Polémicas culturales. Acercamientos teóricos

May 27, 2017 | Autor: Pablo Argüelles | Categoria: Cuba, Intelectual History, Historia Social Y Cultural, Debates intelectuales
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Polémicas culturales, acercamientos teóricos. Pablo Argüelles Acosta Resumen: Intentamos una caracterización de las polémicas culturales en diversos niveles de concreción discursiva. Entendidas como un corpus de textos que suelen manifestar contradicciones recíprocas –las cuales en no pocas ocasiones encarnan sus propios autores–, su estudio reviste la mayor importancia en determinados contextos culturales, lo que ejemplificamos en este trabajo con algunas polémicas acontecidas en el campo cultural cubano con posterioridad a 1959. Las polémicas culturales, ellas mismas una temporalidad discursiva de enunciado y réplica, señalan con frecuencia un antes y un después en el campo cultural y social en que acontecen. Momento de eclosión, con grados propios de intensidad y sacudidas; su epicentro dispuesto en las voluntades, los cursos de vida, los relatos históricos que habitan, los lenguajes, el lenguaje. Probablemente cualquier otra práctica discursiva pueda reclamar tales repercusiones, pero con la polémica es que llegan a medirse sus contrastes recíprocos, delineando su historicidad, reclamando los cuerpos, escindiendo la palabra. Sin embargo, la polémica como «género discursivo», o gesta civil, sería relativamente reciente; hija del espíritu romántico, pero también de la infraestructura intelectual que le sirve de vehículo: publicaciones, grupos, grados de socialización del conocimiento, órdenes políticos y culturales (muchos de ellos concreciones de pasados polémicos). La exégesis de las polémicas que aquí intentamos es sensible de adoptar una perspectiva que tenga en cuenta aspectos relativos tanto a su filogénesis1 como a su ontogénesis. Esta indagación considera la múltiple determinación de sus peculiaridades semióticas (condiciones de enunciación, aspectos sintácticos y semánticos que las caracterizan), pragmáticas o performativas (relativo a la distribución de los actores y la constitución de las prácticas), culturales (temas dominantes, sus condiciones de posibilidad de acuerdo a valores culturales específicos) e históricas (condiciones de emergencia en estrecho vínculo con las determinaciones culturales). De alguna manera nos vemos tentados a reconocer una cierta progresión en la carga semántica que aporta cada uno de estos órdenes lo que nos conduce a una suerte de recorrido generativo de la polémica. Sin embargo, debemos admitir que todos estos aspectos establecen una sobredeterminación recíproca, sin que pueda definirse a priori una orientación determinada de tal recorrido generativo y que por lo tanto una perspectiva lógico– deductiva de este tipo se muestre insuficiente para delimitar tanto el corpus que constituye la polémica como las reglas de su funcionamiento. Muchos de estos aspectos se amalgaman cuando consideramos momentos específicos de las polémicas. Por ejemplo, el límite impreciso entre lo semiótico y lo performativo viene señalado en la medida en que una polémica puede reconocer como su objeto no sólo un tema determinado, o el criterio que sobre éste tiene uno de los interlocutores, sino también, en consecuencia, este interlocutor mismo, ubicado en una situación de enunciación pero también en un espacio histórico e inmerso en históricas relaciones sociales. En una polémica que sostuvieran Ambrosio Fornet y José Antonio Portuondo, entre julio de 1964 y febrero de 1965, a propósito de «la novela de la Revolución cubana», pero que caló en aspectos teóricos y doctrinales, Fornet sostenía que: 1

Aprovechando metafóricamente el «término introducido por Haeckel (1834-1919) para designar la historia evolutiva de una especie, género o raza y, en general, el proceso de la evolución ascendente de las especies, a diferencia de la ontogénesis que es el proceso de desarrollo de un organismo.» (Cortés Morató y Martínez Riu, 1996)

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Los creadores están en desventaja si no pueden dirigirse al pueblo igual que los críticos y los burócratas de la cultura. De un novelista o un poeta cubano joven no se editan nunca más de dos o tres mil ejemplares; de un tratado escrito hace quince años por un teórico soviético que ya nadie lee en la Unión Soviética, se editan miles de ejemplares, que van automáticamente a las escuelas y a los organismos de masa. Es la pelea del león suelto contra el mono amarrado. (Fornet, 1964: 16) Mientras que Portuondo en su «Contrarréplica a Fornet» afirmaba: De todos los escritores jóvenes de Cuba, posiblemente sea Ambrosio Fornet, en lo que pueda tocarle de «burócrata de la cultura», como funcionario de la Editorial Nacional de Cuba, quien menos deba sostener afirmaciones como la precedente. (: 34) Obviando por ahora detallar todas las sucesivas concreciones semióticas, culturales e históricas en que los sujetos de esta polémica incurren; podemos advertir que al señalarse recíprocamente como «burócratas de la cultura», ambos interlocutores apelan a atributos, roles y valores que forman parte del sistema de relaciones sociales en el ámbito cultural y político. Estas alusiones en cierta medida confunden los espacios de contienda de la polémica, los discursivos y los sociales, tal vez sin solución de continuidad; de tal modo que pudiéramos conceder que en la polémica se tramita, en el escenario simbólico, el papel que los interlocutores asumen en la distribución de los espacios de poder, de sus atributos, del deseo, y que por tanto los toca en su individualidad y volición. En la cercanía de los actores discursivos e históricos la polémica se convierte en escenario, teatro de la vida, con todas las repercusiones que para la calidad ontológica de los discursos y lo real esto pueda acarrear. Si en la polémica se ha de efectuar una suerte de intensa catexis2, su capacidad para encauzar las contradicciones de órdenes diversos (el del discurso y el pragmático) en una épica «virtual», corre el riesgo de dejar un resto que no se tramita en la representación, origen de la angustia psicológica en el individuo, pero que en el dominio público pone a prueba la capacidad de una sociedad, un orden jurídico, de las prácticas discursivas en las que la polémica se inserta —que la autorizan o la excluyen—, para otorgarse un destino más o menos satisfactorio, para descubrirse sus fantasmas. Considerar la polémica desde un punto de vista semiótico debe tener en cuenta, en primer lugar, que ella se constituye por el vínculo entre varios textos (cuya singularidad por el momento queda por precisar). Cabría entender la relación que se establece entre estos textos y que conforma el «significante» de la polémica, el corpus que ella articula, como un conglomerado intertextual, y describirlo en términos de las peculiares relaciones textuales que la conforman. Si bien los rasgos textuales anafóricos son indispensables para la constitución de este corpus (un «efecto disfórico» intertextual, como principio), la distancia que ellos guardan con el nivel de la enunciación les resta fuerza apodíctica al sistema que establecen. Por ejemplo, pudiera aducirse para ilustrar esta dificultad, la imposibilidad de reconocer una polémica del conjunto de críticas contemporáneas a una obra, por divergentes que éstas sean. Del 2

«Concepto económico, la catexis hace que cierta energía psíquica se halle unida a una representación o grupo de representaciones, una parte del cuerpo, un objeto, etcétera.» (Laplanche y Pontalis, concepto de catexis)

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mismo modo, los mecanismos para la constitución de corpus bibliográficos (referencias cruzadas, índices, epígrafes, etc.) no suelen permitir discriminar una polémica de un conjunto de textos que ellos vinculan, lo que, dicho sea de paso, constituye una dificultad a la hora de investigar a partir de estas fuentes las polémicas que tuvieron lugar en una época determinada. Sin embargo, la ambigüedad misma de estos ejemplos nos alerta sobre un riesgo teórico a la hora de caracterizar la polémica como dispositivo semiótico: ¿las contraposiciones textuales deben concebirse siempre como contraposiciones pragmáticas para justificar la existencia de una polémica? En este sentido, puede haber zonas de la producción textual (como en la academia, por ejemplo) donde las contraposiciones «se sientan» (si cabe esta fórmula) como etapas de acceso a la verdad o momentos del conocimiento, de las cuales los enunciadores (sus sucesivos avatares textuales y reales) no siguen estrategias analíticas y argumentativas contrastantes, sino que se atribuyen a un enunciador abstracto y universal. No se puede descartar teóricamente la posibilidad de que se reconozca en estos textos una «polémica», por lo que, como en más de un lugar en estos apuntes, tengamos que reconocer la función que cumplen las circunstancias contextuales o los intérpretes. Por lo tanto, el análisis semiótico de las polémicas debe ser consciente de ese umbral a nivel de la enunciación en que los textos se reclaman recíprocamente, implicándose como enunciados totales en un aquí y un ahora que es el tiempo histórico de sus enunciadores; ellos mismos, con frecuencia, marcas textuales de la existencia de la polémica, cuando son reclamados como sujetos de una agencia3. Sin embargo, no debemos descartar la potencialidad heurística de una descripción semiótica de las polémicas, si bien somos conscientes de que una delimitación suficiente como corpus textual suele comprometer otros índices externos o la compresión de la repercusión pragmática —histórica incluso—, un sistema de relatos en el que ella se encuentra inmersa. Como límite inferior de este análisis semiótico podríamos reconocer una intertextualidad generalizada, esa ilimitada remisión entre textos que constituiría el dominio de la cultura y lo inteligible. Sin embargo, preferimos destacar otros paradigmas teóricos recientes que dan cuenta de la existencia de un fundamento pragmático, y hasta polémico, del conocimiento y el lenguaje. Así, para Jean-François Bordon (1991), de acuerdo a los vertimientos actoriales en la estructura polémica, ésta «puede representar un conflicto (pragmático, cognoscitivo o tímico4), pero también el proceso de conocimiento mismo». Por otra parte, consideraciones en torno a la teoría de la argumentación plantean igualmente un escenario «polémico» como fundamento de las estructuras deductivas. E. M. Barth explica el paso desde un paradigma teórico monológico a uno de Inteligencia Distribuida (ID) y afirma que: Sobre la base de una perspectiva de ID, los contra–argumentos a una tesis son, y deben ser estudiados como, argumentos provenientes de un oponente (temporal) de esa tesis, mientras que los argumentos a favor, así como los contra contra– argumentos son, y deben ser estudiados como, argumentos provenientes de un promotor (temporal) de la tesis. Promotor y Oponente son roles que pueden ser 3

Agencia debe entenderse como un neologismo a partir del término agency que se refiere a la capacidad de actuar, al sujeto actuante. 4 La categoría tímica se define como: «Categoría clasemática cuya denominación está motivada por el sentido de la palabra thymie —“humor, disposición afectiva de base”(Petit Robert)— […] La categoría tímica se articula, a su vez, en euforia/ disforia (con aforia como término neutro) y juega un rol fundamental para la transformación de los microuniversos semánticos en axiologías». (Greimas y Courtés, 1982)

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desempeñados por una misma consciencia (individual o generalizada). La asunción por la lógica formal de este hecho convierte algorítmicamente la discusión en deducción. (Barth, 1991: 18) Ahora bien, el grado de generalidad de estas propuestas, su nivel de abstracción, si bien dispone teóricamente el escenario de una descripción «pragmática», excede el corpus de textos que pueden ser considerados como «polémicos» de acuerdo a la doble aproximación, tanto «intensiva» (cuando, por ejemplo, un texto expone la indagación en torno a un fenómeno desde una perspectiva científica), como «extensiva», (teniendo en cuenta que el proceso de conocimiento es un resultado de cualquier enunciación de acuerdo a su aporte de información intrínseca). Por lo tanto hemos de seguir aquí una perspectiva local que precise las características textuales y semióticas de las polémicas, asumiéndolas como una emergencia, una huella, un brote, que sigue la tensión recíproca entre la determinación «esencial» que estas propuestas suponen como de las condiciones históricas y contextuales que las determinan. Precisando: el corpus de la polémica estaría constituido por un dominio de textos que entran en conflicto, cognoscitivo sin dudas (como contraposición de ideas), pero también pragmático (como contraposición de programas y agencias), pues señala, ostensiblemente a veces, la instancia de sus autores. A éstos preferimos considerarlos por el momento en tanto actores de la enunciación, para, por el camino del análisis semiótico, destacar luego su emergencia histórica, como autores. Estos actores son los que se desempeñan en el escenario polémico textual y en ellos reconocemos al enunciador y enunciatario polémicos, así como al enunciador replicante. Greimas y Courtés definen al enunciador y al enunciatario como dos instancias de la enunciación, que de acuerdo a su perspectiva textual están presupuestas a nivel del enunciado: Se llamará enunciador al destinador implícito de la enunciación (o de la «comunicación»), distinguiéndolo así del narrador —equiparable al «yo», por ejemplo— que es un actante obtenido por el procedimiento de desembrague e instalado explícitamente en el discurso. Paralelamente, el enunciatario corresponderá al destinatario implícito de la enunciación, a diferencia del narratario (por ejemplo: «El lector comprenderá que…»), reconocible como tal en el enunciado. (: 148) Desde nuestro punto de vista, hemos de neutralizar la oposición entre enunciador/narrador, o enunciatario/narratario, tanto en el aspecto de su manifestación implícita o explícita como para evitar la ambigüedad terminológica dada la naturaleza no narrativa (de ficción) de la mayoría de los textos que componen las polémicas. De tener en cuenta textos narrativos de ficción (con frecuencia ellos están en el origen de las polémicas) sería en consideración a su repercusión significativa antes que por la pertinencia de la anécdota. Por otra parte consideramos al «enunciatario polémico» el actor que tiene capacidad de réplica explícita, el interlocutor polémico, y no a todos los destinatarios virtuales del texto. Sin embargo, no debemos olvidar un actor «silente», el auditorio, los lectores, receptor aparentemente pasivo que, en cambio, puede mostrarse pertinente al interior de cualquiera de los textos, como enunciatario en sentido estricto, y que prolonga a los actores polémicos como parte de una comunidad, un estado de opinión, una autoridad, a la cual se dirigen o de la que se constituyen en portavoces. Este receptor intercambia su relevancia enunciativa con el «enunciatario polémico». El público, los lectores, es la instancia a quien se dirige eventualmente el texto, como segunda persona gramatical, a veces, mas no como destinatario inmediato, el

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enunciatario constituyente del texto polémico, que puede manifestarse también revestido de la segunda persona gramatical en el discurso (por ejemplo, en citas del tipo «usted ha afirmado en su artículo aparecido en la Gaceta...»). Cada uno de estos actores despliega en la polémica sus propios programas tanto cognoscitivos como pragmáticos en una relación de oposición que puede situar a su interlocutor en posición de anti– sujeto o que puede entrañar modalizaciones contrarias o contradictorias de los objetos sumidos en estos programas. Puede notarse que no respetamos la densidad semiótica que en sentido estricto tendrían estos actores de acuerdo a los niveles de concreción lógica a los que pertenecen, y que podemos pasar de los actantes a los actores y de ahí a los sujetos históricos sin dar cuenta explícita de los mecanismos semióticos implicados. Incluso con demasiada evidencia somos culpables quizás de tendenciosidad al interpretar las disyunciones conceptuales como disyunciones actorales, tal vez no tan explícitas a nivel del enunciado. En todo caso, nos interesa hacer ver los cambios de entorno (textual o pragmático), que delatan a la polémica como una entidad de fuerte propensión performativa. De sus actores nos valemos para delimitar una serie de «configuraciones» teniendo en cuenta su manifestación en el macrotexto que constituye la polémica y sus relaciones con el tema o los temas que en ella se debaten. Estas «configuraciones» suponen una variada alternancia de voces y de remisiones mutuas:  En un primer caso: en el enunciado que pone de manifiesto la polémica (no el inicial por supuesto) no se singulariza al enunciatario polémico (aunque pudiera hacerse una referencia tangencial como en «se dice», «los partidarios de»), o bien se expresa una contradicción con un tema atribuible por un intérprete a este enunciatario «virtual». Formalmente este enunciado inicial no constituye una polémica en sí mismo y se situaría en el límite de la crítica y la polémica. Por esta misma razón no se refiere a un texto anterior específico, más bien reclama una respuesta, situando la polémica prospectivamente.  En un segundo caso: el enunciado que pone de manifiesto la polémica explicita y singulariza el enunciatario polémico de un enunciado anterior específico (expone su contradicción con respecto a este enunciatario directamente, como sujeto de un «discurso», o con respecto a la valoración o el vínculo establecido por este enunciatario con un enunciado o evento determinado). A diferencia de la respuesta a posteriori que reclamaba el caso anterior, el enunciado a priori de éste no se formuló inicialmente con una intencionalidad polémica explícita. El enunciador se convierte así en un enunciador–replicante.  En un tercer caso: que vincula los dos anteriores en la medida en que al menos dos textos formulan explícitamente su intencionalidad polémica recíproca o con respecto a un enunciado, un evento, que puede estar situado con anterioridad a ellos o bien formulado como tema en ellos mismos. En el primero de estos casos, podemos hablar de una polémica en ciernes mientras el enunciatario polémico no cumpla su rol de enunciador–replicante, que, dadas determinadas circunstancias en el campo intelectual del que se trate (censura, diferencias de rangos políticos o intelectuales de los sujetos implicados, etc.) podría no asumir; situación en la cual queda por discernir su carácter de texto polémico (suerte de amalgama del macrotexto de la polémica), delimitando muy bien su distinta pertinencia con respecto a la crítica. En el segundo caso se ha recorrido completamente el ciclo

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enunciación–réplica en enunciados independientes, sin embargo, en él no se ha formulado explícitamente la intencionalidad polémica por todos los interlocutores, como sucede en el tercero de estos casos en el que son plenamente conscientes. El papel que juega la interpretación en el reconocimiento de la polémica es inversamente proporcional a la expresión de esta intencionalidad y al hecho de hacer patente el texto o el actor que se cita y cuestiona. La intensidad del cuestionamiento tendrá más «virtud» polémica si es más acentuada la referencia al enunciatario polémico, o cuanto más directamente se sientan impugnados su individualidad y sus valores. Este hecho nos persuade de intentar una discriminación suficiente entre polémica y crítica, si bien podemos tentativamente señalar algunos criterios de débil fuerza apodíctica. Formalmente, dado el carácter metatextual de ambas, el texto crítico constituiría una suerte de morfema polémico. Sin embargo, la polémica supone una confrontación, una contrariedad con el discurso tomado como objeto, lo que no es una necesidad para el texto crítico, que puede ser asertivo y partidario. En el caso de que se dé una orientación negativa hacia el texto objeto, el límite crítica–polémica se vuelve aún más impreciso. En la medida en que el texto crítico evidencie el escenario polémico y precise más o menos explícitamente sus roles, aumentará el grado de concreción desde un programa cognoscitivo abstracto a uno pragmático cada vez más contextualizado. Tergiversando un poco a Foucault —cuando dilucida el carácter contradictorio de la noción de crítica—, desde esa «alta empresa kantiana» llamada crítica a «las pequeñas actividades polémicas que se llaman crítica» (citado por Butler, 2000). En este sentido podríamos convenir que el texto será tanto más polémico en la medida que los sujetos y los objetos del texto crítico se actualizan en un contexto de enunciación determinado y, del concepto o el tema, se pasa al texto como enunciado unitario, de éste a la totalidad de los textos que supone (la obra completa de su autor, de su grupo generacional, una poética histórica determinada, etc.), cada vez más cercanos metonímicamente al enunciatario polémico en calidad de sujeto histórico, de anti–sujeto en un aquí y un ahora del escenario polémico. Igualmente, el objeto que cursa la polémica, el tema polémico, se sitúa en todos los niveles de concreción del discurso. Puede discurrir bien sobre un tema específico o puede —con no poca frecuencia, mostrando así una notable vocación metalingüística—, trascender este nivel atendiendo entonces la instancia de los textos que constituyen la polémica misma, sus autores, o bien, situándose en un nivel semio–epistemológico, prescribiendo la polémica en sí. En estos tres últimos casos, resalta la vitalidad polémica de los textos, su autoconsciencia, en la medida en que pueden hacer tanto más explícitas las reglas de funcionamiento y las condiciones de existencia de las diferentes instancias que conforman la polémica. Sin embargo, circunscritos al dominio textual, el corpus que estas configuraciones establecen excede el de las polémicas culturales, en tanto el ciclo enunciación–réplica se daría, por ejemplo, en textos tan disímiles como los ejercicios de grado académico o las décimas de los repentistas en sus controversias. Sin dudas el carácter predominantemente sintáctico de estas configuraciones si bien permite fijar criterios necesarios para la constitución de la polémica, a nivel textual debe complementarse con vertimientos semánticos, esas concreciones textuales que son el resultado de los relatos históricos, los programas personales que eclosionan en la polémica. Estos vertimientos tienen un carácter histórico y definen el campo «natural» de la polémica, tanto que en algunos casos se puede hablar de «temas polémicos» independientemente de que ellos hayan dado lugar o no a polémicas concretas. De todos los dominios en que la practica simbólica se ejerce, es sin dudas en el campo «cultural» (entendido como esa serie de discursos que componen la cultura artístico literaria, la

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reflexión teórico cultural, la estética de las artes, discursos políticos, filosóficos, éticos), el que dispone, quizás, la mayor cantidad de temas polémicos y es en este marco que la polémica adquiere una visibilidad, una identidad como práctica social. Sin embargo, restarle pertinencia polémica a los discursos «no culturales» (si es que puede hablarse en rigor de tales) o ficcionales, no deja de ser el síntoma más notorio de seguir, por nuestra parte, una falsable intuición e inconfesables prejuicios doxológicos, una suerte de petición de principio, incluso cuando el dominio señalado pudiera reclamar todo lo que de polémico la opinión predica. Otro criterio más impreciso, que parte de esa visibilidad de la polémica como práctica social, nos lleva a considerarlas en tanto corpus de textos con una publicación o publicidad ostensible: desde ediciones establecidas hasta páginas de Internet o textos electrónicos difundidos públicamente, estos últimos con un carácter conflictivamente efímero, aunque se puede constatar que el medio no obsta la calidad y la profundidad polémicas. Tales documentos constituirían en su unidad el macrotexto de la polémica, cuya manifestación histórica, a causa de ser esencialmente una pluralidad de textos, carece de un cierre a priori. Podría afirmarse que existe un núcleo de la polémica, garantizado tanto por las clausuras «sintácticas», las marcas textuales en los textos que la constituyen (del tipo: «con esto dejo cerrada esta polémica»); como por la pertinencia histórica del tema que tratan. Aunque, en rigor, a expensas de su carácter abierto, la polémica podría extenderse, por ejemplo, a glosas futuras de los textos que la constituyen, por razones de economía tanto interpretativa como de los escenarios que dan origen a la polémica (con actores y programas contemporáneos), hemos de asumir el texto de la polémica como ese núcleo originario, fijado antes por el espíritu de época que le da origen que por las marcas textuales explícitas que ostentan. Por otra parte, no hemos de tener en cuenta aquí estructuras como las de los ejercicios académicos; francamente polémicas desde el punto de vista formal y sintáctico, con un rastro documental incluso, mas desprovistas generalmente de una repercusión exterior al medio académico, que suele evidenciarse sobre todo en las concreciones positivas que de ellos resultan sancionadas, que por el acontecer «dialógico» que los constituyen, esencialmente conciliatorio, por demás, a diferencia de la polémica «extracurricular» que se define por la disyunción sistemática, y su fuerte carga intersubjetiva. Pudiera aducirse que el ejercicio académico, en el límite, busca desplegar el proceso cognoscitivo. Sin embargo, no podemos obviar la existencia de un límite epistemológico, aquel que reconoce Alain de Libera cuando destaca la repercusión pragmática, sociológica de las disputationes medievales: La estructura de la cuestión disputada, su inverosímil juego de argumentos y de contra–argumentos dicen tanto sobre el universo mental del intelectual universitario como el análisis sociológico de sus actitudes corporativistas — dicho más exactamente, ella ofrece la sustancia, incluso la justificación. […] Hay una arquitectura del espíritu y una dimensión social del pensamiento que es necesario tratar de aprehender allí donde se encuentran: en los ejercicios escolares, en los métodos pedagógicos, en el empleo del tiempo. (de Libera, 1991: 29–30) En un cierto sentido, la polémica está a medio camino del impersonal discurso científico y la crítica solipsista: donde estaba por enunciarse el «yo afirmo», se pronuncia el otro, aunque sea con un especular «yo también». Esta manifestación del otro no se da, sin embargo, con la necesidad del diálogo, sino con la discreta

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contingencia de la discrepancia, con el tono beligerante y la negación, una fractura en el continuo del diálogo y la cohesión social que éste afirma y supone. El diálogo en tanto prescripción contra la animadversión social, mecanismo de conciliación, está garantizado en una anterioridad paradójicamente constitutiva, la comunión conceptual, que es el correlato de la perseguida concordia social en el nivel pragmático del discurso, virtud teleológica imprescriptible, una disposición axiológica a la armonía, del lado de la unidad y el ser filosóficos. Como apunta Françoise Armengaud: Es por lo menos paradójico que los filósofos han asignado generalmente al diálogo condiciones de posibilidad no dialógicas: la reminiscencia (Platón), la común participación a la razón (Descartes), la armonía preestablecida (Leibniz), una estructura categorial común (Kant, Husserl). (Armengaud, 1999) La polémica, si tenemos en cuenta las relaciones que se establecen entre los enunciados que la componen, estaría caracterizada por, al menos:  un relevo de monólogos, perspectivas encontradas y mutuamente disgregantes (hasta en su trascendencia vital acaso). Se trata en este caso de una relación de contrariedad.  o bien enfrentando esos discursos de manera irreconciliable, en negación recíproca, estableciendo una relación de contradicción.  o, en fin, la polémica entrelazaría discursos en un devenir, más que dialógico, dialéctico. En este caso la polémica, en toda la extensión del corpus que la constituye, cumpliría el mismo destino del diálogo, con un efecto conciliador y de promoción de identidades en que se le da solución (discursiva, pero también pragmática, como pudiera ser por medio de la comprobación empírica) a las contradicciones y las contrariedades planteadas en el curso de la polémica. La pérdida progresiva de intensidad en la oposición de los enunciados en estos tres casos apunta a una disminución correlativa del ímpetu polémico. El rechazo en algunas circunstancias históricas de la polémica como una de las concreciones de la economía de los discursos en una sociedad dada, indica el rechazo de las más agudas formas del enfrentamiento verbal, como síntoma de discrepancias sociales o la pérdida de la pretendida armonía desde los discursos dominantes (políticos, religiosos, etc.).5 De este modo las polémicas comunican los conceptos (ella misma como tema), los enfrenta, distribuyéndolos de acuerdo a los interlocutores, señalando lugares y roles. Actualizados estos programas en un entorno socio–cultural concreto, las polémicas tendrían entonces una función cultural que estaría en la raíz de las tomas de posición en 5

En un comentario a la publicación en la revista El Caimán Barbudo de una polémica que enfrentó a los redactores de esa revista con el poeta Heberto Padilla –considerada un antecedente del denominado «Caso Padilla» de 1971–, el presidente de la Unión de Jóvenes Comunistas Jaime Crombet declaraba la oposición a la polémica que, con la promoción de la «crítica constructiva» y el rechazo del discurso «hipercrítico», conduciría a la casi desaparición de la polémica en los medios cubanos en la década de los años setenta: «En el último editorial de El Caimán Barbudo se plantea como política “No es nuestro interés entrar en el debate en el campo de la literatura y el arte. Un elemental sentido de la modestia nos obliga en este terreno a estudiar, observar, más que a pretender teorizar o polemizar”. Esta política es enteramente justa. Sin embargo, quedaba pendiente una polémica entre Jesús Díaz y Heberto Padilla, que el Buró Nacional de la Juventud ha considerado positivo que se publique, lo que constituirá una excepción dentro de la política que se traza El Caimán Barbudo y que, desde luego, debe mantenerse» (Crombet, 1968, 2)

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el campo intelectual. Alcanzado este límite, la polémica devendría una función del juego de roles al interior del campo intelectual y en su vínculo con el resto de los campos sociales, definiendo las condiciones de frontera que distribuyen a los agentes, los grupos, hasta el propio arte; confrontando valores y reclamando prestigios, incluso para la polémica misma. Para Bourdieu, una anterioridad polémica estaría en la raíz de las tomas de posición artísticas: […] las tomas de posición sobre el arte y la literatura, como las posiciones en las que se engendran, se organizan por parejas de oposiciones, a menudo heredadas de un pasado polémico, concebidas como antinomias insuperables, alternativas absolutas, en términos de todo o nada, que estructuran el pensamiento, pero también lo encierran en una serie de dilemas falsos. (Bourdieu, 1992: 289) Pero cabría preguntarse en qué medida esta función de la polémica surge orgánicamente, desde la virtualidad de los conceptos, por espontánea confrontación de epistemes o estéticas, o tiene su origen en una épica civil; siguiendo la recusación que hiciera Bourdieu del papel autónomo que Foucault le adjudicara al «campo de posibilidades estratégicas», determinado exclusivamente por las «posibilidades estratégicas de los juegos conceptuales», que para aquél «transfiere al limbo de las ideas las oposiciones y los antagonismos que tienen sus raíces (sin limitarse a ello) en las relaciones entre los productores» (1992: 296–297). O sea, una genealogía del desencadenamiento secular de las potencias simbólicas frente a una genealogía «antropomórfica» que sigue el gradiente de la libido de «cada cual»: cada instancia social, individuo, clase; como si pudiera separarse de las vías del relato los actores que lo encarnan, como si de cada uno pudieran desgajarse sus presuposiciones recíprocas: restarle la «humanidad» al símbolo, o la virtualidad al hombre. Cada «estado de agregación» de la polémica, desde las determinaciones semióticas profundas a las actualizaciones históricas, constituye un proceso, a veces toda una épica conceptual o civil. La polémica en tanto hecho simbólico es causa y consecuencia, con respecto al resto de los órdenes discursivos, en la medida en que ella misma es un escenario en que se propician lugares o se valorizan prácticas, en que los sujetos disponen de atributos o se inscriben en programas. Así, la genealogía de la polémica puede volverse indecidible, y sus exégesis concretas fundar su potencia heurística en la infalibilidad de un concepto o la intensidad del deseo. Nosotros preferimos convenir la capacidad de hipóstasis de estos conceptos, su posibilidad de transubstanciación; aunque ya hemos reconocido que en la polémica, como en cualquier práctica discursiva, puede haber un resto inefable, que no se dirime en términos simbólicos pero que puede ser la causa de un exabrupto absurdo, un silencio, una revolución. En los límites del lenguaje, de lo inteligible, este resto es catexis e interpretación deceptivas. Es prueba de la dificultad teórica de tratar un concepto como el de la intencionalidad: como producción en el caso de la catexis y como sentido en la exégesis. Por ejemplo, la intencionalidad está en la base de la concepción de Searle sobre los actos de habla (locutivos, ilocutivos y perlocutivos), sin embargo, que tales valores intencionales puedan reconocerse en una enunciación concreta requiere una actitud competente de parte del receptor, que puede defraudar o tergiversar. Asimismo, reconocer en los sujetos semióticos el espesor de la intencionalidad, demanda la reconsideración de las relaciones entre dos paradigmas teóricos, la fenomenología y el psicoanálisis, como superación de una concepción sintáctica simple:

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Paul Ricoeur ha insistido, por ejemplo, en el hecho de que es dudoso que la fenomenología de la acción que se manifiesta narrativamente en toda su riqueza, pueda reducirse a un hecho sintáctico, él mismo reducido a simples operaciones de conjunción y de disyunción entre sujetos y objetos–valores. Por otra parte, la concepción de los sujetos semióticos como sujetos intencionales conduce evidentemente a interrogarse sobre la naturaleza de su intencionalidad. En torno a esta cuestión (que exige de hecho una reinterpretación semiótica de las relaciones entre la fenomenología y el psicoanálisis) se anudan las problemáticas conjugadas de la creencia (y de sus avatares que son la seducción y la manipulación) y de la selección de objetos–valores. (Petitot, 1985: 52) El valor de estas interpretaciones, su potencia heurística, están estrechamente vinculados, desde el punto de vista histórico, a la economía de los discursos en que estas prácticas interpretativas —la polémica misma— se insertan; y en la que también se inscriben las teleologías éticas y pragmáticas de los grupos sociales. Del mismo modo, y salvando las distancias entre estos paradigmas hermenéuticos, el psicoanálisis supone una intervención que mide su capacidad, desde la perspectiva lacaniana, por el «atravesamiento» del fantasma fundamental por el paciente, «atravesamiento» que marca «la eficacia del análisis, materializada en un reordenamiento de las defensas y una modificación de su relación con el goce» (Roudinesco y Plon, [concepto de fantasma]). Teniendo esto en cuenta, podemos arriesgar el criterio de que la polémica constituye, como práctica histórica, no sólo un medio para el encuentro y el contraste de los discursos que los encauce en destinos sociales «satisfactorios»; sino que ella cumple también una finalidad en sí misma y que es un síntoma más de la crisis de los relatos que buscan, con fórmulas universales, la homeostasis social o individual. En este sentido cabe reconocer, así sea hipotéticamente, la historicidad de la polémica, su posibilidad de emergencia histórica, marcada por esta «pulsión de muerte» en el dominio de lo social y especialmente en el ámbito cultural o artístico literario. Puede ser esa propensión negativa —cada vez más legítima, sin embargo—, causa probable de la pertinencia, la proliferación y la sobrevivencia de la polémica en esos ámbitos, dada la constante vocación del arte y la cultura modernos por sacudir los límites, denunciar esencias, tentar los abismos. Recuerda Ernst Robert Curtius que en los albores del movimiento romántico, cuando se está conformando una sensibilidad que para muchos es la matriz que determina la episteme actual: «Una de las palabras favoritas de la juventud de Federico Schlegel era justamente “polémico”. A esta actitud polémica opone Adam Müller una disposición “irénica” o pacificadora del espíritu» (Curtius, 1954: 146). Para el propio Schlegel una especie de déficit ontológico ha hecho de la ironía un valor central de su cosmovisión: Ella es lo que «suscita el sentimiento de una indisoluble contradicción entre lo incondicionado y lo condicionado». Así siempre habrá un lugar para la crítica. Incluso el poema más sublime es condicionado, o sea, en tanto realización individual tiene sus límites naturales y no puede realizar perfectamente la esencia de la poesía o no puede ser lo absoluto de la poesía. Entonces, la ironía tiene menos el sentido de una subjetividad gozosa de sí misma conociendo la vanidad de todo saber, que la función objetiva que consiste en la asunción por la crítica de los límites de todos los fenómenos finitos. (Philonenko, 1999)

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Esta consciencia de una finitud iría preparando el camino por el cual —de la mano de la crítica que empieza a cobrar auge en estos momentos—, la suficiencia del letrado, propenso a la polémica, lleva el lastre de una negatividad constitutiva, que es a la vez propensión y proyecto vital. Tal contraposición nos sugiere, en el plano teórico, una homologación que encontraría, por un lado, posturas en torno a un paradigma «positivo», irénico, opuesto a un «pensamiento de la sospecha», polémico, de clara raíz romántica, cuyos antecedentes se cifran en el triple registro filosófico (Nietzsche), social (Marx) y psicológico (Freud): que compendian una crítica a la identidad en el seno del «ser»; a la conciliación social de fuerzas antagónicas en el seno de la historia y a la autosuficiencia de la conciencia, sacudida por la indiscriminada violencia del inconsciente. Se evidencia así un paradigma «negativo», que es, en su emergencia histórica, una potestad empírica, una voluntad sancionada, manifiesta desde reivindicaciones sociales, contestaciones a los límites de la razón (a la economía de sus fines tanto simbólicos como prácticos), desde un arte que disculpa una inmediata pretensión mimética o que la socava frontalmente, como también, quizás, desde un culto vigente de la polémica, una proyección vital que reclamara la disensión sistemática; para la polémica, la distinción de un género, suerte de género parartístico que deja no pocas veces sus huellas somáticas en el cuerpo vigente de la sociedad letrada, un perfil de acentos que compendia la improbable poética, devuelta gesto6. En su escrito «Kant con Sade», Jacques Lacan (1962) recuerda que por cien años se había venido preparando un despeje en las profundidades del gusto hasta el advenimiento del paradigma freudiano. Como si el verosímil ético desbrozara el camino para que aconteciera el esclarecimiento científico. Un siglo desde el tocador sadiano al diván freudiano, pasando la página del imperativo categórico, completando a Kant con Sade. En este devenir del sentido (para la sensibilidad romántica se trataba de una necesidad ontológica) «lo bello» no puede reclamar más como suyo el dominio de lo estético. El mal y sus heterónimos (lo grotesco, el horror, la violencia,…) «salen del closet», se establecen en el orden del discurso, donde se legitiman las prácticas: corriendo el límite, velando la máxima y la didascalia. Pero en un siglo hacia Freud la búsqueda por la ciencia de una cura catártica en el ámbito de la sociedad, solapa una inédita dignidad del mal. Con el naturalismo, por ejemplo, el discurso científico sirve de coartada para las más aviesas revelaciones; con intención profiláctica para algunos, la que no oculta con frecuencia un secreto goce perverso. Como afirma Erich Auerbach: «Podemos observar que también Zola ha sentido y explotado la sugestión sensible de lo feo y repulsivo» (1946: 482). El creador llega a rechazar el aval del discurso referido que lo sitúa en la aséptica posición del investigador, y expone la violencia al desnudo, sin escamoteos: Maldoror «se lanzó resueltamente en la carrera del mal… ¡atmósfera dulce!» (Lautreamont, 1869: 2). Tal impudicia sigue a lo largo de la institucionalización de la literatura y el arte, de su creciente autonomía. Un proceso de estetización, no sólo de las formas loables, que le ganará legitimidad a la ficción, al arte más allá de sus fueros, por el trasvase inevitable entre proyecto estético y diques éticos. Poco faltará para la celebración de la guerra por los futuristas italianos, pero ya desde el siglo anterior el artista se ha reconocido en conflicto con su mundo y su público; él mismo suficiente, demiurgo y vidente, pero también excluido y descartable, de donde, el ardor de su invectiva, la legitimidad ganada a la crítica y el escándalo, a la polémica. No es sólo la sacudida al interior de los universos simbólicos creados y recreados, el horror por la 6

Julia Kristeva, si bien admite este valor negativo del gesto como «el ejemplo mismo de una producción incesante de muerte» (1969: 38), reconoce su valor productivo que es la «posibilidad constante de aberración, de incoherencia, de desgarramiento, por tanto, de creación de otras semióticas» (: 38).

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paráfrasis y la mímesis; sino la constitución de un sujeto beligerante que muchas veces encarna en su cuerpo y biografía los conflictos y las perplejidades que su obra suscita. En este proceso histórico se van decantando motivos y lugares recurrentes de lo polémico y aunque no pretendemos aquí un análisis razonado de estos supuestos «universales polémicos», quisiéramos hacer notar, a modo de ejemplo, cuánto los conflictos generacionales han nutrido el inventario de las polémicas. Sin dudas, el carácter positivo de las diferencias etarias, la homogeneidad de los referentes y los valores culturales entre contemporáneos y la relativa conformidad de sus agendas políticas, culturales, filosóficas; propicia que sean las polémicas un medio privilegiado para que se diriman las diferencias generacionales. Con frecuencia, incluso, la temporalidad compromete a la polémica más allá del privilegio histórico que en ella reclama una u otra generación para sus integrantes o para su credo artístico, filosófico, literario. En tales circunstancias, los valores temporales (pasado, presente, futuro) suelen disputarse espacios o fijar gradientes y connotaciones; enfrentando la tradición a la modernidad, los conservadores a los progresistas, retrógrados a revolucionarios. Como hemos afirmado antes, a partir del romanticismo las condiciones sustanciales para la emergencia de la polémica —la existencia de un sujeto autónomo; esa «subida insinuante a través del siglo XIX del tema de la “felicidad en el mal”» (Lacan, 1962); a las que añadimos condiciones materiales como el desarrollo de una infraestructura editorial, entre otras—, gozan de legitimidad si no jurídica, al menos simbólica para ese orden del discurso. Sin embargo, ya desde siglos anteriores se han venido sentado premisas, develando espacios, y en ocasiones estos movimientos resultan, como afirmaba Bourdieu, de pasados polémicos. La Querelle des anciens et des modernes que se desarrolla en Francia entre finales del siglo XVII y principios del 7 XVIII, enfrenta los valores de la tradición y la modernidad y es un síntoma de la apertura a otros referentes, del crecimiento de una nueva sensibilidad que se libera del lastre que la antigüedad clásica había constituido durante siglos. En torno a los momentos de ruptura la polémica suele encontrar terreno fértil. El advenimiento del triunfo revolucionario en 1959 propició un tiempo de polémicas, tan fértil de ellas como fértil de fundaciones y cancelaciones. Las generaciones contienden y exponen sus agendas, blandiendo el tiempo del que se sienten pertenecer o al que se creen predestinados. En los ’60, que empiezan en el 59 y acaban, digamos, en el 71, cada cual —si no casi todos— cumplió su polémica como oficiar un sacramento: los nuevos y los viejos, los profesores y los artistas, los de Lunes, los del Caimán, los del cine y los del teatro, la «novela de la revolución», que si Lukacs o Robbe–Grillet, que si Sartre, que si Zhdánov, si Próspero o Calibán, que si la R de Lunes8; un tiempo en que

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Con insólitos argumentos y contradictorias tomas de partido pues, por ejemplo, para un moderno como Descartes, ellos serían los verdaderos antiguos, desde que «el mundo es más viejo ahora que antes y nosotros tenemos una mayor experiencia de las cosas» (citado por Croquette, 2004); al mismo tiempo que los autores más relevantes de la época como Racine se inclinaban por los antiguos. 8 La R al revés de Lunes de Revolución, como signo y síntoma característico, concitó no pocas y encontradas referencias (en el doble sentido de contradicción y coincidencia). Entre las «Cartas de lunes» publicados en su número 34 (nov. 1959) se encuentra esta parodia de la tipografía de la revista que los redactores atribuyen a «Carlos Todd —profesión: sobrino de Julio Lobo; hobby: “play boy”—»: «El magazine del lunes por la mañana de un diario que publica la letra R al revés, signo de hermandad de clases, y que es la letra rusa “YA” como en la palabra “yard”, ha dejado de hacerlo. Ahora ponen la letra “E”, al revés [espacio] que es la letra rusa “E” como en la palabra “error” y la letra “E” nuevamente invertida pero de esta forma [espacio] que en el alfabeto ruso es la letra “SH” como en la palabra “shop”. ¿Cuál será la próxima?»

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se discute del arte, porque se discute de la Revolución, se polemiza incluso, sobre el Cálculo Económico o el Sistema Presupuestario de Financiamiento. En ese entonces se desatan, previsibles, muchos de los temas que frecuentarán las polémicas a lo largo de estos años. En el término histórico se decantan las generaciones, los estilos, los presupuestos y las finalidades artísticas. Desde Lunes se mira atrás a la Marina, a Orígenes, a Mañach. Y éste desde el Diario de la Marina no cede al escándalo y denuncia en la «La Inmoralidad Nueva» que «la crítica se ha hecho implacable», que «la cortesía está en quiebra, como en general las formas todas», que: Parece, […], que no fuera posible romper violentamente las estructuras políticas, las rutinas sociales, la «mentalidad» acostumbrada, sin que por esa brecha se cuele cierta anarquía de los elementos marginales. Es como si se aprovechara la liberación política para «liberar» también las inhibiciones soterradas y para abrirles paso a todas las novedades escandalosas. (Apud Arrufat, 1959: 16)9 A esto le está replicando Antón Arrufat de la parte del tiempo —tiempo de doble participación: al interior de la polémica como argumento y valor, y al exterior de ella como calidad y propensión. Este es un tiempo abierto de incisos, incoativo en el aspecto, falto de conclusiones teleológicas, o quizás tan preñado de ellas que no acierta a fijarlas: La perennidad de la literatura por encima de las contingencias individuales y del mundo que refleja, es uno de los más bellos y conmovedores argumentos ideológicos de los intelectuales reaccionarios. La reacción se defiende del tiempo, negándolo. Se defiende de la vida —que tiene el poder de eliminarlos—, afirmando la eternidad. Si las creaciones literarias son eternas, sus autores son hombres excepcionales. Los escritores reaccionarios no sólo reprochan al mundo su carácter perecedero y despreciable, sino también su desorden. Por un lado el quietismo, por el otro las jerarquías… (Arrufat, 1959: 16) Este tiempo de apertura es una especie de emanación histórica en ese límite entre la polémica, como manifestación discursiva, y su entorno histórico circundante, como conflicto de intereses, en todo orden de lo humano y lo social, con sus rangos de legitimidad y pertinencias contextuales todavía imprecisos. Es el tiempo del acontecimiento, el único modo en que la temporalidad se hace visible, pues el de la consumación y la norma son, en cuanto prescripción o esbozo, figuras conclusas, tiempo detenido. El cuerpo civil que encarnaría este tiempo de modo privilegiado es el de la generación, no tanto como signo y estética —que aún les cuesta manifestarse en autoconciencia—, mas como corte y presumida ruptura, un tanto como abismo. Los conflictos generacionales de los ’60 cumplían en sentido inverso la máxima de Buffon: «le style est l’homme même» (el estilo es el hombre), pues para entonces el hombre, los grupos generacionales, gozaban de una justificación autónoma. Para un Nueve años después, en su artículo «Las respuestas de Caín» (Leopoldo Ávila (seud.), 1968: 16) Leopoldo Ávila afirmaría: «[…] pronto se vio y cada semana más claramente, que a Lunes no le quedaba de la Revolución más que las “R” que Cabrera colocaba en cada página, significativamente al revés.» 9 José Antonio Portuondo podría sacar parecidas conclusiones desde la futura perspectiva que al cierre de la década viera este momento de inaugural ruptura —tal como se le presentara a Mañach— sujeto a una inordinada y anárquica voluntad: «al triunfar la Revolución, es lógico que se produjera una primera etapa de gran indecisión y, al mismo tiempo, de cierta violencia» (Portuondo, 1974: 162). O como afirma en otro lugar: «[…] la rebelión anárquica no puede ni debe ser confundida con la actitud revolucionaria» (1967: 194).

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autor como José Antonio Portuondo, «la lucha por la hegemonía de una u otra generación llenó esta primera etapa en la que, bajo el velo de una discusión de tipo estético, o de un problema periodológico, el asunto en el fondo tenía un tufillo de cosa más bien administrativa» (1974: 169). Es este un tiempo, entonces, que se ha querido medir en generaciones y ellas en juventud desde el absoluto de los que hicieron la revolución, esa estirpe de ineluctable vigencia histórica. En los ’60 los años colegian los atributos, las cercanías y los destinos. Uno de los de Lunes, Álvarez Baragaño, concluye que: «A nosotros nos corresponde la oportunidad extraordinaria de que los más importantes constructores de la Revolución Cubana pertenecen a muestra generación.» (Álvarez Baragaño, 1959: 16). Mientras que en polémica con Jesús Díaz a propósito de su respuesta a una «Encuesta generacional» promovida por la Gaceta, Ana María Simó reconociera que: Hasta 1964 la confrontación generacional fue más violenta en la cultura que la confrontación ideológica dentro de la Revolución a la cual supongo que se refiera Díaz y no a la otra, al choque revolución–contrarrevolución. En aquella pugna generacional —en la cual la generación del 50, llamémosla así, copaba las posiciones claves en la crítica y en la organización de la cultura no toleraba compartirlas ni con los más jóvenes ni con los más viejos— nosotros abrimos la primera brecha y literalmente les arrebatamos de las manos el cetro de ser «los más jóvenes escritores». (Simó, 1966: 5) Con esta polémica se declara otro relevo, ya fuese entre promociones sincrónicas; la «generación» de los de «El Puente» se habría disuelto, al decir de Jesús Díaz, bajo lo inespecífico de su propio peso: [la generación actual] no está estructurada. […]. Su primera manifestación de grupo fue la editorial «El Puente», empollada por la fracción más disoluta y negativa de la generación actuante. Fue un fenómeno erróneo política y estéticamente. Hay que recalcar esto último, en general eran malos como artistas. (Díaz: 196) En cambio, Jesús Díaz se reclama miembro de otro grupo, otra generación en la distancia con aquella del 50, los de El Caimán Barbudo, a los cuales Guillermo Rodríguez Rivera encontraría cumpliendo las determinaciones positivas de la cronología, aduciendo que por ellos se gestaba una inexorable «autenticidad» histórica, garantizada por la participación e inmediatez con respecto a los relatos que iban constituyendo la obra de la Revolución: Una generación sólo la estructura y la define la historia. Somos sí, por historia, parte de una generación distinta a la generación de los cincuenta. Sobre nuestra adolescencia cayeron los años de la lucha clandestina […]. Emprender, en la base, las tareas de la Revolución: la milicia, la alfabetización, las movilizaciones, el trabajo político en diversas organizaciones. Eso ha determinado, en nosotros, una visión más íntima del proceso histórico del país en los últimos años. (Rodríguez Rivera: 1967, 4) A lo largo de la década el tiempo se irá decantando en el espacio: «dentro de la Revolución todo…», que empieza a distribuir los cuerpos con arreglo a instituciones, dogmas, más o menos estéticas, fronteras. Para el fin de la década se estarían fijando los

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parámetros; y la polémica, un devenir de voces, no encontraría espacio vital propicio, sino un nuevo orden del discurso, con reglas tácitas de exclusión que se dictan desde una suficiente, adulta diríamos, autoridad intelectual y moral, segura en la superación histórica de esos instantes de inicial y necesaria beligerancia. Esto, de la parte de los mecanismos discursivos, pero también de su «encarnación» —ya se ha visto cuánto la polémica alcanza el cuerpo cívico de sus agentes—, pues por esta época se cerraba el protagonismo crítico de los intelectuales y se sentaban los principios de una organicidad asertiva y unánime. Incluso la figura misma del intelectual o su legitimidad ontológica quedaba cancelada en una suerte de «muerte del sujeto» contre la lettre del movimiento contemporáneo que venía declarándola. Así, en la «Declaración final» del Primer Congreso de Educación y la Cultura se afirma: En el seno de las masas se halla el verdadero genio y no en cenáculos o en individuos aislados El usufructo clasista de la cultura ha determinado que hasta el momento sólo algunos individuos excepcionales descuellen. Pero sólo es síntoma de la prehistoria de la sociedad, no el rasgo definitivo de la cultura. (Apud, Portuondo, 1974: 183) Esta situación no se comenzaría a revertir hasta una década después. Las nuevas propuestas traen una proliferación de espacios y nuevas calidades al tiempo. El acontecimiento puede alcanzar su límite, relatos fragmentarios que trasgreden espacios físicos, sociales, simbólicos todos. La polémica vive con la generación plástica de los ’80 una expansión territorial, se hace acto de inmediata trascendencia pública en performances y obras efímeras de variado carácter y presupuestos, en un clima de franca ruptura. Una ruptura que se vale del expediente estético para situarse en un conflictivo margen (incómodo para los responsables de la institucionalidad artística), que parece ganar el humor polémico para con el entorno extraartístico. En el extremo de la actividad artístico literaria, en cambio, estos espacios se mostraban de algún modo disfuncionales para la emergencia de esa otra voz que instaura el régimen de polémica, una voz que habría de llegar a principios de la década de los ’90 con la emergencia de un fenómeno, los «novísimos» narradores, que encontró dificultades para reconocerse en comunidad, más allá del efecto de sentido que hubiera provocado, al nombrarlos, estudiarlos, antologarlos, el crítico y profesor universitario Salvador Redonet10. Esta es entonces una «generación» a la cual le cuesta cobrar conciencia de sí misma. Mientras que a duras penas el discurso crítico trata de sentarles plaza11, calendario en la mano, como en esas netas distinciones de potestad cronológica que usara Redonet (nacidos después del 59: novísimos, después del 1973: postnovísimos, más allá: transnovísmos); los creadores se resisten a ocupar un lugar que no han ganado ni en repercusión editorial o difusión espontánea12, ni en solidaridad estética: «No estoy

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«Para todos es un secreto a voces que Redonet nos inventó a los novísimos» (Yoss (seud.), 1998: 10). «Arturo Arango se yergue en el asiento, mira al público y, después de respirar profundamente, cierra el párrafo que ha venido construyendo en su discurso sobre la crítica cubana actual con una afirmación rotunda: “la crítica siempre ha sido estrictamente generacional”, refiriéndose específicamente al discurso literario analítico del 80 y el 90.» (Valle, 1996: 28) 12 «[…]estoy pensando en algo sintomático (y a continuación paso a ponerme académico, o sea, ridículo): en la facultad de Artes y Letras, los estudiantes de Historia del Arte han podido contar con las obras de sus contemporáneos, y así han ido conformando un corpus investigativo alrededor de la plástica desde mediados de los ochenta, a partir de tesis, seminarios y otros trabajos. Sin embargo, en el otro caso, los 11

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muy convencido de que el grupo de los novísimos no haya sido un fenómeno artificial, lo que no va en lo absoluto contra ninguno de los escritores que lo conforman, sino contra el hecho mismo del grupo o de la generación.» (Llano, 1998: 9). Mientras que algunos autores valoran el gesto crítico como un principio de organización o como una declaración de emergencia territorial, como cuando, por ejemplo, replicando la anterior afirmación de Eduardo Del Llano13, Raúl Aguiar afirmara con palabras que preludian clarines de «a la carga»: Yo lo que no entiendo es por qué Eduardo está tan en contra de los grupos. Estoy de acuerdo con él en que cada escritor es un lobo solitario pero vivimos dentro de un campo literario donde valen estrategias de determinado tipo. La visión que yo tengo de la literatura, es que es un gran campo de batalla con muchas zonas, donde muchos son amigos y otros enemigos y unas zonas que se imbrican unas con otras. Gente que, conscientemente, conforman un ejército para tratar de ganar la batalla. Y hay otros que no, que deciden caminar por sí solos pensando que el capital simbólico un día será lo suficientemente pesado para triunfar y ganar. Otros que van a esperar a morirse para publicar. (Aguiar, 1998: 10) Pero el parecer casi unánime cifraba en la crítica, como secreto reclamo a viva voz más que como sordo reproche, la (in)capacidad de dotarlos de carta de fundación por una minusvalía teórica y erróneos envites. Amir Valle encuentra como primer problema de la crítica al tratar el fenómeno literario de las dos últimas décadas del siglo pasado, la «falta de un cuerpo crítico profundo que le permitiera analizar en su totalidad y profundidad este fenómeno, sin parcializaciones, ni temporalizaciones estrictamente metodológicas». (Valle, 1996: 28), mientras que algunos de los más jóvenes concluían que: Todo da a entender que los críticos pretenden desde sus butacones u oficinas que los jóvenes escritores les caigan del cielo […]. Este letargo de la crítica, adaptada a que le caigan los años sobre su asiento para activarse y hablar sobre el pasado, nunca sobre el presente, ha ido convirtiendo a los críticos en historiadores de la literatura y ha dejado vacío el espacio de valoración, debate y orientación que deben representar la crítica actualizadora con el consiguiente desconocimiento de la literatura que se está haciendo por los más jóvenes. (Melo, London y Araoz, 1998: 6) Por otra parte, el carácter abierto en términos estéticos de la propuesta de estos autores, habría sido quizás la causa de la falta de concreción del grupo, dada la imposibilidad de reclamarse un lugar desde los atributos «seculares» del oficio: una revista de grupo, una editorial, una institución (la Asociación Hermanos Saíz rebasaba el marco de posible adscripción de esta promoción). Tal apertura no supone sólo una diversidad de tópicos o formal, ella también se tematiza sentando, digamos, un «después» ontológico a las «seguridades» del quehacer negativo, de la reconvención

estudiantes en general son iletrados con respecto a la narrativa de su generación.» (Menéndez Plasencia: 1997: 8) 13 En un evento, «Palabras de los 90» (octubre de 1998), que bajo el auspicio de la Asociación Hermanos Saíz y el coauspicio del Instituto de Literatura y Lingüística y la Sociedad Económica de Amigos del País, tratara ampliamente las particularidades de este fenómeno literario.

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sistemática de los ’80. Se trata de un más allá en abyme, que se quisiera fundar en la epopeya conceptual postmoderna, mientras espera por las kalendas del mercado: Debatiéndose angustiados en el torbellino de su resonancia vacía y temiendo (¿como Pascal?) un espanto mayor en el silencio de las letras —¿en la mente?— que en de aquellos infinitos heliocéntricos: en la isotropía posmoderna, aparentemente sin centro y sin anécdota, sin asideros, los personajes actúan en escenarios tan absurdos como nuestra propia realidad, se encuentran y desencuentran, dudan […]. (Díaz Mantilla, 1999: 198) Al decretar la conclusión de la anécdota no se declara aquí su perfecto cumplimento, a feliz término llevada, mas su imposibilidad como relato. Este es un tiempo interior a la estética más o menos grupal, que no puede conciliarse, en rápida analogía, dado su informe alcance, con una aspiración de reconocimiento en tanto «generación», o sea, que no puede plantear un «proyecto coherente» de la parte de los sujetos históricos que se adscriben a esta poética, ni siquiera la fundante potencia de aquellas generaciones que inauguraban la Revolución y para quienes, como decíamos, el tiempo estaba —en la obra y la historia— abierto, futuro y positivo. Con este rápido recorrido final hemos querido ilustrar cómo la polémica encauza gestas civiles y cómo ella, como documento de una época, acoge y enfrenta valores, irrumpe en el tiempo y el lenguaje. Si bien no hemos seguido cabalmente el protocolo exegético que nuestras anteriores consideraciones preveían, al menos estos ejemplos han servido para notar con qué evidencia se despliegan y actualizan en un contexto histórico los elementos fundamentales que caracterizan a las polémicas.

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