Un Nicolás de oídas

May 22, 2017 | Autor: Agustina Pérez | Categoria: Teoría Literaria, Crítica literaria, Nicolás Rosa
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Un Nicolás de oídas Agustina Pérez Tengo un Nicolás de biblioteca. Es un Nicolás que no está en ninguna sección preestablecida, ni en crítica, ni en teoría, ni en el margen de los inclasificables, sino en un estante donde convive con los libros de Laura Estrin y Milita Molina. Hay efectivamente un Nicolás-Rosa, el que conocí de los libros que escribió y leo, pero no quiero hablar de ese sino del Nicolás a secas, que no conocí, que se posiciona precisamente ahí, entre dos voces, y me viene de oídas. Un Nicolás del que escuché hablar en las clases de Teoría y de Eslavas de Laura, y que vuelve con insistencia en las charlas con ella, del Nicolás que le escucho a Milita y que leo en su libro. Un Nicolás que me viene así, con la fuerza del nombre propio. El que está siempre con un pie en la facultad y otro pie en los bares, en

los encuentros donde siempre lo evocan, con insistencia, con la obstinación de la afectación, de la fascinación. Mi Nicolás es un Nicolás de segunda mano. De oídas. ¿Qué querrá decir ‘conocer de oídas’? En El pibe Barulo de Osvaldo Lamborghini hay un tal Gabriel, un pueblerino que, al cumplir 18 años, recibe un traje y unos pesos para que se creyera un hombre, y, como tal, sale sin prisa y sin pausa, para hacerse la capital y, con ella, algún hembrón del centro. Pero termina mal, como todo. Termina en el departamento de Hans, un señor bien vestido de unos 55 años, “con tal de no volver con las manos vacías”. ¿Qué querrá decir, se pregunta Lamborghini, “manos vacías”? A Gabriel lo encuentra el portero del edificio con las manos en la masa, esa masa amorfa en la que se había convertido Hans luego de desatado el temporal de cuchillazos. El Macbeth pueblerino, por no volver con las manos vacías, termina como mino de reclusos del penal y, aunque ponía cara de que se tenía que dejar a la fuerza, le gustaba. Gabriel es un lector denotativo, un lector literal, un lector que pone a andar el lugar común. También así, embelesado por la literalidad, me viene el Nicolás de oídas. Lo primero que subrayo en los Tratados sobre Néstor Perlongher es el subtítulo: ‘De eso se trata’. Dice Laura Estrin: “Perlongher fue casi un ejemplo de todo lo que Nicolás quería mostrar y lo hacía siempre con las manos, con el dedo, como nos enseñan que no hay que señalar.” Mi Nicolás de oídas es un Nicolás que siempre está en el ‘eso’, en señalar, en hacer el espacio así. ¿De qué se trata? Siempre, de la escritura que, dice Nicolás, está ahí –subrayo ese ahí- como un dato fósil, “como una piedra que por momentos aparece como piedra bruta por el subterfugio de los elementos primitivos o por momentos corruscante en las orfebrerías del estilo”. Mi Nicolás de oídas baila entre esas dos consistencias, entre la piedra y el tembladeral. Es un Nicolás que de pronto se me hace tangible al punto de creer que incluso yo llegué a conocerlo, y de pronto todo de ficción. Esa misma ambivalencia me iba cercando mientras leía el libro de Milita sobre Nicolás, esa mezcolanza anómala y luminosa entre un compendio díscolo de anécdotas y el diario errático de una afectación. Por un lado, una cierta envidia por no haberlo conocido, por no haber sido una de las alumnas que llegaban tarde a la clase y quedaban desencajadas cuando Nicolás la interrumpía para hacer el saludo romano, volviendo el aula un escenario, desencajando ese espacio –haciendo espacio, en serio, así. Por otro, cuando menguaba la protesta ante lo inapelable, me venía otra sensación igual de ridícula e infantil y me parece que también yo conocí a Nicolás. Las anécdotas van armando un espacio donde restalla estridente el eco de la presencia de Nicolás, ese ahí radical que

Milita trae con firmeza, el presente irrecuperable que vuelve con fuerza, como un espejismo, en la escritura. De este Nicolás de segunda mano lo que me desvela es su pasión por el lugar común, signado también por una ambivalencia de consistencias, por aparecer de pronto vacío y de pronto lleno, por el ir y venir entre el sentido muerto, cristalizado, por la ceguera y la sordera ante el sentido, y su estridencia luminosa, sus retumbos. Lugar común: trivialidad, banalidad, estupidez, mal gusto. Lo dice Nicolás en los Tratados: “El mal gusto invertido como felicidad de los significantes: una nueva moral bochornosa”. Meterse con eso, con la basura de la lengua, con lo inoperante. Ver qué pasa si se lo pone a andar. Meterse con la bobería, con lo evidente, con lo que los intelectuales descartan, sacándoselo de encima rápidamente al tildarlo como infantil –y con esa tilde la cantinela deja de sonar: se calla, como las sirenas kafkianas de las que habla Daniel Link, porque no pueden tolerar la estupidez del que escucha. “Todo empezó”, decía, por ejemplo, Nicolás, “cuando vino uno con un palo y le pegó al de al lado para sacarle lo que tenía”. Y dice Milita: “yo me remontaba al momento ése tan simple y lo veía como un cuadrito dibujado por Nicolás y Nicolás ahí contemporáneo de la escena. Y había tanta luz en eso que me reía a carcajadas de los que teorizan sobre el Poder y ese retablo me parecía más luminoso que cualquier mamotreto sobre el Poder. Porque eso me enseñó Nicolás, a desaprender, a quedarme con lo elemental, con lo básico, a-¡en fin!- desculturizarme”. La literatura –esto lo contó Laura Estrin en alguna de sus clases- era, para Nicolás, no un campo de saber sino, precisamente, de disolución del saber. Y me vuelve el ‘eso’, la insistencia del ‘ahí’, el Lamborghini que dice, certero, que sólo se trataba de eso, de ese que sabe que el saber no sabe y lo dice, pero sabe de todos modos. Sabe diferente. Sabe mejor. Entre la caverna de los hombres antiguos –la caverna de Nicolás no tiene nada que ver con la platónica-, y el retablo de Milita, media mi error de lectura. Estaba convencidísima que donde decía retablo se refería, en verdad, al establo. Y ya me iba al galope del error a imaginarme que “ese retablo me parecía más luminoso que cualquier mamotreto” era un enjambre de caballos en desconcierto. Después busqué y vi que en cierto modo retablo y establo se saludan cuando uno entra en la basurología, en la etimología chatarrera. El retablo de esa historia, fija, nítida, simple e inobjetable hacía juego con la persistencia, la obstinación del establo en su raíz del verbo latino stare: estar de pie, quedarse, de ahí vienen también las estatuas –emperatrices de la insistencia- y

también, como no podía ser de otro modo, la obstinación, y a Nicolás me lo imagino así, caballo empacado, obstinado en algunas palabritas, en frases, en muletillas, en figuras. Mi Nicolás de oídas merodea siempre por los suburbios de la persistencia y la estupidez. Nicolás insistía en clase para que los alumnos lean el Elogio de la Estulticia, traduciendo precisamente estulticia o estupidez, pero no locura. Y los ponía en guardia diciendo que no hay que ser demasiado inteligente, advirtiendo que, frente a la gente muy inteligente, lo mejor es desconfiar. Cuenta Laura en una clase una anécdota que le gustaba mucho a Nicolás, un encuentro entre Einstein y Valéry donde uno le dice al otro ‘sabe que tengo una idea’, y el otro le contesta ‘qué bueno, yo todavía ninguna’. La alegría de estar en guardia, de precaverse. Y, también, lo dijo Braque, la importancia de tener siempre, a mano, al menos dos ideas: una para destruir a la otra. Cuando le muestran una revista de gente culta, Nicolás acota: “Me acaban de regalar una revista que muestra cómo el exceso de teoría y sofisticación pueden llevar a la más perfecta estupidez”. Porque hay diversas formas de la estupidez. “La estupidez a la que se refería en el caso de la revista cultísima”, dice Milita, “tenía que ver con la muerte, con el agotamiento, con la sofistiquería sin vida”. Es la repetición exánime de la que habla Barthes, que no viene del cuerpo de nadie, a no ser del cuerpo de los Muertos, la estupidez de la doxa que desvelaba a Flaubert, la estupidez de la definición, que obnubila, evapora a la cosa. El conformismo empieza en el sopor de la definición. Y Nicolás no se conforma. Pero hay otra estupidez, más práctica, que niega una forma específica de la inteligencia al desertar de la evidencia. Cuenta Milita que Nicolás quería que los alumnos aprendieran esa otra estupidez, que aprendieran a ser estultos. En sus últimos meses, Nicolás se preguntaba por qué persiste lo que persiste. Se preguntaba por el lugar común, y, a la vez, se ofendía frente a la idea de que existiera algo así como un lugar común. No hay lugar común cuando se empieza a rascar sobre la evidencia. Nicolás decía así: rascar. No estudiar, no analizar. Es un esmerado de la consistencia. Busca devolver la cualidad táctil a las cosas. Las afirmaciones se pueden rascar, raspar, como si fuesen capas pétreas y a la vez maleables de sentido. Otra de sus frases es que “nunca hay que irse mucho más allá de la física”, no hay que irse a la metafísica sino quedarse en la apretada mudez de las cosas, aunque se nos cierren, siempre y caprichosas, en la cara. Quedarse para rascarlas. Para hacerlas chillar.

Nicolás sabe, como Víktor Shklovski, que la palabra no es solo una palabra, sino que “dibuja en su despertar docenas y cientos de asociaciones. Está permeada por ellas como el aire de Petersburgo durante una ventisca está permeado con nieve”. Es por eso que, con una seriedad solemne, pudo preguntarle a Milita “¿quién es tu amiga del alma?”, frase hecha donde conviven la aparente banalidad y las categorías aristotélicas de la amistad en duermevela, listas para despabilarse con un zamarreo preciso. Nicolás, chatarrero, revuelve los restos de la cultura, rescata del basural de la lengua un lugar común y lo ausculta, poniendo en marcha todo lo dado por sentado para ver sus gráciles tropiezos, porque en el parpadeo en que se levanta la lápida del lugar común, como dice Milita, relampaguea una intimidad fugaz pero precisa con la cosa. Contra lo evidente, contra lo que va de suyo, Nicolás acerca al oído la caracola de lo trillado y escucha que en la banalidad cantan más hermosas que nunca las sirenas de la seducción, de la persistencia. Nicolás escucha, y escuchando devuelve la calidad táctil a las metáforas. Y escucha porque sabe frenar, detenerse a tiempo, como cuando repara en la extrañeza de la expresión “conocer de vista” y se pregunta si es lo mismo que conocer de oídas, qué tipo de percepción se privilegia en cada caso, cómo miraría una taza un romano del siglo II. “¿Por qué será” –cuenta Milita que dice Nicolás- “que uno le dice a alguien “Usted es un pelotudo, y ese alguien pregunta: ¿En qué sentido lo dice?”. Nicolás tiene una pasión literal, una fascinación por la denotación, por esos momentos denotativos que, dice Milita, son tanto un espejismo como un oasis. Para Nicolás incluso la lengua vale a nivel fisiológico. “La sabiduría”, dice, “está el en olfato, en el gusto, en las papilas gustativas”. Y también: “Yo escribo a mano, soy un amanuense”, “necesito ver el rasguido de algo, en este caso es una birome o un lápiz, en la página en blanco, para darme cuenta que estoy escribiendo”. Nicolás repetía y repetía el inscribir frente al escribir. De esta pasión por lo concreto cuenta Laura Estrin que, en sus últimos años, Nicolás insistía en que es necesario volver a la denotación. La connotación invisibiliza, sedimenta, ve todo tan claro que pierde de vista la historia del sentido, la presencia del referente. De la sofisticación de la metáfora, un salto en reversa hacia lo concreto. Lo dijo Nicolás en una clase –recuerda Laura-: “Retrocedo, no avanzo. Un presupuesto sentimental”. Para Shklovski, el artista fomenta la “revuelta de las cosas”. La frase es de un poema maravilloso de Jlébnikov. Las cosas se rebelan para poder ser vistas, oídas, para insistir, para estar. Para atrás.

Nicolás revuelve la basura de la lengua y encuentra la persistencia como joya ajada, incalculable, desbordante. Este desborde, esta parte que no coincide con el todo, que lo excede, que hace del todo una entelequia, arma un cataclismo en los estados de la materia donde lo inasible se puede rozar, por un momento, con los dedos. Algo parecido a los gestos que escribe Milita y Laura cuenta y yo me imagino de Nicolás: la estela de un trayecto en el aire, vibrátil, insostenible y aun concreta, pesada, material, aunque sea un instante. Mi Nicolás de oídas desborda de muletillas que se hacen con las inflexiones de la voz –cuestión de entonación- y con las inflexiones del cuerpo –cierta manera de desacomodarse en el espacio, haciendo el espacio así. Muletillas: gestos, tonos, posturas, todo lo que se va como arena entre las manos, pero arena de verdad, la que pisan los camellos que evoca Osvaldo Lamborghini. ¿Cuánto durarían las líneas trazadas por los gestos de Nicolás, cuánto las poses, cómo rebotarían en el silencio murmurante del auditorio las inflexiones de su voz? Todo este Nicolás, el más inaccesible, es el que más me figuro. En buen lugar común, todo lo que ‘hace agua’ y qué mejor, en esa inundación estamos, con el agua hasta el cuello, chapoteando entre lo volátil de las líneas de los gestos y la literalidad radical de que igual, contra todo pronóstico, se instala un ahí, una presencia. Contra la repetición muerta, pienso en todos los Nicolás que toco de oídas, en las anécdotas que vienen una y otra vez, cantinela o estribillo que viene de la afección, que se ríe de la muerte y entonces la muerte no tiene lugar.

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