TESIS Espiritualidad política Foucault - DASM 0916.pdf

May 19, 2017 | Autor: David Sida | Categoria: Critical Theory, Multiculturalism, Middle East Politics, Orientalism
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UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA CENTRO UNIVERSITARIO DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA

Espiritualidad política y Revolución Islámica en la crítica a la modernidad en Foucault

T E S I S

QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE: LICENCIADO EN FILOSOFÍA

PRESENTA DAVID ALEJANDRO SIDA MEDINA

DIRECTOR: DR. FRANCISCO SALINAS PAZ

GUADALAJARA, JAL., SEPTIEMBRE DE 2016.

Guadalajara, Jalisco, a 19 de septiembre de 2016.

Dr. Cuauhtémoc Mayorga Madrigal Jefe del Departamento de Filosofía PRESENTE

At´n: Mtro. Jesús López Salas

Por este conducto me permito comunicar que el alumno David Alejandro Sida Medina código 213247528 ha concluido satisfactoriamente su tesis con el título Espiritualidad política y Revolución Islámica en la crítica a la modernidad en Foucault, y en mi calidad de Director considero que el documento tiene los requisitos necesarios para ser defendido para que el sustentante pueda optar por el título de Licenciado en Filosofía. Sin otro particular agradezco su atención.

ATENTAMENTE

Dr. Francisco Salinas Paz Profesor adscrito Departamento de Filosofía

A mis padres: Olga y Roberto, fuente inagotable de aliento, fuerza e inspiración


Agradecimientos En primera instancia agradezco al Dr. Francisco Salinas Paz por aceptar dirigir de manera entusiasta mi trabajo, tras leer y escuchar apenas algunos esbozos del proyecto, y por sus acertados comentarios y sugerencias en el transcurso del mismo. Agradezco también a mis sinodales, La Dra. Rocío del Carmen Salcido Serrano, el Dr. Jaime Arturo Chavolla Flores, el Mtro. Gabriel Ángel Falcón Morales y el Mtro. Marlon Omar Navarro Torres, quienes tuvieron la paciencia para leer el trabajo, pues con sus observaciones contribuyeron a resanar los defectos que la costumbre y la inercia velaban para el Dr. Salinas Paz y para mí. A mis amigos cuya incondicionalidad y diligencia fue imprescindible en esta aventura. Agradezco especialmente al ahora Dr. José Luis Cisneros Arellano por el impulso y la disposición siempre más allá del plano académico. A Itzel Oceguera González, mi entrañable amiga y compañera de los primeros años de filosofar. Resalto la amistad y el compañerismo indefectibles de Héctor A. Ramos López, así como de mi talentoso amigo Laurentino Padilla de la Rosa, quien con su camaradería mitigó la aridez de no pocos pasajes de desánimo. A mi segundo hermano, Juan Paulo Cruz Guzmán, cuya solícita amistad y compañía fue indispensable para llevar a buen fin este trayecto. Injusto es omitir a otras personas que con la diaria convivencia, un gesto o una palabra se granjearon mi amistad: Antonio Ramírez, Silvia Arce, Johan Meza, Felipe Escobedo (Q.E.P.D), Jorge Reyes y Enrique Casas, así como mis incondicionales, siempre presentes en la distancia: Gerardo López Basurto, Tere Alfaro, Francis Ávila, Marcelo Luján, Zoe Jurado y Julia Medrano. A mi hermano Carlos y a mis hermanos de la Tuna de la Facultad de Ciencias Químicas de la UANL, principalmente Vinicio Serment, Eleazar Cruz, Sergio Serment,, sin olvidar al resto, que con su apoyo anímico y ejemplo forjaron un ideal de fraternidad y pertenencia. Finalmente, agradezco también a todos aquellos maestros y colegas que con su ejemplo y apoyo aportaron no poco en este proyecto. De manera especial, agradezco en este punto a la Mtra. Nora Berumen de los Santos, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL, por su apoyo como Coordinadora de la Licenciatura en Filosofía.

ÍNDICE Introducción..............................................................................................................1 Capítulo 1 De lo moderno y el discurso del poder a la ética del cuidado de sí 1.1. La modernidad como problema y discurso filosófico ..........................................6 1.2. Crítica, Modernidad e Ilustración en Foucault .....................................................9 1.3. La crítica a la modernidad en Foucault .............................................................12 1.3.1. El saber y la epistemé ................................................................................12 1.3.2. El poder ......................................................................................................15 1.3.3. El sujeto .....................................................................................................17 1.3.4. El poder y la metafísica occidental .............................................................18 1.4. La nueva subjetividad y las formas de resistencia ............................................ 21 1.4.1. El giro de la imposibilidad a los focos de resistencia ................................21 1.4.2. Del poder a la constitución del sujeto: el cuidado de sí .............................22 1.4.3. Libertad y liberación ...................................................................................24 1.5 Sujeto y verdad. Espiritualidad y salvación ........................................................ 25 Capítulo 2 El lugar de la espiritualidad política en el pensamiento de Foucault 2.1. El problema del término. Un apunte histórico ...................................................28 2.2. La espiritualidad política en los escritos de Foucault ........................................31 2.3. Los elementos espirituales ...............................................................................32 2.3.1. El sentido de justicia ..................................................................................32 2.3.2. La muerte y el sacrificio .............................................................................33 2.3.3. La verdad ...................................................................................................34 2.3.4. El recurso al origen ....................................................................................35 2.4. Los elementos políticos .....................................................................................36 2.4.1. El gobierno islámico ...................................................................................36 2.4.2. La voluntad colectiva ..................................................................................38 2.4.3. El anticolonialismo .....................................................................................40 2.4.4. El elemento revolucionario ........................................................................41 2.5. La espiritualidad política como proyecto filosófico ............................................ 43 2.6. Relaciones de sujeción: Verdad y saber ........................................................... 44

2.7. Relaciones de sujeción: Poder .......................................................................... 45 2.8. Subjetivación. La relación consigo .................................................................... 49 Capítulo 3 Una arqueología de la espiritualidad política 3.1. ¿Un discurso original?.......................................................................................53 3.2. Orientalismo ......................................................................................................55 3.2.1. Nietzsche y el islam medieval ....................................................................56 3.2.2. Corbin y la hermenéutica chiíta..................................................................57 3.2.3. Heidegger y el nativismo ............................................................................59 3.2.4. Shari’ati en retrospectiva ............................................................................61 3.2.5. Dificultades de las fuentes orientalistas ...................................................62 3.3. Un enfoque sociológico .....................................................................................63 3.3.1. Modernidad, religión y desencantamiento .................................................63 3.3.2. Discusión del enfoque sociológico .............................................................65 3.4. Un enfoque político ...........................................................................................66 3.4.1. Historia de las ideas políticas en Irán ........................................................66 3.4.2. Consecuencias de la postura de Tabataba’i ..............................................68 3.4.3. Las posibles respuestas desde el enfoque político ...................................69 3.5. Discusión final a propósito del orientalismo ......................................................71 Conclusiones ..........................................................................................................75 Bibliografía..............................................................................................................82 APÉNDICES I. Glosario ................................................................................................................88

Introducción Tenemos que estar ahí en el nacimiento de las ideas, la demoledora manifestación de su fuerza: no expresándolas en libros, sino en los eventos expresando esta fuerza, en los conflictos en torno a las ideas, a favor o en contra de ellas. (Foucault, citado en Eribon, 1991: 282).

El 8 de septiembre de 1978, el ejército iraní abrió fuego sobre los participantes de una manifestación pacífica en Teherán, quienes se oponían a la ley marcial antiprotestas del shah Mohammad Reza Pahlavi. Este evento, conocido como Viernes Negro, significó el aumento exponencial y definitivo en el descontento civil ante el programa autoritario del shah y sus políticas occidentalizantes. La facción islámica liderada por el ayatollah Ruhollah Khomeini, exiliado en París por el régimen, tomó la vanguardia política del levantamiento opositor, que englobaba a secularistas y liberales. Así, apelando a la unidad nacional, las demandas de la oposición se articularon exclusivamente en términos de eslóganes religiosos y antioccidentales. En el mundo intelectual europeo, por el contrario, la izquierda y los progresistas dividían opiniones; mientras unánimemente secundaban el derrocamiento del shah, la mayoría no se mostraba entusiasta con la idea de un gobierno islámico. Como corresponsal del diario italiano Corriere della sera, Michel Foucault visitó Irán por primera vez, días después del Viernes Negro, y en una segunda ocasión a finales de 1978, en el cenit del movimiento revolucionario. El interés del filósofo se reveló, desde luego, como un interés más allá del ejercicio periodístico; se dirigía a elaborar una serie de posiciones teóricas y políticas sobre la Revolución Islámica. Aunque tempranamente condenados dado su entusiasmo en apariencia poco crítico, los escritos de Foucault a propósito del movimiento ostentan su sello característico, si bien no con pocas particularidades. A través de cada artículo permea, en efecto, un discurso filosófico sobre la modernidad en términos de poder, verdad y subjetividad, en notable consonancia con los trabajos previos del autor. Sin embargo, la construcción teórica que principalmente ha acaparado la atención en estos escritos guarda apenas relación inmediata con el corpus foucaultiano, o al

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menos, parece en primera instancia radicalmente nuevo en la obra del filósofo. El mismo Foucault presenta así la espiritualidad política como un fenómeno emergente, y en cuya irreducibilidad a conceptos occidentales reside su potencial subversivo ante el saber y el poder modernos, representados por el régimen del shah. En torno a esta espiritualidad política se estaba organizando un tipo peculiar de revolución en la que las manifestaciones, los eslóganes y los rituales religiosos jugaban un papel preponderante como elementos de un todo inédito en la historia de las ideas políticas. Expuesta de manera eminente en las manifestaciones civiles y los enfrentamientos con el ejército, Foucault encuentra una transgresión artística a los límites de la racionalidad moderna, en la forma de una hasta ahora inexistente voluntad colectiva. Pero sostener que la espiritualidad política representaba para Foucault un fenómeno particularísimo, en virtud de su potencial como antítesis de la política secular moderna, presenta de inicio diferentes niveles de problematicidad. El primero de ellos es –concédasenos el término– un metaproblema, en virtud de que implica la relevancia de problematizar la espiritualidad política en términos filosóficos y justificar el fin último del interés en semejante veta. Desde luego, puede entreverse que Foucault no ha sido el pionero de la crítica a la modernidad, tema cuya discusión no ha terminado de agotarse en la academia. La aparente novedad estriba –y aquí mi interés personal– en la apelación a un hecho histórico no occidental, en los confines geográficos donde inició la díada civilización-barbarie. La bárbara Persia, ahora Irán, constituyó en los albores de la “civilización” occidental el Otro de Grecia, estatus sólo cuestionado entonces por la Ciropedia de Jenofonte. El contexto social en la actualidad tampoco es inmune al cuestionamiento desde la tradición filosófica europea. Más aun, este trabajo pretende insinuar el carácter imperativo de la pluralidad de las fuentes. No de otra manera podrán explorarse, incluso forjarse, las herramientas metodológicas que sólo entonces podrán ser ensayadas para profundizar en la problematización de semejantes fenómenos. En América Latina los teóricos de la Filosofía de la Liberación ya han iniciado esta labor, y en el África francesa, Fanon dio los primeros pasos. Faltaba que se apelara todavía a una ideología de cuño nativo, en cuya pretensión de originalidad puede radicar no sólo la fortaleza, sino

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la debilidad de tales teorías. A esa problemática es a donde hemos de dirigir posteriores investigaciones. Por lo pronto, se ha creído conveniente conducir el desarrollo de este trabajo tratando de distribuir el nivel de problematicidad entre los diferentes capítulos. No obstante, este nivel no está dado en términos cuantitativos, sino que corresponde más bien a un nivel de profundización conducido por el nivel anterior. Así, para determinar si la espiritualidad política es, en efecto, una categoría útil de crítica a la modernidad, hay que investigar de qué elementos consta dicha crítica, y su relación con la espiritualidad. En seguida, se hace una lectura temática de los trabajos de Foucault sobre la Revolución para evaluar su coherencia interna. Finalmente, se pondera sistemáticamente su trabajo al insertarlo en un discurso antimoderno. La distribución es como sigue: Capítulo 1. Está destinado a analizar los términos en los que el filósofo erige su crítica a la modernidad, desde la forma en que el Estado y las instituciones ejercen el poder sobre el individuo, hasta la forma en la que la racionalidad científica, ideal de la Ilustración, se ha vuelto una herramienta para conocer al individuo, manipularlo y normalizarlo. Foucault ve en estas prácticas una relación entre poder y saber, encaminada a ejercer la sujeción del individuo, constituido de esa manera como sujeto. Relación del sujeto con otros, relación del sujeto con la verdad; ambas, al ser herencia de una concepción moderna del sujeto, lo constriñen y le impiden llevar una existencia libre. Foucault propone la búsqueda de una nueva subjetividad que coloque al sujeto en una relación de verdad consigo mismo, y, mediante una hermenéutica del gnothi seauton griego, una ética del cuidado de sí como práctica de la libertad. Así fundamentado, el cuidado de sí lleva al sujeto a ejercer dominio sobre sus pasiones, impidiendo que este ejercicio resulte en perjuicio de otros. Al ser también un cuidado de otros, el cuidado de sí despliega efectivamente su dimensión política, que requiere a su vez condiciones de libertad o de liberación política para ser ejercido. Foucault postula además, la espiritualidad como vía de acceso a esa nueva subjetividad, poniendo en juego la relación entre verdad y sujeto, y las formas en que interactúan. Así, la espiritualidad es ese conjunto de prácticas en las que el sujeto no es capaz de verdad, pero ella puede configurarlo y salvarlo, mientras que en un esquema moderno, el sujeto puede alcanzar la verdad, pero ella no puede salvarlo. 3

Capítulo 2. En un segundo nivel, se deja entrever que Foucault habría encontrado ocasión en la Revolución para hacerse eco de su pensamiento a propósito de los fenómenos agrupados bajo la noción de espiritualidad política. El filósofo describe a través de sus artículos sus encuentros con los protagonistas del movimiento, sus impresiones sobre las aspiraciones de la sociedad civil y la importancia del chiísmo más allá de la escena religiosa. Foucault concede a esta forma de islam una inherente militancia política desde sus orígenes, a partir de la cual explica su potencial subversivo, pero que no lo distingue de otras formas de actividad política. En términos de verdad y sujeto, es su naturaleza espiritual junto con la búsqueda de una nueva forma de ser, la que daba al chiísmo su carácter particular y afín al pensamiento del filósofo. Sin embargo, Foucault estuvo desde un inicio en clara deuda con dos de sus fuentes directas sobre el chiísmo: el historiador de filosofía islámica, Henry Corbin, y el sociólogo iraní Ali Shari’ati. Del primero, Foucault tomo la noción de espiritualidad chiíta y de verdad hermenéutica, que permitía una interpretación no totalizante de verdad y de justicia. El último es considerado el ideólogo del movimiento, al postular el chísimo como una religión intrínsecamente revolucionaria, integrando elementos de marxismo y proponiendo una forma de gobierno diferente a la politiki occidental. Otros elementos descubrirán que la lectura de Foucault sobre el movimiento era principalmente la exposición del pensamiento de izquierda de Shari’ati contra la cultura occidental. De manera paradójica, el iraní fue uno de los principales promotores de un nacionalismo que buscaba blindar al chiísmo contra influencias intelectuales provenientes de Occidente. Capítulo 3. Las condiciones de posibilidad de la espiritualidad política conducirán a ensayar un último nivel de análisis, dada su idealización como directriz del movimiento, y en tanto que antagónica a la modernidad en sus conceptos de política y secularidad. Entonces se hace menester revisar el discurso orientalista, tal como lo describe Said, al igual que las construcciones filosóficas que lo conectan con el trabajo de Foucault. Así, se revela la influencia de Nietzsche y de Heidegger no sólo en la identificación entre Occidente y modernidad, sino también en la idealización de todo cuanto Oriente significa como el Otro de Occidente. Esta influencia, además, no queda restringida al ámbito occidental, pues intelectuales iraníes como Fardid y Al-e Ahmad parten

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de una lectura ad hoc de Ser y tiempo para fundamentar el antioccidentalismo que nutrió ideológicamente a la Revolución. Por otro lado, un análisis de esta naturaleza conduce a una consideración adicional: la de otros intelectuales iraníes como Tabataba’i, quienes juzgan el antagonismo Occidente-Oriente como una relación necesaria de hegemonía del primero sobre el último. Acorde al discurso orientalista, Persia-Irán habría conocido el esplendor intelectual y cultural sólo en tanto permaneció abierta a su Otro griego. Pero esta vez, el sustento filosófico tiene sus raíces en una visión totalizante de verdad, proveniente del hegelianismo; mientras Occidente representa el progreso, su Otro oriental queda relegado a una historia de decadencia intelectual. Al final, bajo el discurso orientalista, Foucault y Tabataba’i representan dos visiones antagónicas sobre el Otro, cada una sustentada en un concepto distinto de verdad, y ligada a una postura ideológico-política. Ambas concepciones mostrarán alcances más allá del debate precedente, pues comportarán en consecuencia implicaciones en filosofía política y filosofía de la cultura. Un aporte no despreciable del presente trabajo habrá sido desvelar una veta inesperada a explorar: la consonancia con los trabajos sobre la alteridad en Levinás, el liberacionismo latinoamericano de Dussel1 y la política del reconocimiento en Taylor, así como posturas conciliadoras de modernidad y tradición, como las de Dewey, o moderadas como las de Taylor y Habermas. Sin abandonar el derrotero inicial, las vías ensayadas habrán permitido una elucidación mayor de la espiritualidad política bajo criterios más amplios. No obstante, el mérito mayor seguirá siendo el análisis de su legitimidad como proyecto ético-político potencialmente eficaz contra el poder y las prácticas modernas.

En lo sucesivo, el término liberacionismo hará alusión no sólo a la Filosofía de la Liberación latinoamericana, sino también a teorías centradas en la necesidad de expulsar el eurocentrismo y sus consecuencias, principalmente el colonialismo. 1

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Capítulo 1 De lo moderno y el discurso del poder a la ética del cuidado de sí ¡Pero nos hicieron creer que todo ese sin sentido de la modernización era una manifestación de la civilización! Y de inmediato desechamos todo lo que teníamos, hasta el prestigio social, la moralidad y el intelecto, para volvernos ávidos bebedores de lo que Europa estuviese dispuesta a darnos a cuentagotas. Esto es lo que significa la modernidad. (Shari’ati, s.f.)

1.1. La modernidad como problema y discurso filosófico Analizar el lugar que Foucault concede a la espiritualidad política en la crítica a la modernidad, requiere, desde luego, más de un supuesto. Establecerlos es el objetivo de este capítulo, que aún habrá de ampliarse con cada uno de los elementos en que reside la crítica a la modernidad del filósofo, en términos de razón, saber y poder. En qué momento es introducida la espiritualidad requiere previamente revisar al final elementos de construcción tardía en Foucault, como la ética del cuidado de sí y el viraje del estudio del poder al del sujeto. Antes de abundar en la relación que existe entre los elementos y el todo, es menester en primera instancia establecer el estatus de la modernidad, sus efectos y su crítica como problema filosófico. Así, de acuerdo a Habermas (1989) el discurso de la modernidad queda elevado a tema filosófico desde finales del siglo XVIII, si bien considera a Weber el primero en establecer una conexión interna entre modernidad y lo que éste denominó racionalismo occidental. Para el frankfurtiano, Weber describe la racionalización en términos de evolución, donde las nuevas estructuras sociales están determinadas por la diferenciación de dos sistemas mutuamente compenetrados: la empresa capitalista y el aparato estatal burocrático. En este punto, Habermas presenta el tema bajo dos perspectivas: una que rompe la conexión interna con el racionalismo occidental y hace posible la fórmula sencilla de la “posmodernidad”: las premisas de la Ilustración están muertas, sólo sus consecuencias están en marcha. Así entendida, la modernidad se limitaría a ejecutar las leyes funcionales de la economía, del Estado, de la ciencia y de la técnica, para constituir un sistema no influible, o como Adorno y Horkheimer (2006) lo llamaron, reifi-

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cado. La segunda perspectiva es la que Habermas denomina anarquista, es decir, aquélla cuyos teóricos no cuentan con el desacoplamiento entre modernidad y racionalismo occidental. De esta manera, la razón moderna da a conocer su verdadero rostro, quedando desenmascarada como subjetividad represora y como voluntad de dominación universal. Pero cualquiera que sea la perspectiva, es claro que el abordaje de la asociación entre la racionalidad y las sociedades industriales avanzadas ha sido fecundo. Los antecesores directos de Habermas en la escuela de Frankfurt, Adorno y Horkheimer, fundaron la tradición crítica como una forma de denuncia contra el carácter instrumental de la razón ilustrada.2 Bajo esta óptica, la Ilustración aparece como mera sustitución del mito por el saber que otorga el dominio de la naturaleza, es decir, un saber cuyo fin no es sino el método y el dominio. El rasgo predominante en del Siglo de las Luces es la racionalidad manifiesta en la división del trabajo como totalidad dominada para la autoconservación. Es así que, en su Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer (2006) acusan que bajo el estigma kantiano la razón quedaba delimitada, y el pensamiento, reducido a mera operación matemática. Los frankfurtianos ven en este rasgo un abandono en la pretensión del conocimiento, y de manera similar a Weber, la desprotección de las almas a merced de la reificación ante el industrialismo. Dejando todavía para líneas posteriores el problema de la identidad entre modernidad e Ilustración, cabe decir que la crítica a la razón ilustrada se remonta a las últimas décadas del siglo XIX. Si como Habermas (1989) asegura, tanto la perspectiva posmoderna como la anarquista se encuentran alejadas del horizonte en que se desarrolló la autocomprensión de la modernidad europea, es porque ve en Hegel el auténtico gestor de esta conciencia. Sin embargo, no fue ni en la derecha ni en la izquierda hegelianas donde la crítica empezó a minar el orgullo y la autoconciencia europeos. A Nietzsche corresponde denunciar que la totalidad de la formación moderna es esencialmente interior o un manual de formación para bárbaros. Si la razón había sido concebida como autoconocimiento reconciliador, el proyecto de ser fabricada a la medida del programa de la Ilustración resultó un fracaso (Habermas, 1989). No sólo se considera aquí el carácter instrumental de la razón ilustrada; también la caracteriza su soberanía bajo el Sapere aude kantiano y la exclusión de toda otra autoridad (Hegel, 1985). 2

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Pero quizá la categoría en la cual caló mayormente la crítica de Nietzsche a la modernidad fue la del sujeto cartesiano. A esta crítica subyace el rechazo a lo idéntico, construido sobre la supresión de las diferencias y el hábito de asociar lo uno y la identidad como la base de toda existencia e inteligibilidad. La crítica ontológica y epistemológica no es sólo al platonismo, también al monoteísmo cristiano y al cogito cartesiano. Así, Nietzsche (1968) presenta el sujeto cartesiano como un error filológico-gramático, un hábito de la gramática de añadir un actor a cada hecho (1968). El lenguaje enmascara la diferencia, la multiplicidad, la no-identidad. La crítica se extiende también hacia el sujeto ético y se hace patente en la moral del resentimiento que necesita creer en un sujeto neutral independiente, tal como Nietzsche (2011) expone en La genealogía de la moral. Este elemento sin duda hace eco en el tratamiento de la relación sujeto/objeto que hace la escuela de Frankfurt. Horkheimer (1973) opone la razón subjetiva ilustrada contra la ausente razón objetiva, la primera inseparable de categorías como la de utilidad y autoconservación, la última como rectora de la idea de bien supremo. No existen ya metas racionales en sí, y la razón subjetiva se vale del establecimiento de medios y fines, desprovista de la atribución para juzgar sobre ética o política. Después del primer ataque a la modernidad por parte de Nietzsche y de la crítica a la razón instrumental-ilustrada por la primera generación de Frankfurt, filósofos como el mismo Habermas tomaron la estafeta de la tradición crítica. Su reconstrucción del discurso de la modernidad parte, no obstante de lo que él denomina una crítica postestructuralista a la razón (2008). Es, en efecto, de postestructuralistas como Lyotard que Habermas toma la noción de posmodernidad, y encuentra los síntomas de una corriente de su tiempo que penetra en todas las esferas de la vida intelectual, con una tesis que presenta como su diagnóstico “La posmodernidad se presenta claramente como antimodernidad” (p. 19). En este contexto, Habermas considera la posmodernidad como un movimiento de contrailustración, incluyendo en ella a Foucault, como queda de manifiesto en los apartados 5 y 6 de su Discurso (1989). Citando a Andreas Huyssen, Rojas Osorio (1995) refiere que Habermas intenta así rescatar las mejores tradiciones de la Ilustración, diferenciándose así de la primera generación de la escuela de Frankfurt. En la opinión de Huyssen, Adorno y Horkheimer desarrollaron en este punto una sensibilidad más cercana a la tradición crítica francesa. 8

El mismo Foucault (1995), a propósito de la conferencia ¿Qué es la crítica? admitió más tarde su cercanía a la escuela de Frankfurt en el tema de la Ilustración. En aras de desarrollar el presente trabajo, consideramos conveniente en primera instancia discutir la modernidad tal como la entiende el filósofo de Poitiers, para posteriormente contrastar los atributos con los que generalmente se identifica su pensamiento. En la medida del éxito de la discusión, resultará más fácil distinguir hacia qué aspectos dirige Foucault su crítica, y cuáles de éstos, así como en qué medida pueden bajo esta distinción llamarse modernos. 1.2. Crítica, Modernidad e Ilustración en Foucault De la misma manera que Habermas (1989) considera la modernidad como un proyecto inacabado, Foucault (1995) inaugura la referida exposición ¿Qué es la crítica? refiriéndose a la crítica misma como un proyecto “que no cesa de formarse, de prolongarse” (p. 5), y en fin, de renacer a expensas y hasta en contra de la filosofía. Retomando la tradición inaugurada por la obra kantiana, Foucault encuentra en el occidente moderno una forma de pensar y de vivir una relación con lo que existe, con el saber, con la cultura, con la sociedad, etc., a lo que denomina actitud crítica. Para el filósofo, a esta actitud subyace un imperativo asociado a la explosión del arte de gobernar a partir del siglo XV, en que la Reforma significó un cambio en el poder pastoral. Foucault se refiere aquí a la deslocalización del arte de gobernar en dominios diversos: gobierno de los niños, de la familia, el ejército, el Estado, etc. Se trata de una gubernamentalización característica del occidente europeo, indisociable de la cuestión del “cómo no ser gobernado de esa forma, por ése, en el nombre de esos principios (…) y por medio de tales procedimientos” (p. 7). Así, con la inserción histórica y la amplitud que Foucault le concede, la actitud crítica se caracteriza y constituye como “el arte de no ser de tal modo gobernado” (p. 8), con la función de desujeción en el juego de la política de la verdad. Hasta aquí en cuanto a la crítica. ¿Pero qué relación se forja entre ella, la modernidad y la Ilustración? Foucault (1995) señala aquí que su definición de crítica no es muy diferente de la que Kant (1994) daba de la Ilustración, entendiéndose ésta como minoría de edad mantenida autoritariamente, a partir del señalado proceso de guber9

namentalización de la sociedad. Sin embargo, la empresa kantiana muestra un desfase cuando en el coraje de saber invocado por la Ilustración, el de Königsberg convierte este coraje, según Foucault, en el reconocimiento de los límites del conocimiento. Los siglos XIX y XX dieron un motivo histórico de continuación a la nueva actitud crítica, caracterizado por tres rasgos fundamentales: una ciencia positivista confiada de sí misma, el desarrollo de un Estado como razón y una ciencia del Estado. El entramado entre ellos existe en la medida en que la ciencia va a jugar un papel determinante en las fuerzas productivas, mientras que los poderes estatales se ejercerán a través de conjuntos técnicos. Foucault retoma con esta cuestión el hilo conductor de su obra, como se advierte principalmente en Historia de la locura en la época clásica (1976a), así como en Vigilar y castigar (1976b). Su intención desemboca en el punto de vecindad con la tradición crítica frankfurtiana, al plantear la pregunta sobre las relaciones entre la Ilustración y la Crítica: “¿de qué excesos de poder, de qué gubernamentalización, tanto más inaprensible cuanto se justifica mediante la razón, es responsable históricamente esta misma razón?” (1995, p. 9). Planteada de manera recíproca, la pregunta sobre la Ilustración es presentada ahora en estos términos: “¿cómo puede ser que la racionalización conduzca al furor del poder?”. Ahora bien, para Foucault el renacimiento del problema de la Ilustración en Francia puede ser abordado de diferentes formas; ello es por sí el problema de la filosofía moderna. Como quiera que sea, este acercamiento que Foucault denomina práctica histórico-filosófica se encuentra en una relación privilegiada con esa época empíricamente determinable. Esta época se designa como el momento de la formación de la humanidad moderna y a la cual se referían Kant y Weber, entre otros, puede ser definida por la formación del capitalismo, la puesta en acción de los sistemas estatales y la fundación de la ciencia moderna con sus correlatos técnicos. Aparece ya aquí un eslabón entre los conceptos directores de la investigación foucaultiana que opera, no obstante, el sesgo característico respecto a la cuestión del conocimiento, es decir, el problema del poder. Sin embargo, antes de retomar esta última cuestión, a saber, la relación entre poderes y saberes modernos, asalta todavía la necesidad de esclarecer el vínculo que Foucault traza entre modernidad e Ilustración. No de otra forma aparecerá con suficien10

te claridad uno de los ejes que se pretende sirva de guía para el presente trabajo, a saber, la crítica de la modernidad. El mismo Foucault, en ¿Qué es la Ilustración? (2003) presenta el tema como una interrogante cuya respuesta es tan problemática como el citado planteamiento de Habermas. En primera instancia, ¿constituye la modernidad la continuación de la Ilustración, o hay que ver en ella una ruptura respecto a los principios fundamentales del siglo XVIII? Foucault prefiere virar la pregunta y, tomando como base el texto homónimo de Kant, la replantea en estos términos: ¿Se puede considerar la modernidad como una actitud más que como un período de la historia? Es menester entonces aclarar que Foucault (2003) entiende esta actitud como un modo de relación con respecto a la actualidad y con el ser histórico, una manera de conducirse, finalmente, un ethos. La pregunta consecuente es, por lo tanto, cómo la actitud de la modernidad se ha encontrado con actitudes de “contramodernidad”. Siguiendo a Baudelaire, Foucault encuentra que esta actitud moderna está ligada a un ascetismo voluntario, a una disciplina despótica. Y es precisamente en la Ilustración donde se arraiga la interrogación filosófica que problematiza esa relación con el presente, pero sobre todo, con la constitución del sí mismo como ethos filosófico. La relación con la modernidad estriba en esta actitud crítica de nuestro ser histórico que Foucault pretende caracterizar de dos maneras. Primero, en su matiz negativo, evitando la confusión entre un humanismo plagado siempre de juicios de valor y la Ilustración, oponiendo un principio de creación permanente de la autonomía. Segundo, de manera positiva, convirtiendo el ethos en una actitud límite y la delimitación kantiana del conocimiento en una forma de transgresión posible. Foucault se refiere desde luego al rechazo de lo necesario y al impulso de la libertad a partir de la contingencia y de la práctica histórica bajo los tres ámbitos de relaciones de acción: sobre las cosas, sobre los otros y consigo mismo. Desde luego, suele atribuirse al de Poitiers una postura más radical respecto a la Ilustración y su racionalidad, pues si bien permea a través del texto el ethos de la actitud crítica, Foucault parece también mostrar un desacostumbrado matiz. Las líneas anteriores pueden de hecho no reflejar en su máxima expresión esa faceta “contrailustrada” que Habermas (1989) atribuye al filósofo francés, aunque no tendría por qué no ser así. Esas mismas líneas son precisamente posteriores a la polémica con Habermas, 11

como también lo son respecto a las obras en que se centra este trabajo, a saber, los escritos sobre la Revolución Islámica de Irán, entre 1978 y 1979. La razón de haberlas considerado con cierta anticipación obedece a dos razones. En primera instancia, el matiz aparente no demerita ni contradice el análisis de Foucault en sus obras capitales sobre la razón moderna o en las referentes a la Revolución. Segundo, aun si el matiz hubiera llegado a obedecer al efecto de las críticas sobre la postura de Foucault ante la Revolución, ello no descalificaría el uso de la fuentes originales de las ideas “antimodernas”; lo exigiría. Antes bien, y para evitar un sesgo metodológico, se considera conveniente remitirnos al estudio topicalizado de las obras en cuyas líneas se forjó la crítica de Foucault a la modernidad-Ilustración: saber y poder. Es así porque el filósofo inicia su crítica a la razón como historiador y desenmascarador de las ciencias humanas, tras las cuales descubre una “actividad” o voluntad de verdad que sustenta sus prácticas. De Descartes a Heidegger, pasando por Kant y Marx, Foucault dará forma a estas y otras categorías centrales de su obra, que más que pilares, serán ese martillo nietzscheano con los que se pondrá a temblar el edificio de la modernidad. En los próximos apartados se intenta abordar de manera sistemática cada uno de esos tópicos, con la finalidad de elucidar, en la medida de lo posible, su pertinencia respecto a los objetivos de este trabajo y el derrotero que éste ha de tomar. 1.3. La crítica a la modernidad en Foucault 1.3.1. El saber y la epistemé Hablar de saber desde la obra de Foucault es referirse meramente a la punta de un iceberg cimentado por estratos que un análisis más detallado revela, y requiere además una extensión cuyo detalle sería digna por sí de un estudio aparte. Para el propósito del presente trabajo, bastará con señalar los aspectos relevantes al objetivo del mismo, en relación precisamente al método arqueológico. Éste revela los “estratos” invisibles del pensamiento histórico condicionado, es decir, el a priori histórico sobre el cual yacen las prácticas discursivas. Así se establece que un saber es triunfante cuando alcanza a ser científico en un momento histórico dado, no porque sea verdadero, sino porque esta serie prevaleciente de discursos así lo ha encumbrado. El saber que12

da entonces constituido por aquello de lo que se puede hablar en una práctica discursiva que de esa manera se encuentra especificada, es decir, el dominio constituido por objetos que constituirán o no un estatuto científico. Saber es también el espacio donde se toma posición para hablar de los objetos, así como el campo de coordinación y de subordinación en que los conceptos aparecen, se definen y se aplican. Su definición está dada por sus posibilidades de utilización y de apropiación en un discurso (Foucault, 1970). Así, el grado más alto de reconocimiento histórico de un saber triunfante consiste en que se formalice como conocimiento científico, dando consistencia a las formaciones discursivas donde se estructura. Se trata de una concepción en la que las definiciones, la clasificación, la articulación y los métodos cobran relevancia en momentos históricos dados. De acuerdo a Lozada Pereira (2009), para Foucault, los criterios que establecen las condiciones de cientificidad siguen pautas muy distintas e incluso contrarias, y la ciencia está indefectiblemente ligada al saber de las instituciones sociales que forman el mundo donde se realiza. Un ejemplo arquetípico es con el que Foucault expone en El orden del discurso (1992) el caso Mendel: el padre de la genética produjo verdades, pero no estaba “en la verdad” del discurso biológico de su tiempo. Esto es porque en toda sociedad en cualquier momento de su historia, se desarrolla y prevalece, en medio de rupturas y disensiones, articulaciones, continuidad y formas eficaces de control, es decir, una cierta epistemé. Este conjunto de relaciones o epistemés dan regularidad a los enunciados, evidenciando las correlaciones prevalecientes, denotando supuestos y siguiendo pautas de constitución. Se trata de las relaciones que reúnen en la época las prácticas discursivas, las figuras epistemológicas y el quehacer científico, o más aún: la epistemé define cuáles son, en efecto, problemas científicos, cómo deben formularse y de qué manera cabe resolverlos. El umbral de epistemologización, según Foucault (1992), permite construir o decir algo nuevo sobre aquello de lo que se puede hablar, es decir, es un saber históricamente enriquecido con tendencias y corrientes desde donde se realizan los nuevos descubrimientos. La condición es que los discursos nuevos deben cimentarse sobre los viejos que prevalecen, aceptar sus limitaciones y asumir sus condiciones de verificación. Pero no existe por ello una sucesión continua o gradual; el modelo 13

histórico de Foucault postulará fenómenos de ruptura a partir de los cuales se inicia una nueva forma de pensar. Según Rojas Osorio (1995), el análisis foucaultiano de las epistemés considera de esta manera tres etapas: el Renacimiento, la época clásica (siglo XVIII) y la época contemporánea. En el Renacimiento dominan la hermenéutica y la semiología; el lenguaje domina en la forma de la escritura, y el saber consiste en referir el lenguaje al lenguaje; el saber es un juego interminable de interpretaciones. La época clásica, en cambio, gira en torno a la representación y el orden: el lenguaje representa al pensamiento, es decir, el concepto es representación del objeto, y a su vez, la palabra es representación del concepto o idea. El orden clasificador es el principio desde el cual operan las clasificaciones de la botánica y la zoología. La escritura deja de ser la prosa del mundo, pero además, domina el mercantilismo, el valor útil. La epistemé de los siglos XIX y XX se define, finalmente, por la Historia y el papel del tiempo. La historicidad pone en evidencia la finitud del hombre y su saber, los estudios de las disciplinas del saber contemporáneo revelan la naturaleza del conocimiento no por la especulación, sino por la indagación de aquello en que se ha materializado el conocimiento. Foucault parecía estar caracterizando su propia labor filosófica. No obstante, más allá de la caracterización, este análisis se dirige en última instancia a evidenciar la conexión entre saber y poder, con un énfasis en el cuestionamiento a la voluntad de verdad. Antes que insistir en lo histórico del saber, es ese cuestionamiento el que hay que atender, pues ya con Nietzsche se había roto la simetría entre lo que es verdadero y lo que es bueno. Para el autor del Zarathustra, la voluntad de verdad tiene necesidad de una crítica; es menester poner en duda el valor de la verdad. La posición de Foucault al respecto, es que la verdad es esencialmente política; liberar la verdad de todo juego de poder sería utópico, lo cual exige un criterio positivo de verdad. El dilema es que el mismo Foucault reconoce no haber escrito “más que ficciones”, y aunque sin estar necesariamente fuera de la verdad, cree en la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad. En otros términos, hacer de tal suerte que el discurso de verdad suscite algo que no existe todavía: ficcionar una historia a partir de una realidad política, pero también se ficciona política que no existe todavía a partir de una realidad histórica (Rojas Osorio, 1995). 14

1.3.2. El poder Hay un aspecto particular del estudio de Foucault sobre el poder en relación con el abordaje marxista. El filósofo francés reconoce, en efecto, que si bien el ser humano está inmerso en relaciones de producción, no menos se encuentra involucrado, tal como había revelado en Las palabras y las cosas (1968), en relaciones de significación como en relaciones complejas de poder. Foucault coincide con Marx en que los mecanismos de sujeción no pueden entenderse sin los de explotación, pero difiere en que aquéllos no constituyen el eslabón terminal de éstos; existen en realidad complejos entramados de poder con relaciones entre sí no menos complejas. Y aunque la economía es un instrumento efectivo para revelar las relaciones de producción, así como lo es la semiótica en las relaciones de significación; las relaciones de poder carecen, no obstante, de una herramienta para su estudio. El único recurso disponible es pensar el poder desde modelos legales con el fin de dar respuesta a la cuestión: ¿Qué es lo que legitima el poder? Sin embargo, la razón se revela como estéril para dar cuenta de la relación entre los excesos de poder político y su irónica racionalización, específica de la modernidad-Ilustración. En su lugar, Foucault (1982) propone no tomar la racionalización como un todo, sino desde diferentes campos y experiencias fundamentales: locura, enfermedad, crimen, etc. Estas experiencias revelan tipos de sujeción más allá de de la dominación y la explotación, y prevalecen desde el siglo XVI gracias a una nueva forma política de poder: el Estado. Como forma política, el Estado posee una capacidad de sujeción que no sólo radica en la totalización que ejerce, sino la combinación con una vieja técnica de individualización: el poder pastoral. Esta forma de poder proveniente de las instituciones cristianas y cuyo fin es asegurar la salvación individual en el mundo venidero, no puede ejercerse sin conocer el fuero interno de la mente de la gente, sin explorar sus almas; implica un conocimiento de la conciencia y la habilidad para dirigirla. Con el siglo XVIII y la creación del Estado, la forma de poder combinada adquirió una nueva organización y una distribución en diferentes ámbitos; ya no se trataba de guiar a la gente a su salvación en el otro mundo, sino asegurársela en el presente. En este contexto, la salvación adquiere tantos significados como ámbitos de distribución del poder, y en lugar de un poder localizado, los objetivos y los agentes del poder pastoral se multiplicaron; las 15

tácticas individualizantes empezaron a caracterizar una serie de poderes: en la familia, la medicina, la educación y lo laboral (Foucault, 1982). Aparece dilucidada entonces la relación entre los saberes modernos y el poder que otorga este conocimiento individualizante salvador a la vez que disciplinario. Vigilar y castigar evidencia a la sociedad moderna capitalista en estos términos: “Táctica, ordenamiento espacial de los hombres; taxonomía, espacio disciplinario de los seres naturales; cuadro económico, movimiento regulado de las riquezas. Las comunidades monásticas habían sin duda sugerido su modelo estricto” (Foucault, 1976, p. 137). El filósofo se refiere en primera instancia a la disciplina militar, heredera de los procedimientos conventuales: el establecimiento de ritmos, ocupaciones determinadas y regulación de ciclos de repetición que se propagaron muy pronto hacia los colegios, los talleres y los hospitales. La disciplina como arte del encauzamiento de la conducta, no encadenando las fuerzas sino haciendo uso de ellas; sirve al poder dándose individuos formados como objetos e instrumentos de su ejercicio. He aquí cómo Foucault derrumba el mito de que el conocimiento como búsqueda de la verdad y el poder político están desligados: “Con Platón se inicia este gran mito occidental: lo que de antinómico tiene la relación entre el poder y el saber […]. Por detrás de todo saber o conocimiento lo que está en juego es una lucha de poder. El poder político no está ausente del saber, por el contrario, está tramado con éste” (Foucault, 1996, p. 59). Ello se hace evidente con la aparición en el siglo XVIII del poder judicial, instrumento del Estado para la procuración de la justicia. El poder se ejerce ahora haciendo preguntas, cuestionando, pues “No sabe la verdad, pero se las arregla para saberla” (p. 79). Si la verdad era antes arrancada por la tortura, su producción en los tribunales obedece ahora a mecanismos de investigación científica y al conocimiento del hombre. Así, la clasificación botánica y zoológica comparten la epistemé de la taxonomía criminológica; la individualización que el psicólogo y el médico hacen funcionar vale también en los procedimientos judiciales. Esta taxonomía tiene desde luego un corolario: el “anormal pasará un día a ser tema de una objetivación científica” (Foucault, 1976, p. 95). Con esta sentencia Foucault postula una de sus tesis: el poder es quien se encarga de establecer los límites entre lo normal y lo patológico, entre lo sano y lo insano, entre lo racional y lo irracional. 16

La normalización derivada de la clasificación es uno de los instrumentos del poder, y es también poder de homogeneización unida a un aparato de individualización, cuyo arte es también alerta a la desviación de la norma. El individuo es, entonces, creado bajo la fuerza del poder-saber de la normalización, es decir, se constituye como objeto descriptible y analizable (Rojas Osorio, 1995). Como “átomo ficticio”, el individuo es, en efecto, una realidad fabricada por esa disciplina, tecnología del poder, y es precisamente esta constitución del individuo o sujeto el eje que va a atravesar, más que el poder mismo, la obra de Foucault. Esta sucesión revela su necesidad en tanto que representa el paso del análisis de las negatividades, esto es, la crítica del saber-poder moderno, hacia aquello que representa la búsqueda de una nueva y liberadora forma de construir al sujeto. 1.3.3. El sujeto En Hermenéutica del sujeto (2001), el filósofo expone que la entrada a la era moderna ocurre cuando se asume que lo que da acceso a la verdad, la condición del acceso del sujeto a la verdad, es el solo conocimiento. Esto es, cuando el que busca la verdad puede reconocerla y acceder a ella en sí mismo y meramente a través de su actividad cognitiva, sin otro requerimiento. La condiciones formales: la regla del método y la estructura del objeto. Las otras condiciones son extrínsecas, tales como la cordura y las condiciones culturales dentro de un consenso científico. Ambas, no obstante, conciernen al acto del conocer, pero no al sujeto en su ser; al individuo en su existencia concreta, pero no a la estructura del sujeto en cuanto tal. La consecuencia para Foucault es que se inaugura una época en que el acceso a la verdad, cuya única condición es el conocimiento, encontrará satisfacción en nada más que su desarrollo indefinido. El acceso a la verdad ya no completará al sujeto, el conocimiento simplemente abrirá la dimensión infinita del progreso y la acumulación de cuerpos de conocimiento. El sujeto es capaz de una verdad que no lo puede salvar. Si bien el conocimiento en la era moderna ha estado fundado en el sujeto, sea cartesiano, kantiano o trascendental husserliano, Foucault sospecha de este encumbramiento. Para el filósofo de Poitiers, la modernidad se distingue por la epistemé autocontradictoria y antropocéntrica de un sujeto desbordado. Las ciencias humanas, cuyo 17

objeto es el hombre, han destronado a éste como sujeto; lo han sujecionado. En efecto, el “hombre” es una invención reciente que la epistemé moderna en sus disposiciones fundamentales del saber ha fabricado: “Si esa disposiciones desaparecieran, si […], oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena” (Foucault, 1968, p. 375). El sujeto de las ciencias humanas lo es en dos sentidos: fuente de emergencia ideativo-volitiva y lugar de sujeciones, sujeto sobre el cual se ejerce el dominio. Ellas muestran al hombre sobredeterminado, pero Foucault exhibe también que la sujeción proveniente de las disciplinas carcelarias es a su vez la génesis de las ciencias humanas (Rojas Osorio, 1995, p. 84). Así, el filósofo revela que su obra es en realidad una historia de cómo los humanos se vuelven sujetos bajo tres esquemas de objetivación. Los primeros dos modos corresponden, efectivamente al aspecto crítico en Foucault: la ciencia –en tanto que objetiviza al sujeto hablante a través de la lingüística, al sujeto productivo, a través de la economía, y al sujeto viviente a través de la historia y la biología–, y la normalización. El tercer modo es la búsqueda de cómo un ser humano se vuelve él mismo sujeto, explorado por Foucault (1982) particularmente en el dominio de la sexualidad (no es casualidad entonces que el volumen III de Historia de la sexualidad lleve por subtítulo La inquietud de sí). Se trata de una “preocupación por uno mismo” que Foucault asocia a la autoconservación en la Antigüedad clásica y a las prácticas mediante las cuales el individuo busca constituirse como el problema ético y político más importante, es decir, como un sujeto de acción más que de conocimiento. Para Foucault esta experiencia permitiría al sí mismo del sujeto alcanzar no sólo el conocimiento, sino la iluminación, la libertad y la felicidad (Cubides Cipaguata, 2006). Más adelante volveremos sobre este tema. 1.3.4. El poder y la metafísica occidental Una crítica foucaultiana a la metafísica como aspecto fundamental de la modernidad occidental remite necesariamente a los pioneros de semejante empresa: Nietzsche y Heidegger. Los vínculos no son casuales desde que Foucault (1999) se refiriera a Heidegger como “el filósofo esencial”, y que reconociera que su devenir filosófico ha esta18

do determinado por la lectura del pensador alemán. Ya Habermas (1989) había establecido una similitud entre el programa heideggeriano de destrucción de la metafísica y el método arqueológico que mina la ciencia histórica. Pero mientras Heidegger trataba de sobrepujar la filosofía allende sus fronteras, Foucault rebasa las ciencias humanas mediante una historia presentada como anticiencia. Ambas partes, no obstante, neutralizan la pretensión de validez de esos discursos y la hacen derivar de una comprensión “epocal” del Ser o de las reglas de formación de un discurso. Coinciden también en que tanto los horizontes del mundo como las formaciones de discursos están sujetos a mudanzas que mantienen su poder trascendental sobre lo que se desarrolla en sus respectivos universos. La historia de cada uno exige, según Habermas, conceptos distintos de aquellos que se ajustan a lo óptico y lo histórico. Dreyfus (1996) ampliaría esta postura al reconocer los conceptos centrales de Ser en Heidegger y de poder en Foucault. Para el alemán, el Ser no es una sustancia o un proceso, sino un contexto en el que los objetos tienen una significación, y esta concepción del Ser encuentra su forma concreta en los utensilios, el lenguaje y las instituciones. Se trata de una Lichtung, un claro, un “gobernar no apremiante” que limita y despliega los objetos susceptibles de manifestarse. De esta manera, la historia occidental del Ser ha sido la “historia de la malinterpretación de la Lichtung” (pp. 1-3), constantemente reemplazada por un Ser supremo: el Bien en Platón, el Motor inmóvil en Aristóteles, el Dios judeocristiano o la razón ilustrada. Esta malinterpretación no es otra cosa que la metafísica. En resumen, Heidegger (1951) plantea que la pregunta por el Ser delimita el conocimiento de los entes, pues históricamente, las respuestas privilegian el criterio de la unidad contra la multiplicidad. Así, la metafísica tradicional aborda solamente lo que se sujeta a los límites de la unidad y la identidad, y lo que rebasa este límite es calificado de Nada, de no-ser. Aquí es a donde debe dirigirse la verdadera pregunta por el Ser. Análogamente, para Foucault, el poder no es ni una entidad ni una institución, sino un conjunto de acciones que, al igual que la Lichtung heideggeriana, al abrir posibilidades, gobierna las acciones. Como en el entendimiento del ser, es decir, desde un sentido ontológico, se puede decir que existe de manera esencial en toda sociedad cierto tipo de poder, y que sin relaciones de poder ésta no es más que una abstracción 19

(Dreyfus, 1996). Más aún, si el poder para Foucault normaliza y separa, en términos heideggerianos se podría decir que el poder radica en dar prioridad a lo que de suyo es acorde a los límites, lo útil, lo positivo. Ambos filósofos coinciden además que en Occidente, el sustrato que gobierna la actividad humana, determinando lo que existe, lo que es humano, etc., no es estático sino epocal. Para Heidegger (1951), en la era de la representación el ente es tal sólo en tanto que es aprehendido y fijado en la representación y en la producción; el hombre lo objetiviza y lo ordena todo. Y aunque el ideal kantiano era precisamente el hombre como fuente de significación de los objetos, Foucault, en su crítica del sujeto, encuentra que en este viraje la filosofía pasa en realidad de ser un sueño dogmático a ser un sueño antropológico (Dreyfus, 1996). La muerte del hombre era una consecuencia necesaria de la muerte de Dios. Dada esta referencia, parece que el origen del rechazo a la metafísica y a lo absoluto trascendental debe buscarse, en efecto, incluso más allá de Heidegger, pues hasta la historicidad remite al contenido metafísico de la dialéctica hegeliana. También para Foucault la tradición occidental caracteriza engañosamente, siguiendo a Nietzsche, al conocimiento por la adecuación, la unidad y el logocentrismo. Ya en La genealogía de la moral (2011) se denostaba la búsqueda de ese ideal trascendente por el cual se habría pagado cada vez un precio cuestionable: una realidad calumniada y malentendida. Aquí se muestra según Foucault (1996), la ruptura con la tradición occidental, pues al contrario de Kant, Nietzsche cree que hay tanta diferencia entre el conocimiento y el mundo a conocer; aquél ha de enfrentarse a un mundo sin orden, encadenamiento o ley. Sólo puede haber, entonces, no una relación de identificación con lo que ha de ser conocido, sino de lucha, dominación, subordinación o compensación; el conocimiento sólo puede ser una violación de las cosas a conocer. Este concepto se extiende al ámbito político cuando Foucault (2008) responde sobre los programa utópicos: “Sabemos muy bien que, incluso con las mejores intenciones, estos programas se convierten en una herramienta, en un instrumento de opresión” (p. 143).

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1.4. La nueva subjetividad y las formas de resistencia 1.4.1. El giro de la imposibilidad a los focos de resistencia Cuando Foucault (1976b) describe el panóptico de Bentham en Vigilar y castigar deja claro que cree en el funcionamiento perfecto y automático del poder. Una vigilancia “permanente en sus efectos” y la “perfección del poder”, que vuelven superfluo su ejercicio real, son los efectos mayores del dispositivo como metáfora de la sociedad disciplinaria. El poder está ahí, visible, pero inverificable, de manera que no importa si lo ejerce el director penitenciario, la familia o los amigos; quien está sometido a un campo de visibilidad, y lo sabe, reproduce por su cuenta la coacción del poder. El panóptico es, en resumen, la utopía del encierro perfecto, que no es sólo un edificio onírico, sino el principio de una nueva anatomía política, el diagrama de un mecanismo de poder en su forma ideal, abstraído de todo obstáculo y resistencia. Está, además, destinado a difundirse en el cuerpo social con el único objetivo de intensificar las fuerzas sociales: aumentar la producción, difundir la instrucción y elevar la moral pública, entre otras funciones. El panóptico parece así alzarse como un sólido edificio que reproduce indefinidamente sus efectos y sin un solo punto vulnerable que pudiera minar sus cimientos (Foucault, 1976b). Pero, siendo este edificio de carácter utópico ¿no debería Foucault, dada su adscripción nietzscheana, mostrar cierto recelo escéptico ante semejante ideal? Parece que, en efecto, tal fue la postura del filósofo en los escritos posteriores a Vigilar y castigar, cuando dice en una entrevista: “No se me puede atribuir la idea de que el poder es un sistema de dominación que lo controla todo y que no deja ningún espacio a la libertad” (1999, p. 406). El aparente cambio permea a través de los escritos posteriores a Vigilar y castigar, y puede reflejar –como hemos querido insinuar en el planteamiento– el tránsito del estudio del poder al del sujeto, si bien una mayor precisión merece un trabajo aparte. Lo que queremos más bien señalar aquí es de manera primordial la importancia metodológica que Foucault (1982) atribuye, a propósito del poder, al estudio de las formas de resistencia. El método consiste en utilizar la resistencia como “catalizador” para elucidar las relaciones de poder, localizarlas y descubrir su punto de aplicación. En otros términos, la propuesta metodológica consiste en analizar las relacio-

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nes de poder a través del antagonismo, de las formas de resistencia y de los intentos de disociar estas relaciones, en vez de hacerlo desde su propia racionalidad interna. Previamente al análisis, Foucault (1982) considera prioritario caracterizar los conflictos de antiautoridad, siendo sus puntos más destacados los siguientes: 1) cuestionan el estatus del individuo, es decir, atacan todo cuanto separa al individuo de otros y lo constriñe a sí mismo; 2) se oponen a los efectos del poder vinculados a los privilegios del conocimiento o la forma en que éste circula y funciona, y 3) orbitan alrededor de la pregunta del ¿quiénes somos?, o en otros términos, son un rechazo de abstracciones y de violencias ideológicas. En menor medida, Foucault destaca la inmediatez de estos conflictos, en tanto que no esperan una solución en un futuro a mediano plazo, como sí lo hacen las revoluciones, las luchas de clases, etcétera. Sin embargo, el problema radica en que el de Poitiers no ve en el individuo una trinchera de resistencia, o un “átomo primitivo” como antagonista del poder; el individuo es en sí mismo “un efecto del poder a través del cual éste circula” (Foucault, 2000, p. 37). La conclusión a la que llega Foucault a este respecto es que debe reorientarse la cuestión de la búsqueda de lo que somos hacia su rechazo. No hay que liberar al individuo del estado y sus instituciones, sino del tipo de individualización ligada a él; en resumen, es menester promover nuevas formas de subjetividad (1982). 1.4.2. Del poder a la constitución del sujeto: el cuidado de sí Se ha visto ya cómo el estudio del poder en Foucault ha sido meramente instrumental para abordar también la objetivación del sujeto bajo tres esquemas. Los primeros dos, la ciencia y los procesos de segregación constituyen aspectos negativos en tanto que representan una “sujeción” del sujeto. El tercer esquema, las formas de “subjetivación”, son modos en que los seres humanos, estableciendo relaciones de verdad consigo mismos en forma de autoconocimiento, se convierten propiamente en sujetos. Estas relaciones como formas de preocupación por uno mismo son lo que Foucault (2001) denomina prácticas del cuidado de sí, cuyo origen es rastreable hasta la Antigüedad clásica bajo la denominación de epimeleia heautou. Al estar fincadas en las relaciones del sujeto con la verdad, Foucault hace evidente el vínculo necesario con la prescripción délfica del gnōthi seauton, es decir, “conócete a ti mismo”. La figura de Sócrates 22

encarna fielmente la prescripción, pues es él quien reprocha a los atenienses que, en caso de condenarlo, no habrá quien los instigue a cuidar de sí mismos y de su virtud. Pero no sólo encuentra Foucault este rasgo en la filosofía platónica: la preocupación se hace igualmente presente entre epicúreos, cínicos y estoicos. Entre éstos el cura sui equivalente al epimeleia heautou griego permea a través de los escritos de Séneca y Epicteto. Foucault (2001) realiza también una lectura del Alcibíades para mostrar que el cuidado de sí está en realidad inscrito en una tradición helénica no sólo entre los ciudadanos de Atenas, sino también entre los de Esparta y Lacedemonia. Y es que cuando Sócrates cuestiona las aspiraciones políticas de Alcibíades, le hace ver que la necesidad de ocuparse de sí está vinculada al ejercicio del poder, es decir, es una condición para pasar de su posición desahogada –del sólo definir la acción política– al gobierno real de la polis. De esta suerte, uno no puede gobernar a otros ni transformar los privilegios propios en acción política o racional sobre los demás si no se ha aprendido a ocuparse de sí. Aunque el cuidado de sí no está inscrito como necesidad sólo en el proyecto político, pues lo está también en el pedagógico, es éste el punto en que la noción emerge, es decir, entre el privilegio y la acción política. En efecto, la cuestión central que Foucault lee en el diálogo no es la de qué es el hombre, ya que Sócrates indaga: “Debes cuidar de ti mismo, pero ¿qué es ese mismo del que debes cuidar?”. El objeto no es, repetimos, la naturaleza del hombre, sino la cuestión del sujeto al que apunta la actividad reflexiva. En última instancia el cuidado de sí es, a decir verdad, el marco justificador y el cimiento del imperativo délfico. De aquí se desprende que en la Antigüedad clásica, para conducirse bien, poder conducir a otros y practicar debidamente la libertad, era preciso ocuparse de sí, tanto para conocerse como para formarse, superarse a sí mismo y dominar los apetitos prestos a “arrastrarnos”. No obstante, Foucault (1999) reconoce que la ética no se identifica de manera inequívoca con el cuidado de sí, es simplemente que, como práctica reflexiva de la libertad, giraba en torno al imperativo del “Cuida de ti mismo”. El imperativo es, en efecto, ético, si bien su carácter no radica en este ocuparse de los otros: su sola condición es el cuidado propio. De nuevo, dado este carácter ético, el cuidado de sí aun ausente del cuidado de otros no puede convertirse 23

en dominación, e incluso, puede suponer un sujeto políticamente activo, cuidadoso de sí y de los otros. A este respecto, pensadores como Cubides Cipaguata (2006) han planteado la relación entre el sujeto político y el epimeleia heautou en términos del papel político de la ética del cuidado de sí y del conjunto de prácticas de sí posibles y deseables políticamente en nuestro presente. La posibilidad radica ya en que Foucault (1999) reconoce que no puede haber relaciones de poder más que en la medida en que los sujetos son libres, en que existe libertad por ambos lados. Si no existiera la posibilidad de resistencia violenta no existirían en absoluto las relaciones de poder. 1.4.3. Libertad y liberación El tema de las prácticas de resistencia, junto con el de las prácticas del cuidado de sí, en tanto que constitutivas del sujeto ético-político, conducen a un tema que, aunque tratado brevemente por Foucault, deja ver enseguida su pertinencia para el presente estudio. Se trata desde luego de lo que podría interpretarse como ese proceso aludido de transformación del sujeto, en términos ahora de libertad y liberación, el primero en su dimensión ética, y el segundo de carácter principal, pero no exclusivamente político. A primera vista podría acusarse, sin duda, una relación causal forzada, y el mismo Foucault se mostró en guardia contra un tratamiento de la liberación fuera de ciertos límites. Por lo tanto, conviene precisamente delimitar la relación entre libertad y liberación en los términos en que tiene un lugar coherente en el edificio del pensamiento foucaultiano. Ello remite en primera instancia, al fenómeno del poder, y en su forma extrema, al de dominación; en semejante estado, Foucault (1999) admite que las prácticas de libertad no existen, o existen sumamente acotadas. En este contexto de relaciones de poder con un alcance extraordinario puede preguntarse: ¿qué hay de la liberación? Foucault (1999) se apresura a responder que, a veces, la liberación es la condición política o histórica para una práctica de la libertad. En efecto, cuando un pueblo colonizado busca liberarse de su colonizador, hablamos de una práctica de liberación en sentido estricto, si bien ésta no basta para definir sus prácticas de libertad. ¿A qué se refiere Foucault con estas prácticas? A aquéllas que serán necesarias para que ese pueblo y sus individuos puedan definir formas válidas y aceptables tanto de su existencia como de su sociedad política. Jerárquicamente, como 24

problema ético, la definición de dichas prácticas de libertad será más importante que la afirmación de un deseo de liberación. Más aún, la liberación como mera condición sólo abre un campo para nuevas relaciones de poder que será menester controlar mediante las prácticas de libertad. Foucault admite, empero, que una lucha de liberación política podría también ser por sí misma una forma de práctica de la libertad. Se evidencia aquí el vínculo ético-político cuando Foucault pregunta: “¿qué es la ética sino la práctica reflexiva de la libertad? ¿Y qué es la libertad sino la condición ontológica de la ética?” (pp. 394-396). 1.5 Sujeto y verdad. Espiritualidad y salvación Como se ve, parece hasta aquí existir un punto de articulación entre las formas de resistencia, la nueva subjetividad, la ética del cuidado de sí y las prácticas de libertad-liberación. En efecto, si se considera que Foucault estudia el poder a partir de las formas de resistencia, es porque ve en ellas la manifestación contra la constitución-constricción del sujeto por el poder. Para salvar esta constricción, se requieren nuevas formas de subjetividad, de aquí que la atención sobre el poder sea sólo mediata. La constitución del sujeto, eje directriz real de la obra de Foucault, involucra el paso del sujeto constreñido por el saber-poder hacia un sujeto ético, cuya misma eticidad está cimentada en la relación del sujeto consigo mismo. En consecuencia, el filósofo revela esta relación como autoconocimiento, vinculado además al imperativo délfico del Conócete a ti mismo, que es a su vez, inseparable del epimeleia heautou. Esta relación, junto con la libertad, aparece como la condición ética por excelencia: no se puede reflexionar sobre la libertad, es decir, ser un sujeto ético, si no se posee previamente cierto grado de libertad. Hay, no obstante, una premisa: como Foucault (1982) presupone la inexistencia de estados de dominación total, deja abierta la posibilidad condicionada de las formas de resistencia, al igual que la pregunta sobre dónde ha de tener lugar su manifestación (huelgas, revoluciones, etcétera). De esta manera, Foucault parece señalar que, efectivamente, la constitución del sujeto ético es el proceso clave para revertir cierta forma de sujeción, aquélla que es característica de la moderna relación saber-poder. La vía para alcanzar esta nueva forma de subjetividad es lo que introduce la noción de espiritualidad como “lo que precisamente se refiere al 25

acceso del sujeto a cierto modo de ser y a las transformaciones que el sujeto debe hacer en sí mismo para acceder a dicho modo de ser” (1999, p. 408). Esta constitución vincula además dos aspectos ya expuestos de la filosofía de Foucault, los cuales atraviesan su crítica a la modernidad: sujeto y verdad, en cuyos términos define la espiritualidad: Si definimos la espiritualidad como la forma de prácticas que postulan que, tal como es, el sujeto no puede acceder a la verdad, pero que, tal como es, la verdad puede transfigurar y salvar al sujeto, entonces podemos decir que la era moderna de las relaciones entre sujeto y verdad comienza cuando se postula que, tal como es, es sujeto puede acceder a la verdad, pero que, tal como es, la verdad no puede salvar al sujeto. (Foucault, 2005d, p. 19)

Según Rabinow (2009), tanto los temas del cuidado de sí y la parrêsia como el trabajo analítico para sustentarlos, obedecen a la búsqueda de Foucault para responder la pregunta a la que lo conducían sus investigaciones recientes: ¿qué forma debería tomar una práctica filosófica para ser salvacional? Pronto se revela la conexión necesaria entre filosofía y espiritualidad, pues ya en su análisis de la Antigüedad y del cristianismo primitivo, el filósofo detecta un origen común en la relación. Acceder a la verdad requiere siempre un trabajo de transformación en el sujeto, en este caso, en la forma de ascetismo como las prácticas orientadas a transformar al individuo y darle acceso a la verdad. En palabras de Foucault: “La verdad ilumina al sujeto; la verdad proporciona felicidad al sujeto; la verdad da al sujeto tranquilidad del alma” (2005d, p. 16). La verdad adquiere una función trascendental: la de salvar al sujeto, pero no en el sentido cristiano, pues la salvación “no es más que la realización de la relación consigo” (p. 192). A su vez, debe notarse que, según la formulación citada, la posibilidad de salvación está vedada para el sujeto en la era moderna. La identidad entre espiritualidad y la filosofía como cuidado de sí dejó de serlo una vez que Descartes inauguró el modo de ser definido mediante el conocimiento. Pero si una nueva subjetividad en la que la relación del sujeto consigo plantea la posibilidad de enfrentar las relaciones de sujeción, siempre con el modelo de una existencia estética, entonces, ¿puede un tipo renovado de espiritualidad ser la condición 26

positiva de la resistencia, vista la ausencia de dominación total y puestas las condiciones de eticidad en la forma de prácticas reflexivas de libertad? En otros términos, ¿puede esta espiritualidad, al restaurar la relación con la verdad, detonar dicha resistencia, de manera que antagonice con el poder y la moderna sociedad disciplinaria, y lograrlo además de forma efectiva y definitiva? ¿Es ello posible o deseable? Y de ser así, ¿qué otras condiciones, intrínsecas o extrínsecas, posibilitan que ocurra tal detonación en un contexto y no en otro? El intento de elucidar posibles respuestas a estas preguntas es el núcleo del capítulo siguiente.


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Capítulo 2 El lugar de la espiritualidad política en el pensamiento de Foucault3 “En el Islam, de manera particular, la historia de la filosofía y la historia de la espiritualidad son inseparables” (Corbin, 1993: xvi).

2.1. El problema del término. Un apunte histórico Ocurre con la generalidad de los autores que uno o más rasgos distintivos de su pensamiento pueden sin dificultad ser retrotraídos hasta sus obras de juventud, señalando una clara evolución de su pensamiento. Así, incluso en el menos metódico de ellos se encuentra aquí y allá disperso el germen de sus obras de madurez. Tal ha sido el propósito de bosquejar los tres ejes del proyecto filosófico de Foucault: las relaciones del sujeto con el saber, con el poder y consigo mismo. A este respecto se ha esbozado ya un vínculo entre la ética del cuidado de sí, la estética de la existencia y una cierta espiritualidad como pilares de una nueva subjetividad capaz de resistir las relaciones de sujeción con el poder moderno. Tales elaboraciones pretendían también fungir como telón de los fenómenos descritos por Foucault en sus artículos sobre la Revolución Islámica en Irán, y a los que agrupó bajo el término de espiritualidad política. Así, la primera parte de este capítulo consiste íntegramente en la lectura temática de estos fenómenos, mientras que la segunda mitad trata de articular coherentemente la espiritualidad política como proyecto bajo los tres ejes mencionados. Tras esta denominación común de fenómenos jurídicos, políticos y religiosos el filósofo pareció haber encontrado un eco de su crítica a la modernidad occidental, en términos de nuevas relaciones del sujeto. Bajo este prisma, la actualización de una hasta entonces imaginaria “voluntad colectiva” en la historia de las ideas políticas constituiría el germen de un proyecto ético-político posible. Conviene, por otro lado, estar en guardia de que semejante elaboración foucaultiana no haya sido más que una especie

A menos que se indique otra cosa, todas las referencias corresponden a la edición de Afary y Anderson (2005), cuyo apéndice consiste íntegramente en la edición en inglés de los artículos que Foucault publicó sobre la Revolución, en la revista Le Nouvel Observateur y el diario Corriere della Sera, entre 1978 y 1979. 3

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de fascinación orientalista, un pretexto para dotar de base filosófica al ideal de Oriente como antagonista de Occidente. De ser así, Foucault estaría incurriendo en lo que el mismo condenaba: la imposición hegemónica de un modelo moderno occidental desde una dimensión epistemológica. En otros términos, estaría forzando una relación de verdad y de poder sobre un sujeto para celebrar la relación de éste consigo mismo. Después de todo, el mismo Said (1978) reconocía en Orientalismo su deuda con el filósofo francés: la identificación de formaciones discursivas que afianzaban la moderna dominación de Occidente sobre Oriente. Por otro lado, una crítica con esa sola directriz sin un análisis previo abonaría muy poco en la problemática que aquí se plantea. Ahora bien, la dificultad conceptual que encierra dicha espiritualidad política queda entonces de relieve si se considera que va más allá de la mera combinación de elementos espirituales y políticos. Como se mostrará, se trata de una cuestión que involucra la complejidad de su interacción en el contexto de la obra de Foucault, sobre todo si se toma en cuenta un punto adicional. Y es que en la obra previa del filósofo no se encuentran significativamente elaboraciones explícitas que sugieran el germen del término o la evolución unívoca hacia éste4. Así, la totalidad del peso conceptual recae prácticamente en sus escritos sobre la revolución en Irán. En los siguientes apartados se intentará además, una especie de transgresión: si bien Foucault apreciaba la forma irreductible en que se presentaba el conjunto de fenómenos tras la espiritualidad política, en detrimento de su análisis, se procederá aquí de forma inversa. Describir los elementos componentes, sus relaciones mutuas, su contextualización en el proyecto del filósofo y, en fin, intentar la elucidación la espiritualidad política en función de sus elementos: tal será el objetivo del presente capítulo. Pero la estrecha relación que existe entre el componente espiritual, el componente político y la matriz religiosa en que se inscriben presenta, en no menor medida, un grado adicional de complejidad que demanda atención. Primero, porque a lo largo de estos artículos, Foucault afirma la existencia de una espiritualidad que se encuentra de manera eminente e irreductible en el chiísmo, y en segundo lugar, porque las condicio-

La elaboración más acabada de la noción de espiritualidad se encuentra en la Hermenéutica del sujeto, del ciclo de conferencias en el Collège de France, entre 1981 y 1982, es decir, casi tres años después de los escritos sobre la Revolución de Irán. 4

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nes cismáticas en que éste se separó de la ortodoxia sunita la vuelven fundamentalmente indisociable de un cariz político para un lector atento. Y es que aunque el chiísmo nació bajo el signo de la confrontación, difícilmente habría sido de otra manera; mientras los seguidores (shi’ah) de Ali, primo y yerno de Mahoma, veían en él al sucesor legítimo del Profeta, la elección mayoritaria del rival político de Ali como primer califa y sucesor de Mahoma dio al chiísmo su estigma de oposición a lo establecido, quizá por considerarla fruto del oportunismo (Tabatabae, 1975). La actividad política que Foucault encontró en el chiísmo se extendió a la esfera del dogma religioso sólo después del cisma, y se radicalizó tras la muerte de Alí a manos de la ortodoxia sunita. En este contexto, resulta pertinente otro apunte histórico: aunque la radicalización fue más bien fruto del elemento político, la muerte de Alí tuvo consecuencias casi inmediatas para el dogma: lo convirtió para los chiítas en una autoridad espiritual prácticamente a la par del Profeta (Tabatabae, 1975). Gracias a ello, Ali también imprimió su sello en la interpretación de la Ley divina o shari’at; según su doctrina, la exégesis espiritual se encuentra en la enseñanza esotérica de los imanes. Con ellos y con Alí a la cabeza de la sucesión, se inicia el ciclo de la “amistad” de Dios, y es por esta “amistad” que el imán puede revelar a sus fieles dimensiones aún insospechadas del islam espiritual (Eliade, 1999).5 Así, aunque el elemento político resulta relevante para entender el acento en la espiritualidad chiíta, ésta parece cobrar vida propia, dificultando discernir donde empieza su jurisdicción, si es que se le puede adjudicar una independiente. De esta suerte, el objetivo metodológico de transgredir la irreductibilidad de la espiritualidad política se ve prima facie obstaculizado, al enfrentarnos a un elemento en cuyo origen lleva su sello: la resistencia a la ulterior descomposición. Es menester, por lo tanto, ensayar un primer acercamiento meramente descriptivo de tantas características cuantas Foucault pareció, intencionalmente o no, resaltar.

Eliade apunta que por medio de esta amistad, Dios revela a los imanes las significaciones secretas del Libro y la tradición, para iniciar a los fieles en los misterios divinos. Y si bien los imanes no sustituyen al Profeta, cada uno de ellos completa su obra y comparte su prestigio, lo cual deja abierto el futuro de la experiencia religiosa. 5

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2.2. La espiritualidad política en los escritos de Foucault Si bien Foucault considera el contexto de la raíz de la espiritualidad política como totalmente antagónico del occidental, es de destacar que uno de los puntos de partida de su elaboración sea precisamente de este cuño. Nos referimos aquí a la continua alusión foucaultiana de la cita marxista que afirma que la religión “[e]s el opio del pueblo” (Marx, 1968, p.7). Para el filósofo francés, esto debe ser entendido sólo para el tiempo en el cual Marx vivió, y no como una generalización de todas las eras de la cristiandad o de cualquier otra forma religiosa. Para los entonces partidarios del gobierno islámico en Irán, el aforismo de Marx pudo haber sido cierto en el primer caso, pero no para el Islam, ni mucho menos para la doctrina Shi’a. Foucault (2005c) completa su defensa sosteniendo que “el papel del chiísmo en un despertar político, en mantener la conciencia política, es históricamente innegable”, y que “en general, y a pesar de los cambios ocurridos en la naturaleza de la religión […], no obstante ha jugado un papel opositor” (pp. 186-187). Más allá del origen descrito e incluso del movimiento revolucionario del 78, Foucault (2005m) encuentra aquello que permitiría la introducción de una dimensión espiritual en la vida política, de manera que ésta “no sea, como siempre, el obstáculo a la espiritualidad, sino más bien su receptáculo, su oportunidad y su fermento” (p. 207). A este propósito, además de la figura emblemática de Alí, Foucault revela la influencia en la vida política y religiosa de Irán del intelectual Alí Shari’ati, cuya muerte un año antes de la Revolución le dio una posición privilegiada dentro del chiísmo. Educado en Europa, aunque de formación religiosa, Shari’ati conoció la obra de Fanon y Masignon, tomando de ellos no pocos aspectos ideológicos que sustentarían su posterior influencia en los ideólogos de la Revolución Islámica. Al regresar a Irán, enseñó que el verdadero significado del chiísmo no debería buscarse en una religión institucionalizada, sino en los sermones de justicia social e igualdad que habían sido predicados por el primer imán (Foucault, 2005m). La influencia de Shari’ati se explorará en la segunda parte de este capítulo. Pero dado este conocimiento previo del chiísmo, y respecto a la espiritualidad política, existe en los hechos de la Revolución un elemento adicional inusitado para el filósofo. Este elemento es la voluntad política del pueblo iraní, cuya manifestación hace 31

a Foucault (2005m) plantearse dos cuestiones. La primera cuestión remite a la invención del Estado y del gobierno por los visires persas; fueron ellos quienes dieron forma a los califatos. En ese mismo seno surgió a su vez la religión que dio a sus seguidores recursos infinitos, una fuerza irreductible para resistir al poder. Foucault se pregunta si en este hecho hay una reconciliación, una contradicción o algo simplemente novedoso, inaudito. Es, empero, la otra cuestión la que lleva al filósofo a lanzar la pregunta sobre la espiritualidad política. En ella hay una proyección desde Irán hasta un nivel global en estos términos: “¿Cuál es el punto de buscar, incluso a costa de sus propias vidas, eso cuya posibilidad hemos olvidado desde el Renacimiento […], una espiritualidad política?” (p. 209). La descripción requerirá también simultáneamente un segundo acercamiento, tanto de la dimensión espiritual como de la política. En este punto es todavía acusable la ausencia de un criterio para definir lo espiritual y evitar confundirlo con lo meramente religioso. Aunque omisible de inicio, la definición del criterio tendría que apelar de manera necesaria a los temas hacia los que habían conducido los trabajos previos sobre saber y poder. Verdad y sujeto aparecen aquí como los ejes de la espiritualidad, pero que a la vez sustentan la ética del cuidado de sí, con su cariz de cuidado de los otros. Todos los elementos considerados pretenden presentar ese matiz de subversión a la relación moderna entre verdad y sujeto, en la forma de restauración, tal cual Foucault imaginaba el retorno a la moral de la Antigüedad precristiana. Los elementos políticos, por otro lado, aparecen inicialmente como inconexos con el poder, sin embargo, están presentados de manera que evidencien una oposición activa a la hegemonía occidental. Estos criterios, cuya lectura comparada con la obra de Foucault constituye la segunda parte de este capítulo, habrán de servir como guía a través de la primera parte.

2.3. Los elementos espirituales 2.3.1. El sentido de justicia Foucault vuelve con frecuencia a la esencia militante de la espiritualidad chiíta. Estaba al tanto de que “mientras que este credo no anuncia cada día que el gran evento ocurrirá mañana, tampoco acepta indefinidamente toda la miseria del mundo”. De su entrevista con el ayatollah Shariatmadari cita sus palabras: “Esperamos al Mahdi, pero pe32

leamos día con día por un buen gobierno” (Foucault, 2005l, p. 201). Se revela de esta manera una espera que resulta menos que pasiva ética y políticamente, y en este tenor, Foucault parafrasea al líder religioso: Durante la espera del Duodécimo Imán, quien, haciéndose visible, restablecerá el sistema igualitario en su perfección, es necesario, mediante el conocimiento, mediante el amor de Alí y sus descendientes, e incluso mediante el martirio, defender a la comunidad de creyentes contra el poder maligno. (Foucault, 2005l, p. 202)

De nuevo la espera del duodécimo sucesor de Mahoma por vía sanguínea no significa necesariamente la renuncia a un buen gobierno, antes bien permea un sentido de justicia que no sería posible sin la libertad chiíta de exégesis ni la noción de la jerarquía espiritual. En este contexto, Foucault (2005l) explica que para el chiísmo “es la justicia la que hace la ley, y no la ley la que hace la justicia” (p. 201). Retrotrae esta característica a la persecución de los imanes, descendientes de Alí, por el gobierno corrupto de los califas, “arrogantes aristócratas quienes habían olvidado el antiguo sistema igualitario de justicia” (p. 201). Se trata entones de remontarse a una justicia que en su carácter originario se puede descifrar en la vida, los dichos, la sabiduría y los sacrificios ejemplares de los imanes. Aunque podría señalarse un símil con el cristianismo primitivo, el filósofo parece señalar una diferencia elemental entre ambas espiritualidades. Al menos en cuestión de justicia, en el chiísmo se puede hablar de “una religión que habla menos de lo venidero que de la transfiguración de este mundo” (Foucault, 2005f, p. 223).

2.3.2. La muerte y el sacrificio Foucault (2005m) resalta a su vez la importancia del martirio6 como medio de restauración de la justicia; se convierte en una cuestión de importancia capital el hecho de que durante los enfrentamientos con el ejército iraní, los civiles hayan ido en busca de esa

El término utilizado proviene del verbo árabe shaheda, dar testimonio. Así, un mártir o shahid da testimonio de su fe mediante el sacrificio. Shari’ati desarrolla toda una teoría del sacrificio y la subjetividad. Véase la sección 2.8. 6

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espiritualidad política “aun a costa de sus vidas” (p. 209). Al igual que la paradoja en la creación persa del estado y la aparentemente inherente resistencia política chiíta, Foucault encuentra una situación no menos destacable en esa resistencia: que la población se enfrentara desarmada a uno de los regímenes más poderosos del mundo y contra una de las policías mejor preparadas. Los civiles iraníes no recurrieron al conflicto armado, solamente a “una determinación y un coraje” (Foucault, 2005j, p. 211) capaces de inmovilizar al ejército, dubitativo en abrir fuego contra ellos, el mismo que un par de meses antes había matado a miles de ellos durante el Viernes Negro en Teherán.7 De nuevo, Foucault (2005i) señala una diferencia respecto la vivencia cristiana del martirio: la celebración de la muerte del Imán Hussein, hijo de Alí, contra las fuerzas de los fundadores de la dinastía Omeya. En esta celebración religiosa de autoflagelación no hay un sentimiento de culpa, sino “la exaltación del martirio por una causa justa” – señala Foucault (2005i, p. 216). Es el tiempo en el que “las masas están listas para avanzar hacia la muerte en la intoxicación del sacrificio” (p. 216). Mientras la revuelta se esparcía a través de cintas de audio, Foucault hacía notar que los sermones grabados de los imanes incitaban a los civiles iraníes a levantarse contra el régimen, sin evocar retirada o refugio. En esta instancia, el filósofo se pregunta si esta religión, que alternativamente convoca a los fieles a la batalla y conmemora a los caídos, no estará fascinada con la muerte, más enfocada quizá en el martirio que en la victoria. El mismo Foucault imagina la respuesta: Lo que le preocupa a ustedes, occidentales, es la muerte. Le piden que los libere de la vida, y ella les enseña a rendirse. En tanto, nosotros nos preocupamos por los muertos, porque ellos nos aferran a la vida. Estrechamos sus manos para que nos vinculen a la obligación permanente de justicia. (Foucault, 2005l, p. 201)

2.3.3. La verdad Se ha mencionado ya el carácter exegético de la enseñanza a través de los imanes, quienes son capaces de revelar dimensiones insospechadas a los fieles del Libro y la Se trata de una cifra no oficial; los medios hicieron circular la noticia de apenas decenas de muertos. 7

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tradición. Una de esas dimensiones siempre presente es la lucha política: primero contra los califatos aristócratas sunitas, y luego contra el régimen de la dinastía Pahlavi. Foucault (2005m) ve la introducción de esa dimensión espiritual en la política como un receptáculo para más que un obstáculo para la misma espiritualidad. El filósofo encuentra en el chiísmo una luz capaz de iluminar la ley desde su interior; la verdad no queda sellada con el último profeta. De esta manera, el ciclo de revelaciones a través de los doce imanes resulta relevante, pues ellos transportan una luz “siempre la misma y siempre cambiante” (p. 205). Al afirmar que los fieles chiítas no tienen el mismo régimen de verdad, explica Foucault: Y en Irán está ampliamente modelado en una religión que tiene una forma exotérica y un contenido esotérico. Es decir, todo lo que se dice bajo la forma explícita de la ley se refiere también a otro significado. Así, decir una cosa y querer decir otra no sólo no es una ambigüedad condenable; es, por el contrario, un nivel adicional de significación necesario y altamente valorado. (Foucault, citado por Brière y Blanchet, 2005, p. 259)

2.3.4. El recurso al origen Tanto por el carácter originario de la justicia en la enseñanza de los imanes como por su nula exención de matiz político, Foucault parece hacer también un recurrente hincapié sobre el tema del origen en el contexto de la espiritualidad chiíta. Queda de manifiesto, como se ha visto en la entrevista con Shariatmadari (Foucault, 2005m), en el restablecimiento del orden con el regreso del Duodécimo Imán, aunque también en diálogos con otros interlocutores. En su entrevista con Baqir Parham (Foucault, 2005c), el filósofo apela a un “coraje” para comenzar de nuevo, y propone abandonar todo principio dogmático, así como cuestionar la validez de todos los principios fuente de opresión. Hay también una exhortación para construir otro pensamiento y otra imaginación en materia de política. Foucault resalta el trabajo de aquéllos que se esfuerzan para presentar una nueva forma de pensar una organización social y política que no toma nada de la filosofía occidental: “En otras palabras, tratan de presentar una alternativa basada en las enseñanzas islámicas” (pp. 185-186).

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Adicionalmente, para Foucault (2005k) este recurso al origen se presenta como refugio en la tradición: la sociedad iraní “lesionada y herida, hace un alto. Se repliega hacia su pasado y, en el nombre de creencias milenarias, busca refugio entre un clero retrógrado” (p. 194). Pero a la vez, Foucault pregunta qué otro refugio tienen la sociedad civil, apartada de su existencia tradicional, si no es el de la mezquita y la comunidad religiosa: “¿Dónde puede buscarse la protección […] si no en el Islam, que por siglos ha regulado la vida cotidiana, los lazos familiares y las relaciones sociales con semejante cuidado?” (pp. 199-200) En este punto el recurso se convertía en la búsqueda de un gobierno islámico, que se hacía patente como la idea de “volver a lo que era el Islam en los tiempos del Profeta, pero también de avanzar a un punto luminoso y distante donde sería posible renovar la fidelidad más que mantener la obediencia” (Foucault, 2005m, p. 206). Se proyecta entonces una vuelta al origen, pero un origen renovado que no puede presentarse como el arcaísmo identificado con el régimen modernizador de ese momento.

2.4. Los elementos políticos 2.4.1. El gobierno islámico No tratándose de un repliegue hacia elementos retrógrados, sino del rechazo del régimen modernizador del shah, la vuelta al origen implica cierta identificación de la modernidad con el objeto de rechazo: “La modernización como proyecto político y como principio de transformación social es algo del pasado en Irán”, es una “serie de fallas recalcitrantes”, algo viejo que es la base del gobierno y “la razón de ser” del monarca llegado al poder con mero apoyo extranjero (Foucault, 2005k, p. 196). Ello conduce, además, a otra problemática. Si esta modernización es vista como sinónimo de despotismo, corrupción, un fragmento del pasado colonial que ha subyugado a Irán y que nadie quiere, y, en fin, como arcaísmo, ¿a qué origen busca replegarse la sociedad civil iraní? Foucault refiere el deseo de volver al “Islam de los tiempos del Profeta”, sin embargo, la pregunta real parece formularse en estos términos: ¿Qué forma política será capaz de reconciliar lo esencial de una sociedad profundamente tradicional con la inminente modernización?

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Foucault parece así encontrar las razones del deseo común de la sociedad civil iraní por un gobierno islámico. Bajo esta luz, el islam Shi’a exhibe aspectos que lo hacen deseable como pilar del gobierno: ausencia de jerarquías en el clero, independencia mutua de los líderes religiosos e importancia a la autoridad espiritual (Foucault, 2005m). Por otro lado, no debe significar un régimen donde los clérigos tendrían un papel de supervisión o control (situación que eventualmente sucedió, pero cuya materia cae fuera de los límites de este trabajo). Lo que Foucault en realidad desea resaltar es que, cuando los iraníes clamaban por un gobierno islámico, bajo la amenaza del fuego militar, rechazando a priori pactos de partidos y de políticos, tenían otras cosas en mente más allá de fórmulas de democracia. Para el filósofo, las masas estaban pensando en una realidad “muy próxima” de la que los iraníes mismos pretendían ser sus agentes activos. Esta realidad próxima Foucault la entiende como el movimiento que apunta a dar un papel permanente en la vida política a las estructuras tradicionales de la sociedad islámica. En otros términos, a usar las estructuras religiosas no sólo como centros de resistencia, sino como fuentes de creación política: “Eso es lo que se sueña cuando se habla de gobierno islámico” (p. 207).8 Pero además de estas razones, Foucault (2005b) asigna también al islam un papel más allá de una trinchera que proporcionara refugio al repliegue iraní. En primera instancia, se habla de la unidad de la oposición tras la figura del ayatollah Khomeini, sin las divisiones ni conflictos internos frecuentes en una revolución. Foucault (2005i) apunta que ningún partido político como tal tiene la fuerza necesaria para lograr semejante unidad ni para ser depositario de una confianza que sí había generado el clérigo. Sin embargo, para el filósofo, el papel preponderante del islam en la Revolución iraní fue meramente el de detonar, “abrir la cortina”. He aquí su valor universal potencial; como movimiento insuflado por la religión islámica, la revolución podría encender la región entera, expandirse, poner de revés los regímenes más estables y a temblar los más estables, fungir en fin como polvorín (2005e, 2005h, 2005i). No menos importante es que el otro papel de la religión haya sido el de promesa y garantía de algo nuevo; La edición en inglés traduce: “This is what one dreams about when one speaks of Islamic government”. El original en francés dice: “Et c'est à cela qu'on songe lorsqu'on parle du gouvernement islamIque”. Tanto one como on son pronombres impersonales, y en este contexto, equivalentes al se del español. 8

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Foucault reprocha que no se hubiera puesto en contexto la condena marxista a la religión: el Islam no fue el opio del pueblo, precisamente porque fue “el espíritu de un mundo sin espíritu” (Brière y Blanchet, 2005).9 .

2.4.2. La voluntad colectiva Fiel a su pensamiento, Foucault (2005m) prefiere hablar de gobierno islámico no como un ideal; lo que le impresiona es la forma que adquiere bajo la denominación de voluntad política. Esto es, el esfuerzo de politizar estructuras que son inseparablemente sociales y religiosas, como respuesta a problemas actuales, así como su intento de abrir una dimensión espiritual en la política. En este punto es conveniente retomar las cuestiones que Foucault se plantea a propósito de esta voluntad política: a partir de una religión que dio a su gente recursos infinitos para resistir al poder, en esta voluntad ¿debe verse una reconciliación, una contradicción o las señales de algo nuevo? ¿cuál es el punto de buscar así a costa de la propia vida una espiritualidad política? (pp. 208-209). Sin embargo, meses más tarde, Foucault (2005j) hace notar otro aspecto en el movimiento: la ausencia de objetivos a largo plazo. Ya que no hay plan para un gobierno, y porque los eslogans son simples, se hace posible una voluntad popular clara, obstinada y casi unánime. Tras esa voluntad hay un rechazo a pronunciarse en favor de una batalla política sobre una futura constitución, sobre problemas sociales o sobre política exterior. La voluntad política de la sociedad civil iraní se convertía así en la voluntad de impedir a la política ganar un peldaño de apoyo, simplemente porque para Foucault, la política no es lo que pretende ser, es decir, no representa la expresión de una voluntad colectiva. Pero además, esta voluntad en Irán fue forjada o mantenida por el clero, quien en opinión de Foucault no estaba precisamente entusiasmado en convertir esa voluntad colectiva en una coalición política. Al final, la cuestión se convertía en saber cuándo y cómo esa voluntad cedería a la política, cuestión que representa el problema práctico de toda revolución y el problema teórico de toda filosofía política.

La cita completa es: “La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, como lo es el espíritu de las condiciones sin espíritu. Es el opio del pueblo” (Marx, 1968, p.7). 9

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Aunque Foucault consideraba la voluntad colectiva un mito político y una herramienta teórica “como Dios, como el alma”, la encontró materializada en Irán; sólo en las guerras de independencia o en los levantamientos anticolonialistas se distinguen fenómenos similares. Esta voluntad significaba, por tanto, el anhelo del fin de la dependencia, el deseo de otro modo de vida, y tenía además un objetivo único: la salida del shah, quien en este sentimiento nacional “extremadamente vigoroso” era percibido como “agente occidental” (Foucault, 2005f, p. 221). Así, el doble registro del movimiento estaba constituido por la voluntad colectiva expresada en términos políticos, por un lado, y en el deseo de un cambio radical en la vida cotidiana de la sociedad civil iraní, por el otro. De nuevo, esta doble afirmación sólo puede estar basada en las tradiciones y en un no estar solo. No en vano afirmaba Foucault que, en su carácter repetitivo, había en las manifestaciones como demostraciones de la voluntad un vínculo entre la acción colectiva, el ritual religioso y la expresión del derecho público: “En las calles de Teherán había un acto, un acto político y un acto jurídico, llevado a cabo colectivamente dentro de rituales religiosos– un acto para deponer al soberano” (Foucault, citado por Brière y Blanchet, 2005, p. 254). Foucault (2005l) apunta a otro aspecto de esta singularidad en el movimiento: en la colectividad, se ha mencionado, las miles de formas de descontento, odio, miseria y decepción se transformaban en una fuerza. Pero a su vez, esa fuerza se presentaba como forma de expresión, como un modo de relacionarse socialmente, “como una forma de estar juntos, de hablar y de escuchar” (p. 202). Las aspiraciones se agrupaban detrás del islam no sólo como religión, sino como modo de vida, como adhesión a una historia, a una civilización, y, en suma, a una identidad común. Por otro lado, el movimiento representaba el acceso a una realidad de la que podían ser agentes, más allá de la mera obediencia fiel a la ley islámica. En relación a ese modo de vida, la religión era para los iraníes, en opinión de Foucault (2005m), la promesa de encontrar algo nuevo que cambiaría radicalmente su subjetividad. Había en la sociedad civil iraní el deseo de renovar su entera existencia volviendo a la experiencia espiritual que pensaban se encontraba en el islam Shi’a (Brière y Blanchet, 2005).

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2.4.3. El anticolonialismo Pero también la voluntad política representaba para Foucault (2005f) el anhelo del fin de la dependencia. Para entender esto, se puede retomar brevemente la identificación generalizada del régimen modernizador de los Pahlavi con una serie de prácticas arcaicas de depredación. Bajo esta perspectiva, el shah quedaba como un mero agente occidental. No se ha explicitado, empero, el papel que juegan estas consideraciones en las consignas antioccidentales que acompañaron el movimiento. De este régimen de la misma forma y época que los demás regímenes colonialistas que habían subyugado a Irán desde principios de siglo, escribe el filósofo: Irán nunca fue colonizado. En el siglo decimonoveno, los británicos y los rusos lo dividieron en zonas de influencia, de acuerdo a un modelo precolonial. Entonces vino el petróleo, las dos Guerras Mundiales, el conflicto de Medio Oriente y las grandes confrontaciones en Asia. De golpe, Irán se movió a una posición neocolonial dentro de la órbita de los Estados Unidos. En un largo periodo de dependencia sin colonización directa, las estructuras sociales del país no fueron radicalmente destruidas. (Foucault, 2005f, p. 220)

En efecto, no obstante el enriquecimiento de los privilegiados con el petróleo, la especulación y el aprovisionamiento de la milicia, en opinión de Foucault, no surgieron nuevas formas sociales. Tanto la burguesía como la población rural sobrevivieron lo suficiente para sufrir y resistir la dependencia que trajeron los nuevos cambios. De acuerdo al filósofo, dos factores fueron clave para esta situación: por un lado, la ausencia de un colonizador-ocupante como tal y, por el otro, la presencia de un ejército nacional y de una fuerza policial considerable. En Irán, sin embargo, las organizaciones militares-políticas, que en otros lugares organizaban la lucha por la descolonización con cierta posición para negociar la independencia e imponer la salida del poder colonial, no vieron la luz (Foucault, 2005f). Desde este contexto, la voluntad política de los iraníes era un rompimiento con todo lo que marcaba su país y sus vidas diarias: la presencia de hegemonías globales. Foucault se atreve entonces a preguntar si este movimiento sería el fin de una forma de dependencia donde, más allá de lo estadounidense, se puede reconocer un consenso internacional y cierto “estado del mundo” (p. 40

222). Sin embargo, el sentimiento nacionalista que rechazaba la sumisión a los extranjeros, a una política exterior de dependencia y a la intervención estadounidense, era para Foucault sólo uno de los elementos de algo más radical: el rechazo por parte de los iraníes de todo lo que había constituido hasta ese momento su destino político (Brière y Blanchet, 2005).

2.4.4. El elemento revolucionario En estos términos, Foucault (2005i) problematiza más aún el movimiento iraní en tanto que buscaba desligarse de la dominación exterior, así como no menos de los manejos de la política interior. Visto de esta manera, ninguna de las características del movimiento causó sin duda mayor conflicto al filósofo como el de su ambigua naturaleza revolucionaria, cuando se pregunta de qué está hecho el movimiento, o si se trata en verdad de una revolución. Foucault (2005f) se apresura a responder: “No en el sentido literal del término[…] Es la insurrección de hombres a mano limpia que quieren levantar el temerario peso, el peso del orden del mundo entero que se apoya en cada uno de nosotros, pero más específicamente sobre ellos” (p. 222). Foucault se aventura a pensar que se trata quizá de la primera gran insurrección contra los sistemas globales, la forma de subversión que es la más moderna y la más desquiciada.10 Después de todo, …a esta larga sucesión de festividades y luto, a esos millones de hombres en las calles invocando a Alá, a los muláhs en los cementerios proclamando subversión y oración, a los sermones distribuidos en cintas de audio, y a ese anciano que, diariamente, cruza el camino en un suburbio de París para arrodillarse en dirección a la Meca; era difícil para nosotros llamar a todo esto una “revolución”. (Foucault, 2005h, p. 239)

Meses después apareció finalmente una figura más familiar para el pensamiento occidental: las barricadas, armas tomadas de los arsenales, un consejo que reunido apresuradamente apenas dejó tiempo a los ministros para renunciar “antes de que las

El texto en inglés traduce insane; tanto en el original italiano como en la edición francesa aparece el término folle. 10

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piedras empezaran a romper las ventanas y antes de que las puertas se derrumbaran bajo la presión de la multitud” (Foucault, 2005h, p. 239). En palabras del filósofo, la Historia había colocado finalmente el sello de autenticidad a esta revolución. La lucha de clases, la presencia de vanguardias armadas y un partido o una ideología organizando las masas, dinámicas distintivas de toda revolución y ausentes durante gran parte del movimiento, aparecerían después como primer acto. Pero Foucault no se mostraba aún optimista, pues las cosas, empero, se veían todavía ambiguas; los marxistas-leninistas parecían dispuestos a ser esa fuerza que decantara la ambigüedad y clarificara la situación. Para Foucault (2005h), sin embargo, este levantamiento no violento que depuso a un régimen podría encontrar su significado histórico no en la conformidad a un modelo reconocido (y occidental) de “revolución”, sino en su potencial de trastocar la situación política en el Medio Oriente y, por lo tanto, en el equilibrio estratégico mundial. Y aunque “fuera de la historia” y en la historia misma sea comprensible que los levantamientos hayan encontrado su presta expresión en las formas religiosas, la era de las revoluciones modificó este esquema. Esta era asentó la historia, organizó nuestra percepción del tiempo y polarizó las esperanzas; constituyó además un esfuerzo titánico para encuadrar los levantamientos dentro de una historia racional y controlable. En otros términos, la “Revolución” proporcionó legitimidad, sus teóricos separaron sus formas buenas y malas, definieron sus leyes de desarrollo y establecieron condiciones preliminares, así como sus objetivos y formas de culminación (Foucault, 2005e). Pero hasta ese momento, el movimiento en Irán no había experimentado las “leyes” de las revoluciones, es decir, ésas que “hacen reaparecer a la tiranía bajo el entusiasmo de las masas” (Foucault, 2005e, p. 264). Cuando por fin se instauró la República Islámica con el clero a la cabeza, Foucault contestaba a los detractores de la revolución, quienes que le reprochaban: “Es inútil sublevarse, siempre será lo mismo” (p. 266). Compelido por las torturas del nuevo régimen a los exfuncionarios del shah, Foucault replicaba que es precisamente en las desilusiones históricas donde estriba que el tiempo humano sea historia y no evolución. Volcándose ahora hacia una llamada ética antiestrategia, Foucault sentencia que hay leyes inviolables y derechos irrestrictos siempre opuestos al poder. La parte más interna y más intensamente vivida del movi42

miento no buscaba sus razones profundas, sino precisamente la manera en que se vivió. Será siempre para Foucault algo más que la identidad: fue la espiritualidad de los que marchaban a su muerte.

2.5. La espiritualidad política como proyecto filosófico Al final del capítulo 1 se revisó que Foucault planteaba el estudio de las formas de resistencia como metodología para analizar el poder, en virtud de que tal propuesta permitiría elucidar y localizar sus relaciones. Entre algunas de las características de estas formas de resistencia, Foucault destacaba el cuestionamiento del estatus del individuo. El problema a resolver era precisamente el individuo como efecto del poder y la necesidad de una nueva subjetividad que permitiera superar la “sujeción” a la que el individuo era sometido por las relaciones de verdad y de poder. Esa nueva subjetividad buscaba el establecimiento de las relaciones del sujeto consigo mismo, lo que en última instancia representaría su transformación en un sujeto ético. A ello estaban dirigidas las “prácticas de sí” como ejercicio reflexivo, y por lo tanto ético, de la libertad. Pero el cuidado de sí es sólo el medio para que el sujeto efectúe esas operaciones de transformación que le permitan alcanzar cierto grado de felicidad, de fuerza o de sabiduría (Díaz de Kobila, 2007). El modelo a la vista era una estética de la existencia, con su racionalidad de “hacer de la propia vida una obra de arte” y las miras a impulsar la inacabada obra de la libertad y la liberación. Si como tal ha de entenderse la esencia de la ética foucaultiana, más complejo resulta dar cuenta de la función de la espiritualidad como acceso a ese nuevo modo de ser. Ante todo hay que cuestionar su posibilidad como condición positiva de la nueva subjetividad en tanto que forma de resistencia. Los acontecimientos de 1978 y 1979 en Irán permitieron a Foucault encontrar un modelo de esta construcción, lo cual daba la pauta para plantear la segunda pregunta del final del capítulo anterior: ¿qué condiciones hacen posible o en qué contexto se favorece la detonación de la búsqueda de ese modo de ser? La vinculación del epimeleia heautou con el ejercicio del poder que Foucault (2005h), elucida en la lectura del Alcibíades revela que para el autor la espiritualidad tiene siempre una connotación política. El acento en la libertad y las formas de resistencia conducirá también al análisis de la condición sociopolítica como el suelo en 43

que esa espiritualidad, en tanto que búsqueda, ha de germinar. Queda por poner de manifiesto si cada uno de los elementos enunciados y su integración se imbrican efectiva y coherentemente en el edificio de la filosofía de Foucault, y si cabe llamar la atención sobre ellos como proyecto ético-político. De ser así, es menester reconsiderar como bases del proyecto la crítica al saber, al poder y al sujeto modernos. Tal proceso de libertad-liberación, condición ontológica de la reflexión ética, el cuidado de sí y una existencia estética inician con una resistencia a la sujeción. Y la resistencia parece iniciar en este estudio con la negación de la espera pasiva en el chiísmo; es activa, militante, en tanto que los creyentes pelean –o no han dejado de pelear en la historia del chiísmo– por un buen gobierno. Tal es el sentido de justicia: una búsqueda del bien para los integrantes de la comunidad, que se revela como cuidado de los otros. Foucault (2005l) encuentra en las palabras de Shariatmadari varios niveles en la defensa “contra el poder maligno” (p. 202), aunque destaca el uso del conocimiento y del martirio, así como el del amor de los descendientes de Alí. Resultará conveniente analizar a la luz del pensamiento del filósofo la pertinencia de cada uno de los elementos del esquema previamente trazado.

2.6. Relaciones de sujeción: Verdad y saber Ahora bien, ¿qué significa que el conocimiento sea un arma contra el “poder maligno”? No puede sino estar enmarcado en un sentido de justicia –se ha dicho– que no es posible sin la libertad chiíta de exégesis, por lo que la noción de verdad juega un papel no menos importante para su ejercicio. Precisamente, la forma de poder a la que Foucault (1982) se opone es aquélla que categoriza al individuo y que le impone una ley de verdad. Además, siendo la verdad eminentemente política, todo conocimiento está ligado a las instituciones sociales que forman el mundo donde se realiza; una verdad puede no serlo si no está inscrita en “la verdad” del discurso de su tiempo. El conocimiento visto de esta manera se corresponde a una forma eficaz de control, y la única opción para escapar a esta sujeción y acceder a otra subjetividad es que el sujeto entable una relación hermenéutica de verdad consigo mismo: el cuidado de sí. Es también contra una forma de poder contra la que Shariatmadari, según Foucault (2005l) pretende que los creyentes se defiendan mediante el conocimiento. Con44

siderado desde esta perspectiva, el conocimiento deja de ser un instrumento de control; la exégesis chiíta evita que la verdad haya quedado sellada con el último profeta. Porque no se trata de una verdad definitiva, es la justicia la que hace la ley y no a la inversa11. Foucault (2005h) parece secundar esta forma particular de verdad: primero, porque ve en ella la capacidad espiritual restaurada de transfigurar y transformar al sujeto, y segundo, la ve quizá como una ficción capaz de suscitar algo que no existe todavía, creando una historia a partir de una realidad política. Y aunque la verdad posee esta conexión con una cierta transformación histórico-política, y como tal tendría cabida en el proyecto del de Poitiers, difícilmente puede atribuírsele el papel de justicia social que adquiere en el chiísmo. Una diferencia fundamental es que en Foucault las relaciones de verdad capaces de detonar un cambio son principalmente aquéllas que experimenta el sujeto consigo mismo, es decir, de manera individual. De forma contraria, en el chiísmo, tal cual se advierte, hay un sentido de comunidad o ‘ummah refiriéndose a aquéllos que comparten una misma ideología y cultura, según la A Concise Encylopedia of Islam (“‘ummah”, 2002). Más adelante se volverá sobre la importancia de esta precisión.

2.7. Relaciones de sujeción: Poder Por su relación con la resistencia contra el ejercicio del poder, resulta de interés la fascinación que los ritos luctuosos durante la revolución ejercían sobre el filósofo de Poitiers. La celebración de la muerte es en la obra de Foucault un reto al poder moderno; antes la soberanía hacía morir y dejaba vivir, pero el poder moderno regularizador consiste en hacer vivir y dejar morir. La manifestación de ese poder aparece en la descalificación progresiva de la muerte, la desaparición de su ritualización pública en la que participaba casi la sociedad entera. La muerte se ha convertido en “la cosa más privada y vergonzosa” (Foucault, 2000, p. 223); el poder es cada vez más el derecho de interMohammad Kazem Shariatmadari fue un ayatollah de corte liberal y progresista. Se oponía a la interpretación conservadora del Wilayat al-Faqih, según la cual el Islam otorga un guardián absoluto de jurisprudencia en todas las esferas de la vida del creyente. Se inclinaba más bien porque la custodia adquiriera una forma democrática prescindiendo de clérigos observadores en todas las áreas de gobierno. Véase Fischer, Michael M.J. (2003). Iran: From Religious Dispute to Religion. University of Wisconsin, p. 154. 11

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venir para hacer vivir, la muerte aparece como el término del poder. De esta manera, la conmemoración de las víctimas de los primeros levantamientos en el cementerio de Teherán, las linternas tricolores como “lecho nupcial” de los caídos, en fin, las celebraciones luctuosas de carácter ostentosamente público en Teherán y otras ciudades de Irán durante la Revolución parecen mostrar, efectivamente, un tratamiento desacostumbrado, subversivo, de la muerte. Más que la fascinación chiíta descrita por Foucault o del significado contextual, cabría hablar en efecto de un eco de su propio abordaje. Ahora bien, más relevante resulta la particular forma en que el amor de los descendientes de Alí, al que se refiere Shariatmadari según Foucault (2005l) , puede combatir el “poder maligno”. Lo es porque la cuestión está en estrecha relación precisamente con el gobierno islámico como elemento político y una nueva relación de poder en la espiritualidad chiíta. El origen de esta doctrina se remonta a los discursos de justicia social del sociólogo iraní Alí Shari’ati (s.f.-a), para quien el chiísmo es el islam que se distingue por el “No” como indicador del papel social y político de los seguidores de Alí. Es un “No” que se opone a la ruta elegida por la historia y se rebela contra ella, una historia que, en nombre del Corán y los reyes sigue la ruta de la ignorancia, y que en nombre de las tradiciones sacrifica y excluye a la casa del Profeta: los imanes en tanto que descendientes de Alí.12 En este discurso, los chiítas vuelven la espalda a la opulencia de las mezquitas de los califas, y representan a la clase oprimida en busca de justicia. Otro punto importante es la distinción que Shari’ati (s.f.-b; citado por Vahdat, 2002) realiza entre la forma de gobernar en Occidente y la de Oriente. La primera corresponde a la politiki griega, el gobierno de la ciudad entendido como manejo de la sociedad, la cual ha regido a todo el mundo occidental a través de su historia. Esta forma de gobierno, empero, no está exenta de conflictos y contradicciones. Por el otro lado, el siyāsat persa es más bien una forma de guía o de pastoreo de la sociedad en la mejor manera posible, comprometida a formarla psicológica, moral y espiritualmente por medio de preceptores y defensores del orden social. De allí que la Concise Encyclopedia derive la palabra imán (“imâm”, 2002) también de la raíz ‘umm, madre, al igual que Shari’ati se refiere expresamente a las dinastías sunitas sucesivamente reinantes, cuyos califatos se proclamaban como legítimos por mayoría, excluyendo a los imanes chiítas. 12

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‘ummah, comunidad. De acuerdo a Amaladoss (1997), el sociólogo iraní delinea el papel de los líderes espirituales a quienes llama “ilustrados” o “iluminados”, cuya función es cultural más que política: un ilustrado contemporáneo debe seguir el camino de los profetas, guiar y trabajar por la justicia con soluciones acordes a los valores de su sociedad. Se revela así el sentido de las palabras de Shariatmadari respecto al amor de los descendientes de Alí como medio para combatir al “poder maligno”. En Foucault (1982) aparece un enfoque sustancialmente distinto, sobre todo por su postura crítica hacia el poder pastoral tal cual ha aparecido en Occidente. Con origen en el cristianismo, los métodos de esta forma de poder han sido integrados a la ahora moderna forma de poder que es el Estado. La característica principal que Foucault destaca del poder pastoral es su peculiaridad de no poder ejercerse sin conocer el fuero interno de la gente, sin explorar sus almas revelando sus más íntimos secretos. Todo ello implica un conocimiento profundo de la conciencia y la habilidad para dirigirla, aunque, paradójicamente, la apropiación que hace el Estado del poder pastoral no es ya para guiar a un pueblo a su salvación en el otro mundo, sino para asegurársela en éste. Hacer vivir y dejar morir: la salvación se entiende así en términos de salud, bienestar, seguridad y protección, entre otros. En consecuencia, los encargados de ejercer el poder pastoral se multiplican y amplían su ejercicio mediante instituciones públicas o sociales. Sin embargo, Foucault (2005h) hace una concesión a la idea de un gobierno islámico, o al menos, y quizá por eso, a la noción que un liberal Shariatmadari le presentaba en su versión democratizada del Wilayat al-Faqih. Sin las prerrogativas que la versión conservadora de la teoría otorgaba a los clérigos –ausencia de jerarquías, independencia mutua– quedaba la preponderancia de la mera autoridad espiritual. El poder pastoral se convertía exacta y exclusivamente en el siyāsat que Shari’ati promovía, es decir, en una mera guía espiritual para formar a la comunidad. Por eso para Foucault (2005m) los partidos, la idea de una futura constitución y, en general, toda forma política tradicional de manejo de la sociedad estaban siendo rechazados en favor de algo “más inmediato” (p. 207). Esta inmediatez en la voluntad colectiva era justamente lo que parecía alejar al movimiento de un carácter revolucionario tal cual lo había revelado la historia; era la voluntad de obstaculizar la política en tanto que ésta no puede ni 47

podría representarla. El islam estaba siendo ese espíritu del mundo sin espíritu, y esta novedad lo legitimaba como algo más que religión o fuerza política ante los ojos del filósofo. Y aunque todo este conjunto de fenómenos se presentaba como un poder difícilmente descriptible sólo en términos de religión y poder secular, se puede asumir que Foucault le atribuía un antagonismo suficiente al “poder maligno” representado por el régimen del shah. En esta serie de acontecimientos el filósofo encuentra por ello uno de los pilares que conforman su crítica a la modernidad: la resistencia a las hegemonías. El poder en funciones y su política económica podía efectivamente bajo estos términos ser identificado con todo lo que representa el Estado moderno occidental. Donde la sociedad iraní veía cómo se privilegiaban las élites, intervencionismo e imposiciones políticas de países como los Estados Unidos, así como opresión por el SAVAK, Foucault parecía ver las relaciones de sujeción mediante el complejo saber-poder. No es sorprendente entonces que el de Poitiers destaque el movimiento como una lucha de liberación de lo occidental, ni lo es tampoco que el ideólogo de semejante lucha sea el mismo Shari’ati. En efecto, el sociólogo interpreta el colonialismo afirmando la absoluta oposición de la cultura nativa, y viendo a Occidente como a un enemigo o “como a una enfermedad” (Said, 1994: p. 30). Pero va más allá: según Amaladoss (1997), Shari’ati considera las figuras de Caín y Abel como la emergencia del monopolio en la agricultura, la desigualdad económica y la dominación del poder. El principio caíniano aparece en todas las esferas: dinero, poder

y religión. La relación desigual entre los pocos poderosos y

los oprimidos que son mayoría representa la estructura de la humanidad en cada época; la esclavitud, el feudalismo, el capitalismo industrial y el imperialismo son apenas diferentes manifestaciones de la misma estructura básica de desigualdad. En el imperialismo contemporáneo hay una dominación económica y un esfuerzo para volver consumista a la sociedad, y un intento por propagar una cultura materialista. Como Shari’ati observa que aparejado a este proceso hay también un intento para privar a la sociedad de sus raíces culturales y religiosas, ve en esta privación de su identidad y de su humanidad la vía para volverla objeto de explotación. Shari’ati observa también los efectos perjudiciales de los poderes coloniales –la occidentalización cultural en el régi48

men del shah–, y la oposición es parte de su proyecto de liberación. En consecuencia, el resurgimiento del islam que propone es la recuperación de la propia riqueza cultural, histórica y religiosa de Irán. El elemento anticolonialista o de liberación percibido por Foucault (2005f, 2005m) en las aspiraciones de gobierno islámico no es efectivamente más que el rechazo hacia todo lo que representa la identidad entre lo occidental y lo moderno: la forma en que el Estado ejerce el poder. En resumen, son las formas de sujeción presentes en Occidente desde el siglo XIX sobre las que el filósofo ejerce su crítica, y que ve como antagonistas de la Revolución Islámica. Además, como el poder pastoral de cuño cristiano está vinculado a este ejercicio de poder, Foucault probablemente considerara las condiciones en Occidente como infértiles para escapar de las formas de sujeción y aspirar a la nueva subjetividad. En ello reside la posibilidad de encontrar en un gobierno islámico la antítesis de la forma occidental de ejercer la política y la economía: ausencia de jerarquías, reversión del poder pastoral en la forma de supervisión clerical, su orientación hacia una formación espiritual y, finalmente, la presencia de estructuras religiosas orientadas a la creación de centros de resistencia política. Pero estaba, sobre todo, el hecho de poner a temblar un régimen estable con un movimiento que escapaba a las leyes racionales –occidentales– de la revolución y sus característicos objetivos a mediano plazo (Foucault, 2005h, 2005j). Digamos provisionalmente que se trataba de una forma no occidental de oponerse al yugo decimonónico y de iniciar la búsqueda de una positividad más allá de la mera liberación.

2.8. Subjetivación. La relación consigo Queda entonces por determinar si las condiciones y los elementos del movimiento habrían sido teóricamente capaces, no sólo de una crítica, sino de albergar las posibilidades reales de una subjetividad como la propuesta por Foucault. De ser así, cabría en ella una reflexión ética de la libertad, el cuidado de sí en forma de autoconocimiento, una estética de la existencia y, en fin, una espiritualidad como acceso a un nuevo modo de ser. Aquí resulta pertinente retomar las palabras de Shariatmadari citadas por Foucault (2005m), en lo que respecta a la importancia que el chiísmo concede al martirio, cuyo acento se remonta de nuevo hasta las enseñanzas de Shari’ati. El sociólogo en49

señaba que el hombre es la suma de un carácter primario esencial o común y de un carácter formativo, cuya particularidad son sus atributos espirituales, cuando se percibe a sí mismo diciendo “soy”. La suma del conocimiento de un hombre, la relación consciente del yo con lo externo, conforma a su vez ese carácter espiritual, y la relación establecida se vuelve parte de la esencia. El mártir o shahid, al dar la vida por una causa (ética, religiosa, etc), establece una relación con esa causa, se vuelve ella, y de esta manera modifica –patentiza– su relación consigo y los otros (Shari’ati, s.f.-c). Se puede encontrar aquí una reflexión sobre el acceso a un nuevo modo de ser, y de manera indirecta, el impulso a la libertad en la lucha por una causa. Sobre este particular Foucault (2005h) desarrolla en la Hermenéutica del sujeto el tema de la askēsis como forma religiosa de relacionarse consigo, encontrando en el ascetismo de la Antigüedad un particular cultivo de sí. El ascetismo constituye al sujeto como sujeto de veredicto; su papel era establecer el vínculo más fuerte posible entre el sujeto y la verdad, capacitándolo para disponer de un discurso de verdad que pueda decirse a sí mismo. Los principios que rigen esta problemática del discurso de verdad es lo que Foucault denomina parrhēsia, refiriéndose al ēthos y a la tekhnē indispensables al individuo para constituirse mediante este discurso. Sólo que en un contexto religioso como en el cristianismo antiguo se da una forma particular de ascetismo como privación (Foucault, 1999). La relación consigo y el cuidado de sí acontece mediante una renuncia a uno mismo como autogobierno, y tiene como mera finalidad ganarse la salvación. Ello explica quizá por qué el filósofo ve en la doctrina de Shari’ati aparejada a los rituales de autoflagelación del Muharram un modelo más acorde al ascetismo de la Antigüedad y a la estética de la existencia que propone. Se exalta el martirio sólo en tanto que representa la causa justa y la transformación de los mártires: su vividez a través del recuerdo (Foucault, 2005i). De esta manera, la espiritualidad chiíta proporciona, en términos de su discurso de verdad y de ejercicio del gobierno bajo el imanato, las formas de prácticas de sí mediante las cuales el sujeto se puede salvar y transfigurar. Proporciona, de acuerdo al concepto foucaultiano de espiritualidad, el acceso a cierto modo de ser: a una nueva o renovada subjetividad para la que las condiciones occidentales resultan mayormente estériles. No de otra manera su religiosidad tras la impronta de Shari’ati permite un es50

fuerzo contra las formas de concebir al sujeto que en principio le resultan ajenas, siempre bajo la óptica de Foucault (1982): el Estado occidental y sus instituciones hegemónicas de saber y poder. Más aún, el antagonismo entre la comunidad chiíta oprimida y la privilegiada y corrupta clase dirigente sunita es una analogía con la sociedad civil iraní opuesta al régimen del shah. Este esfuerzo, concebido como liberador en tanto buscaba la emancipación de un modelo político-económico occidental, es posible en tanto el fiel Shi’a está dispuesto al sacrificio por una causa en la que cree. Mediante este sacrificio, el sujeto convertido en mártir modifica su relación consigo y con los otros: se hace uno con la causa y su carácter justo (Shari’ati, s.f.-c). A Foucault (2005i) el enfrentamiento masivo de los civiles con la milicia se le presentaba como un nuevo modo de relacionarse y estar juntos en que, transfigurándose, podrían no sólo resistir, sino revertir las formas de sujeción provenientes de Occidente. En estos términos, se puede conceder a la religiosidad chiíta acuñada por Shari’ati su carácter de espiritualidad como condición positiva de resistencia y motor político de cambio. En la medida en que ella otorga a los sujetos el acceso a una forma propicia de relacionarse consigo, y en que éstos se muestran dispuestos a abrazar esta transformación en pos de un modelo –una causa–, puede además otorgársele una correspondencia consistente con lo que Foucault denominó existencia estética. Pero si para Foucault es menester la reflexión ética sobre el sujeto, preguntarse qué es aquello que hay que cuidar para cuidar de sí, entonces quizá puede echarse en falta esta reflexión en la espiritualidad chiíta. No obstante, el discurso de justicia social de Shari’ati que informaba la revolución abonaba ya las condiciones de eticidad en tanto que prácticas reflexivas de libertad, si bien no de forma subjetiva. En este contexto, se introduce la cuestión de la identidad de la comunidad o la ‘ummah chiíta que trasciende e impulsa al sujeto hacia esa existencia que finalmente logra el proyectado objetivo foucaultiano. Puede entonces entreverse sin dejar de cuestionarse el por qué a lo largo de estos trabajos Foucault hace marcadas concesiones e incluso exalta el discurso chiíta de verdad y conocimiento, así como a su forma particular de poder pastoral. El análisis aquí intentado muestra que la espiritualidad política que el filósofo percibió en las masas durante la Revolución Islámica reflejaba fielmente los atributos que consideraba necesarios para una subjetividad. Esa espiritualidad manifestaba en sus fieles su capa51

cidad para crear una historia a partir de una ficción, o mejor, de una renaciente identidad acuñada por Shari’ati. Además, el poder pastoral promovido era tal que buscaba formar moralmente a la comunidad, no individualizarla ni aislar al sujeto mediante una caracterización taxonómica. Finalmente, y sin ser ignorado por Foucault, hay en esto un rasgo digno de análisis posterior: los elementos a partir de los cuáles el sociólogo elabora su discurso de justicia social y a los que en última instancia nuestro filósofo da su mérito. Se trata de la influencia de ciertas filosofías occidentales cuya influencia en Shari’ati es evidente y que, de ser medular, harían a Foucault el foco justificado de una crítica orientalista. El objetivo del capítulo siguiente será caracterizar esta influencia, y de ser posible, salvar de esta crítica al proyecto de espiritualidad política del filósofo.

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Capítulo 3 Una arqueología de la espiritualidad política “[S]i existe una filosofía del porvenir, debe nacer fuera de Europa, o en igual medida, como consecuencia de los encuentros e impactos entre Europa y no-Europa” (Foucault, 1994: p. 622).

3.1. ¿Un discurso original? Hasta el capítulo anterior se ha expuesto el concepto de espiritualidad política como un fenómeno sustentado discursivamente y casi de forma exclusiva en el genio original de Foucault. El filósofo parece encontrar eco de su pensamiento apenas en elaboraciones nativas, las cuales estimaba el fin de la búsqueda de esa nueva subjetividad, capaz de revertir la sujeción del poder moderno. Se ha ensayado también una especie de análisis de primer nivel, a manera de contrastación de las elaboraciones conceptuales sobre la Revolución de 1978 y las que han servido de directriz al resto de su obra. Pero ello difícilmente satisfaría por completo el objetivo de este trabajo, a saber: dar cuenta de la espiritualidad política como posible eje de una cruzada antimoderna, y en tal caso, como proyecto ético-político. Lo anterior presenta una dificultad no menos atractiva: la de discernir si es pertinente tratar la espiritualidad política meramente como discurso o como proyecto inscrito en él. Este último capítulo obedece precisamente a la necesidad metodológica de un análisis de segundo nivel, es decir, más allá de la coherencia interna de la espiritualidad política en función de su lugar como proyecto en la obra de Michel Foucault. En consecuencia, es menester despojarla temporalmente de su dignidad de proyecto, delimitarla como inscrita en un discurso y, para no infringir una coherencia a veces idealizada, hacer uso de un herramental de la misma fuente. Procediendo en esta dirección, la espiritualidad política queda vulnerable a la pregunta arqueológica, es decir, se le inquiere sobre sus condiciones de emergencia. Lo que se busca es, en última instancia, ese juego de influencias: “Las obras diferentes, los libros dispersos, toda esa masa de textos que pertenecen a una misma formación discursiva” (Foucault, 2002: pp. 215,

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219). Ese solo juego –el archivo de sistemas de enunciados– es la unidad a la que cabe atenerse y delimitar únicamente por rupturas entre tales o cuales prácticas. El aparente viraje no es arbitrario. Este trabajo inició haciendo énfasis en el discurso antimoderno del filósofo, mientras que el capítulo anterior tenía por objetivo mostrar la coherencia de sus escritos sobre la Revolución de 1978 con tal discurso. No obstante, las críticas se han dirigido más bien a minar un discurso en apariencia orientalista que no se hallaría, por ejemplo, en los trabajos de la Escuela de Frankfurt. La referencia al posible estrato supone que bajo el discurso antimoderno existe una fascinación por la antítesis de todo lo que representa Occidente. Convenientemente, se ha de ensayar un análisis ulterior de estos trabajos en el marco del discurso orientalista, cuyas prácticas y condiciones de emergencia expone Edward Said en su obra Orientalismo (2002). En relación a Foucault, la cuestión alcanza a sus influencias filosóficas y documentales: Nietzsche, Corbin e incluso Heidegger, aunque en realidad trasciende el ámbito filosófico. Como se verá, el discurso orientalista echa mano de positividades y espacios tanto geográficos como históricos y políticos. No se excluyen, sin embargo, otras perspectivas desde las cuales se puede ponderar positivamente el concepto de espiritualidad política. Será importante considerar los aportes sociológicos de Weber, cuyo entendimiento de la evolución en la sociedad moderna lo llevó a identificar en ella la pérdida de una cierta espiritualidad. Convendrá en esa misma línea retomar la influencia de Shari’ati no como ideólogo antioccidental adscrito al discurso orientalista, sino como conocedor de la sociedad iraní y del papel de la religión en ella. Tal trayectoria conduce todavía a otro derrotero, el cual permitirá dimensionar los escollos del discurso orientalista y vislumbrar sus posibilidades. En efecto, este capítulo final no estaría completo si se dejara de lado el análisis de la dimensión política como positividad y generadora de condiciones de emergencia. A este respecto es importante rescatar la historia de las ideas políticas en Irán desde un promodernismo radical, que permitirá contrastar tesis diferentes a partir del mismo discurso. La ponderación final desvelará importantes implicaciones filosóficas, y conducirá a una revaloración de la espiritualidad política, así como de su pretensión de validez como proyecto político y discurso filosófico.

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3.2. Orientalismo Said (2002) expone tres acepciones del término en su obra homónima. En primer lugar, el orientalismo es un modo que Europa tiene de relacionarse con Oriente, su antagonista cultural y su imagen más profunda de lo Otro; Oriente ha servido para que Occidente se defina en contraposición a su propia imagen. Desde un segundo enfoque, el orientalismo es también una tradición académica, un estilo de pensamiento basado en la distinción ontológica y epistemológica entre Oriente y Occidente. Es un punto de partida desde el cual los intelectuales han elaborado teorías, epopeyas, informes políticos, culturales, etc. La tercera acepción que brinda Said es el orientalismo como una institución colectiva, una relación que consiste en adoptar posturas con respecto a Oriente: describirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él. Este estilo occidental de pretensión de autoridad y dominación sobre Oriente es además un discurso en términos foucaultianos; impone inconscientemente limitaciones de pensamiento y de acción. En consecuencia, para Said, hablar de este cuerpo de acepciones es indistintamente hablar de una empresa británica y francesa como proyecto mercantil, militar y académico. Cada acepción ha contribuido a forjar un aparato de ideas “orientales”: despotismo, esplendor y sensualidad, así como filosofías y sabidurías adaptadas al uso europeo. En estos términos, Said (2002) caracteriza la relación entre Oriente y Occidente como una relación de poder: Oriente fue orientalizado no sólo porque se descubrió que era oriental según estereotipos europeos, sino porque se podía conseguir que lo fuera. De esta manera, el orientalismo es más valioso como signo de poder que como discurso verídico, aunque conserva su carácter de cuerpo de teoría y práctica, de filtro aceptado que “Oriente atraviesa para penetrar en la conciencia occidental” (p. 24). Es gracias a una hegemonía cultural13 –hegemonía de las ideas europeas– que el orientalismo adquiere durabilidad y fuerza. Científicos, eruditos, misioneros, comerciantes y militares han pensado y habitado Oriente sin que éste haya ofrecido resistencia. Said agrega que, como tal, el orientalismo no es una simple disciplina que se refleje pasivamente en la cultura, aunque tampoco como una opresiva conspiración occidental. Se trata de una distinción geográfica básica, pero, de manera más relevante para este es-

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Said toma prestado este término de Gramsci.

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tudio, de una voluntad de comprender y hasta incorporar un mundo manifiestamente diferente. Aunque el orientalismo aparece como un discurso apolítico, se produce y existe en virtud de un intercambio con varios tipos de poder: político, intelectual, cultural y moral. Es en estos términos que Said (2002) caracteriza la relación entre Oriente y Occidente siendo menester que cada uno conciba al otro como tal. Pero cuál haya sido el origen de este ejercicio y hasta qué punto participaron más los comerciantes o los misioneros que los intelectuales y artistas es una cuestión que no desmerece atención. Lo cierto es que, aunque no faltaran las relaciones elaboradas por cruzados y misioneros, como tradición académica el orientalismo parece remontarse apenas al siglo XIX. Ya en sus Lecciones sobre historia de la filosofía, Hegel (1985) caracteriza bajo el apartado de Filosofía oriental al pensamiento indio, chino, persa y egipcio. Más tarde Schopenhauer incorporaría a su filosofía elementos de los Upaniṣad, no sin dejar en claro las diferencias con el pensamiento occidental. Con el mismo filósofo de Danzig empieza ya a notarse una fascinación provocada por Oriente que en personajes como Nietzsche se volvería ya abierto antagonismo respecto a su Otro, Occidente. Pero antes de insinuarse a Foucault, la romantización alcanzó a Heidegger, Henry Corbin, y a Louis Massignon, filósofo y eruditos cuya importancia para el presente estudio se revelará en los apartados a continuación.

3.2.1. Nietzsche y el islam medieval Si bien la obra del autor no está influenciada directamente por una filosofía oriental, ni visitó en ocasión alguna país más allá de los confines de Europa, hay razones suficientes para incluirlo en este apartado. No obstante la ausencia de monografías dedicadas a Oriente, y en apenas referencias dispersas, Nietzsche es el primer occidental en presentar los valores del islam como en franca oposición a la moral de esclavos del judeocristianismo. Como refiere Almond (2007), más relevante resulta el hecho de que utiliza su conocimiento en culturas orientales como barómetro de referencia, una herramienta para minar las pretensiones universalistas del cristianismo europeo y la modernidad. No pocas veces Nietzsche manifestó su deseo de vivir en tierras musulmanas para deshacerse de la miopía senil que aquejaba a los europeos: “Quiero vivir un buen tiem56

po entre musulmanes, y en concreto allí donde su fe es ahora la más estricta: así se aguzará sin duda mi juicio y mi mirada para todo lo europeo”14 (2012, p. 108). El islam de Nietzsche era entonces un tipo de espejo en el cual el europeo podría por fin atestiguar su propia decadencia, proporcionando un medio de entenderse mejor a sí mismo. Hay además de esta función epistemológica un hecho peculiar: el islam de Nietzsche es medieval; está repleto de referencias a Hafiz, la secta de los Asesinos15, la Arabia feudal y la España mora. Por lo tanto, bajo estos estereotipos, el islam no sólo está geográficamente distante, sino cronológicamente fuera de Europa, inmutable y privado de toda noción de desarrollo e historia. Ello justifica que Nietzsche resalte la unión estereotipada entre lo sagrado y lo bélico, entre la fe y la espada en el islam, ya que después de todo, la guerra era para el filósofo la más elevada afirmación de la vida. En este modelo, el judeocristianismo aparece consecuentemente como una religión semítica negativa; Nietzsche se dedica más bien a decir lo que el islam no es, pero nunca a establecer lo que es. La construcción aparece vacía bajo este esquema; el islam es un constructo anticristiano, asociado a personajes y lugares, y erigido sobre un sentimiento que se alimenta estrictamente de anécdotas y relaciones eruditas (Almond, 2007). La mención aquí de un Nietzsche orientalista quedaría de esta manera plenamente justificada.

3.2.2. Corbin y la hermenéutica chiíta No es improbable pensar que Foucault conocía el antagonismo forjado por Nietzsche entre Oriente y Occidente, o que tuviera en cuenta la función epistemológica que de él forja el autor del Zaratustra. A decir verdad, su fuente más directa para elaborar la noción de espiritualidad política fue indefectiblemente Henry Corbin, con cuyos escritos preparó su labor periodística en Irán. Corbin, más que ningún otro occidental, había dedicado su vida académica a la publicación y la traducción de manuscritos sobre las

La cita está extraída de una carta a su amigo Heinrich Köselitz, con fecha del 13 de marzo de 1881. 14

La referencia particular a la secta de los Asesinos aparece en el apartado III de La genealogía de la moral, donde se les describe como espíritus libres con quienes se encontraron en Oriente los cruzados cristianos. 15

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tradiciones filosóficas del Irán islámico. Al tratar sobre la exégesis espiritual del Corán, el historiador de la filosofía islámica destaca que la primera tarea de tal exégesis es entender el verdadero significado del libro sagrado del islam. Pero para Corbin, el modo de entendimiento está condicionado por el modo de ser del que entiende y, correspondientemente, su ethos deriva de su modo de entender. Este fenómeno es, entonces, hermenéutico, cuya diferencia respecto al de una exégesis bíblica estriba en la ausencia en el islam de una estructura jerárquica y dogmática (Corbin, 1993). Este aspecto está presente de manera ejemplar en el duodecimanismo del islam Shi’a, como bien destaca Corbin en su Historia de la Filosofía Islámica al citar a Ali, yerno de Mahoma: “No hay verso coránico que no posea cuatro tipos de significado: exotérico (zahir), esotérico (batin), límite (hadd), plan divino (muttala’)” (pp. 1-2). El significado exotérico tendría como finalidad la recitación o el ritual, mientras que el esotérico es para el entendimiento interno; el significado límite es normativo, y el último revela al lector el plan divino que Dios tiene para él. Lo relevante es que la diferencia entre los cuatro tipos de significado obedece estrictamente a una jerarquía espiritual entre los hombres (p. 6). Pero más allá de esta distinción que el erudito francés encuentra, y que radica no sólo en el esoterismo, la espera del duodécimo imán cumple además aquella función hermenéutica y espiritual referida por Foucault. La representación del islam en Corbin está, según Leezenberg (1999) así guiada por una idea esencial: la verdadera espiritualidad de la religión del Profeta se encuentra en las ramas esotéricas del chiísmo iraní. El otro aspecto destacable en la influencia de Corbin sobre Foucault es el énfasis en una filosofía tradicional iraní amenazada por “contactos destructivos” provenientes tanto de Oriente como de Occidente. El autor se refiere explícitamente a los intelectuales musulmanes expuestos a una “excesiva” occidentalización y a una invasión tecnológica que está destruyendo sus raíces espirituales tradicionales. Para Corbin (1993), el agnosticismo característico de Occidente ha paralizado intelectualmente a sus pensadores, y advierte que la metafísica, con su objetivo de descubrir y examinar universos espirituales, debe preservarse de ello. La afirmación final de que tal debe ser entre los intelectuales occidentales la lección a aprender de los metafísicos islámicos rezuma una idealización característica del orientalismo. Tanto este aspecto hermenéutico del 58

modo de ser y entender –ligado a un régimen de verdad– como el rechazo a la tecnología tienen un venero común. Ambos apuntan a representaciones vertidas por Corbin en un molde que resulta familiar en filosofía: el rechazo radical de Heidegger a la modernidad.

3.2.3. Heidegger y el nativismo De acuerdo a Ali Mirsepassi (2010), hay entre los intelectuales iraníes, incluido Shari’ati y otros ideólogos antioccidentales como Al-e Ahmad y Fardid16, toda una generación influenciada por la filosofía de Heidegger. En esta vertiente, el filósofo alemán contribuyó a crear una visión alterna de la modernidad, opuesta a los valores de la Ilustración y a la democracia secular inspirada en ella. Al igual que Nietzsche, Heidegger (1951) llamaba a un cambio radical combinado paradójicamente con la evocación a la autoridad absoluta de la tradición. Para Mirsepassi, este llamado es una visión totalizante del significado de la pureza espiritual, y en igual medida, de la restauración de una comunidad arraigada en ella. Adaptadas políticamente en Irán, las ideas heideggerianas de “hogar” y del “ser y pertenecer” presentes en Ser y Tiempo, adquirieron resonancia con el programa de modernización –occidentalización– del shah. 17 De esta manera, según Mirsepassi, dichas ideas contribuyeron a conformar una filosofía “nativista” que preparó el camino para la Revolución islámica. Una filosofía así construida –en términos de sentimientos de espiritualidad y de defensa de la cultura local– invoca efectivamente una fuente pura del ser y la identidad.

Ahmad Fardid (1890-1994) fue un intelectual iraní, una autoridad en filosofía alemana, especialmente en la de Martin Heidegger. Su obra se centra en restaurar el dualismo orientalista, donde Occidente tiene que ser abandonado como ontología y modo de vida. La obra de su discípulo Jalal Al-e Ahmad (1923-1969), principalmente la conocida como Westoxication, es considerada la más representativa de la violencia epistémica radical contra la modernización en el contexto iraní. 16

La noción de pertenecer está, de hecho, mayormente desarrollada en las Beiträge zur Philosophie, donde Heidegger busca responder a la pregunta: “¿Qué quiere decir esto: pertenecer al despliegue del Ser?”. La idea de inautenticidad a la que Mirsepassi remite se encuentra principalmente en los parágrafos 75 y 76 de Ser y tiempo. 17

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El análisis de Mirsepassi (2010) de Ser y Tiempo recae en la relación ambigua entre la herencia occidental de Heidegger y su reconceptualización hermenéutica como una “caída” del ser. Así, el filósofo se decantaría por una oposición entre la institucionalización del ser auténtico y el cosmopolitismo desarraigado. Este cosmopolitismo del ser está construido sobre una primacía superficial del conocimiento, en una clara alusión al ego cartesiano y a la dialéctica hegeliana. La institución del ser auténtico requiere entonces una relación con el pasado como “fuerza productiva” (p. 16), y tal autenticidad privilegia ontológicamente el particularísimo cultural. Éste se presenta como el “fenómeno primordial de la verdad” (p.16) en oposición a la “superficial” verdad intelectual moderna de la representación. Más aún, tal idea de verdad está urdida con un conjunto de valores nihilistas en cuya audacia anclada en una tradición firme conduce a la “verdad primordial de la existencia” (p. 16). En este punto, Mirsepassi estima que Heidegger identifica dos niveles de tradición occidental: el nivel inauténtico prevaleciente y el nivel de la aletheia enterrada bajo estratos de siglos de interpretación errónea, es decir, de filosofía moderna. De la misma manera que se acepta la ruptura del Ser y Tiempo con la tradición logocéntrica de la filosofía moderna que esencializa el ser, intelectuales iraníes de la talla de Fardid y Al-e Ahmad comparten, según Mirsepassi (2010) una profunda hostilidad hacia una noción esencializada de Occidente. Lo peculiar es que esta idea de Occidente representa más una construcción cultural que un espacio geográfico; se identifica con lo secular, lo universal y lo moralmente inestable. La visión de Heidegger (1951) ofrece una alternativa a la modernidad en un nuevo comienzo, misterioso, semirreligioso, revolucionario y utópico, acoplado a una promesa de una comunidad con raíz en el ser. Es, según Mirsepassi, una crítica conservadora que abre dos espacios importantes en términos de cultura. Primeramente, en aquéllos con sensibilidad religiosa o espiritual que encuentran en esta crítica una reafirmación de sus propias perspectivas morales o culturales, como es el caso de Corbin y de Shari’ati. En segundo término, están los que utilizan la crítica como proyecto para construir ideologías nativistas y enfrentar así la modernidad occidental, la cual es vista como proyecto universal intolerante a culturas locales. En este discurso Occidente representaba la antítesis de toda aspiración nacional en Irán (Mirsepassi, 2010). 60

3.2.4. Shari’ati en retrospectiva El enfoque de Heidegger revela, para Mirsepassi (2010), una serie de dificultades, las cuales permiten profundizar en el análisis de la crítica orientalista a la espiritualidad política. En primera instancia aparece una cierta semejanza paradójica entre el pensamiento de Shari’ati y el de Corbin. Sin embargo, el hecho de que ambos se ocupen de la identificación entre el chiísmo y la espiritualidad como antítesis del Occidente moderno deja todavía un punto por aclarar. Y es que el erudito francés advierte en su obra del peligro de la influencia destructiva del pensamiento occidental sobre los intelectuales iraníes, y del deber de preservar la filosofía tradicional contra este peligro (1993). De manera irónica, Shari’ati se formó académicamente con reconocidos orientalistas como Massignon, y asistió a lecciones de profesores marxistas, además de haber leído y traducido a Sartre, Fanon y “Che” Guevara, entre otros. A este respecto, Abrahamian (1982) realiza un análisis interesante: mientras que para Fanon, la gente de los países tercermundistas debían abandonar su religión como única forma de salir airosos contra el imperialismo occidental, Shari’ati, su discípulo, sostenía que el Tercer Mundo no sería oponente del imperialismo a menos que sus países recuperaran su identidad cultural y redescubrieran sus raíces religiosas. Pero, aunque existe efectivamente en la obra del Shari’ati una notable influencia occidental a través del marxismo, la relación con el liberacionismo apoyado en tal influencia es ambigua. Abrahamian (1982) sostiene que, por un lado, Shari’ati considera al marxismo pernicioso, en tanto que, como materialismo negador de la existencia de Dios y del alma, es característico de Occidente. Sin embargo, el Marx que Shari’ati rescata es el científico social que denuncia la opresión y elucida las leyes del determinismo histórico, así como la interacción de la superestructura de un país con su infraestructura socioeconómica. Basándose en una exégesis coránica, Shari’ati condenaba la burocratización del marxismo a manos del Tudeh, el Partido marxista de Irán, cuyas interpretaciones estaban limitadas al rechazo de la metafísica. A su vez, acusaba a los partidos comunistas de Europa de haber perdido su fervor revolucionario y de no apoyar los movimientos de liberación en Algeria o Túnez (Abrahamian, 1982). Este elemento liberacionista es fundamental para comprender la influencia de Shari’ati en la noción de espiritualidad política, y de vincularla con el nativismo señalado por Mirsepassi. 61

Para este efecto, Shari’ati distingue, según el análisis de Abrahamian (1982), dos tipos de revoluciones posibles en los países tercermundistas, incluido Irán. Primeramente, una revolución nacional que terminaría con toda forma de dominación imperialista, y revitalizaría la cultura, la herencia y la identidad nacional. En segundo término, una revolución social que terminaría con la explotación, erradicaría la pobreza y el capitalismo, modernizaría la economía y establecería una sociedad justa, sin clases. Ambas revoluciones tenían que estar en manos de los ilustrados iraníes, quienes, habiendo aprendido las lecciones y la experiencia de Europa, debían guiar a las masas a través del conflicto revolucionario. Bajo la óptica de Abrahamian, para Shari’ati, la intelligentsia iraní era afortunada de vivir en una sociedad cuya cultura religiosa era intrínsecamente radical y revolucionaria, y así, permeando en todas las esferas, debía inspirar a los verdaderos creyentes a luchar por la justicia social. Los practicantes del chiísmo tenían el deber sagrado de oponerse a las enfermedades contemporáneas de Irán: imperialismo cultural, racismo, opresión social y gharbzadegi18.

3.2.5. Dificultades de las fuentes orientalistas Sin duda cada uno de los autores mencionados elabora su tesis respectiva a partir del dualismo Oriente-Occidente, tal como lo caracteriza Said (2002). No obstante, es de notar que, al menos en lo que a Corbin y Shari’ati se refiere, hay dificultades evidentes difícilmente menospreciables. Es tajante, por ejemplo, la advertencia con que el francés llama a proteger de la influencia occidental la filosofía islámica y su carga de tradición, como si en ello radicara su valor intrínseco (Corbin, 1993). Aunque Corbin trate de invertir el afán colonizador, en el fondo lo que busca es preservar la dualidad, y termina adoptando una postura que no desentona con el orientalismo. En efecto, lo que hace en realidad es reducir al Otro oriental a un objeto de museo al cual hay que preservar y sobre el cual hay que decidir desde una instancia occidental. Más adelante se volverá sobre este punto.

Gharbzadegi es el término que Al-e Ahmad utilizaba para referirse a la intoxicación por exposición a Occidente, y que daba título a su obra Westoxication (Cf. Mirsepassi, 2010). Se ha conservado el término original por no forzar un equivalente en español. 18

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Shari’ati, por otra parte, busca igualmente preservar al islam de la influencia occidental, pero no niega que él mismo se ha formado en Occidente, con reconocidos orientalistas. Existe, empero, un atenuante: el iraní rechaza únicamente aquellos aspectos occidentales que considera perniciosos para una sociedad profundamente religiosa, rescatando, por ejemplo, elementos revolucionarios y liberacionistas. A diferencia de Corbin, se podría decir que Shari’ati no reduce al pensamiento iraní a pieza de museo, sino que busca conferirle dinamismo mediante una síntesis con el pensamiento de Occidente, particularmente el marxismo. Es más bien otro punto el que evoca las principales notas orientalistas en Shari’ati: el del dualismo como fuente de identidad, en la que está presente una relación de poder. En palabras de Said (2002): “Oriente fue orientalizado, no solo porque se descubrió que era ‘oriental’, según los estereotipos de un europeo medio del siglo XIX, sino también porque se podía conseguir que lo fuera” (p. 25). Irónicamente, gritando consignas contra la hegemonía occidental, los partidarios de la revolución aspiraban volver a ser orientalizados, en tanto que el Otro de Occidente.

3.3. Un enfoque sociológico 3.3.1. Modernidad, religión y desencantamiento Aunque la crítica orientalista aparece en principio paradójica y quizá no definitiva, perspectivas como la sociológica hacen posible pensar en rescatar la noción de espiritualidad política en términos de una posible función social. Sin embargo, tal análisis requiere partir de dos presupuestos que han aparecido parcialmente velados a lo largo de este trabajo. Se trata de la correspondencia entre los conceptos de modernización, modernidad y racionalidad occidental por un lado, y la identidad entre espiritualidad y religión por el otro. La categorización remite no sin cierta violencia a la investigación sociológica, pues como explica Habermas (1989), el concepto de modernización se refiere a un conjunto de procesos que se refuerzan mutuamente. La formación de capital, el desarrollo de fuerzas productivas y la implantación de poderes políticos centralizados están relacionados con fenómenos como la secularización de valores y normas. De esta manera, la teoría de la modernización “desgaja la modernidad” (p. 13) de sus orígenes europeos y neutraliza aquellos procesos espacial y temporalmente. Es esta teo63

ría la que permitiría a Foucault abordar –y oponerse a– la extensión de la modernidad a contextos más allá de Europa y de las sociedades industriales avanzadas. En el otro plano, autores como Mardones (1994) llaman la atención sobre el tratamiento sociológico de la religión desde el siglo XIX, con un énfasis en la vinculación entre el análisis social y las teorías de la sociedad moderna. Así, según el mismo Mardones, pensadores como Constant, Tocqueville, J. S. Mill o Spencer habrían presentado a la religión como un elemento esencial de integración social; si se quiere una sociedad en paz y armonía hay que recurrir a la religión. Tocqueville, en efecto, le concedió importancia social dada su influencia sobre las costumbres y la moral social, siendo a este respecto irremplazable. En sentido contrario, pensadores como Saint-Simon, Comte o Marx otorgan a la religión una función de resistencia, y en tanto que obstáculo para el cambio y el progreso, conductora de una visión distorsionada de la realidad. Por último, Weber, junto con Simmel y Troelsch vieron en la religión el repertorio básico dador de sentido tanto para individuos como para colectividades. Así entendida, la religión era un instrumento de interpretación de sus condiciones de existencia, sus identidades y sus vicisitudes socio-históricas; la religión pasaba plenamente a ser una fuente de sentido (Mardones, 1994). La concepción weberiana de sociedad moderna sirve como relación de fondo de confrontación de la esfera religiosa con el mundo: con el modo científico de ver la realidad se da un modo de relacionarse con ella, un ethos. En Occidente, la evolución del proceso de racionalización desembocó, a través de la Reforma, en una configuración mental que facilitó el surgimiento de una ética puritana del creyente. Bajo esta mira, las ideas religiosas adquieren repercusión histórica; al seguir la evolución única y original de la sociedad moderna, Weber (1904) encontró que ésta se iba vaciando de espíritu religioso. En otros términos, el proceso de racionalización se había autonomizado de los factores religiosos, y aparecía el fenómeno de la secularización. El mundo en la sociedad moderna había sido despojado de misterio, se “desencantaba”; los signos y símbolos religiosos habían perdido relevancia social. La religión conservaba, sí, su influjo dotando de valores y orientando la vida del individuo, pero quedaba restringida a esta sola esfera. La cuestión que quedó por resolver es si el desencantamiento se trataba exclusivamente de un fenómeno de la sociedad moderna occidental. 64

3.3.2. Discusión del enfoque sociológico Si bien las conclusiones de Weber quedan perfectamente delimitadas dentro del ámbito señalado, otra de sus obras, Ensayos sobre sociología de la religión, pretendía ser algo más que una mera extrapolación del funcionalismo a otras sociedades (Mardones, 1994). Weber, más que cualquier otro sociólogo, emprendió el estudio comparativo de otras religiones con el fin de analizar el papel que desempeñaban en las culturas donde habían florecido. Budismo, hinduismo y confucionismo, por mencionar algunas, fueron pertinentemente incluidas en la obra del autor, además de un conveniente apartado titulado “Judaísmo antiguo”, que complementaba a La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El estudio de las religiones monoteístas habría sido concluido con el islam, pero el proyecto quedó inconcluso a la muerte del autor. Lo anterior permite suponer que un estudio sociológico como el de Shari’ati sobre la función social del islam no tendría ni mucho menos por qué ponerse en duda incluso bajo la acusación de orientalismo. Como referencia única, el análisis de las diferencias entre el sunismo y el chiísmo, o entre comunidad islámica y sociedad occidental, no deja de ser valioso ni de aportar una visión legítima. De hecho, a este respecto, Weber se encontraba en una situación menos ventajosa, pues al menos Shari’ati conoció perfectamente la diferencia entre sociedades culturalmente distantes. Pareciera más bien como si el último hubiera continuado el trabajo del primero, bajo aparentemente las mismas premisas. La diferencia habría estribado en su distinta evolución, pues mientras una religión perdía su función social, la otra seguía, o era forzada a seguir siendo aquel instrumento de interpretación de sentido, identidad y realidad socio-histórica. Más allá de estas presunciones de paralelismo, principalmente en la oposición al materialismo al sentar la influencia de la religión, pueden aún sugerirse apuntes fecundos. Por un lado, de la teoría de la sociedad que se detente, dependen la influencia de la religión, así como las funciones que se le adscriben, lo cual le supone cierta ambigüedad social. Por otra parte, ni la de Shari’ati ni la de Weber son teorías únicas o últimas, y aunque ambas coinciden en sus señalamientos característicos, sólo la del iraní permite una identificación vigente entre religión y espiritualidad. En la sociedad moderna la correspondencia se habría perdido con el desencantamiento, y sin ella, una noción como la de espiritualidad política perdería, al menos parcialmente, sentido. 65

Finalmente, los paralelismos no descartan definitivamente la validez posible de otras teorías, pues cabe aún considerar una influencia recíproca entre las condiciones socio-históricas y la religión presumiblemente espiritual que es el chiísmo. De ser así, se plantearían otras cuestiones no poco relevantes en el tema del orientalismo. De forma explícita, las cuestiones se plantearían más o menos en estos términos: ¿Qué condiciones políticas favorecerían hablar legítimamente de una espiritualidad militante? ¿Qué filosofías políticas darían un papel preponderante al ejercicio de la religión como manifestación de espiritualidad? ¿Son ciertas formas políticas exclusivas del chiísmo, tales que fomenten el cultivo de la espiritualidad tal como Foucault la entiende? ¿Son susceptibles de influencias occidentales el chiísmo y otras formas de filosofía política en Irán? El mero intento de responder estas preguntas podría arrojar una doble luz sobre la discusión central de este trabajo, a saber, la legitimidad de un proyecto de espiritualidad política y su caracterización como discurso.

3.4. Un enfoque político 3.4.1. Historia de las ideas políticas en Irán Aunque se ha explorado ya el cariz político de la espiritualidad chiíta mediante la relación encontrada con el Siyāsat de Shari’ati, la cuestión parece ameritar mayor profundidad de análisis. Es así porque, si bien existen autoridades del pensamiento político de Irán como Javad Tabataba’i, el tema es usualmente abordado desde perspectivas que, según Mirsepassi (2010), se agotan al centrarse en dos puntos. El primero de ellos es la idea de que el islam político es representativo de todo el islam o del mundo musulmán, y de que se opone a los valores e instituciones de la democracia occidental o la civilización judeocristiana19. Enmarcar este punto como choque de dos cosmovisiones antagónicas es consistente con un objetivo: presentar las aspiraciones políticas de sus partidarios como representativas de los agravios históricos al mundo musulmán. El segundo punto es el abordaje de las tensiones contemporáneas en términos de una idea de comunicación entre Oriente y Occidente, es decir, Occidente como una entidad esencial y cerrada, situada en el contexto de los valores cristianos y hostil a Oriente.

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Esta idea es denominada por Mirsepassi “islamismo”, en analogía al orientalismo de Said.

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Esta idea está vinculada a la influencia ideológica de Occidente sobre aquéllos que desean mantener la dualidad propia del orientalismo. A decir de Mirsepassi (2010), autores como Esposito y Hadad han sido los responsables de difundir la idea del islam como una tradición en la que aparecen inseparables religión y política. A este respecto, como se ha visto, Foucault defendería esta unidad irreductible como un movimiento emergente, pero igualmente enmarcado como una alternativa a la acción totalizante de la razón ilustrada. En esta misma línea, Mirsepassi menciona a otros autores en los que confluye la idea de la tradición islámica como incompatible con el liberalismo secular. Sin embargo, es Tabataba’i quien da un giro distinto a esta concepción del islam: primero, realizando una exhaustiva distinción entre filosofía política e ideas políticas, y luego, usando la distinción para exponer el declive del pensamiento político en Irán, al alejarse del pensamiento moderno.20 El autor muestra incluso que detrás de ciertas ideas políticas en Irán ha habido no sólo ausencia de un ejercicio filosófico, sino su expresa censura. Al evitar el contacto con el pensamiento moderno, utopías clásicas como la de al-Fārābī, basadas en la ley, cedieron el lugar a las utopías basadas en la dominación (Tabataba’i, 1995). La relevancia del pensamiento de Tabataba’i reside en su análisis de la modernidad, pues en el fondo, la pregunta que guía su obra es la siguiente: “¿Qué condiciones hicieron posible la modernidad en Europa, pero llevaron a su negación en Irán?” (1995, p. 14). Para responderla, el autor adopta una postura hegeliana, es decir, se interesa por la evolución de la razón, particularmente en la historia intelectual de Irán a partir del siglo XIII. Su tesis es que la era dorada del pensamiento persa alcanzó su culmen entre los siglos IX y XIII, con autores como Avicena, al-Fārābī, Ferdowsi o Hafiz, representantes de la auto-conciencia en el mundo musulmán. Tabataba’i destaca dentro de este racionalismo las doctrinas de individuo y pluralidad por encima del concepto de uniformidad política como el de comunidad o umma’. Sin embargo, esta epistemé sufrió un revés con el fortalecimiento de la ortodoxia, durante el califato abbasí favorecido por el Tabataba’i realiza una analogía en los términos siguientes: las teorías políticas de Aristóteles, Platón y al-Fārābī están arraigadas en sus sistemas filosóficos respectivos, por lo tanto, son filosofías políticas, mientras que la obra política de Maquiavelo o la del famoso visir persa Nizam al-Mulk son principalmente consejos de buen gobierno, sin tener necesariamente un ejercicio filosófico como base. 20

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Imperio Selyúcida. Este análisis, según Boroujerdi y Shomali (2015), lleva a concluir a Tabataba’i que, después de su propio Renacimiento, al cerrarse a su Otro griego, Persia entró en su Edad Media, y adquirió características monolíticas. Así, el pensamiento islámico fue incapaz de evaluar lo que empezaba a ponerse en juego en Europa, y lo tomó como signo de decadencia cultural. Desde luego, esta concepción empieza a mostrar peculiaridades, cuya importancia no es de despreciar en virtud de su relación directa con el trabajo de Foucault. Efectivamente, para Tabataba’i (1995), a diferencia del cristianismo, el islam es incapaz de elementos conciliadores que puedan guiar a reformas significativas. Además de esta ruta obstruida hacia la modernidad, el islam gira estrictamente en torno a prácticas de acuerdo a la ley religiosa, mientras que la teología cristiana está centrada en la fe. Este énfasis en la tradición repercutió también en el movimiento revolucionario de 1978-1979, donde triunfó el “espíritu del radicalismo” (Boroujerdi y Shomali, 2015, p. 954), auxiliado por ideologías como el nativismo, el romanticismo heideggeriano y un marxismo crudo. Desde luego, se trata de un señalamiento contra el intento de Shari’ati de modernizar el islam: un esfuerzo vano en la opinión de Tabataba’i. Los intelectuales de los siglos XIX y XX han estado alienados no sólo de su propia tradición –de la que sólo son rescatables los renacentistas persas–, sino también del pensamiento moderno.

3.4.2. Consecuencias de la postura de Tabataba’i Como puede apreciarse, el pensamiento de Tabataba’i sigue un esquema hegeliano, es decir, posee igualmente una lógica interna con una teleología definida. Sin embargo, el esencialismo al que se llega, según Boroujerdi y Shomali (2015), es una imagen especular del de Hegel, y como tal, aparece como una inversión del Geist alemán. Tabataba’i no retrata una historia intelectual ascendente; el espíritu persa-iraní es una entidad con una esencia defectuosa: la sin-razón. La lógica de la sin-razón –su despliegue– está determinada, pero a diferencia de la del espíritu hegeliano, no se realiza en la autoconciencia; su destino es la decadencia. Es esta metanarrativa de la historia decadente del pensamiento iraní la que define el núcleo pseudohegeliano del filósofo de Tabriz. Pero Tabataba’i (1995) no alcanza a percibir en su visión histórica totalizante que 68

la tradición –al igual que la historia– es heterogénea, asistemática, espontánea e incoherente. Sin quererlo, su imagen de la tradición persa la reifica como un algo ahistórico, y cierra los ojos a las posibilidades de su heterogeneidad. Más aún, absolutiza en una entidad metafísica su diagnóstico parcial de lo que es precisamente, en términos de Foucault (2002), un a priori histórico de la tradición.21 Según Mirsepassi (2010), esta defensa de la modernidad a través de la crítica del fundamento filosófico del islam ofrece además otras dificultades. En primer lugar, porque en la forma de descalificar a sus detractores, Tabataba’i abraza la herencia de Fardid, principalmente al adoptar la figura profética del “maestro”. En consecuencia, al aplicar la concepción de categorías absolutas opuestas en el islam y el pensamiento moderno, se retoma el mismo recurso metafísico articulado en el discurso orientalista. Tal dualismo marca una división entre los dominios del pensamiento racional y su opuesto, la obediencia ciega e irreflexiva a la religión, o más bien, a la tradición. Al respecto, Mirsepassi apunta que el dualismo es más esencialista y metafísico que histórico o sociológico, característica que compartirían tanto el promodernismo de Tabataba’i y el antimodernismo de corte orientalista. Se dejará esta discusión para el apartado final de este capítulo.

3.4.3. Las posibles respuestas desde el enfoque político Recorrer enciclopédicamente la historia del islam llevaría de forma indistinta a señalar que, en efecto, hubo una escisión política de la cual surgió una práctica orientada al aspecto espiritual o esotérico, compartida por una comunidad igualmente espontánea. No obstante, los señalamientos a que ha conducido el enfoque político pueden ya quizá arrojar más luz sobre las preguntas que le sirvieron de origen. El más destacado a propósito de la pregunta sobre las condiciones políticas y la espiritualidad militante es, quizá, la lucha entre califatos en el siglo XI, que dio origen a un ismailismo radical y en un vuelco hacia la tradición, tras una especie de renacimiento persa (Tabataba’i, 1995). Ello posibilitó la ferviente adhesión a la identidad comunitaria, sobre la cual ideólogos Foucault se refiere a las condiciones (políticas, sociales, económicas, psicológicas, etc.) de emergencia de un discurso, en oposición al a priori abstracto kantiano de una idea (Cf. La arqueología del saber, cap. III, apartado 5). 21

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como Shari’ati, alimentados por el imaginario orientalista, maduraron el germen de la espiritualidad política. Más que el régimen del shah, que meramente sirvió de telón para su propagación mediática, fue, según Tabataba’i, el apoyo selyúcida al califato sunita abasí el que reforzó las disensiones políticas y religiosas entre esa dinastía y los ismailíes22. Por otro lado, si se respeta la caracterización que, como se vio en el capítulo 2, Foucault hace de la espiritualidad en términos de relación entre sujeto y verdad, es el mismo Sharia’ti quien propone una filosofía política acorde a una espiritualidad de corte religioso. Lo hace no sólo porque propone una política de liberación arraigada en la tradición y de tintes marxistas; integra también elementos del existencialismo francés. Al estar familiarizado con el pensamiento de Sartre, Shari’ati hace suyo efectivamente el énfasis en la responsabilidad y el compromiso del intelectual23. Sin embargo, hay una diferencia de acento: mientras que, al sostener que la existencia precede a la esencia, Sartre apuesta por un abandono de la verdad metafísica, Shari’ati no concibe el compromiso del intelectual sin ligarlo con la verdad religiosa (Matin, 2011). Así, el iraní pone en juego un régimen de verdad basado en la religión junto con una concepción existencialista del sujeto (Vid. 2.8). La relación es, finalmente, encuadrada en un marco de responsabilidad activa –política– hacia la ‘umma o comunidad. En tales términos puede caracterizarse el ejercicio de la religión como manifestación de una espiritualidad, impulsado además por una filosofía política ad hoc. Consecuentemente, no se puede hablar de una forma política chiíta donde hay apenas una adaptación forzada; la religión sigue siendo anterior al proyecto político propuesto, incluso en filosofías políticas acabadas como la de Al-Fārābi.24 De forma si-

El ismailismo fue una secta del chiísmo, con fuertes influencias de neoplatonismo y gnosticismo, y con una exégesis propia del Corán. De entre los ismailíes, partidarios del califato fatimí, surgió la orden de los Asesinos, con la misión de desestabilizar políticamente el califato abasí. Fueron, además, predecesores del duodecimanismo chiíta (Cf. Newby, 2002: 107). 22

Sartre profundiza sobre la misión del nuevo intelectual y su compromiso con las masas, a propósito de las revueltas estudiantiles en mayo del 68 (cf. 1972: 456-476). 23

La doctrina política de Al Fārābi está basada ampliamente en La República de Platón, pero adaptada al islam. A grandes rasgos, propone un orden social en el que los ciudadanos puedan encontrar las mejores condiciones para que cada uno logre su perfección última (Cf. 2008). 24

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milar, la religión ha jugado en Occidente roles políticos a veces antagónicos, pero difícilmente puede invertirse la relación, es decir, hacer depender unívocamente alguna forma del cristianismo de una doctrina política. El mismo Foucault (1999), aunque encuentra en el cristianismo primitivo un cultivo de la espiritualidad, asociado a la práctica ascética, no establece un vínculo esencial con filosofía política alguna. Sólo en el chiísmo destaca el de Poitiers la inseparabilidad esencial entre religiosidad-espiritualidad y actividad política, así como su irreductibilidad. Privilegiar esta relación como exclusiva de un fenómeno no occidental, o mejor, como únicamente posible en tanto que no-occidental es lo que inserta la espiritualidad política en el marco del discurso orientalista. Queda así respondida negativamente la tercera de las cuestiones derivadas del enfoque sociológico, sobre las formas políticas exclusivas del chiísmo en el cultivo de la espiritualidad. De igual manera, es manifiesta la susceptibilidad de influencia a la que están expuestos el chiísmo y el pensamiento político en Irán, moldeado por la síntesis de sistemas filosóficos occidentales a través de Shari’ati, Fardid y Al-e Ahmad, por un lado, y de Tabataba’i, por el otro. Paradójicamente, este recorrido lleva a responder la pregunta que atraviesa la obra de este último, a saber, ¿Qué condiciones hicieron posible la modernidad en Europa, pero llevaron a su negación en Irán? El promodernismo de Tabataba’i sostiene, en efecto, una reificación del pensamiento filosófico y político en Irán, asociada a la radical impermeabilidad al Otro occidental. Sin embargo, su crítica a la clausura y a la tradición está igualmente construida sobre una base filosófica occidental. La cuestión remite de nuevo al discurso orientalista que, en este contexto, opone dos sistemas filosóficos: el hegelianismo y la crítica antimoderna de cuño heideggeriano. A ellos se dedica la última sección de este capítulo.

3.5. Discusión final a propósito del orientalismo El propósito inicial de este capítulo fue el de explorar las condiciones de emergencia de la espiritualidad política como parte de un discurso. El análisis llevó a revisar las condiciones políticas y sociales que daban su regularidad semántica a la noción, incluso más allá del trabajo de Foucault. De esa manera, se trazó primeramente una filiación con el pensamiento de Nietzsche, en tanto consideración del Otro oriental como “barómetro” 71

de la propia condición occidental. La imagen allí encontrada es la de un islam medieval, distante temporal y geográficamente de la Europa de Nietzsche, y, por lo tanto, pasada por un tamiz romántico. Aparece por primera vez la oposición entre Occidente como adalid de la modernidad, pero a la vez, de decadencia, al contrario de la floreciente y vital promesa de Oriente, llena de espíritus libres. Como parte de ese discurso que identifica a Oriente, particularmente la filosofía y el chiísmo iraníes, con una cierta espiritualidad, y lo opone a un pernicioso agnosticismo occidental, la figura de Corbin ostenta la relevancia ya expuesta. Su principal aportación en este discurso fue haber presentado la filosofía islámica iraní como impregnada por un régimen de verdad distinto al de Occidente; la verdad es accesible sólo mediante un desplazamiento hermenéutico y un acoplamiento entre el modo de ser y el modo de entender. Sin embargo, aunque el planteamiento es eminentemente heideggeriano, no es este último el mayor aporte del filósofo alemán al discurso orientalista ni a la idea de espiritualidad política. No lo es siquiera el rechazo manifiesto de Corbin a la tecnología. En efecto, subyaciendo aún al orientalismo se encuentra el discurso nativista, forjado por filósofos iraníes sobre las ideas expuestas por Heidegger (1951) en Ser y Tiempo. Fardid y Al-e Ahmad desarrollaron así un discurso donde el ser y el pertenecer aparecen como los valores supremos, realizados ejemplarmente en Oriente, mientras que Occidente representa el desarraigo y la inautenticidad del ser (Mirsepassi, 2010). Esta concepción de Occidente es el correlato filosófico del fenómeno que Weber encuentra en las sociedades occidentales modernas –y cristianas– bajo el nombre de desencantamiento. En resumen, en la espiritualidad política de Foucault confluyen su propia idea del Estado moderno, la identificación nietzscheana entre Occidente, modernidad y decadencia, y la crítica de Heidegger a la metafísica occidental, así como su hermenéutica junto con otros sistemas filosóficos occidentales pasados por el tamiz de la intelligentsia iraní. El campo semántico común es el rechazo expreso a la irreductibilidad Occidente-Modernidad y la adhesión poco crítica a un Oriente como su antítesis. Pero el análisis de las condiciones de emergencia reveló además otra perspectiva sobre el Otro oriental: la de aquéllos que se adhieren a un secularismo radical como Tabataba’i. Bajo el dualismo orientalista, su interpretación del sistema hegeliano y la 72

teleología de la realización tiene dos supuestos: se identifica la modernidad occidental con la autoconsciencia del espíritu, y a la vez, se cuestiona el progreso intelectual en Oriente, marcado más bien por una dialéctica pervertida y un retroceso respecto a su trayectoria en Occidente. En consecuencia, al analizar la historia de la intelectualidad en civilizaciones orientales como la de Persia-Irán, Tabataba’i sostiene que allí la razón ha dejado de buscar su realización. En su lugar, el agente de cambio se convirtió en la sinrazón, y la decadencia, en el fin. Desde esta visión totalizante, Oriente aparece como una realidad que, en pos de la tradición, resulta decadente y estática, despojada del dinamismo y la plenitud cultural de Occidente. En síntesis, se enfrentan aquí dos discursos que, no obstante su oposición, se alimentan en igual medida de un tercero: el orientalismo. En tanto que proyecto “antídoto” contra el poder del Estado moderno, la espiritualidad política de Foucault se erige en discurso antimoderno sobre las bases sentadas por Nietzsche y Heidegger, e indirectamente sobre el discurso nativista. Por el otro lado, el discurso promodernista de Tabataba’i está construido de manera particular sobre los cimientos de la dialéctica hegeliana, en tanto sirve para oponerse al nativismo. En última instancia, los oponentes son –más que dos discursos o dos sistemas filosóficos– dos concepciones de verdad: una verdad hermenéutica, de mano de la crítica antimoderna heideggeriana, y una verdad totalizante, estructurada sobre la dialéctica hegeliana. Ambos, no obstante, utilizan como principio la escisión fundamental entre Oriente y Occidente, base del discurso orientalista. Esta elucidación, empero, no soluciona del todo su papel como discurso en la contienda, y a este respecto, cabe decir únicamente de él que, en efecto, lleva a posturas radicales sobre la consideración del Otro. En términos de discurso sobre la identidad Occidente-modernidad, la radicalización se expresa aquí ya sea en términos del promodernismo de Tabataba’i o del antimodernismo de Foucault, de la legitimidad de la hegemonía o de su crítica. No se trata, desde luego, de una relación unívoca, pues ni el promodernismo ni el antimodernismo implican necesariamente adhesión al discurso orientalista, y el ejemplo claro son las tesis de la Escuela de Frankfurt. Lo que cabría entonces preguntarse son las condiciones en las que el discurso antimoderno adopta o no el carácter orientalista, si bien el contexto de posguerra de los teóricos críticos alemanes deja pocas interrogantes en su 73

caso. Respecto a Foucault, habría que considerar su experiencia previa durante las protestas estudiantiles, primero en Francia, luego en el 68 en Túnez. Pero que tales atisbos hayan impulsado al filósofo a extender su crítica a la modernidad hacia contextos no occidentales, y que él mismo haya considerado inconcebible en Occidente un proyecto como el de la espiritualidad política, son elementos cuya relación de dependencia no queda aún claramente establecida. La cuestión plantea, desde luego, si la lecturas que hace Foucault de Corbin y Shari’ati habrían sido determinantes en un ambiente distinto al de la revolución, que a su vez fue alimentada por las teorías del iraní. Antes que ser una referencia circular, ello remite de nuevo a la formación religiosa y académica de Shari’ati, y sugiere una respuesta a la interrogante sobre las condiciones de emergencia de la espiritualidad política en Foucault. En otros términos, fue una revolución particularmente antihegemónica –independentista– y, en general, el ambiente revolucionario a partir de 1968, los factores que detonaron la asociación foucaultiana entre una religión no “desencantada”, dadora de identidad, y la actividad política revolucionaria de la sociedad civil. Irónicamente, esta lucha contra la hegemonía occidental fue lo que impulsó a Foucault a esa teorización sobre el Otro que lleva su planteamiento al difícil escollo del orientalismo. En su defensa, el de Poitiers podría decir que, al menos en lo posible, evitó imponer esquemas occidentales a un fenómeno que históricamente se le presentaba como radicalmente inusitado, aunque para ello hubiera echado mano de herramientas forjadas en Occidente. 


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Conclusiones “El itinerario de la filosofía sigue siendo el de Ulises cuya aventura en el mundo sólo ha sido un retorno a su isla natal –una complacencia en el Mismo, un desconocimiento del Otro” (Levinás, 1974: 49).

Habiendo presentado tantos elementos cuantos fueron considerados para el análisis de la espiritualidad política en Foucault, la ponderación final bajo los criterios expuestos ha ofrecido no sólo una inesperada exploración metodológica; tampoco ha estado exenta de dificultades ulteriores. Primeramente, por la heterogeneidad de las fuentes a las que ha sido menester recurrir: el mismo Foucault se vio en la necesidad de recurrir a autores como Shari’ati para evitar una violencia mayor en sus propias reflexiones. La distancia temporal ha permitido así una ventaja hermenéutica con respecto a este recurso, al disponer de fuentes más homogéneas –al menos entre ellas– como Mirsepassi, Abrahamian, Matin o Vahdat. Aún así, hubo que considerarlos a la luz de otras disciplinas como la sociología y una necesariamente fragmentada historia de las ideas políticas. De esta suerte, la delimitación inicial fue forzosamente rebasada, para evitar un reduccionismo que en todo momento pugnó también con el carácter emergente que Foucault concedía a la espiritualidad política. El otro problema recae principalmente sobre uno de los criterios explorados en el capítulo 2, es decir, el lugar del concepto en la obra del filósofo y su consecuente validez como proyecto filosófico. Es así porque la caracterización en cada uno de los fenómenos expuestos puede sugerir una evaluación cuantitativa al tratar de encontrar una correspondencia exacta para cada uno de ellos en el corpus foucaultiano. Sin embargo, lo que se ha ensayado es la consistencia del todo de la espiritualidad contra un aspecto bien delimitado: la nueva subjetividad, en tanto que relación no moderna –incluso antimoderna– entre sujeto y verdad. Con esta correspondencia habría de ser evaluada la espiritualidad política, lo cual, empero, no elimina la dificultad de incurrir en la cuantificación relativa, como si se tratara de encajar con mayor o menor dificultad cada fenómeno dentro de sus posibilidades de subjetividad.

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Resulta visible, por otro lado, que si bien la espiritualidad conforma con la ética del cuidado de sí y una estética de la existencia el trípode de la nueva subjetividad, aquélla sola parecía plenamente posibilitada como receptáculo de la dimensión política. Es entonces que más que una correspondencia unívoca entre elementos, encontramos una especie de reticulación, mayormente apta para otro tipo de análisis, diferente al cuantitativo. No debe perderse de vista que, aunque apoyada en el trípode, la nueva subjetividad en conexión con la espiritualidad política implica ser descrita en términos más allá del sujeto y la verdad: el poder. ¿Cómo se explica entonces que Foucault haya propuesto el desplazamiento del problema del poder hacia el de la subjetividad? En realidad, esta cuestión implicaba resolver tal problema para poder plantearla en términos del paso de la sujeción a la subjetivación. En efecto, Foucault dio continuidad en sus artículos sobre la Revolución de Irán a sus trabajos sobre las formas de resistencia contra el poder moderno, como inherentes a él y como herramienta para su análisis. El colapso del reinado del shah Reza Pahlavi proporcionó un caso ejemplar para su estudio, y las manifestaciones de la sociedad civil, rodeadas de rituales y eslóganes religiosos fueron para el filósofo el arquetipo de la búsqueda de un nuevo modo de ser. Adicionalmente, la visión liberal de Shariatmadari sobre el Wilayat al-Faqih parecía el signo inequívoco de que, si cabía pensar en un poder pastoral, no sería el del vigilante Estado moderno. Sin embargo, con la caída del régimen sucedió un giro inesperado en el análisis desde las formas de resistencia como herramientas de diagnóstico del poder. Y es que al abordar el proceso político de los antiguos miembros del régimen y sus derechos como piedra de toque de las obligaciones fundamentales de un gobierno, Foucault adoptó una postura que consideraba el imperio de la ley como su requisito mínimo. Este viraje permite apreciar que, si bien el filósofo sostiene una ética antiestrategia como forma de oponerse al poder, termina apelando a una ley y a derechos irrestrictos del individuo, propios de la modernidad. Pero la ausencia de tal restricción no es explicada –como se habría esperado– en términos de poder, lo que coloca como cuestionable la consistencia de su base filosófica. Más aún, parecería como si Foucault hubiera revertido su postura de la crítica al humanismo a los valores de la Ilustración, y de una ética antiestrategia a una ética universalista, en perjuicio de las formas de resisten76

cia. En resumen, al menos en cuanto a la relación poder-política, se puede decir con Leezenberg (1999) que Foucault falla en analizar la revolución en términos de sus correlatos de dominación y resistencia.25 A este respecto, Foucault aún podría recurrir a explicar la espiritualidad política exclusivamente en términos de sujeto, prescindiendo del poder, toda vez que el problema es desplazable de éste a aquél. Se trata en realidad de una operación parcial, pues la nueva relación entre sujeto y verdad, emancipada del poder, requiere la espiritualidad como condición, o “las transformaciones que el sujeto debe hacer en sí mismo para acceder a dicho modo de ser” (Foucault, 2005d, p. 18). En realidad Foucault vuelve a remitir a la dimensión política de la ética del cuidado de sí, pero lo hace apelando al cuidado de sí que es también cuidado de los otros, es decir, cuidar de sí edificándose al abstenerse de un ejercicio nunca absolutizado en perjuicio del otro. La relación consigo redefine ahora la relación con el otro, y por lo tanto, el poder que sobre él se ejerce. He aquí un punto importante respecto a la crítica de la ética antiestrategia: Foucault no pretende la extinción del poder; después de todo “no puede haber relaciones de poder más que en la medida en que los sujetos son libres” (1999, p. 405). Lo anterior da lugar a dos interpretaciones. Primero, porque elucida la ilegitimidad de la espiritualidad política como proyecto, en la medida que Foucault desacredita a priori toda utopía, y ve instrumentos de opresión inclusive en los programas y agendas mejor intencionados. De esta manera, queda salvada la posibilidad de elevar a proyecto la espiritualidad política, que bajo esta condición podría infringir toda pretensión de coherencia en el pensamiento del filosofo. Por último, su legitimidad aparecería sólo en la medida en que, como matriz de inusitadas formas de resistencia, contendría el germen de esa nueva subjetividad capaz de minar las relaciones de poder propias del Estado moderno. En otros términos, su legitimidad radicaría no en su intencionalidad como proyecto, sino en sus características emergentes que la harían distinguirse de fenómenos occidentales de contextos similares.

Cf. Leezenberg (2007). Interview Soroush: Enlightenment & Philosophy in Islam. ISIM Review (20) 1, 36-37. Leezenberg realiza una entrevista al filósofo iraní Abdolkarim Soroush, donde se exponen las diferencias entre las sociedades modernas que priorizan los derechos, y las sociedades premodernas, guiadas preferentemente por la obligación de las leyes religiosas. 25

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En cuanto a contextualización, la espiritualidad política entendida como religiosidad asociada a una actividad política, y en cuanto tal, como fenómeno emergente e irreductible llega, además, a tener otro valor. Puede adscribírsele una función social cohesiva similar a la que el funcionalismo sociológico le ha asignado al cristianismo en Occidente. Sin embargo, desde esta perspectiva, la extrapolación difícilmente sería válida, y quedaría restringida a mera fuente de hipótesis ad hoc sobre el “desencantamiento” de la sociedad moderna. Pero la extrapolación supone también una labor de contraste que, junto con la suposición de las características emergentes distintas de las occidentales condujo a descubrir la presencia de discursos subyacentes a la espiritualidad política. Considerar el fenómeno como parte de un discurso guió a un análisis “arqueológico”, el cual a su vez reveló la regularidad de elementos en función de los cuales ha sido factible plantear la noción de espiritualidad política como Foucault la concibió. Tales elementos son, en gran medida, consistentes con el discurso del orientalismo descrito por Said, en términos de idealización romántica, pero con algunas variantes de relevancia filosófica. Hay en primer lugar una identificación entre Occidente, modernidad y secularidad, en oposición a una concepción de espiritualidad implícita en el islam, y particularmente en el chiísmo. La identificación sobre la que Foucault construye el concepto antagónico de Occidente, aunque forjada por Nietzsche y Heidegger, tiene, no obstante, raíces temporalmente tan distantes como las relaciones de colonizadores, exploradores, misioneros y eruditos pioneros en Oriente. Pero quizá más relevante es que este imaginario impregnó incluso a intelectuales iraníes que no necesariamente han hecho igual uso de él o del chiísmo. Así, mientras los partidarios de la modernidad como Tabataba’i siguen concediendo a Occidente superioridad intelectual, y a Oriente un estigma de decadencia, pasa lo opuesto con sus detractores. Shari’ati, Fardid y Al-e Ahmad ven en Occidente y la modernidad un agente pernicioso para los valores espirituales de Oriente, dando lugar a una versión autóctona del orientalismo: el nativismo iraní. Y aunque intelectualidad y espiritualidad no son aquí antagónicos per se, sí lo son sus concepciones de verdad. Foucault, apoyado tanto en los antimodernistas europeos como en los nativistas iraníes da preeminencia filosófica

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a la verdad hermenéutica del chiísmo liberal, y con ella, a la espiritualidad política como potencial y efectivo antagonista del poder moderno. Consecuentemente, la noción de espiritualidad política es también una forma de oposición a sistemas filosóficos que privilegian concepciones totalizantes de verdad, como el idealismo absoluto de Hegel. La naturaleza hermenéutica que subyace a esa espiritualidad pretende oponerse a todo lo que respalda la hegemonía de Occidente sobre su Otro, encuentro que estuvo además matizado por el ambiente revolucionario, tanto en el contexto iraní como en la vivencia del propio Foucault. Por lo tanto, la espiritualidad política no fue solamente una elaboración teórica bajo la que cabía hablar de formas de resistencia por una nueva subjetividad; involucraba dar sustento ético a una lucha anticolonial, a un movimiento de liberación de la hegemonía occidental, y por lo tanto, eurocentrista. Esto es quizá lo que más valor añade al constructo de Foucault, más allá de su legitimidad al estar adscrito a un discurso sobre el Otro oriental. En efecto, es factible aún rescatar la consistencia con la ética antiestrategia del filósofo, en tanto que se opone a un poder cuyas manifestaciones normalizan a toda costa al Otro y lo sujecionan. Y si bien puede justificadamente atribuirse tal construcción a una fascinación orientalista, cuyas consecuencias fueron previsibles para todos, excepto para Foucault, resulta más reveladora su consonancia con tratamientos filosóficos posteriores, tanto de cuño antimodernista radical como de posturas más moderadas. Se trata desde luego de reflexiones que incidieron en las consideraciones iniciales del trabajo, y han mostrado un derrotero más allá de las críticas plurales potencialmente perniciosas en aras de una utopía basada en la tradición. Algunas de las primeras parten del tratamiento ético del Otro iniciado por Levinás en Totalidad e infinito (1995), y más específicamente, de lo que filósofos latinoamericanos como Dussel han agrupado bajo el término de Filosofía de la Liberación. Aunque resultaría pretencioso aquí abundar en la consonancia, en resumen, Dussel (2001) elabora el concepto de transmodernidad como proyecto de liberación, y confronta de esta manera la filosofía de la modernidad partiendo de la obra de Levinás. Desde las categorías de totalidad y alteridad, el filósofo argentino retoma el fundamento ontológico de la modernidad occidental como un horizonte, el cual habrá de superarse desde el Otro. En este contexto, Dussel piensa a América Latina como la alteridad respecto a la totali79

dad de la modernidad europeo-occidental, de la misma manera que Foucault vislumbra a Oriente como el Otro ante el Occidente hegemónico. El alcance de ambas construcciones no es, empero, desdeñable, al menos en lo que se refiere a su potencial en la agenda de la política internacional actual, más que a la “superación” radical de los valores ilustrados en contextos no occidentales. Después de todo, la ética del cuidado de sí como sustento de la espiritualidad es también cuidado de los otros, del Otro. Tal superación de valores y no de horizontes prueba, por otra parte, el escaso valor predictivo de la crítica foucaultiana, pero también le ha señalado un rumbo más acorde a las posturas moderadas. En el actual Irán, iniciativas civiles como el Movimiento Verde siguen buscando la reinstauración de una democracia auténtica y de la libre expresión, sin dejar de lado su identidad como sociedad tradicional y conservadora. El mismo Soroush cree en una especie de síntesis los derechos humanos modernos y la obligación dictada por la religión. En el caso de India, la filosofía de Dewey ha tenido una repercusión similar, lo que prueba que las concepciones de verdad que sustentan el abordaje del Otro oriental no se agotan ni en la hermenéutica ni en la dialéctica. De ser así, parece que críticas más moderadas como la de Habermas, que sostienen la vigencia de los valores de la Ilustración, tendrían mayores posibilidades como proyectos filosóficos. Lo que en última instancia se ha elucidado se resume en tres cuestiones: 1) El sustento teórico que los intelectuales iraníes proporcionaron a la Revolución de 1979 tiene sus raíces más profundas en la filosofía occidental, principalmente en Heidegger. De esta manera, Foucault teorizó sobre un espejismo, primero porque una de sus fuentes directas del chiísmo fue Corbin, discípulo de Heidegger, y después, porque creyó encontrar un eco de su pensamiento en Shari’ati, cuyo mérito fue la síntesis del chiísmo con el marxismo y el existencialismo francés.26 2) La espiritualidad política aparece como una categoría fecunda en la crítica a la modernidad, sin embargo, su valor se reSobre este tipo de acercamientos “sesgados” al problema de la modernidad en sociedad no europeas, Vahdat (2007) escribe: “No hay intentos comprensivos de dirigir la pregunta de la modernidad y sus variadas dimensiones hacia lo que respecta a Oriente Medio. Lo que es más, el análisis “occidental” tradicional de esta región y de sus modalidades culturales en términos de modernidad está basado en una noción de modernidad que sufre de una interpretación y conceptualización demasiado unilineal y unidimensional del mundo moderno” (61). El iraní ve, sin embargo, una aportación notable en la teoría crítica como crítica plural de la modernidad. 26

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mite a su consistencia como categoría central de una teoría de la liberación cuyas implicaciones son también ontológicas y epistemológicas. 3) A diferencia de lo que Foucault pretendía, la espiritualidad política aparece como un fenómeno perfectamente reducible. Su análisis como discurso ha mostrado su regularidad en términos procedentes de una tradición filosófica de la que Foucault es sin duda un importante eslabón.


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APÉNDICES I. Glosario Abasíes. Dinastía sunita que gobernó el mundo musulmán desde el 750 hasta el 1258, teniendo a Bagdad como capital. Ahl al-bayt (árabe: gente de la casa). Este término aparece dos veces en el Corán. En 11:73 se refiere a la “casa” o a la familia del profeta Ibrâhîm (Abraham), mientras que en 33:33 tiene un sentido más general. En su uso preislámico, el término se aplicó a la familia gobernante de un clan o una tribu, e implica una cierta nobleza y un derecho a gobernar. En su acepción poscoránica, particularmente entre los chiítas, ha adquirido la acepción de familia del Profeta, en particular el primo y yerno de Mahoma, ‘Alî, su esposa, la hija del profeta, Fâtimah, los hijos de éstos y sus descendientes (Imâms). Asesinos. Término despectivo aplicado a un grupo de chiítas ismailíes quienes resistieron a los Cruzados. El nombre se refiere a la noción errónea de que utilizaban hachís para inducir un estado místico propicio para el asesinato y el terror (Ver Nizâriyyah). Ayatollâh (árabe: âyât Allâh, signo de Dios). Título honorífico en el islam Shî’î, utilizado actualmente para designar a un jerarca erudito o ‘ulamâ. Fatimíes. Dinastía chiíta que gobernó Egipto del 909 al 1171 a.C. Su rica tradición intelectual y su actividad misionera no pudieron inculcar una tradición permanente del chiísmo en Egipto. Imâm (del árabe ‘umm, madre). Término con diferentes acepciones: 1) Un líder, particularmente el que guía la oración, prerrogativa de cualquier musulmán varón mayor de edad. 2) Algunos de los primeros califas. Ismâ’îlîyyah o ismaelitas. Creyentes chiítas que afirman que el séptimo imâm, Ismâ’îl b. Ja’far fue el último de la línea de los Imâms antes de entrar en ocultación, por lo que se les llama también Septimanos. Profesan interpretaciones del Corán tanto esotéricas como exotéricas. La dinastía fatimí fue gobernada por miembros de este grupo y fue responsable de patrocinar teólogos y misioneros musulmanes neoplatónicos. Muharram. El primer mes del calendario lunar musulmán, conocido como el Mes de Luto, particularmente entre los chiítas, por ser el mes en que ‘Alî fue martirizado en Karbalâ. El día diez de ese mes es llamado ‘Ashûrâ, y es ocasión no sólo de ayuno, sino de representaciones de escenas de lamentos y recitación de poesía para conmemorar el trágico evento. Mu’tazila. Movimiento teológico que creó la teología dogmática especulativa en el islam. Comenzó en el mismo clima religioso y político que el chiísmo y otros grupos sectarios. Su teología especulativa influenció otros movimientos posteriores 88

en el islam y está siendo retomado en algunos círculos como opositor al fundamentalismo antiintelectual. Nizâriyyah. Miembros del grupo de los ismaelitas, quienes apoyaron el ascenso de Nizâr, hijo mayor del califa fatimí al-Mustansir. Una de sus figuras prominentes fue Hasan-i Sabbâh, quien no sólo guió políticamente el movimiento, sino que desarrolló el papel del imâm como la figura central del chiísmo. Safávida. Dinastía que gobernó Irán de 1501 a 1722, tomando su nombre de S’afî adDîn Ishâq. Selyúcida. Dinastía de origen turco que se estableció en Persia en el siglo XI y se movió hacia Anatolia al oeste a través de Iraq. Fueron sunitas y controlaron Persia e Iraq hasta finales del siglo XII. Shahîd (del árabe shaheda: dar testimonio). Mártir. Aquél que se sacrifica para dar testimonio de fe. Se relaciona con la profesión de fe en el islam, o shahâda: “No hay más Dios que Allah y Mahoma es su profeta”. Shâh (persa: rey, gobernante). Término de uso preislámico, utilizado para designar un gobernante islámico en zonas lingüísticamente persas. Shî’î o chiítas (árabe: partidarios, seguidores). El nombre aplica a un número de grupos o divisiones en el islam, quienes sostienen que la autoridad temporal y espiritual se transfirió de Mahoma a través de sus descendientes directos, los ahl al-bayt. Siyāsat (persa: gobierno). Gobierno. Administración. Impartición de justicia. Sunnî o sunitas (árabe: seguidor de la sunnah o costumbre). El término hace alusión a la adherencia de la práctica del profeta Mahoma. Sus adherentes comparten la opinión común de que la autoridad religiosa desciende del Profeta y sus compañeros (sahâbah), en oposición a la opinión de los chiítas, para quienes la autoridad reside en la ahl al-bayt. ‘umma (árabe: comunidad). Deriva del árabe ‘umm, madre. Uno de los significados primigenios se encuentra en la Constitución de Madînah, en la cual Mahoma establece entre musulmanes y judíos derechos y obligaciones mutuos en una comunidad. Generalmente, los musulmanes, no obstante sus diferencias, se consideran una sola comunidad. Wilâyah al-faqîh. Deriva de los términos árabes wilâyah, custodia, y faqîh, jurista. Se refiere a la teoría según la cual los expertos en jurisprudencia islámica tienen derecho a ejercer la custodia sobre el resto de la comunidad.

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