Prólogo a Facundo, de Domingo F. Sarmiento

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Presentación Daniel Sazbón (Introducción a Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Eudeba, 1998 [inédito])

Una vez más, volvemos a leer el Facundo. Lo hemos hecho durante los 150 años que pasaron desde su aparición, sea para desentrañar el misterio sobre el que se funda esta nación, sea para descubrir las raíces ocultas del proceso de decadencia histórica que nos aleja cada vez más de una época de oro irrecuperable, sea para desenmascarar el verdadero rostro que se esconde tras la versión oficial de los hechos, o simplemente para encontrar algunas de las páginas más cautivantes de nuestra literatura. ¿Cómo evitar leerlo tras el filtro de esas lecturas que históricamente ha merecido? Toda tradición literaria moldea una lectura; en el caso de Facundo, esta cuestión toca límites extremos, ya que el juicio sobre el libro suele ir acompañado de uno sobre su autor, y éste de aquél que se vierte sobre el modelo de nación que tan trabajosamente se construye durante el siglo pasado, y sobre quienes llevaron a cabo tal edificación. Las impugnaciones cruzadas, en las que la obra se constituye en un botín de guerra reclamado por uno u otro bando, han provocado que la interpretación del libro haya estado ligada más que en ningún otro caso a determinaciones exteriores a él. Aunque mal podría negarse el vínculo que une a Sarmiento y los fundadores de nuestro Estado moderno — pocas figuras más centrales en este proceso—, una buena introducción a la lectura de Facundo podría ser considerar tanto las ambigüedades de una relación que no careció de ellas como a las reformulaciones que los vaivenes de nuestra situación histórica y política provocaron en su recepción.

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En 1845, Domingo Faustino Sarmiento tiene 34 años. Vive en Chile desde 1840, como exiliado del gobierno de Rosas. Publicista polémico, se ha hecho un nombre en la prensa trasandina a base de artículos que combinan la decidida toma de posición en la política chilena con la permanente denuncia del régimen rosista. Decidido a contrarrestar la imagen negativa que tenía del otro lado de los Andes, Rosas decide enviar a su embajador, Baldomero García, a Santiago. Es entonces que Sarmiento decide escribir una obra que muestre la verdadera naturaleza del despotismo rosista, explicándolo como producto de un proceso que arranca en las luchas de la independencia. En las páginas del Progreso, diario en el que ya publicara su “Vida de Aldao”, comienza a aparecer desde mayo de 1845 el folletín “Facundo”. El 28 de julio de ese año, la imprenta del periódico lo publica por primera vez en forma de libro, bajo el título Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga. Inmediatamente la obra genera repercusiones en la prensa chilena. El primer periódico en reseñarla, El Siglo, aplaude la aplicación que hace de la filosofía de Montesquieu, Herder, Cousin y Vico a la historia argentina. En las páginas de El Mercurio Juan M. Gutiérrez es ampliamente elogioso, pronosticando que Sarmiento “está señalado como el escritor de la novela nuestra”, y que será lo que Fenimore Cooper y Henry Irving “para la América del otro lado del Ecuador”. En El Progreso, Carlos Tejedor destaca el costado antirrosista del libro: “si Rosas manda sus enviados por todas partes, es preciso que la prensa liberal mande también delante sus acusaciones y anatemas”. En Argentina, a pesar de las descalificaciones y ridiculizaciones de la prensa adicta al régimen, el mismo Rosas vio en la aparición del libro un peligro de límites difíciles de prever, pronosticando “así es como se ataca, señor... verá Ud. como nadie me defiende tan bien”. Así, desde el momento mismo de su aparición, Facundo fue saludado o criticado por quienes lo veían como un instrumento a todas luces eficaz para los fines partidarios que pretendía, como una excelente glosa

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sudamericana de la mejor literatura de la época, o como una aplicación de las doctrinas filosóficas en boga para explicar la historia y sociedad argentinas. Ubicado a caballo de géneros diversos, permite una variedad de abordajes que hace imposible inscribirlo en una sola categoría, si no es en la convenientemente imprecisa de “ensayo”. El propio Sarmiento llamó a Facundo “ensayo y revelación para mí mismo de mis ideas”, borrando cualquier frontera que se pretenda imponer a lo que considera una “especie de poema, panfleto, historia”, un verdadero “libro extraño, sin pies ni cabeza, informe”. Y en cuanto a la posibilidad de revisar el contenido de la obra para ajustarla con más precisión a la verdad histórica, su negativa fue terminante: “No vaya el escalpelo del historiador que busca la verdad gráfica a herir al Facundo, que está vivo: ¡no lo toquéis!”. No por nada cuando en 1868 se lo reedita por tercera vez, frente a la disyuntiva de realizar una transformación radical de la obra que la ciñera más a la vida de su protagonista, optó por mantener su estructura original, siguiendo el consejo categórico de Dalmacio Vélez Sarsfield: “Me parece que el Facundo mentira será siempre mejor que el Facundo verdadera historia”. Esta tensión entre ficción e historia será recurrente en las apreciaciones que se hagan de Facundo. La distinción entre sus recursos literarios y la justeza de las apreciaciones históricas aparece ya en las observaciones que mereciera apenas aparecido por parte de un lector privilegiado, Valentín Alsina. Protagonista él mismo de los años que en el texto se narran, Alsina toma al pie de la letra las afirmaciones históricas referidas, y por lo tanto se aboca a una puntillosa corrección de sus inexactitudes. Las “Notas al libro Civilización y Barbarie” que envía a Sarmiento (respondiendo a sus pedidos) son un recuento de errores y omisiones en las que, en la opinión autorizada de su crítico, habría incurrido el autor. Pero Alsina va más allá de la mera enumeración, criticando en la médula misma el método adoptado por el sanjuanino: “En su libro me parece entrever un defecto general —el de la exageración: creo que tiene mucha poesía. Ud. no se propone escribir un romance ni una epopeya, sino una verdadera historia social, política, militar. Siendo así, forzoso es no separarse en un ápice —en cuanto sea posible— de la exactitud y la rigidez histórica; y a esto se oponen las exageraciones. Estas tienen que ser en Ud. una necesidad: ¿sabe por qué? porque creo que es Ud. propenso a los sistemas”. El problema que advierte Alsina es el de una vecindad entre Historia y Literatura que implica el deslizamiento peligroso de la primera a la segunda. Con agudeza digna de los mejores críticos de nuestros días, Alsina destaca la funcionalidad que para los propósitos de Sarmiento tiene su “exageración” poética, ya que lejos de ser meras veleidades literarias, las afirmaciones hiperbólicas y la manipulación de los hechos que se relatan son las herramientas que utiliza Sarmiento para insertar el objeto de su relato (la historia argentina posterior a la independencia) en las rigideces de su “sistema”. Mirada con detenimiento, la opción que hace Alsina no sería la de “historia” frente a “literatura”, sino la de un modo específico de concebir la historia frente a otro que se impugna. Así, si Alsina rechaza el alejamiento del discurso de Sarmiento de la precisión histórica, lo hace a nombre de una noción de historia estructurada alrededor del pequeño dato, el hecho menor, que sólo encuentra justificación en sí mismo, y no puede dejar de deplorar la forma en que el esquema de Facundo los integra en un sistema conceptual que los explicaría: el enfrentamiento entre Civilización y Barbarie. La oposición entre ambos criterios es entonces entre una noción de verdad “estadística” y otra que podríamos llamar de verdad “poética”, en la cual descansaría el texto de Sarmiento, y que se manifiesta desde el nombre mismo del libro. Porque lo que está claro para Alsina es que en el par de enunciados que da título a la primera edición, Civilización y barbarie y Vida de Juan Facundo Quiroga, la yuxtaposición de ambos encubre la subordinación del segundo al primero. El escaso efecto que tuvieran estas “Notas...” en su destinatario se revela cuando, en la segunda edición de Facundo, Sarmiento sale elegantemente del paso dedicando la obra a Valentín Alsina y a la vez rechazando cualquier modificación de fondo de la misma. En esta dedicatoria a quien tan a fondo objetara los fundamentos mismos de su método, Sarmiento se muestra tan agradecido por sus esfuerzos como impermeable a sus críticas: “los hechos están ahí, consignados, clasificados, probados, documentados; fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo hecho, el soplo de vida que ha de hacerlos enderezarse

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todo a un tiempo a la vista del espectador y convertirlos en un cuadro vivo”. El “sistema” que rechazara Alsina, el hilo que liga a los hechos, el soplo que vivifica lo que de otra forma no serían más que datos inertes carentes de valor alguno, sigue en pie, más robusto que nunca. Las críticas de Alsina preanuncian el desplazamiento de una forma de escritura histórica propia de los primeros años del XIX por la que terminará siendo el modelo de la historia concebida como “ciencia” bajo los parámetros del positivismo, y que rechazará toda subordinación de las descripciones del pasado en una filosofía de la historia determinada. La distancia que las separa es la que media entre el requisito de la historiografía positivista de la desaparición del autor en el texto en provecho de los “hechos” que se refieren, y una invocación a Villemain como la que abre Facundo, que exige que en el historiador “su justicia imparcial no debe ser impasible. Es necesario, por el contrario, que desee, que anhele, que sufra o sea feliz por lo que narra”. Que esta recomendación a los historiadores se extraiga de un libro que lleva el nombre de Cours de littérature es característico de una escritura histórica que busca producir efecto en los lectores a partir de los rasgos específicamente literarios de sus obras. La definición que con motivo de una reciente edición francesa de Facundo se diera de Sarmiento como “le Michelet argentin” es ilustrativa: como su contraparte francés, el argentino hizo en el transcurso de su vida el tránsito del género romántico a una producción enmarcada en los cánones de la “ciencia” de la época. Y cuando en 1883 publica Conflictos y armonías de las razas en América con la intención de ser un Facundo de fin de siglo, Sarmiento tiene el cuidado de invocar los nuevos preceptos, aclarando que pretende escribir “el mismo libro, científico, apoyado en las ciencias sociológicas y etnológicas modernas”.

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El propósito de Sarmiento de “explicar la revolución argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga” es un rasgo inconfundible del romanticismo: la personificación de períodos históricos o de medios geográficos en un individuo peculiar, el Gran Hombre, el héroe, la encarnación de una idea. La de Quiroga es una biografía romántica, en la que su protagonista es “el espejo en que se reflejan en dimensiones colosales las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos” de nuestra nación. Pero una que niega los valores de este género cuando, en vez de presentar al héroe como condensación de una esencialidad a la que el avance del progreso amenaza con sepultar, lo caracteriza como un Gran Hombre que es también la corporización de las fuerzas del atraso. Una biografía de un héroe al que se considera “genio del mal” y epítome de una Barbarie que se espera que sea barrida por la Civilización en expansión, no sólo nos remite al romanticismo en el que muy ostensiblemente se filia su literatura, sino que además revela la supervivencia de una concepción teórica de raigambre netamente iluminista, que antes que descreer de los beneficios del progreso, invita a acelerar su labor terminando de eliminar los obstáculos que se le presentan. La elección simultánea de estos valores y del género expresivo romántico que los recubre complejiza la pareja de opuestos en los que descansa la estructura explicativa del texto. Provoca que se invierta la carga valorativa en la oposición que está en el corazón del romanticismo europeo, en particular el alemán, entre el “espíritu nacional” y la civilización cosmopolita en expansión. Mientras que esta oposición rescata al primero como manifestación de una nacionalidad que se funda en el territorio, en la lengua y en la sangre —una Cultura (“Kultur”) autóctona— frente a los valores pretendidamente universales de la Razón, en Facundo la Kultur argentina, la esencia característica de nuestro suelo, es la Barbarie, y su definitiva derrota a manos de la civilización, el objeto al que apuntan los esfuerzos de Sarmiento. Esta superposición esencial entre ideas del siglo de las luces y estilo de escritura romántico genera ambigüedades que son una de las claves de la variedad de lecturas que posibilita Facundo. Se traducen, por ejemplo, en el tratamiento contradictorio de la figura de Juan Manuel de Rosas. Si bien se lo presenta como

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el reverso perfecto, en cuanto a espontaneidad y naturalidad, de Facundo, oponiendo la pasión, esencia y naturalidad del primero a lo que en Rosas es “mal hecho sistema”, “corazón helado”, aparece por otra parte una revalorización de éste que surge de considerar que como resultado de su gobierno —una vez desaparecido el tirano— será más fácil la tarea civilizadora que debe seguir, ya que Rosas ha logrado preservar la unidad del territorio argentino. La imbricación entre iluminismo y romanticismo hace que el Restaurador pueda aparecer al mismo tiempo como degradación de Quiroga (porque está más civilizado) o como su superación (por la misma razón). La ambigüedad y la deriva de las categorías cruzan todo el texto: si desde el título mismo se nos propone entender el pasado y presente de la realidad nacional como emanados de la realización en la historia de la lucha entre los principios de la Civilización y la Barbarie (el “sistema” al que se refería Alsina), esta aparentemente simple polaridad pasará a desplegarse a lo largo del libro en múltiples oposiciones, contradictorias en más de una ocasión consigo mismas. Y aunque el punto de partida sea una clara oposición entre la ciudad y el desierto argentino (las pampas), en una explicación —que se retrotrae a Montesquieu— de los tipos de organización social por el medio físico en el que se desarrollan, a lo largo del texto somos testigos de cómo esa identidad entre ciudad y civilización y entre desierto y barbarie se va borroneando, llegando incluso los conceptos a derivar hacia su opuesto. Es así que promediando el libro se nos presentan ciudades que han quedado barbarizadas (como en cierta forma la ciudad de Córdoba, o incluso la de Buenos Aires) o gauchos que toman atributos de la civilización (el mismo Facundo).

*** La resistencia del texto a los intentos de fijarle un sentido único explica en parte la variedad de lecturas que ha originado: si algunas han querido ver sintetizada en el autor la figura del entreguismo y del cosmopolitismo antinacional, no faltaron las interpretaciones que ven en el libro una defensa de un interior oprimido por Buenos Aires, en la que la íntima convicción nacional de Sarmiento es ahogada por su escala de valores propia del XVIII. Sin embargo, a pesar de las divergencias, la mayoría de las lecturas que se han hecho del Facundo reconocen la íntima relación que lo une al proceso de construcción de la nación del que su autor fue partícipe central. La identidad entre el texto y el modelo de nación que los padres fundadores proyectaron provocó que, sea para recusarlo como para celebrarlo, la trayectoria del libro haya corrido la suerte de tal modelo y de sus cultores. La exasperada politización del debate en torno a Facundo y a su autor se explica, por lo tanto, en el uso recurrente de la obra como blanco para disparar por elevación en contra —o para argumentar a favor— de las acciones y valores en juego en esos años fundacionales. Pero si algo caracterizó a las relaciones entre Sarmiento y el régimen que empieza a consolidarse después de la caída de Rosas fue tanto el recelo de unos como la incomodidad del otro. Pese al indudable consenso que entre los emigrados de 1845 existía acerca de los males de la nación, y de ciertos remedios convenientes para desterrarlos, no bien llegada la hora de poner en práctica las recetas propuestas aparecerían las desavenencias sobre el curso a seguir. Desavenencias que, aunque se tradujeron en estridentes debates en buena parte del período, bien pronto fueron reemplazadas por la certidumbre de que las fuerzas que moldeaban a la Argentina respondían a una dinámica que estaba lejos de respetar los criterios de quienes pretendían dirigirlas y que marchaba más al paso de la economía mundial que de las ideas de sus figuras más esclarecidas. El de Sarmiento constituye en este sentido un caso ejemplar de la incompatibilidad entre la autonomía de este proceso y el éxito de los intentos de subordinarlo a criterios precisos. Lo distingue del grupo gobernante —del cual, por cierto, formaba parte— una diferente concepción de los valores que engloba la categoría de “civilización”. Porque frente al criterio dominante que ve la clave del progreso en la prosperidad material, inherente a la incorporación del país en el mercado mundial como exportador de materias primas, el de Sarmiento supone la conformación de una república en el escenario inhóspito de nuestras pampas a través del fomento del civismo de sus habitantes.

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Su identificación de la barbarie con el desierto, a la vez que producto de una forma de entender las relaciones entre Estado y sociedad, trae aparejada una forma de remediarla. Lo que podría llamarse el “programa” de Sarmiento, que para la aparición del Facundo sólo estaba en germen y que ganará en concreción a la vuelta de sus viajes a Europa y sobre todo a Estados Unidos, reposa en tres grandes pilares: educación para formar ciudadanos, fomento a la agricultura en pequeñas unidades productivas a través de la división de la tierra, y participación activa en la política. Si a través de la primera se garantiza la formación de los valores cívicos en los habitantes del país, la segunda y la tercera harán posible un efectivo ejercicio de los mismos, en una sociedad que reemplace la inevitable distancia entre los hombres que implica el sistema de la gran hacienda por una mayor cercanía entre las personas, integradas a su medio físico bajo la forma de agricultores. Lo que permitirá que exista una república allí donde hay un desierto será para Sarmiento un tipo particular de “sociabilidad” entre sus pobladores, una sociabilidad imposible de alcanzar bajo la forma de utilización del suelo dominante en las pampas argentinas, que inevitablemente desemboca en la barbarie. En Sarmiento, entonces, funciona una identificación entre desierto y campiña de pastoreo, la verdadera fuente de barbarización que ha corroído el asiento de la civilización, Buenos Aires, bajo el rosismo. Pero su esfuerzo, casi rousseauniano, de erradicación de la barbarie a partir de una acción políticoestatal por sobre la espontaneidad del desarrollo de la economía, estaba destinado a ser desoído. Porque la nación que se empieza a construir por estos años no será más que el producto de la integración de los campos argentinos en el mercado mundial, un proceso que hunde sus raíces en los tiempos del virreinato y que termina de consolidarse hacia fines del XIX, transformando al país en uno de los exportadores de productos agropecuarios más importantes del mundo. El proyecto de Sarmiento, que supone una tarea civilizadora por parte de la autoridad del Estado, se aviene mal a la irrestricta libertad que requiere la marcha de la economía bajo la expansión del capitalismo triunfante. No es casual, entonces, que la figura que ha quedado asociada al proyecto triunfante no sea la de un Sarmiento poco convencido de las bondades de este proceso, sino la de Juan Bautista Alberdi. Porque frente al programa de Sarmiento, basado en el fomento de las virtudes del ciudadano, el proyecto alberdiano, más realista, presupone al progreso como generado por la cualidad mucho más común del interés material. Y si el primero pone el acento en la dimensión política del proceso, operando el Estado como productor de “sociabilidad”, en el segundo el rol central lo tienen, a tono con las fuerzas del momento, la economía y el mercado. La incompatibilidad entre ambos proyectos puede apreciarse en la crítica que hará Alberdi de Facundo y de su autor, el por entonces presidente Sarmiento, en 1873. Más interesante que el cargo que Alberdi, enrolado en la oposición federalista, levanta contra Sarmiento de ser un nuevo Rosas, ejerciendo un poder despótico desde Buenos Aires digno de su antecesor, es la acusación que le hace de no entender la realidad del país y de invertir la ecuación Civilización-Barbarie. Porque para Alberdi, antes que ser origen de la barbarie, el campo argentino es el generador de riquezas para la nación toda, y por lo tanto el medio por el cual la civilización europea llega hasta nosotros. Mal podríamos incorporar sus productos de no ser por los frutos de la producción rural, por lo que sólo puede considerarlos asiento de la barbarie alguien que como Sarmiento entiende al proceso histórico sólo a partir del movimiento de las ideas, sin poder comprender la mucho mayor importancia que en él tienen los intereses materiales. Para poder entender a Facundo, entonces, hay que leerlo “al revés de lo que el escritor pretende”, es decir, invirtiendo los términos del par Civilización y Barbarie. Tanto la respuesta que a Sarmiento diera el presidente saliente Bartolomé Mitre, garantizándole que por sí sola la economía bien puede garantizar el progreso de la nación, sin necesidad de doctores ni sabios, como la seguridad de Alberdi de que “el buen sentido en Sud América está más cerca de la verdad palpitante, que de los libros que nos envía la Europa del siglo XIX”, y sobre todo el respaldo que daban a esas palabras los indicadores económicos, no dejan dudas acerca de cual podía ser el modelo triunfante para el país. En sus últimos días, el autor de Facundo contempla con melancolía la victoria final de un proceso del cual había

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sido voluntario protagonista y entusiasta adherente, pero cuyo resultado se parece poco a sus ilusiones de tantos años atrás. La visión de un país que articula mal los éxitos materiales con un deficiente grado de representación ciudadana no podría más que provocar, en quien había dedicado su vida a este esfuerzo, una resignada sensación de derrota, que se tradujo en una póstuma identificación con su enemigo vencido. Si Sarmiento puede escribir tres años antes de su muerte “mi sangre corre ahora confundida con la de Facundo, y no se han repelido sus corpúsculos rojos, porque eran afines”, ello es no sólo porque sabe bien que el proceso de consolidación del Estado ya es irreversible y no corre peligro alguno por parte de figuras del pasado como Quiroga, sino quizás también porque en cierta forma se ve a sí mismo tan aislado en ese proceso como el caudillo riojano en los días de Rosas. Rezagos ambos de modelos que ayudaron a fabricar, Sarmiento observa el monumento a Quiroga en la Recoleta sabiendo que muy pronto será el suyo mismo el que vendrá a hacerle compañía.

*** A pesar de los elogiosos comentarios que saludaran la aparición de Facundo, entre los exiliados argentinos el consenso que tuvo distó mucho de ser inmediato. Lo que en definitiva le permitió imponerse a las críticas que íntimamente despertaba en muchos de sus lectores fue sobre todo el haber sido favorablemente acogido en Europa. En 1845, poco después de aparecida la obra en forma de libro, Sarmiento viaja como delegado del gobierno chileno para estudiar el sistema educativo de Francia y Estados Unidos, y aprovecha la ocasión para llevar consigo varios ejemplares de Facundo que sistemáticamente pretenderá encontrar lectores. El resultado de este viaje podía predecirse cuando, al pasar por Montevideo, los elogios que recibe por parte de viajeros y navegantes europeos hacen desaparecer los no muy convencidos comentarios que por lo bajo suscitaba entre los argentinos. Una vez en Europa, tras muchos esfuerzos logra finalmente hacerse leer por el redactor de la francesa Revue des deux mondes: el extenso y obsequioso comentario que Charles de Mazade le dedicara en su revista obrará inmediatamente como mágica llave para garantizar la aceptación del libro entre la intelectualidad argentina. Tanto la insistencia de Sarmiento por ser leído por europeos como el éxito que encontrara en Francia revelan su acabado conocimiento de los mecanismos de legitimación del período y la íntima convicción en que el resultado que iba a tener no podría ser más que favorable. Un entusiasmo que se explica porque, como toda su generación, ha sido educado a partir de las lecturas provenientes de Europa, con particular predilección por las francesas, y Sarmiento ha tenido el cuidado de articular su libro alrededor de citas y referencias que aparecen a cada momento como invocaciones a una autoridad reconocida. En este sentido, que sea recibido en París como un abanderado de la causa de la civilización en estas lejanas tierras es consecuencia de la gozosa sorpresa de los críticos de la metrópoli de encontrar tan bien transplantados en un suelo que creían poco fértil los frutos de su Cultura. La lectura que hace de Mazade de Facundo equivaldría a la lectura de Sarmiento de los textos europeos, un juego de espejos en el que el reconocimiento entre lectores los hace parte de un horizonte común. La entusiasta adhesión que despierta la obra en de Mazade se explica más por ese reconocimiento mutuo que por una fundamentada convicción acerca de la justeza de su diagnóstico, siendo que toma conocimiento de la realidad sudamericana por el mismo libro que celebra. Una pieza más de esta simetría, ya que no menor es el desconocimiento del propio autor de los paisajes que tan admirablemente describe. Porque para entonces, Sarmiento no ha visto nunca la pampa, y si alguna imagen tiene de ellas es sólo la que se ha podido formar a través de los relatos de viajeros europeos. La operación de Sarmiento de aplicar el saber europeo para interpretar la realidad americana encuentra su síntesis más admirable en la “Advertencia del autor” con la que principia la obra. La anécdota personal que refiere sobre su destierro a Chile, funciona como representación de la cita de Fortoul con que se abre el libro, de la misma forma que la vida de Quiroga y la historia de la revolución argentina son la manifestación en esta parte del mundo de principios que se pueden leer condensados en las referencias que

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Sarmiento extrae de sus libros. El uso reiterado de citas y la insistencia con la que se recurre a la asimilación de la pampa argentina al desierto árabe o a las estepas asiáticas, son ejemplos de la misma operación. Sarmiento, que como dijimos no ha visto la pampa, tampoco conoce Asia si no es a través de las lecturas que ha hecho de ella, y de su utilización (de Montesquieu en más) como epítome del mal absoluto en la política: la tiranía. La seguridad en el saber que encierran los textos leídos y el optimismo sobre la utilidad de su lectura para el progreso hace de la de Sarmiento una empresa digna de su futuro como educador. La civilización viene en los libros, pero la barbarie también llega a ellos, afectando a la forma en que pueden ser incorporados en el desierto americano. Porque si el Facundo es una gigantesca traducción de lecturas europeas en los términos de las características autóctonas, esta traducción, como todas, es una infidelidad que se hace al original en provecho de las realidades propias. Ejemplo grotesco: la cita antes referida, “On ne tue point les idées”, no proviene, como Sarmiento asevera, de Fortoul, sino de Diderot. Más aún, la traducción que hace de ella: “A los hombres se degüella, a las ideas no”, muestra que incluso la erudición más afectada puede estar contaminada por esta barbarie criolla. La violencia y salvajismo de estas tierras y la distancia que media con Europa aparecen con toda su brutalidad cuando se elige traducir “tuer” por “degollar”, como cuando se asimilan las lecturas imperfectamente, atribuyendo citas erróneas o cuando se refieren obras de Shakespeare en francés. Paradojas de la barbarie americana: hasta la ostentación de que hace gala Sarmiento se ve involuntariamente colorida por su consumición de segunda mano de los productos que llegan de los centros privilegiados de producción. Si Shakespeare es leído en francés, aún más significativo es que el esquema básico en el que descansa el “sistema” de Sarmiento no proviene directamente de sus autores: Hegel es leído a través de la traducción (en más de un sentido) que de él hace Victor Cousin; Montesquieu llega por Guizot y Tocqueville; la cita que atribuye a Fortoul es leída en un epígrafe de un artículo de Didier en la Revue Encyclopédique. Reflejo de un reflejo, la obra de Sarmiento muestra rasgos que la hacen paradigmática de la formación de la élite intelectual argentina del XIX y que se hará notar no solamente en lo que hace a la influencia teórica en filosofía y política sino, con efectos más duraderos, en la génesis de nuestra literatura. Porque la francofilia y el provincialismo de las letras argentinas, que las distinguirá hasta bien entrado el siglo XX, es una marca de nacimiento que ya aparece en el Facundo. La tarea de Sarmiento de traducción del saber europeo a términos americanos se completa con una idéntica traducción en el sentido inverso: la de la realidad de estas tierras para hacerla comprensible a los ojos de Europa. La autoridad del autor descansa entonces sobre dos pilares: si es alguien que debe oficiar de representante de la civilización europea en América, es imprescindible que posea un conocimiento acabado del objeto que refiere. Representante de la “Generación del ’37”, Sarmiento respeta su consigna de “un ojo en Europa y otro en las entrañas de nuestra patria”. Así, munido de “brújula, barómetro y octante”, como un Tocqueville para América del Sud, es a él a quien corresponde asignar los conceptos universales a las realidades locales, como una bisagra articulando ambos mundos. Adjudicando las palabras a las cosas o develando los significados encerrados en los símbolos (como en la interpretación que hace del color rojo de la divisa federal), Sarmiento se empieza a construir a sí mismo como la contracara de Facundo, el verdadero héroe de la Civilización. La estrategia de Sarmiento, como se ve, está en ubicarse en el centro de un esquema que hace del manejo del saber autorizado un factor esencial de la autoridad. El lugar que el autor se asigna en dicho esquema es, como ilustra la anécdota de la “Advertencia...”¸ el de alguien que escribe en francés en una pared de San Juan, y por lo tanto no puede ser comprendido por quienes no manejan ese idioma. Un gigantesco esfuerzo de apropiamiento personal de los textos a través del cual conforma una legitimidad que avala el lugar que como hombre de letras cree merecer. Es un movimiento en el que la autoafirmación del autor es central y que explica la trabajosa construcción de su figura que emprende, particularmente en Recuerdos de Provincia, especie de contracara de Facundo, en la que el héroe, el propio Sarmiento,

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demuestra de qué forma es posible aún en la barbarie sudamericana incorporar el saber letrado que viene de Europa. El que no mucho después empezaría a ser llamado “Doctor Yo” por este indisimulado protagonismo central que en sus obras e intervenciones públicas se otorgará a sí mismo, compone un linaje que se basa en la cualidad más preciada por su autor: el patrimonio del conocimiento. Antes que el propio Sarmiento, el principal favorecido por este esquema fue el régimen gobernante que se consolidará en Argentina después de Caseros. Porque si algo fue funcional para quienes se darán la tarea de guiar los destinos de la nueva nación es justamente la legitimación que les brindaba el texto sarmientino a quienes pretendían conservar el monopolio del poder, volviendo natural que la distancia que media entre los que saben y los que ignoran, implique que los primeros ocupen el lugar de privilegio que su mayor capacidad les garantiza. La clase política criolla, convencida de su superioridad, traducirá así la entusiasta lectura de Facundo en justificación de un poder que no pensaban resignar, en una apropiación que permite entender mejor la permanencia del libro en un sitio de honor una vez superados los años fundacionales que lo vieron nacer.

*** Como ya se dijo, el que sería el último libro de Sarmiento, Conflictos y armonías de razas en América, tiene según su autor la intención manifiesta ser “el Facundo llegado a la vejez”. Contrastando con el tono que marcaba la versión juvenil de la obra, de confianza inquebrantable en la superación de la barbarie por parte de una civilización en constante avance, la amarga incertidumbre que se revela en su interrogante inicial, revela la supervivencia de un problema que si no se consideraba cuarenta años antes era porque se lo suponía resuelto de antemano: “¿Somos nación?”. Una pregunta habitual de esos años, en los que el desconcierto por los efectos de la etapa que acaba de cerrarse impregna gran parte de la literatura del período. En ella, la sensibilidad ofendida por el espectáculo de la inmigración europea —que se parece poco a la portadora de civilización que se esperaba— va unida a la evocación nostálgica de un pasado perdido como resultado no deseado del proceso de integración al concierto mundial. Signo de los tiempos, la necesidad de vigorizar el espíritu nacional amenazado ante la invasión migratoria se traducirá en un redescubrimiento del interior como depositario de una tradición propia ahora en peligro. La conformación, a través de la literatura gauchesca, de una figura mítica que concentra los rasgos más puros del argentino, no es más que la forma más acabada en que se reflejará este movimiento romántico de invención de la tradición. La rehabilitación tardía de la hispanidad, la reivindicación del interior como la sede de nuestra nacionalidad y la apelación a la esencia noble y pura del gaucho que tiñen gran parte de la producción literaria de los años que siguen a la crisis financiera de 1890, y su correlato de una visión del cosmopolitismo porteño y del extranjero como riesgos para la integridad moral de la nación, nos remiten nuevamente al esquema del romanticismo europeo, sólo que ahora la valoración de sus polos ha sufrido una inversión radical. Lejos de estar asociada a una barbarie digna sólo de ser extirpada lo más rápidamente posible, nuestra kultur será una singularidad propia que se intenta defender frente a los valores extraños que la amenazan, y que se identifican con una civilización que ahora ha perdido su connotación unívocamente positiva. Característicamente, la mirada volcada al extranjero deja de ser sinónimo de espíritus cultivados para convertirse en señal de desapego por las raíces propias. Propia de estos años, entonces, será una lectura ambigua que, aunque no puede dejar de reconocer el lugar central del Facundo en el panteón nacional de nuestra literatura, ensaya una impugnación de algunos de sus postulados en nombre de esa tradición que se empieza a valorar positivamente. El precio que habrá de pagarse por armonizar el nuevo clima de ideas con la prédica sarmientina será el de la neutralización de sus contenidos. Así va cobrando forma la consagración que se hará de Sarmiento hacia el Centenario de la independencia (que coincide con el de su natalicio): desactivado el conflicto que fuera su razón de ser

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original por la victoria inapelable de uno de sus polos, el texto ahora puede ser vaciado de significación y reducido a pieza literaria. El romanticismo de Facundo será privilegiado por sobre la oposición entre Civilización de las ciudades y Barbarie del interior, y es bajo esta forma que quedará inmortalizado en el campo de la literatura. Este doble movimiento, que a la vez que construye el mito de Sarmiento destruye los postulados de su obra, alcanza su mayor expresión en Leopoldo Lugones y, más adelante, en Ricardo Rojas. Descubriendo una afinidad profunda entre el autor y Facundo Quiroga, Rojas realiza una lectura en la que las (erróneas) ideas de Sarmiento quedan desplazadas por su genialidad como artista que logra expresar “la emoción profunda de tierra nativa”. En Lugones, el afán de ubicar a un Facundo ahora inocuo entre las obras magnas que conforman la literatura que refleja al espíritu argentino, permite que se lo pueda ubicar en vecindad con el que él mismo iba más tarde a consagrar como texto capital de la Argentina: el Martín Fierro. Despojado de sus aristas polémicas, en un país que ya ha realizado con éxito el camino de la barbarie a la civilización, Facundo puede ahora descansar al lado de una obra que inmortaliza al gaucho salvaje reacio a la autoridad. Que haya sido esta última la que recibiera la consagración de libro patrio y no la de quien Rojas bautizara como “profeta de la pampa”, habla elocuentemente de cuáles eran las cuestiones que la hora veía como más urgentes y de cuál era el cemento necesario para edificar nuestra nacionalidad. Cincuenta años después, en la opinión de quienes, como Borges, veían aún en pie el dilema formulado en Facundo, no cabían dudas sobre lo desacertado de la elección: “si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor”.

*** El régimen dominante en la Argentina de comienzos de siglo realizó una apropiación del Facundo que, una vez desactivado en sus contenidos polemistas, seguía resultando útil como factor de legitimación de su monopolio del poder. Cuando los principios en los que ese monopolio descansaba comenzaron a resquebrajarse, la recusación al sistema de gobierno trajo aparejada una consecuente impugnación del esquema sarmientino, apoyada en una identificación entre su contenido y la ahora rechazada casta gobernante. Los años que siguen a la I Guerra Mundial (y con más fuerza los de la década del ’30) son testigos de la erosión de la fe en la validez universal de los principios del liberalismo político en los que descansaba el ordenamiento político argentino, que se traducirá en una progresiva denuncia que va a encontrar en el texto de Sarmiento una condensación ejemplar de los males que aquejan a la nación. La forma más acabada que presentará esta recusación será la del llamado revisionismo histórico, que pretenderá justamente revisar la historia argentina para encontrar en ella las raíces ocultas de los problemas presentes. Las impugnaciones que se harán al proceso que desembocó en la Argentina en crisis de los ’30 serán ahora frontales, profundizando en el tema de la nacionalidad amenazada por una integración demasiado estrecha con el exterior y apelando al recuerdo de un pasado histórico dorado que ha quedado sepultado por la acción del grupo gobernante que ahora es caracterizado como “oligarquía”. Bajo este concepto se englobaba tanto al régimen resultante de Caseros como a todos los valores a los que se lo veía asociado, en una recusación en bloque que unía la reivindicación de figuras del pasado —en particular, la de Rosas— con la repulsa del liberalismo político (y que, por tanto, solía ir de la mano de una reivindicación de los movimientos políticos antiliberales de la época, como el fascismo italiano o el falangismo español). En los años que corren entre la firma del tratado comercial con Inglaterra de 1934 y la revolución nacionalista de 1943 toda una serie de textos reconstruyen una imagen del pasado histórico a partir de un esquema en el que, al entreguismo y extranjerización que siguen al modelo liberal, se oponen la defensa de la nacionalidad que tendrá su garante en Rosas, y para el cual el esquema Civilización-Barbarie en que se sostenía ese modelo se revela como la gran impostura que recubre tal entrega. Así, en forma similar a la

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lectura que en su momento hiciera Alberdi, el principio sarmientino de Civilización vs. Barbarie como esquema explicador de la realidad nacional será invertido, asimilando la civilización a la tradición nacional y la barbarie a la destrucción de la misma por el régimen extranjerizante con asiento en Buenos Aires, ya que, como señalara una de las figuras más destacadas del revisionismo, etimológicamente “barbarie viene de bárbaros, extranjeros”. El revisionismo sólo fue el primero en sacar a Facundo del panteón literario en que se lo había colocado: muy pronto otras lecturas también sostendrán la vigencia del paradigma sarmientino para interpretar la realidad. Con la irrupción del peronismo en la escena política y social cobrará nueva vida la vieja oposición entre Civilización y Barbarie que había sido demasiado apresuradamente —según parece ahora—clausurada por los hombres de la Generación del ’80. La opinión de Jorge Luis Borges, representativa de los herederos de esos años de la tradición liberal, será por lo tanto que “la disyuntiva no ha cambiado”, y que en un país donde “la barbarie no sólo está en el campo sino en la plebe de las grandes ciudades y el demagogo cumple la función del antiguo caudillo”, Facundo sigue siendo la mejor historia argentina. Y para quienes como Martínez Estrada ven ante sus ojos una reedición del mismo dilema fundacional de hacía un siglo, el reconocimiento de la actualidad del principio agonístico entre Civilización y Barbarie se traduce en una desencantada lucidez que no considera posible resolverla jamás, inscripta como está en la naturaleza de las cosas. La utilidad del texto como metáfora explicativa que contiene los elementos de la esencial disyuntiva argentina fue entonces reactivada por la crisis del liberalismo político y la aparición del peronismo —tanto por parte de quienes impugnaban al texto como heraldo de la ahora desterrada oligarquía como por quienes lo veían como diagnóstico y explicación de males lamentablemente demasiado actuales—. Una prueba más de la, al parecer, inagotable serie de reactualizaciones del Facundo está, más próxima en el tiempo, en las lecturas que genera en la Argentina posterior a los años sangrientos que marcaron a las últimas generaciones. Así es como no ha dejado de señalarse la funcionalidad que tiene, para una tarea de exterminio masivo como la llevada a cabo por el Proceso militar, un esquema como el de Sarmiento, en el que la imposición de la Civilización llega a justificar el precio de la destrucción del bárbaro “irrecuperable”. Inversamente, en la obra de ficción que más representa a la alucinada Argentina que emerge de esos años de terror, Respiración artificial, la pregunta sobre la posibilidad de una explicación que logre traducir el horror recién finalizado es formulada, nuevamente, en los términos sarmientinos: “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”.

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¿Cómo volver a leer el Facundo? Al considerar tanto la forma en que fue construida la tradición de la cual es parte, como la distinta valoración que ha merecido ante las cambiantes alternativas por las que ha pasado el país, si algo queda claro es que, como todo texto, Facundo hace tiempo que dejó de pertenecerle a su autor, y sólo puede responder a las lecturas que recurrentemente se vuelven a hacer. Como la historia, estas lecturas son interminables. Quizás, entonces, estemos condenados a volver a leerlo una y otra vez. Seguramente, no será esta una condena que debamos lamentar.

Daniel Sazbón

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BIBLIOGRAFIA RECOMENDADA

La siguiente es una bibliografía básica recomendada sobre los temas tratados en esta presentación:

Juan Bautista Alberdi, Facundo y su biógrafo, Tucumán, Ediciones del Signo, 1968. Carlos Altamirano, “El orientalismo y la idea del despotismo en Facundo”, en Lelia Area y Mabel Moraña (comps.) La imaginación histórica en el siglo XIX, UNR Editora, Rosario, 1994. Jorge Luis Borges, Prólogos, Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1975 (contiene, entre otros, los prólogos a Recuerdos de provincia y Facundo). Natalio Botana, La tradición republicana, Sudamericana, Buenos Aires, 1984; Tulio Halperín Donghi (comp. y prólogo), Proyecto y construcción de una nación. Argentina 1846-1880, Biblioteca Ayacucho, Caracas, Venezuela, 1980 Tulio Halperín Donghi, Ensayos de historiografía, El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1996. Noé Jitrik, Muerte y resurrección de Facundo, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1983. Celina Lacay, Sarmiento. Su influencia en la formación de la ideología de la clase dominante, Contrapunto, Buenos Aires, 1986. Alberto Palcos (ed.): Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Ediciones Culturales Argentinas, Ministerio de Educación y Justicia, Buenos Aires, 1961, (contiene las “Notas” de Alsina y los juicios de diarios y revistas de la época). Elías Palti, “Argentina en el espejo: el ‘pretexto’ Sarmiento”, en Prismas, Universidad Nacional de Quilmes, nº 1, Buenos Aires, 1997. Ricardo Piglia, “Notas sobre Facundo”, en Punto de Vista, año 3, nº 8, marzo/junio 1980. José Sazbón, “La representación de la historia en Facundo”, en Anuario, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, nº 16, Rosario, 1993-94. Diane Sorensen Goodrich, Facundo and the construction of argentine culture, University of Texas Press, Austin, 1996. Paul Verdevoye, Domingo Faustino Sarmiento, éducateur et publiciste (entre 1839 et 1852), Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, París, 1963.

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