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May 18, 2017 | Autor: Rodolfo Mata | Categoria: Poesía de las vanguardias hispánicas, Poesía mexicana
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Luis Vicente de Aguinaga, Luigi Amar a, Antonio Caler a-Grobet, Silvia Eugenia Castillero, Ricardo Castillo, Jorge Esquinca, Javier de la Mor a, Jorge Fernández Gr anados, Hugo García Manríquez, Jesús R amón Ibarr a, Rodolfo Mata, Cristina River a Garza [en colabor ación con Javier R aya], Daniel Téllez, Sayak Valencia, José Chapa/Iván Ortega

Prólogo Tedi López Mills

Compilación Julián Herbert Santiago Matías

bonobos

Jesús Ancer Rodríguez Rector Rogelio Garza Rivera Secretario General Rogelio Villarreal Elizondo Secretario de Extensión y Cultura Celso José Garza Acuña Director de Publicaciones

Escribir poesía en México ii Primera edición, 2013 D.R. © Por los textos: Luis Vicente de Aguinaga, Luigi Amara, Antonio Calera Grobet, Silvia Eugenia Castillero, Ricardo Castillo, Jorge Esquinca, Javier de la Mora, Jorge Fernández Granados, Hugo García Manríquez, Jesús Ramón Ibarra, Rodolfo Mata, Cristina Rivera Garza [en colaboración con Javier Raya], Daniel Téllez, Sayak Valencia, José Chapa / Iván Ortega D.R. © Por el prólogo: Tedi López Mills Postempor á neos Coordinador de la colección: Javier de la Mora D.R. © Bonobos Editores S. de R.L. de C.V. D.R. © Universidad Autónoma de Nuevo León Padre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta Centro, Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000 Teléfono: (5281) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095 e-mail: [email protected] Página web: w w w.uanl.mx/publicaciones w w w.bonoboseditores.com.mx ISBN 978- 607-8099-43- 6 Impreso en México Printed in Mexico Este libro no puede ser fotocopiado ni reproducido total o parcialmente por ningún medio o método sin la autorización por escrito de los autores y los editores.

Í ndice

Escribir Poesía en México II Compilación de Julián Herbert y Santiago Matías

9 Prólogo Tedi López Mills

Participantes y temas 17 Futbolística. Siete divagaciones Luis Vicente de Aguinaga

33 Un salto vertiginoso hacia abajo Luigi Amara

53 Poesía y pobreza: ideas sueltas en contra de la inmovilidad

Antonio Calera-Grobet

71 Los instantes de excepción de la poesía Silvia Eugenia Castillero

81 Abalorio de escritura de la voz Ricardo Castillo

99 Señales en un mapa inconcluso. Poesía y espiritualidad Jorge Esquinca

111 Poesía mexicana de entresiglos: para una calibración de puntos cardinales

Jorge Fernández Granados

127 Algunas notas sobre escribir poesía en México Hugo García Manríquez

137 Poesía y violencia. Algunos escenarios móviles Jesús Ramón Ibarra

151 Poesía y academia Rodolfo Mata

179 No era un asunto fácil Javier de la Mora

193 Corresponsales de guerra: escribir de otra manera frente al horror

Cristina Rivera Garza [en colaboración con Javier Raya]

231 Poesía y diálogo desde lo popular. Collage de anotaciones Daniel Téllez

251 Escribir (poesía) en México contemporáneo Sayak Valencia

271 Epílogo José Chapa / Iván Ortega

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Poesía y academia Rodolfo Mata

Es sorprendente que, por momentos, el significado de la palabra poesía pueda parecer algo más estable que el de la palabra academia. Cuando, en un movimiento de introspección, trato de asir ambos, de una mano el de poesía parece llevarme a un consenso conmigo mismo. Sé aproximadamente lo que es poesía para mí, aunque este sentimiento difiera del de muchas otras personas, incluidos algunos amigos poetas. Ese sentir fluctúa, incluso a lo largo de un día, pero sé que finalmente alcanzará un equilibrio: lo que no es poesía por la noche, a veces lo es por la mañana, y viceversa, y ese ir y venir finalmente se decanta. En cambio, el significado de la palabra academia (o mejor, su manera de significar), que me toma de la otra mano, me conduce a un estado de inquietud e irritación. De nuevo, sé razonablemente lo que me dice a mí, pero lo que le dice a los otros me incomoda. A veces me genera temporalmente un bloqueo, durante el que procuro abocarme al arte de callar. Pero en otras ocasiones, una pulsión analítica levanta la pregunta ¿por qué?, casi un arrebato infantil que intenta sobreponerse al ¿para qué?, en el que últimamente he caído, operador que insiste en devolverme al silencio. ¿Qué relación existe entre la poesía y la academia? ¿Qué relación tienen en mí? ¿Qué papel veo que esta relación juega cuando converso con mis amigos poetas y mis amigos académicos? ¿Para qué buscar elucidar esta relación, si intuyo con suficiencia tranquilizadora de dónde nace la irritación que siento? ¿Para qué hacerlo, si presiento que el entorno de este contraste irritante cambiará muy

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poco, después de que mi respuesta se perfile con cierta claridad? La invitación que ahora me hacen mis amigos poetas a escribir un ensayo sobre este tema me lleva a romper el cerco del ¿para qué? Me guían en esta circunstancia una curiosidad, que no sé aún si es poética o académica, una certeza ‑la conciencia del carácter híbrido del ensayo que fluctúa entre la ciencia y el arte‑, y el placer de la escritura. Me pongo un poco filológico y acudo al origen de las palabras, casi siempre un buen punto de partida. Sobre el de poesía, me detengo únicamente para subrayar que proviene de poiesis, que significa “creación” en su sentido más amplio, el del “hacer”, “producir”, pues el desarrollo de sus sentidos posteriores —considerando que me dirijo principalmente a poetas y académicos— es una historia razonablemente conocida, un terreno especulativo y, casi en irónica redundancia, creativo. En cambio, el término academia tiene un arranque más anecdótico, menos ligado a una idea, al rastreo de un concepto. Deriva directamente de Akademeia, la escuela que fundó Platón en 383 a. C., en las afueras de Atenas, consagrada a las Musas y a Apolo. Al regresar de Siracusa, donde había fracasado al tratar de poner en práctica sus ideas políticas, Platón se hizo de unos terrenos cercanos a un bosque sagrado —en el que había un huerto de olivos— donde se reunía con sus discípulos. El lugar tenía un carácter sagrado porque estaba dedicado a Atenea y porque en él se encontraba la tumba de otro personaje mitológico, Academo. Este héroe legendario había revelado a los dioses gemelos Cástor y a Pólux el lugar donde se encontraba escondida su hermana Helena, raptada por Teseo, razón por la cual le habían sido concedidas esas tierras. Así, el nombre de Academo, por su acción heroica, para unos significa “dador de conocimiento”. Sin embargo, para otros, que quieren guiarse por la etimología, Academos viene

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de aca (silencioso) y demos (distrito), es decir, aquel que viene de una región silenciosa. Así, revelación y silencio apadrinan el surgimiento de esta institución del saber, aunque quizás se trate solamente del saber viéndose vestido de gala en su propio espejo. La Academia fundada por Platón, con sus naturales vaivenes y variaciones, duró hasta el año de 529 d. C., cuando el emperador Justiniano mandó cerrar los centros de enseñanza no cristianos. La historia de las subsecuentes academias, que hacían eco de la primera, es larga y nutrida. De ella, me interesa en principio señalar que en el Renacimiento, con el renovado interés por la antigüedad clásica y el resurgimiento del neoplatonismo, en rebeldía contra la hegemonía de la escolástica y la censura asfixiante de la iglesia, se fortaleció este tipo de grupos de estudiosos interesados en cultivar las diferentes esferas del conocimiento. Un modelo de esta primera etapa es la Academia Florentina (1439), liderada por Marsilio Ficino y apoyada por la familia Médici. Estas asociaciones se diversificaron y especializaron en diversos temas como las artes, las humanidades, las ciencias y las lenguas y, aunque tenían un carácter informal, acorde al clima propugnado de libertad de pensamiento, gradualmente comenzaron a institucionalizarse y ser acogidas por los estados. Así surgió, por ejemplo, la Academia de Bellas Artes de Florencia (1563), que poco a poco desplazó a los gremios medievales en sus funciones formativas y normativas de la práctica artística. En París, aparecieron, fundadas por la monarquía, la Académie Royale de Peinture et de Sculpture (1648) y la Académie Royale de Musique (1669); y en España, la Real Academia de Historia (1738) y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1744). En el área de las ciencias, como ejemplos se pueden citar la Royal Society de Londres (1660), la Académie des Sciences francesa (1666), la Academia de Medicina y Cirugía de Sevilla (1693) y

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la Academia Prusiana de Ciencias (1700), promovida por Leibniz, gran entusiasta de estas asociaciones. Cabe señalar que había diferencias importantes en sus modos de funcionamiento: si la Royal Society de Londres se manejaba originalmente casi como un club privado, con cuotas personales (y hoy sigue siendo una institución independiente del Estado), la Académie des Sciences fue subvencionada por el gobierno. El valor de los nombres también es un detalle importante. La palabra academia gradualmente fue adquiriendo un valor consensado y emblemático. Así, la Venerada Tertulia Médica Hispalense, a partir de 1700 pasó a llamarse Regia Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, apoyada por una cédula real de 1701, y en el siglo XIX, por una Real Orden, pasó a llamarse Real Academia de Medicina y Cirugía de Sevilla, su nombre actual. En el caso de la lengua, el tema adquirió un matiz muy importante, por su carácter regulatorio y político. La Accademia della Crusca (1583), fundada en Florencia por poetas y otros letrados, fue una asociación informal en sus inicios, que se enfrascaba en disputas literarias contra la pedantería y excesivo clasicismo de la Accademia Fiorentina (caso curioso de academia vs academia, que comentaré más adelante). Sin embargo, pronto se abocó a preservar y mostrar la belleza de la lengua vulgar florentina, teniendo como modelo a los autores del Trecento (Dante, Petrarca y Boccaccio, principalmente). En su seno se produjo el decisivo Vocabolario della lingua italiana (1612). Poco a poco, la función normativa de la agrupación comenzó a perfilarse más claramente, pues custodiaba la pureza de la lengua, buscaba “separar la paja (crusca) del grano”. Atento a su ejemplo, el Cardenal Richelieu, primer ministro de Luis XIII, promovió la fundación de la Académie Française (1635), la cual, desde su nacimiento por mandato real, tuvo el

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encargo de proporcionar, con todo el cuidado posible, las reglas exactas que fijaran la lengua francesa, mantuvieran su pureza y la hicieran comprensible a todos. Asimismo, debía comenzar a componer un diccionario, cuya primera versión estuvo lista en 1694. Varios elementos de la estructura de la Academia Francesa proyectan la grandiosidad de la misión encomendada: sus miembros son llamados “los inmortales” (por el lema À l’immortalité que aparece en el sello real donado a la Academia por Richelieu); nombran a un secretario que está en funciones a perpetuidad (a menos que se le solicite su renuncia por causas graves); eligen a nuevos miembros por mayoría de votos; y permanecen ocupando el cargo toda su vida. La ceremonia de ingreso está ritualizada con un discurso del nuevo miembro en elogio a su predecesor, réplica de bienvenida de alguno de sus miembros y contrarréplica del nuevo integrante agradeciendo a sus colegas por haberlo escogido. Desde la época de Napoleón Bonaparte, hay un uniforme oficial ‑el hábito verde‑ que incluye abrigo, sombrero bicorne con plumas, y espadín. No me parece ocioso mencionar estos detalles, pues refuerzan el ambiente de solemnidad y normatividad que permea las actividades de la institución. La Academia Francesa fue modelo de la Real Academia Española (1713) y de varias más, como la sueca, la brasileña y la rusa. La iniciativa de la fundación de la Real Academia Española vino de Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, y recibió la aprobación de Felipe V. Su propósito inicial fue “fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza”, y su emblema estaba compuesto por un crisol en el fuego, con la leyenda “Limpia, fija y da esplendor”, tantas veces escarnecida, por los ecos de slogan publicitario que tiene. Si en un principio, la academia buscó conservar la plenitud que la lengua había alcanzado en los siglos XVI y XVII, sus

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estatutos fueron cambiando y hoy, de manera más moderada, “tiene como misión principal velar porque los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico”. Aunque la RAE declara que la promoción, a partir de 1870, de diecinueve “academias correspondientes” en las repúblicas hispanoamericanas, no tuvo un interés político, definitivamente hubo y hay consecuencias de esta iniciativa que tienen ese carácter, por las peculiaridades de la lengua original en el contexto de las identidades nacionales. Un simple ejemplo: el voseo argentino y sus conjugaciones. Los elementos emblemáticos de la Real Academia Española son aproximadamente los mismos de la Academia Francesa: un grupo selecto de miembros llamados “inmortales” elegidos de por vida, un rito de ingreso similar, cargos en la estructura otorgados por votación del claustro, el encargo de mantener un diccionario (el primero fue el Diccionario de Autoridades, seis volúmenes publicados entre 1726 y 1739, al que siguió el Diccionario de 1780, una nueva forma, menos extensa, en un volumen) y otras publicaciones normativas (la Ortografía de 1741 y la Gramática de 1771), etc. La Academia Mexicana de la Lengua, constituida en 1875, siguió los moldes de la española con algunas reformas y, desde luego, con las inquietudes locales del español mexicano. Este breve recorrido me ha permitido revisar los cambios que la idea original de academia ha atravesado. Hoy, el término se utiliza como título de grupos ‑generalmente institucionalizados y con manejo de un presupuesto, privado o gubernamental‑ tanto de estudiosos reunidos en torno a tareas especulativas, teóricas, como de especialistas y eruditos, que sancionan o reprueban determinados asuntos, ejerciendo una autoridad que les ha sido reconocida. Este doble aspecto de investigación y le-

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gitimación es lo que está detrás del uso más común de la palabra academia: se utiliza para referirse al mundo intelectual, especialmente el universitario, porque es en la universidad donde ambos aspectos son socialmente más patentes. La universidad lleva a cabo la tarea de la educación superior, expide títulos y de esa manera dice quién sabe y quién no. Legitima el saber, producto de la investigación, pero también educa, transmite dicho saber, y respalda a aquellos que lo han adquirido, bajo sus reglas. En un doble movimiento, aspira a la pluralidad, pero también a la unificación, a la apertura hacia lo nuevo y a la conservación y refuerzo de lo consolidado. La connotación educativa del término academia se difundió, de manera temprana, en los títulos de las escuelas de arte, generalmente las de música, pintura y escultura, como sucedió con nuestra Academia de San Carlos (1781), en la estela de la Academia de Bellas Artes de Florencia. Con el tiempo, la aparición del término en los nombres de instituciones de enseñanza de diversa índole pasó a ser un guiño de prestigio frecuentemente autoadjudicado. De ahí a su instrumentación comercial, hubo sólo un paso. Hoy tenemos desde los academy awards de la industria cinematográfica (que tienen su mérito artístico, pero que no pueden ignorar su trasfondo mercantil) hasta los reality shows que seleccionan “jóvenes promesas artísticas”, pasando por las academias de baile, de karate, de gastronomía, etc. Sin embargo, el tema de la democratización y banalización del término no es de interés para esta discusión. Las palabras se desgastan y, si academia ha padecido erosión, también poesía y arte la han sufrido. Lo que sí me parece relevante es el desprestigio, aunque no cualquier tipo de desprestigio. La democratización y la banalización son efectos de escenario, del uso impropio, del abuso: vienen de fuera y acarrean un desprestigio exterior o superficial. Nadie

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cree que la Academia de Danza Fulana es excelente por el simple hecho de llamarse academia. En cambio, el desprestigio que nace de dentro de una institución académica, aquel que es fruto de una distorsión, de una corrupción de lo que podría llamar su “espíritu original”, sí me preocupa, porque es la fuente de mi inquietud e irritación inicial. El espíritu de una institución lo hacen las personas que la integran. El problema son los académicos y no la academia, como serían los poetas y no la poesía. Y, claro está, cierto tipo de académicos y de poetas, no todos. Por otra parte, el desprestigio también puede nacer de una condición cultural, de un contexto. Esto me aclara algunos tonos peyorativos del adjetivo académico. Vuelvo de nuevo a los significados de las palabras. Dice el Dictionary of Literary Terms (1972) de Harry Shaw que academic se usa para referirse a la naturaleza y función de las escuelas y colegios, y especialmente para los estudios que no son aplicados, es decir, aquellos que son “teóricos”, “no útiles”, “imprácticos”. En una sociedad como la nuestra, que fomenta valores materiales de propiedad y consumo, es lógico que algo no-aplicable, que no se traduce en bienestar contante y sonante, que, en pocas palabras, no reditúa, sea visto con desprecio. El desprestigio también surge de otra faceta importante de nuestra sociedad que es paralela, pero no equivalente: su tendencia antiintelectualista. Así, lo académico es lo rebuscado inútilmente, la complicación que supuestamente trae placer, algo que contrasta de manera brutal con la voluptuosidad de lo instantáneo. En el ámbito de la cultura, esto es más que palpable. Las artes que son más favorecidas por el mundo del dinero, sus habitantes y sus frecuentadores, son aquellas que cuesta menos esfuerzo vestir: es más fácil comprar un cuadro de un pintor famoso o asistir a la función de gala de la ópera de moda y emitir una opinión, que darse el trabajo de leer un libro

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y comentarlo. La lógica de la “inversión eficiente” continúa imperando. Y esto no lo leí en cualquier lugar: fue en un manual de autoayuda, de los que indican cómo triunfar en la vida, en el mundo ejecutivo, de los negocios. Otra de sus recomendaciones —valga la digresión caricaturesca— era obtener (o falsificar) un diploma de “máster” para agregarlo al currículum o exhibirlo en la oficina. Volveré más adelante sobre el desprestigio que nace de dentro de una institución académica. Por el momento, quiero apuntar algunos detalles más que encontré en A Dictionary of Literary Terms de J. A. Cuddon (1976). Este autor señala que uno de los factores que pudo haber generado el uso peyorativo de la palabra academia –además del “antiintelectualismo de la cultura literaria moderna”– es su exclusividad, su limitado número de miembros. Menciona que la Academia Francesa ya fue descrita como “hôtel des invalides de la litterature” y formula una de las acepciones también relacionada con el mundo de los escritores: académico es aquello que está más preocupado por las reglas de la composición que por el resultado del acto de creación. Ambas observaciones subrayan la brecha entre un valor literario vivo, actuante y triunfante, y otro artesanal, de recetario, pretencioso y fracasado. Esta actitud sectaria remite tanto a la academia-institución, vista como reducto de los poetas frustrados —aquellos que quizás con amargura se han convertido en críticos, en legisladores de la lengua y del gusto—, como a las posturas de críticos y poetas actuales que harían eco de las academias poéticas características del Neoclasicismo, con sus árcades en convivio ameno y “natural”, pero principalmente con sus poéticas de sencillez, claridad y contención, una estética intelectualista de orden y disciplina, contraria a los excesos precedentes del Barroco y plataforma de las expansiones de lo irracional en el Romanticismo.

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Los impulsos antiacadémicos Comentaba que me parecía curioso que la Accademia della Crusca arremetiera contra la Accademia Fiorentina, pero en realidad mi observación puede levantar sospechas de ser una duda retórica. ¿Qué me extraña que una institución ataque a otra, si lo que se disputa es una posición de poder, la oportunidad de imponer un punto de vista? Por otra parte, si lo que está en juego es la aspiración al saber unificado —o por lo menos, al saber en convergencia— y no una mera opinión o una apuesta, ¿lo pertinente acaso no es un debate serio, en una arena con premisas claras? Hay una distancia considerable entre una diatriba y una discusión, entre un libelo y un diálogo platónico. Entonces no hay retórica en mi duda, sino la necesidad de distinguir dos modos de enfrentamiento en el terreno intelectual. Me parece que el primero se manifiesta principalmente en el devenir de las sucesivas tradiciones artísticas, mientras que el segundo tiene una presencia fundamental en la construcción de saber estructurado con aspiraciones científicas o filosóficas. Desde luego, esta separación la hago con fines expositivos, pues no se puede negar, por ejemplo, que haya retórica y artificio en la argumentación científica o que exista método, demostración, claridad y lógica en el debate artístico. Podríamos entender el mencionado enfrentamiento entre las academias italianas como un ejemplo de pugna entre dos tradiciones. Aunque en el encuentro hubo ciertamente perspectivas y fundamentos, la manera de lidiar alcanzó la descalificación. Ninguna de las dos instituciones puede tildar a la otra de académica, pero hay otros recursos. El que la Accademia della Crusca encuentra es acusar a su contrincante de pedantería y excesivo clasicismo. La voluntad de cambio que ella encarna denuncia el las-

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tre del pasado y el tono presuntuoso y profesoral que representa su opositora. Pedante, palabra italiana originalmente usada para designar a los maestros que enseñaban a los niños a domicilio, proviene de la misma raíz griega que pedagogo (el que conduce a los niños). Hay mucho de rebeldía, infracción de las reglas, irreverencia y antisolemnidad en esta actitud. Con el paso del tiempo y la aceleración de los cambios que traerá la modernidad, en un ámbito de mayor permisividad y consecuente pluralidad, estas reacciones se volverán comunes en el devenir cultural hasta convertirse prácticamente en principios éticos: pasión por la novedad, posturas contestatarias, defensa a ultranza de la libertad, ideales enarbolados como imperativos, aspiraciones utópicas, etc. Este último momento, el de la exacerbación de los cambios y de la adopción de sus mecanismos como principios éticos, es el de las vanguardias artísticas, uno de las “rostros” de la modernidad, como afirma Matei Calinescu (los otros cuatro son la modernidad misma, la decadencia, el kitsch y la posmodernidad). No es aquí lugar para extenderme sobre el tema de la modernidad y sus transformaciones. Sin embargo, me parece indispensable un breve repaso de algunas ideas para ubicar un aspecto relacionado con los impulsos antiacadémicos. Me apoyo en la distinción que hace Renato Poggioli entre escuela y movimiento y las actitudes que identifica en lo que llama la “dialéctica de los movimientos”.1 Dice Poggioli que cuando el Romanticismo hizo aparición en el escenario cultural, las agrupaciones artísticas cambiaron su modo de gestión: pasaron de ser escuelas a ser movimientos. Las escuelas presuponen un maestro, un método, un criterio de tradición y un principio de autoridad. No encaran a la historia, sino al tiempo, pues piensan transmitir un sistema Véase Teoría del arte de vanguardia, trad. Rosa Chacel, UNAM-IIFL, México, 2011, pp. 31-41.

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de trabajo, con sus secretos técnicos, inmune a las metamorfosis: ars longa, vita brevis. Para ellas, el ideal humanista clásico hace de la cultura un tesoro (de ahí los museos, blanco de los futuristas). Las escuelas generalmente no discuten sino que transmiten sus saberes. En cambio, los movimientos se caracterizan no por la estabilidad, sino por la agitación. En vez de tratados y manuales, producen manifiestos y proclamas. Tienen seguidores y disidentes, no discípulos, y el fin que buscan es inmanente al propio movimiento. Es cierto que son expansivos y buscan invadir, contagiar o inseminar otras esferas de la cultura y la vida, pero siempre contemplan su caducidad en el tiempo. Conciben la cultura no como incremento sino como creación. Son centros de actividad y energía, en busca de la novedad y el hombre nuevo. Para Poggioli, en los movimientos se dan cuatro actitudes que conforman una dialéctica: activismo, antagonismo, nihilismo y agonismo. Están ligadas entre sí, pero no se presentan de manera secuencial. El activismo comprende básicamente todo lo que significa movimiento: la velocidad, el deporte, la agitación (incluso la política), la aventura (física o mental) y las máquinas (automatismo). El antagonismo es la búsqueda (o fabricación) de un oponente, que puede ser el público, la tradición, la academia, otro movimiento, los viejos (el antagonismo por excelencia es el generacional), alguna figura prestigiosa, etc. Dentro de él ocurren el “espíritu de secta” (el ghetto y la torre de marfil), el dandismo, el exhibicionismo y la excentricidad que pueden llevar al hooliganism. La tercera faceta es una exacerbación del antagonismo, en la que llega a alcanzarse la destrucción por la destrucción misma y la sinrazón (que incluye el hermetismo desafiante), como en el caso paradigmático del dadaísmo. El agonismo es el desinterés por la ruina del enemigo y una aceptación de la propia, en aras del éxito de los futuros movimientos, acentuando su

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inscripción en la historia, su conciencia de haber alcanzado su momento clásico, y defendiendo una especie de copyright. Como acostumbro decir en clase, las vanguardias están más vivas porque están muertas. O sea, la declaración de su desaparición —decir que las vanguardias han muerto— puede entenderse como un acto que, en principio, reafirma su presencia, por lo escandaloso que es constatar la pérdida de la vitalidad que tuvieron. ¿Qué queda, entonces? ¿Qué ha surgido en su lugar? Sospechamos que algo nuevo, sin duda, porque estamos acostumbrados al culto de lo nuevo, propio de la modernidad. ¿O acaso nos invade un sentimiento pesimista, la sensación de que vivimos un “fin de los tiempos”, una época de decadencia (otro de los rostros de la modernidad)? ¿Decir que las vanguardias han muerto es un acto vanguardista? Tal vez eso ya raya en la exageración... Sin embargo, de lo que no tengo la menor duda es de que algunos rasgos de las vanguardias han sobrevivido. El afán experimentador sigue vigente, determinado en gran parte por las posibilidades que abren los avances tecnológicos y sus repercusiones sociales, a nivel colectivo e individual, en lo material, en la percepción o en la psique misma. Estoy conciente de que lo nuevo no sólo viene de lo tecnológico; de que lo nuevo puede ser un cambio de otra naturaleza y de que a veces los cambios son regresos. Sí, regresos, pero creo que nunca regresiones, pues éstas ya nacen desubicadas y débiles, medio moribundas. Nada vuelve a su lugar original. Los reciclajes, las revisitaciones, los remakes incluyen el estado específico de las cosas a partir del cual fueron realizados. Ya no hay manifiestos, ni proclamas (algo que en su versión escandalosa hoy tiene tufo a démodé), pero subsiste el espíritu antagonista. No en balde Octavio Paz habló, en Los hijos del limo, de una “vanguardia silenciosa, secreta, desengañada”, al

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referirse a un conjunto de poetas entre los cuales se incluía, una vanguardia “crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia” (pp. 208-209). Aunque esta vanguardia silenciosa mantiene una conciencia crítica, tiene como antagonista a la vanguardia anterior que se ha vuelto academia. Es curioso constatar la presencia de esta academia que proviene de una vanguardia, pues señala un ciclo que, al parecer, no hemos abandonado. La vanguardia silenciosa de Paz abre la puerta para reflexionar acerca de la postvanguardia y de la posmodernidad. Sin embargo, aunque hay ligeros cambios, la base siguen siendo los rasgos de la vanguardia que han sobrevivido. El caso es que siempre hay enemigos y, si no aparecen claramente, es posible fabricarlos. Los estridentistas lo hicieron, cuando Maples Arce polemizó consigo mismo mandando a Excélsior un artículo firmado con el nombre de Elguero, como cuenta List Arzubide en El movimiento estridentista (1927). Hoy en día, la academia es un enemigo altamente redituable, como ya lo fue el burgués. Otro es el mercado. No niego la existencia real y palpable de ambos; lo que señalo es su instrumentación, su transformación en trampolín de posicionamiento. Un último comentario que hago a partir de las reflexiones de Poggioli: la lógica vanguardista (o paravanguardista) es propia de las sociedades democráticas, liberales y capitalistas, y desaparecerá sólo con ellas. El mercado es un elemento integral de esa lógica. La asimilación de las vanguardias por el (los) mercado(s) es algo complejo, pues produce paralelamente una actitud vanguardista de asimilación del mercado. Me vienen a la mente de inmediato las latas Campbell’s de Andy Warhol y su Marilyn Monroe. El mercado seguirá siendo un “enemigo” predilecto del espíritu vanguardista. La academia, al parecer, también lo será, y quizás

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lo único que podemos pedir es menos ingenuidad y gesticulación al señalarla.

Un poco de práctica sociológica Retomo ahora el tema del desprestigio de la academia generado desde dentro de la institución. La leyenda negra del asunto está muy bien contada por mi amigo Geney Beltrán, en su “Ensayo escrito con el hígado” del libro Historias para un país inexistente (2005), donde lamenta el penoso estatus que han alcanzado las tesis sobre literatura al ser excluidas explícitamente de los concursos de ensayos. En un gracioso apartado que lleva el título “Rabieta”, caricaturiza las supuestas aspiraciones de un tesista a ser “doctor” para entrar en la élite académica y, entre otras cosas, ser llamado con ese título por las secretarias, gozar de financiamientos para enciclopédicos proyectos, disfrutar becas, congresos y estancias en universidades extranjeras. “Ser doctor le basta y sobra para que mire por encima del hombro al resto de los mortales, en particular a quienes gustan de la literatura y sin embargo no tienen ningún grado académico”, dice Geney, y yo le preguntaría: ¿Y ser escritor, autor, novelista o poeta no tiene efectos parecidos? ¿Haber ganado el premio fulano, pertenecer a mengana revista o recibir elogios de tal o cual crítico no funciona de manera parecida? La ostentación no es exclusiva de los académicos y la de los escritores puede ser igual de hueca. Por otra parte, es verdad que la academia actual es un tanto autófaga y que los mecanismos de evaluación del trabajo realizado en ella han contribuido a su distorsión y corrupción, pero el mundo de los escritores no es muy diferente y, al menos en México, ofrece una abundante cantidad de premios, becas, encuentros literarios

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nacionales o en el extranjero, y no está exento de intereses espurios, grupos de poder, trueques de favores, etcétera. Otros vicios que Geney señala en la academia son más frecuentes de lo que quisiéramos: el extravío en los apoyos teóricos y la fetichización del autor o concepto que está de moda (Giorgio Agamben y la biopolítica, por ejemplo, es ahora muy citado por los tesistas), en detrimento de la lectura cuidadosa, la apreciación y valoración personal del texto; la consecuente esterilidad de aquél que sólo cita autoridades y no las cuestiona y discute; y el olvido del lector. Los primeros dos puntos son simples y los resumo en la falta de creatividad, conciencia de libertad y mínima autoconfianza, cercadas, claro, por el temor a los “doctos tribunales” y a la acusación de plagio, y por la exagerada confianza depositada en el conocimiento construido de una manera piramidal. El colmo de este vicio suelo caricaturizarlo en clase con la cita inútil pero prestigiosa: “Como dijo Aristóteles: ‘el cielo es azul’”, “Como apunta Ricoeur: ‘la metáfora tiene un funcionamiento complejo’”; o con la necedad de la petición de referencias y la manía de la cita: “En tu texto hablas de la modernidad en la poesía de López Velarde, pero modernidad según quién?”. Cabe apuntar que estos gestos tampoco están del todo fuera del mundo de los escritores: basta con pensar en el epígrafe o la alusión a una obra o autor famosos. El último punto que tomé de Geney es problemático porque ¿de qué lector estamos hablando? Si pensamos en el lector en general, mi amigo tiene toda la razón: en la academia es frecuente que se olvide el lado seductor de la escritura. No sé si escribir bien sea realmente un don; de lo que estoy totalmente seguro es de que es una batalla y que da un trabajo enorme. Geney es un excelente prosista, pero ¿pueden o quieren todos librar esa batalla? Por otra parte, me he topado con tesistas sumamente “crea-

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tivos”, que escriben poesía, ensayo o novela y hacen muecas contra lo “académico”, pero que, a la hora de escribir, divagan, pierden el hilo, adornan innecesariamente asumiendo posturas engoladas, “poéticas”, se entregan a oxímoros, paradojas, quiasmos y otras figuras, y a final de cuentas parecen ser incapaces de sostener un discurso con un objetivo medianamente claro y una argumentación consecuente. Esos tesistas también dan un trabajo enorme y a veces desertan, maldiciendo a la academia, por supuesto. El asunto es el problema fundamental del ensayo: el equilibrio entre la estructuración de conceptos con la aspiración a producir verdad y el manejo artístico de la lengua, sus formas, y la actitud creativa del espíritu que eso presupone. Si me parece atinado pedir que se renueve el interés por seducir al lector, no creo que sea certera la afirmación de que “la mayor parte de los artículos y libros que produce la academia deberían estar dirigidos al lector común de literatura”. Por una parte, tendríamos que pensar qué se entiende por “lector común”, porque la categoría es muy amplia. Por otra, el trabajo de “ayudar a leer a los demás” sí se hace en la academia. Sí se producen en ella prólogos, ediciones críticas y materiales de lectura con un espíritu pedagógico. En ocasiones, a esta actividad se le llama “difusión”, especialmente cuando se trata de conferencias, programas de radio, o reseñas y artículos en periódicos o revistas no especializadas. Con todo, no creo que éstas deberían ser las actividades centrales de la academia. ¿Dónde quedaría la discusión especializada, aquella que echa mano de conceptos, términos, descripciones y relaciones que se han venido construyendo poco a poco, aquella que hace eco de la original academia de Platón y que forzosamente implica un lector especializado y no un lector común? Por ello, hay veces que la “difusión” no es bien vista desde el interior de la academia, aunque pueda haber otras

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razones. Sin duda, ser leído es un privilegio que levanta envidias y hay académicos que, efectivamente, no son leídos ni por sus pares. Por otra parte, no puedo dejar de mencionar que la labor de difusión también es realizada por los periodistas culturales y que no es raro que algunos de ellos, al igual que muchos escritores, arremetan también contra los académicos. Sin embargo, ese es ya otro problema, quizás un problema de idiosincrasias gremiales o de celos profesionales. Mencionaba anteriormente que las exigencias del sistema de evaluación del trabajo académico habían contribuido a su distorsión y corrupción. La medición del avance de la investigación por medio de estadísticas ha orillado a muchos a simular, a inflar sus logros, a publicar trabajos inconclusos. Publicar —especialmente en revistas indexadas— se ha vuelto una necesidad de supervivencia, así como impartir cursos, dirigir tesis, participar en comités, etc.; todo para agregar una línea al currículum y poder exorcizar la angustia de llenar informes, como el del Sistema Nacional de Investigadores, bajo presiones amenazantes. Esto incluso ha hecho surgir protestas internacionales —véase la del manifiesto Pour un mouvement Slow Science (www.slowscience.fr)— que buscan que la investigación vuelva a tener un ritmo razonable, adecuado a las materias que trata. ¿No habrá un paralelo con nuestros escritores superstars secuestrados (a veces con total anuencia) por la velocidad de los consorcios editoriales y el circo mediático que no los deja escribir? ¿No habrá otra analogía posible con los informes que es necesario llenar para las becas de creadores? He oído con frecuencia a amigos que se quejan con gran fastidio de ellos. Sin embargo, por otra parte, también he sabido cómo algunos becarios entregan manuscritos para salir del paso, hechos a última hora... Y también hay quien publica sólo por “marcar

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presencia” en el medio y quien se alinea a las modas literarias, sin que éstas se avengan con sus propios estilos, tal vez de una manera similar a la de las modas académicas que mencioné. Estoy de acuerdo con Geney cuando dice que en la academia hay sus excepciones... como las hay en el mundo de los creadores. ¿Qué haríamos si todos los poetas fueran como los que retrata Gombrowicz en su también hepático ensayo Contra los poetas? Hay de académicos a académicos, así como hay de escritores a escritores: en ambos lados hay simuladores, defraudadores, plagiadores y gente brillante, íntegra, respetable. No se puede condenar en bloque ni a la academia ni a la poesía. Por último, me gustaría abordar el tema de la brecha incómoda que hay entre académicos y creadores, y de los recelos y gestos que se generan cuando unos se encuentran inmersos en el medio “natural” de los otros. En el caso de los creadores que trabajan en el medio académico, estas suspicacias parecen inexplicables, ya que con frecuencia son los creadores y sus creaciones el foco de estudio de los académicos. ¿Qué más querría el medio académico que tener en sus filas a creadores que, conociendo los entresijos de la actividad, la pudieran abordar desde la perspectiva de la academia, compartir su experiencia y debatir? Sin embargo, hay cierto perfil de académico “duro” que condena las actividades creativas, pues las considera como impertinentes a su institución o como fuentes de distracción de la investigación realmente académica. Es aquél que es capaz de entablar la guerra de los puntos, las comas y las abreviaturas, en los formatos para citas y bibliografías; aquél que aboga porque sólo se estudien autores muertos, para que su obra esté ya fija. Exige mezquinamente la cita del propio trabajo en el de los otros, porque defiende “territorios cercados” que son de “su propiedad”, como especialista; es capaz de guardar por décadas una obra en el cajón

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porque él es el único preparado para anotarla; se transforma en una especie de alter ego del autor en que se especializa, vive parasitariamente de él manejándolo como muñeco de ventrílocuo, y lo considera una especie de capital intelectual. A pesar de todas estas manías e imposturas, ese académico “duro” a veces tiene razón en sus muecas, pues también hay creadores que viven de la academia, aunque raramente hacen trabajo académico o, de plano, se asumen como “aviadores” y reportan en sus informes libros de cuentos, talleres de creación, homenajes, premios literarios, etcétera. También hay actitudes suspicaces hacia los académicos. El año pasado fui a tomar un curso sobre autobiografía en la Universidad Veracruzana. Lo impartía un brillante y ameno académico de una universidad española. Me sentía cansado de dar cursos y hacía tiempo que no me daba el placer de sentarme del lado contrario a escuchar. Coincidentemente, en la ciudad tenía lugar el Festival Hay de literatura, al que me fui a asomar. Algunos amigos escritores que me encontré ahí me preguntaban ¿cuándo vas a leer? Y yo les respondía que no había ido a leer, sino a tomar un curso en la universidad. La situación era equívoca, pues la pregunta implicaba desde un gesto de mera cortesía —porque era raro que viviendo en el DF yo estuviera en Xalapa sólo para asistir a un festival-feria como ése— hasta la sorpresa (alegre, envidiosa, curiosa, neutra, qué sé yo) de cómo me habían elegido para participar en un evento de esa naturaleza. En varias comidas estuve con académicos y poetas, académicos-poetas y poetas-académicos (al gusto), y en una de ellas uno de los comensales me preguntó algo parecido a “¿Y cómo te fue en el curso, ya acabaste, qué calificación te pusieron?” a lo que respondí que me habían recomendado que aprovechara el Festival Hay para conocer a los creadores, entrevistarlos y aprender algo de la viva

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fuente. Todos nos reímos, pero en el fondo sabíamos que había algo de sorna en ambos comentarios que respondía a la brecha entre académicos y creadores. Noté, en el festival, que las semblanzas curriculares que se leyeron al presentar a los poetas, ni por asomo se mencionaba que algunos trabajaban en universidades. Esto ya lo había percibido en las notas de los autores que se incluyen en las contraportadas de los libros de poesía. Me dicen que la razón de esta asepsia es muy simple: son actividades de la misma persona que no tienen por qué mezclarse, es una cuestión de orden. Sin embargo, creo que hay algo emotivo en el asunto, como si estar en la academia produjera una cierta vergüenza. El caso contrario no es simétrico: los académicos con libros de poesía, premios literarios o estancias en escuelas de creación, casi siempre los incluyen en sus currículos. ¿Es sólo cuestión de orden? Otro incidente significativo tuvo lugar en aquella visita a Xalapa. Una de las autobiografías que vimos en el curso fue la de Roland Barthes. Algunas preguntas interesantes surgieron: ¿Cómo alguien que había postulado la muerte del autor se convertía en un autor? ¿Qué peculiaridades traía una escritura como la de Barthes al problema del contacto de la autobiografía con la ficción y a la figura del autor? Se habló de cómo había críticos que eran “artistas de la teoría”, de cómo la teoría pasaba a ser literatura, y de cómo Barthes, después de su polémica con Raymond Picard, acabó remontando el rechazo del medio académico para finalmente impartir cátedra de semiología en el Collège de France, con el espíritu heterodoxo que siempre lo caracterizó. La aparición de Barthes era casi de azar objetivo: la personificación de que la crítica literaria y la creación poética, la reflexión estética profunda y la intuición lírica no están reñidas. Para concluir, me gustaría señalar un rasgo curioso y seguramente inconsciente de algunos de los gestos antiacadémicos de

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los creadores: entreverados en las descalificaciones de la academia se encuentran términos y conceptos que provienen justamente de ella. Tomo un ejemplo del ensayo “Rivalidad y desacuerdo estético en la poesía mexicana reciente”, de mi amigo Julián Herbert, incluido en su libro Caníbal. Apuntes sobre poesía mexicana reciente (2010). Dice Julián, a propósito de una aproximación al ensayo de Jorge Fernández Granados “Poesía mexicana de Fin de Siglo. Para una calibración de puntos cardinales”: Lo que a mi juicio está ausente del enfoque crítico a que me refiero (y me sorprende: estamos hablando entre poetas y lectores de poesía, no entre académicos) es la noción de que el poema es un objeto en el mundo. Hablo de aquello que Luigi Pareyson definió como estética de la formatividad, y que Umberto Eco describe así: “Una concepción del arte como hacer, hacer concreto, empírico, industrial, en un contexto de elementos materiales y técnicos: un concepto del fenómeno artístico como organismo” (Umberto Eco, La definición del arte, Madrid, España: Roca, 1990, pp. 13-14)

Lo que me pregunto es ¿de qué estaríamos hablando si fuéramos académicos los interlocutores en esa conversación-valoración? Creo que exactamente de lo mismo. ¿Los poetas deberían estar más concientes de esta dimensión? ¿La manera de tenerla en cuenta es diferente entre los académicos? ¿Para qué citar enseguida a Umberto Eco (con todo el aparato “académico” de nota de pie de página con referencia completa) si lo que se toma de él es, grosso modo, el significado amplio de poiesis? Más adelante creo distinguir otro aspecto de la utilización confusa del término académico, en el siguiente señalamiento: Lo cierto es que en nuestro país hay gran arraigo del pensamiento académico, tanto en el ámbito de la crítica como en el de la confección de poemas. Con esto no quiero decir que seamos arcaicos:

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la erudición y las poéticas de la discontinuidad han coexistido y se han nutrido mutuamente en diversas literaturas occidentales [...]; pero México (y a despecho de la invención paciana de la “tradición de la ruptura”, maquillaje dialéctico de un autoritarismo veleidoso) es un país conservador tanto en sus hábitos políticos como en los estéticos.

Julián corrige la confusión. En realidad, no somos académicos sino conservadores. En todo caso, tenemos arraigado ese espíritu solemne de la academia como guardiana de la tradición y nos cuesta mucho ser irreverentes. Continúo leyendo el ensayo de Julián y me encuentro otra mención interesante: Ésta es la trampa en la que caen los poetas y lectores más conservadores de México: metonimizar su criterio; tomar un objeto poético fallido para justificar sus prejuicios ante una determinada estrategia de la poesía. Juegan también un sucio juego académico [subrayado mío]: luego de asestar un manazo de jerga (“isotopía del significante” suele ser su preferido) señalan: “La estética de este poema es experimental; pero este experimento ya no funciona porque está muy manido”. Es decir, afirman que algo es novedad y luego lo condenan por no ser novedoso; lo qué, amén de tautológico, es perverso.

Estoy totalmente de acuerdo en que hay perversidad en el manazo de jerga, aunque “metonimizar” también tiene algo de ese espíritu: ambos incluyen elementos de retórica. Sin embargo, hay elegancia y simplicidad en el verbo de Julián, mientras que en el “manazo” encuentro una afectación: un deseo de impresionar y un enfoque analítico cuya actualidad es cuestionable. Repito, lo académico no sólo es lo trasnochado, lo retardatario. Me parece que este enfrentamiento que describe Julián entre conservadurismo y experimentalismo se define mejor en el

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primer ensayo de su libro, “Lo antológico y lo generacional”, cuando describe el “lirismo de academia” —representado por Mario Bojórquez— como uno de los “tensores” de la generación que analiza (la de Fernández Granados, Sánchez, Bautista y Lumbreras). Dice Julián que se trata de un “neoclasicismo a la mexicana veteado de preceptiva literaria y dicción solemne” pues los integrantes de este tensor “se han manifestado contra la experimentación literaria”. Aquí el sentido de academia está bien delimitado con la alusión al neoclasicismo (en realidad ya lo hubo en México y éste sería un neo-neoclasicismo), a la preceptiva literaria y a la dicción solemne. Tal vez lo que irrita a Julián es lo que ya mencioné como regresión en páginas anteriores. Toda edad clásica —dice Poggioli— tiene el sentimiento de representar una especie de cumbre, cuyo pasado inmediato fue sólo una fase de acceso y que el inminente futuro conservará a niveles nunca alcanzados, para evitar una caída en la barbarie. La actitud de este “neoclasicismo a la mexicana” parece ser de “rescate”, ante la era de decadencia en la que ha entrado la poesía, situación lamentable de la que es responsable la poesía experimental. Como dije, los regresos no son negativos per se y las preceptivas no son sólo de manual y pueden funcionar como contextos de creación (Julián apunta acertadamente que incluso lo experimental se vuelve preceptiva). Lo que me parece negativo es la solemnidad, de larga y enraizada tradición en México, pues me resulta muy difícil imaginarme un “retorno a la solemnidad”. Cierro mi comentario con un hallazgo en otro ensayo de Julián, “Para una filosofía de la descomposición”, que me parece muy positivo. A propósito de su generación, apunta: Dedicarnos a la literatura no sólo nos requiere un aprendizaje académico, estético y estilístico, sino también un aprendizaje psicológico que contribuya a hacer menos encarnizadas y amaneradas

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nuestras disputas, menos señoriales (es decir infantiles) nuestros modos de relación textual y extratextual, menos egoístas y resentidos nuestros motivos para criticar (tanto en lo individual como en lo tocante a las instituciones), menos suspicaz y emocional la recepción de las críticas que se nos hacen. No estoy excluyéndome de estos defectos: solamente los considero como tales, y creo que de ellos participamos casi todos los poetas de este país.

La integración armoniosa de lo académico en la formación y el bagaje de quien escribe poesía y reflexiona sobre ella está no sólo señalada, sino que convive con una disposición de apertura y libertad ante la crítica, que busca combatir la solemnidad, la aparentemente insoportable susceptibilidad al ridículo, para poder sortear lo accesorio, señalarlo y neutralizarlo, y enfocarse en la discusión de alto nivel. ¿No recordaría esto el espíritu de la Academia de Platón? Concluyo mi ensayo regresando a las interrogantes de mi punto de partida. Me queda claro ahora que lo que me irritaba y me sigue irritando es que las discusiones en torno a la poesía, que deberían ser serias, que deberían seguir el camino de la Academia original y honrar la pasión por el conocimiento que mostró Platón, acaben echando mano de un recurso retórico heredado del modo de acción de las vanguardias: señalar a la academia y a los académicos como los archienemigos de la libertad creativa, obedeciendo el imperativo del culto a la novedad, para así alejarse de lo mediocre. Veo que esa actitud fue construyendo un estereotipo que se procura evitar a toda costa, pero que tal estereotipo no resiste un análisis minucioso. ¿Quiénes son realmente los académicos? ¿Dónde está la academia? Los matices y los contextos afectan la manera de significar del término. Condenar a los académicos rasurando los detalles es una acción que parece tan injusta como la expulsión de los poetas de la República. Lo

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realmente condenable es la mediocridad parapetada en fórmulas y recetas de saber previamente autorizado, fórmulas rodeadas de prestigio y glamour, que a veces se exhiben pedantemente como pruebas de calidad o de originalidad. Me queda más claro que entre el mundo de los académicos y el de los poetas existe una brecha lamentable que habría que buscar saldar urgentemente; que las instituciones, sus costumbres, principios y reglamentos pueden ser distorsionados y corrompidos, pero que no todo lo que se enfrenta a ellos se contamina de igual manera. Ojalá los poetas recuerden, cuando se refieren a la academia, que la academia original fue la de Platón y que algo subsiste de ella. Ojalá y los académicos tengan presente, cuando se refieren a la subjetividad del discurso poético, lo que dijo Barthes acerca de lo que podría ser la actividad del profesor en el Collège de France: “soñar en voz alta su investigación”.

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E scribir

poesía en

M éxico II

se terminó de imprimir en marzo de 2013, en Serna Impresos, en la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Para su composición se utilizaron tipos de la familia Stempel Garamond

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de 9.5, 10.5 y 15 puntos. El tiraje consta de 1000 ejemplares.

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