Testigo Oracular o Detrás del fotógrafo Mirada, Luz y Memoria

July 17, 2017 | Autor: Fernando Irineo | Categoria: Imagen, Fotografía, Memoria
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Testigo Oracular o Detrás del fotógrafo: Mirada, Luz y Memoria Para Natushka, Ady y Frank.

Soy testigo, tardío, del milagro de la fotografía. No es ninguna novedad hablar del intento desesperado del ser humano por capturar el inasible instante, ya sea el tejado de alguna ciudad europea o un grupo de soldados levantando una bandera para soslayar la ignominia de la guerra. Tampoco resulta atractivo elaborar un ensayo sobre las inquietudes filosóficas de la imagen o del poderoso recuerdo naufragante dentro del aparato psíquico freudiano. Mis alcances son

modestos (porque yo, por identidad, no puedo serlo), pretendo hablar de lo que pienso sobre la fotografía, a pesar de la marea tecnológica y los “avances” que nos llevan desde la imaginería de los antiguos escultores de iconos religiosos hasta la posibilidad tan cruenta de exponernos en alguna red social dedicada al culto pictórico, ostentando como obra principal del egotismo un platillo o una “selfie” (nombre en inglés que describe el burgués acto de autorretratarse). Escribo también sobre el tema dado que tres de mis mejores amigos, Natalia Equihua, Frank Sierra y Ady Basurto, son adeptos al mundo de las grafías simbólicas, es decir, de la foto-grafía. No se espere, por tanto: erudición, historicismo o, peor aún, teorías de la imagen

en

donde

solamente

cabe

encontrar

pensamientos desperdigados y, muy posiblemente, repetidos.

Mirar Dice el Poeta-Árbol, Octavio Paz, en aquel poema enigmático Blanco: La irrealidad de lo mirado/ da realidad a la mirada. El fotógrafo, lanzado a una realidad concreta se esconde detrás de la cámara. Como el niño que, iniciáticamente en los albores del erotismo, espía con los dedos entreabiertos la desnudez de un cuerpo femenino, el fotógrafo esconde su cuerpo detrás de la cámara sin cerrar el ojo del lente de la cámara. Cíclope inerme ante el milagro de la quietud, víctima de un credo consistente en afirmar para sí que todo lo que es, realmente es. Capturar una imagen no solamente desafía la realidad misma, la altera al punto de quebrar el tiempo y el espacio: es transportable, manipulable y, si el alud científico no detiene su carrera, perpetuo. Fotografiar es retener a toda

costa,

de

manera

violenta,

aquello

que

humanamente

no

podríamos

tocar

siquiera.

Semidioses tuertos de gula evanescente. Pero semidioses al fin y todavía observadores, parciales, de lo que nos rodea. Cuando el fotógrafo se percate de su ausencia, del vacío que es él y que solamente sustituye provisionalmente por el instante, puede producir un verdadero producto artístico. Digo “verdadero” con el arriesgado peso de considerar cada imagen como parte de una verdad flotante que se construye desde la mirada. Algunos filósofos le apuestan a la mirada como forma creadora, ya sea la luz de la razón (Platónicos), la luz de Dios (neoplatónicos cristianos), la del otro (Sartre, Bataille) o la que actúa sin rostro, sin saber que lo hace (Derrida). Mirar es incluso uno de los primeros actos divinos de los que da cuenta el relato bíblico

y

continúa

siendo

un

productor

de

innumerables persuasiones, conquistas y hasta del amor popular: “Amor a primera vista”. La mirada

otorga una existencia distinta de la propia, indicador que hay un más allá fuera de nosotros y que puede estar dentro de nosotros y jamás lo habíamos revisado: Propongo un ejemplo sumamente desagradable: Introducir una cámara especial por la garganta hasta el esófago para descubrir un mal o el motivo del algún padecimiento estomacal. Terminando la terrible sesión, después de sufrir mareos, irrupción de un tubo por la garganta y unas vergonzosas ganas de vomitar, recibes el DVD con un video, es el viaje dentro de tu propio cuerpo, lo oscuro, lleno de saliva e inhóspito que eres tú por dentro. Menciono otro ejemplo: la obra del Marqués de Sade, escandalosa pero fiel a las fantasías más perversas de una sociedad postimperial y de falsa liberación. Sade ilustra morbosamente aquello que los parisinos desconocían de ellos mismos pero que, simultánea y paradójicamente, deseaban conocer. Lo inexplorado se vuelve anhelado, no por fortuna del

morbo o del impulso, sino como reacción del sentimiento humano de sentirnos insatisfechos e incompletos. La imagen, por tanto, agudiza ese sentimiento y palia la angustia de sabernos ignorantes de la totalidad. Cada fotografía funge como una espada de doble filo. Por un lado, completa lo oscuro, da realidad a lo que se observa y por otro lado, desentraña el misterio de lo inacabable en el mundo. Obliga a percatarnos de las imágenes que jamás veremos, del tiempo y del espacio que en este mismo momento

están

aconteciendo,

cuchicheantes,

a

nuestras espaldas. Es la actualización de la vieja lección de Orfeo y Eurídice, al desconfiar de lo que no existe por reserva caprichosa del ojo, desaparece aquello que anhelábamos estuviera presente. En palabras de Baudrillard: “Las fases sucesivas de la imagen serían éstas: -­‐ es el reflejo de una realidad profunda

-­‐ enmascara y desnaturaliza una realidad profunda -­‐ enmascara la ausencia de realidad profunda -­‐ no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro.” Termino ya con este asunto de la mirada y lo mirado con otro poema a manera de epítome. No todos los poetas son entusiastas de la fotografía, el mexicano José Emilio Pacheco dispone de varios versos oponiéndose a ella. Uno muy recurrente, casi un cliché, es aquel que se titula oportunamente “Fotos”: No hay una sola foto de entonces./ Mejor así: para verte/ necesito inventar tu rostro. En estas líneas líricas el llamado Profeta del desastre plantea una pregunta válida, ¿será que mirar es inventar y fotografiar solamente es encapsular el engaño?

Iluminar Disociar fotografía de luminosidad es un pecado de la era digital. Las primeras imágenes, espesas placas de plomo, hablan de sombras y de contrastes. Sin la presencia de la oscuridad no se puede hablar del color. ¿Por qué la primera fotografía no fue un retrato humano o silvestre? Porque la luz no brota del ser humano, la atrapa del mundo exterior, su naturaleza es taciturna frente a lo inexplicable, se empecina en negar lo variopinto del entorno, incluso de la vegetación. Los vestigios pictóricos en las cavernas expresan una necesidad

de

la

luminosidad

proveniente

del

movimiento de las llamas, al ritmo del fuego se mecen y parecen

tener

vida.

Los

nuevos

adminículos

electrónicos exigen posiciones donde la luz solar o artificial pueda ayudar a una mejor toma, de manera retrospectiva los camarógrafos tenían que expulsar

chispas (flash) para irradiar y generar un espacio contrario a la sombra. Por este motivo podemos encontrar, en nuestro días, un gusto creciente por las fotografías en blanco y negro; se consideran de mejor calidad porque en el objeto del contraste yace su discurso, no para adversar la opción colorida del ojo humano sino para confirmar la oculta esencia amante de la negrura. ¿Dónde se revelan las fotos, adquieren luz y forma? En el “cuarto oscuro”. Tal urdimbre: fotógrafo y fotografía, existe para negar la segunda al primero. Ucronía cíclica, mirar la penumbra y admirarse por algún resquicio de luz. La fotografía se pigmenta y, dadas las posibilidades actuales, puede ser filtrada

su

luminosidad

para

producir

nuevas

imágenes. Cada aproximación de claridad crea, con fuerza pletórica, discursos y lógicas visuales distantes la una de la otra, aunque sean tomadas en el instante siguiente. Ninguna fotografía es igual porque no tiene

las cualidades espectrales de color que otra fotografía; allí, en la luz, radica su unicidad. El color habla y la luz expresa lo que dice, no todo se puede decir y de la misma forma la cámara no puede atinar con su lente a vislumbrar el mundo de tal o cual forma. Aquello que se escapa al decir visual de una fotografía, presenta su existencia en el binomio de la oscuridad y la luminosidad. Es relativamente sencillo vincular la capacidad de mirar con la iluminación, cierto es que el ojo humano percibe con mayor claridad aquello que no está en la sombra pero es correcto afirmar que también lo que escapa a la mirada humana puede ser percibido, fuera de los sentidos y hasta intuido. Basta pensar con la tradición del “desvelamiento”, del velo de Maya o de la “alétheia” griega: al hombre compete aguzar la mirada, forzar el entrecejo y ver más allá. De naturaleza insatisfecha busca algo más, ahíto de creer que lo que ve es lo que ve, pone en duda incluso a su

propio ser. De ahí el peligro de pensar que el retrato es imagen de uno mismo, es reflejo imperfecto que la técnica provee, es invención del lente mecánico, espejismo, irrealidad, sin embargo “una imagen dice más que mil palabras” y nuestra fe ciega en la fotografía se perfila como una afirmación de existencia, aceptada por convención. No somos color ni luz ni sombra, somos la conjunción de esos elementos y la supresión de tales apuestas deviene en imaginación demiúrgica. Concebimos, erróneamente, que un mundo objetivo es real y que la prueba más fehaciente aparece en la apreciación fotográfica: memoria fotográfica, evidencia de un algo que anhelamos sea ajustado a nuestra concepción racional de captura temporal. Aquello que iluminamos también desaparece cuando el gran ojo insiste en darle presencia. El arte de la fotografía eclipsa el alba, de manera precaria y sutil. Menciona el poeta Whitman en Song of Myself: To behold the day-

break! / The little light fades the immense and diaphanous

shadows

(…).

Con

cierta

justicia,

siguiendo la idea del escritor norteamericano, habrá que preguntar: ¿la relación entre blancura y negrura no es o será la misma idea moral de lucha entre bien y mal? El color parece reconciliar aquella disputa espiritual o al menos disiparla al grado de perderla en medio de la gama de tonalidades permitidas al sentido de la vista.

Memorizar Expresa Salvador Elizondo en aquel viejo texto

Farabeuf o la crónica de un instante: “El olvido es más tenaz que la memoria.” La capacidad humana de memorizar, de guardar en la mente recuerdos y traerlos a la luz cuando se necesite es una virtud que se pierde todos los días cuando permitimos que

artefactos piensen y memoricen por nosotros. No deben considerarme un anticuado enemigo de la tecnología, en todo caso soy un discípulo inútil de lo electrónico pero no un nostálgico ermitaño de tiempos que no viví. Desde mi infancia ya existían en el mundo las computadoras y los celulares, ordenadores portátiles y aparatos para almacenar datos. He sido testigo de primera mano de los cambios tan drásticos que los nuevos sistemas computacionales proveen a la humanidad; soy hijo de una generación condenada a la tecnología. Le llamo condenación aunque bien pude usar el verbo “atar”, estamos vinculados al “progreso de la ciencia” que, al dejar la carrera armamentista (aunque no del todo) se enfocó en hacer nuestra vida mucho más llevadera, sencilla y memorable. Sobre este último punto quisiera disertar: El otro día me mostraban un pequeño plástico, del tamaño de la uña de un niño, donde se puede almacenar una cantidad

obscena de información, me parece que le llaman MicroSD, una tarjeta diminuta donde no se alcanza a ver toda su potencia real. La responsabilidad de tener memoria propia se ha extinguido, ya no es necesario pensar o documentar hechos en la propia mente, se tienen extensiones mucho más poderosas para esos asuntos. Todavía hace años recuerdo el debate sobre inteligencia artificial, pasó poco tiempo para que salieran al mercado los Smartphones o teléfonos inteligentes. La inteligencia artificial ya está aquí, es un factor que debe considerarse no en la autonomía de las máquinas sino en la superación que implican respecto a la capacidad intelectual de la raza humana. Del mismo modo que Karl Marx advertía del capitalismo como una creación humana que nos había rebasado, es posible alertar proféticamente que la ciencia aplicada a la comunicación es ya un peligro inminente de autodestrucción (verbigracia, los drones). ¿Cuál es,

por tanto, la relación entre fotografía, memoria y tecnociencia? Los dos primeros, fotografía y memoria, se unen en complicidad al extender lo real y registrarlo, nos permite analizar la historia y perpetuar a sus personajes principales, también, de manera muy democrática, captura todos esos rostros mudos, los condenados a ser parte de la masa y que, gracias a la fotografía, al recuerdo del espíritu del pueblo, permanecerán para siempre. Por otro lado ahí están las imágenes de los odiados por la humanidad: las poses de Hitler haciendo el tradicional saludo nazi, la sonrisa de G. Bush al exigir una guerra santa en pleno siglo XXI, las imágenes de los Romanov con toda la pompa de una realeza decadente, etc. El olvido es una imposibilidad gracias a la fotografía. El recuerdo, doloroso, lacerante, vivo, es ineludible. La cultura, como cerebro histórico, tiene ya un referente en los acervos fotográficos, incluso algunas vanguardias

planeaban retomar viejas imágenes y revitalizarlas, tenemos obras de Dalí o de Warhol que aprovechan el pasado plasmado para decorarlo sin preocupaciones o límites. En el teléfono móvil se portan miles de fotografías, nuevos relicarios de un mundo que valora la estética digital antes que aceptar el tacto o el uso de la vista humana. Ahora me parece oportuno integrar el tercer

elemento

de

la

triada

memorística:

la

tecnociencia. Las cámaras digitales o electrónicas han sustituido con éxito las viejas cámaras fotográficas que exigían de químicos y cierta pericia para revelar imágenes. No todos pero algunos, en espíritu plenamente postmoderno, han vuelto al uso de estas cámaras antiguas, mejor dicho, clásicas. No lo rechazo ni lo admiro, considero que es un síntoma del regreso a las fuentes, como bien indica Octavio Paz: “Todo es presencia, todos los siglos son de este presente.” Por este mismo motivo, como he señalado anteriormente,

es común encontrar fijaciones con la fotografía en blanco y negro. Las nuevas tecnologías vuelven accesible el mundo de la fotografía, popularizan (y a veces trivializan) la posibilidad de creernos, al menos por unos momentos, artistas de la imagen. En este sentido veo con optimismo el uso de aplicaciones para cambiar los fondos, alterar imágenes, filtrar coloración y luminosidad, ampliar detalles, borrar imperfecciones, etc. Observo con cierto recelo, en cambio, el abuso que estas tecnologías están generando: ocio, banalidad, simpleza. Y es que tomar fotografías a un plato recién servido no es nada malo, posiblemente los bodegones en un inicio recibieron las mismas críticas, lo terrible es concebir eso como un producto artístico que el pueblo, aquel oleaje indefinido, aplaude con devoción servil. La ciencia está al servicio de la cultura pero no para ser prostituida sino como herramienta básica para su realización. Si se juega con la memoria, si se

desabarata el recuerdo, muy posiblemente no sepamos quienes somos. En la cosmovisión azteca, ir al Mictlán (lugar de muerte) no era sencillo, se requería cruzar el Río Itzcuintlan con ayuda de Xólotl (Señor del inframundo). Al igual que en la mitología griega, donde había que cruzar el Río Estigia con ayuda de Caronte, el barquero. El final del Mictlán pretende la liberación de las almas. El artista representa al humano que ha dejado de serlo, que se vuelve espíritu (que muere). Su expresión es el camino y la liberación, el arte. Habría que preguntarnos si el arte de la fotografía es

liberación

o

una

bellísima

esclavitud

y,

especialmente, si la memoria es el camino o el destino y el papel que funge la tecnología en esa senda.

Epílogo Pienso que he divagado demasiado y no he demostrado nada, nuevamente menciono que era precisamente mi intención al tratar estos temas de los que apenas tengo unas someras reflexiones, mediocres pero mías y la finalidad de escribirlas era para darme cuenta de su ligereza. Ahora que estas ideas han escapado de mí, como el fotógrafo que pierde parte de sí en la fotografía, me dispongo a seguir observado el mundo, sin mayor mediación que la trágica naturaleza que me fue otorgada por correspondencia cósmica del cruel universo.

Fernando Irineo A 24 de mayo de 2014

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