¿Reforma constitucional o poder constituyente?

June 19, 2017 | Autor: I. Gutiérrez Guti... | Categoria: Derecho constitucional, Constitucionalismo
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Oportunidades, ventajas y problemas para un momento constituyente Ignacio Gutiérrez Gutiérrez Jueves 19 de noviembre

¿Reforma constitucional o proceso constituyente? Hacia una nueva identidad democrática IV Seminario Derecho y Memoria Histórica Grupo de Investigación sobre el Derecho y la Justicia Dirección: Rafael Escudero Alday Universidad Carlos III de Madrid 19/20 de noviembre de 2015, Campus de Getafe Primera sesión: Oportunidades, ventajas y problemas para un momento constituyente. Isabel Lifante, Ignacio Gutiérrez, Sebastián Martín, Ariel Jerez, Rafael Escudero Segunda sesión: Contenidos para una nueva identidad democrática. Adoración Guamán, José María Sauca, Mar Esquembre, Ricardo Cueva, Yolanda Gómez Tercera sesión: La Transición, ayer y hoy. Manuel Atienza, Bartolomé Clavero, José Ignacio Lacasta, Alfonso Ruiz Miguel, María José Fariñas Cuarta sesión: Presentación y defensa de comunicaciones.

I. Planteamiento (2) En el contexto del seminario, parece clara la correspondencia entre la tercera sesión y el hilo conductor de la serie: IV Seminario Derecho y Memoria Histórica -- La Transición, ayer y hoy. La segunda sesión se centra en la segunda parte de la rúbrica de este seminario: Hacia una nueva identidad democrática -- Contenidos para una nueva identidad democrática. Así pues, en esta primera sesión, Oportunidades, ventajas y problemas para un momento constituyente, nos tocaría afrontar la pregunta inicial: ¿Reforma constitucional o proceso constituyente? Podría parecer que los organizadores nos dan ya una orientación para la respuesta, quizá temerosos de que pudiéramos deslizarnos hacia la opción errónea. Si la pregunta reza ¿Reforma constitucional o proceso constituyente?, pero se da por sentada la existencia de un momento constituyente, parece consecuente desechar la mera reforma como respuesta inadecuada a la situación. A un momento constituyente se corresponde, casi necesariamente, un proceso constituyente. La referencia a las ventajas evoca aún la posibilidad de optar, aunque solo en la medida en que se le opusieran algunos inconvenientes; pero lo cierto es que, si la situación está ya definida como constituyente, parecería más pertinente centrarse directamente en las oportunidades y los problemas, quizá no se haya querido hablar abiertamente de los riesgos, del correspondiente proceso. Un proceso que, cerrando el círculo, seguramente corresponde desarrollar a un

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nuevo sujeto, dotado de una nueva identidad (naturalmente democrática), y teniendo como referencia histórica la experiencia de la Transición. Mi intervención intentará, sobre todo, precisar lo que muy convencionalmente podría entenderse como “momento constituyente”; a fin de cuentas, todo descansa sobre la suposición de que nos encontramos en uno.

II. El caos originario (3) Todo está, de alguna forma, constituido. Dotarse de alguna constitución es, pues, inevitable cuando existe conciencia de que se carece de ella. Pero solo entonces, solo en ese caso. No en cualquier momento se puede hacer una Constitución nueva: sólo en el llamado “momento constituyente”. El poder sobre la organización, el poder de dar a una organización política su constitución, se agota con su ejercicio y desaparece: tras él queda la organización constituida. La pura inercia y, sobre todo, la justificada pretensión de estabilidad del Derecho vigente conducen a la perdurabilidad de las constituciones. Esa es la razón de fondo, y no otra, por la que las reformas necesitan justificarse frente a la mera pasividad, y por la que la ruptura necesita doble justificación, frente a la pasividad y frente a la mera reforma. El sistema jurídico, en efecto, defiende su inercia, su estabilidad, abriendo vías controlada de adaptación a las circunstancias externas, procedimientos juridificados de reforma. Y, en el mundo del Derecho, es tan intensa la pulsión de la continuidad que se impone incluso para dar cabida a los tiempos nuevos: la nueva constitución se presentará a menudo como hija, más o menos deforme, de la anterior. La evolución no continua, sino por saltos, también se presenta como reforma y no ruptura. No debemos olvidar, en este sentido, la experiencia de la Transición, con la Ley de Reforma Política como octava Ley Fundamental y el célebre lema de Don Torcuato: “de la ley a la ley, pasando por la ley” (Don Torcuato, no lo olviden, no es lo mismo que Don Tancredo…). Así pues, el momento constituyente es, necesariamente, hijo del caos. Para dar paso a un momento constituyente, se ha visto muy bien en algunos discursos, hace falta partir de un “momento destituyente”; dicho en términos tradicionales, de una revolución. Una Constitución solo puede hacerse cuando no hay ninguna en presencia, cuando las ataduras de la Constitución pasada han sido deshechas y dicha Constitución ya no está vigente. En ese sentido, buena parte del discurso sobre el momento constituyente tiene pretensiones de enunciado perfomativo. El Derecho es, en realidad, una compleja red social de comunicación, en la que los textos normativos operan entretanto son recreados por instituciones, profesionales y ciudadanos; conscientes de ello, la introducción de un determinado elemento en el discurso pretende condicionar la vigencia efectiva de una norma una situación dada. También el espacio político es un espacio compartido, sobre el que todos tenemos conocimiento e influencia: viviendo en él, le damos forma.

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En este contexto procede una confesión: también a mí me gustaría que estuviéramos en un momento constituyente. Pero, precisamente en este contexto académico, evitaré impostar mi propio criterio como expresión de una necesidad histórica que se correspondería a la vez con un supuesto interés general y con la voluntad subyacente de las mayorías. No me engaño, no nos engañemos (4): la decisión acerca de la necesidad de hacer una Constitución y sobre los contenidos de la misma no corresponde a los expertos, sino a los ciudadanos; y, por mi parte, una cierta pasión de historiador me obliga a dar preferencia a la perspectiva del observador sobre la del partícipe. Pese a la undécima tesis marxiana sobre Feuerbach, comprender para transformar no puede conducir a una plena tecnificación del saber y al predominio del voluntarismo, a un empeño en transformar que empañe la capacidad de comprender; pues entonces se fracasará doblemente, con la incapacidad para comprender y la ineficacia para transformar, como ciencia y como técnica. No hay estudio del martillo, por profundamente crítico que resulte, que lo haga funcionar como una hoz. Lo primero que debería plantearse, por tanto, es la verosimilitud de dicho discurso en el contexto que le es propio; el propio Austin se refería a los criterios que debía reunir el acto de habla perfomativo para producir su eficacia propia. La celebérrima declaración catalana de desconexión con el Estado ofrece un buen campo de análisis. ¿Está ya el sistema político, de verdad, “destituido”?

III. La deslegitimación La respuesta suele desplazarse hacia un terreno parcialmente distinto: el de la legitimidad del orden vigente. Y aquí conviene establecer una distinción. El Estado de Derecho sustituye el gobierno de los hombres por el de las leyes; pero también sobre ellas se proyecta la diferenciación clásica entre legitimidad de origen y de ejercicio, que evoca magnitudes complementarias. La legitimidad es una construcción social compleja, no hay fórmula matemática capaz de expresar anticipadamente las dosis necesarias de una y otra para que un régimen reciba legitimidad en la medida adecuada, o conveniente, o quizá solo imprescindible para persistir. Ambas categorías se apoyan y se retroalimentan: el ejercicio del poder, en particular, opera sobre la memoria de sus orígenes, mitificándolos por su éxito o denigrándolos como preludio que ya permitía adivinar los motivos de la tiranía… A) De la religión civil a la indignación (5) Comencemos por la legitimidad de ejercicio. Parece generalizada la frustración de las expectativas asociadas a la idea de Constitución y, más en concreto, al proyecto constitucional de 1978. Porque sí que las hubo; aunque la transición no fuera modélica. La Constitución de 1978 encarnó durante años un valor positivo: en ella se condensaban actitudes generosas (consenso) que habían permitido salir de la dictadura y de la incertidumbre que la sucedió (transición), con ella se garantizaban normativamente los derechos de los ciudadanos y las instituciones de la democracia, desde ella se abría un tiempo de esperanza para el desarrollo de la convivencia. En 1987, Antonio López Pina, con un tono que ya empezaba a resultar crítico, seguía proponiendo la Constitución

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como proyecto de “religión civil” para los españoles; se trataba de una idea, tomada de El Contrato Social de Rousseau, que había cuajado en los Estados Unidos, y que cabía interpretar en sintonía con la noción de “patriotismo constitucional” propuesta en 1979 Dolf Sternberger y que en 1986 comenzó a popularizar Jürgen Habermas. Aún durante bastante más tiempo, la exigencia de que se cumpliera la Constitución supuso asumirla como criterio válido para orientar la acción política; las críticas no se proyectaban sobre el marco de la acción pública, sin duda perfectible, sino sobre la acción misma. Pero la transición y la Constitución de 1978 habían fijado apenas los actores de la trama ulterior; el guión lo fueron construyendo esos actores con amplia libertad. Por ejemplo, la Constitución preveía barreras que a veces se sobrepasaron ampliamente, y también proponía desarrollos que no fueron emprendidos o que han terminado por abandonarse. Se ha producido además una instrumentalización del marco al servicio de la acción, que ha llevado a la convicción de que un cambio profundo de la acción política exige igualmente la sustitución de su marco constitucional. Tal instrumentalización se hace particularmente visible con la permanente invocación partidista de la Constitución en las disputas sobre la distribución territorial del poder, una cuestión que la propia Constitución había dejado deliberadamente abierta; pero se proyecta hacia otros ámbitos, por ejemplo con la idea del constitucionalismo militante que inspiró la reforma de la Ley de Partidos en 2002 o con la reforma del art. 135 de la Constitución en verano de 2011. En definitiva: en casi cuarenta años de régimen constitucional no se ha consolidado la vigencia de los principios más elementales en los que debe basarse un orden legítimo: la libertad frente a los poderes públicos y también frente a los poderes sociales, especialmente económicos; la igualdad ante la ley y también en el disfrute de las condiciones materiales básicas que permiten asegurar una existencia digna; la participación efectiva de los ciudadanos en los asuntos públicos, que va más allá de la posibilidad de seleccionar a los que deben dirigirlos entre una oferta restringida por el oligopolio de los partidos. La credibilidad del texto constitucional parece reducida al mero nominalismo: derechos sin garantías, instituciones sin poder, democracia sin alternativas. La indignación aparece, así, como una réplica simétrica al fracaso de la promesa de dignidad que encerraba la Constitución (6). A bis) … dentro de la Constitución Ahora bien: el movimiento indignado y todo lo que ha surgido a partir de él ponen de manifiesto, por paradójico que pueda resultar, que ha quebrado el valor simbólico de la Constitución, pero también que ésta podría seguir siendo, en realidad, un instrumento útil y suficientemente dúctil. En efecto, se ha reactivado la participación a través del ejercicio de ciertos derechos fundamentales reconocidos por la Constitución: hablamos de las masivas convocatorias del 15-M, del toma la plaza o el rodea el Congreso, de las reuniones, concentraciones, manifestaciones y mareas, de los escraches y las huelgas, del ejercicio masivo del derecho de petición a través de plataformas sociales. Se apela a la democracia directa en las formas que recoge la Constitución, con propuestas de que se celebren referendos no sólo para la autodeterminación territorial, sino también para convalidar la política

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económica del Gobierno, y también con iniciativas legislativas populares, la más célebre de ellas por parte de la Plataforma anti-desahucios, o incluso proposiciones de reforma de la Constitución, por ejemplo desde el parlamento asturiano. Esa activación social se ha organizado y se ha dotado de instrumentos de acción, incluso creando en internet instrumentos alternativos de información que sustituyen a la prensa convencional, muy afectada por la crisis económica. Y se va generando, finalmente, una cierta institucionalización política: porque también los nuevos actores necesitan y buscan una cierta representación. Nuevos partidos, en fin, se presentan a las elecciones, obtienen representación, ejercen poder municipal, deciden gobiernos y políticas autonómicas… Todo ello resulta no ya admisible, sino plenamente conforme con el orden constitucional vigente. La Constitución era el objeto de la indignación, pero el Derecho constitucional ofrecía cauces idóneos para la manifestación y articulación del movimiento indignado. ¿En qué sentido cabe hablar, pues, de una pérdida de funcionalidad de la Constitución que nos aboca a un momento constituyente? Me parece arriesgado simplificar este complejo contexto para hablar simplemente de caos originario, de una informe masa social y política que siente la necesidad de constituirse, de nuevas fuerzas hegemónicas situadas al margen del sistema y cuya integración en el mismo exija reconfigurarlo por completo, como en su momento ocurrió con las burguesías que se negaron a pagar impuestos si carecían de representación o con los proletarios que rechazaron participar en guerras decididas al margen de su voluntad. Hay, sin duda, muchos cambios en el horizonte. Pero no estamos hoy ante un régimen en escombros. B) El mito del poder constituyente El ejercicio del poder debe ser, en registro historicista, justo y benéfico; o, en la terminología actual, adecuado a los postulados del Estado social de Derecho. Pero también ha de ser democrático en su origen (7). La ley, sin embargo, no es legítima por razón del sujeto que la aprobó, sino porque es mantenida por quien tiene el poder de cambiarla: el legislador democrático legitima, con su presencia potencial, las leyes de la dictadura que puedan pervivir, del mismo modo que el dictador pervertía las leyes democráticas que mantuvo. Lo mismo ocurre con la Constitución: no es democrática por quién la hizo, sino porque se puede cambiar. Volveremos sobre ello. Es cierto, en cualquier caso, que no la hizo el pueblo: eso no tiene sentido discutirlo. Pero no es menos cierto que el pueblo nunca hace las constituciones. No es, desde luego, autor de la Constitución de 1978; tampoco de la Constitución alemana de 1949, aún vigente y dotada allí de la máxima legitimidad, que fue en buena medida impuesta por las fuerzas de ocupación aliadas. Más en general, la aprobación de la Constitución, un texto siempre complejo y prolijo, nunca es en democracia un acto de voluntad simple emanado de un sujeto homogéneo, sino el resultado de un proceso más o menos dilatado en el tiempo, que en concreto puede haber sido articulado de modos muy diferentes, en el que en todo caso intervienen multitud de grupos interesados en que la Constitución preserve sus particulares expectativas y en que recoja sus ideas fundamentales. El pueblo “se compone de un conjunto de grupos con intereses propios y distintos, o contradictorios”, decía José Juan González Encinar, y “el poder constituyente lo ejercen

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las fuerzas políticas representativas de las distintas aspiraciones e intereses”; “el poder «real» para hacer la Constitución corresponde a los partidos”, resumía de forma provocativa. El pueblo en cuanto poder constituyente se presenta, pues, como un mito. Pero su desmitificación tampoco anula el valor de la Constitución: que una Constitución no haya sido creada en condiciones democráticas no implica que no vaya a ser capaz de cumplir sus funciones. Los males actuales no derivan, en definitiva, de un pecado original, cometido por nuestros padres en un momento más o menos remoto y que nos habría conducido hasta la situación presente de modo casi inevitable, sin responsabilidad significativa de las generaciones que se han ido sucediendo en los últimos cuarenta años. Este argumento determinista invita a suponer que todos los problemas se podrían superar mediante un nuevo comienzo virginal: con una verdadera actuación del poder constituyente del pueblo, el único capaz de aprobar una Constitución legítima (8). Ahora bien: este es un poder que, como hemos dicho, en realidad no existe. Es correcto constatar que el pasado no se corresponde con el mito; pero ello no debería conducirnos al ensueño de su advenimiento futuro. Demos por supuesto, por ejemplo, que tras las elecciones del próximo mes nos quedamos efectivamente sin Constitución: nada se puede excluir en estos tiempos de incertidumbre. ¿Surge acaso un poder nuevo y sin ataduras? ¡Si incluso el caos se somete a sus propias leyes! El nuevo poder, eso sí, estará necesitado de estabilización; del caos destituyente surgiría, en un momento lógico posterior, un proceso constituyente mediante el que las nuevas fuerzas hegemónicas procurarían estabilizar su poder, precisamente a través del Derecho. El poder constituyente tampoco residiría entonces en el pueblo, sino en esas fuerzas nuevas, cuya combinación con las anteriores solo puede decidirse atendiendo a su peso frente a las anteriores (9). Y ahora, liberados del mito, podemos expulsarlo también del ámbito de la mera reforma. La legitimidad democrática de una Constitución, decíamos, procede de quien está en condiciones de cambiarla. La Constitución pretende la regulación exhaustiva del poder público, y en esa misma medida también procura la reducción del principio democrático a procedimientos debidamente ordenados y garantizados. La soberanía popular pervive, pero en formas jurídicas. Desde el punto de vista democrático, un proceso constituyente al margen de la Constitución solo cabe en la medida en que se considere que la propia Constitución, en las disposiciones sobre su reforma, no garantiza debidamente el respeto a los principios democráticos, incluido el que impone su propia apertura al tiempo: pues, efectivamente, no cabe que las generaciones muertas sometan a las vivas a principios que éstas no puedan cambiar democráticamente. Pero ello no debe confundirse con una reforma a disposición “del pueblo”, que no existe, sino que basta simplemente con una reforma accesible a unas mayorías suficientemente significativas. Y eso en España se da: incluso sabemos que la reforma ha sido, en ocasiones, extremadamente sencilla. Por lo demás: cualquier proceso constituyente ulterior tendrá que sujetarse a algunas reglas, y no cabe pensar que vayan a ser “más democráticas” por el simple hecho de que se alejen de las disposiciones constitucionales sobre la reforma. La legitimidad de este

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“otro” procedimiento constituyente exige que en él se garantice efectivamente el respeto a los postulados básicos de la democracia, entre los que está la sujeción a un procedimiento preestablecido y a las garantías contenidas en él para las minorías y para el ciudadano. Ni siquiera se puede entender que sean siempre antidemocráticas las denominadas cláusulas de intangibilidad, los límites jurídicos que algunas Constituciones establecen para impedir que la reforma afecte a principios de especial valor (por ejemplo, cuando la Ley Fundamental de Bonn prohíbe expresamente la reforma de la configuración de Alemania como Estado social, federal y democrático de Derecho). En rigor, con frecuencia se limitan a consagrar principios que todo poder constituyente democrático debería respetar. Incluso ante la inexistencia de estas cláusulas de intangibilidad en una Constitución, podría considerarse que existen unos límites implícitos de la reforma, y que son, a la vez, límites implícitos a la actuación del propio del poder constituyente, si es que de verdad quiere aprobar una Constitución.

IV. Oportunidades y límites No creo correcto, pues, definir la situación actual como momento constituyente a partir de una supuesta quiebra de la “legitimidad de ejercicio” de la Constitución o del desvelamiento de su ilegitimidad de origen. Conviene localizar los problemas con mayor precisión. Los contenidos de la Constitución actual son, en sustancia, aceptables. Lo explicaba muy bien Isaac Rosa hace unos días. Por supuesto que caben muchas mejoras (10). Pero quizá no sea necesario, y sobre todo no es posible, reinventar el Estado de Derecho, ni la democracia, ni siquiera el Estado social. Y, sobre todo, quizá las mayorías no estén dispuestas a hacerlo, con el objetivo de recuperar un ensueño de soberanía al margen del capitalismo financiero internacional, también por tanto fuera de Europa, que nos llevaría a un lugar donde yo, sin duda, querría estar, pero que me temo que hoy solo Jorge Riechmann y algunos pocos más osan defender públicamente: el de una sociedad conforme a pautas decrecentistas, pobre e igualitaria. Para llegar hasta ahí sí que necesitaríamos pasar por el caos. Yo tengo, al respecto, mi propia receta: abrir las fronteras (11). Pero me temo que peca de inverosímil… Mientras nos mantengamos, pues, en la pretensión de lograr la realización del Estado social y democrático de Derecho que ya nos prometíamos con la Constitución de 1978, hemos de reconocer que los problemas han estado, fundamentalmente, en su pérdida de fuerza normativa. Pensemos solo en el muy reducido número de declaraciones de inconstitucionalidad de leyes estatales por violación de los derechos fundamentales, cuando la relevancia de la jurisdicción constitucional reside en su capacidad de poner freno al legislador mediante la garantía de los derechos. ¿Cómo actuar frente a tal pérdida de normatividad? No, desde luego, desde la simple mayoría. Un poder constituyente por mayoría simple socaba las bases de la normatividad constitucional, pues toda mayoría ulterior podría arrogarse la misma legitimidad para cambiarlos (12). Pero ello tampoco significa que sea necesario el consenso absoluto: si la nueva Constitución encarna en medida suficiente una nueva hegemonía, padecerá más quien quede al margen de ella: lo entendió muy bien Fraga cuando votó a favor de la Constitución en 1978. Por eso, considero que una reforma sería viable si los partidos

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que pretenden su bloqueo, muy particularmente el PP, se mantienen alejados de la minoría de dos quintos, 140 diputados, que les permitiría impedir cualquier avance. Y, en esa misma línea, el reto fundamental es dar una estructura radicalmente distinta al Tribunal Constitucional, en su composición, organización y competencias. Mis ideas al respecto resultan aquí irrelevantes Se dice, sin embargo, que la Constitución no se reduce a contenidos y fuerza normativa; también importa su valor simbólico; que el viejo símbolo está deteriorado y deberíamos empeñarnos en elevar uno nuevo, para lo que sería necesario invocar al poder constituyente... Lo cierto es, sin embargo, que su invocación acrítica olvida lo compleja que resulta siempre la construcción histórica de los relatos legitimadores, las paradojas que a veces encierra. Y, sobre todo, la Constitución, nueva o renovada, no podrá responder ya a las viejas pretensiones del modelo clásico. El mencionado valor simbólico va ligado a una pretensión de normatividad, estabilidad y exhaustividad que hoy parece irrazonable, especialmente ante la tendencial superación del Estado como marco de referencia en el contexto de la globalización. La acción política se desenvuelve en múltiples planos, que en su conjunto determinan un espacio de casi infinitas dimensiones, a veces tangentes o secantes, a veces ajenas entre sí. Frente a la polis, constreñido al ágora o la plaza pública, o incluso frente a los Estados nacionales, reducido al ámbito de la Corte y del Parlamento, hoy, en tiempos de complejidad y de fragmentación, vivimos en un espacio político tan abigarrado que resulta ajeno a nuestra intuición (13). Por eso, la frustración de las expectativas abiertas por una Constitución, en singular y con mayúscula, está garantizada de antemano. Y, sin embargo, ello es compatible con unas prestaciones no despreciables del Derecho constitucional: un Derecho que, dejando al margen las grandes promesas, ofrece garantías singulares en un espacio multicultural y global, crítico y fragmentario, que se las ha ofrecido incluso a los movimientos indignados. Ante la desestructuración de la población (demos) en multitud de conflictos y conciencias y del poder (cratos) en innumerables escalas y formas, el rugido autoritario del soberano y el mito del poder constituyente quizá deban ser sustituidos por el juego, curioso, cuidadoso y responsable, con las decisiones concretas (14).

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