de las palabras de Simone de Beauvoir, atacaban las ideas de una sociedad patriarcal y misógina. Ese mismo año se crea en Francia el Movimiento de Liberación de las Mujeres. Efectivamente, algo está cambiando, las mujeres salen a la calle para reivindicar un papel más activo en la sociedad, además de las eternas cuestiones que todavía hoy, casi cincuenta años después, siguen estando de actualidad: aborto, paridad, igualdad de género, contracepción. Por otra parte, esta multiplicación de criaturas monstruosas se puede interpretar como una voluntad más grande de aceptar diferencias en el discurso convencional, de tolerar al otro con sus idiosincrasias. Es decir, la problemática de la monstruosidad es que nos obliga a encarar y definir al mismo, para poder aceptar al otro.

La condesa, como mujer vampiro, deconstruye con su

sexualidad la tradicional oposición entre hombres y mujeres, así como las fronteras entre lo humano y lo animal. Seabra Ferreira señala que en The romantic agony, Mario Praz subraya el hecho de que “en la segunda mitad del siglo diecinueve el vampiro se convierte en mujer, mientras que en la primera

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mitad el amante fatal es invariablemente un hombre150. Así pues, Pizarnik y Carter continúan esta tradición de la mujer vampiro como amante cruel151. Por tanto, la condesa subvierte el orden patriarcal del comportamiento sexual. De esta manera, su personaje es incluso más desafiante y desconcertante, puesto que sus víctimas son mujeres. Para Seabra Ferreira, Pizarnik dramatizaría con su condesa lo que Barbara Creed considera “lo monstruoso femenino”, representado a través de imágenes como la bruja, la vampira, el monstruo poseído, la madre arcaica y el útero monstruoso (los laberintos subterráneos del castillo, sus oscuros pasadizos serían una metáfora de ese útero monstruoso o vagina dentata). La presencia masculina no tiene cabida en esta historia, como hemos dicho anteriormente, aunque, como afirma Seabra Ferreira,

al final es la

autoridad masculina la que castiga a Erzébet restableciendo así el orden patricarcal: “Nevertheless, both Pizarnik´s Countess and Carter´s are punished in the end at the hands of patriarchal powers, which thus reestablish the andocentric regulationes that keep “unruly”women within “proper” boundaries” (33). Esta es, de forma velada, la moraleja final de la historia. Aunque Pizarnik diga que la libertad absoluta del ser humano es horrible; aunque no pida

150

Aquí tendríamos que matizar lo siguiente: la primera novela que inicia la tradición vampírica en el siglo XIX es Carmilla (1871), de Sheridan Le Fanu, y la protagonista, la vampira, es una mujer. Precisamente Le Fanu utilizó el personaje histórico de la condesa sangrienta, Erzébet Báthory como modelo de su Carmilla, y, de hecho, ambas comparten rasgos: pertenecen a la nobleza, son extremadamente bellas y sufren predisposición a la melancolía. Esta novela se adelanta en 26 años al Drácula de Bram Stoker. Carmilla inspiró no sólo a Stocker sino que sirvió de modelo para todas las vampiras (hermosas, inquietantes, sáficas) que vinieron después. 151 En España, no podemos olvidarnos de Pilar Pedraza y su novela La fase del rubí (1987), traducida a varios idiomas, donde la prudencia y la razón luchan contra el desenfreno y la fuerza de la pasión.

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compasión por ella por su impiedad, en última instancia Pizarnik nos está diciendo otra cosa. Nos advierte, en todo caso, de la dificultad de cruzar esos límites que el poder patriarcal ha definido para las mujeres, con sus roles correspondientes, y del precio a pagar por la osadía de cruzarlos. No es de extrañar, pues, la atracción que en

Pizarnik ejerció el personaje de la

Condesa, pues ella representa esa mujer capaz de la transgresión total: sexual y de poder. Poder sobre los demás y libertad absoluta. Además, la figura de Erzébet Báthory está más allá de esos límites por compartir características de lo humano y lo animal, pues es una mujer que participa de las características de la bruja, del vampiro y del hombre lobo, palabras que en las regiones eslavas significan lo mismo: Julieta Leo, en su análisis “Réplicas, literatura y videojuegos. Desde el Castillo de Cachtice a Konami Digital Entertainment” (2012), donde precisamente reflexiona sobre la reinterpretación del tema vampírico en los videojuegos, explorando la relación entre la tradición literaria y la era digital interactiva, explica la influencia de personajes vampíricos femeninos como Erzébet y Carmilla en sus versiones modernas de video juegos. El objeto del trabajo de Julieta Leo intenta responder a estas preguntas: ¿fue esta condesa húngara símbolo de crueldad ineludible para la literatura de la que abreva la industria del videojuego? o bien, ¿es la perversión femenina, más que la belleza, lo que produce fascinación hipnótica en todos los tiempos? A mi modo de ver, la conclusión del trabajo no aporta ideas esclarecedoras a ambas preguntas. Julieta Leo expone que el tema vampírico es uno de los más atractivos para la industria del videojuego,

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de ahí su relación con la condesa Báthory para tratar de explicar la fascinación del personaje vampírico, cuyo origen explicas así:

El prototipo de vampiro que se conoce hoy en día tiene sus orígenes en el folclore y misticismo de Europa del Este. Más tarde, estas creencias se propagaron en los Balcanes, en las culturas eslavas y el área de los Cárpatos (Hungría y Transilvania). Los habitantes de estas regiones creían que sobre algunas personas pesaba una maldición por lo que al morir salían de sus tumbas para alimentarse con sangre de los vivos […]. Por lo tanto, las bruja, el hombre lobo y el vampiro representan eslabones de una cadena del mismo enigma de vida en muerte. (Leo, 2012: 132)

Julieta Leo insiste en la estrecha relación que existe entre lo perverso y lo abyecto. Lo abyecto es perverso ya que no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe (Kristeva, 1988). Por otra parte, lo abyecto es parte del arte, en forma sublimada, la literatura, los rituales religiosos y aquellas formas de comportamiento sexual que la sociedad tiende a rechazar. Por lo tanto, la abyección no es sólo un aspecto de la constitución del sujeto parlante, se relaciona

con

su

discurso

cultural,

conectándose

con

las

prácticas

transgresivas en general, con la experiencia de cruzar límites y manejar prohibiciones. De este modo, esa abyección de la que habla Kristeva sería para Leo el carácter detonante por el cual la perversión femenina resulta tan fascinante. Graciela Aletta de Sylvas, en su ya mencionado estudio, considera que

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este poema en prosa recuerda una miniatura medieval, una delicada pieza de orfebrería trabajada con esmero y minuciosidad en la que ha estallado la certeza del horror y la presencia del Otro. En ella se relata una historia terrible, abyecta, en un estilo equilibrado, sereno, casi clásico y de enorme belleza. (2000: 243)

Según la misma crítica, Eros y poder están asociados en el personaje de la condesa, quien simbólicamente ejerce todavía un derecho feudal: el derecho de pernada que habilitaba al señor feudal y al sacerdote a tocar sin demasiados riesgos las cosas sagradas. Me refiero a la virginidad y al poder de transgresión del interdicto, la ceremonia de la desfloración, poder emanado de su soberanía. Eros también se articula con Tánatos, las sesiones de tortura pertenecen al orden de lo ritual: ella como diosa-sacerdotisa preside la ceremonia. Afuera queda lo profano. Sus acólitos, las brujas, Dorkó, Darvulia y Jó Ilona, juegan el rol de oficiantes. En cuanto a la tradición literaria, De Sylvas dice que entre 1700 y 1730 hay una verdadera epidemia de vampirismo en Europa oriental. Su registro es recogido por Agustín Calmet, quien escribe el Tratado sobre las apariciones de vampiros en Hungría y sus alrededores, en 1750, muy criticado por Voltaire. A partir de La novia de Corinto (1797), de Goethe, y del Vathek, de W. Beckford, el vampirismo alcanza su época de oro en el siglo XIX. En cambio, para esta investigadora, el texto de Pizarnik se inscribe en la novela gótica, y concluye diciendo que de la experiencia de esta escritura, de La condesa sangrienta, Pizarnik no salió indemne y a partir de ahí sus textos alcanzan un lenguaje especialmente violento, “fragmentado, roto, deteriorado”, que empieza su andadura en El infierno musical. Para Venti, 323

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Extracción de la piedra de locura es la poetización de La condesa sangrienta. De Sylvas coincide con lo manifestado por Negroni en El testigo lúcido: el lenguaje es el gran vampiro en el cual se desangra la poeta, por tanto, aventuro ¿no resulta magníficamente atractiva esa condesa, esa personificación del lenguaje, de la creación literaria, vampirizando jóvenes como el lenguaje palabras? La edición de La condesa sangrienta en Libros del zorro rojo (2009), cuya ilustración ha llevado a cabo Santiago Caruso, capta la esencia de Erzébet como metáfora de la creatividad femenina: la virgen de hierro/vagina, a punto de abrirse, mostrando su interior rojo colmado por la sangre que se atreve a deslizarse, y situada entre las paredes/piernas abiertas de un castillo medieval, con sus pechos/cúpulas, es la viva imagen de un cuerpo femenino en el momento del parto. Un cuerpo poderoso y firme que no tiene miedo de su sexo ni de su capacidad. En definitiva, La condesa sangrienta no ha dejado indiferente a la crítica y son muchos los estudios que se centran en este personaje y en el ensayo de Pizarnik. El interés por esta figura también se ha trasladado a otras disciplinas artísticas. Es el caso de la versión cinematográfica dirigida y protagonizada por Julie Delpy, The Countess (2009). En esta recreación del mito de la condesa sangrienta152, Julie Delpy presenta a una Erzébet Báthory bella, inteligente y perfectamente cultivada: habla seis idiomas y administra sus bienes y riquezas con sabiduría. Se destaca con sutileza el hecho de que es noble de cuna y ha sido educada para desempeñar a la perfección su labor como esposa y mujer de alto rango. Una vez ha enviudado de Ferenc Nadasdy, Erzébet se vuelca en 152

Cuentos inmorales, del director polaco Valerian Borowczyck, se basa también en el mito de Báthory. En esta película es Paloma Picasso quien interpreta a la condesa.

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la educación de sus tres hijos y en la administración de su fortuna. A pesar de su valía, sus rivales masculinos en la corte planean contra ella una estrategia para desposeerla de sus bienes. Sin embargo, la locura, el frenesí sexual de la condesa se justifica en esta versión a través del amor. La condesa se enamora de un noble más joven que ella, pues ella roza los cuarenta años y él tiene veintiuno. De esta manera, por accidente, Erzébet descubre que la sangre de sus doncellas rejuvecene su piel y así comienza su delirio. Su perversión aparece justificada por amor, el amor que tanto daño ha hecho a las mujeres y en el que la sociedad patriarcal se ha apoyado para sostenerla. Por otro lado, su presunto lesbianismo se presenta de un modo muy discreto a través del personaje de Darvulia, que aquí es una bruja joven y bella, extremadamente bondadosa, consejera fiel de Erzébet. La idea que planea sobre el film de Delpy es que, a pesar de los asesinatos cometidos por la condesa, cada vez más desquiciada, sola sin sus hijos, y abandonada por su joven amante, en realidad los 610 cadáveres de jóvenes doncellas no fueron todos de la autoría de la condesa, sino como parte del plan de conspiración formulado contra ella por sus rivales palatinos. Erzébet finaliza sus días en la habitación tapiada de su castillo, incapaz de entender por qué a ella la encierran y castigan, cuando todo lo ha hecho por amor, por un sentimiento noble, mientras que en la guerra se mata indiscriminadamente y los asesinos son reconocidos como héroes, lo que plantearía de nuevo la cuestión del género y la gravedad de los hechos dependiendo del sexo que cometa los crímenes153.

153

La vampira lesbiana ha inspirado una filmografía tan extensa (en la que destacan títulos como The Hunger, de Tony Scott, o El rojo en los labios, de Harry Kümel) que casi se puede considerar un subgénero lésbico, en el que estarían incluidas las películas softcore del destape

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Pero Erzébet, la artista, como la define María Negroni, no es la única rebelde de la obra de Pizarnik. Segismunda y Futerina, a pesar de la herida, de su discapacidad física, pues perdieron las extremidades inferiores y se ven obligadas a desplazarse en unos triciclos mecanoeróticos, se erigen también como heroínas de su universo literario. Una, desencantada con el poder del lenguaje; la otra, feliz en su animalidad sexual, en su sometimiento al deseo de Macho (que también está mutilado). Atrapadas en la atmósfera absurda y decadente de Los perturbados entre lilas –pieza que une la sexualidad con la angustia y la muerte- sobreviven como pueden a su drama existencial, habitando el interior de una casa cuyas ventanas dan a una plaza de “gran belleza metafísica”. La fuerza arrolladora de la condesa, a pesar de su melancolía, contrasta con el duelo en que vive inmersa Seg, Segismunda, la escritora vestida con prendas masculinas154 y que lleva un falo de oro en una cadenita sobre su pecho. Cada vez que quiere llamar a Car, su alter ego, un personaje masculino (y que puede desplazarse por su propio pie), silba a través del falo155. El primer signo de ese desgarro, de esa herida, se visibiliza en la ropa de Seg, que muestra desde el principio su identidad de escritora.

del cine español de los años 70. Las vampiras (Vampiros Lesbos) (1970), de Jess Franco, podría servir como ejemplo. 154 Se dice que lleva una “capa gris modelo Lord Byron o Georges Sand, pantalones de terciopelo rojo vivo modelo Keats, una camisa lila estilo Shelley, una cinturón anaranjado incandescente modelo Maiakowski y botas de gamuza forradas en piel rosada modelo Rimbaud” (2002: 166). Pizarnik, a través de esta caracterización, muestra también su propia herida: ser una escritora en un mundo de hombres. También puede interpretarse como el conflicto de su feminidad y a la vez una reivindicación del oficio de escritora. Precisamente el término georgesandismo fue acuñado para describir a las mujeres que vestían como hombres (travestismo), no sólo porque amaban a otras mujeres sino porque no se conformaban con el papel que tenían que asumir en la sociedad. 155 Nancy Chodorow reinterpreta la cuestión de la envidia del pene a nivel metafórico: la niña lo desea por los poderes que simboliza y por la libertad que promete respecto a su previa sensación de dependencia. La envidia del pene sería la expresión de otro deseo: el deseo de despegarse de la madre y convertirse en autónoma (Judit Ribas, Sexualidad, psicoanálisis y crítica feminista, 1999).

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Precisamente gran parte de su lucha tendrá como origen este conflicto, el escribir siendo mujer. No obstante, cabe señalar que todas las figuras femeninas, así como sus atributos, que aparecen en este texto están al margen de lo establecido como norma: Futerina y Lytwin exaltan la sexualidad que aparece reprimida en Seg, de modo que Futerina es la ramera, la sucia, la promiscua que revienta finalmente en pleno acto sexual. Lytwin es solamente una muñeca, un personajito, una niña pequeña a la que “ya despunta un sexo que ni la Bella Otero”. Por otra parte,

la referencia en el texto a la

dactilógrafa156, un personaje que pueden ver a través de la ventana, vestida únicamente con prendas interiores, bombacha y corpiño, está cargada también de connotaciones sexuales. Seg y Car son los personajes que llevan el peso principal de la obra, si bien Seg se reivindica como la voz que tiene poder y decisión sobre los demás. Car cumple la función de hablar con ella, de entretenerla, de ayudar a levantarla del triciclo y acostarla en el féretro-inodoro habilitado como lecho y armario a la vez. Macho y Futerina actúan a modo de dobles, respectivamente, de Car y Segismunda, al menos en un primer análisis. Sin embargo, como veremos, esta sinfonía coral se resume, en el fondo, en el monólogo de una sola voz, la de Segismunda, a cuyo servicio se desdoblan los demás personajes actuando como imágenes o reflejos de su identidad fragmentada. Los perturbados entre lilas, además del vacío vital, habla de la falta de libertad del ser humano y la complejidad de las relaciones personales, habla en última 156

La caracterización de este personaje cae también en lo abyecto, en lo femenino como abyecto, pues de ella se dice que tiene encías de plástico, los dedos de sus manos son negros, lo que nos remite a la suciedad del sexo, de la autosatisfacción sexual: “pregúntale en dónde metió sus dedos sarnosos. Pero esos dedos. Si le ofrecieran lilas, al llegar a sus manos se volverían negras” (2002: 179).

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instancia del fracaso de la palabra como instrumento de comunicación y de su incapacidad de acoger universos subjetivos en un mundo donde significantes y significados caminan separados, pues, como dice Foucault, refiriéndose a las palabras,

son las notas que una convención o una violencia han impuesto a la colectividad; pero de cualquier manera, el sentido de las palabras sólo pertenece a la representación de cada uno y por mucho que sea aceptado por todos no tiene otra existencia que la tiene en el pensamiento de los individuos tomados uno por uno”. (2006: 87)

Además, al lado de este problema se pone de manifiesto la complejidad de las relaciones humanas y la imposibilidad de vivir experiencias auténticas. Pero, sobre todo, esta pieza habla de la obscenidad; todo en ella es obsceno, aunque la propia Seg nos advierte que, a pesar de la sexualidad que exhala la obra, de las funciones corporales asociadas al cuerpo que en ella se manifiestan, incluido el acto sexual, vómitos, excrementos, lo verdaderamente obsceno es el dolor. La obscenidad del ser humano es la herida que el proceso de socialización imprime sobre él. Segismunda se identifica con Antígona y Anna Frank, que, en ambos casos, fueron injustamente castigadas, la primera por desobediencia a la autoridad masculina y la segunda como víctima del nazismo. Su propio nombre, Segismunda, alude al personaje calderoniano de La vida es sueño y, como él, está recluida en una casa, incapaz de salir al exterior (siempre es Car el que mira por la ventana para contarle lo que pasa fuera). De este modo, Seg

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se presenta como un espejo no solamente de la Pizarnik escritora, sino también de la alimaña de Csejthe. Castigada por las palabras y por la soledad, desencantada con el fracaso poético (pues muchos de sus versos aparecen extrapolados en los diálogos de la pieza, puestos en boca de los personajes), Seg es la artista que ha perdido la fe en su arte y solamente puede dar cuenta de su dolor, la reina loca157 que aparece en la obra de Pizarnik, la que reside en el fondo de los cantos, sin comprender, como Erzébet, de dónde procede su condena. Asustada, ve cómo la vida va pasando y ella ha perdido su juventud y sepultado sus deseos. En conclusión, Pizarnik trazó en su legado la complejidad de una feminidad que interpretó como amenaza, donde apenas había alternativas al rol tradicional

que

la

cultura

imponía

a

las

mujeres,

permanentemente

infantilizadas, sin deseos, sin autonomía ni identidad más allá de las fronteras familiares. Como mujer, Pizarnik luchó contra eso y fue capaz de vivir a su manera, con sus debilidades, con sus afectos, con sus dependencias. Al igual que Seg, fue fiel a su oficio de escritora y abrió el camino no sólo para aquellas mujeres que se dedican a la creación, sino para todas las mujeres al hablar de nuestra sexualidad y de nuestro deseo; de nuestra carne y de nuestro cuerpo. Y lo hizo rompiendo barreras, en una escritura no convencional, comprometida y arriesgada, donde lo obsceno y lo abyecto sirven para proyectar la soberanía de la carnalidad, el vértigo del encuentro sexual, el grito horrible de la libertad que reclamamos.

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“SEG (se ha puesto una corona de papel plateado)” (2002: 182).

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Tierra o Madre o muerte no me abandones

aún

si

yo

me

he

abandonado Alejandra Pizarnik

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V. CONCLUSIÓN

Del análisis llevado a cabo hasta estas líneas, pueden deducirse los ejes principales en torno a los cuales se fraguó la experiencia de la palabra en Alejandra Pizarnik: la importancia de sus raíces judías, la identidad sexual y la experiencia del lenguaje –donde confluyen a la vez la lectora compulsiva, perspicaz, y la escritora apasionada-. Su posición frente al lenguaje fue la de una entrega absoluta, total, como un encuentro amoroso: Pizarnik pide y la palabra da, Pizarnik da y la palabra emite sonidos orgasmales, puebla el vacío y genera recuerdos. Sacrificada la vida por la literatura, la escritora no podía menos que ir hasta el fondo y esto quiere decir que Pizarnik inició un viaje en torno al lenguaje –y a la palabra poética en particular- caracterizado por una reflexión y estudio constantes sobre los textos literarios, los ajenos y los propios, con una conciencia y un propósito muy claros: ser la mejor escritora. Y todo ello por amor al lenguaje. En honor a su tradición y origen judío, su vínculo con la palabra viene de antiguo, ya está dado. Pizarnik hereda la palabra, se forma para acceder a ella. En este sentido, su trabajo crítico e interpretativo es el añorado por quienes amamos la filología: la posibilidad de vivir entre líneas, de ir de unos libros a otros desentramando capas como si fuera posible alcanzar la verdad última de la palabra; en fin, el deseo de ser poema, como expresaba Gil de Biedma. Además, Pizarnik explora el lenguaje, se pesa en él, comprueba su resistencia: lo observa, lo utiliza, desconfía de su naturaleza y a la vez está deslumbrada por su reminiscencia. La poeta descubre que entre lo

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que se dice y lo real existe casi la misma distancia que hay entre el deseo y el acto. Quizás en ese espacio es donde se crea la poesía, en el tiempo que tarda una condesa en cambiarse de traje, corriendo apresurada por las galerías de un laberinto interior. Pizarnik, en definitiva, halló la naturaleza viva de las palabras, y puede que ahí radique también parte de su lucha por la identidad, pues como autora se siente desaparecer en los textos que escribe. Sus despojos y harapos, su cuerpo fragmentado, son imágenes que también aluden a la fuerza devastadora del proceso creativo y a la lucha del sujeto por recomponerse. El riesgo de la escritura no se puede comprender únicamente en términos de éxito o de fracaso, o incluso de renuncia ante otro tipo de vida – la vida de artista es una vida excepcional, y por tanto, una experiencia del margen- ya que existe otro riesgo más peligroso que consiste en vislumbrar el fantasma del lenguaje. Escribe Pizarnik: “He aquí que se estremece el espacio como un gran loco” (2001: 450). Este estremecimiento es el vértigo que se siente ante el vacío de las palabras, no porque no digan nada, sino porque tienen vida propia, autonomía; como si hubieran sabido organizarse y permanecen a la espera de que la poeta desentierre el cofre. La explosión final de su lenguaje en La bucanera del Pernambuco o Hilda la polígrafa deja a la autora fuera de lugar: es la lengua la que habla. Por eso fue también la última poeta, arriesgó en su apuesta de ir más allá del lenguaje. Pizarnik comprueba que la palabra es posibilidad de metamorfosis y espejo a la vez, revelación y ocultamiento. Puede enmascarar conflictos, como en el caso de su identidad sexual, pero también posee poderes limitados: el lenguaje nunca accede por completo al interior de las cosas, no se puede vivir

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al pie de la letra o en sentido literal. La existencia del lenguaje demuestra su propia imposibilidad: “[…] y yo expliqué (dentro de lo posible), mediante palabras simples (dentro de lo posible), palabras buenas y seguras (dentro de lo posible)” (2001: 252). Así es el lenguaje: impreciso, inexacto, inservible ante la presencia de lo inefable. Pero es la única herramienta de la que dispone la escritora, que aspira, por lo demás, a un lenguaje atroz, esto es, a un lenguaje capaz de atravesar los cuerpos. Decía anteriormente que la vida de artista es una experiencia del margen, pues la creación se rige por sus propias leyes y la persona que crea pone en juego todo lo que la constituye –incluso el cuerpo-. En el caso de Pizarnik, es también una experiencia del margen por lo que ya hemos dicho: su identidad sexual y su origen judío. En este momento vienen a mi mente las palabras de Adrienne Rich, advirtiéndonos a nosotras, las mujeres, que nuestra visión, aun ocupando posiciones de poder, siempre debería de ser una visión marginal, es decir, no olvidar nunca quiénes somos y de dónde procedemos. Es un ejercicio de responsabilidad para con nosotras mismas y nuestras congéneres, puesto que la mirada marginal –la que procede de la alcantarillatiene el poder de transformar las cosas. En este sentido, la voz de Pizarnik, poeta, neurótica, judía, lesbiana, es sin lugar a dudas una voz intensa y atroz: efectivamente, atraviesa los cuerpos, despierta conciencias con la lucidez de una especialista en el lenguaje y la sabiduría de quien posee una experiencia interior, sobre todo trágica, pues en esa tragedia se revela la fuerza arrolladora de la vida.

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La angustia existencial que recorrió sus páginas transmite el ímpetu de su actitud vital, pues el deseo de ser, de transcender, la llevó a adquirir un compromiso firme con su escritura, compromiso que mantuvo incluso cuando físicamente no podía hacerlo, y que sólo la muerte fue capaz de quebrantar. La vida no era la literatura, y fue precisamente el desencanto con la vida, con el amor, con la enfermedad, lo que calló su voz, aunque su muerte no pudo silenciar su obra. Las últimas cartas de Pizarnik todavía transmiten cierta ilusión por nuevos proyectos y trabajos, aunque la herida, la enorme desgarradura, el bicho, está detrás, acechando. Nunca el fracaso del lenguaje, aunque se escribe con dificultad, con un no poder más y, además, no hay para quién. Su compromiso fue firme hasta el final. Este deber para con la obra la obligó también a posicionarse en su vida: Pizarnik comprendió desde muy joven que si quería cumplir sus aspiraciones artísticas debía hacer ciertos sacrificios, y, aunque por momentos dudó y sufrió por la decisión que había tomado, no sólo no se apartó del camino trazado, sino que se volcó de lleno en él; su sensibilidad, sus cualidades poéticas y narrativas junto a su magnífica formación hicieron posible la creación de una obra tan impactante y rica como la suya, donde su escritura abierta ofrece múltiples posibilidades de lectura. Si el deber de un(a) artista es llegar al final de su propia visión, como decía Carson McCullers, y una vez hecho esto, seguir considerándola verdadera, eso hizo Pizarnik y con esa firmeza continuaba trabajando y corrigiendo sus textos de humor, si bien sabía que sus amistades y otras personas de su entorno no los apreciaban.

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Pizarnik teje su obra desde una estética transgresora: es la mujer que vive como sólo un hombre que escribe podría vivir; por ejemplo, como Kafka. Rodeada de libros y papeles, se vuelca de lleno en su vocación, se marcha a París para conocer y formarse, para adquirir la experiencia del viaje. Además, su pasión por la palabra es excepcional en la literatura española: las reflexiones de sus lecturas,

las críticas y reseñas que escribe sobre otros

textos, e incluso el método y disciplina de estudio que se impone, algo que revertirá paralelamente en su escritura. Por cierto, sus Diarios recogen también un amplio elenco de las películas cinematográficas que vio a lo largo de su vida; en esta tesis he mencionado algunas de ellas relacionadas con la identidad sexual; ahí podría abrirse, tal vez, un nuevo campo de estudio. Por otro lado, los temas de la muerte, el erotismo y la locura también remiten al mundo de las prohibiciones. Hablar de ellos desde la franqueza y la sinceridad con que lo hace la escritora demuestra la valentía con que abordó su obra. Pizarnik habla de su sed de muerte, de su sed de sexo, de su deseo de enloquecer como un mal menor, sencillamente porque la vida, esta vida, le resulta insoportable. Habla del cuerpo como espacio de terror donde la identidad y las convenciones imponen sus cartas. El cuerpo es el espacio del conflicto, cuerpo dividido por la pasión y la sexualidad reprimida, de ahí que el erotismo conviva con la obscenidad y lo abyecto. Erotismo que nunca alcanza al cuerpo amado, que está condenado a disolverse en lo que dura una palabra. De ahí la rabia y la violencia, el furor y el sufrimiento porque el deseo no se satisface.

Si Alfonsina Storni cantaba la dicha del cuerpo, reivindicando el

derecho de ser un sujeto deseante, Pizarnik recoge ese legado y exige vivirlo a

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su manera. Sin concesiones. Aceptando sus consecuencias. Porque a pesar del hambre y la sed, la escritora sabe muy bien que el deseo se sostiene en la carencia, que es la condición del amor que ella siente. Así pues, el deseo también pone en marcha la maquinaria poética hasta el punto del no retorno. De los otros cuerpos no sabemos nada, apenas referencias a unos ojos, a una mirada en la que guarecerse. Su cuerpo es el cuerpo por excelencia y engloba a su vez al cuerpo de Erzébet y al cuerpo de sus doncellas, a los restos fragmentados de Seg, a la avidez de Futerina. Contrariamente a lo que pueda parecer, no hay una evolución de ese erotismo hacia lo obsceno. Si bien en su poesía se cuidan mucho las palabras, escarbando un poco se advierte la presencia de una obscenidad apremiante, que ya es evidente en sus últimos poemarios, donde el cuerpo desmembrado, llagado y torturado devuelve una poderosa imagen doliente: el sujeto que habla en su obra lo hace desde el sufrimiento, el sufrimiento de ser, de existir, de no encajar en los moldes establecidos para la feminidad. Pizarnik no denuncia, no reivindica; al contrario: muestra, señala, describe, hurga en la herida. Es ahí, en la herida, donde radica lo obsceno, porque el cuerpo es lo natural, no tiene manchas, es perfecto. La herida infligida por las normas, que dominan y reprimen la individualidad. Pizarnik comprendió que la rebelión solamente podría hacerse a través de la palabra, pero no valía cualquier palabra, no podía decirse de cualquier manera:

Las imágenes solas no emocionan, deben ir referidas a nuestra herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la angustia. Nombrar

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nuestra herida sin arrastrarla a un proceso de alquimia en virtud de lo cual consigue alas, es vulgar. (2003: 79)

Su trayectoria vital no podía estar muy lejos de su poesía, pues escribimos desde lo que somos, desde donde estamos, con la herencia cultural y el legado particular que nos han transmitido. Su obra es un deseo desesperado de libertad, de afirmación personal, un festejar de los cuerpos y las palabras. Obra escrita en las proximidades de dos horrores de la civilización: el exterminio nazi del que había sido víctima su familia la había traumatizado, y las sombras que se avecinaban sobre Argentina no traían buenos augurios. Contra la desesperación, poesía. Literatura. Escritura. Ésa fue su lección, su pasión; del mismo modo que su muerte fue su elección, su deseo, el gesto rebelde e imperativo de la libertad última. Más allá de las interpretaciones que relacionan su obra con su muerte, y su muerte con su obra, todas ellas respetables y perfectamente justificadas, la poeta realmente se pregunta otra cosa: ¿Por qué las palabras se suicidan?

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