Políticas culturales

September 10, 2017 | Autor: Jorge Díez | Categoria: Cultural Theory, Cultural management
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DOCUMENTO TÉCNICO: POLÍTICAS CULTURALES. Jorge Díez

ABSTRACT ¿Política vs. Cultura? ¿Propaganda, subsidiaridad o intervencionismo? ¿Público o privado? ¿Derecha e izquierda? ¿Cuándo y cómo surgen los políticas culturales? ¿Son deseables? ¿Es coherente hablar de política cultural fuera de un marco democrático? ¿Cuáles son los distintos modelos de política cultural existentes? ¿Qué peso tiene la cultura en la agenda de los gobiernos? La respuesta a estas preguntas se enfoca desde la idea de que la cultura es siempre histórica y de que la producción simbólica puede servir tanto para cohesionar y para discriminar como para generar distintas cosmovisiones de individuos y grupos en los conflictos de intereses, económicos y políticos existentes en la sociedad. Lo cual exige contextualizar el concepto de cultura y analizar su evolución, así como identificar un ámbito específico de acción política en el campo cultural en el que se definen estrategias, objetivos y programas para cuya realización se asignan recursos económicos, técnicos y humanos.

I

ÍNDICE 1. Introducción 2. Políticas culturales 2.1. El debate actual sobre política y cultura 2.2. El concepto de cultura 2.3. Nacimiento y desarrollo de las políticas culturales 2.4. Modelos de política cultural 3. Conclusiones 4. Bibliografía

1. INTRODUCCIÓN ¿Política vs. Cultura? ¿Propaganda, subsidiaridad o intervencionismo? ¿Público o privado? ¿Derecha e izquierda? La respuesta a estas preguntas se enfoca desde la convicción de que la cultura es siempre histórica y de que la producción simbólica puede servir tanto para cohesionar y para discriminar como para generar distintas cosmovisiones de individuos y grupos en los conflictos de intereses, económicos y políticos existentes en la sociedad. Lo cual exige contextualizar el concepto de cultura y analizar su evolución a partir de la Ilustración, la modernidad, el ascenso de la burguesía, la industrialización y el capitalismo en el siglo XIX. El surgimiento de las industrias culturales, el debate entre alta cultura o cultura de élite y la cultura popular o cultura de masas, la cultura contra el estado y la cultura como principio de cohesión social y de identidad nacional. La cultura como derecho y como campo de confrontación para lograr la hegemonía política. La posmodernidad, la crítica cultural del nuevo capitalismo, el neoliberalismo y el capitalismo cognitivo.

2. POLÍTICAS CULTURALES En este marco cabe plantearse cuándo y cómo surgen los políticas culturales, incluso si son deseables y si es coherente hablar de política cultural fuera de un ámbito democrático. Además debemos analizar cuáles son los distintos modelos de política cultural existentes y el mayor o menos peso de la cultura en la agenda de los gobiernos, entendida como un ámbito específico de acción política en el que se definen estrategias, objetivos y programas para cuya realización se asignan recursos económicos, técnicos y humanos.

2.1 EL DEBATE ACTUAL SOBRE POLÍTICA Y CULTURA En una entrevista grabada por Jorge Luis Marzo y Teresa Badía para su interesante proyecto El d_efecto barroco (Marzo, 2010) afirmaba el antropólogo y sociólogo mexicano Roger Bartra que cuando los políticos diseñan una política cultural uniformizan, caen casi inevitablemente en el vicio de cohesionar, institucionalizar y confrontarse con una pluralidad que es muy creativa, por eso opina que la mejor política cultural es la que no existe, aunque cuando esto ocurre piensa que es por equivocación o confusión y ante la demanda de definirse para llenar ese vacío se vuelve a la vieja y desechada política del nacionalismo cultural. Más recientemente, a propósito del debate en España sobre los toros, afirmaba el escritor Rafael Sánchez Ferlosio que: “Los antitaurinos catalanes se niegan a aceptar que las corridas de toros sean consideradas como cultura por el sufrimiento que inflingen a un animal. No tiene precedente el criterio de esgrimir un juicio de valor moral para decidir de la pertenencia de una cosa a la ‘cultura’. El equívoco nace de esa actitud, tan del PSOE de (Felipe) González, de privilegiar la Cultura como cosa excelsamente democrática y así se ha popularizado la manía de estar viendo cultura por todas partes, con nuevas y baratas invenciones; y a la mera palabra ‘cultura’ se le cuelga impropiamente una connotación valorativa de cosa honesta y respetable” (Sánchez Ferlosio, 2012: 37).

Sin entrar al trapo1 de la denominada Fiesta Nacional, es cierto que muchos intelectuales y profesionales de la cultura coinciden con las posiciones neoliberales en cuanto a las vinculaciones de cultura y política, mantienen la idea de que la cultura, entendida en su caso como crítica y cuestionamiento del poder, debe quedar al margen de las políticas públicas porque, continúa el mismo autor, “la cultura es desde siempre, un instrumento de control social, o políticosocial cuando hace falta; por esta congénita función gubernativa tiende siempre a conservar y perpetuar lo más gregario, lo más homogeneizador. Hoy está muy cabalmente representada por ese inmenso CERO que es el fútbol” (Sánchez Ferlosio, 2012: 37).

No hay espectadores, proyecto del colectivo de artistas españoles Democracia para Valparaíso Intervenciones (www.valparaisointervenciones.com). Valparaíso (Chile), 2010. Foto: César A. Pincheira.

Tampoco entraremos al trapo del fútbol, por más que se haya convertido en el epítome de ocio, industria y espectáculo global, términos con los que se caracteriza desde determinadas posiciones a una cultura contemporánea convertida en pura banalidad al servicio del consumo de las masas. Recientemente hemos asistido a un remedo del título de la obra de Guy Dèbord por parte del mediático Mario Vargas Llosa, quien con La civilización del espectáculo (Vargas Llosa, 2012) ha ejemplificado precisamente algo de lo que denuncia: una gran operación de marketing alrededor de una producción cultural, su ensayo en este caso, cuyo valor intrínseco es escaso dentro del debate intelectual contemporáneo y que se limita a 1

Expresión taurómaca referida a la acudida del toro a la muleta. "Entrar al trapo" es responder a una insinuación.

ser un breve ensayo divulgativo y algo trasnochado, si se me permite, lanzado por un gran grupo de comunicación con todos los recursos de los que suelen disponer las industrias culturales. Sin embargo, el talentoso escritor, ejemplifica también una actitud personal muy estimable, como es la defensa cabal de sus ideas, argumentándolas y debatiéndolas con toda su razón y pasión. Muy interesante, en este sentido, el debate grabado en el Instituto Cervantes en Madrid con Gilles Lipovetsky (Vargas Llosa y Lipovetsky, 2012), quien quizá aquejado de una cierta corrección política o por deferencia ante la desbordante personalidad del premio Nobel y su papel protagonista no quiso hacer sangre y en un momento determinado retrocedió en la interesante confrontación que se estaba planteando, limitada además por las evidentes carencias conceptuales y filosóficas del novelista, el mejor desmentido a su proteica y romántica idea del intelectual omnisciente, en la que de alguna forma late una visión elitista y la identificación de la persona culta con el hombre europeo, blanco y occidental. Más enfocada nos parece la posición de Edward W. Said, para quien “la cultura es siempre histórica, y siempre está anclada en un lugar, un tiempo y una sociedad determinada. La cultura siempre implica la concurrencia de diferentes definiciones, estilos, cosmovisiones e intereses en pugna” (Said, 2009: 52). Parece bastante evidente que el papel de los intelectuales reclamado por Vargas Llosa y su visión de la cultura corresponden a un momento histórico determinado, que no existieron como tal antes de ese momento y que han cambiado claramente después. También parece evidente según Deyan Sudjic (2007) que, al menos desde la época griega, el poder político ha utilizado la cultura, el arte y la arquitectura para seducir, impresionar e intimidar a sus súbditos, privándoles de su condición de ciudadanos y que, en palabras de Arnold Hauser “los tiranos (griegos) emplearon el arte no sólo como medio de adquirir gloria y como instrumento de propaganda, sino también como opio para aturdir a sus súbditos” (Hauser, 1974: 108, vol. I).

Escultura de Felipe IV realizada en 1640 por Pietro Tacca, Plaza de Oriente de Madrid (izquierda). Perspectiva ciudadana de Fernando Sánchez Castillo para el programa internacional de arte publico Madrid Abierto (www.madridabierto.com), instalada temporalmente durante el mes de febrero de 2004 en la confluencia de la calle de Alcalá y la Gran Vía de Madrid (derecha). Fotos: David Jiménez.

Para el filósofo Gustavo Bueno es preciso desmitificar la cultura, resolver la confusión y la oscuridad del último

mito oscurantista, que es lo que le otorga

prestigio y le permite un funcionamiento ideológico-político mediante la identificación de cada grupo social (nación, etnia, clase) con una postulada cultura propia (con su “identidad cultural”). Juega la cultura un papel similar al del mito de la raza oficialmente retirado tras la Segunda Guerra Mundial, o al de la gracia de Dios en la Edad Media (Bueno, 1996).

2.2 EL CONCEPTO DE CULTURA Y una vez introducido mínimamente el debate actual sobre política y cultura es el momento de contextualizar el concepto de cultura y acotarlo en relación con el tema que nos ocupa: las políticas culturales. En la Paidea griega y en el cultus anima de los latinos el sentido de la cultura era armonizarse o cultivar una naturaleza dada de antemano, mientras que la noción predominante en la modernidad considera que nos independiza de la naturaleza animal para configurar lo verdaderamente humano. La cultura moderna es el cultivo de la espiritualidad humana, el camino hacia la humanización. Voltaire y Kant representarían la tradición ilustrada y Rousseau y Herder la romántica. De forma igualmente lsumaria podemos afirmar que en el siglo XIX la cultura era equivalente a una distinción social de carácter individual, que separaba a las personas educadas y cultivadas de los ignorantes y carentes de educación, una

concepción muy próxima a la defendida por el ya mencionado Vargas Llosa para quien: “En todas las épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas, y, entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo sentido de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse. En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan creer justificadamente que lo son” (Vargas Llosa, 2012: 65-6). Esta concepción decimonónica de la cultura incluía, además de las actividades tradicionalmente consideradas artísticas como la pintura o la música, las de otros ámbitos considerados intelectualmente elevados como la filosofía o la ciencia. A lo largo de dicho siglo, y con antecedentes como el de Herder, para quien la cultura incluye la totalidad de creencias, comportamientos e instituciones de una sociedad, la antropología amplió el término y Edward B. Tylor acuñó quizá la primera definición formal en 1871 como “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad” (Tylor: 1975: 29). El también antropólogo James Clifford apunta que fue también a finales del XIX cuando comenzó a utilizarle el término cultura en plural. Esta definición ha estado desde entonces en la base del desarrollo de la antropología social y cultural en sus distintas variantes, fundamentalmente anglosajonas, las cuales, al margen de sus diferencias de enfoque y metodología, coinciden en resaltar que la cultura es la memoria hereditaria no genética de la sociedad, la urdimbre en la que se realiza el proceso de hominización del hombre, que es quien la ha generado dentro, y sólo dentro, de los diferentes agregados sociales existentes. En este sentido, las conexiones con otras disciplinas como la psicología, la historia, la biología o la sociología son más que evidentes y han sido bastante frecuentes. Desde una perspectiva actual el antropólogo y profesor de la Universidad de Barcelona Manuel Delgado señala que:

“… resulta comprometido hablar de cultura. Cuando (los antropólogos) lo hacen es para aludir a aquello que definen como su objeto de conocimiento, puesto que la suya es la ‘ciencia de la cultura’; con lo que es habitual que provoquen más de un malentendido. La causa es que para ellos el término en cuestión es la categoría operacional en torno a la que vertebran sus explicaciones, y hace referencia, en función de la estrategia a la que estén adscritos, ya sea el universo ideacional de las pautas y los valores que singularizan a un grupo humano, ya sea al conjunto de las tecnologías materiales e ideológicas de que una sociedad se dota. El uso convencional del término cultura, en cambio, apenas si tiene que ver con esa noción holística que la mayoría de las escuelas antropológicas tienen por nodal. La idea común de cultura se dirige más bien a un campo difuso en el que se integran de manera poco clasificada toda una retahíla de producciones y saberes para los que se consensúa una puesta en valor especial. En realidad, este concepto estandarizado de cultura se conforma y actúa a la manera de lo que los antropólogos entienden por sistema cultural; es decir un sistema de significados compartidos, expresados en un orden de representaciones y comunicables por medio de símbolos” (Delgado, 2006: 18). Pues bien, tratando de evitar los malentendidos y aceptando esta conceptualización del campo cultural, aunque rechazando la suficiencia cientifista que lo adjetiva como convencional y difuso, el sistema cultural en el que nos centramos es el del conjunto de producciones de carácter simbólico y comunicable propio tanto de sectores tradicionalmente identificados con la cultura de élite (literatura, teatro, arte, música clásica, danza, cine de autor, …) como la cultura de masas (música pop, teatro musical, cine y literatura comerciales, televisión, …) y popular (música folk, artesanía, …), además de aquellos otros que han ido variando en su ubicación (fotografía, cine clásico norteamericano, jazz, cómic, …) dentro de la alta o baja cultura. Restringimos igualmente la posibilidad de una política cultural, al margen de las bondades o no de su aplicación, según la declaración mencionada de Bartra, que rebatiremos a lo largo del texto, a la existencia de un marco político democrático y a la participación de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos económicos, sociales y culturales, los últimos en incorporarse al conjunto de los derechos fundamentales. Un concepto éste de los derechos fundamentales que sólo tiene significación plena y alcanza su realidad social con la modernidad, el progresivo poder de la burguesía como clase ascendente, el sistema económico capitalista, la creación del Estado nación, el liberalismo, el individualismo y el racionalismo; en definitiva, en el siglo XVIII de las Luces y de la Ilustración, el siglo de la Revolución

Francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que incorporó algunos de los que luego se denominarán derechos económicos, sociales y culturales. Unos derechos que, frente a los derechos civiles y políticos del individuo, supondrán una mayor acción positiva del Estado. Pero no será hasta el siglo XIX cuando tales derechos cobren carta de naturaleza, estrechamente unidos a la idea de igualdad promovida por el socialismo republicano y democrático, mientras que desde el socialismo radical se rechaza la idea misma de los derechos fundamentales y la libertad formal que impediría alcanzar la plena igualdad. La progresiva incorporación de estos derechos al ordenamiento jurídico se plasmó claramente con la aparición del Estado social, tras el proceso de industrialización, la revolución bolchevique y el ascenso de los fascismos, el Holocausto y dos guerras mundiales. En paralelo se desarrolló la confrontación ideológica y política entre liberalismo y socialismo, entre la derecha y la izquierda, que continuó durante el resto del siglo XX hasta la caída del muro de Berlín en 1989. Una confrontación y distinción ya inútiles desde entonces para algunos, simbolizada en el proclamado fin de la historia de Fukuyama (1996) y la victoria de la idea de estado homogéneo universal, esto es, la democracia liberal occidental y por extensión la de Estados Unidos. Señala Terry Cochran que sin embargo: “el aspecto más significativo del ensayo de Fukuyama no es su declaración de que la historia ha acabado, sino el énfasis que pone en la cultura y en su función social: . Para Fukuyama, esta recibe el nombre de . En otras palabras, Fukuyama subraya el papel de la cultura –entendida de forma simplista como los deseos subjetivos del consumidor que adquiere artículos de consumo bajo la protección del - como productora de una hegemonía global. Dentro de lo que parece ser una perspectiva inusual en el discurso político, se afirma que la cultura opera ideológicamente, que fomenta ciertas formas de acción junto con ciertas economías (políticas)” (Cochran, 1996: 137-8). En relación con la vigencia de la dialéctica derecha-izquierda comparto el pedagógico análisis de Norberto Bobbio a partir de la díada libertad-igualdad y de su diferenciación de la díada extremismo-moderación, así como de la posible configuración del poder como principio de cohesión o como fuente de discriminación (Bobbio, 1995). Y ello en un marco democrático compatible con una concepción conflictiva, no orgánica, de la sociedad, en el que desarrollar el necesario y real

pluralismo político y cultural, siendo la disensión una función esencial y vital del cuerpo social, y teniendo en cuenta la existencia de dos tendencias de fondo con las que hay que convivir: la socialización del poder y la estatalización de las funciones esenciales para la supervivencia y para el desarrollo de la sociedad, porque la primera es el antídoto de la segunda con el que hay que comprometerse superando las dicotomías Socialismo o barbarie y Capitalismo o gulag (Bobbio, 1988). Ni en el campo de la derecha totalitaria ni en el de la izquierda colectivista en sus distintas versiones conocidas cabe hablar de política cultural sino de propaganda, del control y adoctrinamiento al que hacía referencia Sánchez Ferlosio extendiéndolo al campo democrático. Sin embargo, sólo en un marco democrático la cultura y el resto de derechos fundamentales tienen como finalidad última permitir el desarrollo integral de las personas y alcanzar su libertad moral, con la intervención de los poderes públicos en la satisfacción de las necesidades radicales de los individuos y de los grupos que éstos integran, generando políticas activas y participativas contra los distintos obstáculos para ese desarrollo humano, al tiempo que estableciendo límites al propio Estado y a otros poderes que pretendan estrechar la libertad de personas y grupos.

¡Vivan las cadenas!, intervención de Noaz en el Centro de Arte Huarte (Navarra, España) para el proyecto 1812_2012. Una mirada contemporánea (www.accioncultural.es). Foto: Raúl Belinchón.

Aunque hay teóricos e investigadores que extienden las políticas culturales a empresas, organizaciones y agentes privados o grupos comunitarios (Teixeira Coelho, 2009) vamos a mantener metodológicamente su connotación estrictamente pública, en la cual actúan dialécticamente el resto de agentes civiles y la sociedad en su conjunto, por las mismas razones de contextualización que ya hemos establecido para la necesidad de que exista un marco democrático en el que desarrollar tales políticas culturales. Un desarrollo que exige el pluralismo político, el debate y el contraste de alternativas, previo a la elaboración de decisiones globales y estratégicas sobre opciones culturales concretas, la definición de objetivos y la asignación de recursos técnicos, económicos y humanos para la aplicación de los programas concretos en los distintos ámbitos culturales y en las diferentes fases del proceso de formación, producción, distribución y consumo cultural, junto con la posterior e imprescindible evaluación de los resultados alcanzados.

2.3 NACIMIENTO Y DESARROLLO DE LAS POLÍTICAS CULTURALES Se remontan al siglo XVII en Suecia y Francia las primeras actuaciones del Estado en materia cultural, como un campo derivado o asociado al educativo. En este sentido la cultura, excluyendo ahora la ya referida dimensión antropológica y desde un sesgo más sociológico, comenzó a perfilarse a partir de la Ilustración en su papel social y político, bien como ejercicio de un privilegio o bien como reclamación de un derecho, según la respectiva posición burguesa o revolucionaria dentro de la confrontación teórica y política asociada a la construcción y desarrollo del Estadonación moderno a la que ya nos hemos referido. Después de la fracasada experiencia de las vanguardias rusas y la revolución bolchevique, tras la relegación de la cultura por la vulgata marxista al ámbito de la superestructura en sintonía con el totalitarismo del socialismo real, será revalorizada por Gramsci con su elaboración teórica sobre el papel de los intelectuales, la diferenciación entre ideologías históricamente orgánicas e ideologías arbitrarias, la crítica de la cultura y el concepto clave de hegemonía. Un concepto éste de hegemonía revisado y analizado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe poco antes de la caída del Muro de Berlín (Laclau y Mouffe, 1985) con el objetivo de profundizar y radicalizar la democracia, al que volveremos más adelante.

Las aportaciones de la Escuela de Frankfurt, en especial de Adorno, acerca de la cultura y su conexión con el mito, el poder y el trabajo, así como el debate filosófico y sociológico sobre la cultura de masas surgida en el seno de la sociedad de consumo han estado en el núcleo de los debates y la producción teórica más interesante desde los años 40. También cabe señalar la lúcida anticipación de nuestra realidad actual con la publicación de La sociedad del espectáculo (Débord: 1999) muy poco antes de mayo del 68. La cultura ha sido un elemento clave de la lucha política e ideológica durante todo el siglo XX, con ejemplos tan dispares y significativos, algunos ya mencionados, como las vanguardias soviéticas, el muralismo mexicano, la guerra civil española, la revolución cultural de la China maoísta, las revueltas estudiantiles de finales de los años sesenta o los intentos de construcción de la identidad nacional por distintos movimientos anticolonialistas del Tercer Mundo.

Détournement situacionista de un cómic de Milton Caniff y textos de La sociedad del espectáculo de Guy Débord. Foto: http://inventin.lautre.net/detournement.html

En los años ochenta se produjo la primera gran oleada neoliberal personalizada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, un embate contra los logros del Estado de bienestar derivados del consenso de posguerra que, en el campo de la cultura,

puede simbolizarse en la fuerte campaña contra una exposición, financiada con 30.000 $ de fondos públicos, en la Corcoran Gallery de Washington del fotógrafo Robert Mappelthorpe, meses después de su muerte víctima del SIDA. Fue el detonante del ataque conservador contra los fondos públicos para la cultura más innovadora gestionados por la agencia federal National Endowment for the Arts (NEA), desmantelando prácticamente sus líneas de apoyo a los proyectos más críticos y experimentales de esta agencia creada por el Congreso en 1965 para apoyar la excelencia artística, la creatividad y la innovación para beneficio de los individuos y las comunidades2. El auge en las décadas siguientes de los nuevos movimientos sociales y el impuso del multiculturalismo convive con el crecimiento del integrismo fundamentalista de carácter religioso y nacionalista. La plena implantación del paradigma postmoderno en sustitución del marco establecido por la Ilustración y la modernidad, el fin de los grandes relatos y la ya mencionada proclamación del fin de la historia de Fukuyama o la guerra de culturas de Huntington (1998) sustituta del fenecido enfrentamiento entre bloques siguieron poniendo el debate sobre política y cultura en una posición central. Detrás de los embates del liberalismo político está el liberalismo económico, o lo que es lo mismo la desigualdad, frente a la que Rawls y Habermas aparecen como los dos polos más significativos para la articulación de una teoría racional y moral que intenta salvar la crisis de fundamentación de la democracia. Una crisis que está teniendo su escenificación más reciente en las revoluciones de la primavera árabe y en el 15-M y sus epígonos, surgidos como consecuencia paradójica del anhelo simultáneo de libertades democráticas en unas zonas del planeta y de rechazo de su burocrática institucionalización en otras, con el trasfondo de la más grave crisis económica jamás sospechada y los antecedentes del 11-S y las guerras de Irak y Afganistán. Y una crisis también de la crítica cultural del capitalismo, paliada en gran parte por autores como Luc Boltanski y Ève Chiapello que estudian precisamente la raíz de la

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En la carta que introduce la memoria de 2011 de la NEA, su presidente actual Rocco Landesman menciona que el presupuesto de ese año fue de 154’69 millones $ y que desde su creación la agencia ha dispuesto de más de 4.000 millones $. Cantidades sin duda muy reducidas para el desarrollo de las tareas encomendadas, especialmente si las comparamos con las de países como Francia (ver nota 3).

crisis de la crítica del capitalismo, el cual se ha refundado una vez más después de la revolución de mayo del 68. Analizan el nuevo espíritu del capitalismo a través de los textos de gestión empresarial en Francia en los últimos treinta años, así como el renacimiento de la “crítica social” y el posible relanzamiento de la “crítica artista” tras su recuperación en el seno de ese nuevo espíritu triunfante (Boltanski y Chiapelo, 2002). La formidable ofensiva liberal conservadora aúna el predominio global sin trabas de ningún tipo del libre mercado, el tradicionalismo cultural y social y un talante profundamente anti igualitario y autoritario, con una finalidad hegemónica en opinión de Laclau y Mouffe para la que “intenta transformar profundamente los términos del discurso político, y crear una nueva ‘definición de la realidad’, que bajo la cobertura de la defensa de la ‘libertad individual’ legitime las desigualdades y restaure las relaciones jerárquicas que las dos décadas anteriores habían quebrantado” (Laclau y Mouffe, 1987: 198). Frente a una nueva y más aguda fase de este proyecto hegemónico a partir de la crisis financiera iniciada con la quiebra de Lehmans Brothers y las hipotecas subprime en EE UU, anclada hoy día en Europa y de la forma más cruda en los despectivamente denominados PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España), es necesaria una alternativa que para estos autores “debe consistir en ubicarse plenamente en el campo de la revolución democrática y expandir las cadenas de equivalencias entre las distintas luchas contra la opresión. Desde esta perspectiva es evidente que no se trata de romper con la ideología liberal-democrática sino al contrario, de profundizar el momento democrático de la misma, al punto de hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo. La tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal-democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural”

-cursivas de los autores- (Laclau y Mouffe, 1987: 198-9).

En estos intentos de conceptualizar y definir la enésima mutación y reinvención del capitalismo, poniendo en relación las manifestaciones culturales y las económicas, se han manejado por diferentes autores los términos de postcapitalismo, capitalismo tardío, globalización, sociedad de la información, sociedad del conocimiento, …, hasta que muy recientemente el francés Yann Moulier Boutang (2007) ha acuñado el concepto de capitalismo cognitivo. Coincide parcialmente con Boltanski y Chiapello al afirmar que para sobrevivir y ser productivo el capitalismo debe convivir y ofrecer

formas inéditas de libertad, basándose en la acumulación de bienes inmateriales, el procesamiento de grandes cantidades de información, la innovación y la diseminación del conocimiento. La clave ya no sería la fuerza de trabajo sino la fuerza de la invención y la innovación.

2.4 MODELOS DE POLÍTICA CULTURAL Volviendo a las primeras actuaciones del Estado precursoras de una política cultural, desde el siglo XVII Suecia contaba con presupuestos y estructura administrativa para archivos y patrimonio material, incluyendo éste monumentos y yacimientos arqueológicos. Incluso en la Francia del Antiguo Régimen se implantaron políticas de apoyo a escritores y se financió la Comèdie Française y la Academia Real de Música, que es el antecedente de la Ópera; en el siglo siguiente se creó el Conservatorio Nacional de Música y el Museo del Louvre (1793), antes en 1735 el Museo Británico y en España el Museo del Prado poco después (1819). Pero con carácter general fue a finales del XIX en Europa cuando podemos encontrar un conjunto de actividades que incluyen la ordenación de los museos, la lectura pública y la educación permanente. Y es en la transición al siglo XX cuando confluyen las actividades científicas y literarias de las sociedades de amigos del país, las de las sociedades de conciertos, la ópera y los salones de pintura, junto con las reivindicaciones de las organizaciones obreras y sindicales por la educación y la cultura. El papel que adquiere la cultura evoluciona hasta convertirse en pleno derecho de toda la comunidad en torno a los años 30 e interrumpida su aceptación por los poderes públicos durante los años 40 como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Y fue precisamente la necesidad de establecer un nuevo consenso y de generar una cierta cohesión social al finalizar el gran conflicto lo que facilitó la aplicación

de

políticas

culturales,

las

cuales

no

eran

muy

costosas

presupuestariamente, gozaban de aceptación popular y permitían contar con un nutrido contingente de educadores profesionales de los distintos sectores culturales. El primer ministerio de Cultura se creó en Francia en 1959 bajo la dirección de André Malraux y lo mismo fue sucediéndose en otros países democráticos del continente, en los países nórdicos y en Gran Bretaña, definiéndose desde muy pronto un modelo intervencionista continental y un modelo subsidiario anglosajón. Unos

modelos en los que las políticas culturales se aplican respectivamente de forma directa por un ministerio de Cultura, con Francia3 como paradigma, o de forma mediada a través de organismos, como el Arts Council británico, con un cierto grado de autonomía en función del principio del arm’s length o gobierno a distancia. Un tercer modelo, que atiende a factores territoriales, políticos y de tradición cultural, integra y combina en distinto grado los anteriores modelos, como sería el caso de los países nórdicos, Alemania u Holanda. En el continente americano los EE UU integrarían el modelo subsidiario anclado en el protagonismo de la sociedad civil en una concepción marcadamente mercantil e industrial de la producción cultural, mientras que mayoritariamente en Latinoaméríca se comenzó a implantar con carácter general y de forma tardía un débil modelo intervencionista con la creación de ministerios de Cultura, inicialmente vinculados generalmente a políticas de identidad nacional, con casos singulares como el de Chile en el que el gobierno de la Concertación presidido por Ricardo Lagos creó en 2003 el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, al igual que previamente (1988) en México, aunque habría que analizar con detalle el funcionamiento real de dichos organismos para dilucidar si no es una cuestión

más bien nominal y están ambos más próximos al modelo

intervencionista. En cualquier caso, y aunque predominen en los distintos países los elementos de uno u otro modelo, la realidad es que son mucho más comunes los modelos híbridos. Y lo determinante es que la intervención pública y la aplicación de una política cultural se produce en todos los casos, tanto por acción como por omisión, siendo quizá más importante determinar cual es la postura o la actitud del gobierno en cuestión a partir de las formas determinadas de intervención elegidas.

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El presupuesto para 2012 del Ministerio de Cultura y Comunicación (2011) tuvo un alza del 0,9 %, elevándose a más de 7.400 millones € que, con las tasas afectadas a establecimientos como el Centro Nacional del Cine y la Imagen animada y el Instituto de Arqueología preventiva, suma 8.300 millones € movilizados en favor de la cultura, en un momento en el que países como Italia, Gran Bretaña, España o los Países Bajos aplican fuertes recortes como consecuencia de la crisis económica. El propio gobierno francés prevé aplicar una reducción del 4,3 % en el proyecto de presupuestos para 2013 y en el caso del gobierno español el recorte alcanza un elevado 30%.

Meteoro, intervención de Alicia Martín en el Museo Naval de Cartagena de Indias (Colombia) dentro del proyecto Cart[ajena], 2007. Foto: Juan Camilo Segura.

Existen obviamente otras denominaciones de los modelos de política cultural como, por ejemplo, la del ya citado Texeira Coelho, que distingue entre las políticas de dirigismo cultural, propias de estados autoritarios, y las de liberalismo cultural o de democratización cultural, en el caso de sistemas democráticos, que coinciden básicamente con las que hemos denominado respectivamente subsidiaria e intervencionista. Con carácter muy general la intervención de las distintas administraciones públicas en la cultura se realiza mediante el establecimiento de normas jurídicas, como las leyes de Patrimonio, de Propiedad Intelectual o de Fomento del Cine, la creación de infraestructuras culturales, tales como redes de bibliotecas, archivos, teatros, auditorios o museos, la producción o el consumo directo de actividades culturales, por ejemplo compañías y orquestas nacionales o festivales de todo tipo, el fomento de la producción o el mercado, a partir de becas para la formación, ayudas y subvenciones a industrias, compañías y creadores. Las distintas herramientas de intervención se aplican al conjunto del proceso o a sus diferentes fases (creación, producción, distribución y consumo) y está motivada por el desfase entre el coste de un producto cultural, muchas veces de carácter artesanal y con claro predominio del

capital humano, y el precio de venta, que produce un déficit crónico en sectores como el teatro o la ópera. Además existe la necesidad de garantizar el derecho de un acceso igualitario a la cultura, tal y como se recoge en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (“toda persona tiene derecho a participar libremente en la vida cultural de la comunidad”) y en distintos textos constitucionales posteriores, por ejemplo la Constitución española de 1978 que, en su preámbulo, asume como necesidad el que los poderes públicos garanticen el acceso a la cultura “para asegurar una digna calidad de vida” y ya en el articulado les encomienda “promover y tutelar el acceso a la cultura” (art. 44.1), desde un planteamiento de neutralidad cultural del Estado y de aceptación del pluralismo cultural y lingüístico. En este sentido, España y Latinoamérica, salvando las claras diferencias que se pueden apreciar entre los distintos países que integran ésta, comparten con carácter general, y por distintas razones históricas, sociales y económicas, el hecho de haber llegado al último cuarto del siglo XX con un déficit cuasi crónico en infraestructuras y servicios culturales en relación con los estándares existentes en los países más desarrollados a nivel mundial. La implantación o recuperación de regímenes democráticos tras distintos períodos autoritarios o dictatoriales trajo consigo la inclusión de la cultura en la agenda de los gobiernos, aunque de forma muy reducida, debido en gran parte a las simultáneas y graves carencias en educación, sanidad y prestaciones sociales. Por otro lado, los intereses y la gran capacidad de penetración de las industrias culturales ya existentes en el mercado internacional también han jugado un destacado papel por diferentes vías a la hora de limitar el papel concedido por los poderes públicos a unas políticas culturales más allá de la protección del patrimonio o de los sectores tradicionales de la cultura de élite, cuando no de la creación de una retórica de cultura nacional anclada en el folclore y la artesanía. La única excepción significativa en el caso español la encontramos en la industria editorial, gracias probablemente al cauce de la lengua y a la vinculación con la educación. En todo caso, es necesario señalar que la cultura se ha convertido en un activo estratégico de desarrollo social y la base de una importante realidad económica, alcanzando en España un crecimiento medio anual de la aportación al PIB del 4,6% entre 2000 y 2009, pasando de 19.883 a 29.753 millones € en el

último periodo disponible, según datos del Ministerio de Cultura (2011)4. Complementariamente es preciso tomar en consideración que la política cultural puede aportar un matiz de calidad a una tarea de gobierno determinada. En ese último tramo del siglo XX tanto en los países iberoamericanos como en otros de amplia trayectoria en el desarrollo de políticas culturales, bien del modelo intervencionista o bien del subsidiario, se refuerza el factor de prestigio de la cultura en la acción de gobierno y se abordan grandes proyectos a veces con un marcado acento publicitario y con las herramientas propias del marketing, sirva de ejemplo el lanzamiento y el éxito de los Young British Artists, junto con el Britpop y la genérica Cool Britannia como telón de fondo a la llegada al poder del laborista Tony Blair en la década de los noventa, generalizándose ya más recientemente el concepto de marca país y de la cultura como herramienta para su difusión e implantación. Entre estos proyectos aparece una tendencia a reconvertir antiguas infraestructuras industriales o de transporte en desuso, así como hospitales, cuarteles militares o cárceles. En muchos casos estas reconversiones son más costosas y complejas que las nuevas construcciones de infraestructuras, pero pueden jugar un valioso papel simbólico, contribuyendo a la conservación del patrimonio industrial, la recuperación de la memoria histórica y social o la regeneración de espacios urbanos degradados, aunque desgraciadamente en otras ocasiones son sólo el mascarón de proa de procesos de gentrificación, despilfarro de recursos públicos, corrupción y espectacularización de la cultura.

4

Según la Cuenta Satélite del Ministerio de Cultura “la aportación del VAB cultural al conjunto de la economía española se situó, por término medio en el periodo 2000-2009, en el 3,2%. Si se considera el conjunto de las actividades vinculadas con la propiedad intelectual la cifra asciende al 4,1%. La participación en el PIB se sitúa un poco por debajo de estas cifras debido a que los impuestos sobre los productos culturales son menos importantes que en el conjunto de la economía” (2011:7). Situación que ha cambiado recientemente con las últimas reformas del gobierno aumentando el IVA de la mayoría de las actividades culturales, con la única excepción del sector del libro, e igualando el porcentaje de dicho impuesto con los de otros sectores de la economía.

Javier Arce, El ornamento de las masas: rojo, blanco y azul, dentro del ciclo de exposiciones Joan Miró y los 24 escalones. Espai 13 de la Fundación Miró de Barcelona (2009) y Museo Nacional de la República de Brasilia (2010). Foto: Pere Pratdesaba.

El abanico es muy amplio y se pueden citar algunos ejemplos: El Museo de Orsay, un proyecto aprobado en 1977 para la antigua estación de ferrocarril y realizado por Gae Aulenti, que se inauguró en 1986 albergando la colección de los impresionistas y un excepcional conjunto de obras de arte de los siglos XIX y XX; o el conjunto del Parque de La Villete en 1982 también en París, con una extensión de 55 hectáreas en el antiguo matadero y mercado de ganado de la ciudad, que alberga, entre otras, La Géode y la Ciudad de las Ciencias, el teatro Zénith y la Ciudad de la Música. El PS1 de Nueva York ubicado en una antigua escuela pública y dedicado a residencia de artistas emergentes y producción de proyectos; un proyecto independiente absorbido hace unos años por el MOMA. La Tate Modern de Londres en la antigua central de energía de Bankside, núcleo de la rehabilitación de la ribera sur del Támesis, la degradada área de Southwark e inaugurada en 2000 tras su reconversión por los ganadores del concurso internacional, Herzog y de Meuron, y convertida en una de las mayores atracciones de la ciudad y en segundo museo más visitado del mundo tras el Louvre y el Museo Británico. En Madrid se está construyendo desde 2007 y poniendo en uso parcialmente en distintas fases un espacio para la creación contemporánea, en el solar de doce

hectáreas en el que se construyeron a principios del siglo XX diversas naves y edificios neomudéjares para albergar el matadero industrial y mercado de ganado; ya están en funcionamiento proyectos como la Nave de la Música patrocinada por la marca Red Bull, la Cineteca, las Naves del Teatro Español, Intermediae o la Central de Diseño, siendo inminente la apertura de la Casa del Lector promovida por la Fundación privada Germán Sánchez Ruipérez y habiéndose quedado en el camino otros proyectos como la colección de la Fundación de la Feria de Arte Contemporáneo ARCO; este macro proyecto surgió en el contexto del soterramiento de la autopista de circunvalación M-30 y de remodelación urbanística del sur de Madrid en torno al río Manzanares.

Plaza central de Matadero Madrid con la Nave 16 de la Música al fondo. Foto: cortesía Matadero.

El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) ocupa un área de 15.000 m2, 4.000 de ellos dedicados a exposiciones, junto con un auditorio, librería y distintas salas polivalentes, a partir de la antigua Casa de la Caritat, creada en 1802 y en funcionamiento hasta 1957; alberga todo tipo de actividades relacionadas con la ciudad y la cultura urbana y es sede de festivales de amplia repercusión internacional como el Sónar; junto con sus vecinos el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), el Fomento de las Artes y el Diseño (FAD) o varias facultades de la Universidad de Barcelona responde a la estrategia municipal de regeneración del barrio del Raval.

Sobre la antigua cárcel provincial de Salamanca construida en 1930 se ha promovido el centro de arte contemporáneo DA2, con una extensión de 9.500 m2, de los cuales 2.600 son de exposición, e inaugurado con ocasión de la capitalidad cultural europea de la ciudad en 2002, viviendo desde entonces varias crisis en sus equipos de trabajo y programaciones fruto de la constante interferencia de las autoridades públicas responsables del mismo. También en la antigua cárcel de Miguelete de Montevideo se ubica el Espacio de Arte Contemporáneo inaugurado en 2010 y en la prisión de Valparaíso se había proyectado un centro cultural diseñado por Niemeyer, que fue paralizado por la acción conjunta de asociaciones de vecinos, organizaciones sociales y artistas de la ciudad disconformes con un proceso realizado a espaldas de los ciudadanos. Otro espacio de estas características es el Centro Cultural Estación Mapocho de Santiago de Chile, que es el estudio de caso empleado en el módulo del programa organizado por Goberna América Latina al que corresponde el presente documento sobre políticas culturales. Se trata del primer centro cultural creado tras la dictadura del general Pinochet en 1991, que analizará en extenso su director ejecutivo, Arturo Navarro Ceardi.

Centro Cultural Estación Mapocho de Santiago de Chile. Foto: cortesía C. C. Estación Mapocho.

3. CONCLUSIONES Evaluar cualquiera de estas iniciativas desarrolladas por los poderes públicos de distinto nivel administrativo (estatal, regional, local) exige contextualizarlas dentro del correspondiente modelo de política cultural, así como analizar el marco social y

económico en el que se implantan. Hay ocasiones en que se trata de iniciativas singulares o extemporáneas, sin tener en cuenta los intereses ciudadanos y las demandas de los agentes culturales y obviando el hecho de que las políticas culturales obtienen su mejor resultado cuando se aplican a procesos culturales globales. En este sentido, cuando la política cultural es transversal en la acción de gobierno sus resultados positivos se multiplican, tanto en sentido positivo como negativo. Un buen ejemplo de aplicación estratégica del arte y la cultura como política gubernamental, además irónica o subrepticiamente desde un modelo subsidiario, se puede encontrar en el análisis de Serge Guilbaut

al examinar las implicaciones

políticas y culturales del período posterior a la Segunda Guerra Mundial en el que nació y se desarrolló una vanguardia norteamericana, el expresionismo abstracto, que consiguió trasladar el centro del mundo del arte desde París a Nueva York, consolidando por otras vías el poderío económico, político y militar de Estados Unidos en el mundo (Guilbaut, 2007). El destacado papel de lo simbólico, que hemos ido reseñando, se amplifica enormemente porque cultura significa también comunicación. Y ello no sólo desde el punto de vista del actual desarrollo tecnológico o de la caracterización del capitalismo cognitivo, sino porque el núcleo de la vida social humana lo constituye el intercambio comunicativo con otros seres y con su entorno mediante el uso de tecnologías constituidas a lo largo de la historia para ver, hacer y pensar el mundo en el que vivimos. Estos aspecto de la comunicación y el carácter transversal de la cultura da la oportunidad de incidir y reforzar el desarrollo social, económico y político si se aplican las políticas adecuadas en el campo cultural. Unas políticas culturales que en general la mayoría de los países, especialmente los que no dominan política y económicamente el escenario internacional, deberían tener más en cuenta, poniendo en primer término la importancia económica del capital humano frente al potencial industrial y tecnológico de países como EE UU o Japón. Un potencial firmemente asentado en la implantación de estilos de vida impuestos por la cultura mainstream (Martel, 2011) producida por las industrias culturales transnacionales y difundida por los mass-media, que frecuentemente consiguen subordinar las políticas culturales de muchos países a sus intereses. A

pesar de ello y de la creciente integración vertical de sectores como el audiovisual, políticas públicas intervencionistas como la francesa han demostrado su eficacia y han permitido la existencia de una cinematografía propia frente a casos radicalmente opuestos como, por ejemplo, el italiano. Es cierto que los marcos políticos, económicos y culturales nacionales son desbordados con relativa facilidad por unos mercados globales que no encuentran respuestas políticas al mismo nivel, como vemos un día sí y otro también con la actual crisis económica. Por ello la construcción de nuevos espacios políticos como, por ejemplo, la Unión Europa o una Latinomérica más integrada regional y socialmente necesita generar nuevas identidades con otros valores distintos de los intereses económicos y culturales dominantes, contando con la participación activa de los ciudadanos en la creación de otros imaginarios individuales y colectivos, en los que, sin rehuir el conflicto y la confrontación estética e intelectual, se amplíen los espacios para el diálogo, el intercambio y la cooperación. Este es el lugar de la cultura y las políticas culturales. 4. BIBLIOGRAFÍA

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