Respuesta a Marta Serra: El psicoanálisis como ética no-toda

June 3, 2017 | Autor: Andrés Armengol | Categoria: Ethics, Jacques Lacan, Lacanian psychoanalysis
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Respuesta a Marta Serra: El psicoanálisis como ética no-toda
Plantear una jornada acerca del cuerpo, de la verdad y de la escritura conlleva abordar tres ejes centrales de todo el corpus lacaniano, tanto en su vertiente teórica como de praxis clínica. En lo que concierne al primero de ellos, tal y como lo plantea Marta Serra, el encuentro del psicoanálisis con el cuerpo como síntoma se produjo desde los inicios de la clínica psicoanalítica a partir de una de las neurosis más peculiares, esto es, la histeria. En este sentido, resiguiendo lo anteriormente expuesto, en el psicoanálisis, especialmente en su acepción lacaniana, se pone de manifiesto el quiasmo existente entre cuerpo y organismo. ¿Por qué sería lícito sostener que en la histeria se trata del goce que compromete al cuerpo, el cual excede la vertiente orgánica? Al tratar de responder a dicha pregunta, no puede dejarse de lado – tal y como lo sugiere Serra en su texto – que el sujeto, en tanto que sujeto barrado del inconsciente, tiene un cuerpo gracias al efecto del significante, el cual viene dado por el Otro. De este modo, el ser hablante puede conformarse un cuerpo gracias al efecto del lenguaje y sus leyes significantes sobre el organismo vivo, cuestión que conlleva la impronta de un exceso irreductible a biología alguna, desbordando así la dimensión instintiva que gobierna la esfera de los demás seres vivos.
No obstante, en lo que concierne al cuerpo, en el ámbito del psicoanálisis lacaniano sabemos que éste no se declina unívocamente. Dicho de otro modo, el estatuto del cuerpo no es monolítico, sino que muta en función del discurso que lo regule y, a su vez, la equivocidad de su estatuto se pone de manifiesto en función de cada registro estructurante del aparato psíquico. En este sentido, en el discurso del amo lo que se pone de manifiesto es el cuerpo del esclavo como productor de un plus-de-goce entregado al primero. En cambio, en el discurso universitario el cuerpo es objeto epistémico, cuerpo enmudecido por el saber que forcluye la dimensión subjetiva-simtomática, así como en el discurso histérico el cuerpo se muestra atravesado radicalmente por ese Otro con el que la histeria instituye una trabazón constitutiva en su búsqueda de la verdad acerca de sí misma, mientras que el lazo social del discurso del analista permite afirmar, tal y como lo sugiere Marta Serra, que el cuerpo es un acontecimiento inseparable del goce.
Argüir que el cuerpo no se declina bajo un único significante supone remarcar que el cuerpo no se ubica del lado del ser, discurso del saber que absorbe todo aquello que hay, sino del tener, habiendo una negatividad estructural en el vínculo del sujeto con su cuerpo. Ejemplificaré la extrañeza que conlleva habitar un cuerpo desde la tríada del Imaginario, Simbólico y lo Real. A nivel de la imagen que permite el florecimiento del yo, el cuerpo es una proyección inseparable del efecto metonímico del deseo materno, el cual permite el inicio de un largo y complejo recorte del polimorfismo pulsional propio del niño, el perverso polimorfo por excelencia, cuestión que no hay que confundir con la estructura clínica perversa. Si lo Imaginario ordena a partir de lo especular que dota de consistencia a un desorden fundador, el cuerpo en su dimensión simbólica se caracteriza por ser un cuerpo tomado por la ley del significante, especialmente en su dimensión socializante que, como Freud ya nos advirtió en El malestar de la cultura (1930), conlleva un límite a toda satisfacción pulsional. El significante, pues, en tanto que instituyente de una castración que proscribe cualquier versión de un goce totalizante, instituye un límite, una falta-en-ser que puebla los procesos psíquicos inconscientes.
Estas dos versiones son las que, con diversos matices que merecerían de otra jornada, organizan las representaciones del cuerpo en una pluralidad de discursos, ya sea el filosófico, ya sea el de los estudios de género y sexualidad, o el de la arqueología de proyectos como el foucaultiano. No obstante, el cuerpo es algo más. Es decir, el cuerpo no es un elemento neutro y homologable de modo idéntico para todos los sujetos, sino que a su vez es un cuerpo sexuado, la sustancia gozante que Lacan – como señala Marta Serra – definió como característico de lo Real, aquello forcluido por las articulaciones imaginarias y simbólicas. Un real que no debe tomarse como sinónimo de la realidad, inseparable del significante y sus usos, sino como exceso que desborda el sentido y, junto a él, el ser. El cuerpo real ek-siste, es decir, se halla fuera de sí fruto del exceso derivado del efecto del significante, singular e irreductible a los imperativos discursivos propios de cada época. Cuerpo real que se define por su estatuto sexuado y, como tal, declinado desde la diferencia que va más allá del ser: la diferencia sexual, articulada desde la asimetría característica de los modos de goce en referencia a la función fálica instituidora de la castración: todo-fálico o masculino, y no-todo fálico o femenino.
El anudamiento entre estos tres registros no es ni armónico ni sintético, sino que suele darse de modo problemático para cada sujeto, el cual suele verse aquejado por el saber que no se sabe del inconsciente en tanto que discurso del Otro. Así pues, la escritura y la verdad se ven concernidas de modo primordial por este Real que, paradójicamente, no deja de no escribirse. Tal y como Lacan señaló en Lituraterre (2001), la escritura supone reseguir los bordes pulsionales propios del cuerpo, es decir, señalar aquello que el significante no puede atrapar en su totalidad, el resto siempre candente, el goce. Por ello Lacan apuntó que la imposibilidad lógica que atraviesa el lenguaje en su escritura es la ausencia de relación entre los sexos, una imposibilidad que no viene a decirnos que los cuerpos no se encuentren, sino que la unión y la equivalencia entre ellos queda barrada por la ausencia de un anudamiento que permita dar una igualdad. De ahí que cada cual sólo pueda gozar del cuerpo propio a partir de las fantasías que miran de proporcionar un cierto abrochamiento al estatuto enigmático de la sexualidad, la cual, como nos indicó Freud en sus Tres ensayos sobre una teoría sexual (1905), envuelve al sujeto en tanto que desprovista de una función concreta.
La importancia que Lacan confirió a lo Real en los últimos años de su enseñanza tiene consecuencias de suma importancia para una de las categorías que, desde el giro epistemológico característico de la Modernidad inaugurada por el cartesianismo, ha marcado el discurso científico y filosófico: la verdad. Mientras que en Función y campo de la palabra en el psicoanálisis (1953), impregnado por el legado heideggeriano, Lacan se refería a una palabra plena reveladora de sentido, al adentrarse en la imposibilidad de lo Real la verdad deviene un mi-dire, es decir, hay un límite en su enunciación. La verdad, pues, nunca puede ser dicha en su totalidad, ya que algo se sustrae a dicha articulación, habiendo un obstáculo que no cesa de retornar a un mismo lugar. Por ende, una de las metáforas topológicas de lo Real, introducida en su seminario X dedicado a la angustia como afecto primordial de lo Real, es la banda de Moebius. Figura que, se mire por donde se mire, siempre permanece idéntica a sí misma. De acuerdo con lo planteado por Marta Serra, lo que el analizante descubre durante el proceso de un psicoanálisis es que no hay verdad que dé cuenta de manera definitiva de su ser, ya que éste se resiste a ser encarcelado en conceptos. En este sentido, referirse, como hizo Lacan en El reverso del psicoanálisis (1991b), al sujeto como un significante para otro significante conlleva que su ser no se encuentra donde se le espera, sino que permanece oculto en otro lugar. La verdad, entonces, supone un desvelamiento cuyo objeto marca una ausencia de sentido compacto y pétreo, lo cual remite a la noción heideggeriana de alétheia, a la cual el filósofo alemán dio suma importancia en Ser y tiempo (1927) para poner de relieve los límites de la metafísica.
Conjurando los ejes de cuerpo-goce, verdad y escritura, el psicoanálisis articula una dimensión ética que no apunta a Bien Soberano alguno, concepto que, desde las disquisiciones platónicas hasta el imperativo kantiano, ha encerrado la ética en la ilusión de proveer una norma apta para un uso universal indiscriminado. Por el contrario, en La ética del psicoanálisis (1986), Lacan, recuperando la dimensión trágica del sujeto a raíz de la figura mitológica de Antígona, señaló y desarrolló un elemento crucial, inaugurado por Kant y la incondicionalidad del imperativo categórico, símil para dar cuenta de la ley del deseo. En el abrochamiento entre deseo y significante, el sujeto no cesa en su empeño por perseguir esa onza de carne perdida por el efecto castrante del lenguaje, el pequeño objeto a. Un objeto que, si bien el discurso capitalista lo reduce a gadget con el que se empareja al sujeto en el círculo vicioso de consumo y producción, apunta a lo singular-universal de la ética, anclada en el componente excesivo del goce como aquello que no conoce otra ley que aquella que el sujeto se da de la mano del Otro. Digámoslo de otro modo: la ética es lo incondicionado que no conoce otra condición que la falta-en-ser que empuja al sujeto en su ek-sistencia apasionada, singular y sintomática, mal que le pese a los designios súper-yoicos capitalistas de acumulación fetichista sin fin.



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