TRAILER DE SECRETO DE ALCOBA

May 21, 2017 | Autor: Patricia Perrotta | Categoria: Violencia De Género, Prostitution, Pedofilia, Estafa, actores populares argentinos, Lito Cruz
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SECRETO DE ALCOBA/Patricia Perrotta Contratapa Un actor emblemático de la patota cultural del gobierno kirchnerista, sumido en las adicciones, la pedofilia y la violencia de género, oculta un pasado de complicidad con la dictadura militar y delaciones mortales a sus compañeros de militancia. A través de ese personaje acomodaticio y vil, adepto a cada gobierno de turno desde el menemismo, se enhebra una trama sórdida de hipocresía y corrupción, que deja al descubierto los episodios más oscuros de la “década ganada”, exponiendo sus bambalinas de la vida privada, escenario de doble discurso, traiciones y miserias.

La periodista Patricia Perrotta desarrolló una rigurosa investigación de episodios reales, con la recreación de los hechos a los que tuvo acceso mediante los desgarradores testimonios de sus víctimas y protagonistas. Y los refiere con una prosa ágil y atrapante (donde han sido modificados los nombres y algunas circunstancias para preservar a los testigos), en la que convive la fascinante tragedia shakesperiana con el humor negro feroz y vertiginoso del cine de Quentin Tarantino. Secreto de alcoba relata una serie de historias violentas y miserables, que desnudan lo más abyecto del alma humana y revelan los hilos ocultos de la perversión personal y política en las esferas del poder y sus relaciones con la cultura. Un testimonio estremecedor sobre la situación de género en la Argentina de los últimos años, donde a un discurso oficial de igualdad y plenitud de derechos, se oponía en los hechos una práctica machista casi medieval, incluso entre los más caracterizados adeptos al gobierno supuestamente progresista. Una metáfora abrumadora sobre la puesta en escena de una realidad paralela, y las complicidades y silencios frente a una problemática transversal a cualquier ideología o credo político que aún continúa sin resolverse, con un índice escandaloso de femicidios y casos cotidianos de abuso hacia las mujeres. Prólogo (…) “Qué hacés leyendo Clarín?” le había preguntado la muchacha, que no llevaba puesta una camisa de él, de acuerdo al clishé cinematográfico, sino que, por elementales razones de higiene, había desarrollado la buena costumbre de transportar en su mochila una especie de remera musculosa larga, casi un vestido informal, que usaba como camisón al levantarse. Ari Kudelka había aparecido con frecuencia frente a las cámaras como uno de los artistas militantes, como un creyente casi religioso en las bondades de la

administración de CFK. Del mismo modo en que, durante los años ´90, se lo había visto a menudo merodeando el poder como parte de la estrafalaria corte de sultán que había engendrado Carlos Menem. Para Ari Kudelka no había mayor contradicción entre haber apoyado un gobierno de corte neoliberal y ahora aparecer como embanderado cultural del modelo poskeynesiano. Porque para él, la política transitaba por un solo partido, de un solo afiliado y conductor. Él mismo. En la década de gobiernos kirchneristas, el conflicto entre el gobierno y el multimedios Clarín había desembocado en una guerra sin cuartel, treguas ni prisioneros. Desde el gobierno se impulsó una Ley de Medios que intentaba descentralizar los conglomerados como Clarín. Y se había fogoneado la reapertura de la causa Papel Prensa, que incriminaba a los CEO de Clarín y La Nación en el terrorismo de Estado de los años ´70, cuando Lidia Papaleo de Graiver, hermana de un famoso actor y viuda de un megaempresario muerto en circunstancias turbias, un demasiado conveniente “accidente” aéreo, había sido coaccionada mediante torturas para vender a esos medios la fábrica monopólica de papel de diario: Papel Prensa. La foto de esos empresarios junto al dictador Jorge Rafael Videla había empapelado el país y había aparecido en los medios adictos al gobierno. Pero éstos tenían mucho menor poder de fuego que las páginas del “gran diario argentino”. Con sus poderosos canales de noticias goteando una feroz campaña antigubernamental durante las 24 horas, el Grupo Clarín se había convertido en el principal y más consistente opositor al gobierno populista. Desde las entrañas de la administración, surgió el lema: “Clarín miente”, por la oscura complicidad del medio con la dictadura cívico militar y sus negocios en sociedad con los dictadores, que impulsaron a un diario de tirada mediana al lugar de liderazgo del megagrupo mediático. “No! Es el único diario que dice la verdad!” decía con desparpajo Kudelka mientras masticaba las medialunas y sorbía ruidosamente el café con leche. Con la boca llena y el mismo ímpetu voraz con que había arrancado el desayuno, se extendía aún más: “Cristina es una actriz frustrada. Tiene una coach que le enseña las posturas, cómo modular los discursos, cosas básicas de actuación. No me lo contó nadie, yo la vi, es A.” En ese momento, casi orwellianamente, sonó el celular de Kudelka, que bailoteaba deslizándose por la mesa con las luces de colores centelleando como en un parque de diversiones retro, iluminado por neón. “Compañero gobernador!!!”, respondió exultante, con un tono de voz equivalente a una confianzuda palmada en la espalda. Escuchó. Asintió. Sugirió. Aportó opciones. Rió como si le causara gracia. Prometió. Asintió de nuevo. Escuchó. Saludó. Dos minutos después, Kudelka había engrosado su cuenta bancaria en $400.000, cuando el dólar oficial cotizaba a $6 aproximadamente, por asistir a dar una clínica de una hora sobre actuación en un poblado tan parecido a su pueblo natal, ubicado en la antigua línea de fronteras frente a los nativos.

Siguió comiendo y bebiendo café con leche, aunque con un ritmo sorprendentemente más pausado. En silencio. Ahora no atisbaba la Union Jack que ondeaba a lo lejos sobre

la terraza de la embajada, sino que entrecerraba los ojos para observar a la muchacha que comía distraídamente su yogur desde el envase con una cucharita. Cuando el silencio ya se internaba por el bosque de la incomodidad, le dijo: “Mi amor, si algún día nos separamos espero que sigamos siendo amigos, incluso podríamos hacer negocios juntos”. La mujer joven, a quien el hombre doblaba en edad, acarició su mejilla, y le habló con un tono tierno y una paradójica actitud casi maternal: “Ay, mi amor. Espero que no tengamos que separarnos. Pero si eso sucede, yo no voy a ser tu testaferro, sabés? Soy una persona íntegra, tengo mis principios”.

“El gatito se tragó una aguja”

(…) La mujer detestaba que el teléfono fijo sonara a las cinco de la mañana. Ferviente lectora del novelista Paul Auster, había asumido como propia la idea de que un llamado telefónico en la madrugada nunca traía buenas noticias. Y este llamado no era la excepción. Aunque, proviniendo de Ari Kudelka, casi siempre se trataba de falsas alarmas. Ahora, del otro lado de la línea, el Seinfeld peronista lloraba. Ada odiaba ese llanto, que le activaba una especie de detector innato para intentar decodificar si se trataba de una tristeza genuina o una simulación actoral. “Mi amor, el gatito está mal. Ay, Marte, no te mueras, si te morís no puedo seguir viviendo” exageraba el divo alejando su voz del teléfono, como si se acercara al felino para hablarle al oído. Se vistió, tomó un taxi, viajó hasta el bunker del barrio parisino de la calle Gelly Obes, le preparó café a esa caricatura de su ídolo de adolescencia, y lo llevó al veterinario junto con el gato, aunque dudaba sobre a quién tendría que atender primero el profesional. El veterinario salió del consultorio con la expresión cariacontecida de un neurocirujano pediátrico. Transmitió su dictamen. Kudelka volvió a irrumpir en ese indescifrable llanto plañidero. “Ay, mi amor, el gatito se tragó una aguja”, le dijo a Ada en busca de consuelo para su infratragedia beckettiana. Después, en otro de sus frecuentes y repentinos giros de personaje, cambió por completo la expresión. Con una impavidez de psicópata experimentado, incriminó a su nieto en el incidente. “¡Este Julio César! ¡Cada vez más ingobernable! Voy a tener que decirle a la madre, mejor aún, voy a tener que hablar con él”, se indignó con una ampulosidad sospechosa. “¿Cuándo fue la última vez que te visitó Julio César en el loft?”, preguntó Ada, antes de abrir la puerta del consultorio, sin esperar la respuesta.

La doncella de hierro (…) El suboficial estaba demasiado perturbado como para lograr hacer foco sobre la nota manuscrita por la maestra jardinera. De todos modos, más allá del habitual rechazo que le provocaba, y si hubiera podido leer el contenido ese rechazo hubiera encontrado argumentos sólidos para fundamentarlos, en ese momento la presencia de la nena le aportó un momento de paz, mientras miraba las imágenes de la guerra en el Atlántico Sur para distraerse del tiroteo en el que había participado esa tarde. En un gesto de cierta ternura, dentro de las circunstancias, el padre la invitó a que se sentara en su regazo, y con pocas palabras (el suboficial no era hombre de palabras), tomó su pistola reglamentaria de la parte trasera de su pantalón (esa noche se sentía más seguro con el arma cerca, todavía inquieto después del incidente de su jornada laboral), y extrajo una a una las balas del cargador. Se las mostraba y daba a la nena como si fueran bolitas o colgantes o aros, como si su hija pudiera verlas como accesorios para su vestuario o juguetes. La nena sonrió, sobre todo por el inusual gesto de afecto de su padre, pero le señaló cierta contrariedad. No le gustaban las balas de la pistola reglamentaria de la Policía Federal. El padre empezó a farfullar sus habituales epítetos de “gorda” y “anteojuda”, pero la nena lo conmovió cuando giró la cabeza y señaló el televisor con el mentón. Le dijo que quería jugar con balas de Fusil Automático Ligero (FAL), como el que llevaban los soldados que aparecían en el noticiero. El padre sonrió, sorprendido. Apartó a su hija con la menor brusquedad que pudo, al menos eso intentó. Fue hacia el armario y volvió con una caja donde había balas de fusil. Le dio una a la nena. Después, el suboficial se llevó un inhalador a su boca, a pesar de que no era asmático (aunque sí muy hipocondríaco) cuando vio que la nena tomó la bala con dos dedos de su mano derecha y se la pasó por la boca como si fuera un lápiz labial. (…) “En un minuto hay muchos días” (…) Ada había nacido en el año del campeonato mundial de fútbol, y se había criado en una familia disfuncional con un padre ausente, pero presente en su trabajo en las fuerzas de seguridad, sobre el que siempre evitó contar detalles o anécdotas laborales, y desconocía los entramados ocultos de lealtades y traiciones, de dignidad y miseria humana que habían aflorado durante los años oscuros de la Argentina. Era una muchacha muy particular, curtida en las adversidades del “bulling” escolar y la violencia doméstica; era capaz de golpear con una manopla a un abusador potencial, pero a la vez muy vulnerable a sus emociones reprimidas que pugnaban por salir a la superficie y tomar oxígeno.

Ada miraba al escenario como si allí se desarrollara una tragedia, pero era ella un juguete del destino, como expresaba el joven Romeo en la inmortal pieza de Shakespeare, donde, paradójicamente, casi todos morían. Ella vio a Arístides Kudelka como si fuera un personaje de ficción, un héroe, un titán. Sobre todo, un hombre de la edad de su padre, pero artista, por eso consideraba como “hermoso” aquel semblante de caudillo federal que trasuntaba testosterona para repartir entre las carenciadas. Sintió que estaba en medio de una pieza teatral renacentista, sintió sus pulsaciones aceleradas, sintió los latidos desorbitados de su corazón, no alcanzó a discernir que estaba viviendo una situación que la convertía en una especie de clishé, porque tuvo que sostenerla un empleado del área de Cultura del gobierno menemista, que participaba del acto como parte de su abúlica jornada de tareas, cuando ella casi cae al suelo tras sufrir una repentina lipotimia por esa emoción inédita y desaforada. Sintió que ese hombre era su destino. Para Ada, el karma y el amor se manifestaban en una sola persona, y es en esos momentos cuando todo comienza a ir mal. “Oh, amor poderoso!”

(…) A Ada le gustaban los hombres de pelo en pecho. Tenía un instinto primal muy desarrollado, era una mujer visceral, de un erotismo voraz. Algo bastante censurado en una sociedad patriarcal y machista, para la cual ese comportamiento, perfectamente asimilable al de un hombre promedio, era de lo más indecente en una dama. Incluso luego de más de una década de transcurrido el siglo XXI. El gobierno populista había sancionado leyes que favorecían el matrimonio entre personas del mismo sexo, que una persona transexual pudiera obtener un documento de identidad que la acredite socialmente como mujer, pero si una mujer sentía intenso deseo sexual seguía siendo “una puta”. De todos modos, a Ada le seguían gustando los hombres de pelo en pecho, viriles, que exudaran testosterona. Había fantaseado con ese encuentro sexual con su maestro de actuación desde los más recónditos momentos de intimidad en su adolescencia, cuando se masturbaba con frenesí imaginando que tenía relaciones con Ari Kudelka. Y en su fantasía, con la que obtenía orgasmos múltiples, ese ícono del supermacho argentino tenía pelo en pecho, mucho. Ahora, en su primer encuentro cuerpo a cuerpo en la realidad de la adultez, Ada sintió una leve decepción al comprobar que ese hombre algo hirsuto, con la barba pugnando por brotar que le daba un aspecto un tanto desprolijo, pero que él asimilaba como rasgo de bohemia artística, era, imprevisiblemente, lampiño. Ni un solo pelo crecía en su pecho avejentado. No estaba depilado tampoco. Aunque era un ególatra consumado, no podía decirse que fuera un “metrosexual”, ya que era muy poco afecto al arreglo personal. Era simplemente lampiño. Más allá de esa contrariedad, Ada gozaba del sexo con su gran amor como no lo había hecho con los –muchos- hombres con los que se había acostado desde los 17 años. A diferencia de lo que había ocurrido en buena parte de los encuentros sexuales previos, con su maestro de actuación no necesitaba actuar en la cama. Alcanzaba un éxtasis genuino, no tanto por la habilidad o talento amatorio de su partenaire (que no era malo pero tampoco un genio del erotismo, tenía un comportamiento más bien

promedio y bastante previsible, con gestos de macho dominante procurando imponer su fuerza, que eran sorprendentemente desbaratados por esa joven con pasado de atleta quien ejercía mayor fuerza que el bohemio septuagenario). Ada también era ególatra, y solo alcanzaba orgasmos cuando era ella misma quien se propinaba placer. Con Ari Kudelka, su cuerpo rememoraba como en un reflejo condicionado aquellas fantasías por mano propia, y a favor de que, durante los primeros tiempos de aquella historia de amor, el actor evitaba la habitualmente desmedida ingesta de alcohol diaria, los planetas se alineaban para satisfacción mutua. Aunque en esa satisfacción se alojaron los primeros gérmenes del conflicto. “Un cuento relatado por un idiota; lleno de palabrería y frenesí, que no tiene ningún sentido”

“Si me engañás, te voy a matar como Otelo. Y voy a tirar tu cadáver en el volquete de la puerta de casa”, dijo Ari Kudelka con un grito desencajado, exhalando su vozarrón de villano de ficción en ataque de furia. Lamentablemente, después de semejante exabrupto no se escuchó la voz de un director detrás de cámaras ordenando “Corten” en la grabación de una mediocre telenovela de primera hora de la tarde. Aunque melodramática, como casi todas las frases que pronunciaba, la amenaza era verdadera, y en el mundo real. Y Ada tomó nota de que ella era la destinataria de esa promesa de femicidio. El actor ícono de adhesión al gobierno que había otorgado derecho de contraer matrimonio entre personas homosexuales y que también había expedido documentos de género femenino a varones que decidieron cambiar de sexo, actuaba como un macho siciliano del siglo XIX, o como un señor feudal que se consideraba dueño de una vasalla. En tiempos donde se había subrayado hasta la exasperación el carácter delictuoso de la discriminación, para Ari Kudelka una mujer era un objeto sin alma. Y de su exclusiva y discrecional propiedad. (…) ¿Cómo había llegado a ese grado de deterioro en su relación afectiva aquel hombre que poco antes actuaba como un cortesano, que llevaba mates a la cama y abría la puerta del taxi para que lo abordara su amada? ¿Quién era Ari Kudelka en realidad?¿Qué personaje lo identificaba mejor? ¿Sabía él quién era?¿Qué rol jugaba Ada en esa especie de delirio permanente en el que aquel hombre temible transcurría su vida, atravesada por la ficción? “Estamos hechos de la misma materia que los sueños”, solía decirle a Ada, evitando mencionar que el autor de la frase era William Shakespeare. Pero Ada, contrariando la cancioncita que Ari improvisaba cuando se sentía sobrepasado de exigencia sexual, sí dormía. Un sueño ligero, alerta ante la presencia cercana de ese hombre peligroso. Por eso, a veces se despertaba en medio de la madrugada y sentía que estaba en medio de una pesadilla, cuando se descubría sola en la cama. Se levantaba entonces, vestida con la larga remera musculosa que usaba de camisón, y buscaba a Ari en el loft, donde a pesar del lujo arquitectónico, brotaban las goteras, señales de humedad, paredes descascaradas y otros rasgos de descuido que aportaban un aire tenebroso de escenografía de film de terror a aquel bunker en un barrio elegante del artista

millonario, a pesar de que su único trabajo en teatro, por aquellos años, había sido descontinuado por falta de público.

El actor recibía ingentes sumas de dinero del Estado para dictar clínicas de una hora de duración en localidades donde existía avidez de acceso a la cultura, y también explotaba un importante grado de cholulismo de quienes veían visitar al pueblo a uno de los artistas de la televisión. No había nada de malo en llevar nociones de arte dramático a pequeñas ciudades alejadas cientos de kilómetros de la capital del país y la de la provincia, pero a cambio de vagarosas conferencias magistrales en las que pontificaba sobre una teoría que apenas conocía de oído, el actor embolsaba sumas exorbitantes del erario público. Muchas veces pergeñaba planes itinerantes de enseñanza de actuación junto con socias, con las que como prerrequisito para formar equipo mantenía, previamente y durante la sociedad, relaciones mucho más íntimas que las que propiciaban las coincidencias profesionales. Así, engrosaba aún más la cuenta bancaria, con contratos del Estado por fuertes sueldos, equivalentes a varios miles de dólares, que se repartía con sus testaferras y amantes. A pesar de esa aceitada ingeniería de corrupción, aunque a escala de cabotaje comparada con los grandes negociados de obra pública y otras concesiones, Ari Kudelka parecía un lumpen, siempre hirsuto y con aspecto desprolijo. Aparentaba (siempre aparentaba) ser alguien de una condición social mucho menos favorecida en lo económico. La cocaína absorbía su prioridad presupuestaria. (…) Una noche, en el loft del actor, mientras ella fumaba un cigarrillo en el balcón, y él bebía en tiempo récord otra botella de champagne importado en la cocina, Ada escuchó un estrépito a sus espaldas. Vio llegar hasta el balcón a Ari que tiraba sillas y trastos en su alocada carrera, dispuesto a golpearla o arrojarla por la baranda. Ada, campeona de artes marciales, tomó el antebrazo de Kudelka en el aire, impidiendo el golpe, y en el mismo movimiento se lo dobló por detrás de la espalda. Lo empujó ella hasta la baranda del balcón, y le dijo al oído, en un susurro, parafraseando a su madre: “Ni se te ocurra”. Luego lo soltó, y tomó del piso del balcón el cigarrillo a medio fumar. Se apoyó en la baranda, mirando hacia la ciudad dormida, exhaló una bocanada en silencio, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla. A sus espaldas, antes de volver a entrar al interior del loft, Kudelka le reprochó: “Con vos no se puede. No me obedecés”. “Duda de que sean fuego las estrellas”

“Mogólicas!” les gritaba el referente cultural del gobierno progresista que había hecho de la discriminación un delito a dos jóvenes integrantes del elenco de la Universidad de Haedo, en uno de los ensayos de su muy particular versión de Romeo y Julieta. Por la noche, en su loft, la que gritaba era Ada, indignada por el trato humillante que el gran gurú de actores reservaba a sus compañeras de elenco. A veces, la pelea terminaba en una previsible reconciliación, donde la tensión previa se canalizaba hacia el erotismo. A Kudelka, un talibán de los lugares comunes y los clishés, le encantaba esa réplica en la vida real de un clásico recurso cinematográfico.

De todas maneras, el intenso entendimiento sexual muchas veces dejaba entrever los flecos de una compulsa de poder que se dirimía en la cama.

Aquella noche el intercambio erótico debió ser súbitamente interrumpido. El hombre se sintió mal en medio del coito; pidió tregua, se levantó y fue al baño. Ada también se levantó, preocupada, se acercó sigilosamente al cuarto de baño y espió por detrás de la puerta, que permanecía sin cerrar por completo. Descubrió que el actor monologaba, hablándole a su miembro: “No podés, Kudelka, no podés”. Después de asistir a esa escena surrealista, la potencia sexual de su pareja era lo que menos le preocupaba a la mujer. (…) El médico le advirtió a su paciente que dejara de tomar Viagra. La mezcla del estimulante sexual con el alcohol y la cocaína había provocado un episodio que había afectado a su corazón. Médicamente, se entiende. A pesar de que hubo un tiempo de más vinos que rosas, Ari Kudelka no era un galante romántico. Poco a poco, la pócima de los vinos y espumantes caros consumidos en exceso iban desenmascarando a su Mr Hyde, que cada vez le resultaba más difícil de esconder. Sobre todo ante Ada, que lo amaba con ingenuidad y entrega, pero también era campeona de kick boxing e hija de un policía. La desconfianza y la sospecha iban deslizándose en sus venas como una droga ponzoñosa, y la conducta errática de aquel hombre al que ella veneraba era lo que inoculaba esa sustancia oscura en su intuición. Ella seguía deseándolo con pasión, tal vez todavía excitada más por el recuerdo, por la ilusión del gran Ari Kudelka, que por la realidad de ese ejemplar masculino más bien desagradable con el que compartía cada vez más esporádicos encuentros eróticos, a pesar de que ella le reclamaba su deseo de acostarse con él con más frecuencia. La reacción del villano emblemático del cine argentino estuvo a la altura de su reputación y sobre todo de esa especie de delirio compensado con el que actuaba, tanto en el sentido de cómo se conducía en la vida como en el de interpretar personajes inexistentes. En vez de asumir que las drogas y el alcohol estaban minando su salud y eso perjudicaba su rendimiento sexual, Kudelka apeló a una inversión de la culpa, propia de un consumado psicópata, y a una estigmatización cultural casi decimonónica, muy acorde a su semblante de bárbaro caudillo federal del noroeste. “Sos una puta”, fue su excusa, explicación y sentencia.

Kudelka había conocido mujeres que cobraban por sexo. Incluso se había acostado con ellas. Solía dejarse seducir en bares, donde le sonreían insinuándose, y él asumía que su encanto irresistible, junto con su cierta celebridad de actor medianamente reconocible por la calle, obraba como un ábrete sésamo de esas piernas que habían caminado mucho. Las invitaba a su loft, donde mostraba sus fotos juveniles, hablaba con su voz grave y engolada, escuchaban música pasada de moda (a Kudelka le costaba vivir en el presente, un tiempo demasiado aferrado a detalles genuinos, a la realidad, a la noticia de su vejez subrayada como un inmenso videograph en pantalla gigante); ellas, a su vez, casi por reflejo condicionado, solían montar un numerito de baile para desvestirse, mientras el recio antigalán bebía un whisky. Luego mantenían

algún encuentro más o menos intenso en un impostado cuerpo a cuerpo en el que quien ahora actuaba era la eventual compañera de coito. Tras vestirse, la mujer le reclamaba el pago por sus servicios. Como en los bares donde el actor presumía de que su presencia era tan importante y convocante que saldaba la cuenta de su sediento consumo de bebidas alcohólicas, cuando la profesional del sexo extendía su tácita factura de honorarios (“como sos conocido te cobro después y no antes”, solían decirle), el hombre se ofendía en su buena fe, y sobre todo en su virilidad y atractivo. Argumentaba que se había tratado de una mutua conquista espontánea, “soy Ari Kudelka”, exclamaba como si, nuevamente, su identidad ameritara una escolta a caballo que le abriera el camino entre los vasallos, igual que a los reyes y los señores feudales del Medioevo. “Mirá, papi, pagame de una vez”, se impacientaban las trabajadoras sexuales ante ese regateo mezquino. El actor, que no era sordo pero le costaba mucho escuchar a los demás, entendía otra cosa, porque se transformaba en una bestia desencajada. Enfurecía por no haber sido elegido ni deseado, por haber sido captado como un cliente de un intercambio interesado, un trueque por dinero. Y les pegaba de una vez. De varias veces.

Por eso se jactaba: “Yo nunca pagué por sexo”. “Asume una virtud, si no la tienes”

(…) El maestro, en cambio, la alentaba a que asumiera roles más provocativos en los que pudiera desplegar toda su sensualidad. Muchas veces, el maestro se proponía como partenaire de esas escenas, “para que pudiera sentirse más tranquila”. Eran tiempos en que todavía no había emergido del todo en la sociedad el concepto de “acoso” para señalar a quienes desde una posición de poder (como en este caso un docente con su alumna) procuran obtener algún intercambio erótico. Además, a Sabrina su maestro le generaba una ingobernable atracción, como un animal peligroso que la hipnotizara para luego caer sobre ella como presa de apetitos carnívoros. No la atraía tanto ese hombre ya decadente, desprolijo, poco higiénico, de ademanes desagradables, sino la leyenda que lo precedía: el supermacho erótico de las pampas, el multigalán que a pesar de interpretar siempre ínfimos roles secundarios había seducido y se había acostado con mujeres deslumbrantes del ambiente artístico. Sabrina se sentía Marilyn Monroe cada vez que el profesor dejaba trasuntar su lascivia hacia ella. Y él la desnudaba con la mirada. Todo muy bien envuelto en justificaciones dramáticas de ficción, como en un juego de seducción propio de la adolescencia. Como en las obras del dramaturgo ruso Anton Chejov, en las que parece que no pasara nada, pero, en los diálogos y pequeños gestos actorales, atraviesan la escena, con exquisita sutileza, grandes convulsiones familiares, psicológicas y políticas. Sabrina reaccionó con una risita nerviosa cuando el profesor le sugirió que se quedara media hora más para repasar cierta escena de una obra de Tennesse Williams, cargada de tensión erótica. Argumentó que para poder alcanzar “el tono justo”

resultaba conveniente que pudiera expresarse ajena a las miradas de sus compañeros, para luego poder desenvolverse con soltura ante mayor cantidad de público. Carl Gustav Jung se hubiera hecho un festín interpretativo si hubiera escuchado el lapsus de Kudelka, que dijo: “púbico”.

Para favorecer la relajación de su alumna ante una escena tan desafiante (más o menos algo así le dijo a la quinceañera), dispuso un “clima lumínico”, puso una música incidental, y hasta prendió un sahumerio. El clima no era de arte intimista, sino de intimidad. Kudelka iba mucho más allá que las acotaciones para los actores del dramaturgo estadounidense. Le decía a su alumna, como le decía a todos sus alumnos, como si fuera una verdad revelada de la actuación descubierta en un sobrecito de azúcar del té de Stanislawski, que primero exagerara sus actos y gestos, para luego ir atenuándolos hasta encontrar el tono adecuado. Claro que ahora le estaba pidiendo que exagerara su provocación, su sensualidad, su erotismo, y lo hiciera con él, y a solas en el estudio. Le sugirió que practicara la memoria emotiva pensando en un chico que a Sabrina le gustara. Y luego, como si interpretara un papel de esos en los que se había dejado encasillar con pereza artística, se acercó al oído de la alumna y le dijo con su legendaria voz grave de villano: “O no tan chico”. Ese era el “pie”, la palabra que obra como marcación de orquesta en la actuación. Kudelka se acercó más aún a su alumna, estrechó el abrazo de la escena, la instó a experimentar una opción en la que él la abrazaba por detrás, y en cierto momento le dijo al oído: “Me olvidé la letra”. “Soy virgen”, murmuró ella temblando, acaso también de excitación.

El hombre que atendía el kiosco no era un kiosquero “natural”. Había sido ferroviario de toda la vida, desde los 15 años, justamente. En las vías, andenes y locomotoras, había conocido también la militancia política. Previsiblemente peronista, fue delegado gremial. Conoció los tiempos de Ferrocarriles Argentinos comprados a los ingleses, la leyenda de esa adquisición y también las versiones detractoras. Ahora, tras la bravuconada de Carlos Menem para justificar la desmantelación de esa red de comunicación (“ramal que para, ramal que cierra”), había iniciado ese pequeño kiosco con la indemnización de casi medio siglo de servicios al Estado. Lo atormentaban la claustrofobia y el sedentarismo, pero al menos lograba sobrevivir. No era un hombre de buen humor, había conocido para él lo que consideraba tiempos mejores, y solía levantar la voz ante la más pequeña contrariedad. Su hijo mayor lo acompañaba en las tareas, y en el resentimiento político que se iba engendrando en él como un Alien. El kiosco quedaba enfrente del estudio donde Ari Kudelka daba sus clases de teatro. Y permanecía abierto en verano, no estaban las cosas como para vacacionar en el exterior a favor del dólar barato. Esa tarde, se hizo realidad otra máxima de Perogrullo digna de sobrecito de azúcar: “No hay ningún loco que coma vidrio”. Porque Ari Kudelka no ingresó al local haciendo aspavientos ni presentándose “soy Ari Kudelka” para que lo atendieran con la premura que requería su urgencia, ante el hecho de haber dejado a una alumna de 15 años encerrada en su estudio. Esperó, compró preservativos, pagó, pero no pudo

evitar un postrero ataque de ego kamikaze al explicar, como si alguien se lo hubiera pedido: “Es que me voy a coger a una virgen”.

Sincronicidad. En plena posmodernidad, transcurrido un año del gobierno de Mauricio Macri, el hijo del kiosquero había multiplicado su resentimiento desde las épocas de Menem. Durante el kirchnerismo había participado activamente en política, inspirado por la figura de su viejo, ya fallecido, de quien había heredado el kiosco y el peronismo. Ahora, sentía una claustrofobia similar a la de su padre décadas atrás. Procuraba eludirla desde una pequeña netbook en el mostrador, donde leía el diario por Internet (imitando a su manera la lectura de “Crónica” en los tiempos muertos de atención del local que le había quedado como postal familiar de su padre), o navegaba por las redes sociales. En una de esas páginas observó una foto en la que el hasta hace un año ícono de la cultura del gobierno nacional y popular, aparecía ahora durante una gala en el Teatro Colón junto a Darío Loperfido, director artístico del coliseo de música clásica, y una de las figuras más controversiales del gobierno de Macri, por sus declaraciones respecto de que la cantidad de 30.000 desaparecidos era exagerada. Ese exabrupto generó rechazo en gran parte de la comunidad artística, que había ofrendado muchos de esos muertos por el terrorismo de Estado. Kudelka sonreía a su lado, con su mejor cara de lobby. El hijo del kiosquero no se indignó por las lealtades resbaladizas del actor. Simplemente recordó la anécdota de cuando había cruzado la calle apurado para comprar forros. “Ese pedófilo arrogante”, dijo el hijo del kiosquero y escupió al suelo, acaso porque el café estaba demasiado caliente. CONTINUARÁ…

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