Portadores de Misericordia

May 23, 2017 | Autor: Domingo García | Categoria: Mercy, Works of Mercy, Holy Week Traditions and Processions
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Portadores de Misericordia Domingo García Guillén Dolores, 8 de octubre de 2016

Agradezco la amable invitación a compartir con vosotros esta reflexión en el marco del Vigésimo tercer Encuentro provincial de cofradías y hermandades de Semana Santa. Desde que recibí la propuesta, decidí asumir como propio el lema que habéis elegido para el Encuentro: «Portadores de Misericordia». Me parece muy sugerente, porque combina la misericordia (el centro de este año jubilar) con algo muy propio de las Cofradías y Hermandades de Semana Santa: ser portadores de una imagen, un paso, un trono… Acompañar a Jesús, a María y a los Apóstoles en sus horas más difíciles: el Domingo de Ramos, la Santa Cena, la Oración en el Huerto, el Prendimiento, el Ecce Homo, la Dolorosa, la Cruz, la Buena Muerte, la Sepultura… y por supuesto, también los misterios de la Resurrección y Gloria, y esa procesión tan de nuestra tierra como es la visita de Jesús Eucaristía a los Enfermos. Cada uno de vosotros es portador de Misericordia. La lleváis a hombros, o apoyada en el costado. Invocáis la misericordia divina, cuando cubrís vuestra cabeza con un capirote para que la gente mire sólo a Jesús y a su Madre; o cuando golpeáis con un martillo, llamando a los hermanos a levantar el paso con fervor. Lleváis la misericordia cuando acompañáis con un varal de hermano mayor, con la insignia de la hermandad o sepultados bajo el trono. Vestidos de gala o de penitencia. En silencio o lanzando aleluyas. Por las calles empinadas del casco antiguo o atravesando la huerta con paso firme. Sois portadores de misericordia cuando visitáis a los enfermos, socorréis a los pobres, colaboráis con un comedor social o ayudáis a rehabilitar toxicómanos. Vosotros y vosotras sabéis lo que pesa la Misericordia. De eso hablan vuestros hombros doloridos, vuestros pies hinchados, las ojeras por las noches sin dormir, o también las lágrimas derramadas por una lluvia inoportuna que consigue arruinar un año entero de trabajo. Pensando en vosotros, y en el lema de este encuentro, quiero ofreceros una reflexión sobre el Peso que lleváis a cuestas. Esta imagen tan física, tan

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dolorosa y agradable a la vez, nos permitirá entender algo de lo que es la misericordia divina. Trataré de evocar en palabras sencillas, pero sin renunciar a la poesía y la belleza, aquello que nos reúne hoy aquí: el peso de la Misericordia. 1. El peso y la gloria Todos tenemos experiencia de qué es «misericordia». En algún momento de nuestra vida nos hemos sentido perdonados, acogidos, aceptados… También en muchas ocasiones hemos «practicado» la misericordia: mirando el rostro de un pobre, escuchando la voz temblorosa de quienes fueron maltratados por la vida… En momentos como ésos, nos ha parecido reconocer los rasgos del mismo Señor sufriente que portamos a los hombros. Pero también hemos tenido la experiencia – hay que reconocerlo – que nuestras ganas de ser misericordiosos se quedaban cortas. Nos faltaban la paciencia y las energías para socorrer las necesidades de quien teníamos delante. Por eso, hablando de Misericordia hemos de comenzar mirando a Dios. Lo haré desde la imagen del «peso» y la «carga» que he elegido como hilo conductor de mi reflexión de esta tarde. De entrada, surge una dificultad evidente: ¿hablar del peso de la Misericordia? ¿el «peso» de Dios? Parece que no tiene mucho sentido. Desde pequeños hemos aprendido que Dios no tiene cuerpo, no pesa, no ocupa espacio. Y esto es así. Pero una lectura atenta del texto bíblico nos hace descubrir algunos matices interesantes, que nos resultan de mucha utilidad. Un concepto central en la Biblia es la «gloria» de Dios. Todos estamos familiarizados con la gloria: cada domingo recitamos en la Eucaristía: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». Ahora bien: si intentáramos definir en qué consiste esta gloria tendríamos serias dificultades. Si acudimos al diccionario veremos que la «gloria» tiene que ver con la fama y con el reconocimiento público 1. Pero su sentido original es muy distinto. El Antiguo Testamento habla de la gloria de Dios con una palabra hebrea: «kabod», que significa (literalmente) «tener peso» 2. A esto me refiero cuando hablo del «peso» de Dios. El Antiguo Testamento describe la gloria de Dios como si fuera una presencia 1

Entre nosotros, Olegario González de Cardedal ha subrayado el error filológico e histórico que acompaña al término «gloria» desde hace siglos, cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La gloria del hombre: reto entre una cultura de la fe y una cultura de la increencia, BAC, Madrid 1985, 40-46. 2 Cf. C. WESTERMANN, «kbd: ser pesado», en: E. JENNI-C. WESTERMANN (ed.), Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento I, Madrid 1978, 1089-1113.

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física, una presencia que impresiona y sobrecoge, que mueve el corazón y conmueve al arrepentimiento. El rey Salomón, cuando inaugura el templo de Jerusalén, contempla la gloria de Dios llenando el espacio sagrado. Hasta el punto de que los sacerdotes se tuvieron que salir. Leemos en el primer libro de los Reyes: «cuando salieron los sacerdotes del santuario —pues ya la nube había llenado el templo del Señor—, no pudieron permanecer ante la nube para completar el servicio, ya que la gloria del Señor llenaba el templo del Señor.» (1Re 8,10-11). Con esta idea tan «física» de la gloria de Dios, no puede sorprendernos que la expresión «dar gloria a Dios» signifique tanto como dejarle su sitio, reconocerle su lugar propio. A veces, Dios mismo tiene que manifestar su propia gloria, es decir: recordarle al ser humano que Él (Dios) está ahí, para que no le olvide. Es fácil recordar – por ejemplo – los textos en los que Dios demuestra su poder castigando a quienes oprimen a los débiles. La Biblia lo expresa de un modo muy gráfico: Dios «se cubre de gloria» a costa de los enemigos de Israel 3. Esta «gloria» se utiliza para ponerse siempre de parte de los débiles; para recordarle a quienes abusan de los demás y pisotean la dignidad de los pobres, que Dios cuida de todos nosotros, en especial, de aquellos a los que nadie quiere, a los que todos rechazan. En una palabra: a los que sólo tienen a Dios. Y es que la gloria de Dios va estrechamente unida a su presencia entre los más necesitados. Él quiere estar allí donde están sus hijos, especialmente los más abandonados y humillados. Un ejemplo claro es el libro de Ezequiel, donde el profeta es testigo de un hecho muy curioso. La gloria de Dios, que había entrado en el templo en tiempos de Salomón, esa misma gloria abandona el templo cuando los israelitas son desterrados, cuando se ven obligados a marchar al exilio (cf. Ez 10–11). Así pues, hablar de la «gloria», del peso de Dios, significa en el Antiguo Testamento hablar de su majestad, de su presencia imponente, que impresiona al hombre. Una presencia que le recuerda a los poderosos que no pueden abusar de los débiles. Una presencia que está allí donde le necesitan. Pero esta visión tan «física» de la gloria de Dios tiene también sus límites. Su peligro, podríamos decir, que acecha a la vuelta de la esquina. Si la gloria de Dios (por así decirlo) «ocupa sitio», el hombre y la mujer pueden sentir que Dios les quita el sitio que a ellos les corresponde. Del reconocimiento de la gloria de Dios podemos pasar fácilmente al miedo. Si siento que Dios ocupa mi lugar, que me quita el aire que necesito para respirar, no es imposible que yo piense que para vivir necesito quitar a Dios de

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Cf. Éx 14,4.17.18; Ez 28,22; 29,16; Is 26,15; 66,5; Ag 1,8.

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en medio. O Dios o yo. Sólo puede quedar uno. Muchos acaban siendo ateos, pensando que no hay otra alternativa 4. Se trata, sin duda, de un miedo infundado: el hombre que se encuentra con Dios encuentra una libertad mucho más amplia y profunda. Ahí está, por ejemplo, el salmo cuatro, que agradece a Dios con gozo: «tú que, en el aprieto, me diste anchura» (Sal 4,2). El reconocimiento de Dios pone al hombre en su sitio, en su dignidad, en su valor propio. Pero el peligro estaba. Y Dios quiso llegar a nosotros por un camino distinto al de la gloria y majestad. Ese camino se llama Jesucristo. Perfecto Dios, pero también perfecto hombre. San Pablo lo dice con una fórmula preciosa: «en él habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). La gloria de Dios se ha «encerrado» en los estrechos límites de la vida y el cuerpo de un hombre para poder brillar entre nosotros. El Dios que no cabe en los cielos ni en la tierra ha renunciado a mostrarse en toda su gloria para que podamos contemplarlo. De nuevo tomo unas palabras de San Pablo, que lo dicen mucho mejor que yo: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» – dice a los Filipenses – «el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo («se vació» – dicen otras traducciones), hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,5-8). Para llenarnos de gloria a nosotros, Jesús se vacía de gloria. Para elevar nuestra dignidad, Jesús se muestra como un hombre cualquiera. Ése es el Dios en el que creemos. Ése es el Dios hecho carne, que portamos a nuestros hombros, al que le ofrecemos nuestro costado. Continúa siendo Dios, pero se acerca a nosotros en humildad y sencillez. Me vienen a la mente las palabras de San Efrén, un poeta cristiano del siglo cuarto, que cantaba así el nacimiento de Jesús: Las manos de María podían levantarle porque él aligeró su peso; y pudo abrazarle su regazo, porque Él se hizo pequeño. ¿Quién podría medir la extensión de su grandeza? Él contrajo sus medidas a la talla del vestido. María pudo tejerle una túnica y vestirle porque Él se había despojado de su gloria. Pudo tomarle las medidas para tejerla porque Él había reducido su magnitud 5. 4

Sobre la falsa alternativa «o Dios o el hombre», siguen siendo actuales las magistrales páginas (escritas hace más de setenta años) de Cf. H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 20124, 25-31. Son también de utilidad las reflexiones de J.M. CABIEDAS TEJERO, «Origen de la idea de que el mundo moderno debe prescindir de Dios. Una relectura», Burgense 54 (2013) 37-46. 5 EFRÉN, De Nativitate IV, 186-188. Traducción de F. J. MARTÍNEZ, «Jesucristo y María en algunos Himnos de san Efrén de Nisibe», Estudios Marianos 64 (1998), 203-

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De la humildad de Dios podéis sacar una primera consecuencia para vuestra vida como creyentes y cofrades. Tenéis la misión de reflejar la gloria de Dios que se ha manifestado en la cruz. Ser testigos del Dios que manifiesta su grandeza haciéndose pequeño. Todas vuestras horas de ensayo, el sudor insoportable, las «levantadas» hechas casi ya sin fuerzas… todo eso está al servicio del Amor más grande. «Por ti, Señor, lo hacemos» – podéis decirlo. Trabajáis para que brille con más claridad el Amor crucificado. 2. «La viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia» Paso al segundo punto de mi propuesta de esta tarde. Hablando de Dios y Jesús, tenemos que hablar necesariamente de la comunidad cristiana. Un cristiano no puede nunca estar solo. Siempre buscamos la familia, la parroquia, la cofradía, la diócesis. En una palabra: la Iglesia. Hay un himno de la liturgia de las horas que me gusta mucho y expresa bellamente esta radical dimensión comunitaria de la vida cristiana. Dice así: «Allí donde va un cristiano no hay soledad, sino amor, pues lleva toda la Iglesia dentro de su corazón. Y dice siempre “nosotros”, incluso si dice “yo”» 6. Vosotros sois Iglesia. Como cofradías, sois miembros de esta gran familia que es la Iglesia. Cuando salís en procesión, sois el rostro visible de la Iglesia. Vuestros estatutos están aprobados por la Iglesia. Y todos tenéis un consiliario o capellán, un sacerdote que os acompaña en nombre de la Iglesia. Vosotros sois la Iglesia. De vosotros – de cada cristiano, en realidad – depende la vida de la Iglesia. Durante este año jubilar de la Misericordia, el papa Francisco nos ha pedido un favor especial: que la Iglesia sea – cada vez más– la «casa de la misericordia». Que la Misericordia pueda ser de verdad (y no sólo en teoría) «la viga maestra que sostenga la vida de la Iglesia»7. Las vigas sostienen el tejado de una casa, y la viga maestra soporta las demás vigas. Si faltara la viga maestra, el techo se derrumbaría y quedaríamos a la intemperie, expuestos a la lluvia, el frío y la radiación solar. De modo similar, si faltara misericordia en la Iglesia, ésta dejaría de dar cobijo a quienes se sienten heridos por la vida. ¿Y qué podamos hacer nosotros para que la Iglesia sea la «casa» de la Misericordia? Ante todo, cada uno de nosotros tiene que experimentar esta misericordia en primera persona. Saber que Dios le ha amado con locura, 253 (aquí 222). Sobre este tema del Dios que se hace pequeño, me permito remitir a mi artículo «Verbum Abbreviatum», Facies Domini 4 (2012), 31-72. 6 Liturgia de las Horas, Himno del sábado de la II Semana. 7 FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus 10.

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que ha enviado a su Hijo a la Cruz por mí y que me quiere inmensamente. Y si yo lo he experimentado, puedo transmitirlo a los demás. Si yo me he sentido amado por Dios y en la Iglesia vivo como en mi casa, puedo acoger a los demás. Hacer que se sientan como en casa. Éste es el reto: que la Iglesia sea más familia, más madre, más casa para cada persona que busca a Dios. Con nuestra actitud, todos podemos hacer que nuestras cofradías y parroquias sean más fraternas, más acogedoras. Con esto, ayudaremos a cumplir el sueño del papa Francisco de que la Iglesias sea «la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas» 8. La vida a cuestas. Otra vez la idea del peso, de ser portadores de misericordia. Pronto volveremos sobre ella. 3. «El peso de nuestros pecados». El sacramento de la Reconciliación Pero antes tenemos que hablar de otro peso. Un lastre que llevamos encima, aunque a menudo no nos guste reconocerlo. Lo diremos con las palabras de un salmo: «Mis culpas sobrepasan mi cabeza, | son un peso superior a mis fuerzas» (Sal 38,5). Más de una vez experimentamos el peso de nuestros pecados. Con frecuencia experimentamos que somos egoístas y nos cuesta pensar en los demás. Que nos cuesta perdonar y que guardamos rencores. Y lo peor – hay que reconocerlo – es que la situación no mejora con el tiempo. A medida que vamos cumpliendo años, nos vamos notando menos libres, menos ligeros de equipaje. En una palabra: sentimos más el peso de nuestros pecados. Los evangelios ilustran muy bien esta sensación a la que me refiero en el episodio de la mujer adúltera. Seguro que recordáis lo que le dijo Jesús a los que querían apedrearla: «el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8,8). Menos conocido es lo que sucedió después. Al oír a Jesús, nos dice el evangelio, «se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos» (Jn 8,9). Este «lastre» que llevamos a la espalda, esta «vida a cuestas» (como dice el papa) ¿tiene alguna respuesta? De nuevo, nos la ofrece Jesús. Y si Él lo dice, hay que tomar en serio sus palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Cuando sintamos que nos aplastan las preocupaciones, los problemas… los pecados, Jesús nos invita a dejárselos a Él, a descansar en Él. A pasarle nuestra mochila para llevarla entre los dos.

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FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium 47.

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Este año jubilar de la Misericordia es una oportunidad única para volver a descubrir el sacramento de la reconciliación. Soy consciente de que algunos tienen miedo a que los traten con poca delicadeza; habrá quien incluso haya tenido una mala experiencia en el pasado. Todo eso no debería volver a ocurrir hoy en día. Os pido perdón si algún sacerdote os hizo daño o violentó vuestra conciencia. A pesar de ello – o mejor: precisamente por eso – os invito a volver a descubrir el sacramento de la penitencia. A volver a confesar los pecados delante de un sacerdote y que él, en nombre de Cristo y en la persona de la Iglesia, os otorgue la absolución. No hay otro modo de experimentar en primera persona la ternura de Dios, que nos acaricia el alma. No hay otro modo de descargar en Él nuestro agobio. Algunos de vosotros pertenecéis a hermandades y cofradías penitenciales. La Hermandad del Perdón, se llama en algunos sitios. Vosotros, muy especialmente, estáis invitados a ser testigos del sacramento de la Penitencia, del sacramento de la Reconciliación, del Perdón otorgado en Jesucristo. Jesús nos espera en el Confesionario con los brazos abiertos. 4. «Llevar los unos las cargas de los otros». Las obras de Misericordia Uno de los elementos esenciales del Año Jubilar de la Misericordia está siendo la ocasión de poder redescubrir las obras de misericordia. Para hablar de ellas, me viene a la mente un texto de la carta de San Pablo a los Gálatas, que estamos leyendo en la liturgia eucarística de estos últimos días: «Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» (Ga 6,2). Creo que a vosotros no hace falta que os recuerde lo importante que es llevar el peso junto con los otros. ¡Cuántas veces habéis tenido que soportar más carga porque un compañero estaba débil, o no caminaba bien! ¡Cuántas lágrimas, heridas y rozaduras por ayudar a otros a llevar su carga! Lo cierto es que, igual que sucede entre costaleros y cofrades, sucede en la vida diaria. Cada uno de nosotros ha experimentado la misericordia, el perdón y la ternura de Dios. Cada uno ha sentido en su corazón la llamada de Jesús a descansar en Él y entregarle nuestra carga cuando estemos «cansados y agobiados». A cambio, en agradecimiento por su perdón, vosotros le hacéis al Señor un homenaje público. Lo mostráis sufriente por las calles de vuestros pueblos y ciudades, para que nadie se quede sin saber que Dios le ama y le perdona en Jesucristo. Pero el Señor nos pide todavía una cosa más, lo mismo que nos indica San Pablo: «Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» (Ga 6,2). ¿Con quién hay que compartir esa misericordia que recibimos de Dios? ¿Quiénes son esos, de los que San Pablo nos dice que tenemos que llevar

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«las cargas»? La Biblia llama a esa persona «nuestro prójimo». Pero… ¿quién es nuestro prójimo? 9 Un maestro de la ley le hizo a Jesús esta misma pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10,29). El Señor encontró entonces la ocasión para contar una de las más bellas parábolas de la misericordia: el buen samaritano (cf. Lc 10,25-37)10. Los judíos del tiempo de Jesús pensaban que «prójimo» era sólo el que pertenecía al pueblo de Israel. Según esto, habría que ayudar sólo a quienes comparten mi nacionalidad, mi religión… Esta idea la encontramos también en la Biblia: el libro del Eclesiástico (Eclo 18,13) leemos claramente: «el hombre tiene misericordia de su prójimo, el Señor de todo ser viviente». La diferencia entre el ser humano y Dios sería que Él ayuda a todos, mientras nosotros sólo cuidamos de quienes tenemos más cerca. Jesús cambia las cosas. En la parábola del Buen Samaritano, Jesús nos dice que no tenemos que preguntarnos quién es nuestro prójimo sino (más bien) de quién tenemos que hacernos prójimos nosotros, quién se cruza en nuestro camino y se convierte en nuestro prójimo, porque nos necesita. La parábola nos lleva a concluir que la misericordia no es una cuestión teórica, sino eminentemente práctica. El maestro de la ley reconoce que el «prójimo» del hombre malherido es «el que practicó la misericordia con él» (Lc 10,37). La conclusión de Jesús es también una invitación a ponerse manos a la obra: «anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,38). No se trata entonces de preguntarse si la persona es o no de mi cofradía; si vive en mi pueblo o comparte mi religión o ideología política. Jesús me invita a dejar el sofá y convertirme en prójimo de los que encuentro en mi camino. A tomar la iniciativa y ayudarles, sin esperar nada a cambio. En realidad, ya lo hemos recibido: de Dios mismo. Como la misericordia no es sólo una cuestión teórica (¿quién es mi prójimo?) sino eminentemente práctica (¿de quién me hago yo prójimo?), tenemos que hablar de las obras de misericordia. Con ellas, conseguimos

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En lo que sigue, reproduzco lo que he escrito en «Mientras vamos de camino. Una mirada peregrina al Jubileo de la Misericordia», en: El encuentro con Cristo, camino de la misión. Programación Diocesana de Pastoral 2016 – 2017 (Material de uso interno), Alicante 2016, 27-46 (especialmente 43-44). 10 Cf. J. A. FITZMYER, El evangelio según san Lucas III, Cristiandad, Madrid 1987, 265-291; A. PITTA, «Las parábolas de la misericordia», en: PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, Misericordiosos como el Padre. Subsidios para el Jubileo de la Misericordia 2015-2016, BAC, Madrid 2015, 69-139 (sobre el Buen Samaritano: 86-92).

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que el amor divino que experimentamos en nuestras propias vidas, redunde en beneficio de quienes más necesitan experimentar misericordia 11. El Catecismo distingue entre obras de misericordia corporales y espirituales. Las corporales son: «dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos». Cada una de ellas se apiada del prójimo en una de sus carencias: comida, bebida, privación de vestido, casa, salud, libertad, vida… 12 Francisco nos invita a no olvidar las obras de misericordia espirituales, que también son siete. Podemos agruparlas según tres actitudes básicas del cristiano: 1ª) estar atento a los demás, que aparece en las tres primeras obras espirituales («dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra»); 2ª) ser instrumento de Reconciliación, que encontramos en las tres siguientes («consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas»; 3) y por último la oración («rogar a Dios por los vivos y por los difuntos») 13. Las obras de misericordia comienzan como acciones individuales. Cada uno de nosotros somos invitados a vivirlas en primera persona y nadie puede reemplazarnos, como dice Jesús: «cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Pero no se limitan al ámbito individual: si la misericordia es «la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia», los cristianos practicamos la misericordia no sólo individualmente sino como pueblo, como familia, como comunidad. El mismo Jesús que os agradece que llevéis su imagen a hombros o apoyada en el costado, os pide que, al ver a alguien sufrir, con hambre o sed; preso o refugiado; triste o equivocado; solo o muy pesado… Que al ver todo eso no os quedéis quietos, ni paséis de largo. Que carguéis con ellos y os encarguéis de ellos, como lo hacéis con Jesús durante la Semana Santa.

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Cf. FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus 15. Puede ser de gran ayuda leer la exposición del Catecismo de la Iglesia Católica, cf. Catecismo 2447 y el magnífico comentario de S. PIÉ-NINOT, «Las obras de misericordia corporales y espirituales», en: PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, Misericordiosos como el Padre, 473-524. 12 Cf. S. PIÉ-NINOT, «Las obras de misericordia corporales y espirituales», 494. 13 Cf. Ibidem, 507.

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5. «Todavía no podéis cargar con ello». El Espíritu Santo y la vida cristiana Acabo ya, agradeciendo vuestra atención y vuestra paciencia. Pido disculpas si alguna de las cosas que he dicho puede haberos parecido incorrecta o imprecisa. Creo que las Cofradías de Semana Santa cumplen una función insustituible: recordar que, aunque la fe es algo personal, tiene una radical dimensión pública. No basta con que cada uno de nosotros viva su fe en el ámbito privado. Vosotros no tenéis ninguna vergüenza en salir a la calle y recordarnos a todos que la alegría de la fe se tiene que vivir en público, haciendo ver a creyentes y no creyentes que el Amor de Dios es para todos. Que Jesús entrega la vida por cada uno de nosotros, seamos o no creyentes. Vuestro duro trabajo de cada año vale la pena porque le mostráis a todos el amor de Dios. Y lo hacéis públicamente. ¿Alguna vez habías pensado en lo importante que es esta dimensión pública? Mirad lo que dice el papa Francisco. La carta a los Hebreos dice que Dios no se avergüenza en llamarse nuestro Dios (cf. Hb 11,16)14. Y partiendo de esta frase bíblica, se pregunta nuestro papa argentino: «¿Seremos en cambio nosotros los que tendremos reparo en llamar Dios a nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no confesarlo como tal en nuestra vida pública…?» 15. Gracias a vosotros, Jesucristo crucificado y Resucitado está en nuestras calles cada año. ¿Qué nos falta por decir? Sin duda, muchas cosas. Pero no pretendo decirlo todo. Me vienen a la cabeza las palabras de Jesús en su despedida: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 15,12-13). Esta paciencia de Jesús, que sabe que no podemos cargar con todo, es otro rasgo de su misericordia. Por eso nos envía su Espíritu Santo, que vaya «metiendo» dentro de nuestros corazones todo lo que quiere de nosotros. Sólo Él, el Espíritu de Dios, puede ir haciéndonos cristianos, modelándonos según la semejanza de Jesucristo. Sólo Él puede quitar el «peso» de nuestro pecado, y poner en nuestro corazón el ansia de que todos conozcan a Jesucristo muerto y resucitado. Domingo GARCÍA GUILLÉN Misionero de la Misericordia

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Sobre la relevancia de Hb 11,16 para la reflexión teológico trinitaria, pueden leerse las interesantes reflexiones de Á. CORDOVILLA, El Misterio de Dios trinitario. Dioscon-nosotros, BAC (Sapientia Fidei 32), Madrid 2012, XVII. 15 FRANCISCO, Encíclica Lumen Fidei 55b.

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