Pospolítica y ciudadanismo

October 6, 2017 | Autor: Mario Domínguez | Categoria: Political Sociology, Participación ciudadana
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Post-política y ciudadanismo Mario Domínguez

Lo que cuestionamos no es sólo producto de ambiciones desmedidas, sino de una estrategia perversa de gestión de los conflictos, y es que la democracia no es más que eso, mecanismos institucionales desplegados por el estado-capital como excelente mecanismo de gestión de sus contradicciones. El cierre sofocante de toda forma de protesta ya no es tan sólo coercitivo y represor (a veces sí lo es) sino que moviliza todo el aparato de expertos, profesorado atento, una nueva terminología sensible ante la injusticia, etc. para asegurarse que la puntual reivindicación (la queja) de un determinado grupo se quede en eso: en una reivindicación puntual.

“La izquierda en el Capital, es la izquierda del capital”, Federación de Estudiantes Libertarixs - Somosaguas, Abril del 2010.

Madrid, Diciembre del 2010. Edita: Federación de Estudiantes Libertarixs - Somosaguas Contacto: [email protected] P.V.P.: 3,5 € Este es un proyecto editorial que se financia a través de sus publicaciones, rogamos que acudais al contacto que facilitamos para la solicitud de ejemplares. Autorizamos la reproducción total o parcial del presente texto, sin ánimo de lucro, citando la fuente. ISBN: 978-84-614-6321-3 Depósito legal Impreso en España / Printed in Spain Publidisa (Sevilla)

ÍNDICE

1. Post-política, la idea del fin de la política........................ 9

1.1. Nuevos actores y repertorios de la acción social....................................18 1.2. Conceptos explicativos: la tribu, la red, la autoorganización.................23 1.3. Reedición de una subjetividad humanista............................................32 1.4. Problemas de identidad: comunidad de iguales, mito, rito, imagen......41 2. Ciudadanismo en la época post-política....................... 47

2.1. La creencia de que la democracia es capaz de oponerse al capitalismo....48 2.2. El proyecto de reforzar el Estado.........................................................53 2.3. Su innegable vocación ecuménica y pedagógica..................................59 2.4. La aspiración estratégica de aglutinar una inmensa mayoría social.....62 2.5. Ciudadanismo y derechos....................................................................64 2.6. El espectáculo integrado.....................................................................67 3. Bibliografía citada...................................................... 75

1. Post-política, la idea del fin de la política

L

a post-política es sencillamente el fin de la política, pero eso nos remite a otra definición: ¿qué es la política?, ¿qué es lo verdaderamente político? Para J. Rancière su origen etimológico lo indica con precisión: un fenómeno que aparece por primera vez en la Antigua Grecia cuando aquellos sin un lugar claramente definido en la jerarquía de la estructura social no sólo exigieron que su voz se oyera frente a los que ejercían el control social y formar parte así de la esfera pública, sino que esos mismos excluidos y sin lugar fijo en la estructura social se postularon como los de la sociedad en su conjunto de la verdadera universalidad. Sería pues algo así como lo universal del singular colectivo, “de un singular que aparece ocupando el Universal y desestabilizando el orden operativo ‘natural’ de las relaciones en el cuerpo social” (Zizek, 2007) y por tanto es la subversión traumática del mecanismo de la hegemonía lo que constituye el núcleo mismo de la política. Así pues entenderemos la post-política como un juego intelectual —como tal habrá que tomárselo— que exige tres aprioris: a) la secularización de la política y su corolario, la constitución del espacio del centro; b) la emergencia de nuevos sujetos colectivos; y c) la nueva inserción de los sujetos en la acción colectiva. a) En esta coyuntura política y teórica marcada obsesivamente por el tema del fin, la posibilidad del fin de la política pasa por secularizar la política tal como se han secularizado todas [9]

las demás actividades que conciernen a la producción y la reproducción de los individuos y de los grupos: abandonar las ilusiones vinculadas al poder en la representación voluntarista del arte político en cuanto que programa de liberación y promesa de felicidad. Acercar la política a la potencia que acompaña las actividades secularizadas del trabajo, el intercambio y el goce. Concebir un ejercicio político en sincronía con los ritmos del mundo, con el crecimiento de las cosas, de la información y de los deseos. Un ejercicio político establecido por entero en el presente, en el cual el futuro no sería más que una expansión del presente. La política en el tiempo que ya no se encuentra dividida por la promesa debe corresponder a un espacio liberado de divisiones. El idioma gubernamental lo llama centro: no designa un partido entre otros sino que es el nombre genérico de una nueva configuración del espacio político, despliegue de una fuerza consensual adecuada al derecho apolítico de la producción y la circulación. Pero ese centro no deja de escaparse. El fin de la política parece más bien dividirse en dos fines que no coinciden y que producen virtualmente dos espacios del fin de la política: el espacio del tiempo nuevo y el espacio del nuevo consenso. “Quizás, la fórmula que mejor exprese esta paradoja de la post política es la que usó Tony Blair para definir el New Labour como el ‘centro radical’ (radical centre): en los viejos tiempos de las divisiones políticas ‘ideológicas’, el término ‘radical’ estaba reservado o a la extrema izquierda o a la extrema derecha. El centro era, por definición, moderado: conforme a los viejos criterios, el concepto de Radical Centre es tan absurdo como el de ‘radical moderación’.” (Zizek, 2007) b) Partimos asimismo de otra proposición: la emergencia de nuevos sujetos colectivos, movimientos sociales, repertorios [10]

de acción colectiva y generación de identidades comunitarias detectable en un nuevo espacio de relación e interacción social se da como consecuencia no tanto de un desarrollo tecnológico sino gracias a la “invención” de una nueva clase de política de carácter “post-político” que hunde sus raíces en las crisis de 1968. Desde una perspectiva académica, si hay algo que caracteriza estas crisis consiste en que a partir de finales de los años sesenta del siglo pasado los expertos en sociología política constatan la fusión de las esferas política y no política de la vida social, no sólo a nivel de manifestaciones globales sociopolíticas, sino también al nivel de los ciudadanos como actores políticos primarios. Se desdibuja la línea divisoria que deslinda los asuntos y comportamientos “políticos” de los “privados”, por ejemplo, económicos o morales. Este diagnóstico se apoya en al menos tres fenómenos distintos (Offe, 1988): El aumento de ideologías y de actitudes “participativas”, que lleva a la gente a servirse cada vez más del repertorio de los derechos democráticos existentes. El uso creciente de formas no institucionales o no convencionales de participación política. Las exigencias y los conflictos políticos relacionados con cuestiones que se solían considerar temas morales (el aborto) o temas económicos (la humanización del trabajo) más que estrictamente políticos. Se trata pues de una nueva clase de política porque ya no se orienta hacia ninguna alternativa en forma de promesa del tipo “Estado Socialista”, ni tampoco por una “alternativa de Estado” en el sentido reformista. Además se comparte la convicción de que esta neopolítica o post-política es la verdadera política, el auténtico terreno de juego en el que se decidirá el porvenir de nuestras sociedades. [11]

c) Asistimos por otra parte a una nueva inserción de los sujetos en la acción colectiva. Si bien los sujetos son construidos mediante una cada vez más compleja interacción discursiva, por el contrario, los programas e instituciones se están haciendo dependientes de los individuos. Da la sensación de que estamos presenciando el surgimiento de un mundo desorganizado y lleno de conflictos, juegos de poder, instrumentos y ámbitos que pertenecen a dos épocas distintas, una es la modernidad inequívoca y otra es una suerte de posmodernidad ambivalente. En este mundo doble la política penetra y se manifiesta mucho más allá de las responsabilidades y jerarquías formales, lo cual es malinterpretado por los que identifican política y Estado: ya no se pide aquello que el Estado no puede conceder, sin la menor esperanza reformista, pero tampoco revolucionaria, en el sentido marxista de transformación del Estado que haga viables tales concesiones. El problema que supone la exclusión post-política de la política es paradójico. Si un acto político crea tiempo y lugares, el problema se plantea Alain Badiou (2000) es saber si actualmente nosotros queremos y si sabemos crear tiempo y espacios políticos: “¿Es posible no seguir siendo esclavos del capital y del mercado? Esta es una definición posible de la política. Es decir, la posibilidad de no ser esclavos. Si la política existe verdaderamente, entonces la política es la posibilidad de no ser esclavos”. Dicho de otro modo, hay que saber si la práctica de lo posible, de esto que llamamos política, es posible, puesto que la ley del capital y del mercado dice que lo posible político es imposible y que lo único existente es el mercado y el voto. Parafraseando a Michel Foucault (1993) cuando aseguraba que no hay un afuera del poder, cabría entonces plantearse si existe una política fuera del Estado. Un problema parecido a [12]

plantearnos si existe una cultura sin subvención, una educación sin el carácter de lo “público” o una sanidad sin Seguridad Social. El afuera del Estado hay que construirlo (Deleuze y Guattari, 1985, 1988), hay que inventar una forma de vivir políticamente allí donde no existe posibilidad alguna de vida, una forma de vivir más allá de toda posibilidad, de toda alternativa. No se trata tanto de un deber moral como de un imperativo vital: hay que hacerlo para vivir, no existe otra manera de vivir más que hacerlo, y eso es algo que no puede hacer uno solo. De ahí la dificultad, el inmenso desgaste de vivir fuera del Estado (del todo, siempre) y más bien habrá tentativas; pero tampoco dentro, a menos que uno desaparezca en sus pliegues. En esto, dicho de forma caricaturesca, consiste la vida política; no es que sea escasa, es que es esquizoide porque se trata de vivirla dentro y contra el Estado y sus dispositivos. Este carácter esquizoide alcanza también al Estado (y al capital, que debe basarse siempre en flujos no codificables), el cual puede quitar la vida, incluso puede intentar regularla, pero carece de poder para crearla. Un Estado sin fugas, sin fuera, sería un Estado sin ciudadanos.1 En estas fugas vamos quizá a encontrar los nuevos movimientos

1 La delimitación del ámbito de lo político implica el establecimiento de un límite. Esto significa que la simple idea de un poder ilimitado es ajena a lo político, o en otras palabras, que un poder no puede al mismo tiempo ser ilimitado y ser político. El poder político se hace posible porque excluye algo de su esfera de influencia, algo queda exceptuado de su poder, de ahí la necesidad del afuera para el Estado. El Derecho no es entonces otra cosa que una colección de procedimientos que aseguran y refuerzan esa exclusión, posibilitando los límites naturales del poder. Esto está en claro contraste con el carácter omniabarcante y omnisciente del concepto de ideología y sobre todo de los “aparatos ideológicos de Estado” tal como los concebía Louis Althusser. En cambio sintoniza con la crítica al concepto de ideología que proponía Michel Foucault, diferenciándolo del concepto de poder por cuanto aquel suponía planificación, anticipación y carácter de a priori, mientras que el poder actúa como un dispositivo plural de adaptación y supervivencia a posteriori.

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sociales con lo que ello implica en cuanto a la consideración de sus características, tipologías, agentes, medios, etc. Se trata de movimientos que recurren, con menor intensidad que nunca, a los canales de comunicación institucionales, como las elecciones o la representación parlamentaria, o incluso el mismo hecho de la representación, por la firme sospecha de que sean insuficientes como medios de comunicación política.2 De esta forma se perfila un modelo dramático de desarrollo político de las sociedades occidentales: en la medida en que la política pública afecta a los ciudadanos de manera cada vez más directa y visible —aquello que Habermas (1975) denominaba “colonización del mundo de vida”—, tratan estos por su parte de lograr un control más inmediato y amplio sobre las elites políticas a través de medios más o menos incompatibles con el orden institucional de la política, e incluso de salvaguardar toda apelación a dichas elites. Toda una serie de analistas, en su mayor parte conservadores, han calificado este ciclo como extremadamente viciado y peligroso; ciclo que produce una erosión de la autoridad política e incluso de la capacidad de gobernar, la llamada ingobernabilidad. La solución neoconservadora propuesta ha consistido entonces en una redefinición restrictiva de lo que puede y debe ser considerado “político”, o si se prefiere, de aislamiento de lo político frente a lo no-político. S. Zizek (2007) lo denomina ultrapolítica: el intento de despolitizar el conflicto extremándolo mediante la militarización directa de la política, es decir, reformulando la política como una guerra entre

2 En los parlamentarismos de occidente, al igual que antiguamente las burocracias despóticas de la zona del Este europeo, la política se confunde con la gestión del Estado. Pero los efectos filosóficos de esta confusión son opuestos.

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“nosotros” y “ellos” al eliminar cualquier terreno compartido en el que desarrollar el conflicto simbólico.3 Sin embargo, según este análisis, la extensión de la política pública, de la regulación, apoyo y control estatales a áreas de la vida social anteriormente más independientes supone, paradójicamente, tanto un avance como una pérdida de la autoridad del Estado. La idea básica es que al extenderse las funciones y responsabilidades del Estado, se degrada su autoridad (es decir, su capacidad de tomar decisiones de obligado cumplimiento) y sufre una crisis sistémica de legitimidad tal como hace ya tiempo lo expresaba J. Habermas (1975). La autoridad política sólo puede ser estable en la medida en que es limitada y por tanto complementada por esferas de acción no-políticas y autosustentadas que sirven tanto para exonerar a la autoridad política como para equipararla con fuentes de legitimidad. Más realista ha sido la solución del centro por cuanto ha utilizado fórmulas de pacificación de la política a través del intento de eliminar el antagonismo de la política ciñéndose a unas reglas claras que permitirían evitar que el proceso de discusión llegue a ser verdaderamente político. Zizek (2007) lo denomina parapolítica, esto es, el intento de despolitizar la

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Resulta muy significativo que, en lugar de lucha de clases, la derecha radical hable de guerra entre clases. En cualquier caso, no hay que confundirla con el conflicto de intereses entre dos actores o sujetos que gestionan un reparto y batallan por el poder. En realidad el litigio político lo es entre lógicas, las dos lógicas inconmensurables que normalmente se confunden en la palabra “política”. Aquella que cuenta las partes reales se ocupa de los procesos de agregación y consentimiento de las colectividades, de la organización y distribución de los poderes, así como sus sistemas de legitimación. A esta primera lógica J. Rancière la denomina policía (police). La segunda es la manifestación o actividad que deshace las particiones sensibles que configuran una comunidad, al poner en acto una presuposición que es ajena al recuento policial: la “parte de los sin-parte” (1995: 31), la igualdad de cualquiera con cualquier otro, a la que se le reserva la palabra política, despojada ahora de su confusión.

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política: se acepta el conflicto político pero se reformula como una competición entre partidos y/o actores autorizados que, dentro del espacio de la representatividad, aspiran a ocupar (temporalmente) el poder ejecutivo. ¿Se trata de la sumisión de la utopía ante el imperativo pragmático del realismo? No exactamente, puesto que la utopía no es lo lejano o el futuro del ensueño sino la construcción intelectual que hace coincidir un lugar de pensamiento con un espacio intuitivo percibido o percibible.4 Por lo mismo, el realismo no es ni el rechazo lúcido de la utopía ni el olvido de la finalidad, sino una de las maneras utópicas de configurar esa finalidad y reencontrar la razón de tal dirección en el presente. Así pues, hacer coincidir la idea (filosófica) del centro y el espacio ciudadano implica una violencia estructural y por tanto inaprehensible: la pacificación de la política. No es tanto la realización del programa político sobre la clase media, tal y como suele plantearse en la ciencia política. Alexis de Tocqueville (1982) en La democracia en América halló que no dependía tanto de una clase media ocupando el medio, sino de cierto estado de lo social, algo mucho más profundo, pues depende de esa nueva sociabilidad denominada igualdad de condiciones;5 lo cual aporta una solución providencial a la regulación de las relaciones entre lo político y lo social. Lo que la política más astuta no consigue realizar —la producción de una

4

Las utopías realistas se encuentran no obstante sometidas, como las otras, a la sorpresa de lo real. 5

Lo propio de la igualdad reside menos en unificar que en desclasificar, en deshacer la supuesta naturalidad de las órdenes para reemplazarla por las figuras más polémicas de la división. Poder de la división inconsistente y siempre renacido. También existe un poder de la división inconsistente y siempre renaciente que arranca a la política de las diversas figuras de la animalidad: el cuerpo colectivo, la zoología de las ordenes sociales…

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sociabilidad autorregulada en que se limiten espontáneamente tanto los desbordes político de lo social como el desborde social de lo político— lo realiza ese movimiento providencial al igualar las condiciones.6 Así, la consumación de la política, la instauración de una medida en el seno de lo no-medido, aseguraría la facilidad que ese poco de virtud que igualmente distribuido entre todos garantiza mejor la paz que la virtud ostentosa y provocadora de unos pocos. La cuestión del espacio se regula así por el vacío despolitizado, por la ausencia de intervalo visible, de borde divisor, de precipicio. “A medida que aumenta el narcisismo –escribe Gilles Lipovetsky en La era del vacío­ la legitimidad democrática se impone aunque sea de manera relajada en los regímenes democráticos, con su pluralismo de partidos, sus elecciones, su derecho a la información […] están cada vez más relacionados con la sociedad personalizada del libre servicio, el test y la libertad combinatoria”. A esos análisis eruditos se suman las formas banalizadas de la sociedad plural, esa sociedad en que la competencia de objetos consumibles, la permisividad, el mestizaje y el turismo democrático de masas, desarrollan con toda naturalidad un individuo comprometido con la igualdad y tolerante frente a los distintos. El punto de concordancia obvio sería la pluralidad, punto de utopía entre la embriaguez de los placeres privados, la moral de la igualdad solidaria y la sabiduría de la política republicana.

6 Un buen ejemplo lo propician las políticas de renta básica universal que luego analizaremos.

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1.1. Nuevos actores y repertorios de la acción social

Pese a su evidente oposición al contenido del proyecto neoconservador, el enfoque político de los nuevos movimientos sociales comparte con los defensores de ese ideal un planteamiento analítico importante. Ambos parten de que no se pueden seguir resolviendo los conflictos y las contradicciones de la sociedad industrial avanzada por medio del estatismo, la regulación política e incluyendo más exigencias y cuestiones en el temario de las autoridades burocráticas. Pero a diferencia de los neoconservadores, los nuevos movimientos sociales tratan de politizar las instituciones de la sociedad de forma no restringida por los canales de las instituciones políticas representativo-burocráticas, reconstituyendo así una socialidad que no dependa de una regulación, control e intervención cada vez mayores. Para poderse emancipar de las instituciones mediadoras del Estado, ha de politizarse la misma sociedad civil —sus instituciones de trabajo, producción, distribución, relaciones familiares— por medio de prácticas que se sitúan en una esfera intermedia entre el quehacer y las preocupaciones “privadas”, por un lado, y las actuaciones políticas institucionales, sancionadas por el Estado, por otro. La irrupción de estas redes e identidades colectivas novedosas tornan obsoletas las estructuras asociativas previas (sindicatos, partidos), hasta el punto de plantear la actual convivencia, que no superación, de los paradigmas explicativos respecto a la movilización política. En principio, aunque no puede darse una definición sustantiva y esencialista del campo de la política, es posible especificar qué cuestiones sustanciales estaban politizadas en cualquier coyuntura, para lo cual cabe distinguir siguiendo a [18]

Claus Offe (1988) entre un viejo y un nuevo paradigma desde la década de 1980. La mayor parte de la literatura sociológica que se ocupa de los nuevos planteamientos y movimientos se limita a resaltar la rotura y la discontinuidad recurriendo a términos como “nuevos movimientos de protesta”, “nuevo populismo”, “antipolítica”, “antististema”. El título más amplio, aunque no abarque todo, es el de “movimientos alternativos”. En cualquier caso politizan cuestiones no fácilmente codificables con el código binario del universo que subyace a la teoría política liberal, para el cual puede categorizarse cualquier acción como “privada” o “pública” (= política). Los nuevos movimientos reivindican para sí un tipo de contenidos que no son ni “privados”, en el sentido de que otros no se sientan legítimamente afectados”, ni “públicos”, en el sentido de que se les reconozca como objeto legítimo de las instituciones y actores políticos oficiales; sino que son los resultados y los efectos colaterales colectivamente “relevantes” de actuaciones privadas o político-institucionales de las que sin embargo no pueden hacerse responsables ni pedir cuentas por medios institucionales o legales disponibles a sus actores. El campo de acción de los nuevos movimientos es un espacio de política no institucional, cuya existencia no está prevista en las doctrinas ni en la práctica de la democracia liberal y del stado del bienestar. Los cuatro movimientos más importantes teniendo en cuenta tanto sus éxitos cuantitativos de movilización como su impacto político serían los siguientes: ecologistas o de protección del medio ambiente; pro derechos humanos especialmente el movimiento feminista; el pacifismo y los movimientos por la paz; y por último los movimientos que propugnan formas “alternativas o comunitarias” de producción y distribución de bienes y servicios. [19]

En todos ellos, las redes que los activistas crean buscan emerger como facilitadoras y no como centralizadoras, por lo que definen su identidad como espacios democráticos de vinculación; en cuanto a su autonomía les interesa no ser hegemonizadas por grupos particulares, por lo que rechazan los comités ejecutivos, direcciones, etc., y en su lugar crean pequeñas coordinaciones que se relevan y que no pueden asumir la representación de todos. El grupo de actores así movilizado se concibe a sí mismo como una alianza de veto, ad hoc y a menudo monotemática, que deja un amplio espacio para una ingente diversidad de legitimaciones y creencias. Este modo de actuar enfatiza además el planteamiento de sus exigencias como de principio y no negociables, lo que puede considerarse tanto como una virtud como una necesidad. En cualquier caso esta lógica apenas permite desarrollar prácticas de negociación política ni tácticas gradualistas: los movimientos son incapaces de negociar porque no tienen nada que ofrecer como contrapartida a las concesiones que se les puedan hacer a sus exigencias; no pueden prometer por ejemplo un consumo más bajo de energía a cambio del desmantelamiento de las centrales nucleares al menos de la forma en que los sindicatos pueden prometer y lograr una moderación en sus exigencias salariales a cambio de garantías de empleo. Finalmente en lo que respecta a los actores de los nuevos movimientos sociales, lo que más llama la atención es que en su autoidentificación no se refieren al código político establecido (izquierda/derecha, liberal/conservador...) ni a los códigos socioeconómicos parcialmente correspondientes (clase obrera/clase media, población rural/urbana). Más bien se codifica el código político en categorías provenientes de los planteamientos ad hoc, tales como género, edad, lugar, etc., o en el caso de movimientos okupas, ecologistas y pacifistas, el género humano en su conjunto. [20]

Recordemos el cuadro sobre nuevos y viejos movimientos sociales de Claus Offe (1988). El viejo paradigma corresponde a una estructura social compuesta de colectividades relativamente duraderas y diferenciadas, tales como clases, agrupaciones según el estatus social, profesión, interés económico, comunidades culturales y familias. El nuevo paradigma por su parte corresponde a un grado más alto de individuación y diferenciación, esto es, a un tipo de estructura social en el que tales colectividades se han vuelto a la vez menos diferenciadoras y menos duraderas como puntos de referencia orientativos. El nuevo paradigma cuestiona una concepción común a todas las ideologías políticas “tradicionales”: que la política evoluciona en la dirección del progreso hacia la realización más plena de ciertos valores —como por ejemplo, el reconocimiento de derechos y libertades, el aumento de la riqueza, la igualdad, un cierto orden moral en la vida social— y de que esta realización se debe a un cierto esquema de instituciones y papeles específicamente políticos. La práctica política de los nuevos movimientos sociales cuestiona, sin embargo, esta concepción subyacente. Sus planteamientos no cuadran con la noción de “progreso” hacia un orden social idealizado, ni de mejora, reforma o perfección. Además, si han de cambiar los criterios del progreso (su valoración positiva y su dirección) no es probable que ello ocurra dentro de las formas y procedimientos institucionales ajustados: para que ocurra tal cambio la esfera política ha de ser reapropiada, desplazando a las instituciones que han llegado a monopolizarla, con lo que se añade un desafío a las formas institucionales en que se ha canalizado el progreso en el pasado. De las muchas consecuencias que puede traer consigo tal cambio estructural, Offe sólo se interesa por una: el modo de autocategorización que resulta o la identificación que surge en [21]

las condiciones de una “crisis de adolescencia” virtualmente permanente, es decir, de un “desligamiento” continuo de los lazos que conectan los individuos con colectividades estructurales o culturales. Así cuanto mayor es la experiencia de contingencia, incertidumbre y movilidad, a menudo involuntaria e impredecible, mayor es la propensión a escoger parámetros “permanentes” de la identidad social como focos de gestación de empeños políticos y de acción colectiva. Tal vez hay que constatar en esto no tanto un antagonismo entre las dos interpretaciones de lo político, sino una modesta correlación positiva entre la disposición a la participación convencional y la inclinación hacia un comportamiento de protesta. Se trata de una pertenencia múltiple y no contradictoria; y lo mismo podemos decir del comportamiento: protesta no convencional (en la Red) y voto (a un partido), o viceversa. Tal es la tensión entre ambos arquetipos aplicados a las identidades colectivas y los movimientos sociales: la modernidad homogeneiza, la posmodernidad heterogeneiza; la modernidad juega con atracciones, la posmodernidad con atracciones y repulsiones; la modernidad elimina al otro, la posmodernidad lo asimila.

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1.2. Conceptos autoorganización

explicativos:

la

tribu,

la

red,

la

Política vs. pospolítica; modernidad vs. posmodernidad: se trata, decimos, de un mundo ambivalente, de ahí la presencia conceptual de un paradigma explicativo débil, hecho de pequeños conceptos o nociones que tratan de conjugar aspectos contradictorios. El paradigma de la modernidad era fuerte: el ser tenía un fundamento, la historia un sentido. Los términos comunitarios, como “proletariado” o “burguesía” designaban sujetos históricos, definidos por su orientación a un objeto y/o fin y situados en un paradigma político-económico de producción. Por todo ello lo social tenía un orden. Michel Maffesoli opone frente a ese paradigma de producción un paradigma estético referido a un contexto de lo emocional puesto en juego. El paradigma de la posmodernidad es débil, el ser no tiene fundamento y la historia no tiene sentido, de ahí el fin de lo social; no obstante lo cual cabe percibir la existencia de un residuo de ese orden: la masa (multitud), eso que no puede ser codificado por lo social, una potencia en constitución (constituyente) que invade todos los órdenes de lo social y que se difracta en tribus. Las tribus permiten articular una conexión del yo a lo social: puesto que hay un lazo estrecho entre el lugar y lo cotidiano, el espacio y la socialidad, las tribus puntúan el espacio “a partir del sentimiento de pertenencia, en función de una ética específica y en el cuadro de una red de comunicación”, con lo que permiten una conexión de próximo en próximo con lo lejano, más a través de un ajuste afectivo a posteriori que de una regulación racional a priori. “Con ello se insiste en el aspecto cohesivo del [23]

compartimiento sentimental de valores, lugares o ideales que están a su vez completamente circunscritos (fuerte localismo) y que encontramos bajo modulaciones de diversas experiencias sociales” (Maffesoli, 1990: 50), un vaivén pues entre lo estático (el componente espacial de la proxemia)7 y lo dinámico (el acontecer), lo anecdótico y lo ontológico. Esta agrupación resultante no es gregaria, puesto que cada uno de los miembros del grupo, conscientemente o no, se esfuerza ante todo por servir al interés del grupo en vez de buscar en él simplemente refugio. Desde esta perspectiva, la nueva comunidad política se caracteriza menos por un proyecto orientado hacia el futuro que por la realización in actu de la pulsión por estar juntos. No se trata de una cuestión moral, sino de la fuerza de las cosas: puesto que existe proximidad (promiscuidad, acelerada por las prótesis tecnológicas) y se comparte un mismo territorio (sea este real o simbólico), vemos nacer la idea comunitaria y ética que es su corolario. Insistiendo en la oposición clásica, se puede decir que la sociedad está orientada hacia la historia que está por hacer —de ahí las ideologías abstractas, teleológicas y orales, cuya característica es la linealidad—; mientras que la comunidad agota su energía en su propia creación o recreación: una unión pura, una red en cierto modo sin contenido preciso y unión para afrontar juntos la presencia de lo otro (el Poder, el Estado, la Muerte). De ahí la menor presencia en la comunidad de los aspectos ideológicos (en el sentido abstracto y finalista) y la importancia creciente de lo imaginario y sincrónico.

7 El término proxemia viene de la Escuela de Palo Alto y supone un lazo estrecho entre el lugar y lo cotidiano, remite esencialmente a la fundación de una sucesión del “nosotros” o endogrupo que constituye la sustancia de toda socialidad.

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La red que se describe en esta conexión (y que tiene un trasunto equivalente en los usos políticos de esa otra Red que es Internet) constituye un objeto fractal, el espacio ya no es lineal como en la modernidad sino lleno de pliegues, de recovecos. Los sujetos en sus interacciones son máscaras que se ajustan entre sí y a las máscaras de las otras personas del entorno, conjugando atracciones y repulsiones, consenso y disenso (siempre emociones por medio). “Los nudos de la red no son puntos (individuos) sino áreas (tribus). Así se difunden, por ejemplo, los chismes: de tribu a tribu, los ‘individuos’ de la tribu más que hablar son hablados por la tribu. El comadreo es la metáfora de la comunicación” (Ibáñez, 1990: 18), término éste, el de la comunicación, que con los atributos de libre, horizontal, no dirigido, rizomático u otros constituye el eslogan repetido de todo hospedaje político en la Red. Otros autores, comentando esta disolución de la sociedad como orden de clases que organizaban la inserción desigual pero ordenada del individuo en la sociedad, comparan esta inversión del yo y del nosotros, del particular en el universal con otro conjunto de fenómenos en el contexto de prácticas más directamente sociales. Lo que por ejemplo indica Christopher Lash (1999) en estos análisis es un déficit sustancial de cualquier tipo de noción convincente de sociedad o de grupo; de modo que una ignorancia de los significados compartidos, una imposibilidad sistemática del grupo, es inherente al pensamiento alegórico. De ahí esa categorización del individualismo estético que atenaza a estas interacciones virtuales y que reduce su capacidad pragmática de constituir un grupo social. Mientras que la lógica individualista descansa en una identidad separada y encerrada en sí misma —un grupo o clase sería así la reunión de individuos—, la “persona” sólo [25]

vale en tanto se relaciona con los demás: no se trata de un individualismo de un yo controlador, sino el individualismo de un deseo heterogéneo, contingente, que en sí mismo difícilmente conduce a una sociedad o grupo tal y como se entendía en términos weberianos, sino más bien a la “comunidad emocional” que ya no exige la integración de un componente racional (“de trabajo”, “de militancia”, “conceptual”) sino más bien de un componente emocional (“del sentir conjuntamente”) que hace disolverse al self en su máscara, pero que permite la pertenencia múltiple y no contradictoria. Tal vez la disolución de la identidad personal proviene no del avasallamiento de la masa, sino de esa otra esfera como es la constitución de identidades supraindividuales, grupales o colectivas, que relativizarían las narraciones personales a costa de las narraciones colectivas, la selección de los acontecimientos experienciales en función de un nombre de grupo y de las acciones de los cuerpos que forman parte de aquél. Estos colectivos, movimientos o grupos, a diferencia de la idea de clase o de pueblo, no responden a una lógica de la identidad; sin un objetivo preciso, no constituyen el sujeto de una historia en marcha. Para Maffesoli (1990) la metáfora de la tribu permite dar cuenta más bien del proceso de desindividualización, de la saturación de la función que le es inherente y de la acentuación del rol que cada persona está llamada a desempeñar en su interior, produciéndose un deslizamiento de lo social racionalizado hacia una socialidad de predominio empático que sigue el esquema de tensiones siguiente:

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Social

Socialidad

Estructura mecánica (modernidad)

Estructura compleja u orgánica (pos-modernidad)

Organización político-económica

Masas

Individuos (función)

Personas (rol)

Agrupamientos contractuales

Tribus afectuales

(ámbitos cultural, productivo, cultual, sexual, ideológico)

Un predominio empático que debe mucho más a los mecanismos de contagio del sentimiento o de la emoción vividos en común y que remiten a una pulsión comunitaria. En efecto, lo que caracteriza a esta socialidad y su correlato de la estética del sentimiento no es una experiencia individualista o “interior” sino algo que por su misma esencia es apertura a los demás, al Otro. En cuanto a la forma política de esta red, reaparece el concepto federativo: conexión no sometida, antagonismo hacia cualquier forma de centralismo. Modelos de “coordinadoras”, “federaciones” o máquinas semejantes que se generan en múltiples centros. El presentismo hace que los mismos nodos, los enlaces, aparezcan como la red misma. Sin embargo no dejan de aparecer borrosos los perfiles de la organización, la consistencia de la red. Se asume como un rompecabezas, un proceso constitutivo que se define por separado. Puesto que normalmente hablar de (auto)organización está vinculado a un proyecto, a un colectivo, aquí más bien se habla de organización al margen de la concepción tradicional como palanca política, como herramienta para romper con ese dilema que a su parecer esterilizaba a la izquierda tradicional. [27]

La confusión aparece como una característica ontológica de la Red: imposibilidad pues de definirla y por tanto de aprehenderla. La administración, el poder, se definen por eso, por la captura, por su cristalización más o menos formal a través de una serie de definiciones ligadas entre sí. Aquí se trata más bien de algo que formalmente no es concebible, sin finalidad constitutiva. Criterios móviles, no ideológicos o dogmáticos que determinan cómo ser amigos, entre realidades autónomas que se ponen en relación unas con otras, que tratan de producir subjetividad no sometida: no hay manuales de movilización ni de puesta en práctica de la virtualidad, una direccionabilidad así siempre será considerada una estupidez. A fin de cuentas se trata de un dispositivo experimental que de uno u otro modo trata de producir subjetividad de forma abierta, pública: “Ponerse en contacto con quienes tienes algo de lo que hablar”. Red pues entre personas, “red de individualidades. Estar a la escucha y luego transmitirlo para que no se quede en el gueto”, a las que le une una actitud, una necesidad de crear, rompiendo la representación del grupo. Ya no existe una idea de la representatividad, donde el grupo absorbe al individuo, o este aparece como portavoz privilegiado de aquél. Integración pues de lo molar y molecular tal y como la expresan Gilles Deleuze y Félix Guattari (1985, 1988). Criterios asimismo inacabados, incompletos: lo único común sería un protocolo, algo para entenderse, como ocurre en otras redes/rizomas (internet). No hay directrices, ni un plan preconcebido con sus correspondientes etapas, sino más bien experimentación (“Procesos de lucha que asumen los prerrequisitos que viven en la realidad”). Inmediatez, presente siempre inacabado, procesos que se concitan unos a otros: tal es la idea de su infinitud por defecto (según se ve desde fuera, sobre todo por la precariedad espacio-temporal de las movilizaciones), [28]

por exceso (cuando se percibe desde la implicación). Si no hay forma, tampoco la tiene el antagonista: como antes indicábamos, no se presupone un enemigo principal, ni una universalidad, ni una dinámica uniforme. Frente al Estado (burgués) no se plantea un anti-Estado (proletario), frente al procedimiento de la Administración centralizada no se plantea una autogestión entendida como transferencia de los procesos de gestión sino un contrapoder microfísico, que busca los resquicios, las contradicciones y genera continuamente una reapropiación que permita restañar una subjetividad no sometida. Por ello tampoco se busca el reconocimiento por parte del poder y al no concederse margen de posibilidad a la representación, es imposible pensar en actitudes mesiánicas, puesto que no hay intermediación: “cada uno está a la escucha y luego lo transmite”. El dispositivo experimental del “ser amigos”, que supone la delimitación de un “ellos” y un “nosotros” establece también unos criterios de unificación, que ya no son ni ideológicos ni instrumentales. No se trata de un contrapoder que intenta postular un poder de clase, propio de la ortodoxia marxista-leninista, pues hay otro tipo de sujetos y otros espacios sociales que caracterizan y modifican la vida, y por tanto el ejercicio político/social es el de un dispositivo de reapropiación permanente. El modelo de la enemistad absoluta está caduco, no porque sea extremista o cruel, sino paradójicamente, porque es demasiado poco radical pues sólo permite sobrevivir. La nueva referencia de acción política, la autoorganización, pasa a constituir la dinámica central de la historia que se dan a sí mismas estas comunidades emocionales. Esto en un doble sentido: por una parte cabe decir que pasa de método a paradigma central; y por otra que la redefinición de las dinámicas subjetivas se articula en forma de red. Frente a los partidos políticos y frente [29]

a las ONGs, que también se estructuran en similar modo, existen diferencias claras: la presencia de dinámicas (no asistencialistas) de cooperación, comunicación, trato con la gente, producción de subjetividad no sometida. No se trata de una autogestión, esto es, de una transferencia de procesos de gestión; sino más bien de una red de contrapoderes, pues no presupone un enemigo principal ni una universalidad, una dinámica uniforme del “sistema” a la cual atacar punto por punto. Hay que reconocer en efecto un cambio en la “geometría de la hostilidad”.8 La nueva geometría y la nueva gradación de la hostilidad, lejos de aconsejar la inacción, exigen una redefinición muy precisa del papel que cumple la violencia, incluso verbal, en la acción política. Puesto que la defección es una sustracción emprendedora, el recurso a la fuerza ya no será a la medida de la conquista del poder de Estado en el país del faraón, sino de la salvaguardia de las formas de vida y de las relaciones comunitarias experimentadas a lo largo del camino. Son las obras de la amistad las que merecen ser defendidas cueste lo que cueste. Ello lleva consigo una serie de contradicciones que son percibidas, más o menos conscientemente, y atraviesan los discursos. La fundamental consiste en que tales dispositivos de

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“El enemigo ya no aparece como la recta paralela, o el interface especular, que se opone punto por punto a la trinchera o a las casamatas ocupadas por los “amigos”, sino como el segmento que cruza por diversos sitios una línea de fuga sinusoidal, lo que da lugar, sobre todo porque los amigos evacuan las posiciones previsibles, a una secuencia de defecciones constructivas. En términos militares, el “enemigo” contemporáneo no deja de imitar al ejército del faraón: persigue a los prófugos, los desertores, pero nunca llega a precederles o afrontarles. Ahora bien, el hecho mismo de que la hostilidad se vuelve asimétrica obliga a atribuir un relieve autónomo al concepto de “amistad”[...]. Lejos de tener como única característica la de compartir el mismo enemigo, el amigo es definido por las relaciones de solidaridad que se establecen en el curso de la fuga, por la necesidad de inventar juntos oportunidades hasta entonces no contabilizadas” (Virno, 2003: 109-110).

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autoorganización y autonomía no siempre permiten crear nexos con lo político o la posibilidad de expulsar y ser expulsado simbólicamente de tales nexos: “Nosotros hacemos política (institucional o no), vosotros hacéis cultura (o anticultura)”. La idea de experimentación sin directrices, de inmediatez, impide a veces reconocer los límites de los pequeños proyectos reales y concretos. Y aunque la acción política lo es todo, incluso los procesos limitados y pobres pero nuevos, no dejan de estar en la lógica de procesos constitutivos que luchan por una democracia de base, de romper la lógica del “Estado asistencial autoritario, asimétrico”; no obstante es fácil perder la conexión con lo político y caer en una especie de “existencialismo social”, fin de lo político, post-política. La solución a esta aparente lejanía de lo político pasa por una reinvención de lo político, allí donde el Estado se ha apropiado de todas las esferas de la vida. La desaparición de la referencia del modelo revolucionario como forma de hacer política hace que determinadas prácticas puedan derivar en no políticas, peligro del cual estos sujetos colectivos son conscientes y les ha llevado a replantearse críticamente la persistencia de algún mecanismo centrípeto que les identifique, de manera colectiva y a veces hasta sujeto a sujeto, en el espacio de intercambio político: tal es la función de la Red.

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1.3. Reedición de una subjetividad humanista

El problema de este mecanismo centrípeto de identidad e intercambio es que permite la reedición de una subjetividad humanista ahora extensible al colectivo. En consecuencia, en la comunidad generada en las redes sociales asistimos a la reapropiación de una idea de sujeto en la que toda experiencia de la modernidad recoge su fundamentación desde el humanismo clásico: el ser humano como individuo libre y central que crea y construye identidades, grupos, ideas... a su imagen y semejanza. El problema es que ahora se traslada esa consideración a la identidad colectiva. Frente a ello cabe afirmar que es más bien un sistema social, funcional a determinadas relaciones de poder, cuyas pautas de comportamientos están sometidas a vigilancia. No existe ya armonía entre cuerpo y razón, ni siquiera aunque añadamos prótesis tecnológicas a aquel. El cuerpo y sus prótesis han sido reificados, convertidos en objetos, incapaces de toda acción colectiva o individual ajena a las necesidades de los mecanismos de dominación. El sujeto colectivo no constituye ya un producto individual de significado, sino más bien un conglomerado heterogéneo, con perfiles borrosos, un movimiento, una entidad variable y dispersa cuya verdadera identidad y lugar se constituyen en las prácticas sociales. Algo que sólo es enunciable en plural, como multiplicidad. Maurice Blanchot (1988: 147), a propósito del cuestionamiento de ese sujeto autocentrado y creador, lo precisaba con belleza y acierto: “el sujeto no desaparece: es su unidad muy determinada la que es problemática, ya que lo que suscita el interés y la investigación es precisamente su desaparición (es [32]

decir, esta nueva manera de ser que consiste en la desaparición), o incluso su dispersión, que no llega a aniquilarle aunque no nos ofrezca de él más que una pluralidad de posiciones y una discontinuidad de funciones”. Otro de los riesgos es que estemos dispuestos a permitir que la resistencia, privada de criterios (de clase, de género, etc.), adquiera un aire incómodamente personal. Es decir, que el juicio sobre la validez de la resistencia pase a depender del sujeto (o del grupo de sujetos) que lleve a cabo la acción: las masas frente al Estado, el pueblo frente a sus enemigos, el sujeto/ grupo frente al sistema. El recurso político al deseo liberado, espontáneo, sobre el que construye un ideal de justicia propiamente inconmensurable, no parece potenciar sino más bien amenazar las prácticas de la libertad que proclaman. Pues la falta de instancias de mediación nos arrebata la posibilidad más propiamente política: la de establecer distancias con respecto a nuestra identidad moral previa. Clausurado el orden institucional de lo público, se vuelve también imposible el trabajo sobre uno mismo, la intransigencia frente a la propia espontaneidad. Este retrato del sujeto contemporáneo, individual o colectivo, “como una nueva manera de ser que consiste en la desaparición”9 adopta en el pensamiento actual diversas formas que hablan de este retraimiento o marginalidad del perfil del sujeto actual: el parásito de Jacques Derrida (1989), los nómadas de Deleuze y Guattari (1985, 1988), la figura del vagabundo en François Lyotard (1984), formas que no se reconocen en la construcción humanista del sujeto. El parásito entendido como modelo es

9 No se es alguien por ser diferente (diferente de los demás “alguien”, con una identidad diferente a ellos) sino que sólo se es diferente cuando se llega a ser nadie (cuando no se tiene identidad).

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el intruso que se instala en las vidas de terceros —las otras formas de pensamiento— poniendo en evidencia con su sola e impertinente presencia la construcción de una compleja trama de leyes y convenciones secretas, no formuladas, cotidianas que teje la red que compone la seguridad y los mecanismos de defensa privados. El conjunto de normas con las que se organiza la violencia en lo doméstico y a su través, por extensión o por oposición, la violencia pública. Gilles Deleuze trabajará sobre una de las patologías resultantes de esta violencia, la esquizofrenia, para proponer una mirada atravesada por esa incapacidad para distinguir lo normal de lo alucinatorio, incapaz de construir totalidades coherentes. Mil Mesetas (1980), escrito con Félix Guattari, es una panorámica múltiple y caleidoscópica del universo de las sociedades capitalistas, desde una óptica atravesada por sus propios efectos psíquicos. En ella aflorarán los nómadas como sujetos cuyas prácticas sociales podrían considerarse como un modelo de acción capaz de oponerse, construyendo “máquinas de guerra” frente al Estado moderno y su modelo jerárquico/ pastoral. En Mil Mesetas se confunden el vagar de la visión esquizoide entre un exterior y un interior que no siempre concuerdan, y los modos de organización, de percepción y conocimiento nómadas, ofreciendo una posible posición del sujeto que quedaría descrita por los principios de organización rizomáticos —de conexión y heterogeneidad, de multiplicidad, de ruptura asignificante, de cartografía y calcomanía— contrapuestos a los clásicos modelos arborescentes o piramidales, del tipo causaefecto, implícitos en las formulaciones científicas, filosóficas o políticas tradicionales. La similitud de la imagen deleuziana del nómada con la aparición de cambios de conducta en las sociedades capitalistas avanzadas, derivados en gran medida de [34]

cambios económicos, tecnológicos y demográficos similares, es sin duda algo más que una oportuna coincidencia. Esta nueva forma de ser se describe convencionalmente como un aumento de la movilidad y, de modo análogo, una disminución de la importancia de las pautas y grupalidades sociales tradicionales. Atomización y movilidad que conllevan una instalación en el mundo fugaz e individualizada, paralela en gran medida a la movilidad del capital en su implantación sobre el territorio, pues ambos, individuos, colectivos y capital, utilizan los medios proporcionados por el desarrollo tecnológico como infraestructura vital y cultural. Este nuevo sujeto social es así, al mismo tiempo, resultado y brazo armado de la globalización económica del territorio. Un sujeto convertido en objeto de un sistema operativo, el del capitalismo tardío, que exige una diferente identificación del cuerpo social con sus propios procesos de crecimiento, atomización, ubicuidad y globalización. Para David Harvey (1990: 151), la expansión económica sobre el territorio global demanda una nueva capacidad de desplazamiento para contrarrestar la sobreacumulación y sus problemas inherentes. Los flujos económicos adoptan ahora las pautas espaciales de un régimen de acumulación flexible que invierte el modelo fordista-keynesiano según un nuevo enunciado: cuanto más flexibles e inarticuladas son las estructuras locales, espaciales o temporales, materiales o sociales, más estable es el sistema a nivel global. Mimesis en tal sentido de los procesos de agrupación de subjetividades. Nos encontramos con una identidad colectiva contradictoria, nueva figura ambivalente anunciada al principio, capaz de ser pensada (Deleuze) como alternativa a los desarrollos del capitalismo y, a la par, descrita (Harvey) como producto de los nuevos sistemas de acumulación flexible del capitalismo globalizador, una identidad [35]

negativa y a la par funcional a las necesidades de atomización y ubicuidad que conllevan las nuevas pautas de acumulación histórica del capital.10 Tal es el perfil borroso, como imagen del sujeto, que se plantea en la nueva grupalidad social y política, que se corresponde con un desplazamiento de intereses del pensamiento contemporáneo hacia cierto anonimato, hacia un manifiesto alejamiento del sujeto heroico, centrado, masculino y dominante en el que todos los yacimientos del pensamiento occidental se habían complacido hasta fecha reciente. Cabe añadir no obstante que este sujeto y sus colectividades cumplen sin embargo una función en la mecánica del capitalismo postindustrial, pues su consumismo es funcional al sistema: evita la sobreacumulación y regula la fluidez de circulación de las infomercancías. No es sólo lo que tiene presencia física, sino aquello definido por la circulación continua de flujos invisibles, flujos de información y económicos que han dado lugar a un drástico cambio de escala: el espacio cognitivo en la que vive el sujeto posthumanista y la comunidad emocional es el mundo entero a través de la red, una entidad asociada intrínsecamente a los desarrollos tecnológicos y a la economía de mercado que implica la comprensión del territorio como infraestructura de la circulación de las plusvalías (incluyendo los mismos sujetos), que se organiza no tanto por concentración geográfica/simbólica de plusvalías y subjetividades como por integración utilizando

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Angelo Zaccaria (s/f) planteaba así la ambigüedad de los Centros Sociales Ocupados: “Independientemente de la citada autorreferencialidad de los sujetos, las prácticas y los lenguajes de los centros sociales autogestionados se acercan cada vez más a las culturas de la empresa, del trabajo autónomo y de los trabajos socialmente útiles que caracterizan a una parte relevante del panorama económico nacional, representando, por su parte, un posible fragmento paradójico del capitalismo venidero”.

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dicotomías como desarrollo/ subdesarrollo, plenitud del self/ marginación, on/off line. David Harvey señala la comprensión espacio-temporal que la ubicuidad telemática y la lógica del capital imponen como su característica más singular, configurando un nuevo medio de difícil categorización, ni natural ni artificial, un medio que se impone a él mismo como una segunda naturaleza, un paisaje continuo, homogéneo y fluyente en el que fenómenos biológicos como el crecimiento y la decadencia, la inestabilidad, la autosimilitud, la violencia y el cambio pueden observarse como sólo hasta hoy podía hacerse en la naturaleza. De este modo, la comprensión del tiempo-espacio corporal es fundamental para la comprensión del modo en que por un lado las prácticas cotidianas de los individuos y los colectivos son delimitadas por las propiedades estructurales de los sistemas sociales y, por el otro, cómo es en esa instancia (lo cotidiano) donde se efectúa la misma perpetuación de esos sistemas. ¿Cómo leerlo en términos políticos? Un sujeto o comunidad posthumanistas que habitan desde fuera, provisionalmente, ese magma cuyas leyes de organización caótica ni siquiera les pertenecen; dentro y fuera, como el parásito ni son invitados ni ajenos, cumplen su función pues forman parte del sistema global. No habitan propiamente una identidad, sino que ocupan de modo provisional; es en su movilidad, en el trayecto donde estas identidades y grupos pueden registrarse; no hay en su concepción un mundo de fondos y figuras, de espectros ideológicos en el sentido clásico, sino fluidez, fugas, continuidad y vórtices. Es la percepción del nómada, un espacio hecho de continuidades y singularidades, el espacio “liso” que Deleuze contrapone al espacio “estriado” propio de la percepción sedentaria, de los grupos institucionalizados. [37]

El paisaje político quedará impregnado de la visión deleuziana del espacio liso, como un material continuo atravesado por líneas de fuga parasitadas provisionalmente y que en última instancia devolverá a los nómadas a su trayecto como un accidente de ese material continuo y homogéneo. Este material es el opuesto al definido por la visión aristotélica de los cuerpos, escindidos en forma y materia. Frente a esta concepción hilomórfica —en la que la forma permanece fija y la materia homogénea— el proyecto se remite a lo que Deleuze denomina “materialidad energética, en movimiento, portadora de singularidades o haecceidades, que ya son como formas implícitas, topológicas más que geométricas, y que se combinan con procesos de deformación”. Una materialidad presente en el desierto, el mar o el hielo, y que se constituye en la expresión misma del espacio liso deleuziano: “El desierto de arena y el de hielo se describen en los mismos términos: en ellos ninguna línea separa la tierra y el cielo; no existe distancia intermedia, perspectiva ni contorno, la visibilidad es limitada; y sin embargo, hay una topología extraordinariamente fina, que no se basa en punto u objetos sino en haeccedidades, en conjuntos de relaciones”, una fenomenología compleja ligada a la que las ciencias han desarrollado a lo largo del siglo a la búsqueda de una explicación del orden dentro del caos, capaz de aproximar las ciencias humanas a las ciencias exactas al identificar ambas su objeto de estudio en los fenómenos complejos e inestables. Nada, pues, parecido a una visión virginal o al margen del conocimiento científico: la posición del parásito, del nómada, se alimenta precisamente de éste, es el dominio de la información lo que le permite estar y no estar, tener una presencia incorpórea; es a través del conocimiento como ha aprendido a ser parte de ese material ambiguo que es lo virtual. [38]

Ante todo esto, la tecnología informacional no es un sistema operativo oportunista o casual, sino un medio que permite operar con lo virtual y lo actual como partes de un proceso dinámico continuo, algo que estaría vedado a la dualidad Real/Posible que se define siempre por oposición. La técnica informática aplicada en Red permite operar con diagramas y procesos dinámicos en un estado continuo de actualización y transformación, muy superior a lo meramente corporal o grupal, permite así operar lo político por flujos, con una lógica de la complejidad similar a aquélla que los nuevos desarrollos científicos y biológicos pretenden capturar. Como se ha planteado en la teoría de sistemas, toda complejidad se mueve hacia la biología, y es así como puede interpretarse la presencia borrosa del nómada político; un modelo de espacio fluyente y vivo que reclama pensar lo incorpóreo —el rastro del movimiento— unido a lo fijo —la posición (ideológica), un despliegue de lógicas invisibles pero capaces de explicar y generar realidades. Lo virtual está relacionado con lo actual no por una transposición –un llegar a ser real— sino por una transformación a través de procesos de integración, organización y coordinación. La realidad es un flujo, una actualización irreductible en el tiempo; el mundo es una exfoliación de diagramas. Hay una “bio-lógica” común de estos sujetos/colectivos borrosos que encuentran en la capacidad iterativa y proliferante, autorreferente y retroalimentaria de la Red, el medio para hacer visible, material, lo incorpóreo y fluyente. Y sin embargo, no puede dejar de advertirse en esta concurrencia filosófica, política y técnica el peligro de un cierto determinismo objetivista, a través de una concepción “conductista” y abstracta de estos sujetos/ colectivos, una cierta fascinación por la proliferación de conductas y rutinas pautadas como materia organizada. [39]

En última instancia, una eliminación de la diferencia como caso relevante que plantea la existencia equiparable de todo sujeto/ colectivo a través de su fluidificación en la Red y que nos advierte contra el inencontrable lugar de la autocrítica, contra la escasa reflexividad por exceso de fluidez y nula presencia de tales entidades borrosas. Hay en todas estas proyecciones políticas como un esfuerzo extra por provocar, por producir un extrañamiento, por presentarse a sí mismas como un deliberado atrevimiento de negación de cualquier posible imagen unificada o totalizadora, como si hubiesen sido pensadas a la contra, violentando otros arquetipos y sus paradigmas hasta transformarlos en caricaturas de sí mismos.

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1.4. Problemas de identidad: comunidad de iguales, mito, rito, imagen

Uno de los objetivos más explícitos de esta proyecciones estriba el robustecimiento o la creación de una identidad, individual o colectiva, que se hace depender de un encuentro y de un contacto con los otros. La identidad siempre se construye estableciendo una negociación con diversas alteridades: los antepasados, los aliados, los compañeros, los enemigos, etcétera; se trata del carácter indisociable de la construcción de uno mismo y del conocimiento de los otros. Ahora bien, gracias a la posibilidad real, técnica, de la ubicuidad debido a esa prótesis tecnológica como es la Red, podemos gestionar la inmovilidad; sin embargo, ¿no nos hace creer dicha inmovilidad la ilusión de la comunicación de que los sujetos individuales o colectivos existen, en forma intangible, al margen del acto de comunicación que los pone en contacto?, ¿no nos está haciendo creer que intercambian informaciones para enriquecer sus conocimientos sin transformarse, que perseveran en su ser mientras se ahorran el cara a cara y el cuerpo a cuerpo? Dicho de otra manera, ¿qué construcción de la identidad política grupal se puede llevar a cabo si la negociación con la alteridad se constituye en mera comunicación? El homo comunicans transmite o recibe informaciones y no duda de lo que es, no negocia su identidad sino que parte de ella. El ideal del partido político tradicional consistía en tratar de existir, de formarse, sin saber nunca realmente cuál era su identidad (no monolítica, sino cambiante) o qué era. La práctica actual de la actividad política en la Red depende más de la comunicación, con su [41]

ideal de la instantaneidad y la evidencia, que de la experiencia, que conjugaba los tiempos de la espera, del recuerdo, de la sedimentación. Resulta además que el sentimiento de pertenencia a la identidad del “nosotros”, del movimiento que nos identifica y con el que nos identificamos, se ha visto confortado por el desarrollo tecnológico una de cuyas máximas expresiones es internet y su funcionamiento, en especial merced a la interactividad segregada por este modelo. Así, las mensajerías informáticas (lúdicas, eróticas, funcionales, políticas...), los hospedajes enlazados de movimientos, grupos, espacios de información, etc. crean una matriz comunicaciones en la que aparecen, se fortifican y mueren grupos de configuraciones y objetivos diversos y que en el campo de la política tienen esa característica post-política que al principio se comentaba, pero que recuerdan no obstante a las arcaicas estructuras de las tribus o de los clanes. La diferencia más notable es, sin lugar a dudas, la temporalidad propia de estas nuevas identidades colectivas, pues su carácter puede ser perfectamente efímero, coyuntural y organizarse según las ocasiones que se presentan. Recordando una antigua terminología filosófica, se agota en el acto. Ello no obsta para que, aun cuando estén marcadas por el sello trágico de la oportunidad, dichas identidades colectivas privilegien el mecanismo de pertenencia. Sea cual sea el tipo de identidad política colectiva en cuestión, es preciso participar en el espíritu colectivo, pero no tanto por la consecución de un objetivo o la contribución al afinamiento de una racionalidad (ideológica), sino por la integración. Esta integración o su contrario, el rechazo, dependen del grado de feeling experimentado ya sea por parte de los miembros del grupo o del postulante. Es posible además que este sentimiento se vea confortado o reafirmado por la aceptación o el rechazo de los [42]

diversos rituales iniciáticos, necesarios independientemente de la duración de la identidad colectiva. El rito es una técnica eficaz que materializa a la percepción la alianza y atenúa el aspecto efímero de esta identidad colectiva y la angustia propia del presentismo. Se podrían multiplicar a placer los factores de agregación a través de los rituales, pero existen otros vectores poderosos que no pueden ser olvidados. Por una parte estamos quizás ante una comunidad de iguales, puesto que no sabría adquirir consistencia bajo la forma de instituciones políticas sino en términos comunitarios. Se podrán emancipar tantos individuos como se quiera, pero jamás se emancipará una sociedad. Si la igualdad es la ley de la comunidad, la sociedad pertenece a la desigualdad, o lo que es lo mismo, la comunidad de iguales jamás recubrirá la sociedad de desiguales. Sin embargo, no existe una sin la otra. La comunidad de iguales, escribe Rancière (1995), es una sociedad inconsistente de objetos trabajados por la creación continua de la igualdad. Esta es la advertencia que los jóvenes fraternales no quieren o no pueden escuchar, o que la entienden y la traducen a su manera. Pretender transformar la idea reguladora de la comunidad en un concepto creador de la experiencia social, erigiéndose en pedagogos del pueblo/multitud. También porque han de considerar un acontecimiento que generó esa división (lo comunitario polémico frente a lo no-comunitario social) que es a su vez constantemente repetido para producir nuevos acontecimientos de igualdad. Así la polémica igualitaria inventa una comunidad in-consistente, suspendida a la contingencia y resolución de su acto. Esta invención igualitaria de la comunidad (frente a la sociedad) rechaza el dilema que la obligaría a elegir entre la inmaterialidad de la comunicación igualitaria y la pesadez desigualitaria de los cuerpos sociales. [43]

Por otra parte, se trata de la conjunción entre la inscripción espacial (no importa si es virtual y no olvidemos que siempre en las afueras del Estado) y la argamasa emocional, siguiendo los polos del espacio (la proxemia que antes explicábamos) y el símbolo (compartimiento, forma específica de solidaridad...), y que se resuelve en una intensa actividad comunicacional. Esta connotación mítica y la inscripción espacial consiguiente enlazan con la idea de tradición característica de la “comunidad emocional” que para sociólogos como Max Weber es una constante social. Ahora bien, es propio de esta tradición descansar en el “éx-tasis” o salida de sí, lo cual permite una identificación: yo me identifico con un determinado lugar virtual que me integra en un linaje, en una historia del grupo, logrando con ello esa identificación emocional y colectiva que es de lo que se trata. De ahí esa estrecha relación entre el territorio (lo resistente, exterior al poder) y la memoria política colectiva que privilegia el deseo de dejar huella, es decir, de atestiguar la propia perennidad. Esta es la auténtica dimensión estética de las inscripciones espacial virtuales: servir de memoria colectiva, servir a la memoria de la colectividad que la ha elaborado contándose a sí misma su historia. Junto al resurgimiento del rito y del mito (la historia que cada grupo se cuenta), también asistimos al auge de la imagen. En una época en la que el espacio público se encuentra en buena medida invadido por el símbolo, no por la experiencia, en que es tributario de la imagen, la “pulsión escópica” de quienes parecen soñar con meter el mundo en la caja de su pantalla tiene el valor de un síntoma. Importancia pues de lo imaginario en la vida social frente a lo teórico. En efecto, pareciera que cada vez que la desconfianza respecto de la imagen tiende a prevalecer (racionalismo) se elaboran representaciones teóricas y modos de organización social que tienen lo “lejano” por [44]

denominador común; en tales ocasiones se asiste al dominio de la política ordenada y prospectiva, del linealismo histórico. En cambio, cuando la imagen en sus diversas modalidades resplandece hegemónica, entonces el localismo, el icono familiar y próximo, se torna una realidad ineludible. Se puede añadir que la abundancia de la imaginería icónica se acreciente con el desarrollo tecnológico, en especial de un logro tan visual como la Red. Estos iconos (grafías, imágenes, composición, estética...) se conforman como punto de encuentro inscrito en lo cotidiano; aparecen como el centro de un orden simbólico complejo y concreto en el que cada cual desempeña un papel en el marco de una teatralidad dramática y volcada al público. De este modo permite el reconocimiento del self por uno mismo, el reconocimiento del self por los demás, el reconocimiento de los demás y por último el reconocimiento del colectivo. Tal es la fuerza empática de la imagen que, de modo regular, resurge para atenuar los efectos mortíferos de la uniformización y de la conmutatividad que ésta induce. Estos sentimientos colectivos de fuerza común, esta sensibilidad mística, icónica y ritualizada fundadora del perdurar, se sirven de vectores bastante triviales: son todos los lugares de la charla, de la convivencia, de espacios públicos que son “regiones abiertas”, foros, chats, es decir, lugares en que es posible dirigirse a los demás y por ello mismo, dirigirse al Otro en general. Además, hay que tener en cuenta que junto a un saber puramente intelectual, existe un conocimiento que integra también una dimensión sensible que tiene sus raíces en un corpus de costumbres. Si lo analizáramos detenidamente, cabe esperar que esto permitiría apreciar cual es la modulación actual del “comadreo” o “palabreo”, cuyos diversos rituales desempeñaban un papel muy importante en el equilibrio social [45]

de la comunidad tradicional gracias a su muy eficaz labor de control social. También cabe esperar que, junto al desarrollo tecnológico del crecimiento de las identidades políticas colectivas, se favorezca un “comadreo informatizado”, que reactualiza los rituales del foro o ateneo antiguos; en cuyo caso ya no estaríamos enfrentados, como ocurrió con su nacimiento, con los peligros de la computadora gigantesca y ajena a las realidades próximas, sino que gracias a la Red y sus usos, nos vemos remitidos a la difracción hasta el infinito de una oralidad ritualizada cada vez más esparcida. El problema reside entonces en que el medio (la Red) que serviría como ámbito de publicidad y comunicación de las nuevas identidades colectivas políticas acabara convirtiéndose no sólo en mediador, sino en su propio fin, anteponiendo por ejemplo la libertad de expresión a cualquier otra consideración política.

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2. Ciudadanismo en la época post-política

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asamos en esta segunda parte al análisis de una caracterización empírica, una auténtica cristalización de estas fórmulas comunitarias que se articulan en la proliferación de lo político en torno a la figura de la ciudadanía y las formas en que se calculan esta identidad. El concepto de “ciudadanismo”, si obviamos por ahora un análisis pormenorizado de lo que significa el término ciudadano, es en realidad un neologismo que traduce el término inglés republicanism y que evita utilizar un vocablo como “civilismo”, por sus referencias a la guerra civil. Coincide además con la recuperación del concepto relativo a la “sociedad civil” más identitario que político, o al menos con esa identidad política antes mencionada. Así pues, y de un modo operativo, entendemos en principio por ciudadanismo una ideología difusa, asociada un cierto conjunto de prácticas políticas y ampliamente difundida cuyos rasgos principales son: la oposición natural de la democracia respecto al capitalismo, el reforzamiento del Estado, su vocación ecuménica y pedagógica, la aspiración de aglutinar una mayoría social a través de la reivindicación de derechos, y el espectáculo integrado.

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2.1. La creencia de que la democracia es capaz de oponerse al capitalismo

Los ciudadanos constituyen entonces la base activa de esta política por lo que se propone un control ciudadano de las instancias nacionales e internacionales, como si fuera el déficit de democracia lo que produce la explotación. Pero esta idea de los ciudadanos se mueve entre el individualismo extremo y la masa. La palabra ciudadano subraya la individualidad de la persona, la ausencia de cualquier aspecto colectivo. La acción heroica del individuo consciente porque sí, sin relación alguna con una adscripción de clase se sigue de la complicidad de la masa: igual que cualquier partido, los análisis políticos piensan que el número de manifestantes, de votantes o de mensajes SMS bastaba para justificar sus pretensiones políticas. Sin embargo, confiar en las masas es inútil. El mismo tedio que las mueve, las paraliza. Despolitizadas por definición, no son ni pueden ser ningún sujeto político dispuesto en todo momento a seguir a sus dirigentes. Las masas no quieren hacer política, quieren ser objeto de la política; no quieren cambiar la sociedad, en todo caso quieren que alguien se ocupe de ellas; por eso son masas. La referencia a la sociedad civil juega permanentemente con la ambigüedad, pues se sustrae a la prohibición legal y al tabú que pesa sobre toda actividad política, a la vez que impulsa una movilización social; su significado es muy distinto en el mundo político globalizado. En el “sur global”, evoca anhelos y aspiraciones compartidas, capaces de suscitar acciones colectivas legitimadas y con frecuencia transformadoras, nunca estuvo circunscrito al campo estrictamente teórico sino que aparecer [48]

en las filas de la oposición intelectual y popular a los antiguos regímenes del socialismo real y en la resistencia sostenida contra las dictaduras militares autoritarias. Por su parte, en los países del “norte global” donde nos centraremos, el ciudadanismo se concentra esencialmente alrededor de un deseo de democracia más directa, “participativa”, de una democracia de “ciudadanos”; naturalmente no proponen ningún modo de conseguirlo, y este deseo de democracia directa acaba, como siempre, ante las urnas o en la abstención impotente. Un personaje tan conspicuo como Esteban Ibarra (1998) alma mater de esa curiosa ONG del Ministerio del Interior que se autodenomina Movimiento contra la intolerancia antes Jóvenes contra la intolerancia, habla de redes de ciudadanía como “aquellas iniciativas organizadas horizontal y autónomamente cuya práctica afirma que es importante ‘hacer’ no sólo oponerse y resistir, y se esfuerzan en crear situaciones transformadoras de la realidad, superando la dicotomía excluyente “reforma o revolución”, y viejas concepciones doctrinarias que consideran a la gente incapaz de desarrollar conciencia o pensamiento político por sí mismas”. Víctor Sampedro (2005) por su parte indica que se trata de conspiraciones transparentes que no tienen nada que ocultar pero que van colocando en la agenda pública sus temas, generando los cambios personales, grupales e institucionales pertinentes en cada etapa del proceso de modernización. Una de las fuerzas del ciudadanismo reside en ese carácter esencialmente moral, por no decir moralizador. Pasa fácilmente de la denuncia de la “crisis” a la propuesta de “repartir los frutos del crecimiento” sin tener en cuenta los hechos y sin realizar ningún análisis. Lo que cuenta es tener la posición más “cívica” posible, es decir, la más generosa, la más moral. Y por supuesto, todo el mundo se posiciona por la paz, contra la guerra, contra la “mala[49]

comida”, por la “buena-comida”, contra la miseria, por la riqueza. En resumen, más vale ser rico y gozar de buena salud en tiempos de paz, que ser pobre y estar enfermo en tiempos de guerra. La propuesta es pues de un posibilismo pragmático deliciosamente cercano a la socialdemocracia. Dados los problemas de desafección de la política, crisis de la democracia representativa, la apreciación alarmada de que los partidos “no funcionan como tendrían que funcionar” y el anhelo de la opinión publicada (que no pública) de una política honesta (unidad perdida de la moral y la política), no sólo basta con modificar el sistema de listas electorales, sino ante todo lograr una mayor participación y por tanto implicación, gracias a la exigencia de eficacia, coherencia y representatividad. De este modo nos podemos encontrar en la literatura ciudadanista propuestas como las que siguen: 1. Se busca la participación activa en el sistema político (a) o al menos que cambie el sistema de participación democrática, bajo eslóganes como “la ciudadanía está harta de que no se la tenga en cuenta”, (b) e incluso que se admita la inclusión de los movimientos sociales (c) para alcanzar un reforzamiento de las instituciones, del consenso y la legitimidad social de las políticas, buscando en cierta forma la reforma de las culturas políticas y técnicas. Frente a ello se situaría la desobediencia civil, de forma más o menos violenta. Se trata de una organización estructural que canaliza las demandas de los movimientos sociales y de la acción colectiva en forma de: creación de foros, consejos, estructuras asociativas consolidadas. 2. Importancia del gobierno local en la búsqueda de la participación (ideologías de la glocalización…). Se trataría de reformular el llamado “pacto del bienestar”, pero buscando [50]

no sólo la información del ciudadano, sino la formación e integración. En cuanto a las fórmulas, cabe destacar: Consejos institucionales: de la juventud, de la mujer: ya existentes. Consejos consultivos, audiencias y fórums (Barcelona): a desarrollar. Jurados ciudadanos y núcleos de intervención participativa: futuribles. Asociaciones en forma de acción pública: crear servicios en los ámbitos donde éstos no existen o son insuficientes. 3. Vertebración de la sociedad, garantía de las democracias occidentales por la pérdida de autoridad y garantías de funcionamiento de las instituciones tradicionales (cohesión e integración social por ejemplo en el caso de inmigrantes, jóvenes, etc.) 4. Los movimientos sociales seleccionan y reducen la complejidad de las demandas de la ciudadanía organizada. Es digno de aprecio los artículos y libros que tratan sobre los instrumentos participativos a desarrollar con sugerencias como el análisis pormenorizado de las tres formas de articular la participación ciudadana: a través del monólogo (few talk), del parloteo (many talk) y del diálogo (some talk). 5. Los agentes político-institucionales encauzan y transforman dichas demandas en propuestas concretas en el parlamento. Además pueden ofrecer respuestas políticas de cambio real a tales inquietudes, formar a los líderes, aportar los valores históricos y el conocimiento útil de la experiencia en la gestión municipal y parlamentaria. En definitiva, de lo que se trata es de aportar soluciones a los problemas que se plantean al sistema político. [51]

Los ciudadanistas proponen una respuesta irrisoria cuando intentan recomponer el vínculo que unía antiguamente a la “clase obrera” mediante otro que uniese a los “ciudadanos”, es decir, el Estado. La voluntad de reconstituir dicho vínculo a través del Estado se manifiesta en el nacionalismo latente de los ciudadanistas. Se sustituye el capital abstracto y sin rostro por figuras nacionales. Pero el Estado sólo puede proponer símbolos y sucedáneos a esos vínculos, puesto que él mismo está saturado de capital, por así decirlo, y tan sólo puede agitar sus símbolos en el sentido que le dicta la lógica capitalista a la que pertenece. Proponer al “ciudadano” como vínculo manifiesta la existencia de un vacío, o mejor dicho, que incumbe ahora al capitalismo, y únicamente a él, la tarea de integrar a esos miles de millones de personas que se encuentran privadas de la comunidad. Y debemos constatar que, hasta ahora, lo consigue a duras penas.

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2.2. Reforzamiento del Estado

El proyecto de reforzar el Estado (o los Estados) para poner en marcha esta política de participación democrática, de ahí que postulen volver atrás la marcha del desarrollo capitalista: la tendencia a favor de la recuperación del Estado del bienestar y las políticas keynesianas, la denuncia de los excesos de la financiarización de la economía frente a las virtudes de la economía productiva, las propuestas para gravar fiscalmente el tráfico de capital11 o las “distintas” modalidades de integración económica. El ciudadanismo entiende que el Estado democrático es un medio válido para paliar —incluso para acabar con— las desigualdades sociales. Dado que éste sufre grandes presiones del Capital —llámese grandes corporaciones o empresas multinacionales—, postula que para contrarrestar tan malvada influencia se hace imprescindible una mayor atención del hombre de a pie a los asuntos de Estado y que obligue al gobierno a realizar políticas sociales. Los ciudadanos no sólo deben elegir representantes sino presionarles para que actúen como corresponde. Estos socialdemócratas de nuevo cuño, que miran con nostalgia a la edad dorada del Estado del bienestar, no son conscientes de que las reformas tendentes a un mayor poder adquisitivo de los trabajadores históricamente se han implantado para la recuperación del capitalismo tras la crisis económica y sólo en parte, para mermar la radicalidad de una clase obrera que amenazaba con hacer la revolución, pero nunca por la acción

11 Por ejemplo la Tasa Tobin propuesta entre otros por ATTAC, pero ¿quién va a empezar a gravar capitales?, el primer Estado que lo haga va a la quiebra.

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de la ciudadanía en tanto tal. A pesar de ello se empeñan en exigir una mayor intervención de la población en la res pública. Y es que parece que ignoren aquello sobre lo que los libertarios vienen advirtiendo desde hace siglo y medio: La integración de las luchas sociales en las estructuras del Estado —lo que se reclama como democracia participativa— no es sino garantía de la desintegración de las mismas. El ciudadanismo, no obstante, tenderá siempre a desempeñar el papel de mediador entre los movimientos sociales y el Estado, desde el reconocimiento de que éste último, el Estado, puede ser el mediador neutro entre el capital y los movimientos sociales. En el ciudadanismo encontramos pues una fuerte defensa del sector público y no como cuestionamiento de la lógica capitalista en general, tal y como se manifiesta en el servicio público. La defensa de dicho sector implica lógicamente que se considera que dicho sector está, o debería estar, fuera de la lógica capitalista. No fue una buena crítica la que se le hizo a este movimiento cuando se le reprochó ser un movimiento de privilegiados, o sencillamente de egoístas corporativistas. Pero sí se puede constatar que incluso las acciones más generosas o radicales de este movimiento contenían los mismos límites. Abastecer gratuitamente todos los hogares de electricidad, es una cosa: reflexionar sobre la producción y el uso de la energía es otra. Plantear el tema de la renta básica o del salario social en casos extremos es una cuestión de necesidad perentoria, pero hay que conceder que siempre se desarrolla dentro del horizonte de un Estado (capitalista) omnipresente. Un autor “radical” —así se define él— como Van Parijs y Vanderborght (2006: 25) describen la renta básica como una medida eficaz para luchar contra la pobreza, “un ingreso conferido por una comunidad política todos sus miembros, sobre una base individual, sin control de recursos [54]

ni exigencia de contrapartida”. La renta básica, se atribuye a todos, ricos y pobres (sin control de recursos); sobre una base individual y sin ninguna exigencia de contrapartida. La ausencia de control de los recursos nos lleva a la posibilidad de combinar la renta básica con otras rentas sin supresión ni reducción de la primera. Además, está claro que el importe de la renta básica dependerá de los recursos financieros con los que cuente el Estado, así como que dicha renta sólo es para los ciudadanos. Esto significa que habrá individuos excluidos de su percepción, los metecos o no-ciudadanos. La renta básica, se atribuye a todos, ricos y pobres (sin control de recursos); sobre una base individual y sin ninguna exigencia de contrapartida (Raventós, 2001). La ausencia de control de los recursos nos lleva a la posibilidad de combinar la renta básica con otras rentas sin supresión ni reducción de la primera. No obstante, cabe plantear cuatro objeciones a los modelos de renta básica. 1) ¿Quién reparte? La respuesta siempre es la misma, el Estado a través de sus múltiples agentes de la administración pública, lo cual supone por de pronto mayor presencia estatal, y probablemente la creación de una red clientelista de dependencia, cuando no la estabilización y despolitización de las clases más dependientes. De todos modos, el importe de la renta básica dependerá de los recursos financieros con los que cuente el Estado. 2) ¿Quién paga? Las versiones más imaginativas hacen descansar el grueso de la financiación de la renta básica o similar en los impuestos: más progresistas si éstos son directos como por ejemplo el IRPF, menos progresistas si son indirectos especialmente los que gravan al consumo. Pero [55]

incluso en el caso más progresista, si tenemos en cuenta que cerca del 90% del IRPF recaudado se basa en los salarios, el sistema de reparto sería horizontal (reparto entre asalariados, entre los que en un momento dado reciben un salario y los que no) y no vertical (reparto sobre una detracción de los beneficios empresariales, por ejemplo). 3) ¿Quién recibe? Dicha renta sólo es para los ciudadanos, esto significa que habrá individuos excluidos de su percepción, los metecos o no-ciudadanos. Todos los modelos de renta básica incluyen tácitamente algún tipo de frontera o límite que acaba siendo naturalizado: económica, jurídica, nacional. 4) ¿En qué modo de producción se inserta la renta básica? Si no tiene como objetivo cambiar ninguna estructura productiva-reproductiva, se inserta en el capitalismo, lo cual ha supuesto si utilizamos referentes históricos semejantes desde un mero incremento de la inflación (discutible si es productiva en términos keynesianos) hasta la destrucción de todo un sistema salarial, tal como desarrolla Karl Polanyi (1989) al describir la ley de Speedhamland como “sistema de socorros” ante la indigencia y cuyo paradójico resultado fue la construcción del mercado de trabajo autorregulado que supuso la destrucción del sistema salarial campesino y su emigración masiva a las ciudades antes del despegue de la revolución industrial: es la clase desharrapada y de condiciones miserables que describía Engels en La formación de la clase obrera en Inglaterra. En cualquier caso, lo cierto en que en sociedades inmersas en sistemas de bienestar, con protección ligada al mercado de trabajo y controles burocráticos sobre los ingresos familiares, suena extraña la idea de un ingreso mínimo para pobres y ricos, [56]

que es a fin de cuentas de lo que se trata la renta básica universal y sin contrapartidas, pero para los ciudadanistas, esta extrañeza es combatible, y a ello han dedicado una ingente cantidad de publicaciones de muy distinto pelaje. De todas formas, se puede ver en estas acciones que el Estado es concebido como una comunidad parasitada por el capital, capital que se interpone entre los ciudadanos-usuarios y el Estado. El ciudadanismo no dice otra cosa. “El ciudadano ha de tener la capacidad de decisión y de opinión sobre cómo ha de ser el Estado que lo proteja” (Pont, 2004: 363) El propio Estado acepta generosamente estas prácticas, y cualquiera puede hoy hacer una pequeña manifestación, por ejemplo, bloquear la periferia y ser recibido oficialmente a continuación para exponer sus reivindicaciones. Los ciudadanistas se indignan con este estado de cosas que han contribuido a crear, pensando que, aún y así, no se debe molestar al Estado por minucias. Los interlocutores privilegiados ven con malos ojos a los parásitos y demás aves de rapiña de la democracia. Asimismo, algunas prácticas ciudadanistas son promovidas directamente por el Estado, como lo demuestran las “conferencias ciudadanas” o “los debates de ciudadanos” con las cuales el Estado se arroga el “dar la palabra a los ciudadanos”. Es interesante ver hasta qué punto este movimiento se conforma con cualquier sucedáneo de diálogo, y están dispuestos a ceder en cualquier cosa con tal de que se les escuche y que los expertos hayan “atendido a sus inquietudes”. Un auténtico reparto de papeles donde el Estado desempeña aquí el papel de mediador entre la “sociedad civil” y las instancias económicas, del mismo modo que los ciudadanistas harán de intermediarios entre el programa del Estado (que no es otra cosa que la correa de transmisión de la dinámica del capital) revisado de forma crítica, y la “sociedad civil”. [57]

La antimundialización desempeña un papel muy importante en esta reconstrucción ideológica. Su idea central es que el capital transnacional ha concentrado demasiados poderes que no puede o no sabe gestionar y que esto se hace demasiado peligroso para el equilibrio económico. Contra el “ultraliberalismo incontrolado”, todos los ciudadanos son llamados, en un tono que oscila entre el miserabilismo y la culpabilización, a convertirse en los cogestores de la economía mundial, por medio de la presión y del control ciudadano. Se trata de ir más allá del voto, pero sin salirse, claro está, del campo de juego democrático. Facilidad pues en convertirse en un auténtico partido del Estado, idea madre de la intelectualidad estatista, ansiosa por inventar un nuevo discurso políticamente correcto y posibilista más allá de las habituales coartadas pacifistas, feministas o ecologistas.

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2.3. Vocación ecuménica y pedagógica

El ideal organizativo del ciudadanismo busca siempre un ámbito en el que quepan todas las manifestaciones del discurso (excepto las que se aproximan a la violencia). Claro que se trata de discursos despojados de su carácter preformativo: son pura semántica. El lenguaje se vuelve cada vez más apologético, una pura máquina lingüística llena de fórmulas verbales adecuadas donde la nimiedad —enviar mensajes, votar, navegar por la red, amontonarse— se convierte en lucidez histórica y heroísmo. Debajo de lo que se cree es un movimiento, si se quitan las cámaras y los medios de comunicación, se puede comprobar que retrata de un movimiento creado artificialmente por dichos medios. El espacio de lucha no son ya las fábricas, la calle, el barrio, la metrópolis…, sino los medios de comunicación. De ahí que le venga muy bien esa especie de cajón de sastre, de sustitutos del concepto de clase que sería la multitud: una suerte de conglomerado de insatisfacción o marginalidad que es lo que piensa alguien como Toni Negri (2004), cada vez más figura de la izquierda ciudadana.12 La participación ciudadana se caracteriza además por su capacidad para educar y concienciar a la ciudadanía. Disponer de

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Para Badiou (2004) “en el fondo Negri y sus seguidores ven la nueva política en todas partes, nuevas formas de lucha en la más mínima reunión reformista, porque creen que la resistencia es el reverso inevitable del desarrollo. Es evidente que no hay más que una fuerza vital, y el que cree que la política es la vida, o ‘las nuevas formas de vida’, es porque tiene una doctrina unitaria del Capital y de la resistencia al Capital. Toda invención política nunca es ‘global’ sino que, por el contrario, está situada, es local, experimental. Hay que proteger y profundizar constantemente su exterioridad a las leyes ‘democráticas’. Dado que es la esencia de la política de liberación, no es del todo “la vida”; es un pensamiento que toma un cuerpo popular”.

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esta ciudadanía, además, no únicamente mejora el funcionamiento de los instrumentos participativos sino del conjunto de la comunidad. Es decir, la participación tiene como objetivo directo escuchar a los ciudadanos, aunque indirectamente sirve para algo quizá más importante: generar el capital social que garantizará el buen funcionamiento de nuestra sociedad. Desde que Robert Putman (2001) popularizara el concepto de capital social como un conjunto de características intangibles de una comunidad (densidad asociativa, niveles de confianza, etc.) útiles para explicar sus rendimientos institucionales, económicos y sociales, el gran interrogante ha sido como fomentarlo. A ello se han dedicado instituciones internacionales como el Banco Mundial que de manera subrepticia incluyen ya la democracia ciudadana: se trataría de las instituciones, relaciones, actitudes y valores que rigen la interacción interpersonal y facilitan el desarrollo económico y la democracia. O incluso el PNUD que define el capital social como: relaciones informales de confianza y cooperación (familia, vecindario, colegas); asociatividad formal en organizaciones de diverso tipo, y marco institucional normativo y de valor de una sociedad que fomenta o inhibe las relaciones de confianza y compromiso cívico (VVAA, 2003). En definitiva, la participación sirve a los gobernantes en la medida que favorece la creación de la materia prima adecuada para el desarrollo de sus comunidades. Esta materia prima, este capital social se refiere a una ciudadanía que adquiere madurez democrática y dinamismo socioeconómico a través de la propia participación en los asuntos colectivos. Una participación que, por lo tanto, no únicamente sirve para facilitar la prestación de determinados servicios o para legitimar determinadas decisiones, sino para promocionar determinadas conductas y actitudes ciudadanas. [60]

Tenemos un ejemplo gracias a la implantación de una nueva asignatura de la enseñanza secundaria que se llama “Educación para la ciudadanía”. Desde la administración educativa se entiende que la asignatura servirá para potenciar una serie de actitudes, como son: respeto, tolerancia, solidaridad, participación o libertad. ¿Qué querrán decir esas palabras cuando están escritas en sus documentos? Gregorio Peces Barba (2004) se explicó de maravilla en El País: “la formación recta de las conciencias, que es condición de la comprensión sobre el valor de la obediencia al derecho en las sociedades bien ordenadas”. Es decir, que los contenidos se reducirán a las bondades de este sistema político —y económico—, ya que estando en posesión de La Verdad, la única medida educativa posible es inculcar la necesidad de aceptarla. El paralelismo con la asignatura de Religión es obvio, y no nos coge por sorpresa. ¿No es una cosa notable esa similitud entre la teología —esa ciencia de la iglesia— y la política —esa teoría del Estado—, ese encuentro de dos órdenes de pensamientos y de hechos en apariencia contrarios, en una misma convicción?13

13 Esta similitud es quizá la que ha provocado la sensibilidad eclesiástica al verse desautorizada en su terreno de impartición de la verdad.

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2.4. La aspiración estratégica de aglutinar una mayoría

Una gran aspiración estratégica del ciudadanismo consiste en encontrar propuestas que tengan la virtud de aglutinar una inmensa mayoría social en contra de la minoría de políticos financieros y académicos neoliberales del pensamiento único que orientan la dirección de la globalización. La adopción del pacifismo como principio indiscutible de acción purgó de las asambleas y las manifestaciones a los radicales, pero su objetivo principal era el diálogo con el poder. No querían enfrentarse a nada; no aspiraban a cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra gestión capitalista era posible. Lo que pretendían reformar no eran más que los mecanismos de cooptación de la clase dominante. De ahí los determinados discursos ciudadanista de auge reciente en los Foros, como el que postula democratizar la globalización, contribuyen a esta misma operación de reabsorción por la vía de convalidar las exigencias antagonistas en derechos consagrados en alguna suerte de Constitución global. Que la lucha por los servicios públicos contra su mercantilización se resuelva en una Declaración de Derechos en la futura Constitución europea puede parecer un ejercicio de realismo pero es seguro que contribuye a reproducir los mecanismos de delegación y mediación que son la fuente de la aceptación social del dominio capitalista. Se pueden ahorrar los realistas sus tentaciones sarcásticas: lo anterior no implica renuncia alguna al ejercicio de los derechos hasta el límite de sus posibilidades. La finalidad expresa del ciudadanismo es humanizar el capitalismo, volverlo más justo, proporcionarle de alguna forma un suplemento de alma y en cierto modo de manifestar la sumisión [62]

democráticamente. La lucha de clases es sustituida aquí por la participación política de los ciudadanos, que no sólo deben elegir a sus representantes, sino además actuar constantemente para hacer presión sobre ellos, con el fin de que apliquen aquello para lo que fueron elegidos. Naturalmente los ciudadanos no deben en ningún caso sustituir a los poderes públicos. El ciudadanismo se desarrolla como ideología producida necesariamente por una sociedad que no concibe perspectivas de superación (del sistema). Se trata pues de una servidumbre voluntaria; es la oposición a casi nada (a lo que es más obviamente falso e injusto del capitalismo)14 y a solicitar “control ciudadano” para todos los extremos crueles del capitalismo.

14 Deleuze proponía que lo verdaderamente difícil no era denunciar lo injusto y falso del sistema capitalista, sino lo verdadero, aquello que nos constituye.

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2.5. Ciudadanismo y derechos

La Carta de los Derechos Humanos Emergentes (Barcelona, 2004), que insiste en la necesidad de reconocer una serie de derechos hasta el momento sumergidos, y de reivindicar la necesidad de contemplar una serie de nuevos derechos surgidos de las transformaciones del mundo actual, vincula estrechamente este texto programático que “emana de la sociedad civil global y materializa las reivindicaciones de los movimiento sociales” a una nueva concepción de la participación ciudadana y concibe todos los derechos como derechos ciudadanos. En principio, todo el mundo está en favor de los derechos humanos (Badiou, 2000). Es muy difícil encontrar a alguien que esté en contra los derechos humanos. Incluso algunos torturadores están hoy a favor de los derechos humanos; ellos mismos son humanos y es interesante para ellos tener derechos. Pero cuando se plantea esta cuestión de los derechos humanos, la pregunta principal es ¿qué es el ser humano?, ¿qué es la humanidad?, ¿quién tiene derechos? Ésta es la pregunta esencial. ¿El ser humano es el hombre blanco, occidental, rico?, ¿es el consumidor?, ¿es el que está sometido al capital?, ¿es aquel que piensa que la política es votar cada cuatro años?, ¿es éste el que tiene derechos y es éste el que está hablando de los derechos de los demás?, ¿es éste el que tiene derechos de policía sobre el mundo entero? Los derechos humanos son actualmente una ideología del capitalismo globalizado. Esta ideología considera que hay una sola posibilidad en el mundo: la sumisión económica al mercado y la sumisión política a la democracia representativa. En este marco, el ser humano que tiene derechos es quien tiene [64]

esta doble sumisión. O bien, el ser humano que tiene derechos es una simple víctima. Tiene que despertar piedad. Tenemos que verlo sufrir y morir en televisión y entonces se dirá que va a tener derecho a recibir la ayuda humanitaria de Occidente rico.15 En el fondo, el Derecho es como un centro de simetría que dispone de manera alternada esos dos términos que son el Estado y la filosofía. Cuando el derecho —es decir, la fuerza de la regla— se presenta como categoría central de la política, el Estado parlamentario o incluso el Estado-partidos es indiferente a la filosofía. El derecho se presenta como categoría central de la política, del Estado del bienestar y como una categoría central de la política, el Estado parlamentario o incluso el Estado plural de partidos es indiferente al pensamiento político La referencia explícita de toda esta vasta orientación, en el corpus de la filosofía clásica, es Kant. Como indica con cierta ironía Alain Badiou (2000) el momento actual es el de un vasto “retorno a Kant”, cuyos detalles y diversidad son laberínticos. Lo que se retiene de Kant en tanto que teórico del “derecho natural” es la existencia de exigencias imperativas formalmente

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Cabe plantearse un debate imaginario entre la propuesta ciudadanista de Andrés de Francisco (2007) para quien uno de los principales peligros de nuestra época es el fundamentalismo intolerante de manera que el único modo de resistir y derrotarlo consistiría en asumir una posición multicultural, de ahí que abogue por “derechos especiales y nuevos escudos para las minorías” en su búsqueda de una ciudadanía multicultural. Frente a ello, S. Zizek (2007) sugiere que la forma en que se manifiesta esa tolerancia multicultural no es tan inocente sino que tácitamente acepta la despolitización de la economía: “Esta forma hegemónica del multiculturalismo se basa en la tesis de que vivimos en un universo post-ideológico, en el que habríamos superado esos viejos conflictos entre izquierda y derecha, que tantos problemas causaron, y en el que las batallas más importantes serían aquellas que se libran por conseguir el reconocimiento de los diversos estilos de vida. Pero, ¿y si este multiculturalismo despolitizado fuese precisamente la ideología del actual capitalismo global?”.

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representables que no han de ser subordinadas a consideraciones empíricas o a exámenes de la situación; a ello se añade que “un derecho nacional e internacional debe sancionarlos; que por consecuencia, los gobiernos están obligados a hacer figurar en su legislación estos imperativos y a darles toda la realidad que ellos exigen; de no ser así, está fundado obligarlos a ello (derecho de ingerencia humanitaria, o derecho de ingerencia del derecho)”. La ética, sustituta de la política, se considera aquí como capacidad a priori para distinguir el mal y como principio último del juicio político. La exigencia del Estado de derecho se debe a que se basta a sí mismo para identificar el mal.16 La fuerza de esta doctrina es, ante todo, su evidencia, el espectáculo integrado.

16 Según Badiou (2000) los presupuestos de esta sucesión de convicciones son claros: “1) Se supone un sujeto humano general, de modo tal que el mal que lo afecta sea universalmente identificable (aunque esta Universalidad reciba con frecuencia un nombre totalmente paradójico: “opinión pública”) de tal modo que este sujeto es a la vez un sujeto pasivo patético o reflexible: aquel que sufre; y un sujeto que juzga, activo, o determinante, aquel que identificando el sufrimiento, sabe que es necesario hacerlo cesar por todos los medios disponibles. 2) La política está subordinada a la ética en el único punto que verdaderamente importa en esta visión de las cosas: el juicio, comprensivo e indignado, del espectador de las circunstancias. 3) El Mal es aquello a partir de lo cual se define el Bien, no a la inversa. 4) Los ‘derechos del hombre’ son los derechos al no-Mal: no ser ofendido y maltratado ni en su vida (horror a la muerte y a la ejecución), ni en su cuerpo (horror a la tortura, a la sevicia y al hambre), ni en su identidad cultural (horror a la humillación de las mujeres, de las minorías, etc.).”

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2.6. El espectáculo integrado

Las movilizaciones contra la guerra del Golfo y el No a la OTAN, las campañas por el 0,7%, por la renta básica o los zapatistas, fueron las primeras aproximaciones de ese intento de acercamiento a la política institucional que a finales de la década de 1990 cristalizó en el ciudadanismo. A ello se unió el espejismo virtual de un “espacio ciudadano” donde desarrollar las actividades complementarias a la política institucional de partidos y sindicatos, lo cual permitió redescubrir los encantos del sindicalismo minoritario, del tercermundismo, de las subvenciones y de las multitudes. Las raíces del ciudadanismo deben buscarse en la disolución del viejo movimiento obrero. Las causas de esta disolución se encuentran tanto en la integración de la vieja comunidad obrera como en el fracaso manifiesto de su proyecto histórico, el cual ha podido manifestarse bajo formas extremadamente diversas (digamos, del marxismo-leninismo a los consejistas). La desaparición de la conciencia de clase y de su proyecto histórico, agotados tras el estallido y la parcelación del trabajo, tras la desaparición progresiva de la gran fábrica “comunitaria” así como la precarización laboral (todo ello resultado no de un complot que trata de amordazar al proletariado, sino del proceso de acumulación del capital que ha conducido a la mundialización actual), han dejado al proletariado afónico. En cuanto a los Estados, acompañan esta mundialización deshaciéndose del sector público heredado de la economía de guerra (desnacionalización), “flexibilizando” y reduciendo el coste del trabajo tanto como sea posible. El proletariado llega así incluso a dudar de su propia [67]

existencia, duda que ha sido enardecida por gran número de intelectuales y por lo que Guy Debord (2003) definió como el “espectáculo integrado”, que no es más que la integración al espectáculo. Ante esta ausencia de perspectivas, la lucha de clases únicamente podía encerrarse en luchas defensivas, a veces muy violentas, como en el caso de Inglaterra. Pero esta energía era sobre todo la energía de la desesperación, aquí se ha podido comprobar en el intercambio de estrategias políticas entre partidos y sindicatos que han sido las huelgas generales. Como muy irónicamente explica Miquel Amorós (2004), siguiendo en parte las huellas de Guy Debord (2003) tras los años ochenta del siglo pasado, el espectáculo como relación social se había apoderado de la sociedad y los jóvenes conectados a internet y dedicados al turismo antiglobalización se habían convertido en la vanguardia de su imperio. Las masas juveniles son más sensibles que las adultas al mayor mal de la sociedad del espectáculo: el aburrimiento. Lejos de sentir como suya la causa de la libertad o la lucha contra la opresión social, lo que realmente sienten es una necesidad ilimitada de entretenimiento. Las masas juveniles, profundamente despolitizadas y sin ningún interés por politizarse, salieron masivamente a la calle a divertirse luciendo su pañuelo palestino, escenificando su falsa generosidad y proclamando su compromiso volátil. En la sociedad del espectáculo la protesta es una forma de ocio y el pathos trágico de la lucha de clases ha de retroceder ante la comicidad, el desenfado y la fiesta. Se trataba en última instancia de una actitud que pretendía ser pragmática, es decir, levemente crítica y profundamente conformista, dispuesta a caminar por las sendas trilladas y a discurrir por los cauces inocuos. Encontraron sus herramientas intelectuales en ideologías light, puras máquinas lingüísticas como [68]

el negrismo, el ecologismo, o los productos de las marcas ATTAC y demás. Conceptos como “movimiento de movimientos”, “lo social”, “el imaginario”, “ciudadanía”, “pluralidad”, “multitud”, etc., sirvieron para la evacuación de arcaísmos ideológicos obreristas, derribando de paso conquistas intelectuales básicas, aportaciones críticas imprescindibles, y en general, echando por la borda todo el bagaje teórico de la lucha precedente. Quizá estaban en lo cierto, y lo anterior ya no servía; pero no nos ha dado tiempo a comprobarlo. Como coartada política se buscó un proletariado de sustitución en los seres inermes y amorfos calificados por los pensadores orgánicos de “multitud”, ciudadanía, sociedad civil o simplemente “la gente”, y en plan castizo, “la peña” o “la peñuki”. El nuevo sujeto histórico era pura ficción puesto que el verdadero había sido liquidado por el capitalismo, pero su imagen ficticia era necesaria porque el espectáculo del combate social necesitaba un fantasma; su legitimidad no podía apoyarse en una clase real sino en una de prestado. Una nueva clase imaginaria escapaba de los verdaderos escenarios de lucha para situarse en el terreno del espectáculo, puesto que ni ella era clase, ni su lucha era lucha. Para ello nada mejor que las metonimias que ha practicado el obrerismo italiano: construir a partir de una metáfora descriptiva (obrero masa vs. obrero social) una categoría universalista de intelección histórica del antagonismo capital/trabajo. Para otros autores en cambio, no hace falta indagar en la evaporación del sujeto político proletario. Según Alain C. (s/f), por ejemplo, el ciudadanismo refleja las preocupaciones de una determinada clase media culta y de una pequeña burguesía que ha visto desaparecer sus privilegios y su influencia política a la vez que desaparecía la antigua clase obrera. La reestructuración mundial del capitalismo ha provocado la caída del viejo capital nacional y por consiguiente, la de la burguesía que lo poseía [69]

y de las clases medias que ésta empleaba. La antigua sociedad burguesa del siglo XIX, oliendo todavía a Ancien Régime, ha desaparecido por completo. La consolidación del Estado y la crítica de la mundialización actúan como nostalgia de ese viejo capital nacional y de esa sociedad burguesa, así como la crítica de las multinacionales no es sino expresión de la nostalgia de los negocios familiares. Una vez más, se lamentan de un mundo que se ha perdido. Un mundo que se ha perdido dos veces, puesto que en el término “ciudadano” también se refiere a la antigua denominación republicana, sin duda alguna a la del inicio de la revolución burguesa y no a la de la Comuna de París (aunque una reciente película interminable y voluntariamente anacrónica que trata el tema parece indicar que se quiere recuperar también a la Comuna). Pero esa revolución se llevó a cabo y nosotros vivimos en el mundo que ella creó. Los sans-culottes se sorprenderían si vieran la transformación que ha sufrido la República que ellos mismos ayudaron a construir, pero de la misma manera que es imposible vivir dos veces la misma situación, los muertos nunca regresan. No obstante, puede ser que futuros sans-culottes vestidos de Nike anden algún día paseando por algún rincón de un moderno suburbio. Mediante el ciudadanismo las clases medias desheredadas reconstruyen su identidad de clase perdida. De modo que un local “bio” puede presentarse como “un escaparate de los estilos de vida y de pensamiento ciudadano”. No obstante, es importante destacar que la base social del ciudadanismo es mucho más amplia y difusa que la formada por militantes de asociaciones y de sindicatos, debido en gran medida a su posibilismo, a la multiplicidad de fórmulas listas y desplegables para solucionar las demandas de los ciudadanos. Esa vinculación explicitada [70]

por Alain C. con el ámbito republicano tiene como referente las ideas de Philipp Pettit (1999) que se encuentran desarrolladas en su libro Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Conviene advertir que poco o nada tiene que ver la teoría con el problema clásico de las formas de Estado, monárquica o republicana. El republicanismo se presenta a sí mismo como una alternativa al liberalismo clásico, que reivindica un modo diferente de entender la libertad, a la que sigue considerando, al menos en principio, como el valor político predominante. Sin embargo, no corren ya buenos tiempos para la denominación que ha desaparecido tanto de la intervención de Pettit como de las palabras de cualquier ciudadanista, para ser sustituida por la expresión “ciudadanismo” o “liberalismo cívico o radical”. Quizá no sea sólo un cambio de palabras sino que entrañe una mayor aproximación a la tradición liberal. En efecto, como antes se indicaba, la democracia se ha convertido en el paradigma de la legitimidad. Pero existen dos formas distintas, y aun antagónicas, de entender la democracia: la liberal y la radical. Para la versión radical o populista, la democracia se define ante todo por la soberanía, por la titularidad popular del poder, y tiende a que el principio democrático no presida sólo la política sino todos los ámbitos de la vida social. La democracia liberal se caracteriza ante todo por la necesidad de atender al problema de la limitación del poder. No tanto a la cuestión de quién manda sino a la de cuánto manda, hasta dónde alcanza el poder sobre las personas. Quizá la diferencia fundamental entre ambas se centre, pues, en la cuestión de la actitud ante el poder popular. El liberalismo, que asume el valor de la participación política, recela del crecimiento del poder, incluido el popular, y aboga por su control y limitación. El radicalismo confía en el poder popular para transformar la sociedad. Constant, Mill, [71]

Madison, Jefferson, Tocqueville, Lord Acton son buenos ejemplos de la tradición liberal. Rousseau, el socialismo y el marxismo, de la tradición radical, que puede conducir al totalitarismo. El republicanismo o ciudadanismo se presenta así como una alternativa o tercera vía a estas dos posiciones y aspira a ser un punto medio que aúne las bondades respectivas de las dos tradiciones y supere sus deficiencias. El destino de la libertad republicana queda vinculado al de la igualdad republicana, y éste, al de la comunidad republicana. En definitiva, el republicanismo confiere al Estado más poderes de los que considera razonables la mayor parte de la tradición liberal. Está en su derecho de hacerlo, siempre que no infravalore y escamotee los costes para la libertad bajo la forma de un entendimiento particular de ella. Lo que sí resulta fácil de entender es la fascinación que el republicanismo ha podido ejercer sobre el afligido cuerpo del socialismo democrático, obligado por la historia y por la realidad a ir modificando sus teorías para evitar el peso de los pasados errores. Antes que reconocer los errores siempre resulta preferible acogerse al confortable manto protector de una teoría que, sin darnos la razón del todo, al menos se la niega al viejo adversario. El republicanismo vendría a ser algo así como el socialismo democrático despojado de sus más tradicionales y patentes errores, despojado, en suma, del socialismo. El republicanismo es el postsocialismo, el socialismo que ha dejado de ser socialista. Y no deja de rendir un involuntario tributo al liberalismo, pues, sin querer ser identificado con él, no quiere dejar de ser liberal. Si hacemos un poco de historia comprobaremos cómo esta ideología se manifiesta a través de una nebulosa de asociaciones, de sindicatos, de órganos de prensa, de partidos políticos. Lo difícil es decir en cuáles no se manifiesta. En Francia hay asociaciones como ATTAC o medios de comunicación como Le Monde [72]

Diplomatique. En el Estado español encontramos a todas las plataformas, foros, consejos y estructuras asociativas más o menos consolidadas que imaginarse uno pueda. A la extrema izquierda del ciudadanismo, podemos incluir incluso los movimientos libertarios, que en la mayoría de los casos van a remolque de los movimientos ciudadanistas para añadir su grano de arena ácrata, pero que se hallan de hecho en el mismo terreno. A escala mundial, tenemos movimientos como Greenpeace, Amnistía Internacional, etc., y todos aquellos sindicatos, asociaciones, lobbies, tercermundistas, etc., que se han ido encontrando en los sucesivos foros o anticumbres desde los tiempos de Seattle: un fenómeno que consiste más en un síntoma que en una verdadera creación política; movimientos que ni siquiera eran capaces de generar sus propios encuentros y acuden donde se reúnen los poderosos para protestar. Hay incluso un ciudadanismo de derechas y de izquierdas, en pugna por conseguir la interlocución privilegiada del Estado. Por ejemplo, ante el “problema social” de la inmigración, el ciudadanismo de izquierdas tiene detrás un discurso del inmigrante bueno, es paternalista en actitud, y genera un sistema de argumentación que va de un exotismo decimonónico (el inmigrante-primitivo-que-debe-ser-civiliza otros y del ellos, y los debates nominalistas que pierden el sentido de la realidad). El ciudadanismo de derechas construye discursos protectivos de los derechos sociales adquiridos (¡quién lo iba a decir!), se nutre de las emociones desorientadas que tiene la ciudadanía, y tiene un lenguaje donde mezcla la protección de la identidad nacional con la seguridad física y el mantenimiento de la estabilidad. A pesar de esta extensión, Alain C. habla no obstante de un impasse, de una crisis del ciudadanismo debido a que sus partidarios más notables contaron con la complicidad de las masas, que como [73]

antes se indicaba es una labor destinada al fracaso debido a la despolitización de aquellas. De todas maneras, es interesante ver cómo en esta mini-crisis, un ciudadanista se apresura en proponer sus servicios de mediador al Estado. El ciudadanismo es potencialmente un movimiento contrarrevolucionario. El ejemplo nuestra también que el ciudadanismo es incapaz de reaccionar ante movimientos que no han sido creados por él mismo. La irónica frase que introduce Alain C. (s/f) en su panfleto, “Proletarios del mundo, no tengo ninguna consigna que daros” sería tal vez un buen recordatorio de lo que no es ni puede ser ciudadanista. Es paralelo a plantear el rechazo de participar en el circo del juego democrático y en el espectáculo de la representación. No pedir nada (ni siquiera derechos) pues la derrota está en la reivindicación misma. Se trataría entonces de romper sin pedir, reivindicar sin negociar… no hay fórmulas propositivas, es ridículo darlas. Tampoco quedarse en la resistencia: ninguna ruptura política puede ni debe definirse a través de la pura negatividad; no “resistimos”, sino que creamos otra cosa, otro pensamiento, otra práctica, organizada y perdurable, que controla sus propios tiempos. En efecto como nos recuerda Badiou (2004) toda invención política es, debe ser, una ruptura subjetiva.

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